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El vendedor de vapor
Alejandro Ramírez
Director Ejecutivo
Andrés Mejía
El vendedor de vapor
©Hender Alejandro Ramírez
Caracas - Venezuela 2017
Diseño de colección
Ánghela Mendoza
Diagramación
José Antonio Valero
Corrección de textos
Ximena Hurtado Yarza
Colección Bienales
Serie Ramón Palomares, Crónica
El vendedor de vapor
Colección Bienales
Escrituras de la patria en revolución son los libros
premiados por el Sistema Nacional de Bienales.
Mayo de 1968
Escondido en mi cuarto una mañana de octubre, escucho
una voz que me llama y los pasos lentos que suben en mi busca
por las escaleras de la casa. Van a encontrarme, van a darme
ordenes. He ocultado el libro porque me han prohibido que
lea en exceso y permanezco inmóvil, acostado en mi cama. Los
pasos se detienen justo ante la puerta y la voz de mi tío me
indica que debo preparar los cuadernos, los lápices de grafito
y los de colores, el compás y la escuadra. Mañana comienza el
año escolar en mi nueva escuela. Espero un momento, el nece-
sario, para saber que mi tío ha bajado. Y tomo el libro que había
ocultado bajo mi almohada. Y me entero de que el profesor Lin-
derbrock ha descifrado el mensaje secreto que bajo la escritura
de antiguas lenguas nórdicas e inscripciones rúnicas ocultaba el
camino hacia el centro de la tierra. Me reconozco en él, me veo
a mi mismo descifrando claves ocultas, y bajo la tenue luz de un
candil imagino el Viaje al Centro de la Tierra. Me levanto de la
cama y me asomo a la ventana.
En ese momento la calle Santos Michelena era un abatido
lagarto bajo el sol y las casas formaban un todo más o menos
regular con el borde de las aceras corriendo como una línea
blanca y los frentes de las casas: amarillos, verdes, azules y las
angostas ventanas de madera resguardadas por verjas metálicas
con corazones y picas invertidas. Ofrecían algo de brillo las va-
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llas publicitarias anunciando gaseosas y licores.
Muy temprano en la mañana me he vestido –la camisa, el pan-
talón largo, los zapatos negros– y al bajar uniformado, un aroma
de pan tostado, avena y café sube por las escaleras: el desayuno
que la abuela había preparado.
Ante mí la casa antigua de dos plantas, que con el nombre del
prócer Miguel José Sanz sería mi nueva escuela. Entré a un largo
zaguán, luego a las aulas del segundo piso. La escalera de cemen-
to sin frisar. Y fui al lugar que sabía de antemano me aguardaba.
Nunca vi, ni vería después, una escuela con tanta precarie-
dad de condiciones. Parecía asolada por un tornado, o cons-
truida con desechos de un edificio en demolición. Pero nunca
me sentiría tan contento con mis compañeros y con la nueva
maestra como en aquella escuela.
Yo contemplaba cada detalle que me era nuevo o me llamara
la atención. Me dediqué a observar la casa que estaba al frente.
Más antigua que el Ateneo, o el colegio de monjas de la esqui-
na, y pregunté a la maestra, me dijo que probablemente allí se
firmaron importantes documentos en la época de la Indepen-
dencia, y luego la casa perteneció al Benemérito. Ahora está
completamente abandonada y sin explicación alguna.
Después me dieron otra versión que escuché con interés.
Un hombre alquiló la vieja casona. Después volvió acompa-
ñado de su hijo una tarde. El hombre por asunto de negocios
regresó a Caracas y fue asesinado, en circunstancias nunca
esclarecidas del todo. El niño continuó solo en la casa, a la
espera de su padre. El hijo tenía ordenado que, por ninguna
causa saliera de la casa y que hablase con alguien. Y no se
atrevisó a desobedecer. Los vecinos no sabían que el padre
se había marchado, a menudo lo oían sollozar de noche. El
muchacho murió de hambre. Y dicen que su fantasma está allí.
La historia nos la relataba un viejecillo que vendía chucherías 17
y vasos de limonada fría en la salida de la escuela.
Ese día al llegar a mi casa encuentro que mi tío José ha traído
una motoneta blanca y luminosa. Una motoneta japonesa, dice,
aunque tenga una marca con nombre en inglés. Una Rabbit au-
téntica, recién sacada del paquete. Salimos para dar una vuelta,
yo iba en la parte de atrás, y nos fuimos como en un viaje en el
espacio sideral. La brisa me lamía la cara y movía mis cabellos y
levanté la mirada: el cielo, a pleno azul, cruzado por los cables
del tendido eléctrico donde colgaban pequeñas cometas de vue-
los demasiados breves. Haciendo sonar los cauchos doblamos
frente a la esquina de la catedral y tomando la avenida Bolívar
vi el vertiginoso paso de las vitrinas brillantes de los comercios
que a esa hora comienzan a cerrar, hasta llegar a un cruce, que
interceptaba la avenida Bermúdez. Nos detuvo una caravana,
y una voz con acento extranjero nos anunció la función de un
circo y vi el desfile de leones y panteras, payasos y saltimban-
quis con piruetas y malabares. Sin dar mucha importancia al
semáforo, mi tío aceleró con firmeza y dobló con decisión hasta
llegar a la parte más agradable del paseo: la avenida Los Cedros,
una calle larga, bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias
casas que dejaban venir sus jardines hasta las aceras. Después la
calle Sucre fue la vía de regreso. En casa la abuela nos esperaba
algo asustada (“por ese engendro mecánico”) pero con los ojos
alegres y una cena suculenta.
Recuerdo una noche cuando no podía dormir. Mantenía la
mirada sobre las sombras que proyectaban en la pared una ima-
gen algo borrosa pero inconfundible, la casa misteriosa que es-
timulaba en mí fantasías de aventuras. Me pregunté que haría el
profesor Linderbrock en un caso semejante. Sin duda alguna em-
prendería una expedición con sus más fieles compañeros. Con
18 esa idea en mi intención logré conciliar el sueño antes de que los
gallos con su canto anunciaran el nuevo día.
A la mañana siguiente, Fernando, Pablito y yo elegíamos al
azar quién sería el primero en saltar la verja de la casa. El menor
descuido del anciano portero de la escuela sería el momento pre-
ciso para salir en fila, cruzar la calle y escalar la verja. Fernando
fue el primero en pisar el jardín lleno de maleza y de escombros.
