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Casa Nacional de las Letras Andrés Bello

El vendedor de vapor
Alejandro Ramírez

VI Bienal Ramón Palomares


GANADOR Mención Crónica 2015
El vendedor de vapor

VI Bienal Ramón Palomares


MENCIÓN Crónica
2015
Fundación Casa Nacional de las Letras Andrés Bello
Mercedes a Luneta - Parroquia Altagracia
Apdo. 134. Caracas. 1010. Venezuela
Telfs: 0212-562.73.00 / 564.58.30
www.casabello.gob.ve
Presidente
William Osuna

Director Ejecutivo
Andrés Mejía

Coord. de Producción Editorial


Jennifer Ceballos

El vendedor de vapor
©Hender Alejandro Ramírez
Caracas - Venezuela 2017

VI Bienal Ramón Palomares 2015


Boconó - Estado Trujillo

Diseño de colección
Ánghela Mendoza

Rediseño de colección e ilustración de portada


Jennifer Ceballos

Diagramación
José Antonio Valero

Corrección de textos
Ximena Hurtado Yarza

Colección Bienales
Serie Ramón Palomares, Crónica

Dep. Legal: DC2017001683


ISBN: 978-980-214-416-7
Alejandro Ramírez

El vendedor de vapor
Colección Bienales
Escrituras de la patria en revolución son los libros
premiados por el Sistema Nacional de Bienales.

Nuevos nombres de la literatura venezolana


que tallan el corazón libertario del ser bolivariano.

“Salve fecunda zona…”.

Nuestro padre Andrés Bello tutela el tránsito de la


palabra que es utopía y eternidad, por cuanto la
geografía que habitamos está poblada
de escritura y sueño humano.

La Fundación Casa Nacional de las Letras


Andrés Bello cobija las palabras que deben
tener como destinatarios a los hijos de este
sueño bolivariano y vivo.

Por eso ponemos en sus manos los libros que nos


nombran desde lo más profundo del ser
y el paisaje venezolano.
VI Bienal Nacional de Literatura Ramón Palomares
Mención Crónica
Veredicto

Nosotros y nosotras, Carmen Araujo; Alí Medina Machado, y


Luís Mendoza Sílva, en nuestra condición de Jurados de la VI
Bienal de Literatura Ramón Palomares, luego de haber leído y
deliberado sobre los Libros recibidos en la Mención Crónica,
hemos decidido, por unanimidad, otorgar el premio único al li-
bro titulado El vendedor de vapor, enviado al concurso bajo el
seudónimo El Silencioso, una vez abierta la plica correspondió a
Hender Alejandro Ramírez, por considerar que es un libro que
da cuenta a la memoria de una ciudad, Maracay, escrito en un
lenguaje poético desde los afectos, desde las vivencias personales
con un juego del tiempo que evidencia nuevas maneras de expre-
sión de la crónica en el país.

En Trijillo, estado Trujillo a los 13 dias del mes de noviembre 2015

Carmen Araujo Luís Mendoza Silva Alí Medina Machado


El vendedor de vapor

Yo tenía seis años la primera vez que intenté descarrilar un tren.


