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Silvio distinguió claramente un círculo, un rectángulo, dos círculos más, otro rectángulo, dos

círculos finales. ¿Qué podía significar eso? ¿Quién había dispuesto que las rosas se plantaran
así? Retuvo el dibujo en su mente y al descender los reprodujo sobre un papel. Durante largas
horas estudió esta figura simple y asimétrica, sin encontrarle ningún sentido. Hasta que al fin
se dio cuenta, no se trataba de un dibujo ornamental sino de una clave, de un signo que
remitía a otro signo: el alfabeto Morse. Los círculos eran los puntos y los rectángulos, las
rayas. En vano buscó en casa un diccionario o libro que pudiera ilustrarlo. El viejo
Paternoster solo había dejado tratados de veterinaria y fruticultura. A la mañana siguiente
tomó la carreta que llevaba la leche al pueblo y buscó inútilmente en la única librería de
Tarma el texto iluminador. No le quedó más remedio que ir al correo para consultar con el
telegrafista. Este se encontraba ocupadísimo, era hora de congestión y prometió enviarle al
día siguiente la clave morse con el lechero. Nunca esperó Silvio con tanta ansiedad un
mensaje. La carreta del lechero regresaba en general al mediodía, pero Silvio estuvo desde
mucho antes en el portón de la hacienda, mirando la carretera. Apenas sintió en la curva el
traqueteo de las ruedas se precipitó para coger el papel de manos de Esteban Pumari. Estaba
en un sobre y llegando a su dormitorio lo desgarró. Cogiendo el papel y lápiz convirtió los
puntos y rayas en letras y se encontró con la palabra RES. Pequeña palabra que lo dejó
confuso. ¿Qué cosa era una res? Un animal, sin duda, un vacuno, como los que abundan en
la hacienda. Claro, el propietario original de ese fundo, un ganadero fanático, había querido
sin duda perpetuar en el jardín el nombre de la especie animal que albergaba sus tierras y de
la cual dependía su fortuna: res, fuera vaca, toro o ternera.
Silvio tiró la clave sobre la mesa, decepcionado. Y tuvo verdaderamente ganas de reír. Y se
rio, pero sin alegría, descubriendo que en el empapelado de su dormitorio había aparte de
naturalezas muertas arreglos florales. RES. Algo más debía expresar esa palabra.
Naturalmente, en latín, según recordó, res quería decir cosa, Pero ¿qué era una cosa?
“Silvio en el Rosedal” en La palabra del mudo de Julio Ramón Ribeyro
869.56 R52 2009 V.1
ALONSO: Yo, midiendo con los sueños
Hoy, Tello, al salir el alba, estos avisos del alma,
con la inquietud de la noche, apenas puedo alentarme;
me levanté de la cama, que con saber que son falsas
abrí la ventana aprisa, todas estas cosas, tengo
y mirando flores y aguas tan perdida la esperanza,
que adornan nuestro jardín, que no me aliento a vivir.
sobre una verde retama
veo ponerse un jilguero, TELLO
cuyas esmaltadas alas Mal a doña Inés le pagas
con lo amarillo añadían aquella heroica firmeza
flores a las verdes ramas. con que atrevida contrasta
Y estando al aire trinando los golpes de la fortuna.
de la pequeña garganta Ven a Medina y no hagas
con naturales pasajes caso de sueños ni agüeros,
las quejas enamoradas, cosas a la fe contrarias.
sale un azor de un almendro, Lleva el ánimo que sueles,
adonde escondido estaba, caballos, lanzas y galas,
y como eran en los dos mata de envidia los hombres,
tan desiguales las armas, mata de amores las damas.
tiñó de sangre las flores, Doña Inés ha de ser tuya,
plumas al aire derrama. a pesar de cuantos tratan
Al triste chillido, Tello, dividiros a los dos.
débiles ecos del aura
respondieron, y, no lejos, Lope de Vega El caballero de Olmedo
lamentando su desgracia, 868.39 C 2017
su esposa, que en un jazmín
la tragedia viendo estaba.
Las cosas podían haber sucedido de cualquier otra manera y, sin embargo, sucedieron así.
Daniel, el Mochuelo, desde el fondo de sus once años, lamentaba el curso de los
acontecimientos, aunque lo acatara como una realidad inevitable y fatal. Después de todo,
que su padre aspirara a hacer de él algo más que un quesero era un hecho que honraba a su
padre. Pero por lo que a él afectaba...
Su padre entendía que esto era progresar; Daniel, el Mochuelo, no lo sabía exactamente. El
que él estudiase el Bachillerato en la ciudad podía ser, a la larga, efectivamente, un progreso.
Ramón, el hijo del boticario, estudiaba ya para abogado en la ciudad, y cuando les visitaba,
durante las vacaciones, venía empingorotado como un pavo real y les miraba a todos por
encima del hombro; incluso al salir de misa los domingos y fiestas de guardar, se permitía
corregir las palabras que don José, el cura, que era un gran santo, pronunciara desde el
púlpito. Si esto era progresar, el marcharse a la ciudad a iniciar el Bachillerato, constituía, sin
duda, la base de este progreso.
Pero a Daniel, el Mochuelo, le bullían muchas dudas en la cabeza a este respecto. Él creía
saber cuanto puede saber un hombre. Leía de corrido, escribía para entenderse y conocía y
sabía aplicar las cuatro reglas. Bien mirado, pocas cosas más cabían en un cerebro
normalmente desarrollado. No obstante, en la ciudad, los estudios de Bachillerato constaban,
según decían, de siete años y, después, los estudios superiores, en la Universidad, de otros
tantos años, por lo menos. ¿Podría existir algo en el mundo cuyo conocimiento exigiera
catorce años de esfuerzo, tres más de los que ahora contaba Daniel? Seguramente, en la
ciudad se pierde mucho el tiempo —pensaba el Mochuelo— y, a fin de cuentas, habrá quien,
al cabo de catorce años de estudio, no acierte a distinguir un rendajo de un jilguero o una
boñiga de un cagajón. La vida era así de rara, absurda y caprichosa. El caso era trabajar y
afanarse en las cosas inútiles o poco prácticas.

Miguel Delibes El camino


LA VOZ A TI DEBIDA
(VERSOS 1385 A 1406)
La forma de querer tú
es dejarme que te quiera.
El sí con que te me rindes
es el silencio. Tus besos
son ofrecerme los labios
para que los bese yo.
Jamás palabras, abrazos,
me dirán que tú existías,
que me quisiste: jamás.
Me lo dicen hojas blancas,
mapas, augurios, teléfonos;
tú, no.
Y estoy abrazado a ti
sin preguntarte, de miedo
a que no sea verdad
que tú vives y me quieres.
Y estoy abrazado a ti
sin mirar y sin tocarte.
No vaya a ser que descubra
con preguntas, con caricias,
esa soledad inmensa
de quererte sólo yo.

Pedro Salinas La voz a ti debida


Julius nació en un palacio de la avenida Salaverry, frente al antiguo hipódromo de San Felipe;
un palacio con cocheras, jardines, piscina, pequeño huerto donde a los dos años se perdía y
lo encontraban siempre parado de espaldas, mirando, por ejemplo, una flor; con
departamentos para la servidumbre, como un lunar de carne en el rostro más bello, hasta con
una carroza que usó tu bisabuelo, Julius, cuando era Presidente de la República, ¡cuidado!,
no la toques, está llena de telarañas, y él, de espaldas a su mamá, que era linda, tratando de
alcanzar la manija de la puerta. La carroza y la sección servidumbre ejercieron siempre una
extraña fascinación sobre Julius, la fascinación de «no lo toques, amor; por ahí no se va,
darling». Ya entonces, su padre había muerto.

Su padre murió cuando él tenía año y medio. Hacía algunos meses que Julius iba de un lado
a otro del palacio, caminando y sólito cada vez que podía. Se escapaba hacia la sección
servidumbre del palacio que era, ya lo hemos dicho, como un lunar de carne en el rostro más
bello, una lástima, pero aún no se atrevía a entrar por ahí. Lo cierto es que cuando su padre
empezó a morirse de cáncer, todo en Versalles giraba en torno al cuarto del enfermo, menos
sus hijos que no debían verlo, con excepción de Julius que aún era muy pequeño para darse
cuenta del espanto y que andaba lo suficientemente libre como para aparecer cuando menos
lo pensaban, envuelto en pijamas de seda, de espaldas a la enfermera que dormitaba,
observando cómo se moría su padre, cómo se moría un hombre elegante, rico y buenmozo.
Y Julius nunca ha olvidado esa madrugada, tres de la mañana, una velita a Santa Rosa, la
enfermera tejiendo para no dormirse, cuando su padre abrió un ojo y le dijo pobrecito, y la
enfermera salió corriendo a llamar a su mamá que era linda y lloraba todas las noches en un
dormitorio aparte, para descansar algo siquiera, ya todo se había acabado.