Luego Pablito, yo que tenía la misión de resguardar la expedición
lejos de las miradas delatoras, me reservé la retaguardia.
El interior de la casa nos sorprendió por la escrupulosa
limpieza. El piso reluciente como un espejo, las paredes libres
de telarañas y bichos. Los aleros sin rastro de obstrucción.
Había largos corredores que acababan en huecos de escalera
en penumbra. Un gran tanque de agua se podía observar des-
de una ventana y de inmediato lo traduje en un océano, un
mundo acuático para explorar, navegar como en el submarino
del capitán Nemo
La voz de Fernando nos anunció que sería buena idea subir a
la parte más alta de la casa. Nos dirigíamos a las escalera cuando
la risa de un niño nos detuvo y sentí, lo mismo que mis amigos,
un gran escalofrío subiendo por la espalda.
La risa era de lo más amistosa que se pueda imaginar. Pero
vino a nuestra mente la idea de que no era la de un ser vivien-
te. De inmediato acudieron a la memoria muchas historias de
muertos y de peligros.
Así que corrimos y corrimos, lo más veloz que nos permitie-
ron las piernas.
Pasaron varios días. Y en una conferencia de los tres amigos
decidimos regresar. Lo más que nos puede pasar será otro gran
susto. Además es probable de que alguien nos siguió y nos hizo
una broma. Pablito en un alarde de valentía nos dijo, si es un
niño que necesita de un compañero para jugar, pues entonces
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me quedo a jugar con él.
Media vida después yo había de recordar la tarde cuando vol-
vimos a escalar la verja de metal. Pablito, Fernando y yo entramos
y recorrimos la casa de arriba a bajo, la exploramos totalmente. Ya
ven, nada hay en esta casa que pueda asustarnos, dijo Fernando
con la voz más alta que pudo usar sin llegar a gritar. Sí, realmente
no había nada en la casa que pudiera intimidarnos. Sólo los pa-
sitos de alguien que parecía seguirnos y de nuevo la risa infantil
que sentíamos a nuestro lado. Todos esos pequeños detalles nos
hicieron emprender una huida veloz. Sólo Pablito dudo en correr
y nos dijo, esperen un momento.
Algunas semanas después, como la prensa regional lo registro en
su momento, se desplomó una viga del techo sobre un muchacho.
La descripción de los detalles: la herida en su cabeza, los gritos, el
dolor, la tristeza aún lo guardo en la memoria. La escuela la cerraron
y a mi me correspondió el grupo que trasladarían para terminar el
año escolar en la Felipe Guevara Rojas. Demolieron la casa antigua
para construir tres grandes edificios. La escuela le correspondió igual
destino, su lugar es ocupado ahora por la economía informal. No
volvimos a encontrarnos con Pablito.
Pero antes de demoler aquellos dinosaurios de la ciudad, Fer-
nando y yo nos detuvimos una vez ante la casa de los sustos y nos
pareció que Pablito nos saludaba desde una ventana, y a su lado
estaba otro niño, al que nunca antes habíamos visto.
Junio de 1969
La música de Deep Purple ha comenzado a sonar. Y por eso,
todo el mundo guarda silencio en el Ford Fairland 500 de color ver-
de oliva y descapotado del año 1975 que ha traído Ramonazo. Des-
pués de arrancar con un quejido de cauchos hemos tomado por la
avenida Las Delicias que lucía despejada. Ramonazo ha aumentado
la velocidad animado por el efecto de la canción y la bebida.
Un estruendo verde oliva con cuatro adolescentes en su in-
20 terior oyendo música vehemente ha doblado por la Redoma del
Toro con la intención de retornar al centro de la ciudad cuando a
nuestro lado ha pasado como un incendio una Harley Davidson.
Un tipo la conducía y atrás llevaba a una muchacha que ostentaba
una melena roja ondeando al viento como una bandera. Uf, vaya
suerte que tienen algunos, decimos casi a coro. Porque logramos
ver que la melena de troyana era la de Mabel Mendoza, la bella
del Joaquín Avellán. Mabel era la sempiterna madrina de la belle-
za. Poco dada a los libros, pero muy popular. Tal vez porque se
había anticipado a la célebre escena de Sharon Stone en Instintos
Básicos: Mabel –no acostumbraba a usar pantaletas– y por eso
nos dejaba bizcos al cruzar las piernas. La imagen de la moto y
de Mabel se disolvió en la lejanía como si la hubiéramos soñado.
Ahora Oscar ha cambiado de cassette y ha colocado Riders on the
Storm, y Alfredo que estaba a mi lado me ha pasado la botella de
anís y hielo. He bebido un sorbo de mi vaso y me he reclinado
sobre el asiento de atrás. El sonido de la lluvia y del piano ha en-
trado envolviendo a la voz de Morrison, la batería más cerca del
jazz que de otra cosa, el bajo que sigue pausadamente a Morrison
ha acelerado justo al oírse un trueno, de nuevo la cadencia del
piano imitando a la lluvia antes de oírse la frase riders on the
storm se va alejando con lentitud. La canción une inicio con final,
como un círculo de sonido.
Este anís sólo necesita de unas gotas de limón para que esté
perfecto, me ha dicho Alfredo. He inclinado mi cabeza hacia atrás
y mis ojos buscaron el cielo oculto entre los árboles, y por efectos
del alcohol y la velocidad que ha tomado el carro, he visto como
las copas de los árboles que bordean la avenida se unen unas con
las otras formando un túnel verde.
He observado a Ramonazo encorvado sobre el volante— ha
colocado toda su atención en conducir—y no puede ubicarse sino
en el presente, se aferra a un fragmento de tiempo desgajado del 21
pasado y del porvenir. Del mismo modo que el presente conti-
nuo es el tiempo de la adolescencia. Dimos algunas vueltas por la
ciudad y al terminarse la noche Ramonazo nos llevó a cado uno
hasta su respectivo domicilio. Al bajarme, una voz que no supe
identificar me dijo: Nos vemos mañana, Alex.
Alex, ¿Y ahora qué pasa, eh?
Es el momento de narrar el viaje a la playa
El autobús subía con lentitud la empinada sinuosidad de la
carretera. Dejamos la alcabala y entramos en una angosta ca-
rretera de asfalto. Se dormía o se conversaba en un viaje que
nos parecía interminable. Llegaríamos a Choroní y luego a Playa
Grande. El chofer del autobús había colocado un cassete de
Baby Huey: "A Change is Gonne to Come" y al parecer era su
canción favorita (o no había otra) pues no la cambió durante el
camino A nuestro lado cuatro turistas estadounidenses calladas
y rubias que no hicieron otra cosa durante el viaje que mirar
por la ventana. Íbamos a Choroní, Alfredo, Ramonazo, Oscar y
yo, vuestro narrador. Éramos cuatro adolescentes en un día de
playa. Cuando nos aproximábamos al pueblo nos animamos un
poco, Alfredo sacó una botella de anís y sirvió para los cuatro
un buen trago. En el asiento de atrás de mí había un hombre
muy viejo. Los años lo habían reducidcomo las aguas a una pie-
dra. Le he ofrecido un trago de anís. Hizo un gesto afirmativo y
le pasé el vaso de plástico. El anís me ha vuelto conversador y
le pregunté: maestro, ¿se puede vivir sin amor? .No contesto. Se
bebió un sorbo de anís y permaneció en silencio. Seguramente
pensaba que yo era un menor y que había cosas que yo debía
aprender por mi mismo. Le dije: ¿por qué no me contesta?
Cuando se es tan joven es mejor no saber ciertas cosas. Había
hablado y era como si lo oyera fuera del tiempo, en una eterni-
22 dad. Insistí: maestro, ¿ se puede vivir sin amor?
Sí, dijo él bajando la cabeza, como si le diera vergüenza.
El autobús se estacionó en el malecón cuando llegamos a
la playa, y una música de tambores nos recibió. Había mucha
gente congregada alrededor del festejo. En el centro del grupo
que celebraba estaba el conjunto. Una figura de San Juan que
parecía hecha de madera se movía al son de la música y parecía
mirarnos de reojo. Nos bebimos unos buenos sorbos de la bo-
tella. La música había atraído a mucha gente que se agrupaba
para bailar, algunos sólo miraban. Las nueve de la noche y con
la tercera botella que habíamos vaciado en el torrente de las
venas, cuando pasan las estadounidenses. Habían cambiado sus
jeans descoloridos pr otras ropas. Parecían mucho más socia-
bles, las cuatro llevaban faldas hindúes, trenzas de colegialas y
hacían sonar las pulseras de metal al mover los brazos. Alfredo
propone otro intento de fraternidad con las turistas extranjeras.
Apoyamos la idea. Aún había mucha gente caminando, carpas
improvisadas en la arena, y demasiada oscuridad que las fogatas
algo atenuaban. Buscamos un rato y ni rastro de las turistas
rubias que seguramente andaban con otros planes. De pronto,
Alfredo se dirigió al mar, y nos dijo que se va a mojar un poco,
para bajarse la borrachera. Nosotros nos sentamos en la arena
para sacar más hielo y otro vaso. Por razones de economía, aho-
rro y circunstancias por lo general bebíamos sólo cerveza, cane-
lita y anís. Conversamos un buen rato y cuando emprendimos
el regreso notamos la ausencia de Alfredo. Lo buscamos por
toda la playa, en todo lugar. Ya estábamos ensayando qué íba-
mos a decirle a la madre de Alfredo, porque ya lo suponíamos
ahogado y sepultado por el agua. Los viejos que pernoctaban
en la playa decían que en algunas noches los tiburones suelen
merodear en la orilla. Cansados de buscarlo regresamos al ma-
lecón. Allí logramos ver a un muchacho que estaba tumbado so- 23
bre un banco de cemento que recibía la brisa que venía del mar.
Alfredo había regresado y como pudo se acostó sobre un banco
de cemento y se durmió bajo los efectos del alcohol. Un brazo le
colgaba al suelo, parecía un cadáver. Lo recogimos y lo montamos
al autobús. Partimos en la noche en dirección a Maracay, pues ha-
bía que llegar en la mañana temprano a clase.
Alex, ¿Y ahora qué pasa, eh?
Ahora les contaré cómo intentamos hacer la revolución.
Estábamos en la hora de clase. El profesor trazó una circun-
ferencia en el pizarrón y en su interior un triángulo. Y dijo: el
cateto opuesto elevado al cuadrado sumado al cateto adyacente
al cuadrado es igual a la hipotenusa elevada al cuadrado. Esto es
el teorema de Pitágoras. Ahora si decimos que el cateto opuesto
es el seno y el coseno es el cateto adyacente y hacemos que la
suma de ambos sea igual a 1, entonces tenemos una identidad
trigonométrica fundamental. El profesor guardo silencio por un
instante y dirigió la vista al frente, como si mirara al infinito. El
profesor era un ex cura español que solía finalizar la clase con
un si vosotros no entendéis esto, desde ahora les digo que estáis
bien jodidos. Es todo en la clase de hoy. Repasen las formulas que
les di. Las van a necesitar, no sólo en el examen, en toda la vida.
Salimos de clase y nos enteramos que habían convocado a una
asamblea para informar las razones de sostener la presencia estu-
diantil en toda la ciudad. Ya en la semana anterior hubo fuertes
acciones de protesta en la calle, y una compañera de clase resul-
to herida. Luego de la asamblea salimos y cruzamos la avenida
Francisco Narváez para internarnos en el vasto matorral que era
el parque Santos Michelena. Seguimos por el camino hecho de
tantas pisadas, y nos instalamos en alguna derruida caseta: cua-
tro columnas y un techo lo suficiente grande para albergar a una
24 familia en un día de celebración. Cerca de allí, en ocasiones se
encontraban algunos músicos callejeros ensayando sus melodías.
Y de noche era hogar de indigentes.
En nuestra reunión de ese día se tomarían trascendenta-
les decisiones: la sanción para Alfredo por echar a perder el
fin de semana en la playa. Y la más importante que medios
emplearíamos para asistir al concierto en el Nuevo Circo de
Caracas del Blood, Sweat &Tears.
Todo esto ocurría en el año en que la Escuela Técnica
Industrial cambió a Ciclo Diversificado Joaquín. Avellán. Se
estableció la norma de que los del quinto y sexto año segui-
rían usando la casi legendaria camisa de cuadros pequeños
hasta su graduación. Los nuevos, nosotros, portábamos una
camisa blanca y el pantalón era gris.
En la memoria de los que ahora pasan con frecuencia por el
cruce de las avenidas Bolívar y Francisco Narváez ya no están las
violentas refriegas entre estudiantes y policías que allí sucedían
en aquellos años. Los grandes ventanales de vidrio del cine Cap-
cimide caían como cortinas que han perdido su soporte, abatidos
por las ráfagas de piedra.
Cuando llegaba la Guardia Nacional, la mayoría de los mani-
festantes de otros liceos se retiraban. Los del Joaquín Avellán se
mantenían verticales en su posición. De esta manera se sostenía
la leyenda de que sólo nosotros enfrentábamos a la feroz Brigada
Antimotines de la Guardia Nacional.
Hubo un día en que la protesta tomó un tono muy intenso.
Ese día llegaron en sus jeeps por el lado norte y por el lado sur.
Se ubicaron como a doscientos metros del lugar que ocupába-
mos. De lado nuestro empezamos a recoger piedras, ladrillos y
botellas. Los guardias formaron una fila con sus escudos y atrás
estaban los que portando un arma en forma de rifle daban su 25
aporte a la educación venezolana con ella lanzaban perdigones,
bombas de gases lagrimógenos y eventualmente, balas.
Esperábamos un enfrentamiento, pero sucedió algo inesperado:
los guardias aguardaban la orden de arremeter a los que estaban
apostados en la calle, pero tal orden no llegó. Luego de varios mi-
nutos de tensión. Se replegaron para montarse en jeeps y partieron.
Es oportuno decir que en el movimiento estudiantil había una
honestidad y convicción en la mayoría de sus actos, que desde
el punto de vista actual pareciera inocencia. Los medios de difu-
sión sí mantenían una postura de intereses y no de ideologías.
Si la manifestación de estudiantes no beneficiaba a sus objetivos
financieros, entonces los muchachos eran vándalos, grupos de
anárquicos, delincuentes que alteraban el orden y atentaban con-
tra la propiedad privada. Si las marchas de estudiantes les benefi-
ciaban, entonces eran valiente muchachos que salían a defender
la democracia y la libertad. Libertad, esa palabra.
La asamblea estudiantil ha comenzado. Un estudiante se ha
subido sobre un pupitre que cumplía funciones de tarima im-
provisada, para leer el reporte médico sobre el estado de la salud
de Juanita, una compañera de clase, golpeada por los guardias
en la manifestación de la semana anterior. La compañera Juanita
presenta hundimiento de la caja torácica, desprendimiento de la
retina en un ojo y traumatismo general. Nos sentimos violentos
por lo ocurrido. La ira era una bandera a pleno viento. De Juanita
recuerdo su cara muy pálida, el cabello negro y suelto, su admi-
ración por Mao Tse Tung, y las alpargatas. Los adolescentes de
aquellos años ya manifestaban interés por las marcas caras de za-
patos deportivos, y ella por decisión propia sólo usaba alpargatas
negras. Sentíamos por Juanita mucho afecto. También recuerdo a
su amiga de lucha, Luisa la China.
Nos animaban por aquellos días, el espíritu e ideales, en primer
26 término, de la generación de los sesenta y teníamos como modelo al
Mayo francés. Casi todos habíamos visto las películas del festival de
Woodstock de 1969 y a las Fresas de la Amargura, algunos formamos
círculos de lectura en torno a Herbert Marcuse. Ciertamente un coc-
tel explosivo. Se había comenzado a deliberar qué acciones empren-
der cuando sonaron algunas detonaciones, al parecer eran disparos.
Y luego el cárcoma del gas saturó el aire, ácida e irritante, la niebla
lagrimógena avanzaba por los pasillos.
Ahora se entendía porque la Guardia Nacional había espera-
do que todos estuviéramos adentro para atacar. Era su estrategia
definitiva, allanar el centro educativo, y provocar suspender toda
actividad estudiantil.
En la noche, en cadena nacional de televisión y radio, el minis-
tro de educación, por los disturbios en todo el país, suspendió las
clases, y entonces, la revolución debió esperar.
¿ Y ahora qué pasa, eh?
Oh, ha llegado la hora del amor.
La cita es en el parque. Sentados en un banco de metal de
color marrón tenemos ante nosotros los árboles frondosos, y
las flores felices. Liliana y yo conversábamos. El cabello le olía a
champú de manzana y yo le dibujaba con el dedo las facciones
de su rostro. Le dije: ¿Por qué cuidas tanto tu virginidad? ¿ para
quién la conservas?. Se quedo callada. ¿ por qué no hablas? Y dijo:
Alex, tengo 16 años, igual que tú, ¿y si salgo embarazada?
Pensé en hablarle de los métodos anticonceptivos. Pero en lu-
gar de mencionarlos, le tomé de las manos y la miré con ternura.
De esa manera le indicaba que cambiaría de tema de conversa-
ción. Ella entendió y suspiró agradecida. Y me dijo: háblame de la
película de mañana, de Tommy. Entonces le expliqué: la película
es una ópera, es decir las personas que actúan no hablan, cantan
sus diálogos. Y cuenta la historia de Tommy, un niño que presen-
cia la muerte de su padre y el trauma emocional lo deja completa-
mente autista. Luego, al crecer se convierte en un gran campeón
de pinbal. Él se recupera completamente y se convierte en una 27
especie de guía espiritual, en un falso guía espiritual. La madre
de Tommy y el padrastro de él crean una forma de religión que
reporta grandes beneficios económicos. El tema de fondo son
las falsas religiones, las sectas, y el gran engaño que hay detrás
de algunos ídolos. Y cómo es una opera rock. La banda sonora
la componen músicos como Eric Clapton, Elton Jhon y la banda
The Who. Estábamos en marzo y el amor aligeraba la atmósfera,
había algo similar a una primavera en que florecían los apamates
y el araguaney se vestía de gloria, todo renacía, la inexorable re-
novación de la vida.
Aún me parece ver aquella cola que se había formado a la
entrada del cine Capri. Era lunes popular (entrada a mitad de
precio) y allí nos reunimos: Yolanda y Ramonazo, Ada y Oscar,
Mariela y Alfredo, Liliana y yo. Los ocho fuimos puntuales, todos
llegamos cuando el reloj de la catedral marcó las cinco. Presen-
taban la película de la Opera rock Tommy. Era nuestra primera
salida en grupo y yo noté cierto nerviosismo por la novedad del
suceso. La ventaja de la rebaja en el precio de las entradas nos
convenció para ver otra película en el cine Roxi, allí la cartelera
del cine anunciaba a Las Fresas de la Amargura. Cuando salimos
nos invadió la fantasía de una revolución iniciada y guiada por los
estudiantes. Pero de inmediato comprendimos que Hollywood
también la hubiera tergiversado y deformado haciéndola otro
producto de consumo, como convirtió la imagen del Che, casi
como un artículo que se puede adquirir en un supermercado,
como el logo de la Coca-Cola. Pero nos decíamos que si la reali-
dad puede destruir un sueño por qué no un sueño puede des-
truir la realidad. Las novias de entonces, por regla general, sus
padres sólo les daban permiso hasta las once pm. Ese detalle no
las hacía aptas para invitarlas a nuestras aventuras. El amor tenía
sus límites. Amor, esa palabra.
28 ¿Y ahora qué pasa, eh?
Ahora sí. Larga vida al hard rock
Cuando le comenté a mi abuela lo del concierto de Blood,
Sweat & Tears y el significado de esas palabras en español y su
origen histórico, las había pronunciado Winston Churchill, en un
momento difícil para su patria. Ella, con la sabiduría que dan los
años y la vida, me dio una inter-pretación muy acertada de ese
nombre en una banda de jazz-rock en aquellos días. La abuela o
para decirlo con más precisión, su recuerdo, es ahora para mí,
como la música, una fuente de inspiración Mi abuela y su maravi-
lloso amor incondicional, que llenó mi ser de la substancia para
vivir, y la capacidad para aceptar y dar amor. También me enseñó
(muy a su modo) el amor por la belleza y por el lenguaje. Y a
quien me ama ( o me amó) sin condiciones no le puedo fallar.
Ya era de noche cuando llegamos al Nuevo Circo de Caracas.
Los Blood, Sweat & Tears tenía pautadas dos presentaciones. La
primera noche hubo un tumulto en la venta de entradas. Y el
gobernador de Caracas dio indicaciones para otorgar la puerta
franca, la entrada libre. Nos acercamos en la segunda Rare Ear-
th presentación esperando un acontecimiento similar, entrar
gratis. En aquellos días no había lugares apropiados para esos
eventos de música moderna como la llamaba la gente que no le
gustaba o no la conocía.
Antes la banda y luego Carlos Santana, en ese orden cronoló-
gico, se habían presentado en la plaza Monumental de Valencia.
Llegamos al terminal del Nuevo Circo con una gran expectativa.
Sin sospechar que la noche de Caracas nos deparaba una sorpresa.
Cuando nos acercábamos al lugar del concierto, la plaza de
toros, vimos que una gran multitud de jóvenes huía de la policía.
La policía metropolitana con uniformes de negro venia portando
armas disuasivas y se veía desde la distancia la expresión en sus
rostros de feroces rottweiler. Así que corrimos. 29
El terminal de pasajeros, centro de donde partían y llegaban
todos los autobuses del país, quedaba justo al lado de la pla-
za de toros. Y los sorprendidos pasajeros que esperaban a esa
hora un medio de movilizarse, no encontraban donde meterse
ante la inesperada avalancha de muchachos perseguidos por la
policía. Aun en los andenes donde estacionan los autobuses y
las calles cercanas fueron escenarios de una persecución tan
acérrima como inexplicable.
Huyendo del encontronazo con los esbirros atravesamos el
terminal y cruzamos una calle paralela. Algo jadeantes por el es-
fuerzo de la huida, nos detuvimos, estábamos algo desorientados,
y observamos a nuestro alrededor. Había un toque de irrealidad
en aquel lugar. Un inquietante silencio se respiraba en esa calle,
aunque presentíamos que detrás de las ventanas se agazapaba
un ruido filoso. Las luces de neón brillaban sobre el asfalto espe-
jeante de las calles. Había una puerta inusitada y semioculta por
la penumbra. La puerta era tenuemente iluminada por una farola
que estaba lejos, en la esquina.
Entramos y la primera semejanza que se pueda imaginar era
que un lugar que imitaba al film Casablanca, pero en lugar de
aparecer con su clásico cigarrillo en las comisuras de los labios y
el sombrero ladeado a Humphrey Bogart o aparecer entrando de
una manera desenvuelta y hermosa a Ingrid Bergman, en su lugar
sólo se veían a unos tipos mal encarados observando atentamente
un escenario reducido y precario. Una mujer de piel muy morena
había comenzado a desnudarse. Vino de la República Dominicana
escuché que alguien informaba a otro. Consideramos que dadas
las circunstancias, sólo expendían whisky, y éramos menores de
edad, aunque la estatura no nos delataba, parecíamos de mayor
edad, decidimos salir del lugar. Antes de que nos invitaran a salir.
En el viaje de retorno a Maracay nadie habló. Todos ensimis-
30 mados en los más íntimos pensamientos. Yo observaba las luces
de los de los carros en la autopista y las sombras fantasmagóricas
de los árboles en el paisaje de la noche. Llegamos a Maracay.
La imagen, el recuerdo de la dominicana bailando al com-
pas de la música había tomado proporciones mitológicas. Nadie
pudo dormir de la manera acostumbrada. Y al reunirnos al día
siguiente no hicimos comentarios sobre Blood, Sweat & Tears,
al fin sólo era una banda de jazzrock, y nos gustaba más el hard
rock. Por decisión unánime acordamos que iríamos a la casa de
Panchita: era un lugar donde amas de casa que se aburrían de las
labores domésticas y muchachas universitarias que luchaban por
costar sus carreras vendían caricias y besos a quien lo necesitara.
Otra vez nos subimos al estruendo verde oliva, y colocamos la
canción que nos acompañaba en las aventuras extremas (en aque-
llos años podíamos convertir lo más sencillo en lo más extremo).
Estaba Highway Star en el cassette y en nuestras voces.
nobody gonna take my girl i'm gonna keep her to the end nobo-
dy gonna have my girl she stays close on every bend ooh she's a
killing machine she's got everything like a moving mouth, body
control and everything I love her, I need her, I seed her yeah she
turns me on
I love her, I need her, I seed her yeah she turns me on all right
hold tight i'm a highway star
Diciembre 1975
Eran las ocho de la noche, a principios de los ochenta. Mi
abuela y yo estábamos ante el televisor dispuestos a disfrutar de
la serie policial Columbo. Después de los cortes comerciales apa-
recía el teniente Columbo, de la brigada contra homicidios de la
policía de Los Ángeles. La gabardina vieja, el eterno cigarro en la
boca y bajando del destartalado Peugeot 403 era la imagen fami-
liar que semana a semana presenciábamos.
Mi abuela me comentaba que aunque siempre citaba a su es-
posa, ésta nunca aparecía. Nadie había visto a la mujer de Colum-
bo. Yo añadía otro detalle, no usaba arma de fuego y todos sus
perseguidos eran delincuentes de cuello blanco. Ciertamente, el
arma de Columbo era su inteligencia, que le permitía atar cabos,
hasta los detalles más inconexos. El teniente Columbo, sin duda,
pertenecía a la tradición de los detectives sagaces de la ficción. Se
podía emparentar con Auguste Dupin, Erik Lönnrot, con Sher-
lock Holmes, y hasta con Hércules Poirot y miss Marple. Todos
con el común denominador de una gran capacidad de descifrar
las pequeñas pistas que dejaban los maleantes. Columbo era una
suerte de vengador de los que eran considerados torpes o tontos
ante los prepotentes y los engreídos. Columbo había arraigado
tanto en nosotros que el pequeño perro que teníamos en la casa
obtuvo el honor de ser bautizado con su nombre.
Ahora, media vida después, me he propuesto escribir la cró- 33
nica de un personaje que sin ínfulas de una gran inteligencia, y
dedicado a labores humildes pudiera ser un detective compe-
tente, o aún mejor, alguien que pudiera sacar provecho de los
errores de los maleantes.
Con ese propósito me propongo hablarles de Santiago.
Un fin de semana estaba Santiago moviéndose con lentitud,
arrastrando la manguera verde de un lado a otro mientras obser-
vaba atentamente el flujo del agua. Cuidadosamente fue regando
el cafetal. En sus pensamientos mantenía la idea de que las per-
sonas son como las plantas: tienen necesidad de cuidados para
vivir, para sobreponerse a las enfermedades, y para morir en paz.
Un amplio rectángulo de espacio de tierra rodeado por un
muro de ladrillos rojos resguardaban a los cafetos. La paz no era
perturbada por el ruido de los automóviles que transitaban en
las calles. Si bien había salido poco a la ciudad. La vida que trans-
curría fuera de los muros no lograba despertar su interés ni su
curiosidad. La casa tenía un frente de árboles frondosos: pinos y
apamates, y un grupo de girasoles que semejaban rostros de se-
res humanos, A su lado estaba el flanco de una montaña, por allí
subía peligrosamente una carretera sinuosa y empinada que con-
ducía a la playa. Era realmente impresionante la vista que había
sobre la ciudad y más allá, al sur, un lago cuya agua había cono-
cido momentos más limpios. Santiago entró en la casa y puso en
funcionamiento el aparato de televisor. El aparato creaba su pro-
pia luz, su propio color, su propio tiempo. No estaba sometido
a las leyes físicas que acababan siempre por doblegar a la gente.
La historia transcurre en esta casa. Hay cuatro personajes: don
Baltasar, Santiago, Andrew y Lola. De Santiago se puede decir que
le gustaba ver su imagen reflejada en el espejo de su cuarto, le
recordaba la imagen del niño que había sido y la de don Baltasar
34 sentado en el sillón con sus grandes manos arrugadas y encogi-
das, que ya estaba enfermo y respiraba con dificultad y hacia fre-
cuentes pausas cuando hablaba. Santiago era huérfano y Baltasar
lo había resguardado en su casa desde muy niño. La madre de
Santiago había muerto al nacer él. Nadie le había dicho quién era
su padre. Aprender a escribir y leer está fácilmente al alcance de
muchos, para Santiago fue un aprendizaje difícil, él no entendería
todo lo que dijeran, ni las conversaciones a su alrededor. Santia-
go sólo trabajaba en el cuidado de los cafetos. Él sería como las
plantas: callado, abierto y feliz cuando brillara el sol y abatido y
melancólico cuando lloviera.
En las noches de lluvia y de truenos Santiago era asaltado por
oscuras pesadillas en las que era abandonado en un asilo para
enfermos mentales. Despertaba en medio de la noche, sudando y
temblando de miedo como un niño. Sólo cuando llegó Lola a la
casa cambiaron radicalmente los sueños. En una ocasión, cuando
se encontraba mirando la televisión, oyó un ruido como de lucha
en los pisos superiores de la casa. Salió de su cuarto y, ocultán-
dose detrás un enorme jarrón, vio a Andrew, el único sobrino de
don Baltasar, lo vio cuando salió de la habitación del tío. Santiago
tuvo el presentimiento de que habría cambios en su vida, pero
aún no imaginaba como serian los nuevos tiempos que vendrían.
Ahora dejaré por un momento suspendido en la historia a An-
drew, con un objeto oculto en una toalla, subiendo y bajando
la escalera que llevaba al cuarto de don Baltasar, sin notar que
Santiago lo seguía muy de cerca. ¿Qué intenciones tiene Andrew
cuando sube a la habitación de su tío a esa hora? (ciertamente, un
nudo dramático de este relato).
De don Baltasar se puede hablar de su temprana ambición y
de una codicia coronada por el éxito. El negocio de exportación
de café resultó, y muy pronto se daba grandes lujos. No casó ni
dejo descendencia, lo que produjo ciertos comentarios que siem-
pre ignoró. Ayudó a su sobrino Andrew a obtener una carrera 35
universitaria ventajosa enviándolo a estudiar a Inglaterra. Ahora
hablaré de Lola. Eran las seis de la tarde cuando Lola acababa de
golpear el llamador en la puerta de la casa, en ese momento había
comenzado un programa en la televisión sobre Paris, y Santiago
lo observaba con gran atención. Lola era española y había llegado
para poner algo de orden en los archivos de don Baltasar. Tenía
cuarenta años y se movía sobre las piernas más esplendidas que
se vieron en muchos años por el lado norte de la ciudad. Santiago
andaba por la cincuentena y no había conocido una novia en su
vida. Y los sueños de Santiago de siniestras pesadillas cambiaron
a sueños más amenos.
Sí, posiblemente las imágenes de Paris que mostró la televi-
sión se entremezclaron con Lola, y él soñó, en la noche, que con-
ducía una bicicleta con Lola como pasajera montada al frente de
él. Cara a cara y mirándose a los ojos. Lola y Santiago. Las piernas
de Lola brillaban como la plata.
