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Crítica a la crítica.

JUAN BONILLA
10 SEP. 2017
Michiko Kakutani, la crítica literaria de 'The New York Times', se retira y anuncia que se
pasa al lado de los escritores
La crítica literaria es la única que tiene el inconveniente o la virtud de pertenecer, por
fuerza, a la disciplina que critica, por lo que sólo se puede hacer crítica literaria desde
dentro de la literatura. Parece evidente que quienes hacen crítica gastronómica no están
haciendo gastronomía ni quienes se dedican a la crítica musical hacen música, pero no es
posible hacer crítica literaria sin a la vez estar haciendo literatura. Esta seña de identidad
explica, seguramente, que los mejores críticos literarios sean por lo general escritores que
han destacado en otras disciplinas: Cernuda, en el campo de la poesía, es un buen ejemplo,
como el joven Gimferrer, cuyas reseñas de los años 70 desperdigadas en revistas y
periódicos, merecerían recopilación (recopiló algunas en sus libros Radicalidades y
Valencias, pero quedaron fuera otras muchas). En el lado de la novela es imposible no
hablar de Clarín, que reseñó decenas de obras que hoy sólo sobreviven, si es que lo hacen,
en sus artículos, y también Azorín, un reseñista muy particular. Aunque si hay un crítico
que destaca por sobre todos los demás, dado que hizo de la reseña uno de sus campos de
juego (hasta el punto de que llegó a utilizarla como formato para alguno de sus relatos), ése
es, sin lugar a dudas, Jorge Luis Borges. De los ejemplos citados creo que sólo Clarín tenía
verdadera influencia en el público al que se dirigía (la influencia borgiana es muy posterior
a la propia producción de los textos) y conocer los nombres de quiénes eran los críticos
influyentes en las distintas épocas puede ser una buena manera de deprimir a todo reseñista
que además de a la crítica literaria no se dedique a otra cosa.El caso es que esos críticos con
mando en plaza que se enseñoreaban con sus dictámenes en la prensa de finales del XIX y
comienzos del XX, (Luis Bonafoux, apodado La Víbora, Julio Casares, que se metía mucho
con Valle), pero también en los años setenta y ochenta (Dámaso Santos, Florencio Martínez
Ruiz, Rafael Conte, Miguel García Posada), hoy no sólo son auténticos desconocidos.
También, me temo, son irrecuperables.
Todo esto viene a cuento de la jubilación de la crítica de The New York Times, Michiko
Kakutani, "la más poderosa del mundo", según han advertido las agencias que han
informado de su retirada. En su despedida, The New Yorker, mediante la firma de
Alexandra Schwart, alababa su dedicación durante 40 años al arte de la crítica y decía que
era la única firma que había conseguido que su apellido se transformase en verbo: "to be
kakutanied". Schwart recordaba que se hacía referencia a Kakutani en series de televisión
como Sexo en Nueva York y Girls (en esta última, centrándose en la salingeriana fama de
esquiva de la crítica, de la que apenas hay imágenes, que nunca concedía entrevistas, que
raramente daba conferencias).
Es decir, se había convertido en un personaje de la cultura popular. Otra cosa es que su
influencia real estuviese a la altura de esa mitificación, que en cierto sentido es mera
parodia. Obviamente su fama se tasa en las críticas negativas, en los palos que dio a
grandes nombres. Es difícil hacerse una fama con alabanzas, por bien esgrimidas que estén.
Buena prueba de que para hacer ruido con la crítica literaria es más eficaz el palo, son
algunos blogs que, hace unos años, ahora ya han decaído mucho, armaban con prosa a
menudo adolescente mucha jarana vistiendo de limpio novelas de autores jóvenes y no tan

