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"la grandeza del hombre —escribía el mismo Pascal— consiste en que él se trasciende
infinitamente a sí mismo" (Pensées, n. 434).
«Qué quimera es, pues, el hombre? ¡Qué novedad, qué monstruo, qué caos, qué
sujeto de contradicciones, qué prodigio! Juez de todas las cosas, imbécil gusano de la
tierra; depositario de la verdad, cloaca de incertidumbre y de error, gloria y excrecencia
del universo. ¿Quién desenredará este embrollo?... Conoced, pues, soberbios, qué
paradoja sois para vosotros mismos. Humillaos, razón impotente; callaos, naturaleza
imbécil, aprended que el hombre supera infinitamente al hombre y escuchad de vuestro
maestro vuestra condición verdadera que vosotros ignoráis. Escuchad a Dios»
(Pensamientos, 433).
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(Pensamientos, n. 72 ) (el subrayado es de la cátedra)
El doble Infinito-
72. DESPROPORCIÓN DEL HOMBRE. -He aquí dónde nos llevan los
conocimientos naturales. Si no son verdaderos, no hay verdad en el hombre; si lo son,
encuentra en ellos un gran motivo de humildad, al verse obligado a rebajarse de una u
otra manera. Y puesto que no puede subsistir sin creer en ellos, deseo que antes de
entrar en mayores inquisiciones acerca de la naturaleza, la considere alguna vez con
seriedad y a sus anchas, que se mire también a sí mismo, y viendo en qué proporción
está... Contemple el hombre, pues, la naturaleza entera en su elevada y plena majestad,
aparte su vista de los objetos bajos que la circundan. Contemple esta resplandeciente luz
colocada como una lámpara eterna para alumbrar el universo, que la Tierra le parezca
como un punto rodeado por la vasta órbita que este astro describe y que se asombre de
que esta vasta órbita no es a su vez sino una fina punta respecto de la que abrazan los
astros que ruedan por el firmamento. Pero si nuestra vista se detiene aquí, que la
imaginación vaya más allá; antes se cansará ella de concebir que la naturaleza de
suministrar. Todo este mundo visible no es sino un rasgo imperceptible en el amplio
seno de la naturaleza. No hay idea ninguna que se aproxime a ella. Podemos dilatar
cuanto queramos nuestras concepciones allende los espacios imaginables, no
alumbraremos sino átomos, a costa de la realidad de las cosas. Es una esfera cuyo centro
se halla por doquier y cuya circunferencia no se encuentra en ninguna parte. Finalmente,
es la más grande nota sensible de la omnipotencia divina el que nuestra imaginación se
pierda en este pensamiento.
Pero para presentarle otro prodigio igualmente sorprendente, que busque dentro de lo
que conoce las cosas más delicadas. Que un cirón (animal muy pequeño) le ofrezca en
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¿Qué hará, pues, sino barruntar alguna apariencia del medio de las cosas, en una eterna
desesperación por no conocer ni su principio ni su fin? Todas las cosas han salido de la
nada y van llevadas hasta el infinito. ¿Quién podrá seguir estas sorprendentes andanzas?
El autor de estas maravillas las comprende. Ningún otro puede hacerlo.
allende el cual nuestros sentidos no perciben nada, aunque divisible infinitamente y por
su naturaleza.
De estos dos infinitos de ciencias, el de lo grande es mucho más sensible, y por esto es
por lo que llego a poco menos que a pretender conocer todas las cosas. «Voy a hablar de
todo», decía Demócrito.
Pero la infinidad en pequeñez es mucho menos visible. Los filósofos han pretendido, sin
embargo, llegar a él, y es aquí donde todos han topado. Es lo que ha dado lugar a estos
títulos tan corrientes: «De los principios de las cosas», «De los principios de la
filosofía», y otros semejantes, tan fastuosos en realidad, (…)
Se cree, naturalmente, ser mucho más capaz de llegar al centro de las cosas que de
abarcar su circunferencia; la extensión visible del mundo nos sobrepasa visiblemente;
pero como somos nosotros los que sobrepasamos las cosas pequeñas, nos creemos más
capaces de poseerlas, y, sin embargo, no hace falta menor capacidad para llegar hasta la
nada que para llegar hasta el todo; y es menester tenerla infinita tanto para lo uno como
para lo otro, y me parece que quien hubiera comprendido los últimos principios de las
cosas podría llegar también a conocer hasta el infinito. Lo uno depende de lo otro, y lo
uno conduce a lo otro. Estos extremos se tocan y se reúnen a fuerza de estar alejados, y
se encuentran en Dios y solamente en Dios.
Reconozcamos, pues, nuestro alcance; somos algo y no somos todo; lo que tenemos de
ser nos arrebata el conocimiento de los primeros principios que nacen de la nada; y lo
poco que tenemos de ser nos oculta la visión del infinito.
Nuestra inteligencia posee, en el orden de las cosas inteligibles, el mismo rango que
nuestro cuerpo en la extensión de la naturaleza.
