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EL NOMBRE DE DIOS
Nosotros los hombres nos hemos embrutecido. No sabemos más nada de muchas cosas profundas y
delicadas. La palabra es una de ellas. Creemos que es algo exterior porque no experimentamos más su
interior, creemos que es algo superficial porque no sentimos más su fuerza.

No impacta, no golpea, solamente es obra delicada de sonido y resonancia, un cuerpo fino para algo
espiritual. La esencia de una cosa y algo de nuestra propia alma que despierta ante esa cosa se encuentran y
adquieren expresión en la palabra.

En las primeras páginas de la Sagrada Escritura se dice que Dios "llevó los animales" ante el hombre, para
que él les pusiera nombre (Gn 2,1). Con los sentidos abiertos y con espíritu penetrante veía el hombre la
esencia a través de su figura visible y la expresaba en el nombre. Su interior respondía a la criatura. En él se
agitaba algo que se encontraba en relación particular con la esencia de cada criatura, ya que el hombre es
síntesis y unidad de toda la creación. Ambos elementos, la esencia de la cosa exterior y la respuesta a ella en
el interior del hombre, ambos vivamente unidos, él los expresaba en el nombre.

Fue así que una parte del mundo y una parte de la interioridad humana se unieron en el nombre. Pues cuando
el hombre pronunciaba el nombre despertaba la imagen esencial de la cosa en su espíritu y resonaba lo que
desde su propio interior había respondido sobre ella. El nombre era un signo misterioso en el cual el hombre
interiorizaba al mundo y a sí mismo.

Palabras son nombres. Hablar era el arte superior de manejar el nombre de las cosas, la esencia de las cosas
y la esencia de la propia alma en su armonía querida por Dios.

Pero no se mantuvo esta relación íntima entre la creación y el propio ser. El hombre se rebeló contra el
mandato de Dios y el vínculo se deshizo. Las cosas se le volvieron extrañas, más aún: hostiles. El hombre no
miraba más con mirada pura dentro de las cosas sino que miraba codiciosamente, ambiciosamente, y al
mismo tiempo con la mirada turbia del culpable. Así, las cosas perdieron su esencia para él. También su
propia esencia se le evadió, porque se había querido imponer egoístamente; no vivía más mirando
inocentemente en su propia alma. Esta se le escapó de las manos y él se volvió impotente e ignorante de sí
mismo.

Hoy el hombre no comprende más la palabra expresada en el nombre como unidad viviente de la esencia de
la cosa y de su propia esencia. El pensamiento de Dios –que lo unía en armonía con el resto de la creación-
ya no le ilumina. Sólo ve en la creación una imagen deshecha. Un tono esencialmente alterado, lleno de
sombrío presentimiento y anhelo, le llega desde la creación que le está enfrentada. Y cuando alguna vez oye
correctamente la palabra, entonces se detiene, escucha y recuerda, pero no encuentra más el sentido. La
palabra permanece confusa, enigmática y el hombre siente dolorosamente que ha perdido el paraíso.

Pero incluso ya ni experimentamos este dolor. Nosotros los hombres nos hemos vuelto tan superficiales que
ni siquiera hemos conservado el dolor por las palabras destruídas. Hemos pronunciado las palabras cada vez
más rápido, cada vez más superficial y exteriormente, y hemos pensado cada vez menos en la esencia de
ellas. Las hemos hecho circular como se hace circular de mano en mano una moneda: uno ya no sabe qué
hay grabado en ellas, ni qué cosa se encuentra en ellas. Sólo sabe que recibe tanto y tanto por ellas.

Desde entonces, las palabras han corrido precipitadamente de boca en boca. Son tan sólo palabras-moneda
que mencionan la cosa pero no la revelan. Sólo son señales para que los otros sepan lo que uno quiere.
De este modo, el lenguaje con su palabra no es más ninguna relación sugestiva con la esencia de las cosas,
ningún encuentro de cosa y espíritu. No es más el anhelo por el paraíso perdido sino un castañeteo
apresurado de palabras-moneda, así como la caja registradora administra las monedas pero nada sabe de
ellas.