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jóvenes. Se liaba mucha bronca en los comentarios y quien se asomara por allí podía pasar
un rato divertido o sentirse asqueado.
Algunas de las víctimas de Kakutani fueron nombres aparentemente intocables: Franzen,
Nicholson Baker, Martin Amis, Salman Rushdie , John Updike, Paul Auster o Don Delillo.
Pero es cierto, leyendo todas esas críticas que Kakutani atacaba obras poco representativas
de casi todos esos autores, y en algunos casos como el de Amis, lo destacaba como uno de
los grandes estilistas del inglés del siglo XX, y en otro, como el de Delillo mostraba su
decepción de que un autor al que consideraba el máximo gigante de la literatura
norteamericana produjera una novela, El hombre del salto, que no estuviese a la altura de
sus expectativas. Es decir, muchas de sus famosas críticas negativas eran reconvenciones a
autores a los que admiraba y desde esa admiración presentaba sus exigencias (una cosa que
rara vez pasa en España donde a una obra maestra de un autor cualquiera según su crítico
hooligan sólo sigue siempre otra obra más maestra aún). También es verdad que hizo
apuestas rotundas, como Zadie Smith o Foster Wallace.
Su influencia no radicaba sólo en el hecho de que fuera la reseñista más reconocida y
temida del mundo: también era la jefa de la sección de crítica literaria de The New York
Times. E impuso su modelo, un modelo que juega a hacer de la crítica ciencia y que cumple
con los requisitos del periodismo: el lector debe saber de qué va el libro criticado, cómo lo
ha abordado el autor, qué resultados ha conseguido y cuánto se parecen sus logros a las
exigencias que como lector cualquier ciudadano tiene derecho a exigir. Cumplía así, en
cada texto, todo el espectro de una causa judicial: era juez instructor, fiscal, abogado
defensor y, por fin, dictaba sentencia,a menudo dura y condenatoria. Es la fama que
parecemos exigirle a los críticos: un poco de macarrismo les viene bien. Desconfiamos de
un crítico al que le gusta casi todo lo que reseña pero nos da confianza aquel al que no le
gusta casi nada. De ahí que la palabra crítica -que en principio sólo significa capaz de
discernir y juzgar- haya terminado por significar "inclinado a juzgar de modo desfavorable
hechos u obras" o, simplemente, "comentario negativo".
He pasado una tarde revisando sus reseñas, y es evidente que Kakutani tenía una plantilla,
unas reglas que no se saltaba nunca: una de ellas, la de no usar jamás la palabra "yo",
procede de las recomendaciones de Benjamin a los críticos. En un país y un periodismo
donde es raro el artículo o reportaje que no comienza con una anécdota personal, era de
agradecer la maña que se daba Kakutani para evitar la primera persona, aunque fuera un
truco retórico nimio. Después de leer 60 o 70 reseñas de Kakutani -e imaginarlas juntas en
un libro- uno llega a la conclusión de que el volumen resultante sería insignificante: las
suyas son críticas muy bien realizadas, donde no se le puede poner un reproche periodístico
-no teme destripar argumentos, como debe ser, porque si una novela es sólo un argumento
entonces no es nada-, y aunque no diga "yo" nunca, no deja de emitir opiniones personales
haciendo uso de la autoridad que se concede a sí misma -como debe ser, también, si bien
esa autoridad sería banal si sus textos no los publicara quien los publicaba-.
Es una más que correcta prosista, pero si se comparan sus reseñas con las de alguno de sus
perjudicados, como Martin Amis, no hay color: las reseñas de Amis rezuman inteligencia,
brío, estilo, diversión. Las de Kakutani, al ajustarse demasiado a su propia plantilla, acaban
devoradas por su corrección. No me han entrado ganas de leer ni uno solo de los libros que
Kakutani alaba, y, sin embargo, sí me ha ganado la curiosidad por varios de los que ataca.
Alabar es un deporte muy complicado, hay que ser realmente bueno para escapar al peligro
de la propaganda e inyectarle a un extraño ganas de que se asome a una novela.

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¿Ha sido Kakutani la última estrella de la crítica literaria? ¿Son posibles todavía los
críticos-pontífices? Teniendo en cuenta que -en términos de venta- la crítica literaria más
influyente de los Estados Unidos no era ella sino Oprah Winfrey, está dicho todo. Quizá
llegue el día en que algún youtuber se haga de oro comentando libros, pero entonces la
crítica literaria, al fin, dejará de pertenecer a la disciplina a la que se encomienda. Lo cierto
es que el crítico pontífice ha sido una figura que, en mayor o menor medida, ha estado
siempre presente en labores a veces policiales, a veces de jefe de prensa. Pensemos, en
España, en la figura de Castellet y su importancia tanto para la Escuela de Barcelona como
para la explosión novísima. Pensemos en Connolly en Inglaterra. Pero Kakutani -sin perder
de vista que el ecosistema literario donde ejerció la crítica se parece al nuestro como el
Océano Atlántico al charco que deja una tormenta- no parece haber tratado de liderar
ningún movimiento ni de imponer maneras: de hecho es difícil sacar en claro de la lectura
de sus reseñas una estética.
Abundan en ellas los juicios sumarísimos: por ejemplo, cargándose The new republic de
Lionel Shriver, después de utilizar contra ella una nota en la que explica las circunstancias
editoriales de la publicación, cuenta pausadamente la historia y decide: una novela macabra
-o terrible, o muy desagradable ("a ghastly novel"), decide: los personajes no funcionan,
son caricaturas. Decide: no puede tratarse un tema como el terrorismo con este nivel de
frivolidad, no se puede dejar que para un tema así el tono de una novela sea el de La suerte
de Jim de Kingley Amis. ¿Por qué? Pues porque lo digo yo, aunque ella nunca dice yo, o
sea, quien lo dice es La Autoridad.
Su logro mayor fue sin duda conseguir que tanta gente esperara al domingo para ver a quién
dilapidaba o a quién ensalzaba, aunque luego fuera un porcentaje pequeño de esos lectores
quienes se sintiesen inclinados a comprar una novela recomendada o, más difícil todavía,
no comprar una novela atacada que quizá les apeteciera. Si algo de bueno tiene la crítica
literaria en casos como el de Kakutani es eso: por poca que sea, la gente que lee una crítica
literaria suele multiplicar por 10 el número de lectores del libro objeto de la reseña. Quien
haya sucedido a Kakutani en el cargo lo tendrá muy complicado para conseguir acercarse a
ese indiscutible logro.

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