Limitados en todos los sentidos, este estado que ocupa el medio entre los dos extremos
se encuentra en todas nuestras potencias. Nuestros sentidos no se dan cuenta de nada
extremo: demasiado ruido, ensordece; demasiada luz, ofusca; demasiada distancia y
demasiada proximidad, impiden la visión; demasiada longitud y demasiada brevedad en
el discurso, lo oscurecen; demasiada verdad, nos pasma (conozco quienes no pueden
entender que si se resta de cero cuatro, queda cero); los primeros principios tienen para
nosotros demasiada evidencia, demasiado placer incómodo; demasiadas consonancias
son desagradables en música; y demasiados beneficios irritan, queremos tener con que
sobrepagar la deuda (…) No sentimos ni el calor extremo ni el frío extremo. Las
cualidades excesivas nos son enemigas y no sensibles; no las sentimos ya, las
padecemos. Demasiada juventud y demasiada vejez privan de espíritu, las cosas
extremas son para nosotros como si no fueran, y nosotros tampoco somos respecto de
ellas: nos escapan, o nosotros a ellas.
He aquí nuestro verdadero estado; es lo que nos hace incapaces de saber ciertamente y
de ignorar absolutamente. Bogamos en un vasto medio, siempre inciertos y flotantes,
empujados de un extremo a otro. Si damos con un término a que pensamos vincularnos
y en que pensamos afianzarnos, titubea y nos abandona; y si lo seguimos, se nos escapa
de las manos, se desliza y nos huye con una fuga eterna. Nada se detiene por nosotros.
Es el estado que nos es natural, y, sin embargo, el más contrario a nuestra inclinación;
ardemos en deseos de encontrar una sede firme y una última base constante para edificar
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sobre ella una torre que se alce hasta el infinito, pero todos nuestros cimientos se
quiebran y la tierra se abre hasta los abismos.
Una vez bien comprendido esto, creo que cada cual quedará tranquilo en el estado en
que la naturaleza le ha colocado. Estando este medio que nos ha sido legado en herencia
siempre distante de los extremos, ¿qué importa que el hombre tenga un poco más de
inteligencia de las cosas? Si la tiene, toma a aquéllas desde un poco más arriba. ¿No se
halla siempre infinitamente alejado del término?; y la duración de nuestra vida, ¿no está
igualmente, infinitamente, alejada de la eternidad, aunque dure diez años más? (…)
El hombre, por ejemplo, tiene relación con todo lo que conoce. Necesita lugar para
contenerlo, tiempo para durar, movimiento para vivir, elementos para componerlo, calor
y alimentos para nutrirlo, aire para respirar; ve la luz, siente los cuerpos; finalmente,
todo se alía con él. Para conocer al hombre es preciso, pues, saber de dónde viene el que
tenga necesidad de aire para subsistir; y para conocer el aire, saber por dónde tiene éste
relación con la vida del hombre, etc. La llama no subsiste sin aire; por tanto, para
conocer la una es preciso conocer al otro. Siendo, pues, todas las cosas causadas y
causantes, ayudadas y ayudantes, mediatas e inmediatas, y manteniéndose todas por un
nexo natural e insensible que liga las más alejadas y las más diferentes, tengo por
imposible conocer las partes sin conocer el todo, así como conocer el todo sin conocer
particularmente más partes.
La eternidad de las cosas en sí mismo o en Dios tiene también que pasmar a nuestra
pequeña duración. La inmovilidad fija y constante de la naturaleza, la comparación con
el cambio continuo que acontece en nosotros tiene que producir el mismo efecto.
Y lo que remata nuestra impotencia para conocer las cosas es que ellas son simples en sí
mismas, y nosotros estamos compuestos de dos naturalezas opuestas y de distinto
género: alma y cuerpo. Porque es imposible que la parte que razona en nosotros no sea
sino espiritual; y si se pretendiera que fuéramos simplemente corporales, ello nos
excluiría mucho más del conocimiento de las cosas, puesto que nada hay tan
inconcebible como decir que la materia se conoce a sí misma; no es posible conocer
cómo habría de conocerse a sí misma.
De aquí viene el que casi todos los filósofos confundan las ideas de las cosas, y hablen
de las cosas corporales espiritualmente y de las espirituales corporalmente. Porque dicen
audazmente que los cuerpos tienden a bajar, aspiran a su centro, huyen de su
destrucción, temen el vacío, que la naturaleza tiene inclinaciones, simpatías, antipatías,
cosas todas que no pertenecen más que a los espíritus. Y hablando de los espíritus los
consideran como en un lugar, y les atribuyen movimientos de un lugar a otro, cosas que
no pertenecen sino a los cuerpos.
En lugar de recibir las ideas de estas cosas puras, las teñimos con nuestras cualidades e
impregnamos con nuestro ser compuesto todas las cosas simples que contemplamos.
Otro curioso argumento de Pascal es el conocido como el del apostador. Dios existe o
no existe, y si debemos necesariamente apostar a favor o en contra de Él: