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Avelina Lésper
El sexenio 2000-2006 cerró su ciclo con la edición en español del catálogo de la exposición
que le patrocinaron a Gabriel Orozco en el museo MoMA de Nueva York y que replicaron
en la Tate Modern de Londres y el Georges Pompidou de Paris. En los interiores del catálogo
dejan claro que la exposición es una iniciativa y patrocinio del Estado mexicano en alianza
con la Fundación Televisa para hacer de “México una potencia cultural internacional”. La
producción de esta versión en español es una copia bastante inferior a la versión en inglés
que editaron con el MoMA. Está impreso y pagado por CONACULTA y es ejemplo de la
mala calidad de sus libros de arte. Hay varios ensayos, el de la curadora Ann Temkin, Briony
Fer, Banjamin H.D Buchloh, Paulina Pobocha, Anne Burd.
Joseph Kosuth en su ensayo El arte después de la filosofía, cita a Sol LeWitt “La idea se
convierte en la máquina que hace arte”. El objeto de fabricación industrial, desperdicios,
piezas de factura mediocre, lo que sea, adquieren el status de arte con una idea o concepto
que los amparen. El esfuerzo se centra en decir que eso no es lo que vemos. La utopía por fin
llega al arte: es una fuente inagotable de obras dotar de significado a cualquier objeto. Lo que
no aclararon los teóricos y artistas es que este acto de magia no es tan sencillo. El objeto entre
más elemental está más indefenso, para que le suceda este fenómeno de transubstanciación
se requiere una gran infraestructura burocrática: textos escritos por varios académicos y
especialistas, rodearlo del contexto del museo o galería, inflarlo con un precio estratosférico
y una intensa campaña proselitista para que el espectador niegue su percepción y acepte que
“eso” es arte. Sin esto el objeto es incapaz de demostrarse como arte. El catálogo de Orozco
es una descripción exacta de cómo funciona este mecanismo.
La trasformación en arte, que se supone es una de las más elevadas formas de inteligencia,
es portentosa. Llamar arte a unos balones ponchados, a unos cochecitos de juguete o unas
tapas de envases de yogurth, le otorga al artista un poder enorme y lo libera de la
responsabilidad de enfrentarse a su propio talento. A Orozco le basta replegarse a una
fórmula, al instructivo de lo que los teóricos llaman arte conceptual o neo conceptual,
minimalismo, o el término que mejor lo integre al arte contemporáneo. La presencia anodina
de estas obras les permite a los curadores y los especialistas escribir textos como los de este
catálogo. Es la relación perfecta: algo sin valor estético urgido de un discurso teórico que lo
sustente y teóricos que necesitan salir del closet de la academia y ser parte de la creación
artística. El peso intelectual de la obra, su sentido estético y ontológico es un mérito de sus
teóricos. Orozco les deja el trabajo de argumentar que la banalidad de su obra es aparente y
que su masa para pizza es una obra de arte. Analizaré algunos de los textos del catálogo.
Ann Temkin habla del artista sin estudio, y lo que en realidad es un artista sin obra, sin
trabajo, y que por lo tanto no requiere de un estudio, se traduce en una forma de “derrocar
las tradiciones artísticas”. La obra de Orozco se hace en la calle, nos explica, porque recoge
desperdicios u objetos diversos, los acomoda, los fotografía, las define como “esculturas
tipo readymade”. Que Orozco pretenda que es arte su moto estacionada en diferentes calles,
se le llama “la cotidianeidad como una plataforma lista para el arte”. El hecho de que sea un
artista sin obras que puedan ser identificadas como suyas por carecer de una factura personal
que les aporte un estilo, para Temkin es una ventaja porque se les puede aplicar diferentes
ideas que las hagan obras de arte. Cuando aborda a las pinturas Samurai Trees, Temkin se
disculpa de que existan en el cuerpo de obra de Orozco, da excusas, nos dice que no las hace
él, que las manda hacer a dos estudios y que ni va a ver el proceso, que para nada pensemos
que él es pintor. Se ve metida en un lío ante una pintura decorativa, reiterativa y aséptica
como el estampado de un sillón. Esas piezas no le permiten a ella explotar su armario de
teorías, le provocan un conflicto que en cambio no le causa una bola de plastilina con basura
pegada.
Briony Fer escribe sobre los cuadernos de trabajo. En una labor casi de psicoanálisis se pone
a descifrar hasta las palabras que Orozco anota de forma repetitiva, de cómo esos cuadernos
pasan por el tiempo, etc., comparándolos con los diarios de Darwin. Esto es delirante, la
aportación de Darwin a la ciencia fue un giro tan radical a la idea del ser humano que dejó
sin argumentos a la teología, y nada tiene que ver con una obra que no aporta, y prefiere
copiar, repetirse, obedecer, plegarse a un sistema, que es resultado de una idea que ni siquiera
tuvo el autor.
Ahora, este trabajo, el de las instituciones estatales, de las empresas privadas, de los expertos,
para presentar esta obra como algo memorable y trascendental, ¿dio sus frutos? El mercado
tiene la última palabra. En Art Basel Miami 2012 las fotografías de Orozco no alcanzaron
los 60 mil dólares. No igualaron los niveles de Cindy Sherman, que tras su exposición en el
MoMA, sus fotografías se cotizaron en 250 mil dólares cada una. Entonces, esta obra ni nos
posiciona como “potencia cultural”, ni es arte. Es un producto, como hay miles, de esta
deformación estética e intelectual a la que llaman arte contemporáneo y que permite
consagrar a la insignificancia.
Textos de Ann Temkin, Briony Fer, Banjamin H.D Buchloh, Paulina Pobocha, Anne Burd.
Traducción de Gabriela Jáuregui.
255 páginas.
2012.