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El Camarón de Oro

E l grito golpeó las altas laderas del Estuquiña y del Huaracane. Y como si

fuera un eco, de la rocosa garganta del recoveco de las Sietevueltas, se fue


desgañitando la voz dolorosa del hombre.

El grito, luego de lanzarse a la cima de los enhiestos torreones, fue cayendo de piedra en
piedra, astillándose en siniestros gemidos, para reventar en el fondo de la quebrada en un
silencio sobrecogedor, interrumpido a ratos por el leve sollozo del miedo y de la sorpresa.

Cuentan los viejos, veteranos arrieros de caminadas rutas, que aquella tarde remecióse todo
el valle. «¡Muerte! ¡Muerte!», afirman que se oyó. Eran las palabras tajantes de una voz
cavernosa, que salían de no se sabe dónde. Unos aseguran que de los cerros, otros, de su
entraña abierta. El agua también rugía a borbotones, como si escapara de desesperada prisión,
tras la libertad que la violencia del terremoto le estaba dando. Parecía que buscaba algo. Así
lo comentan, así lo refieren.

«¡Ah, maldito!», afirman que repetía a cada instante la voz misteriosa. «¡Maldito para
siempre!», vociferaba. Y el eco lúgubre repetía: «para siempre…para siemp…para siem… »
Y la Tierra no dejaba de estremecerse…Los segundos parecían largos, largos,
interminables…

Al pie de los cerros, encogido, sumido en una devastadora estupefacción, el hombre veía sin
mirar sus manos rojas,

rojas de viva sangre, como si mil alfileres le hubieran punzado inmisericordes. Miraba, y
cerca de sus pies algo voluminoso y amarillo parecía agitarse. Era un camarón descomunal
que, a los rayos débiles de la tarde, desprendía reflejos metálicos de luz. Y las aguas
subterráneas, aunque usted no lo crea, se dirigieron ávidas hacia la extraña criatura. Ésta, al
modo como iba siendo cubierta por el exuberante líquido, más y más aumentaba sus
movimientos: parecía que recobraba vida; y al ir aumentando su vigor, fueron calmándose
también los estertores agónicos de la Tierra: el terremoto estaba calmando.
Cuentan que las aguas turbulentas del seno de la Tierra al envolver al camarón de oro, lo
hicieron con la ternura con que suele abrazar una madre al hijo que se encuentra. Dicen que
las aguas reían como niñas juguetonas; que los murmullos de cristal musitaban historias sobre
jardines poblados de maravillas, de flores irisadas y avecillas extraordinarias. Eso cuentan,
eso hablan. Y en medio de la espumante corriente, el camarón de oro se hundió en la oscuridad
de la entraña abierta de la Tierra, que cerrose después de que las vivas aguas desaparecieran
totalmente.

Y allí quedó el hombre, recobrando poco a poco la conciencia. Había capturado el prodigioso
camarón de oro, el del mito remoto, el de la leyenda inacabable; pero que al hacerlo sintió
que sus manos eran devoradas por el fuego, que sólo un grito desgarrante rompió su garganta;
y que casi al unísono escuchó la fatal sentencia de los cerros: ¡su muerte! Pero, estaba vivo
y… sonriendo, porque la vida, a pesar de todo, es lo más hermoso que se tiene.

Así me lo contaron, y así te lo cuento.

La Leyenda le los Cerros

Y acango es un hermoso pueblecito rural protegido por tres enhiestos cerros: el Mujía,

el San Miguel y el legendario cerro Baúl, que en los antiguos tiempos, cuando los hombres
se tuteaban con las fuerzas de la Naturaleza, eran guardianes, jueces y, en algunas
oportunidades, ejecutores de sus sentencias.
Cuentan que todas las madrugadas iba a las laderas del cerro Baúl un hombre pobre a juntar
leña; quien por su sencillez y humildad había caído bien a los cerros justicieros, porque,
además de ser un excelente trabajador, era buen esposo y padre ejemplar, como se acostumbra
decir; para él no había antes que nada más que su familia. Y vivía feliz porque la Naturaleza
no le negaba nunca lo suficiente para el alimento de su familia.

El cerro Baúl al ver el sacrificio de este laborioso padre, aprovechando que se había quedado
dormido por el duro trabajo, propuso a los otros cerros darle un premio por todo como era.
Puestos todos de acuerdo, se le presentaron al leñador en su sueño y uno le dijo que le daría
un saco de naranjas, otro, uno de trigo y el último,

saco de maíz, y que siga trabajando así como lo estaba haciendo.

Al despertar el leñador quedó sorprendido al encontrar el regalo de los cerros jueces; y ni


tardo ni perezoso cargó en sus borricos los regalos y enrumbó a su casa. Allí, toda la familia
fue a abrir los sacos, y quedaron maravillados por lo que hallaron: hermosísimas naranjas,
aunque pequeñitas, despedían riquísima fragancia; el trigo era de excelente grano y parecía
recién cosechadito, y el maíz ¡ni qué decir! ¡hermosito, blando, de matices claroscuros!,
pensaron en cómo sembrar las semillas de las naranjas, del maíz, del trigo. Pensaron en el
jugo que tomarían, pensaron en el sanguito del trigo y saborearon por anticipado el rico maíz
tostado… ¡Cuánto alimento, Dios mío! ¡Cuánto! El leñador miró a los tres cerros y en su
corazón elevó una plegaria de agradecimiento.

Bueno, pues, hay que tostar un poco de maíz para el avío de mañana, dijeron. Vieron el maíz,
todo parejito, y sacaron un poco para echarlo a la tostana, y, al vaciarlo sobre la mesa, los
granos se fueron transformando en piedrecillas de luces multicolores, lo que dejó anonadados
al leñador y a su esposa. Un tanto asustados y sorprendidos miraron el maíz de la bolsa y
seguía siendo maíz. Sacaron unos cuantos granos, y al colocarlos sobre la mesa, se
convirtieron en otras tantas piedritas preciosas. Sofocados y con miedo devolvieron los
“piedrecitas” a la bolsa, y, como si nada hubiera pasado, el maíz volvió a ser maíz en el
interior de la bolsa. Hombre y mujer se miraron, y llevados ambos por el mismo pensamiento,
abrieron la bolsa de las naranjitas, y al extraerlas, adquirieron el peso y el color pálido de
finísimo oro. Abrieron la bolsa de trigo, sacaron un poco y seguía siendo trigo, pero cuanto
más sacaban, no tenía cuándo acabarse: los jueces sempiternos habían premiado a manos
llenas. El amor y la constancia de un padre era el prodigio de esta maravillosa riqueza.
La familia del leñador comenzó a comprar un terrenito por allí, otro por acá: adquirieron una
vaquita, otra vaquita, y fueron creciendo, creciendo; y sus bienes aumentaban y aumentaban.
No faltó quienes les tuvieron envidia; y por más que le preguntaban al leñador de dónde le
venía tanta riqueza; él respondía con una sencilla sonrisa: ¡trabajando!, y no lograban sacarle
nada en claro. La gente se preguntaba cómo de la noche a la mañana fue adquiriendo tanta
fortuna.

Uno de ellos, el más envidioso, lo llevó a su casa, y luego de invitarle el almuerzo, le hizo
embriagar hasta el punto que el antiguo leñador ya no pudo tenerse en pie, y tanta pregunta
recibió que sin darse cuenta le detalló al envidioso cómo los cerros guardianes le dieron el
premio a su esfuerzo.

El envidioso pensó «…si a este ignorante le dieron tanto, a mí que soy culto me darán mucho
más». Luego, se dijo que tenía que ser astuto, debía ir con las ropas más viejas y rotas que
tuviera para engañar a los cerros. Y así lo hizo. Llegó a la falda del cerro Baúl y se puso a
vociferar que era.

pobre, que era trabajador, que era honrado, en fin se alababa todo lo que podía, hasta que se
quedó dormido.

Los cerros al verlo dormido y conociendo el engaño que les estaba haciendo, resolvieron
castigarlo, y para ello le regalaron un ramo de flores y una honda. Al despertar y encontrar
sólo estos regalos reventó en improperios y sandeces; pero, después astutamente pensó que a
lo mejor estos regalos se transformarían en la mañana en algo mejor que el tesoro del leñador.
Con esta idea, regresó a su casa.

Al otro día, el envidioso sintió pesada la cabeza: la honda se había transformado sobre su
cráneo en una inmensa cornamenta; y las flores se habían distribuido en toda su piel como
leves manchas de colores. ¡Se había convertido en taruka! Al darse cuenta de su cambio, trató
de caminar, pero se enredaba entre las frazadas; y a trompicones salió al patio de su casa,
pero los perros, bravísimos perros, que cuidaban la finca lo desconocieron como el amo, sólo
vieron un venado y lo atacaron y mordieron con violencia. Ante el grotesco ruido, salieron la
esposa y los hijos, y al ver a la taruka tomaron palos y zurriagos, y entre todos comenzaron a
perseguirlo con saña y gritos, hasta que no había más entre los perseguidores y un profundo
precipicio el asustado animal, que no tuvo más opción que lanzarse al vacío. Cuando llegó al
fondo, de tanta voltereta y golpe, fatalmente, ya estaba muerto. La tropa de perseguidores, no
contentos con su saña, bajó al fondo; pero, la esposa al verlo, ya no vio una taruka, sino vio
al esposo totalmente destrozado.

El cerro Baúl, el Mujía y el San Miguel habían premiado y castigado.

(PMC)

El Mar y el Cerro Baúl


A don Julio,
maestro y amigo.
H ablan los antiguos pobladores de Moquegua que una vez el Mar quiso tragarse a la

Tierra. Fue esa vez cuando llovió y llovió sin parar días, semanas, meses, años. Fue tanta la
lluvia que el Mar se puso insolente, al verse con más fuerza.
-¡Ahora sí devoro a la Tierra! –dicen que exclamó–- ¡Estoy cansado de que me impongan
estas playas que limitan mi poder! ¡Yo no más debo existir en el mundo! ¡Yo, sólo yo, y nadie
más! ¡¡Yoooooo!!- gritaba desaforado el impetuoso Mar.

Y dicho y hecho, el Mar desde lo más profundo de su ser, comenzó a levantarse en inmensas
olas, y avanzó y avanzó hacia los puertos, hacia las ciudades, hacia los campos, y todo lo fue
devorando. Nada ni nadie se salvaba de las violentas embestidas de las gigantescas olas. Las
gentes morían ahogadas, otras se escapaban a las partes más altas de los cerros, de las
montañas, pero tarde o temprano el agua insaciable los alcanzaba.

Así pasó el tiempo. Toda la Tierra se cubría de agua. Todo fue volviéndose agua, agua y agua.
Las gentes fueron desapareciendo; los animales también; las aves cansadas de volar, caían al
mar; otras con las alas mojadas ni podían volar siquiera: esperaban resignadas hundirse poco
a poco en la oscuridad de las aguas.

Cuando todo estaba así, cuentan los antiguos que hubo aquí nomás cerquita un Cerro que se
enfrentó al Mar.

-Es imposible que las aguas cubran toda la Tierra. Si sucede así, los seres humanos
desaparecerán, y no habrá quien admire el sol, el amanecer, ni la noche, ni las estrellas.
Tampoco habrá la risa de los niños, ni la abnegación de las madres…

Desaparecerá el amor, la alegría; las lágrimas, los suspiros, las esperanzas… -Dijo el Cerro.
Y ese cerro se llamaba Cerro Baúl.
Y cuentan, amiguitos, que el Cerro Baúl, que estaba protegiendo a varios hombres, mujeres
y niños que habían acudido en busca de su ayuda, comenzó a crecer y crecer; y por más que
el Mar lo embestía queriendo derribarlo, fracasaba en su intento; y así siguió la lucha entre el
Mar y el Cerro Baúl. Atacaba el Mar, y el Cerro incrementaba su fortaleza y se elevaba más.
El Mar sufría de cólera.

Dicen que el Mar cansado, agotado, a regañadientes, se dio por vencido, y cada vez golpeaba
con menos fuerza las colinas del Cerro Baúl, hasta que comenzó más bien a retroceder hasta
donde eran sus antiguas playas… También dejaron de caer las lluvias torrenciales del cielo;
seguro, comprendieron que debían ser amigas del ser humano…

De esta manera, el majestuoso Cerro Baúl le ganó al Mar; y los hombres y mujeres que él
protegió bajaron a poblar nuevamente la Tierra.

¿Qué les parece?

(PMC)
El Secreto del Guardián

S í, yo soy el guardián del cerro. Sí, yo lo soy. ¡Cuántas veces reclamaste mi presencia!