Colocaba piedras, las que mis manos podían contener, y pedazos
de troncos viejos sobre los rieles. Y me iba a casa como si nada.
Al día siguiente muy temprano volvía, para encontrar las piedras
apartadas lejos, y los maderos despedazados como si efectivamente
un tren le hubiera pasado por encima cuando dormía toda la gente.
Era el año del Mayo francés, la matanza en la plaza Tlatelolco,
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la masacre de My Lay, y la primavera había sublevado a Praga. Yo en
aquellos días desconocía los percances del mundo y me entretenía
fabricando mi cometa. Le daba el nombre de zamura y la hacía de
papel periódico y vara de caña, almidón diluido en agua era mi pe-
gamento. Papel tenso: el papel del periódico. Medía el pabilo con la
punta y los lados de la cometa para hacer el nudo que lo amarraba
al rollo, la cola larga para evitar que diera tumbos y giros. Le colo-
caba hojillas en los bordes por pura precaución, contra las zamuras
que intentaran pelear con la mía. Eso lo hacía sentado en la acera.
A pocos metros, donde se construiría la avenida Consti-
tución sólo había un matorral, un terreno largo y baldío que
cruzaba la ciudad. Yo vivía en la calle Sucre que le era perpen-
dicular. Es la calle que aún está en mis ojos y en mis oídos,
entre la imaginación y el recuerdo. También estaba la alegría sin
misterio de mis primos, y un par de historias de mi abuela que
no había llegado todavía pero cuya presencia se atisbaba más
allá de los árboles de la Ciudad Jardín.
La calle era amplia y cenicienta. Pasó un hombre empujando
su carro de helados de coco con piña. Calzaba zapatos deportivos
muy baratos y gastados. Caminaba muy lentamente anunciando
sin ganas su mercancía. Atrás un perro lo seguía, cojeaba pero se
movía sin pausa. Me compadecí de su suerte, la pata que se veía
muy enferma, alguien lo ha atropellado (supuse). El perro se ha
detenido justo frente a mí, y me mira como si leyera mis pensa-
mientos. Luego siguió en su marcha dócil tras el heladero. Un
automóvil ha doblado en la esquina. Es un modelo antiguo o eso
me parecía: blanco, destechado y muy sucio. El conductor se bajó
y revisó algo en el motor, terminó y se subió y se alejó. Detrás
del carro aparecieron mi amigo Andrés y su tía Ofelia junto a mi
primo Pedro Lenin, y comenzaron a hacerme señas.
La calle Sucre en mis oídos y en mis ojos, como la canción
de The Beatles que algunos años después me cautivaría. La calle
12 Sucre fue mi Penny Lane particular. Pero con algo más por contar.
Como sucedió la tarde del cumpleaños. Una vela representaba
sus sesenta años en la torta que adornaba la mesa. El patio se con-
virtió en una sala de fiesta. Y nos reunimos en torno a una fogata.
Y la abuela emprendió una de sus historias, tantas veces anuncia-
das y repetidas (era excelente recomponiendo con los mismos
sucesos otras historias). Mi tío Marcos con su grabadora la fijaba
en la memoria. Ella habló: hoy cumplo sesenta. Y recuerdo una
mañana muy temprano cuando nos despertaron los disparos que
hacían las tropas de Cipriano Castro. El segundo alzamiento
militar de la semana. Yo abrí la ventana para observar, porque
era una niña muy curiosa. La calle la envolvía el humo y el olor
de la pólvora, las descargas de los fusiles y la artillería ligera, los
lamentos y la respiración de los soldados heridos. Mi madre al
verme en peligro, corrió presurosa y me apartó y cerró la ven-
tana. Pero me quedaba en la memoria y en mi risa, porque me
daba risa la pregunta de la tropa que marchaba a pie, muchos
iban descalzos, combatiendo por Cipriano Castro: ¿ya vamos a
llegar al Capitolio?, los soldados preguntaban, cuando apenas
estaban en el Táchira. Pensaban que el Capitolio de Caracas
estaba a la vuelta de la esquina. Llegar al Capitolio y tomarlo
representaba tomar el poder.
Y seguía contando historias hasta que los grillos se quedaban
dormidos. Mi abuela era para mí mucho más que su famosa gela-
tina mágica de piña que preparaba en mis cumpleaños, aún más
que el germen de trigo de Krestmer y la emulsión de Scott que
me daba a tomar. Eran muchas cosas más que sus manos sobre mi
frente cuando yo tenía fiebre, ya estaban nudosas y doblegadas
por la edad, sus manos siempre cálidas hasta en la enfermedad.
Aún no he visto manos más hermosas.
La casa tenía un gran patio y un árbol. El nombre de su
especie no alcanzo a recordar. Servía de refugio a mi primo
para escapar de los correazos de su padre. Y allí yo me ocul- 13
taba para saborear la lata de leche condensada que costaba
tres monedas de doce céntimos y medio, ciertamente mucho
dinero para querer compartirla.
Una tarde yo estaba con un libro que describía las partes de
un tren. En eso pasó mi primo Pedro Lenin que huía muy asusta-
do y quería subirse al árbol del patio y escapar de la furia de Pe-
dro Felipe. Cuando llegaba algo bebido solía darle buenas zurras.
Mi primo subió a su refugio de la rama más alta.
Allí aguardó hasta que su padre estuviera dormido. Mi tía Li-
gia salió de la casa al patio y no sabía que Pedro Lenin estaba en
el árbol. Y comenzó a rezar para que la paz reinara en el hogar.
Siempre lo hacía cada vez que Pedro Felipe llegaba bebido. Mi
primo llevaba horas sobre el árbol, se había quitado la camisa,
y en un descuido la dejo caer. La camisa vino a caer sobre el
rostro de mi tía que en ese instante oraba con los ojos cerrados.
En un primer momento había creído que era una manifestación
de alguna divinidad celestial. Ella gritó asustada. Pero pronto
descubrió la verdad. Mi tía era una mujer muy pacífica y de un
carácter muy dulce, pero no pudo evitar ponerse furiosa. Esa
noche mi primo pernoctó en el árbol. También recuerdo como
aquella casa año a año se fue llenando de nombres rusos. Pedro
Felipe tenía convicciones marxistas-leninistas y las expresaba en
los nombres que colocaba a sus hijos.
Los días pasaban con lentitud, comprendía que necesitaba
de un aliado y le confié a mi primo mi gran descubrimiento: por
los rieles que ocultaba el matorral pasaba nada menos que el
Gran Ferrocarril de Venezuela. Y le confié mi plan. Imagínate un
gran tren para jugar, y propio, poder corretear por sus vagones.
Tú tocarías el silbato, y yo haría de conductor. Invitaríamos sólo
a nuestros mejores amigos. Sería muy fácil, como cazar un gran
elefante de metal. Los dos podemos mover piedras de mayor ta-
14 maño y troncos más gruesos. Sorprendido por la posibilidad de
un gran tren capturado, y por la vehemencia de mi convicción
me acompañó en la aventura.
La calle Sucre me daría otro enorme descubrimiento. Era de
un asfalto que resistía sin derretirse la inclemencia del sol de me-
diodía. Desde lejos parecía un río cuando arreciaba la lluvia y
la luz eléctrica se interrumpía y dejaba en penumbras, o en la
oscuridad total a todas las casas. En una noche con luna llena
y un apagón me encontraba en la calle. Caminé un buen rato y
de repente tuve la sensación de haberme perdido en la calle que
tanto conocía. Sabía que era efecto de la oscuridad, y eso me en-
cantó. Caminé un largo rato. Sin darme cuenta estuve de pronto
frente a una casa con una ventana abierta. Muchas casas tenían las
ventanas abiertas, pero esta parecía resplandecer.
La cercanía del misterio y el privilegio de ver la revelación
hacían palpitar mis sienes. Porque ciertamente asistía al privilegio
de una revelación. Y la ventana de aquella casa era el marco que
resaltaba la figura de la tía de Andrés que había subido la blusa
hasta descubrir dos senos hermosos que se balanceaban como
dos resplandecientes melones en las manos que los sostenían. La
imagen definitiva en mi recuerdo no asiste a esa desnudez total,
súbita y gratuita, no. La imagen definitiva quiere atrapar el ins-
tante en que el resplandor de la luna llena y de las estrellas cons-
telaron su cuerpo para nutrir mi imaginario (y tal vez mi deseo)
desde la distancia que ocasiona el tiempo.
Por la calle pasaban camiones transportando caña de azúcar.
Con frecuencia alguno de los muchachos le daba un buen jalón
y del montón se desprendía un buen tallo. Nos gustaba el dulce
de la caña, la compartimos bajo la sombra del almendrón junto a
la cancha de basquetbol. Eran tiempos de juegos de beisbol con
pelota de goma, y reglamentos que cambiaban día a día para de-
terminar quién era out, o ponchado, o cuándo era jonrón.
Sentados a la mesa mi primo y yo oímos en la radio la noticia de
un tren que se ha averiado o algo más grave aún. Nos miramos 15
con complicidad. La abuela que nos había observado, muy despa-
cito, primero a mi primo y luego a mí, y como adivinando nues-
tros pensamientos, sentenció: el mundo está cambiando.
Ahora media vida después, muy lejos, en los confines del
mundo, entiendo que yo también soy un recuerdo.