Santiago pedaleando por la calle Rennes, luego la calle Vaugi-
rard. Y la falda de Lola sólo cubriendo lo esencial, y las piernas
brillaban como las estrellas. Cuando cruzaban el Pont Neuf en di-
rección a la isla de Saint Louis las piernas de Lola se enroscaron
para aprisionar las caderas de Santiago. Y Santiago se sumergió pro-
fundamente en Lola. Eran invisibles en la multitud que transitaba
en las calles. Cuando estaban en el barrio Pigalle cada orgasmo de
Lola, ella lo anunciaba a Santiago con una sonrisa, guiñaba un ojo
y cerrando la mano a manera de un puño levantaba el pulgar. Al
llegar al bulevar de Saint Michelle, Santiago no pudo sostener el
equilibrio por el temblor del clímax que lo estremecía y rodaron
por el suelo. No eran invisibles, porque desde la ventana en la ace-
ra opuesta una mujer muy anciana y arrugada levantó la mano, la
cerró en forma de puño y dejando el pulgar en alto les sonreía con
36 picardía. Santiago despertó con una alegría desacostumbrada. Y el
amanecer lo sorprendió con un rastro de insomnio.
Andrew, sí procedía de una familia y tuvo la suerte de recibir la
ayuda de su tío. Su nombre sus padres lo tomaron de una serie de
ricachones que en la televisión aparecía el día domingo en horario
nocturno. Era notable su carácter prepotente y rara vez respondía
al saludo de Santiago. Hay quien se valora a sí mismo por lo que
tiene y ante éstos se oponen los que se miden por lo que saben
y por la Belleza que pueden crear y aportarla al mundo. Andrew
ambicionaba la herencia del tío, la codiciaba demasiado. Una no-
che, (la noche en la que dejé la imagen detenida en la escalera).
Se afeitó y se colocó el mejor traje que tenía, luego cargó un rifle
calibre 22. Ocultó el rifle en una toalla. Subió las escaleras. Lola
había salido y regresaba al día siguiente y Santiago no contaba, era
demasiado estúpido, así pensaba Andrew.
Entró al cuarto, apuntó y disparó entre los ojos de don Bal-
tasar, éste trató de hablar, Abrió y cerró la boca, pero Andrew le
dijo: cállate, y para asegurarse que le obedecía le disparó tres
veces. Pero Andrew no contaba con Santiago que lo había apun-
tado con una cámara fotográfica —en un programa de televisión
aprendió que los hechos delictivos se fotografían para llevar la
evidencia a la policía—. La herencia pasaría a Santiago por dis-
posición de don Baltasar en el testamento. Y los sueños con
Lola podían tomar realidad concreta. Al día siguiente Santiago
entró a la habitación de don Baltasar. Nunca había entrado en
ella. Se encontró con una habitación dos veces más alta que las
demás. Las paredes estaban cubiertas de estanterías llenas de
libros. En una de las mesas había varios cartapacios de cuero.
Lola hablaba a gritos por el teléfono, se dio vuelta y, al verlo,
señaló la cama. Santiago se acercó a don Baltasar que estaba
sostenido por finos almohadones y parecía como escuchando
atentamente algo que sólo él podía oír. Sus hombros descen- 37
dían en ángulos agudos y la cabeza pendía hacia un costado,
como un fruto pesado de una rama. Santiago clavó la vista en
el pálido rostro del cadáver. Tenía un solo ojo abierto, como los
pájaros que a veces aparecían muertos en el patio, el maxilar
superior le caía sobre el labio inferior. Lola colgó el teléfono y
le informó que acababa de llamar a la policía.
Santiago por primera vez entendió algo bien en su vida: su
hora de poder había llegado. Contempló una vez más a don Bal-
tasar, murmuró unas palabras de despedida, y se retiró. Una vez
solo en su cuarto, y en contra de todo lo que se podía esperar de
él, comenzó a leer un libro de crónicas.
Mayo de 1980
40 Octubre de 1988
II
II
II
III
Julio de 2011
Cerrando un ojo, el muchacho se coloca una máscara de hom-
bre cuando busca el corazón a través de la mira telescópica. Vino
a este lugar para matar a un hombre a quien no había visto nunca.
El cielo sobre Caracas tiene el color de una pantalla de televisor
sintonizado en un canal muerto. Una gota de sudor baja con difi-
cultad por la frente. La gota de sudor resume toda su vida. La bala
rompe el silencio. Abajo, en la calle, cae su víctima.
El hombre del rifle retoma rostro de inocencia.
Abril de 2013
julio de 2013
55
Enero de 2014
56
Noviembre de 2014
72
Salieron en la mañana y los vieron emprender el viaje y aden-
trarse en pueblos aún soñolientos y caminos de tierra pisada. En los
mejores vehículos que pudo aportar el funcionario del Gobierno a
los cuatro investigadores daneses que llegaron al país con el deseo
de estudiar algunas formas de vegetación, gimnospermas gigantes,
que aún no estaban lo suficientemente clasificadas en los manuales
de botánica. Esta planta producía graves alteraciones en la percep-
ción del tiempo y del espacio a quien se le acercara sin precaución.
Iban al sur, al encuentro con la selva. Llevaban a un redactor nativo
porque necesitaban de un informe en español (un simple trámite
burocrático del Gobierno danés). En la primera anotación de la
bitácora, la fecha de inicio del viaje: 22 de junio.
La carretera tenía leves tramos ascendentes y descendentes
sobre suaves colinas, otras veces se mostraba con amplias sinuo-
sidades. Bordeada por cafetales y grandes extensiones de caña de
azúcar. Tan grandes que parecían mares de espigas blancas que
el viento hacía ondular. Luego la carretera tomó el rumbo de la
llanura. Se hizo una línea recta. Las vacas pastaban y hombres de
pequeña estatura y corpulentos cabalgaban cuidando del ganado.
El cielo con enormes nubes ingrávidas y siempre cambiantes,
flotantes como grandes veleros. Lagunas y hatos, haciendas jun-
tos a pequeños poblados desfilaron ante sus ojos.
En la mitad del camino se aprovisionaron de lo necesario para
varias semanas. Una mañana desayunaron café endulzado con pa-
pelón y los daneses descubrieron las arepas preparadas con leña y
budare, y bromearon en su precario español. Pero al redactor, al
cronista de la expedición le asaltó un recuerdo. Antes del viaje, en
uno de los arrabales de la ciudad veía con frecuencia a una joven
gitana de ojos oscuros, cabello negro sobre la cara delgada y las
piernas frescas y desnudas Ella podía ver el futuro en las manos.
Y en un atardecer le pidió que leyera su destino. Cuando le
73
miró el mapa de su mano, guardó silencio. Luego habló para ma-
nifestarle que no tenía futuro. Pero que retornaría pronto, encar-
naría con su nueva vida en Europa, y en mil novecientos doce
sufriría una extraña transformación que lo convertiría en un in-
secto, cuando una mañana en una habitación lúgubre despertara.