¿Cuántas? Dímelo, pero callas, ¿por qué el silencio amordaza tu palabra?… ¿Tú voz ya no
existe?; ¿vas sólo a escuchar mi voz?… No debiera estar aquí delante de ti, pero lo has
logrado. Has logrado lo que nadie durante años y años pudo conseguir. ¿Cómo lo hiciste?
Quizá tu ambición lo consiguió. Quizá ella es tan poderosa; observo que la ansiedad en tu
rostro adquiere la faz del destino que te va a devorar: ¡la ambición te hace su esclavo!
Es cierto que soy el guardián del tesoro que nada iguala en el universo y que la tierra oculta
bajo mi custodia, bajo mi secreto. Y aquí me tienes ante tu atrevimiento; y quieres conocer el
camino hacia el tesoro, camino en el cual sólo yo puedo orientarme, y cuando lo conozcas no
tendrás tiempo para olvidarlo; porque es eterno; porque es el secreto de la vida para siempre,
porque también es el de la eterna muerte. Es un retorno que no acaba nunca, porque jamás lo
encontrarás.

Aquí en mi mano tengo el símbolo del tesoro: la cadena infinita. Es la llave que abrirá la
puerta del tesoro jamás soñado por los hombres. Ah, sí supieras que la felicidad es no conocer
lo que uno ambiciona, pero tu destino es, desde hoy, mi destino.
No es en vano tu presencia en mi tiempo; y te lo entrego porque para mí ya no tiene

retorno; el retorno está en ti. Ése es mi


secreto, y desde ahora es el tuyo; y allá en el fondo, en medio de la sombra de tu eternidad
está el lugar donde lo guardarás: el camino hacia la entraña del cerro Baúl, camino del cual
no se vuelve jamás…

Y si vuelves, serás una piedra más a los pies del majestuoso cerro, así como…yo ahora.

(PMC)

a macarena
A Marina Mendoza, la autora

Era septiembre de un año que ya nadie quiere acordarse. Pero sí nos acordamos de un suceso
que causó la admiración de toda la ciudad de Moquegua. Eran los días del aniversario del
colegio Simón Bolívar. Había una fiesta bailable en el antiguo cine Bolognesi, que está al
frente de la Alameda, en la calle Lambayeque.

Esa noche estaba programado un baile sensacional. La orquesta era una de las mejores. Los
chicos y chicas acudían y acudían a divertirse. La alegría estaba en todos los rostros. Unos
entraban a reconocer el ambiente; otros seguían merodeando por los alrededores. Risas,
conversaciones, gritos, música, ritmo, movimientos, unos iban y otros venían. La Alameda
era un anticipo de lo bien que se iban a divertir en el baile.

Serían las 11 y media de la noche. El baile estaba en todo su apogeo. Una canción venía y
otra ya le alcanzaba. No había descanso. El cantante se daba por entero, y contagiaba su
entusiasmo a toda la concurrencia. ¡Levanten las manos!, y todos lo seguían. ¡Lombriz!
¡Lombriz!, decía, y todos como la lombriz movían el cuerpo al ritmo de la música. Era un
loquerío. ¡Viva la alegría, qué caray!

Había un grupo de chicas vestidas muy coquetamente. Eran hermosas. Bailaban a las mil
maravillas. Giraban como el viento tal si estuviera en el jardín de los placeres. Reían, jugaban,
cambiaban de pareja. Eran la sensación del baile. Una de ellas, la más hermosa, de ojos
rasgados, cabello recogido en hermosas rulitos, no paraba de reír; y se recorría de uno a otro
confín del salón de baile. De todos recibía un aplauso, y no faltaba de quien un pellizco.

De pronto, surgió de la música el ritmo de La Macarena, y los cuerpos se electrizaron, pero


también casi al unísono invadió la conciencia de los asistentes cierto arrobamiento que se
metía por la sinuosidad de la música; tal parecía que paradójicamente un religioso silencio
caía sobre la sala. El ritmo frenético como que parecía que disminuía. Un fortísimo imán
atraía la atención de la concurrencia. Los rostros se dirigieron, ya no hacia la chica terremoto,
sino hacia un varón, de edad juvenil, cuyo vestido de color negro tenía un corte
extraordinariamente raro, pero atractivo. Su modo de andar, como si no

pisara se deslizaba mirando a las parejas con una sonrisa misteriosamente lasciva. Aparte de
la ropa y el modo de caminar, lo que impresionaba era un arete que relucía en su oreja
izquierda. Era una hermosa joya que parecía tener la forma de una araña, a veces de una
estrella, a veces de la luna, a
veces del universo. La joya brillaba y encandilaba. En una de esas vueltas, la niña de nuestro
relato, se dijo que iba a conquistarlo; que ese chico tenía que bailar con ella, sólo con ella. Y
se acercó coqueta, y al ritmo de la música de La Macarena, se vio impulsada como por uno
torbellino; la música la envolvía en la levedad, y juntó su cuerpo al del hombre misterioso, y
la música cada vez se volvía más enloquecedora que le anulaba la voluntad y la conciencia…
¡El arete!, se dijo de pronto. ¡El arete! Y su mano se acerco insinuante a la oreja de su pareja,
pero la joya ¡había desaparecido! Seguro cayó al piso, se dijo. Inmediatamente, inclinose a
recogerla; y al hacerlo, ¡oh!, quedose estática…, con los ojos desmesuradamente abiertos…
Luego gritó: ¡No tiene pies! ¡No tiene pies!, y rompió a llorar; y de cuando en cuando
exclamaba: ¡No tiene pies! ¡No tiene pies!

El hombre del arete, sin que nadie se diera cuenta fue desapareciendo de la sala. Nadie se dio
cuenta por dónde se perdió. Unos dicen que para la calle, otros que para el baño; otros que no
salió a ningún sitio; otros que desapareció de repente. Nadie sabe para dónde fue. ¡Nadie! Si
alguien dijo que fue hacia tal cuarto, hacia allá fueron; si dicen que vieron una cola perderse
por esa habitación, podría ser…, pero cuando entraron no hubo nadie; sólo un olor parecido
al azufre. ¡El diablo! exclamó el veterano guardián del cine. ¡El diablo!, susurraron los
presentes; y salieron presurosos. No faltó quien se persignara.

La niña seguía llorando en plena sala: deshecha. Musitaba monótonamente: «No tenía pies,
no tenía pies», y lanzaba su gemido que hacía doler el alma. ¡Pobrecita!, decía la gente,
¡pobrecita!

(PMC)

Las manitas del niño

A quella noche estábamos cansados. Habíamos acompañado a la Virgen con

muchísima devoción, y más aún mi padre, porque creía que al pedirle a la Virgen por su
Candela le iba a escuchar el ruego e iba a sanarle. Cuánto sacrificio le costó llegar hasta su
altar para derramar sus lágrimas y su desesperanza. Yo, en mi corazón de niño, lo miraba y
miraba, a veces de reojo, a veces de frente, compartiendo sus ruegos y sus lágrimas. No
entendía esa fe que lo arrastraba en medio del frío de la madrugada y luego bajo el pesado sol
hacia esa imagen que con un niño en brazos miraba sin mirar a la gente que allí delante de
ella se postraba o lloraba o rezaba en un murmurio rítmico y pausado. Yo toqué mis pies
cubiertos de barro del camino y al recordar a mi madre el frío apretó mi cuerpo, y mis brazos
se pegaron a mi cuerpo queriendo confundirse en el pequeño rescoldo tibio de mi pecho.
¿Cómo estará? La habíamos dejado con fiebre y junto a ella un vaso de agüita de yerbas y
algo de comer. ¿Qué estará haciendo? Tal vez también esté rezando por nosotros para que no
nos pase nada. Una sensación de soledad me invadía. Allí me encontraba observando cómo
dejaban ofrendas a la Virgen, mientras otros tocaban sus pies y lo hacían con tanta emoción
y cariño que parecía que acariciaban una tortolita; veía sus ojos iluminados de ternura y de
una paz extraña. ¿Cómo serán los piececitos de la Virgen? ¿Y si yo también los
tocara? ¿Qué sentiría? Los labios de la gente se mueven leves, pareciera que hablaran o que
un suave nerviosismo les agitara los labios. Me alejé de mi padre, y casi temblando levanté
mi manita y con miedo la fui acercando a los pies de la imagen, y cuando mi mano llegó a
ellos sentí la frialdad de la mañana agolpándose en mi alma. «Está fría», susurró mi corazón,
«¿por qué Virgencita? ¿Por qué?» Y levanté mi diestra y la puse junto a la otra, como si con
las dos manos quería entibiar esos piececitos hermosos y delicados; mi corazón elevó una
plegaria por mi madrecita, «por tu tocaya, por Candelaria, Virgencita», y sin darme cuenta
estaba llorando. En eso siento la mano de

alguien en mi hombro: era mi padre.


«Vamos», me dijo, «Ya debemos regresar». Retiré mis manos de los pies benditos y ahora sí
los sentí tibios, ahora sí el frío de la mañana estaba cálida. Bajé del altar y parecía como si
tuviera unas ramitas verdes en mis manos, mi corazón sonreía y mis ojos, seguramente,
reflejaban tranquilidad, esa paz que vi en los ojos de aquellas gentes. «¿Cómo estará mamá?»,
pregunté a mi padre. «Ahora, está bien; no te preocupes», me dijo. «Ya nos vamos, antes de
que se haga más tarde». Antes de llegar a la puerta de la iglesia, volteamos para mirar por
última vez a la Virgen, nos persignamos; yo hice un gesto con los dedos de la mano, bueno,
era mi modo de hacer el signo de la cruz y creo que Dios lo comprendía, eso era lo importante.
Acompañé a mi padre y salimos ambos del templo. «Adiós, Virgencita, ahora sí tienes los
pies tibiecitos; allí te dejo mi ruego, no me falles, por favor, no me falles,… » «¿Nos vamos?»,
interrogué a mi padre. «Sí», me

ijo, y seguimos rumbo a la salida del pueblo.

Las calles de Torata estaban totalmente barrosas. La lluvia en la noche había sido torrencial.
La placita mostraba los árboles con leves titilaciones iridiscentes. El humo de las voces
acompañaba el grito del pan o del mestizo tibio y nazareno de esa mañana. Mi padre compró
dos panes y dos mestizos. «Vamos», me dijo y me dio un pan; yo lo recibí con las manos que
entibiaron los pies de la Virgen; y me sentía bendito como un pancito tibio de la mañana de
Dios. Seguimos bajando por la calle, hacia la salida. Un carro apenas venía traqueteando con
gente arrebujada en chalinas y frazadas. Las llantas del camión estaban cubiertas de barro.
Más fieles venían a visitar a la Mamita Candelaria. Seguimos caminando, pasamos chacras y
chacras y junto a nosotros también se regresaban otras personas. Pasamos por un poblado,
me parece que era Yacango. Aquí mi padre fue detenido por unos amigos y yo miraba mis
manos, las miraba y miraba y parecía que relucían; tanto me había impresionado que quería
enseñárselas a mi madre; yo estaba seguro que al verlas se pondría alegre; a mí me gustaba
mucho cuando reía. Su risa me llenaba de contento; por eso me entristecía verla dolorida,
sufriendo calladamente; a veces me acercaba donde ella y le tocaba la frente o me acurrucaba
a su lado hablándole despacio y bajito, con balbuceos casi, sobre mis juegos y mis palabras,
simplemente hablaba y hablaba, y en momentos me quedaba callado como un silencio
menudito, tibio, junto al costado de su fiebre. Ahora quería contarle lo que había hecho y
cómo mis manos relucían. Allí estaba sentadito esperando; de verdad que me tenía
preocupado que mi padre siguiera con esos amigos. De pronto se levantó «Me voy», dijo, y,
se acercó a mí y agarrándome de la mano, me susurró «Salgamos». Salimos a la carretera,
que era la calle principal de Yacango, y seguimos caminando. El sol también estaba junto a
nosotros. Sus rayos penetraban la ropa y nos hacía transpirar tanto que las gotas de sudor
comenzaron a correr por el rostro y por la espalda; pero seguimos caminando. Debíamos
llegar a la casa: «Mi

mamá Candelaria debe estar preocupada por nosotros. ¿Cómo estarás, madrecita, cómo
estarás?». Mi corazón lloraba. Y
seguimos caminando. Camine y camine. Yo trotaba al lado de mi padre; no era la primera vez
que le acompañaba; con el había aprendido a caminar. Era su compañero ideal; sólo que no
sé por qué no hablaba mucho con mi padre en el camino, solamente caminaba y caminaba,
saltando, corriendo, a veces riendo y a veces también me adelantaba, pero siempre no
perdiéndolo de vista.