Sólo de vez en cuando nos sobresaltamos, por ejemplo cuando nos llama una palabra que tiene el valor de un
fundamento primero: la esencia nos llama. O la palabra está en el papel, y brilla con sus negros caracteres.
El "nombre" pone de relieve la esencia, la respuesta del alma. Aquí experimentamos nuevamente la
experiencia primera de la cual ha brotado la palabra, palabra en la que el espíritu encontraba la esencia de la
cosa. Sentimos la mirada asombrada, la captación espiritual con la cual el hombre envolvía la esencia de lo
nuevo, y desde su propio interior la grababa en la forma del nombre. Caminamos por una vasta extensión,
caemos en un abismo y la palabra vuelve a ser aquella primera obra propuesta por Dios al espíritu humano.
Pero pronto todo naufraga nuevamente y la caja
registradora opera de nuevo…

Quizás alguna vez la palabra "Dios" se te ha puesto


enfrente… Cuando meditas lo dicho hace un momento
comprendes porqué los fieles del Antiguo Testamento no
pronunciaban en general nombre de Dios. Esto ha
constituído el particular destino del pueblo judío:
experimentó inmediatamente como ningún otro pueblo la
efectiva realidad y cercanía de Dios, su grandeza y
majestad, su benevolencia e incluso su carácter terrible.
Dios les había revelado su nombre a través de Moisés: "Yo
soy el que soy es mi nombre" había dicho Él. "Yahvéh"
significa "Yo soy el que soy", el que no necesita de ninguna
esencia, el que obra poderosamente, el que existe
totalmente en sí mismo, síntesis de todo ser y de toda fuerza
(Ex 3,14).

Este nombre era considerado tan santo, que nunca nadie lo utilizaba sino que en su lugar ponía perífrasis:
"Señor del rebaño", o "Rey supremo", o simplemente "Señor".

El nombre de Dios era imagen de su esencia. Oír el nombre de Dios era para los judíos como escuchar
hablar a la esencia de Dios. Para ellos la palabra era como Dios mismo; temían a la palabra así como un día
había temido al Señor mismo en el SINAB. Más todavía, Dios habla de su nombre como de Sí mismo. "Tu
hijo" –le ha dicho a David- "debe edificar una casa a mi nombre"; en ésta, en el templo, mora el nombre de
Dios (1 Reyes 5,19). Y en el Apocalipsis, Cristo promete al que es probado y se mantiene fiel que Él "le
pondría de columna en el Santuario de mi Dios", y "grabaré en él el nombre de mi Dios": Dios lo bendecirá
y se entregará Él mismo en persona (Ap 3,12)

Ahora entendemos el mandamiento: "No tomarás en falso el nombre de Yahvéh, tu Dios" (Ex 20, 7).
Entendemos por qué el Señor nos enseña a orar en el Padre Nuestro: "santificado sea tu nombre", y por qué
debemos comenzar "en nombre de Dios" lo que hacemos siempre.

Lleno de misterio es el nombre de Dios. La esencia de lo infinito resplandece en el nombre de Dios, la


esencia de Aquél "que es", en santidad infinita y en plenitud inconmensurable del ser.

En esta palabra vive también lo más profundo de nuestra propia alma. Nuestra esencia más íntima responde
a Dios pues pertenece inseparablemente a Él. Creada por Dios y para Dios no tiene ninguna tranquilidad
hasta que esté unida a Él. Nuestro yo no tiene ningún otro sentido más que estar unido con Dios en la
comunidad de amor. Todo esto, toda nuestra nobleza, el alma de nuestra alma se encuentra en la palabra
"Dios" y en la palabra "mi Dios": Tú mi origen y mi meta, principio y fin de mi ser, adoración, anhelo y
arrepentimiento –todo.
Queremos pedir a Dios que nos enseñe a "no tomar en falso" Su Nombre, a "santificarlo"; queremos pedirle
que Su Nombre nos ilumine con su gloria. El no debe convertírsenos en moneda que, muerta, va de mano en
mano. Infinitamente precioso, Su Nombre debe permanecer en nosotros, tres veces santo.

Queremos venerar al nombre de Dios tanto como a Él mismo. En Él veneramos también al santuario de
nuestra propia alma.

de "Los Signos Sagrados"


Romano Guardini

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