Mayo de 1968
Escondido en mi cuarto una mañana de octubre, escucho
una voz que me llama y los pasos lentos que suben en mi busca
por las escaleras de la casa. Van a encontrarme, van a darme
ordenes. He ocultado el libro porque me han prohibido que
lea en exceso y permanezco inmóvil, acostado en mi cama. Los
pasos se detienen justo ante la puerta y la voz de mi tío me
indica que debo preparar los cuadernos, los lápices de grafito
y los de colores, el compás y la escuadra. Mañana comienza el
año escolar en mi nueva escuela. Espero un momento, el nece-
sario, para saber que mi tío ha bajado. Y tomo el libro que había
ocultado bajo mi almohada. Y me entero de que el profesor Lin-
derbrock ha descifrado el mensaje secreto que bajo la escritura
de antiguas lenguas nórdicas e inscripciones rúnicas ocultaba el
camino hacia el centro de la tierra. Me reconozco en él, me veo
a mi mismo descifrando claves ocultas, y bajo la tenue luz de un
candil imagino el Viaje al Centro de la Tierra. Me levanto de la
cama y me asomo a la ventana.
En ese momento la calle Santos Michelena era un abatido
lagarto bajo el sol y las casas formaban un todo más o menos
regular con el borde de las aceras corriendo como una línea
blanca y los frentes de las casas: amarillos, verdes, azules y las
angostas ventanas de madera resguardadas por verjas metálicas
con corazones y picas invertidas. Ofrecían algo de brillo las va-
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llas publicitarias anunciando gaseosas y licores.
Muy temprano en la mañana me he vestido –la camisa, el pan-
talón largo, los zapatos negros– y al bajar uniformado, un aroma
de pan tostado, avena y café sube por las escaleras: el desayuno
que la abuela había preparado.
Ante mí la casa antigua de dos plantas, que con el nombre del
prócer Miguel José Sanz sería mi nueva escuela. Entré a un largo
zaguán, luego a las aulas del segundo piso. La escalera de cemen-
to sin frisar. Y fui al lugar que sabía de antemano me aguardaba.
Nunca vi, ni vería después, una escuela con tanta precarie-
dad de condiciones. Parecía asolada por un tornado, o cons-
truida con desechos de un edificio en demolición. Pero nunca
me sentiría tan contento con mis compañeros y con la nueva
maestra como en aquella escuela.
Yo contemplaba cada detalle que me era nuevo o me llamara
la atención. Me dediqué a observar la casa que estaba al frente.
Más antigua que el Ateneo, o el colegio de monjas de la esqui-
na, y pregunté a la maestra, me dijo que probablemente allí se
firmaron importantes documentos en la época de la Indepen-
dencia, y luego la casa perteneció al Benemérito. Ahora está
completamente abandonada y sin explicación alguna.
Después me dieron otra versión que escuché con interés.
Un hombre alquiló la vieja casona. Después volvió acompa-
ñado de su hijo una tarde. El hombre por asunto de negocios
regresó a Caracas y fue asesinado, en circunstancias nunca
esclarecidas del todo. El niño continuó solo en la casa, a la
espera de su padre. El hijo tenía ordenado que, por ninguna
causa saliera de la casa y que hablase con alguien. Y no se
atrevisó a desobedecer. Los vecinos no sabían que el padre
se había marchado, a menudo lo oían sollozar de noche. El
muchacho murió de hambre. Y dicen que su fantasma está allí.
La historia nos la relataba un viejecillo que vendía chucherías 17
y vasos de limonada fría en la salida de la escuela.
Ese día al llegar a mi casa encuentro que mi tío José ha traído
una motoneta blanca y luminosa. Una motoneta japonesa, dice,
aunque tenga una marca con nombre en inglés. Una Rabbit au-
téntica, recién sacada del paquete. Salimos para dar una vuelta,
yo iba en la parte de atrás, y nos fuimos como en un viaje en el
espacio sideral. La brisa me lamía la cara y movía mis cabellos y
levanté la mirada: el cielo, a pleno azul, cruzado por los cables
del tendido eléctrico donde colgaban pequeñas cometas de vue-
los demasiados breves. Haciendo sonar los cauchos doblamos
frente a la esquina de la catedral y tomando la avenida Bolívar
vi el vertiginoso paso de las vitrinas brillantes de los comercios
que a esa hora comienzan a cerrar, hasta llegar a un cruce, que
interceptaba la avenida Bermúdez. Nos detuvo una caravana,
y una voz con acento extranjero nos anunció la función de un
circo y vi el desfile de leones y panteras, payasos y saltimban-
quis con piruetas y malabares. Sin dar mucha importancia al
semáforo, mi tío aceleró con firmeza y dobló con decisión hasta
llegar a la parte más agradable del paseo: la avenida Los Cedros,
una calle larga, bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias
casas que dejaban venir sus jardines hasta las aceras. Después la
calle Sucre fue la vía de regreso. En casa la abuela nos esperaba
algo asustada (“por ese engendro mecánico”) pero con los ojos
alegres y una cena suculenta.
Recuerdo una noche cuando no podía dormir. Mantenía la
mirada sobre las sombras que proyectaban en la pared una ima-
gen algo borrosa pero inconfundible, la casa misteriosa que es-
timulaba en mí fantasías de aventuras. Me pregunté que haría el
profesor Linderbrock en un caso semejante. Sin duda alguna em-
prendería una expedición con sus más fieles compañeros. Con
18 esa idea en mi intención logré conciliar el sueño antes de que los
gallos con su canto anunciaran el nuevo día.
A la mañana siguiente, Fernando, Pablito y yo elegíamos al
azar quién sería el primero en saltar la verja de la casa. El menor
descuido del anciano portero de la escuela sería el momento pre-
ciso para salir en fila, cruzar la calle y escalar la verja. Fernando
fue el primero en pisar el jardín lleno de maleza y de escombros.
Luego Pablito, yo que tenía la misión de resguardar la expedición
lejos de las miradas delatoras, me reservé la retaguardia.
El interior de la casa nos sorprendió por la escrupulosa
limpieza. El piso reluciente como un espejo, las paredes libres
de telarañas y bichos. Los aleros sin rastro de obstrucción.
Había largos corredores que acababan en huecos de escalera
en penumbra. Un gran tanque de agua se podía observar des-
de una ventana y de inmediato lo traduje en un océano, un
mundo acuático para explorar, navegar como en el submarino
del capitán Nemo
La voz de Fernando nos anunció que sería buena idea subir a
la parte más alta de la casa. Nos dirigíamos a las escalera cuando
la risa de un niño nos detuvo y sentí, lo mismo que mis amigos,
un gran escalofrío subiendo por la espalda.
La risa era de lo más amistosa que se pueda imaginar. Pero
vino a nuestra mente la idea de que no era la de un ser vivien-
te. De inmediato acudieron a la memoria muchas historias de
muertos y de peligros.
Así que corrimos y corrimos, lo más veloz que nos permitie-
ron las piernas.
Pasaron varios días. Y en una conferencia de los tres amigos
decidimos regresar. Lo más que nos puede pasar será otro gran
susto. Además es probable de que alguien nos siguió y nos hizo
una broma. Pablito en un alarde de valentía nos dijo, si es un
niño que necesita de un compañero para jugar, pues entonces
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me quedo a jugar con él.
Media vida después yo había de recordar la tarde cuando vol-
vimos a escalar la verja de metal. Pablito, Fernando y yo entramos
y recorrimos la casa de arriba a bajo, la exploramos totalmente. Ya
ven, nada hay en esta casa que pueda asustarnos, dijo Fernando
con la voz más alta que pudo usar sin llegar a gritar. Sí, realmente
no había nada en la casa que pudiera intimidarnos. Sólo los pa-
sitos de alguien que parecía seguirnos y de nuevo la risa infantil
que sentíamos a nuestro lado. Todos esos pequeños detalles nos
hicieron emprender una huida veloz. Sólo Pablito dudo en correr
y nos dijo, esperen un momento.
Algunas semanas después, como la prensa regional lo registro en
su momento, se desplomó una viga del techo sobre un muchacho.
La descripción de los detalles: la herida en su cabeza, los gritos, el
dolor, la tristeza aún lo guardo en la memoria. La escuela la cerraron
y a mi me correspondió el grupo que trasladarían para terminar el
año escolar en la Felipe Guevara Rojas. Demolieron la casa antigua
para construir tres grandes edificios. La escuela le correspondió igual
destino, su lugar es ocupado ahora por la economía informal. No
volvimos a encontrarnos con Pablito.
Pero antes de demoler aquellos dinosaurios de la ciudad, Fer-
nando y yo nos detuvimos una vez ante la casa de los sustos y nos
pareció que Pablito nos saludaba desde una ventana, y a su lado
estaba otro niño, al que nunca antes habíamos visto.
Junio de 1969
La música de Deep Purple ha comenzado a sonar. Y por eso,
todo el mundo guarda silencio en el Ford Fairland 500 de color ver-
de oliva y descapotado del año 1975 que ha traído Ramonazo. Des-
pués de arrancar con un quejido de cauchos hemos tomado por la
avenida Las Delicias que lucía despejada. Ramonazo ha aumentado
la velocidad animado por el efecto de la canción y la bebida.
Un estruendo verde oliva con cuatro adolescentes en su in-
20 terior oyendo música vehemente ha doblado por la Redoma del
Toro con la intención de retornar al centro de la ciudad cuando a
nuestro lado ha pasado como un incendio una Harley Davidson.
Un tipo la conducía y atrás llevaba a una muchacha que ostentaba
una melena roja ondeando al viento como una bandera. Uf, vaya
suerte que tienen algunos, decimos casi a coro. Porque logramos
ver que la melena de troyana era la de Mabel Mendoza, la bella
del Joaquín Avellán. Mabel era la sempiterna madrina de la belle-
za. Poco dada a los libros, pero muy popular. Tal vez porque se
había anticipado a la célebre escena de Sharon Stone en Instintos
Básicos: Mabel –no acostumbraba a usar pantaletas– y por eso
nos dejaba bizcos al cruzar las piernas. La imagen de la moto y
de Mabel se disolvió en la lejanía como si la hubiéramos soñado.
Ahora Oscar ha cambiado de cassette y ha colocado Riders on the
Storm, y Alfredo que estaba a mi lado me ha pasado la botella de
anís y hielo. He bebido un sorbo de mi vaso y me he reclinado
sobre el asiento de atrás. El sonido de la lluvia y del piano ha en-
trado envolviendo a la voz de Morrison, la batería más cerca del
jazz que de otra cosa, el bajo que sigue pausadamente a Morrison
ha acelerado justo al oírse un trueno, de nuevo la cadencia del
piano imitando a la lluvia antes de oírse la frase riders on the
storm se va alejando con lentitud. La canción une inicio con final,
como un círculo de sonido.
Este anís sólo necesita de unas gotas de limón para que esté
perfecto, me ha dicho Alfredo. He inclinado mi cabeza hacia atrás
y mis ojos buscaron el cielo oculto entre los árboles, y por efectos
del alcohol y la velocidad que ha tomado el carro, he visto como
las copas de los árboles que bordean la avenida se unen unas con
las otras formando un túnel verde.
He observado a Ramonazo encorvado sobre el volante— ha
colocado toda su atención en conducir—y no puede ubicarse sino
en el presente, se aferra a un fragmento de tiempo desgajado del 21
pasado y del porvenir. Del mismo modo que el presente conti-
nuo es el tiempo de la adolescencia. Dimos algunas vueltas por la
ciudad y al terminarse la noche Ramonazo nos llevó a cado uno
hasta su respectivo domicilio. Al bajarme, una voz que no supe
identificar me dijo: Nos vemos mañana, Alex.
Alex, ¿Y ahora qué pasa, eh?
Es el momento de narrar el viaje a la playa
El autobús subía con lentitud la empinada sinuosidad de la
carretera. Dejamos la alcabala y entramos en una angosta ca-
rretera de asfalto. Se dormía o se conversaba en un viaje que
nos parecía interminable. Llegaríamos a Choroní y luego a Playa
Grande. El chofer del autobús había colocado un cassete de
Baby Huey: "A Change is Gonne to Come" y al parecer era su
canción favorita (o no había otra) pues no la cambió durante el
camino A nuestro lado cuatro turistas estadounidenses calladas
y rubias que no hicieron otra cosa durante el viaje que mirar
por la ventana. Íbamos a Choroní, Alfredo, Ramonazo, Oscar y
yo, vuestro narrador. Éramos cuatro adolescentes en un día de
playa. Cuando nos aproximábamos al pueblo nos animamos un
poco, Alfredo sacó una botella de anís y sirvió para los cuatro
un buen trago. En el asiento de atrás de mí había un hombre
muy viejo. Los años lo habían reducidcomo las aguas a una pie-
dra. Le he ofrecido un trago de anís. Hizo un gesto afirmativo y
le pasé el vaso de plástico. El anís me ha vuelto conversador y
le pregunté: maestro, ¿se puede vivir sin amor? .No contesto. Se
bebió un sorbo de anís y permaneció en silencio. Seguramente
pensaba que yo era un menor y que había cosas que yo debía
aprender por mi mismo. Le dije: ¿por qué no me contesta?
Cuando se es tan joven es mejor no saber ciertas cosas. Había
hablado y era como si lo oyera fuera del tiempo, en una eterni-
22 dad. Insistí: maestro, ¿ se puede vivir sin amor?
Sí, dijo él bajando la cabeza, como si le diera vergüenza.
El autobús se estacionó en el malecón cuando llegamos a
la playa, y una música de tambores nos recibió. Había mucha
gente congregada alrededor del festejo. En el centro del grupo
que celebraba estaba el conjunto. Una figura de San Juan que
parecía hecha de madera se movía al son de la música y parecía
mirarnos de reojo. Nos bebimos unos buenos sorbos de la bo-
tella. La música había atraído a mucha gente que se agrupaba
para bailar, algunos sólo miraban. Las nueve de la noche y con
la tercera botella que habíamos vaciado en el torrente de las
venas, cuando pasan las estadounidenses. Habían cambiado sus
jeans descoloridos pr otras ropas. Parecían mucho más socia-
bles, las cuatro llevaban faldas hindúes, trenzas de colegialas y
hacían sonar las pulseras de metal al mover los brazos. Alfredo
propone otro intento de fraternidad con las turistas extranjeras.
Apoyamos la idea. Aún había mucha gente caminando, carpas
improvisadas en la arena, y demasiada oscuridad que las fogatas
algo atenuaban. Buscamos un rato y ni rastro de las turistas
rubias que seguramente andaban con otros planes. De pronto,
Alfredo se dirigió al mar, y nos dijo que se va a mojar un poco,
para bajarse la borrachera. Nosotros nos sentamos en la arena
para sacar más hielo y otro vaso. Por razones de economía, aho-
rro y circunstancias por lo general bebíamos sólo cerveza, cane-
lita y anís. Conversamos un buen rato y cuando emprendimos
el regreso notamos la ausencia de Alfredo. Lo buscamos por
toda la playa, en todo lugar. Ya estábamos ensayando qué íba-
mos a decirle a la madre de Alfredo, porque ya lo suponíamos
ahogado y sepultado por el agua. Los viejos que pernoctaban
en la playa decían que en algunas noches los tiburones suelen
merodear en la orilla. Cansados de buscarlo regresamos al ma-
lecón. Allí logramos ver a un muchacho que estaba tumbado so- 23
bre un banco de cemento que recibía la brisa que venía del mar.
Alfredo había regresado y como pudo se acostó sobre un banco
de cemento y se durmió bajo los efectos del alcohol. Un brazo le
colgaba al suelo, parecía un cadáver. Lo recogimos y lo montamos
al autobús. Partimos en la noche en dirección a Maracay, pues ha-
bía que llegar en la mañana temprano a clase.
Alex, ¿Y ahora qué pasa, eh?
Ahora les contaré cómo intentamos hacer la revolución.
Estábamos en la hora de clase. El profesor trazó una circun-
ferencia en el pizarrón y en su interior un triángulo. Y dijo: el
cateto opuesto elevado al cuadrado sumado al cateto adyacente
al cuadrado es igual a la hipotenusa elevada al cuadrado. Esto es
el teorema de Pitágoras. Ahora si decimos que el cateto opuesto
es el seno y el coseno es el cateto adyacente y hacemos que la
suma de ambos sea igual a 1, entonces tenemos una identidad
trigonométrica fundamental. El profesor guardo silencio por un
instante y dirigió la vista al frente, como si mirara al infinito. El
profesor era un ex cura español que solía finalizar la clase con
un si vosotros no entendéis esto, desde ahora les digo que estáis
bien jodidos. Es todo en la clase de hoy. Repasen las formulas que
les di. Las van a necesitar, no sólo en el examen, en toda la vida.
Salimos de clase y nos enteramos que habían convocado a una
asamblea para informar las razones de sostener la presencia estu-
diantil en toda la ciudad. Ya en la semana anterior hubo fuertes
acciones de protesta en la calle, y una compañera de clase resul-
to herida. Luego de la asamblea salimos y cruzamos la avenida
Francisco Narváez para internarnos en el vasto matorral que era
el parque Santos Michelena. Seguimos por el camino hecho de
tantas pisadas, y nos instalamos en alguna derruida caseta: cua-
tro columnas y un techo lo suficiente grande para albergar a una
24 familia en un día de celebración. Cerca de allí, en ocasiones se
encontraban algunos músicos callejeros ensayando sus melodías.
Y de noche era hogar de indigentes.
En nuestra reunión de ese día se tomarían trascendenta-
les decisiones: la sanción para Alfredo por echar a perder el
fin de semana en la playa. Y la más importante que medios
emplearíamos para asistir al concierto en el Nuevo Circo de
Caracas del Blood, Sweat &Tears.
Todo esto ocurría en el año en que la Escuela Técnica
Industrial cambió a Ciclo Diversificado Joaquín. Avellán. Se
estableció la norma de que los del quinto y sexto año segui-
rían usando la casi legendaria camisa de cuadros pequeños
hasta su graduación. Los nuevos, nosotros, portábamos una
camisa blanca y el pantalón era gris.
En la memoria de los que ahora pasan con frecuencia por el
cruce de las avenidas Bolívar y Francisco Narváez ya no están las
violentas refriegas entre estudiantes y policías que allí sucedían
en aquellos años. Los grandes ventanales de vidrio del cine Cap-
cimide caían como cortinas que han perdido su soporte, abatidos
por las ráfagas de piedra.
Cuando llegaba la Guardia Nacional, la mayoría de los mani-
festantes de otros liceos se retiraban. Los del Joaquín Avellán se
mantenían verticales en su posición. De esta manera se sostenía
la leyenda de que sólo nosotros enfrentábamos a la feroz Brigada
Antimotines de la Guardia Nacional.
Hubo un día en que la protesta tomó un tono muy intenso.
Ese día llegaron en sus jeeps por el lado norte y por el lado sur.
Se ubicaron como a doscientos metros del lugar que ocupába-
mos. De lado nuestro empezamos a recoger piedras, ladrillos y
botellas. Los guardias formaron una fila con sus escudos y atrás
estaban los que portando un arma en forma de rifle daban su 25
aporte a la educación venezolana con ella lanzaban perdigones,
bombas de gases lagrimógenos y eventualmente, balas.
Esperábamos un enfrentamiento, pero sucedió algo inesperado:
los guardias aguardaban la orden de arremeter a los que estaban
apostados en la calle, pero tal orden no llegó. Luego de varios mi-
nutos de tensión. Se replegaron para montarse en jeeps y partieron.
Es oportuno decir que en el movimiento estudiantil había una
honestidad y convicción en la mayoría de sus actos, que desde
el punto de vista actual pareciera inocencia. Los medios de difu-
sión sí mantenían una postura de intereses y no de ideologías.
Si la manifestación de estudiantes no beneficiaba a sus objetivos
financieros, entonces los muchachos eran vándalos, grupos de
anárquicos, delincuentes que alteraban el orden y atentaban con-
tra la propiedad privada. Si las marchas de estudiantes les benefi-
ciaban, entonces eran valiente muchachos que salían a defender
la democracia y la libertad. Libertad, esa palabra.
La asamblea estudiantil ha comenzado. Un estudiante se ha
subido sobre un pupitre que cumplía funciones de tarima im-
provisada, para leer el reporte médico sobre el estado de la salud
de Juanita, una compañera de clase, golpeada por los guardias
en la manifestación de la semana anterior. La compañera Juanita
presenta hundimiento de la caja torácica, desprendimiento de la
retina en un ojo y traumatismo general. Nos sentimos violentos
por lo ocurrido. La ira era una bandera a pleno viento. De Juanita
recuerdo su cara muy pálida, el cabello negro y suelto, su admi-
ración por Mao Tse Tung, y las alpargatas. Los adolescentes de
aquellos años ya manifestaban interés por las marcas caras de za-
patos deportivos, y ella por decisión propia sólo usaba alpargatas
negras. Sentíamos por Juanita mucho afecto. También recuerdo a
su amiga de lucha, Luisa la China.
Nos animaban por aquellos días, el espíritu e ideales, en primer
26 término, de la generación de los sesenta y teníamos como modelo al
Mayo francés. Casi todos habíamos visto las películas del festival de
Woodstock de 1969 y a las Fresas de la Amargura, algunos formamos
círculos de lectura en torno a Herbert Marcuse. Ciertamente un coc-
tel explosivo. Se había comenzado a deliberar qué acciones empren-
der cuando sonaron algunas detonaciones, al parecer eran disparos.
Y luego el cárcoma del gas saturó el aire, ácida e irritante, la niebla
lagrimógena avanzaba por los pasillos.
Ahora se entendía porque la Guardia Nacional había espera-
do que todos estuviéramos adentro para atacar. Era su estrategia
definitiva, allanar el centro educativo, y provocar suspender toda
actividad estudiantil.
En la noche, en cadena nacional de televisión y radio, el minis-
tro de educación, por los disturbios en todo el país, suspendió las
clases, y entonces, la revolución debió esperar.
¿ Y ahora qué pasa, eh?
Oh, ha llegado la hora del amor.
La cita es en el parque. Sentados en un banco de metal de
color marrón tenemos ante nosotros los árboles frondosos, y
las flores felices. Liliana y yo conversábamos. El cabello le olía a
champú de manzana y yo le dibujaba con el dedo las facciones
de su rostro. Le dije: ¿Por qué cuidas tanto tu virginidad? ¿ para
quién la conservas?. Se quedo callada. ¿ por qué no hablas? Y dijo:
Alex, tengo 16 años, igual que tú, ¿y si salgo embarazada?
Pensé en hablarle de los métodos anticonceptivos. Pero en lu-
gar de mencionarlos, le tomé de las manos y la miré con ternura.
De esa manera le indicaba que cambiaría de tema de conversa-
ción. Ella entendió y suspiró agradecida. Y me dijo: háblame de la
película de mañana, de Tommy. Entonces le expliqué: la película
es una ópera, es decir las personas que actúan no hablan, cantan
sus diálogos. Y cuenta la historia de Tommy, un niño que presen-
cia la muerte de su padre y el trauma emocional lo deja completa-
mente autista. Luego, al crecer se convierte en un gran campeón
de pinbal. Él se recupera completamente y se convierte en una 27
especie de guía espiritual, en un falso guía espiritual. La madre
de Tommy y el padrastro de él crean una forma de religión que
reporta grandes beneficios económicos. El tema de fondo son
las falsas religiones, las sectas, y el gran engaño que hay detrás
de algunos ídolos. Y cómo es una opera rock. La banda sonora
la componen músicos como Eric Clapton, Elton Jhon y la banda
The Who. Estábamos en marzo y el amor aligeraba la atmósfera,
había algo similar a una primavera en que florecían los apamates
y el araguaney se vestía de gloria, todo renacía, la inexorable re-
novación de la vida.
Aún me parece ver aquella cola que se había formado a la
entrada del cine Capri. Era lunes popular (entrada a mitad de
precio) y allí nos reunimos: Yolanda y Ramonazo, Ada y Oscar,
Mariela y Alfredo, Liliana y yo. Los ocho fuimos puntuales, todos
llegamos cuando el reloj de la catedral marcó las cinco. Presen-
taban la película de la Opera rock Tommy. Era nuestra primera
salida en grupo y yo noté cierto nerviosismo por la novedad del
suceso. La ventaja de la rebaja en el precio de las entradas nos
convenció para ver otra película en el cine Roxi, allí la cartelera
del cine anunciaba a Las Fresas de la Amargura. Cuando salimos
nos invadió la fantasía de una revolución iniciada y guiada por los
estudiantes. Pero de inmediato comprendimos que Hollywood
también la hubiera tergiversado y deformado haciéndola otro
producto de consumo, como convirtió la imagen del Che, casi
como un artículo que se puede adquirir en un supermercado,
como el logo de la Coca-Cola. Pero nos decíamos que si la reali-
dad puede destruir un sueño por qué no un sueño puede des-
truir la realidad. Las novias de entonces, por regla general, sus
padres sólo les daban permiso hasta las once pm. Ese detalle no
las hacía aptas para invitarlas a nuestras aventuras. El amor tenía
sus límites. Amor, esa palabra.
28 ¿Y ahora qué pasa, eh?
Ahora sí. Larga vida al hard rock
Cuando le comenté a mi abuela lo del concierto de Blood,
Sweat & Tears y el significado de esas palabras en español y su
origen histórico, las había pronunciado Winston Churchill, en un
momento difícil para su patria. Ella, con la sabiduría que dan los
años y la vida, me dio una inter-pretación muy acertada de ese
nombre en una banda de jazz-rock en aquellos días. La abuela o
para decirlo con más precisión, su recuerdo, es ahora para mí,
como la música, una fuente de inspiración Mi abuela y su maravi-
lloso amor incondicional, que llenó mi ser de la substancia para
vivir, y la capacidad para aceptar y dar amor. También me enseñó
(muy a su modo) el amor por la belleza y por el lenguaje. Y a
quien me ama ( o me amó) sin condiciones no le puedo fallar.
Ya era de noche cuando llegamos al Nuevo Circo de Caracas.
Los Blood, Sweat & Tears tenía pautadas dos presentaciones. La
primera noche hubo un tumulto en la venta de entradas. Y el
gobernador de Caracas dio indicaciones para otorgar la puerta
franca, la entrada libre. Nos acercamos en la segunda Rare Ear-
th presentación esperando un acontecimiento similar, entrar
gratis. En aquellos días no había lugares apropiados para esos
eventos de música moderna como la llamaba la gente que no le
gustaba o no la conocía.
Antes la banda y luego Carlos Santana, en ese orden cronoló-
gico, se habían presentado en la plaza Monumental de Valencia.
Llegamos al terminal del Nuevo Circo con una gran expectativa.
Sin sospechar que la noche de Caracas nos deparaba una sorpresa.
Cuando nos acercábamos al lugar del concierto, la plaza de
toros, vimos que una gran multitud de jóvenes huía de la policía.
La policía metropolitana con uniformes de negro venia portando
armas disuasivas y se veía desde la distancia la expresión en sus
rostros de feroces rottweiler. Así que corrimos. 29
El terminal de pasajeros, centro de donde partían y llegaban
todos los autobuses del país, quedaba justo al lado de la pla-
za de toros. Y los sorprendidos pasajeros que esperaban a esa
hora un medio de movilizarse, no encontraban donde meterse
ante la inesperada avalancha de muchachos perseguidos por la
policía. Aun en los andenes donde estacionan los autobuses y
las calles cercanas fueron escenarios de una persecución tan
acérrima como inexplicable.
Huyendo del encontronazo con los esbirros atravesamos el
terminal y cruzamos una calle paralela. Algo jadeantes por el es-
fuerzo de la huida, nos detuvimos, estábamos algo desorientados,
y observamos a nuestro alrededor. Había un toque de irrealidad
en aquel lugar. Un inquietante silencio se respiraba en esa calle,
aunque presentíamos que detrás de las ventanas se agazapaba
un ruido filoso. Las luces de neón brillaban sobre el asfalto espe-
jeante de las calles. Había una puerta inusitada y semioculta por
la penumbra. La puerta era tenuemente iluminada por una farola
que estaba lejos, en la esquina.
Entramos y la primera semejanza que se pueda imaginar era
que un lugar que imitaba al film Casablanca, pero en lugar de
aparecer con su clásico cigarrillo en las comisuras de los labios y
el sombrero ladeado a Humphrey Bogart o aparecer entrando de
una manera desenvuelta y hermosa a Ingrid Bergman, en su lugar
sólo se veían a unos tipos mal encarados observando atentamente
un escenario reducido y precario. Una mujer de piel muy morena
había comenzado a desnudarse. Vino de la República Dominicana
escuché que alguien informaba a otro. Consideramos que dadas
las circunstancias, sólo expendían whisky, y éramos menores de
edad, aunque la estatura no nos delataba, parecíamos de mayor
edad, decidimos salir del lugar. Antes de que nos invitaran a salir.
En el viaje de retorno a Maracay nadie habló. Todos ensimis-
30 mados en los más íntimos pensamientos. Yo observaba las luces
de los de los carros en la autopista y las sombras fantasmagóricas
de los árboles en el paisaje de la noche. Llegamos a Maracay.
La imagen, el recuerdo de la dominicana bailando al com-
pas de la música había tomado proporciones mitológicas. Nadie
pudo dormir de la manera acostumbrada. Y al reunirnos al día
siguiente no hicimos comentarios sobre Blood, Sweat & Tears,
al fin sólo era una banda de jazzrock, y nos gustaba más el hard
rock. Por decisión unánime acordamos que iríamos a la casa de
Panchita: era un lugar donde amas de casa que se aburrían de las
labores domésticas y muchachas universitarias que luchaban por
costar sus carreras vendían caricias y besos a quien lo necesitara.
Otra vez nos subimos al estruendo verde oliva, y colocamos la
canción que nos acompañaba en las aventuras extremas (en aque-
llos años podíamos convertir lo más sencillo en lo más extremo).
Estaba Highway Star en el cassette y en nuestras voces.