La caída de la tarde nos sorprendió a la entrada de Tombolombo. Viendo encenderse el cielo


nos sentamos a descansar de la caminata y miramos el verde valle moqueguano y el rojo-
celeste del ocaso. Pronto íbamos a llegar a casa. Pronto veríamos a mamá. Allí comimos otro
pan. Y seguimos el camino. Pasamos Charsagua; también por aquí había llovido. ¿El cielo
había llorado? Decía mi papá que el cielo no llora cuando nos da la lluvia, sino que al vernos
llorar a nosotros por la sequía nos da el agua bendita de sus nubes y hace retumbar allá lejos
de la ciudad por entre los cerros del Huaracane y Los Ángeles que estábamos dejando ya
atrás. Una sonrisa tenía mi almita. Mi padre se puso a silbar, silbaba bonito, hacía como si los
pajaritos comesebos que saltaban por el techo de la

casa, les decían ruiseñores, y mi papito silbaba y silbaba…Llegamos a la Villa, y bajamos.


¡El puente! El río estaba turbio. Nos quedamos un ratito viendo la fuerte corriente. Sonaba,
tronaba. Las piedras grandes, redondas, saltaban como olas. Ramas, palos, troncos…
«¡Vamos!, dice mi padre. ¡Vamos!», y me toma de la mano. La siento cálida y poderosa. Es
la mano que trabaja, que allá en el taller agarra el «cautil» y el martillo. Es mi padre una
bellísima persona. Las personas le conversan de una y otra cosa y él atento les escucha; luego
se van y le dicen «Gracias, maestro», y le dan la mano, y se van sonrientes. Otros van con
que les duele algo y se ponen tristes. Mi padre los ve tristes y enfermos. Mira la herida. Saca
su pomada, y les coloca. «Con esto ha de sanar», le dice. Y se van con la cara tranquila y
agradecida. Y así pasaba. Era la pomada maravillosa que todo curaba, era su paciencia que
todo calmaba. Ahora había ido a ver a la Virgencita, a la tocaya de nuestra mamá. Y ahora
regresábamos…

Le miraba tranquilo. ¿Cómo estará mi mamá?, le pregunto. «Debe estar mejorcita, hijo», me
responde. Y ve en mis ojos un algo de pena. «No te pongas triste: está buenita». Yo sonrío.
Subimos la cuesta de San Bernabé, mi viejo amigo. Llegamos a la calle Lima, Nos quedamos
un ratito para tomar agua del pilón. Era ya tarde, pero el agua nos dio fuerza. Agüita de mi
tierra fresquecita y dulcecita. ¡Ya estamos cerca de la casa!…Allí estaba enfermita mi
mamita. ¡Llegamos! La casa no estaba cerrada. Tenía puesta la reja. Mi madre nos esperaba
feliz, aunque un poco cansadita. Mi padre le dice: «Candela, le entregué a la Virgen la reliquia
que me diste». Mi madrecita sonrió. Me acerqué modosito y puse mis manitas sobre las suyas
y fui apretando de poquito a poquito. «¿Por qué haces así?», me pregunta quedo. «Mis manos,
mamita –le dije– tienen la tibieza de la Virgencita». Ella siguió sonriendo, yo también…

(PMC)

¿Habrá sido la viuda?


Para Carlos Díaz,
nuestro protector de la infancia.

E ra un niño inteligente, juguetón. Era puro corazón; tierno, cariñoso, con sus padres.

Sus amiguitos lo buscaban porque sabía muchos cuentos. En la puerta de su casa se reunían
todos los mocositos a narrarse una y mil historias. Él era el que tenía más imaginación. Allí
rodeado de los pequeñuelos era el centro de la atención; y los llevaba a lugares lejanos,
fantásticos. Había leído los cuentos de las Mil y una noches, y esos cuentos a sus vecinitos
les gustaban. Todos querían tener un genio, así como Aladino tenía uno, claro ellos no lo
querían para que los case con una princesa, sino para que les avise en el examen. Tenían entre
6 a 8 añitos, los compañeritos de nuestro amiguito, cuyo nombre era Eleusis..
Cierto día se corrió la voz que Eleusito se encontraba mal. Nadie sabía qué enfermedad tenía.
Sus padres estaban contritos, tristes. No tenían dinero para llevarlo donde el mejor médico de
la ciudad. Apenas un curandero lo había visto, y había dicho que la Tierra «lo había agarrado».
Bueno, cada quien tiene sus creencias. Unos decían que tenía terciana, porque con la terciana
a uno le dan escalofríos cada tres días, y se va enflaqueciendo y enflaqueciendo; y Eleusis
tenía esos fríos, esas tembladeras, y se estaba poniendo amarillo más y más. La terciana
destruía los glóbulos rojos a millones. ¡Pobrecito, Eleusis! Pensaban sus amiguitos que iba a
morir. ¿Qué hacer? Sólo rezaban, e iban a visitarlo; pero Eleusis no tenía fuerzas ni para
sonreír. Allí, su hermanita, que lo amaba mucho, le cuidaba, y malo que bueno le daba sus
alimentos, pero no tenía ganas de nada. Cada vez se sentía más y más débil, y la tembladera
y el frío que no lo dejaban.

Una noche, a eso de las doce de la noche, cuando las calles se hallaban apenas alumbradas
por los débiles faroles de los postes de madera; se sintió que por el empedrado de la calle
unos pasos se deslizaban suavemente. Era un ruido apagado. Era una sombra. Era un pedazo
de la noche que había comenzado a caminar por la calle Tarapacá, que era donde estaba la
casa de Eleusis.

De pronto los pasos se acercaron a la casa de nuestro amiguito. La luz de la luna iluminó las
ropas de quien caminaba. Vestía de color negro; parecía una mujer, parecía, no sabría decir
si era o no era una mujer. Pero sus ropas eran largas, oscuras. Incluso parecía que salían
chispas de la ropa. Lo más raro era su cara: ¡blanca!, como el algodón. Los ojos no se notaban,
ni la nariz, nada. En realidad su rostro era un copo de algodón. ¿Sería un fantasma? Y… se
detuvo en la puerta de la casa de Eleusis. Tocó, sí, sí, tocó, suavemente. La puerta se abrió y
se oyó un grito apagado, y una tos de niño, débilmente, se expandió en la noche. La hermanita
se puso a llorar. La aparición acarició el largo pelo de la niña, y dicen que preguntó por el
papá; aún no había llegado a la casa; luego la «señora de negro», le dijo que lleven a Eleusito
al mejor médico; él es bueno y cariñoso; cuídenlo; dicen que le dijo; y le entregó un paquete
con mucho dinero; así dicen; no sé…

Luego la mujer, que no era otra cosa que la viuda, siguió su camino. Eran las doce de la noche
y la campana de la Iglesia de Santo Domingo comenzó a sonar, y las campanas sonaban como
si estuvieran alegres. Los que la vieron tras las ventanas, cuentan que la viuda lloraba y
también sonreía. Así lo cuentan. El niño sanó y siguió relatando cuentos maravillosos a sus
amiguitos.

(PMC)

La visita del niño Dios


ocaron la puerta. No se asomó. El niño se encontraba solo. Sus papás habían salido a vender
los juguetitos que él hubiera querido tener para jugar; pero eran para ser ofrecidos alrededor
del mercado de abastos de la ciudad. Le habían dicho que si lograban vender todo iban a
comer pollo a la brasa. Él le pedía al Diosito que sus papás acabaran toda la mercadería, para
que trajeran pollo asado. No importaba que no le hayan dejado un carrito de plástico que le
gustó mucho cuando lo vio. Se imaginó manejando tremendo volquete llevando piedras, arena
a las diferentes construcciones de la ciudad. «Tu, tu, tuuuu», gritaba allí solito en su casita; y
corría y corría por la habitación; y corría y corría, dando vueltas por el cuarto…

El otro día lo mandaron a comprar el pan a la


panadería de la señora María. No le agradaba ir, porque esa señora no le gustaba vender a los
niños como él, los dejaba hasta el final, y a veces ni siquiera los atendía; se ponía a abrir y
cerrar el horno, sacaba pan, lo contaba, lo separaba, pero no atendía; venía una persona mayor,
que le saludaba con voz gruesa y la señora casi con miedo le atendía y le vendía el pan; «lo
mejorcito», decía; «está recién salidito», decía; y él seguía esperando. Se

le acercaba y le pedía dos reales de pan de corona, y la señora como quien no oía nada; y el
niño le seguía insistiendo; venía una señora blanca, oh, se ponía casi de rodillas y le pedía la
canasta y con una voz rara de sirvienta le preguntaba «¿Qué pan quiere llevar ahora?»
«El pan francés está riquísimo; lo he preparado con manteca de chancho fresquecita»
«¿Cuánto? », y le despachaba hablando y hablando de lo linda que estaba la señora
encopetada que la miraba como miraba a la sirvienta que le acompañaba. Por eso, no le
gustaba ir a comprar pan; porque luego su mamá le regañaba; le decía que se demoraba tanto
en regresar; seguro se ponía a jugar en la calle, o tal vez en la misma panadería, que le iba a
pedir a la señora María que te despache rápido para que no estés jugando allí. Sin embargo,
el niño no le contaba cómo se comportaba esa señora con él. Una vez lo hizo: ¡no le creyeron!
Ni más volvió a tratar el tema; solito se guardaba su cólera chiquita. Solito.

Salió. Tomó los reales que le alcanzó su mamita. La mañana aún seguía somnolienta. Un
leve vientecillo le refrescó el rostro. El sol en ese día parecía que se demoraba en salir, pero
ya estaba claro el día. El niño bajó con sus pasitos apurados por la calle Tarapacá y cuando
iba a dar.

vuelta la esquina hacia la calle de San Francisco vio en el empedrado un…un… ¡un billete!
Se acercó ¡y lo vio! ¡Cierto! ¡Era cierto! ¡Era un billete!…¡Un billete de….cien soles! ¡Cien
soles, Dios mío, cien soles! El niño lo recogió; lo dobló y lo guardó en su bolsillo izquierdo,
porque en el derecho tenía los dos reales para el pan.

Aquella mañana al llegar a la panadería, no había nadie aún. «¿Qué quieres, hijito», escuchó
que le preguntaban. El niño se quedó quieto, sorprendido, pues, quien así le hablaba era la
señora María. «¿Cómo está tu mamá?», le siguió preguntando. Casi tartamudeando,
débilmente, el niño le respondió: «Bien, bien». «¿Qué pan vas a llevar?», le preguntaron. El
niño le dijo que iba a llevar dos reales del de corona. «Abre la bolsita», escuchó que le decía
la señora María, le puso cuatro panes, «…y toma dos pan francés más de yapa». El niño no
sabía qué decir, no sabía qué pensar… Salió y como si tuviera miedo de ver diferente a la
señora María: ¿Y si no era ella? La miró… Sí, sí, si era ella, era la misma; incluso le vio
sonreír. Y le pareció linda. «Hasta luego», dijo azorado, casi avergonzado. Y salió.
Abrió la bolsa, y vio los cuatro panes de corona y ¡la yapa!: ¡Dos panes francés! Su mamá se
iba a poner contenta, contentísima. Metió su manita al bolsillo izquierdo y tocó el billete.
¡Cien soles! ¡Cien, cien, cien!… Vio la calle abierta, y arrancó a correr. Quería llegar a la
casa lo más antes posible, y su manita siguió apretando la bolsa de pan y de cuando en cuando
el cheque de cien soles. Llegó a la casa. La puerta estaba semiabierta. Entró

«¡Mamá», gritó. «¡Mamá! », gritó. «¡Mira lo que me he encontrado», y le entregó el

billete de cien soles. «¡¿Quién te ha dado esto?!», la pregunta fue a boca de jarro, casi como
si fuera dicho con cólera. El niño retrocedió. La mamá se dio cuenta de lo áspero de su
pregunta. «Perdona, hijito, cuéntame cómo tienes este cheque». «Lo encontré en la esquina,
mamá ─dijo el niño─, y la señora María me ha dado dos panes más», y se quedó calladito.
La mamá miró el cheque y vio que era bueno. «Vamos a tomar desayuno», le dijo. «Vamos
a contarle a tu papá lo que te ha pasado».

Con ese dinero decidieron comprar unos juguetitos para venderlos en el mercado. Y así lo
hicieron.

Era ya casi medianoche; cerca de las once. El niño se había dormido. El Niño Dios tenía que
nacer esa noche. Su mamá llegó con pollo asado. «¿Mi papá?», preguntó el pequeño. «Está
vendiendo», recibió como respuesta. Comió el pollo acompañado de su mamá. Después tomó
un mate. El niño se acostó; luego que se durmió su madre salió rumbo al mercado de abastos:
tenía que seguir en el negocio…

Amaneció… El niño abrió los ojos. Y cómo le molestaba la almohada; trató de acomodarla,
y en eso se dio cuenta de que algo había debajo. La levantó y encontró el volquetito que tanto
quería, también halló un rondín para entonar las canciones que sabía y un avioncito metálico
con rueditas que al moverlas hacían ruido de como si fuera un motor… La alegría comenzó
a invadir el alma del niño…El Niño Dios había venido a verlo…

(PMC)

Don Domingo Nieto Márquez un


mariscal de leyenda

I ncentiva nuestra imaginación la conducta de uno de los soldados que prodigara su vida

por la construcción de Patria y Nacionalidad. Un soldado que vivió en una época en la que
intrigas y ambiciones desbordáronse hasta límites irreconocibles; en cuya vorágine se fueron
devorando uno a uno los protagonistas o los antagonistas de los albores republicanos. Fue
una época de luchas fratricidas que nos dejaran odios y abismos, que nos llevaron
irremediablemente al holocausto del 79.
Ese soldado que no sólo roza la leyenda, sino que él mismo es leyenda, va recorriendo la
historia y va dejando a nuestro pueblo la huella de sus ínclitos y nobles valores. Fue el
caballero del gesto generoso y de la palabra leal y patriótica, del acto valeroso frente a la
injusticia, de la posición esclarecida ante la ambición desmedida de militarotes que creían
tener en sus entorchados o en la fuerza de un grupo armado, el derecho de ser Presidentes de
la República.

Ese noble y legendario soldado fue Don Domingo Nieto Marques, Gran Mariscal de los
Ejércitos del Perú, honra y honor de Moquegua, camino señero de sus esperanzas, bandera
grata de sus sentimientos. Por eso, Nieto, uno de sus hijos más predilectos, acude a la memoria
con la prestancia de los héroes griegos, de los patricios romanos, de los andantes caballeros
cuya lanza ordenaba el caos de la injusticia y reparaba el honor dañado por la ambición ciega
del patrioterismo que quería imponer su violenta voluntad autoritaria.

Domingo Nieto nace en Ilo, dicen que en la hacienda Chiribaya del Olivar. Su bautizo fue un
15 de agosto de 1803. Es posible que en el hogar la simiente libertaria le fuera sembrada en
su espíritu. De allí que apenas llegaron las fuerzas del sur con el General Míller, se enrola
pleno de euforia y patriotismo en las filas libertarias. Estamos en mayo de 1821. Él quiere
contribuir a la libertad de su Patria. Tiene diecisiete años e ingresa al ejército con el grado de

subteniente de caballería. Es así que participa en las expediciones


a Intermedios de Torata y Moquegua, en 1822 y 1823. En la primera expedición, Nieto está
de Teniente en la Legión Peruana, luego es promovido a Capitán de Caballería, y se le destina
al Regimiento Húsares de la Guardia. Lamentablemente la derrota acompaña a los patriotas
en estas expediciones. Pero en las almas que el destino señala para tareas sublimes, las
derrotas cumplen el papel de crisoles; y así sucedió con el centauro chiribayeño. Su entrañable
amor a la tierra patria se fue fortaleciendo y adquiriendo valores que defendería tenazmente,
luego que el fuego purificador de batallas decisivas para la libertad americana y del Perú
fueran templando en su espíritu los valores que defendería tenazmente en el devenir de su
vida republicana.

Las luchas por la independencia lo vieron intervenir en las batallas de Junín y Ayacucho. En
Junín, estuvo como Capitán de Artillería; y allí luchó también el lancero colombiano José
María Camacaro, que junto con otros americanos decidieron la victoria de la caballería
patriota sobre la española. Victoria clave para el triunfo de Ayacucho que selló la
independencia del Perú y de América hispana. Nieto en Ayacucho se desempeñó como
Edecán del General La Mar, y como su labor fue meritoria, lo nombró en el parte de batalla.
De esta manera la trayectoria heroica de Nieto siguió perfilándose en el quehacer de la
construcción patria.

He aquí el suceso legendario. El 4 de junio de 1827, se instala el Segundo Congreso


Constituyente, y el 9 es elegido don José La Mar como Presidente del Perú, quien asume el
mando el 22 de agosto. Pero la guerra estaba acechando entre las nuevas

repúblicas. Y estalla la guerra entre la Gran Colombia y el Perú. El Teniente Coronel


Domingo Nieto es el comandante del Húsares de Junín, que formaba parte de la caballería
peruana que estaba bajo la jefatura del General Mariano Necochea. Después de
intervenciones favorables para las armas peruanas, sucede el revés del Portete de Tarqui. Es
en esta batalla que la leyenda de Nieto se va definiendo. Se cuenta que ante la presencia de
ambas fuerzas, frente a frente, el gigante Camacaro, primera lanza grancolombiana, adelanta
su caballo y con el fin de evitar –dice- insulso derramamiento de sangre, reta a cualquiera de
los peruanos a un duelo personal. ¿Quién puede hacer frente al lancero enemigo, héroe de
Junín y de muchas batallas más? Parece que la sorpresa o el temor invadiera el campo
peruano por el alarde del colombiano. De improviso de las filas peruanas, sale un caballo
negro con un menudo jinete que sujeta la lanza con decisión y mano diestra. Nuestro David,
era don Domingo Nieto. Ambos jinetes se reconocen y saludan; luego se alejan sobre sus
cabalgaduras, para encontrarse en la lejanía frente a frente, cada quien mirando a su oponente,
y de improviso enristran sus lanzas, espolean sus caballos y los lanzan en trágica carrera para
el choque fatal, que daría como resultado la derrota de uno de ellos, la muerte inevitable que
lo dejaría en el campo de batalla con la herida abierta. Todos miran con estupor el choque
sangriento. Cada quien anhela que su campeón sea el que triunfe. Camacaro, la mejor lanza
americana, hallaría la muerte en este enfrentamiento que el mismo buscara llevado por su
arrogancia. Don Domingo Nieto fue el vencedor de este duelo de titanes… El menudo David
venció a su eterno enemigo, Goliat. Sucre, el Abel de América, conductor de las fuerzas
colombianas vio pasar las escasas tropas de Nieto, y sólo hizo el gesto de saludo al hombre
que la leyenda circundaba ya con el respeto y admiración de los pueblos. Nieto agitó su
sombrero respondiendo el saludo de uno de los más célebres y nobles guerreros de nuestra
lucha americana.

Se le llamó el General Grecorromano y el Quijote de la Ley. Él mismo se sintió


descendiente espiritual de las glorias romanas. Son para él su esencia, el estoicismo del
romano y el amor total a la Patria, sublime materia y espíritu, herencia de padres y
generaciones antiguas que debía respetarse, cuidarse, amarse en suma con toda la lealtad que
signifique identificación e integración plenas. Se sintió obligado a respetar la Constitución,
al Congreso elegido por la voluntad popular, a la Autoridad designada o elegida por ese
Poder emanado del Pueblo. Por eso no apoyó los golpes de estado de Bermúdez, de Gamarra,
de Vivanco, ni menos apoyó la invasión de tropas chilenas y bolivianas cuando la
Confederación Perú-Boliviana. En estos terribles momentos, hizo honor al nombre de Quijote
de la Ley. Siempre al lado del Perú y de la voluntad popular.

El Guerrero tuvo la admiración y el respeto de sus contemporáneos. Le ofrecieron altos cargos


para doblegar su posición incorruptible. Fue en vano. Su espíritu no conocía de dobleces. Era
leal ciento por ciento. Su dulcinea la Patria y la Ley.

Y fue precisamente que la muerte lo asalta cuando estaba luchando para que la
institucionalidad democrática vuelva a la Patria amada. La lucha ahora era contra el dictador
Vivanco, que se había autoproclamado como Director del Perú. Nieto, como Presidente
Provisorio de los Departamentos Libres del Sur, después de haber obtenido las victorias de
San Antonio, enferma gravemente en el Cusco. El paladín de la Ley tiene señalado su destino;
su cita con la muerte es el 17 de febrero de 1844. Apenas tenía 41 años. Y la leyenda no lo
abandona: Se corre la voz: «….han envenenado a Nieto… ». Es el General Grecorromano, es
el Quijote de la Ley, es la Leyenda de los valores de Patria, Constitución, Ley, Libertad,
Nación, Democracia: ¿será verdad?

Y cierro estas breves líneas diciendo que jamás Moquegua olvidará a su hijo ilustre, como la
leyenda siempre estará junto a este ínclito soldado de la constitucionalidad; pero es
responsabilidad de los peruanos que los valores que defendió el Gran Mariscal de los Ejércitos
del Perú sean nuevamente los valores de civiles y militares en nuestra vapuleada nación.

(PMC)

Pancho y los fumiches


Por Jorge Armando Gutiérrez Valdivia

H abía llegado de Torata, pueblo cercano de Moquegua, con la familia Céspedes, se

llamaba Pancho y era el único de la clase que sobresalía por el color de su pelo rojizo; su
padre era un rico comerciante con tierras en la Pascana (Yacango) y una enorme residencia
en la alameda frente al campo «Los Vegetales». Llevaba siempre una honda en el bolsillo con
la cual, a la salida del colegio, se entretenía en matar a los lagartos que abundaban en el cerro
San Bernabé. Como todo cazador era hosco y solitario; pero nosotros lo respetábamos, pues
era fuertísimo, para sus doce años; un rudo de músculos cobrizos coronado por un penacho
de pelos tiesos y, aparte de eso, el mejor futbolista de la clase.

Sus cualidades futbolísticas las descubrimos


en el curso de esos breves e inverosímiles partidos que se jugaban durante los recreos. Las
diferentes clases de media se dividían imaginariamente la cancha en varias canchas contiguas
a lo ancho del terreno, de modo que simultáneamente se efectuaban cuatro o cinco partidos,
pero ocurría que en el ardor del partido, y como no habían límites precisos, los jugadores de
un encuentro se pasaban al campo vecino y se confundían con los jugadores de otro encuentro,
y al

final no se sabía quien estaba jugando contra quién y quién había ganado. Lo importante era
rechazar, cuánta bola le cayera a uno en los pies; arremeter hacía adelante y no dejar pasar a
ningún jugador que viniera del lado opuesto. Y, en esto último, Pancho demostró tal energía
y fogosidad que nadie entraba invicto a su terreno; o pasaba el jugador o pasaba la pelota,
pero nunca los dos juntos.

Es por esto que se convirtió en el back titular del equipo de la clase, en el torneo interno que
se jugaba todos los años en el colegio, y que el profesor de Educación Física, el moreno
Arenas, organizaba de acuerdo sus actividades programadas. Con el cabezón Cuayla formó
una pareja infranqueable, temida incluso por los equipos de los últimos años de media, donde
había mozos recios, peludos y fumiches, que ensayaban sus primeros bigotes y fumaban a
escondidas en los baños por el temor y respeto que le tenían al regente Bengoa. Gracias a esta
defensa, llegamos a las finales del torneo; lo que causo sensación, pues, era la primera vez
que un equipo que empezaba sus estudios de media tenía que disputar el campeonato contra
los alumnos del Quinto Año.

Fue un partido memorable que se disputó desde el principio hasta el final en el «Gramadal»,
campo deportivo del colegio. Apenas sonó el pitazo, los grandes arremetieron con la intención
de aniquilarnos. Sus aleros lanzaban centros aéreos o rasantes que sembraban pánico ante
nuestra valla; su centro delantero Fernández Dávila, irrumpía con un ariete en el área chica,
repartiendo patadas y codazos; sus mediocampistas Pachamama y Castillo disparaban desde
lejos buscando los ángulos. Pero todos sus esfuerzos se estrellaron contra el «cabezón»
Cuayla y sobre todo contra Pancho quien, por alto y por bajo, a lo fino y a lo macho, se batió
como un tigre, sacando champas de la grama y pellejos a las canillas. Fue así como

Fue sólo allí y cuando nos aprestábamos a recriminarlo, nos dimos cuenta que para Pancho
el partido de futbol había perdido todo interés, quizá mucho antes de que terminara, y que
ahora sí que estaba librando el verdadero match de su vida.

Al comenzar el segundo tiempo, los fumiches con su «entrenador», el profesor de Historia


Che Tapia, redoblaron su ofensiva con mayor temeridad. Su defensa se adelantaba cada vez
y se confundía con sus delanteros, buscando desesperada-mente el gol.

Ello permitió ensayar algunos contra ataques. En uno de ellos Mepique se infiltró solo desde
el medio campo y cuando el arquero salía para interceptarlo le bombeó la pelota por encima
de la cabeza y nos puso en ventaja. Minutos más tarde, en otro contraataque, vi llegar una
bola por lo alto, la peiné con el cráneo y la envié al fondo de la red.

¡Íbamos ganando dos a cero! Nuestra barra entró en delirio y el público de familiares y amigos
se volcó a nuestro favor alentándonos con sus gritos. Ya no se trataba sino de resistir, pues
faltaban quince minutos para terminar el encuentro.

Los fumiches apelaron al juego sucio y a todo tipo de mañas para intimidarnos; pero no había
nada que hacer, allí estaba Pancho y el cabezón Cuayla, olímpicos, inexorables.

Y de pronto algo ocurrió, Pancho se dejó desbordar por un alero que no tuvo la menor
dificultad en fusilar a nuestro guardameta.

Poco después el gran Fernández Dávila le ganó una bola por lo alto y de mitrazo decretó el
gol de empate. Pancho en realidad erraba en nuestra área como un zombi, sin poder correr ni
saltar, a pesar de los gritos de aliento de nuestra barra. Se había convertido en un colador por
donde pasaban pelotas y adversarios. Pronto comenzaron a lloverle las invectivas y por último
los insultos, cuando, ante una nueva

falla de su parte, un fumiche decreta el tercer gol. En los últimos minutos, Mepique y yo
tejimos una red de espirituales combinaciones, pero la fatiga y nuestro gusto por la perfección
nos llevó a fallar el remate final.
Cuando el árbitro se aprestaba a dar por terminado el encuentro, Pancho se dejó burlar una
vez más y el gran Fernández Dávila marcó el cuarto gol que selló la victoria de los fumiches
y barrió nuestras ilusiones. El partido terminó en medio de la consternación general y de las
pifias a Pancho, que cabizbajo caminaba fatigosamente hacia los árboles que hacían de
vestuarios.

Fue sólo allí y cuando nos aprestábamos a recriminarlo, nos dimos cuenta que para Pancho
el partido de futbol había perdido todo interés, quizá mucho antes de que terminara, y que
ahora sí que estaba librando el verdadero match de su vida.

Sentado en la grama, al costado de los sauces, se recostó; tenía la cara verdosa, los pelos más
parados que nunca, los ojos empañados y se esforzaba en respirar por la boca abierta
pidiéndonos por señas un vaso de agua. Cuando de pronto lo vimos echado en la grama sin
conocimiento; nos asustamos. Intentamos reanimarlo echándole agua a la cara y dándole
palmadas en la cara, inútilmente. Alguien había ido a buscar al Director, quien no hizo sino
buscar un carro y llevarlo al hospital.

Al llegar al hospital le dio otro paro cardíaco; a pesar del esfuerzo desplegado por el médico
Jiménez todo fue en vano. Según el “cabezón” Cuayla, en el segundo tiempo del encuentro,
Pancho le dio a entender que tenía dolor en el lado izquierdo del pecho. Su familia confirmó
que días antes se había quejado de punzadas en el corazón. El médico dictamino paro
cardíaco, a causa seguramente del esfuerzo desplegado durante el partido. Partido que
viéndolo bien, tenía una importancia minúscula, nada iba a cambiar en el colegio, pero el
castaño Pancho puso todo su pundonor y dejó su vida.

Extraído de la revista Nuestra Tierra N° , de Nov. 1991

La leyenda de la pampa de la
Cahua
Por Roy Wenceslao Navarro Oviedo

A llá por 1600, cuando gobernaba el Virreinato del Perú, Don Luis de Velasco, y era

Corregidor de la provincia de Collesuyo (Moquegua), el capitán Lope de Agüero, sucedieron


hechos de gran trascendencia cuyos episodios llenaron por muchos años la mente de las
gentes; algunos de ellos tan inesperados como asombrosos, tal es el caso del desafío que el
diablo hizo a nuestro Señor Jesucristo. El diablo, según se dice, tenía más poder y era muy
vanidoso, hizo una apuesta con Nuestro Señor. El reto consistía en saber quién sería mejor
recibido por la gente. El diablo estaba seguro de ganar. Una vez hecho el trato ambos salieron
a recorrer el mundo; iban de pueblo en pueblo explicando sus doctrinas. En todo sitio, y muy
a pesar del diablo. Nuestro Señor era bien recibido y escuchado con atención.
Después de haber caminado bastante y pasado por muchos pueblos. El diablo, colérico
decidió jugárselas el todo por el todo: se vistió de oro puro, montó un hermoso caballo blanco
y se lo veía sumamente elegante. Siguieron caminando, hasta que un día, sin más no recuerdo
el 19 de febrero llegaron al pueblo de Omate, entonces ubicado en la pampa de la «Cahua».
En él sus moradores se hallaban celebrando un matrimonio. Después de la ceremonia religiosa
los novios, familiares y amigos se encontraban en casa de la desposada festejando y brindando
por la felicidad de la nueva pareja. En eso, el diablo montado en su caballo asomó a la puerta
de la casa donde se realizaba la fiesta; al verlo y notar que se trataba de un apuesto joven y
elegante joven, los dueños de casa lo hicieron pasar brindándole toda clase de atenciones.

En lo mejor de la fiesta, cuando todos bailaban alegremente, hizo su aparición un «viejito»


todo harapiento, con la barba crecida y «mocosito». Su presencia hizo estallar en cólera a los
dueños, quienes a

grandes voces dijeron: ¡a que ha venido este viejo traposo!, ¡qué asco! Murmuraban las
damas allí presentes, ¡bótenlo! Dijeron otros, logrando sacarlo a empujones. Al verse
rechazado en la sala, el anciano se dirigió a la cocina. La cocinera, mujer de buen corazón lo
hizo pasar; levantó su mandil y le limpio las narices. El viejito se sentía fatigado y de sed, por
lo que atinó pedir un jarro de agua a la cocinera, esta le alcanzó un jarro de chicha de maíz;
pero, cosa curiosa el anciano no la tomó, conformándose con olerla y decir «¡Gracias hija!».
A continuación se entabló una conversación, le preguntó a la cocinera: «¿Dónde está tu
esposo, tus hijos, tu familia?»; luego le dijo: «¡Sígueme!, vámonos de este pueblo, dentro de
poco se va a enterrar».

La cocinera no obstante estar embarazada, aceptó la invitación, tomando de la mano a su


pequeño hijo decidió ponerse en camino, finalmente, el anciano o mejor dicho Nuestro Señor
Jesucristo le volvió a decir: «¡Sígueme!, pero no vas voltear y mirar para atrás». Caminaron
larga distancia pasando por cerros, laderas pampas quebradas. Cuando subían por el cerro
«Coylanto», la tentación por saber qué es lo que pasaba tras de sí, hizo quebrar el compromiso
y la mujer no pudiendo más de curiosidad voltio para atrás, viendo horrorizada como una
lluvia de arena sepultaba a los vivientes; sólo alcanzó a decir: «¡Mi pueblo!», y en el instante
quedó convertida en piedra. En ese momento, Nuestro Señor hizo caer una escalera de oro
desde el cielo de arena y ceniza. Se cuenta que a medida que Nuestro Señor iba subiendo, la
escalera subía también. Actualmente, para referencia de las generaciones presentes, en lugar
de la desobediencia existe un bloque de piedra con figura de mujer embarazada.

—-

Extraído del libro Antología del valle de Omate, 1994.

La maldición de Cachaprieta
Por Atilio R. MInuto

T oribio Postigo, más conocido con el nombre del negro cachaprieta, tocaba el órgano

y era cantor de la iglesia de Santo Domingo.


En una de las misas del Sábado de Gloria, en las que se llena de fieles, Postigo lucía todas las
modulaciones de su voz, en armonía con la imagen efeméride que celebra el mundo cristiano.
Toribio estaba alegre. Todos debieran estarlo. ¡Cristo había resucitado! Pero entre la diabólica
chiquillería asistente, había un Luzbelillo que, de vez en cuando, le gritaba: ¡Cachaprieta!

Toribio en un principio, no hizo caso del insulto; más


como éste se repitiera con insistencia, encontró la forma de hacer callar al atrevido.

La pe que te pa cantó en idioma tan español y pronunciado, incluyéndola entre los latinajos
del Gloria, que al mismo tiempo que la hilaridad y el rubor de los devotos, produjo el milagro
del arrepentimiento y el silencio total del malcriado.

¡Así, señor…!
E ra Rector del Colegio Nacional “La Libertad”. El doctor don Francisco Caracciolo

Vizcarra, varón solemne y grave, ilustrado, respetable bajo todo concepto. Y era alumno del
Colegio, que entonces tenía internado el que fue más tarde médico y cirujano doctor Jiménez,
llamado cariñosamente, por sus condiscípulos, con el sobrenombre de arequipeño.
Jiménez, en sus mocedades, fue un muchacho perspicaz, vivísimo, inteligente y travieso, que
no sólo atentaba contra la tranquilidad de sus compañeros, sino contra la del propio y
severísimo Rector, a quién, muchas veces, hizo pasar momentos desagradables pero muy
regocijados. La misma naturaleza de sus travesuras y mataperradas, le anticipaban el perdón
y le garantizaban el aplauso. Por eso, en varias oportunidades, el doctor don Francisco premió
con una suave, tolerante y paternal sonrisa, aquellas continuas e incontenibles explosiones
del irreverente diablillo.

Muchas anécdotas se cuentan del arequipeño, incontables. Trataremos de recordar algunas.

Sobre la mesa rectoral, venía despertando el apetito de los muchachos, la

presencia de una docena de riquísimas brevas blancas, fino y modesto obsequio de una madre
agradecida.

Verlas al arequipeño y lanzarse sobre ellas, todo fue uno. Serenamente fue comiéndose once
después de pelarlas, dejando la restante y las cáscaras de las que fueron, sobre la propia mesa.

Enterado el Rector de la tropelía, quiso castigar el abuso. Y, antes de averiguar quién podía
haber sido el insolente, seguro de sus sospechas, hizo llamar al arequipeño.

Presente Jiménez, don Francisco, sin domeñar su indignación, le pregunta:

─¿Cómo te has comido las brevas?

─Así, señor ─respondió el alumno

Y, pelando, con toda tranquilidad, la duodécima ante el asombro rectoral se la puso en la


boca… y salió.
Estos dos relatos, el de La maldición de Cachaprieta y Así, señor son de la autoría de Atilio R. Minuto, los que fueron extraídos

de Pequeña antología de Moquegua, de Ismael Pinto Vargas,Lima, 1987, pp.194 y 190-191.

anuncio de los búhos


Por Jovin Valdez Peñaranda

J avier tomó la flecha con cacha de lloque que le hizo su padre, y salió al campo a cazar

palomas. En ciertas ocasiones iba acompañado de otros mozalbetes, pero esta vez fue solo,
recorría los andenes agazapándose en los montes obstinado en lograr su cometido; de rato en
rato una perdiz silbaba en la pradera, y él la rastreaba como una gato montés, y así llevado
por la vehemente persecución de las aves, llegó hasta la propiedad de sus padres ubicada en
«Lojentaca», allí apenas cazó una torcaza que distraída en una roca adornaba la mañana.
Al cabo de una hora, cuando el sol ascendía dos cuartas de la penumbra, de súbito comenzó
a obscurecerse. Ante este fenómeno, el chiquillo se vio en apuros, miró los cerros opacos y
al levantar la vista al cielo, el sol no estaba, pensó que se había regresado para ocultarse tras
las colinas, y todo a su alrededor se tornó nebuloso como una noche de luna.

Al frente se erguía el torvo y elevado cerro «Cajena», sus abruptos y roídos peñascos daban
el aspecto de enormes féretros que podían desprenderse y rodar hasta donde él estaba; a lo
lejos divisó el poblado, cuyos techos apenas reflejaban, y la torre con los mojinetes de las
casas, semejaban un castillo tétrico y abandonado. Javier, confundido tomó el camino para
retomar, anduvo cierta distancia y a su paso se abrió el vacío de la «Quebrada de Lojentaca»,
desde el borde miró el silencio tenebroso de sus oquedades, observó el otro borde del
desfiladero y determinó cruzar a la carrera. Se puso la flecha en el cuello y corrió sobresaltado
hacia adentro, y cuando estuvo en lo más profundo de la trayectoria, no miró a ningún lado,
subió la cuesta empapado de sudor frío y al llegar a la cima de la otra ribera, escucho el grito
característico de «la cabeza»:

─ Wuacacacaca… Wuacacacacac…
Al volver la vista al fondo de esa escabrosa
geografía, vio que un bulto negro en forma de cabeza humana, iba quebrada arriba dando
vueltas como un ovillo en la espesura de los matorrales, y a la vez, votando chispas como
candelillas de fuegos artificiales. Y en este trance ocurrió lo inesperado; el espectro cambió
de rumbo y siguió los pasos del pequeño; éste arrancó desesperado hacia la villa, acortando
las bajadas y subidas del camino, y cuando ascendía alguna pendiente, miraba hacia atrás y
veía que esa imagen lo perseguía gritando, volando y tropezando en las piedras de la senda.