Papá murió cuando el último de los hermanos en seguir preguntando, dejó de preguntar
cuándo volvía papá de viaje, cuando mamá dejó de llorar y salió un día de noche, cuando se
acabaron las visitas que entraban calladitas y pasaban de frente al salón más oscuro del palacio
(hasta en eso había pensado el arquitecto), cuando los sirvientes recobraron su mediano tono
de voz al hablar, cuando alguien encendió la radio un día, papá murió.

Alfredo Bryce Echenique Un mundo para Julius


MARIANA. (Exaltada y protestando fieramente.)
¡No puede ser! ¡Cobardes! ¿Quién
manda dentro de España tales villanías?
¿Qué crimen cometí? ¿Por qué me matan?
¿Dónde está la razón de la justicia?
En la bandera de la Libertad
bordé el amor más grande de mi vida.
¿Y he de permanecer aquí encerrada?
¡Quién tuviera unas alas cristalinas
para salir volando en busca tuya!

(Pedrosa ha visto con satisfacción esta súbita desesperación de Mariana y se dirige a ella. La
luz empieza a tomar el tono del crepúsculo.)

PEDROSA. (Muy cerca de Mariana.)


Hable pronto, que el Rey la indultaría.
Mariana, ¿quiénes son los conjurados?
Yo sé que usted de todos es amiga.
Cada segundo aumenta su peligro.
Antes que se haya disipado el día
ya vendrán por la calle a recogerla.
¿Quiénes son? Y sus nombres. ¡Vamos, pronto!
Que no juega así con la justicia,
y luego será tarde.

MARIANA. (Firme.)
¡No hablaré!

PEDROSA. (Cogiéndole las manos.)


¿Quiénes son?

MARIANA. Ahora menos lo diría.

Federico García Lorca Mariana Pineda


Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre
me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera. Le apreté sus manos
en señal de que lo haría; pues ella estaba por morirse y yo en plan de prometerlo todo. «No
dejes de ir a visitarlo —me recomendó—. Se llama de otro modo y de este otro. Estoy
segura de que le dará gusto conocerte». Entonces no pude hacer otra cosa sino decirle que
así lo haría, y de tanto decírselo se lo seguí diciendo aun después que a mis manos les costó
trabajo zafarse de sus manos muertas.
Todavía antes me había dicho:
—No vayas a pedirle nada. Exígele lo nuestro. Lo que estuvo obligado a darme y nunca me
dio… El olvido en que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro.
—Así lo haré, madre.
Pero no pensé cumplir mi promesa. Hasta que ahora pronto comencé a llenarme de
sueños, a darle vuelo a las ilusiones. Y de este modo se me fue formando un mundo
alrededor de la esperanza que era aquel señor llamado Pedro Páramo, el marido de mi
madre. Por eso vine a Comala.
Era ese tiempo de la canícula, cuando el aire de agosto sopla caliente, envenenado por el olor
podrido de las saponarias.
El camino subía y bajaba: «Sube o baja según se va o se viene. Para el que va, sube; para el que
viene, baja».
—¿Cómo dice usted que se llama el pueblo que se ve allá abajo?
—Comala, señor.
—¿Está seguro de que ya es Comala?
—Seguro, señor.
—¿Y por qué se ve esto tan triste?
—Son los tiempos, señor.
Yo imaginaba ver aquello a través de los recuerdos de mi madre; de su nostalgia, entre retazos
de suspiros. Siempre vivió ella suspirando por Comala, por el retorno; pero jamás volvió…

Juan Rulfo Pedro Páramo


El día en que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5.30 de la mañana para esperar el
buque en que llegaba el obispo. Había soñado que atravesaba un bosque de higuerones donde
caía una llovizna tierna, y por un instante fue feliz en el sueño, pero al despertar se sintió por
completo salpicado de cagada de pájaros. «Siempre soñaba con árboles», me dijo Plácida Linero,
su madre, evocando 27 años después los pormenores de aquel lunes ingrato. «La semana
anterior había soñado que iba solo en un avión de papel de estaño que volaba sin tropezar por
entre los almendros», me dijo. Tenía una reputación muy bien ganada de interprete certera de
los sueños ajenos, siempre que se los contaran en ayunas, pero no había advertido ningún
augurio aciago en esos dos sueños de su hijo, ni en los otros sueños con árboles que él le había
contado en las mañanas que precedieron a su muerte.