Un escritor conocería esa historia.
El escritor la convertiría en novela y lograría con ella un gran
renombre y una celebridad póstuma. Le hablo de las muertes par-
ciales y de la intermitente inmortalidad y, especialmente, de su
destino de morir yretornar para que su vida y sus circunstancias
fueran el motivo de inspiración de escritores, así había sido en
el pasado y de igual manera se repetiría en el futuro. El redactor
apenas pudo contener una carcajada ante tal pronóstico sobre su
destino. Depositó tres monedas en la mano de la gitana y siguió.
La gitana le entregó dos historias y él las guardó para leerlas.
Yo jamás me equivoco en una lectura de mano, fue lo último
que escuchó de la gitana.
La expedición se detuvo en busca de reposo nocturno. La da-
nesa le mostró fotos de Europa. Él no conocía ninguno de esos
lugares, pero la foto del castillo de Praga le produjo una inquie-
tud que no pudo explicarse.
La danesa le dijo todo esto es tan distinto a los paisajes de este
país. Él contestó de igual manera, sí, es tan diferente a todo lo
que pertenece a esta tierra.
Los pensamientos del redactor convergían en una larga casa
de ladrillos descoloridos que alguna vez fue carmesí y en su ho-
gar que presentía estaba esperándolo en un sitio preciso de la
selva. Le comentó a los daneses que era mejor continuar porque
aún el camino se extendía largo y penoso.
Siguieron el viaje. Las tardes eran límpidas y sosegadas y las
noches frías, con mediodías de calor inclemente. Hasta que lle-
74 garon al río: una anchísima y voluptuosa serpiente cuya piel de
escamas de agua resplandecían bajo el sol. Era un espacio de li-
bertad y el escenario de un destino. Lo cruzaron en la gabarra y
siguieron el recorrido por dos días.
El lugar no aparecía en los mapas. Nadie ignoraba que fran-
quear el gran río es entrar a un mundo más antiguo y más firme.
Las montañas en la lejanía parecían cubiertas por olas inmóviles
azul oscuro que se recortaban contra el cielo. Los linderos de la
selva tenían una extraña apariencia como si vibraran ligeramen-
te. El redactor tuvo una sensación de cansancio repentinamen-
te. Cansancio físico, o pereza del espíritu Y pensó (supongo)
que necesitaba de un entusiasmo a prueba de naufragios para
continuar escribiendo.
Las palabras en la agenda le costaba reunirlas de nuevo. Com-
prendió que más que un relato de los hechos era más relevan-
te un relato de las emociones experimentadas ante los hechos.
Hubo un momento en que los vehículos no podían seguir y se
requería proseguir a pie. Una fila de cinco personas con morrales
enormes se internó en la selva.
Caminaron por varias horas, entre lianas y espesura vegetal.
Abriéndose camino con el uso de los machetes. Hasta llegar al
sitio donde acamparían. El calor de una fogata los iluminó la pri-
mera noche, y a la hora de dormir en la hamaca el redactor luchó
un buen rato para conciliar el descanso nocturno. Pero al caer
dormido casi de inmediato soñó a la gitana: la vio apoyada a un
árbol. El cabello negro sobre la cara delgada, las piernas frescas
y desnudas, sus ojos brillando en un resplandor de azabache. La
luna roja dibujó la sombra de un caballo sobre la arena. La mujer
había desaparecido y en su lugar un escarabajo se desplazaba con
lentitud imposible sobre la hierba.
En la mañana, muy temprano, los daneses se habían alejado para
emprender su labor científica, dejando al cronista solo en campa-
mento. Cuando el viento comenzó a soplar muy fuerte vino a su me- 75
moria el recuerdo de árboles derribados sobre las casas y el desborde
de los ríos. Sintió temor. El gran ventarrón se mantuvo por varios
minutos y luego amainó hasta que vino la calma. Pero realmente
era el inicio. Afortunadamente logró intuir que venía un desborde
de aguas, y se dedicó con premura a amarrar varios troncos con lo
primero que encontró.
Y llegaron las aguas y lo arrastraron. No supo cuántos días
llevaba flotando en la improvisada balsa. Atado boca abajo de día
para que el sol no lo cegara. Al bajar el nivel del agua caminó en
busca de raíces y frutos para comer y su estómago no pudo so-
portar. El disco solar no era ya una esfera definida, sino una vasta
elipse creciente que se extendía en forma de abanico sobre el ho-
rizonte. Buscó refugio bajo la hojarasca. Ahí reposaba, ovillado,
envuelto en su propio calor.
Poco a poco perdió los recuerdos, la memoria era un espejo
en blanco que sólo reflejaba fragmentos de imágenes. Había enfla-
quecido. El hambre y la sed lo atormentaban simultáneamente. Se
detenía un breve tiempo y luego proseguía su marcha. Algo indefi-
nido se adhería al caparazónoscuro (como el de un insecto) y frágil
de su cuerpo. El camino se cerraba retomado por las fieras
Alojados en la sombra, los animales salvajes y las aves comedo-
ras de carroña acechaban. Conoció el endurecimiento, la rigidez,
esa sequedad que antecede a la atroz ausencia de sensaciones.
Pero ya no sentía temor, sólo sentía una tranquila resignación que
se acrecentaba con el transcurrir de las horas. Miró al cielo azul
pálido como si intentara capturarlo en el recuerdo, como si inten-
tara, por primera vez, entrar en la muerte con los ojos abiertos.
Octubre de 2015
76
Este libro fue editado por la Fun-
dación Casa Nacional de las Letras
Andrés Bello, durante el mes de julio
del 2017.
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amónpalomaresramónpalomaresramónpalomare
Por la intrincada ruta de los recuerdos, el autor de este libro recorre un
sinnúmero de lugares de nuestra capital, describe asimismo, persona-
jes imaginarios, hermosos trazos de luz multicolor entre los que se
cuelan nombres y rostros de personajes, ya del cine, ya de la televisión,
grupos musicales que estuvieron de moda en cada época… En esta
suerte de crónica –novela se nos obsequia un disfrute del arte de narrar
poco común. Concreción en el estilo, un firme hilo conductor que se
apoya en una cronología explícita, son algunos de los muchos méritos
que este texto puede ofrecer a los lectores.
Ramón Palomares