El pebete arribó a la ciudadela, y al llegar a su casa encontró la puerta cerrada, exasperado


empujó y golpeó repetidas veces, y como nadie contestaba, corrió hacia la casa de su abuela
Rosalía. En las calles no había un parroquiano, sólo veía los muros de adobe y barro pintados
de color blanco sosteniendo a los techos, y si algo se movía en las sombras, eran algunos
perros que trotaban calmosos e indiferentes; cruzó las esquinas presuroso y jadeante, y por
fin llegó a la morada de su protectora, de un empellón abrió la puerta y penetró hasta la

ocina donde encontró a la veterana; se envolvió en su mantón y gimoteando repitió:

─¡Cierra la puerta! ¡Cierra la puerta!

La anciana pensó que su nieto se había asustado por el eclipse, y le dijo.

─¿Qué pasa hijo? Esto ahorita acaba, no es nada malo.


Pero el niño poseído de histerismo, señalaba la puerta como si alguien iba a entrar, y ella que
estaba sentada en el poyo frente al fogón, cargando sus ochenta años de vida, cogió su bastón
y se incorporó lentamente, salió a observar la calle y allí no advirtió nada, excepto el
resplandor del día que volvía a su normalidad; sin embargo, al sentir un aciago
presentimiento, cerró la puerta y la trancó con una barreta, frotó con las manos sus albos
cabellos, y desde la puerta del patio extendió la mirada al cielo y oró devotamente. Terminada
la oración fue a preguntar al niño, por qué se había asustado, él recostado en sus faldas, con
el semblante pálido, le contó en suspenso lo que se le había presentado; y ella le explicó:

─Eso que has visto, es un ave que sale en las noches a buscar luciérnagas, y la candela que
derrama, es la sangre que le fluye del cuerpo al chocarse en las piedras porque no mira bien,
y esta vez se ha equivocado por el eclipse, pues ha salido de día, creyendo que era de noche.

Según la creencia antigua, este trasgo inefable que al solo oírlo causa espanto, recorre los
caminos para borrar los pasos de quien va a morir.

Javier, después de escuchar a su abuela, en forma inexplicable sufrió un vértigo, y un fluido


de sangre le brotaba de la nariz. La anciana con dificultad lo condujo hasta su recámara, y
salió preocupada para pedir a un vecino que traiga al sanitario.

Desde ese día el niño cayó enfermo.

Don Felipe, su padre, optó por el tratamiento médico, lo hizo ver en el hospital de Arequipa,
pero al poco tiempo regresó más agobiado, porque los médicos no

diagnosticaron la causa de su mal. De ahí que en su hogar, procuraron aliviarlo con remedios
caseros, buscaron al zahorí más famoso, pero éste, después de hacer la entrega a la tierra, les
dijo que la curación fue muy tarde. Entonces recurrieron a médicos naturistas, a grupos
religiosos; pero en el convaleciente avanzaba la enfermedad. Se quejaba en forma continua,
le dolía la cabeza y la fiebre le subía. Su madre prendía velas a los santos de su alcoba, rezaba
compungida en el templo, clamando a Dios que lo alivie a su hijo.

«Javier había muerto. Por la noche, como nunca, gran cantidad de gente asistió al velorio.
Al día siguiente, en hombros llevaron la caja durante el cortejo fúnebre, mientras una
banda de músicos tocaba yaravíes haciendo estremecer los corazones. Los adultos
comentaban sobre el enigma de su muerte y los fenómenos telúricos que la precedieron».

Pero la naturaleza guarda en las entrañas de la tierra, del agua o el aire, un ser omnipotente,
recelosos y enigmático que todo lo puede, no se trata de la creencia en Dios, ni en los
maleficios del Diablo; es un ser que vive como un guardián invisible en el seno de la
existencia, que puede definir el destino de los mortales, cuyo designio, sólo conocen los
hombres por los efectos que produce. Y esta vez, había designado al párvulo como su futuro
cordero. Javier era un niño hermoso, nacido en primavera, tenía los ojos claros como los
mares despejados, y sus blondos cabellos volaban sobre su frente. Y este ángel de precoz
inteligencia, fue elegido ahora, por ese Dios de la tierra.

Y una tarde que jamás se olvidará en Carumas, la atmósfera se puso gris y áureos rayos
rasgaron la torva nube, a distancia los truenos retumbaban en la puna, y en la bóveda plomiza
que cubría el universo, los relámpagos iluminaban como luces de bengala; del sur
arremetieron estruendosos huracanes que retorcían a los árboles bramando como bueyes,
tumbaban los maizales, y hacían volar los techos de calamina. El cielo cual un cántaro roto
vació una desgarradora tormenta, una lluvia de granizo que caía como cascajo, y frente al

cerro «Marca Collo», el aguacero se veía como un tejido de maromas extendido en el espacio.
La gente aterrada se refugió en sus casas, y el estrépito de los techos sonaba como si se
descargara una artillería. Los labriegos del campo se cobijaban en las grutas, y hasta los
furtivos jumentos se guarecían bajo las frondas. Los pobladores se alarmaron como si esto
fuera el juicio final. Por fin calmó la tormenta y cuando se despejó la borrasca, se escuchó el
doble luctuoso de las campanas.

Javier había muerto. Por la noche, como nunca, gran cantidad de gente asistió al velorio. Al
día siguiente, en hombros llevaron la caja durante el cortejo fúnebre, mientras.

una banda de músicos tocaba yaravíes haciendo estremecer los corazones. Los adultos
comentaban sobre el enigma de su muerte y los fenómenos telúricos que la precedieron. Su
hermano mayor dijo unas palabras de resignación y consuelo, y cuando llegó el momento de
colocar el ataúd en el nicho, sus padres lo abrazaron vertiendo copioso llanto, y se despidieron
de su hijo mirando su semblante por última vez.

La tarde estaba nublada, lacraron el sepulcro, colocaron unas coronas y se alejaron del
cementerio. Don Felipe, todo vestido negro, al bajar las gradas de la puerta, se preguntaba:
¿Por qué habrá muerto mi hijo en esa edad tan tierna? ¿Existiría el espectro que dijo que dijo
haber visto? ¿Sólo sería una alucinación? Y mientras el gentío salía del panteón, las campanas
doblaban vistiendo de luto la campiña, su melodía vibraba en los aires, faldeaba los cerros y
se iba por los caminos, llegaba a las aldeas y entristecía a los labriegos, sobretodo su llamado
se acentuaba en los parques y veredas, donde no hacía mucho que Javier jugaba henchido de
alegría.

De la obra narrativa El Anuncio de los búhos, 2002.

El condenado en Lolejón
Escribe Nancy Toledo Vizcarra

S e cuenta que no hace muchos años, el condenado visitó el caserío de Lolejón En este

lugar se encontraba doña Marcela y sus tres pequeños hijos: Lucas, Juan y Juanita; en este
caserío tenían terrenos y alfalfares extensos con los cuales podían mantener la gran cantidad
de ganado que poseían. Marcela, además de sus tres niños, tenía otro hijo de 17 años de edad
llamado Julián, quien se encontraba en el anexo de Sijuaya colaborando en las obligadas
faenas de la comunidad; mientras que su padre don Germán había viajado a la ciudad de
Moquegua a comprar víveres con los cuales abastecerse para el invierno.
La señora Marcela y sus pequeños niños, luego de un día agitado de labores agrícolas se
alistaron para descansar. Camino a casa recogieron un tercio de leña para preparar la cena.
Ya en casa, la madre prendió la fogata y los niños ayudaron a avivar el fuego; fue entonces
cuando escucharon una voz que saludando amablemente preguntó a la dueña de casa si podía
darle alojamiento por esa noche. Marcela, quien era siempre generosa con sus visitas, lo hizo
pasar a la humilde casa. Era un hombre de edad un tanto avanzada, cubierto de harapos,
desaseado. El hombre pasó y se sentó en un lugar donde no llegaba la claridad que esparcía
la fogata; parecía que huyera del la luz, daba la impresión que le hiciera daño a los rojos ojos
que tenía., los que abría y cerraba intermitentemente. Había algo tenebroso en el aspecto de
aquél hombre que hizo que los niños tuvieran muchísimo miedo; así que todos ellos muy
temerosos corrieron a las faldas de su madre tratando de protegerse. Marcela ofreció un plato
de comida al hombre, pero este no quiso recibir el plato, respondiendo que no tenía apetito.
Los niños tampoco quisieron comer, sólo Marcela probó la cena que había preparado.
Satisfecha, continuó sentada junto a la

fogata dado que los niños no querían


moverse de su lado; entonces, aquél hombre pidió a Marcela que apagara el fuego, pero los
niños no quisieron, pidiéndole a su madre que lo siga avivando; en eso, Marcela notó terrible
cólera en aquel hombre, quien mirando a los hijos rechinó sus filudos dientes, y el miedo
invadió también a doña Marcela cuando notó caer de entre los harapos del hombre una manita
de niño. Con mucho temor abrazó a sus hijos y los mantuvo junto a ella, no dejando de ni un
momento que se apagara el fuego durante toda la noche.

Mientras eso sucedía en Lolejón, en Sijuaya, Julián, el hijo mayor de doña Marcela, tuvo un
sueño que hizo que despertara muy asustado, presagiando que algo malo podía estar
ocurriendo con su madre y sus pequeños hermanitos; por lo que presuroso se aprestó a salir
al encuentro de su familia y aprovechando que aquella noche la luna brillaba en todo su
esplendor partió sin más ni más a Lolejón.

El condenado en Lolejón
Marcela empezó a preocuparse, porque el terció de leña estaba por terminarse, así que cogió
sus hojotas y las de sus niños y con ellas siguió avivando el fuego. En ese momento, llegó
Julián, quien al ver a aquél hombre advirtió que era el condenado del que había oído decir
que visitaba caseríos lejanos buscando niños para alimentarse. Sin más tiempo que perder, el
mismo Julián le habló al condenado que conocía un lugar donde había muchos niños, e hizo
que el condenado lo siguiera, y se lo llevó camino arriba. Julián llevaba siempre consigo una
quena con la cual tocaba encantadoras y alegres melodías, y con ella hizo que el condenado
lo siguiera encantado y bailara alrededor de los arbustos; al llegar a una cima el condenado
le pidió a Julián descansar y éste accedió. El condenado se quedó dormido por el cansancio
y la mala noche; de lo que aprovechó Julián para alejarse de él; luego esperó recuperar sus
energías, y desde un lugar que pudiera verlo

en distinta dirección a su pueblo, llamó al condenado quien presuroso se levantó y le pidió


que lo esperara. Julián le pidió que avanzara en dirección suya y eso fue lo que hizo el
condenado siguiendo las huellas del joven. Pero Julián cogió la rama de un arbusto y con ella
empezó a borrar sus huellas para que el condenado siga con rumbo a otro lugar y, como ya
estaba amaneciendo, regresó tranquilo a Lolejón al encuentro de su madre y hermanos. En el
regreso pensaba por qué lugar estaría caminando ahora el condenado…

Información adicional

1. La autora de este cuento es egresada de Informática y Computación y de Contabilidad del ISTP Benjamín Franklin de

Moquegua…

2. Un condenado era un alma que tenía que caminar por el mundo para pagar los pecados que hubiera cometido en su vida
mundana.

3. Lolejón es un caserío que pertenece al anexo de Sijuaya, distrito de San Cristóbal, provincia de Mcal. Nieto de la Región

Moquegua

4. El relato ha sido extraído de la revista del ISTP Benjamín Franklin Educación y Tecnología, Año 2 – N° de 1 de junio 2004,

pp.22-23.

Sijuaya

Un partido de fútbol para el


recuerdo de la década 1940 a
1950
Relato hecho por Celedonio Flores Vilva
Fuente: Cuchumbaya turística

E l fútbol es un deporte que apasiona a las grandes mayorías de los países donde

practican este deporte. Es así que también en el distrito de Cuchumbaya y su jurisdicción, San
Cristóbal y su jurisdicción, Carumas y su jurisdicción, los partidos de fútbol son encuentros
de poderío de cada equipo, donde la garra, el pundonor, la técnica, la habilidad del deportista
son los componentes principales para ganar un partido. Pero para estas comunidades lo más
importante era y es hacer quedar bien a su pueblo: «levantar el honor de su anexo o distrito
en alto», como dicen las personas identificadas con su equipo. Por eso, lo jugadores que
entran a la cancha a defender su camiseta y cuando ya está en juego la pelota, prácticamente,
se desconocen y se transforman en fieras como leones africanos. Una de las costumbres
novedosas de esta actividad deportiva se da en que algunos jugadores en vez de zapatos
usaban ojotas de jebe, otros no usaban zapatos ni ojotas diciendo: «mejor se juega calapata».
Debemos indicar que los campos deportivos generalmente eran de tierra dura, muchas veces
con pendientes pronunciadas que cualquier caída como consecuencia de una mala jugada en
aquel entonces como en la actualidad seria peligroso para la integridad física del jugador.

