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_ VIENE A BORDO un hombre de una gordura dominante y eminente. Este hombre gordo ¢s comunicativo, con- versador y ocurrente, amable y de un humor risucio que no varia, ni aun con los calores ecuatoriales. Lo acompafia una dama graciosa y capitosa, cuyos «appas» son de los que siempre alaban con preferencia los poctas que cita en sus narraciones la sutil Scheherezada de Las mil y una noches, El gran portugués Eca de Queiroz dice en alguna parte, hablando de no recuerdo cudl de sus personajes: era um gordo, ¢ portanto um prudente. Quiz la _ prudencia sea lo que falte a nuestro robusto compafiero de navegacidbn, pues a pesar de sus ciento cincuenta _ kilos, se atreve a danzar sobre cubierta, con su alegre da- _ may otras gentiles pasajeras. Yo he de decir el clogio de los gordos, porque ellos no dan entrada a la mal aconse- jadora melancolfa, Casi siempre estan de buen animo y saben el precio de la vida. Rien de verdad, con risa fran- cay sabrosa. Gozan de buen apetito y digieren en la paz -de su completa satisfaccién. Los favorece el sentido co- ‘mun, la tranquilidad y la feliz armonia con los demas : res. Raro, rarisimo ser4 el gordo suicida. Si Bruto ubiera sido gordo, no habria asesinado a su bienhechor. No lo dice asi propiamente Shakespeare, pero recordad los versos de Julio César, Los suefios y las que perturban el dnimo, no frecuentan a los ed al flaco Don Quijote, asaeteado de penas y al gordo Sancho, que sabe aprovechar el pa- ay Ilena el bandullo. Todo flaco para en livi- “nto corporal; la sana y bienhechora risa huye de los os, gentes a quien meser Goster no es Propicio y cu- 9 higado, 6rgano ilustre para los orientales, les hace s bilis y peligrosas céleras. Rabelais sabfa bien todo #0, y en ello pudo extenderse M. Bergeret, maestro de _ conferencias, cuando su visita a Buenos Aires. El gordo barco es ameno y afectuoso. Cuenta cuentos pican- tes; trata a los amigos ocasionales con regocijada con- fianza; juega a los juegos ingleses; come sandwichs, ric conviccién y salud. Es un ser feliz. Y por su causa he © estas lineas, recordando a los abades conven- uales, al noble rey Gambrinus, y a sir John Falstaff, to- ellos de opulenta y rozagante memoria. LAS DAMAS AMAN A LOS CICLIsTAs Ciclistas del mediodia / 3 Al verdadero ciclista no le ofende en lo mds minimo que le cierren las puertas en la cara, pero si que se las abran. Sobre todo de golpe. Esas puertas traidoras de los autos, estacionados en aparente calma, silenciosos como anima- les muertos, pueden ser en cuesti6n de segundos una trampa mortal. Basta que algtin chofer inepto o cruel (para el caso es lo mismo) gire sin miramientos la manija y el honrado ciclista acabar4, con toda su alegria mafianera, estampado en la pista. En este rubro seamos precisos: los automovilistas, sin nin- guna excepcidn, son nuestros enemigos. Y como tal debemos de tratarlos. No caben diferencias ingenuas, por ejemplo, entre un piloto raudo y avezado que, casi siempre, sabe bien lo que hace y uno errAtico y lento de indudable manejo oriental. Por distintas razones, ambos son peligrosos. De ahi que los ciclistas, con frecuencia, terminan relegados alos oscuros caminos marginales, las yeredas (repletas de tral Setintes distraidos) o las indignas bermas. ¥ enciertas ocasiones, vergonzantes y cautos, no tienen mas remedio que eg ee tra el trafico para salvar sus huesos. Aunque ésta es, al 2 sa cabo, la modesta patente de corso sobre la cual, mas mal bien, los indefensos pueden reposar. Hasta aqui los lamentos. El ciclista de ley que hacerse respetar. Est obligado a com —< y tiene, ante todo, al sandokan, 93

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