Tampoco Santiago Nasar reconoció el presagio. Había dormido poco y mal, sin quitarse la ropa,
y despertó con dolor de cabeza y con un sedimento de estribo de cobre en el paladar, y los
interpretó como estragos naturales de la parranda de bodas que se había prolongado hasta
después de la media noche. Más aún: las muchas personas que encontró desde que salió de su
casa a las 6.05 hasta que fue destazado como un cerdo una hora después, lo recordaban un poco
soñoliento pero de buen humor, y a todos les comentó de un modo casual que era un día muy
hermoso. Nadie estaba seguro de si se refería al estado del tiempo. Muchos coincidían en el
recuerdo de que era una mañana radiante con una brisa de mar que llegaba a través de los
platanales, como era de pensar que lo fuera en un buen febrero de aquella época. Pero la
mayoría estaba de acuerdo en que era un tiempo fúnebre, con un cielo turbio y bajo y un denso
olor de aguas dormidas, y que en el instante de la desgracia estaba cayendo una llovizna menuda
como la que había visto Santiago Nasar en el bosque del sueño.

Gabriel García Márquez Crónica de una muerte anunciada


Había pasado una hora, dos, tres; la media roche estaba a punto de sonar, y Beatriz se retiró
a su oratorio. Alonso no volvía, no volvía, cuando en menos de una hora pudiera haberlo
hecho.

-¡Habrá tenido miedo! -exclamó la joven cerrando su libro de oraciones y encaminándose a


su lecho, después de haber intentado inútilmente murmurar algunos de los rezos que la iglesia
consagra en el día de Difuntos a los que ya no existen.

Después de haber apagado la lámpara y cruzado las dobles cortinas de seda, se durmió; se
durmió con un sueño inquieto, ligero, nervioso.

Las doce sonaron en el reloj del Postigo. Beatriz oyó entre sueños las vibraciones de la
campana, lentas, sordas, tristísimas, y entreabrió los ojos. Creía haber oído, a par de ellas,
pronunciar su nombre; pero lejos, muy lejos, y por una voz apagada y doliente. El viento
gemía en los vidrios de la ventana.

-Será el viento -dijo; y poniéndose la mano sobre el corazón procuró tranquilizarse. Pero su
corazón latía cada vez con más violencia. Las puertas de alerce del oratorio habían crujido
sobre sus goznes, con un chirrido agudo prolongado y estridente.

Primero unas y luego las otras más cercanas, todas las puertas que daban paso a su habitación
iban sonando por su orden; éstas con un ruido sordo y suave; aquéllas con un lamento largo
y crispador. Después, silencio; un silencio lleno de rumores extraños, el silencio de la media
noche, con un murmullo monótono de agua distante; lejanos ladridos de perros, voces
confusas, palabras ininteligibles; ecos de pasos que van y vienen, crujir de ropas que se
arrastran, suspiros que se ahogan, respiraciones fatigosas que casi no se sienten,
estremecimientos involuntarios que anuncian la presencia de algo que no se ve y cuya
aproximación se nota, no obstante, en la oscuridad.

Beatriz, inmóvil, temblorosa, adelantó la cabeza fuera de las cortinillas y escuchó un


momento. Oía mil ruidos diversos; se pasaba la mano por la frente, tornaba a escuchar; nada,
silencio.

“El monte de las ánimas” en Rimas y leyendas de Gustavo Adolfo Bécquer


PEREGRINO

¿Volver? Vuelva el que tenga,


Tras largos años, tras un largo viaje,
Cansancio del camino y la codicia
De su tierra, su casa, sus amigos,
Del amor que al regreso fiel le espere.

Mas, ¿tú? ¿Volver? Regresar no piensas,


Sino seguir libre adelante,
Disponible por siempre, mozo o viejo,
Sin hijo que te busque, como a Ulises,
Sin Ítaca que aguarde y sin Penélope.

Sigue, sigue adelante y no regreses,


Fiel hasta el fin del camino y tu vida,
No eches de menos un destino más fácil,
Tus pies sobre la tierra antes no hollada,
Tus ojos frente a lo antes nunca visto.

Luis Cernuda Desolación de la quimera

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