En la década de 1940–1950 , los partidos de fútbol en esta parte de los pueblos interandinos
había llegado a motivaciones apasionadas en los entrenamientos como los encuentros de este
deporte a su máxima expresión, en razón de estar enterados que la selección nacional había
llegado como finalista en las olimpiadas de Alemania antes de la segunda guerra mundial y
que por circunstancias de parcialización de aquel país anfitrión, gobernado por el
dictador nacionalista Adolfo Hitler no llegaron a ser campeones mundiales.

El partido de fútbol entre las comunidades de Bellavista y Quebaya estaba pactado para el día
domingo a las 3 p.m., en el estadio Maracaná, como era conocido en ese tiempo la cancha de
Quebaya Los jugadores eran los siguientes:

De Quebaya:
Asencio Mamani, Carlos Mamani, Armando Cuayla, Mariano Flores, Ignacio Maquera,
Manuel Cuayla, Agapito Mamani, Esteban Tala, Genaro Mamani (el Argentino), Francisco
Cuayla, Emilio Mamani.

De Bellavista:
Genaro Mamani Rea, Cirilo Cruz, Oswaldo Nina, Francisco Cruz, Quintiliano Nina,
Guillermo Vilca, Francisco Vilca, Eulogio Choque, Pedro Cuayla Mamani, Manuel Taco
Jiménez, Guillermo Humire.

Como se puede apreciar las cualidades de jugadores de ambos equipos, si alguno de ellos
todavía vive u otras personas que fueron espectadores pueden testificar la valía de estos
hombres dignos de admiración, quien quiera en aquel tiempo hubiera querido saludarlos y
estrechar las manos de aquellos fuertes hombres como robles que han dejado huellas
imperecederos en el deporte de las grandes mayorías en esta parte del Tixani.
El capitán del equipo anfitrión era el popular Puskas (Carlos Mamani), los espectadores
también habían llegado de otras localidades: Yojo, Sacuaya, Cuchumbaya y Calacoa. El
partido se inicia a las 3 p.m., el soplapito, como se denominaba en aquella época al árbitro,
era de Cuchumbaya, don Natalio Luis Cuayla. Tenia que aplicar el reglamento de fútbol y
poner autoridad de árbitro, de lo

Un partido de fútbol para el


recuerdo de la década 1940 a
1950
contrario el público espectador podía sacarlo de la cancha.

Ya se jugaban 30 minutos del primer tiempo, no había goles, el partido se jugaba de igual a
igual por los magníficos jugadores que tenían ambos equipos. Hay ovación entre los
espectadores, se escuchan gritos estridentes de los mal hablados, patea…, dale duro…,
maricones de m…, cada vez que avanzaban con la pelota los jugadores locales con delanteros
ágiles y hábiles como Puskas y Asencio hacían vibrar de emoción al publico y peligrar el arco
rival.

Se produce un pase fenomenal del gran cabeceador Chileno como cariñosamente le decían
sus amigos deportistas y es aprovechado por la dupla de los delanteros Puskas y Asencio y se
produce el primer gol faltando 5 minutos para terminar el primer tiempo.

En los minutos de descanso, las recomendaciones de los técnicos ocasionales infaltables, por
un lado empatar y ganar el partido y por otro lado no solamente mantener el score de ventaja
sino asegurarse el triunfo con más goles.

Se inician los 45 minutos del segundo tiempo. Los jugadores se dan íntegros; la marcación es
al centímetro, como dicen los aficionados del lugar. Hay desesperación por empatar por parte
del equipo visitante, a

estas alturas del partido no hay jugadas de calidad. Los aficionados locales y el público en
general comienzan a ovacionar al equipo anfitrión, solamente faltan 5 minutos para que
finalice este gran partido de fútbol.
El equipo visitante no se da por vencido, las jugadas elevadas son muy bien controladas por
lo buenos cabeceadores de pelota que son baluarte en la defensa del equipo local. Se produce
una jugada peligrosísima de parte de los delanteros de Bellavista, los chatos Humire y Vilca,
esto a ras del suelo, pero había que hacer lo imposible para salvar el gol, es así que en este
instante por la desesperación de desviar el balón, el defensa Ignacio Maquera que estaba
jugando sin zapatos, con la euforia que le embargaba a fin de evitar el gol y con la energía
concentrada en la pierna derecha revienta la pelota y conjuntamente con una porción de tierra
del suelo, también la uña del dedo mayor había volado con los retazos de pelota.

Así con un chorro de sangre terminó el partido. El fútbol es para hombres decían…, y se gana
con goles y los goles son amores.

Después corría el rumor en las comunidades aledañas, diciendo que en un partido de fútbol un
jugador de Quebaya había hecho volar la uña del dedo mayor de uno de sus pies
conjuntamente con la pelota hasta el cielo.

El caballo negro
Relato de Cinthia Y. Condori Sacari

U na noche de luna llena, como era habitual a inmediaciones del ex cuartel Mariscal

Nieto, cinco jóvenes soldados prestaban servicio de guardia, segundo turno, en la tranquera
de la carrozable hacia el río Moquegua. La noche se prolongaba y las horas no pasaban, el
sueño se adueñaba de sus mentes y se adormecían sus cuerpos, pero el paso de un búho los
alertó.
En medio del follaje de los árboles distinguieron una silueta opaca que la oscuridad impedía
la visibilidad. Todos temblaban de pavor, sus miradas convergieron en un solo punto, en la
sombra que ennegrecía más el ocaso. En ese instante unos ojos brillantes, luminosos que
parecían dos chispas de fuego empezaron a acercarse poco a poco, cada vez más y más,
levantando una densa nube de polvo que tenuemente se podía divisar en la noche azabache
produciendo un gran estruendo.

Uno de los militares no resistió la tensión y se desmayó, cuatro de ellos en posición de tirador
de pie se prestaron hacer tiro, de pronto algo por inercia los contuvo por un instante, mientras
los segundos se hacían minutos en un reloj de perillas; asustados en la espesura de las tinieblas
procuraron mirarse a los ojos, hasta que uno de ellos, el de estatura más baja, preguntó
intempestivamente:

-¿Pueden oír el sonido que emiten esos pasos? Son galope s de un animal.
-¡Claro que sí!

Los milicos con el miedo dibujado en sus rostros y reflejado en sus pupilas intentaron divisar
el espectro con una linterna que a duras penas hacía luz. No podían visualizar si venía a todo
galope con los cascos de sus patas puestos sobre la tierra o en el aire. En ese momento, el
soldado alucinado con la imagen fantasmal reiteró

-Es de color brilloso, alto, garboso, altanero y de muy buena silueta; pero sus ojos dan
escalofríos, son dos brasas encendidas, brillantes cual fuego, inconfundible en la oscuridad.
¡Posee luz propia! ¡Este animal es único! ¡Miren se ha detenido! ¡Nos llama! ¡Ven cómo se
pone de dos patas! ¡Quiere que lo sigamos! ¡Vamos! ¿Que esperamos? ¿Tienen miedo?
¡Sigámoslo! ¡Intentemos montarlo! ¡Es raro, pero hermoso!

Nadie quiso ir tras él y la imponente bestia se extinguió en la penumbra. Convencidos que el


portentoso animal, se perdía en la distancia: un silencio aciago y horrísono dominó el
ambiente, los soldados aterrados con cierto recelo guardaron sus armas e inmediatamente
dirigieron su atención hacia su compañero que embelesado con la figura del potro salvaje,
trataron de hacer que recuperara su ánimo y volviera en sí, exclamando a una sola voz:

-Vaya susto, menos mal que fue una alucinación de las que nos dominan en las noches oscuras
y silentes.

-¡No, no, no es cierto, fue un caballo suelto! -aseveró el soldado hipnotizado.

-¡No, no era un caballo, era un Pegaso! –atinó a reprocharle otro,

-¡Un pegaso, fue un centauro! –sostuvo un tercero con tono irónico.

La penumbra continuó, Cada uno estaba convencido de haber visto, lo que sus ojos
percibieron en la penumbra, nadie quiso ceder en su postura. En sus mentes se dibujaba el
desafiante animal a propósito se retrasó sin que sus compañeros se dieran cuenta; los demás
uniformados continuaron su itinerario en busca del soldado que a primera impresión había
quedado inconsciente en el suelo, al llegar al lugar incierto lo llamaron por su nombre una y
otra vez para ubicarlo, pero fue en vano, este no daba indicios de existencia por ningún lado.
A la media hora, la endeble luz de las linternas a pilas lo alumbraron entre la maleza tendido
en el suelo, estaba boca abajo parecía que se retorcía de dolor, temerosos intentaron
reanimarlo palmeándole el hombro, pero el militar no reaccionó, entonces a una sola fuerza
lo voltearon y alumbraron de cerca, para encontrar una explicación de su estado de salud,
pero la imagen de un soldado con el rostro desfigurado, múltiples heridas y quemaduras en
todo el cuerpo los dejó estupefactos casi sin habla y sin ánimo. Perplejos se miraron unos a
otros, como diciéndose ahora qué hacemos; mas luego instintivamente se arrodillaron ante él,
con la esperanza de que estuviera vivo, le tomaron el pulso, lo auxiliaron, pero fue demasiado
tarde, no tenía signos vitales: el pobre falleció misteriosamente sin que pudieran hacer nada.
En tanto, los minutos pasaban en los relojes, cual viento frío de las tardes serranas y como el
soldado no se integraba al grupo de la milicia, su demora consternó a sus compañeros quienes
inmediatamente salieron en su búsqueda por uno y otro lado, y no hallaron rastro alguno de
él.

Serían cerca de la una, cuando nuevamente el callejón se tiñó de una luz rojiza, a todo
galope la imponente bestia, cuya figura en las sombras estaba rodeada de una luminosidad
fosforescente y por sus fauces en su loca carrera arrojaba llamaradas de fuego, se abrió paso
entre los soldados quienes no evidenciaron reacción alguna, despidiendo un olor a azufre los
militares regados en el suelo con quemaduras de tercer grado procuraron ponerse de pie para
evitar una nueva embestida, pero sintieron que las fuerzas se ahogaron en el intento, con la
mirada despavorida solo alcanzaron a ver cómo el caballo se perdía en la oscuridad. En
contados segundos, otra vez los galopes de la desafiante fiera se oyeron, esta vez montado en
él veía un jinete, se detuvo ante ellos, ahora no había duda: era un caballo negro, quien los
atacó, aquel maldito animal que encanta a cuántos ojos dibujan su silueta tras la mácula de la
noche. Al otro día, cuatro cadáveres de soldados fueron ascendidos al grado superior y
enterrados en el cementerio de la localidad. ¿Pero qué paso? Eso nadie lo sabe. ¿Y dónde se
encuentra el quinto soldado? Tampoco. Nadie soltó la lengua.

Una noche de luna llena, a inmediaciones del ex cuartel Mariscal Nieto, cuatro jóvenes
perdieron la vida y uno desapareció, sin que hasta ahora nadie pueda dar señales de vida de
este. Dicen que el caballo y el joven fascinado se unieron en cuerpo y alma; y hoy vagan sin
rumbo en Busca de nuevas almas en las postrimerías del campamento militar. ¡Cuidado!

Este relato ha sido extraído del libro de cuentos Entre miedo y supersticiones (inédito) de Ysidro
Meléndez Sahuanay

La banda de música encantada


Por Ysidro Meléndez Sahuanay

E l camión en que llegué a Calacoa[1] se había retrasado demasiado de lo habitual por

las múltiples paradas que realizó en todo el trayecto del valle interandino del Tixani para
descargar los pesados bultos de los lugareños al pie de sus dominios, tal si fuera una combi
de ruta. Mordiéndome la sin sabor amargura de la hiel bajé presuroso del tablón que cruza de
una baranda a otra, en el que viajé senado como un gallinazo entumido; a fin de recuperar el
tiempo perdido y reponerme de la penosa e infernal travesía me serví un caldo blanco con su
mate de coca en la pensión de la tía Carmen; mas luego cruce la Plaza hacia la tienda del tío
Cirilo, compré unos focos y dos pilas de repuesto para la linterna. El reloj marcaba las
diecinueve horas y emprendí paso a Muylaque sin mirar atrás por el difícil desfiladero de a
pie, entre encontrones con las piedras, pastizales, ichu y cures que crecen en las laderas de
los cerros, llegué a la cima de aquel empinado desde donde se mira, de un lado los poblados
de Muylaque y Sijuaya; y del otro, Calacoa y Bellavista. Serían las veintidós horas cuando
empecé a descender la cumbre; a pesar de las advertencias de ciertas apariciones en la «hora
mala», de una mujer de cabello rubio y de un hombre que con su alforja en el hombro cruza
la cumbre del cerro de un lado a otro; nunca tuve miedo, me acostumbré a los caminos
silentes, oscuros y fríos de la sierra.
Ahora era la «hora cero». Estaba en los últimos tramos de la cuesta para entrar al río, de
pronto el eco de la melodía de un conjunto musical resonaba en el conjuro… me van a recibir
con honores, para qué tanta molestia hacia mi persona si no me lo merezco, gracias, gracias
de todas maneras… A medida que me acercaba más al cañón, la armonía se hacía más
perceptible al oído…debe ser uno de esos acostumbrados ensayos que realiza la banda de
música del pueblo, o tal vez una fiesta costumbrista…

[1] . Calacoa es un pueblo del distrito de San Cristóbal, el cual a su vez pertenece a la provincia de Mcal. Nieto, Región

Moquegua.

Con ese pensamiento proseguí cuesta abajo. Me moría de sueño y quería verme entre mis
frazadas disfrutando de su calor. Instantes en que el sonido enmudeció, estaba a pocos metros
de la quebrada «Jachahuira»; la noche oscura, sombreada por las nubes, los árboles, el
arbusto, el grito de los grillos y los sapos, el rumor de las aguas del riachuelo mostraba todo
su esplendor… si me hubiese apurado quizás hubiese compartido con ellos una pieza
musical… Y cuando desde el rio ascendía la pendiente para salir del desfiladero y tomar un
camino llano nuevamente el tañido melodioso se dejó oír, el eco se sentía lejos… qué raro
cuando esté con los intérpretes nocturnos, compartiría aquel licor que ellos mismos
preparan y que hacen expulsar fuego por la boca cual dragones enfurecidos. Convencido que
así sería, llegué al pueblo los busqué por todos lados y no hallé a nadie.

Cansado me fui a dormir. Al otro día antes que el Sol dé los buenos días, salí en busca de una
explicación en las personas que se calientan como lagartos con los primeros rayos de luz,
quienes sorprendidos de mi versión negaron que en la noche habían ensayado. En un
principio pensé que me estaban vacilando, pero no fue así; más allá un abuelo de barba
blanca y espesa que estaba sentado en una de las gradas de la entrada de la iglesia parecía
saberlo todo, sonrió irónicamente, y las arrugas pronunciadas de su rostro desencajaron un
aspecto de temor, y no tuvo más remedio que abrir la boca. Son los espíritus que pretenden
arrastrar nuevas almas, manténganse siempre alerta. Y prosiguió. Mientras los integrantes de
una banda musical hacían sumos esfuerzos por hallar los acordes de un sonido perfecto, la
melodía parecía vagar sin objetivo con tonos disonantes como si los integrantes recién
estuvieran aprendiendo a tocar los instrumentos; no obedecían al ritmo acompasado.

a banda de música encantada


Esta desentonación continuó varias semanas. Los músicos extenuados por las horas de
dedicación a sus aparatos de viento sin resultado alguno, decidieron visitar a un consejero,
antiguo melómano de mirada y rostro desencajado, quien después de escucharlos les
recomendó llevar los instrumentos musicales a la pampa «Apacheta» en Calacoa y los dejaran
allí por una noche para su afinación, así fue. A la luz de un nuevo día, la ansiedad e
impaciencia de los artistas por ir al encuentro de sus piezas sonoras despertó aun más su
inquietud.

-¿Qué habrá sucedido, en realidad? ¿Será cierto lo que se dice?

Ávidos de curiosidad se perfilaron en fila india al distante lugar, no sintieron fatiga ni


cansancio y para llegar aprisa tomaron un atajo al borde de la acequia principal que alimenta
de agua al hombre y a los sembríos de los poblados de Bellavista y Calacoa. Pronto al llegar
a la pampa «Apacheta» una procesión de pájaros serranos, llamados lequeleques chillaban
sorprendidos alrededor de los instrumentos; sin más espera los cogieron para probarlos y se
dieron con la sorpresa de ser los mejores músicos del mundo; la sucesión de sonidos rítmicos
en la interpretación del «Cóndor pasa», fue maravillosa. La melodía armoniosa, dulce, suave
y del agrado a los oídos. No necesitaban mayor práctica. Al poco tiempo su fama trascendió
las fronteras y los contratos no se dejaron esperar.

Un día estando en marcha a una de sus solícitas presentaciones a un poblado vecino se les
presentó un hombre de buena presencia, elegante, montado en un caballo blanco, de ojos
profundos y mirada sombría, ofreciéndoles un buen contrato para que tocaran en la fiesta en
honor a su divinidad, su amo y gran señor. Deslumbrados por la paga de sus
honorarios marcharon tras aquel extraño hombre dibujando en sus mentes el símbolo la
figura de los billetes

norteamericanos, se dirigieron a por una estrecha senda, atravesaron uno y otro flanco de las
elevadas montañas hasta llegar a un desfiladero iluminado por una llama ardiente que a lo
lejos parecía una lengua de fuego; de pronto como por arte de magia se abrió una puerta
inmensa que los invitó a pasar; presagiando su destino, sus cuerpos avivaron un fuerte
escalofrío de desconfianza y pavor que motivó a uno de los músicos a retirarse unos metros
más allá a expulsar el liquido de su cobardía; cuando este quiso integrarse al grupo, encontró
la puerta cerrada, y por más golpes y gritos que propaló para que le abrieran, solo oyó el eco
de la solemne melodía que entonaban sus compañeros en aquella misteriosa mansión.

A la mañana siguiente cuando recién el alba brotaba como una flor, el músico se dio con la
sorpresa de hallarse en un precipicio profundo e intransitable, chancando una roca, asustado
y con los cabellos como las plumas de una gallina chilena, se persignó y salió
apresuradamente de aquel desfiladero, a llegar al pueblo contó lo sucedido a los comuneros,
quienes vislumbrados por el suceso se desplazaron hasta el sitio sin llegar a ver ni oír nada;
de allí, tildan de extraviado y loco al músico que perdido en su mundo recorre uno y otro
lugar en busca de sus compañeros. Actualmente comentan los pobladores muylaqueños que
riegan sus parcelas a inmediaciones de este sector que aún se oye tocar a la banda, una
melodía insípida que se escucha como una especie de rumor propio de quienes tratan de llenar
con desesperación un vacío, a las mismas horas en que se llevó a cabo la fiesta; por ello existe
temor recorrer de noche el área aledaña a la quebrada «Jachahuira». ¡Te atreves!

—-

Este relato ha sido extraído del libro de cuentos


Entre miedo y supersticiones (inédito) de Ysidro Meléndez Sahuanay

El enigma del Huaracane


Por Ysidro Meléndez Sahuanay

C ae la tarde, el sol cansino dora apenas las copas de los corpulentos árboles que rodean

la inmensa hacienda del Huaracane que se extiende en las faldas del cerro del mismo nombre,
cuyo amo y señor de estos dominios, era un misterioso hombre de tex blanca contextura alta
y fornida; casi siempre se le veía con sombrero amplio, poncho liviano y botas adornadas con
espuelas de acero; montado en su caballo blanco, resultaba inconfundible verlo de lejos por
el callejón soberbio, reservado, y de apariencia mezquina, describía en algo su personalidad;
siempre evitaba la conversación, un ¡Buenos días!, ¡Buenas tardes! o ¡Buenas noches! era
todo lo que se podía esperar de él. Lo inaudito refieren los hombres de campo que este
enigmático ser, dueño de innumerables hectáreas de terreno no contaba con peones que lo
asistan y ayuden en las faenas agrarias; sin embargo sus tierras agrícola necesitaban de
producir, siempre lucían fecundas a comparación de los terrenos aledaños, áridos e
improductivos por la carencia de lluvias.
Los agricultores ensortijados por la forma insólita como el hombre de caballo blanco se hacía
de riqueza inexplicablemente, decidieron espiarle desde los primeros rayos del alba hasta la
puesta del sol, le montaron vigilancia, se dividieron el tiempo por turnos no quisieron quitarle
la vista de encina, entre ceja y ceja sabían de todos sus movimientos; mas no faltó quien
contrató los servidos de un conocido brujo de la parte alta, la sierra, para buscar en la coca
una respuesta a los hechos arcanos y a la vez hacer el pago de tierra en la cima del “Cerro
Baúl” e implorar a la Pachamama su bendición y a Mamacocha las lluvias que tanto se
necesitaban para la agricultura, pero fue en vano.

Al poco, la espera terminó por desesperarlos y hubo quienes sin pena ni gloria desistieron a
continuar en esta brega y quienes porfiados reafirmaron sus postura a cualquier precio,
querían desovillar la

madeja del misterio para llegar a la verdad y con firmeza desde sus linderos se mantuvieron
en guardia alrededor de la hacienda, bebiendo de rato en rato para darse valor, un sorbvo del
añejo vino tinto moqueguano. Hasta que un día, a eso de la medianoche, la casa se iluminó y
por la puerta apareció una llama fosforescente que poco a poco se fue consumiendo como
avizorando la presencia de alguien; en ese instante asomó bajo el dintel, un ser desnudo de
piel rojiza encendida con dos cuernos y una cola de caballo, empuñando en su mano una lana
de tres puntas en uno de sus lados, ¡Satanás! Perplejos, apenas pudieron vociferar unas
cuantas palabras, parecía que la lengua se les había trabado.

-¿Veen lo que mis ojos veen?

-¡Ees eel diablo! Recriminaron los otros en coro y con voz< también entrecortada.

No bien habían terminado de hablar, cuando súbitamente unas candentes bolas de fuego,
descendieron del cielo en los predios del maligno demonio, los que al hacer contacto con la
tierra se convertían en criaturas de similares características, pero de estatura pequeña, miles
de miles se agruparon a su alrededor y como quienes recibían órdenes, sumisamente se
repartían a realizar labores agrarias en todo el largo y ancho de sus dominios; mientras unos
preparaban los terrenos para la siembra, aporcaban y podaban las plantas, otros cosechaban
los frutos y alistaban en cajos y sacos para su venta; verlos juntos distribuidos en diversas
actividades, parecían ver una máquina que mecánicamente lo hacía todo. Horas y horas
estuvieron contemplando el trabajo de los diablillos. Pronto una luz resplandeciente inclinada
que nacía desde lo recóndito del universo hacia la tierra alertó a los agricultores que hacían
fuerza para desentrañar el misterio. Timoratos, quedaron embelesados de lo que acontecía
ante sus ojos.

Lucifer de una palmada convocó a los diestros hombrecillos en un solo punto, lugar luminoso
donde moría o nacía la línea transversal de fuego venida del infinito; por cuyo resplandor uno
a uno, los extraterrestres ascendieron a su habitad a una velocidad increíble. Mas cuando los
campesinos que habían desenredado la intriga decidieron regresar a sus predios a contarlo
todo, percibieron unos pasos a lo lejos como si alguien los estuviera siguiendo. El miedo se
dibujó en sus rostros, en sus perdidos ojos; un escalofrío fuerte dominó su cuerpo, empezaron
a transpirar un frío intenso que mojó sus ropas. En eso, el eco sordo de una voz tenebrosa se
oyó más cerca:

-¡Esperen! ¡No se vayan! ¡Esperen!

Atemorizados, se miraron unos a otros como queriendo comprobar la presencia de todos los
campesinos del lugar; de los seis, uno de ellos brillaba por su ausencia, pero en ese momento
por más que intentaron advertir a quien se había retrasado o extraviado, simplemente no
recordaba n , la mente se le había atrofiado, el pavor los dominó aún más, los sumió en un
estado depresivo a punto del colapso; espantados con los pelos de punta y la piel

de gallina huyeron despavoridos, buscaron refugio entre los matorrales y arbustos de los
árboles que hacían sombra; desde allí intentaron identificar al hombre de las voces que los
llamaba haciendo rechinar sus dientes; al cabo de unos segundos, antes que el alba asome por
los hombros de las elevadas cumbres que custodiaban la ciudad, el señor de caballo blanco,
se detuvo frente a ellos y como si nada sucediera los saludó e instó a que lo sigan hasta su
hacienda para regalarles algunos insumos, semillas, herramientas y otros utensilios de campo.

Desde entonces, jamás se volvió a saber de los campesinos que atentados por descubrir el
enigma del hombre de caballo blanco de la hacienda del Huaracane, desaparecieron en medio
de la penumbra de la noche, el follaje del camino y el canto de un búho malagüelo que desde
la copa más alta escondía el destino incierto de los angustiados lugareños.

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Este relato ha sido extraído del libro de cuentos inédito del profesor Ysidro Meléndez Sahuanay
titulado Entre miedos y superesticiones.

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