nobody gonna take my girl i'm gonna keep her to the end nobo-
dy gonna have my girl she stays close on every bend ooh she's a
killing machine she's got everything like a moving mouth, body
control and everything I love her, I need her, I seed her yeah she
turns me on

Doblamos haciendo un gemido de cauchos en el asfalto. Deja-


mos la calle Pichincha atrás y seguimos cantando.

I love her, I need her, I seed her yeah she turns me on all right
hold tight i'm a highway star

Pasamos por la esquina de los Ranchos del Trajín y entendí


(al recordar las veces que he caminado por esta ciudad) que la
biografía de una ciudad se lee con los pies.
Mientras nos movilizábamos en dirección de la casa de Pan-
31
chita, tuve una brusca percepción del futuro. Me veía y veía a mis
amigos en los años venideros. En que todo esto sería un recuer-
do. Tal vez nos reconoceríamos, y al encontrarnos, tal vez sería
motivo de celebración o tal vez seriamos aquellos amigos que con
el tiempo se evitan, y hasta se cambian de acera al encontrarse
por no tener que nada que contarse. O temen perder el tiempo,
o que le soliciten un favor.
Media vida después habíamos de recordar aquella tarde
cuando llegamos a la casa de Panchita. Ubicada en la calle
Boyacá entre Carabobo y Libertad. La casa era –porque fue
demolida por el tiempo y el olvido– una construcción que iba
acorde con la arquitectura de la otras casas en el centro de la
ciudad techos de tejas rojas y grandes ventanales
Un zaguán corto que daba a un patio sin árboles ni plantas de
ornamento, sólo un césped cuidado con esmero. Al lado derecho
un número indefinido de cuartos. Una sala amplia, el lugar donde
las muchachas esperaban a los clientes (alguien me informó, en
los días en que este relato era sólo un proyecto, que los vecinos
habían abierto pequeños agujeros en las paredes para observar
qué ocurría en su interior).
Llegamos sin prisa. Conversamos un buen rato con las mucha-
chas con la intención de observar para luego elegir. Alfredo y yo ha-
bíamos coincido en una que parecía la encarnación de Helena de
Troya. Tenía un rostro nada feo con ojos resplandecientes, de pie-
dra preciosa, que eran castaños con puntitos de oro: ojos de felino.
Cuando hablaba, me vino a la mente la clásica pregunta: ¿qué hace
una muchacha tan linda en un lugar como éste? Pero claro, no dije
nada. Pero Alfredo había pensado lo mismo. Y él sí lo preguntó. La
respuesta de la mujer a Alfredo quedo como una anécdota que recor-
dábamos después, cuando queríamos molestar a Alfredo. Él la hizo
en la entrada y ahora en la salida de esta historia. Preguntó, y com-
32 prendió su error. Pero no pudo o no supo rectificar. La mujer abrió
muy sorprendida sus ojos. Y dijo: qué pregunta, ¿tú qué crees que
hago yo aquí? Pues te lo diré. Vengo a este lugar a tirar, muchacho
marico. Si todavía no lo sabes.

Diciembre 1975
Eran las ocho de la noche, a principios de los ochenta. Mi
abuela y yo estábamos ante el televisor dispuestos a disfrutar de
la serie policial Columbo. Después de los cortes comerciales apa-
recía el teniente Columbo, de la brigada contra homicidios de la
policía de Los Ángeles. La gabardina vieja, el eterno cigarro en la
boca y bajando del destartalado Peugeot 403 era la imagen fami-
liar que semana a semana presenciábamos.
Mi abuela me comentaba que aunque siempre citaba a su es-
posa, ésta nunca aparecía. Nadie había visto a la mujer de Colum-
bo. Yo añadía otro detalle, no usaba arma de fuego y todos sus
perseguidos eran delincuentes de cuello blanco. Ciertamente, el
arma de Columbo era su inteligencia, que le permitía atar cabos,
hasta los detalles más inconexos. El teniente Columbo, sin duda,
pertenecía a la tradición de los detectives sagaces de la ficción. Se
podía emparentar con Auguste Dupin, Erik Lönnrot, con Sher-
lock Holmes, y hasta con Hércules Poirot y miss Marple. Todos
con el común denominador de una gran capacidad de descifrar
las pequeñas pistas que dejaban los maleantes. Columbo era una
suerte de vengador de los que eran considerados torpes o tontos
ante los prepotentes y los engreídos. Columbo había arraigado
tanto en nosotros que el pequeño perro que teníamos en la casa
obtuvo el honor de ser bautizado con su nombre.
Ahora, media vida después, me he propuesto escribir la cró- 33
nica de un personaje que sin ínfulas de una gran inteligencia, y
dedicado a labores humildes pudiera ser un detective compe-
tente, o aún mejor, alguien que pudiera sacar provecho de los
errores de los maleantes.
Con ese propósito me propongo hablarles de Santiago.
Un fin de semana estaba Santiago moviéndose con lentitud,
arrastrando la manguera verde de un lado a otro mientras obser-
vaba atentamente el flujo del agua. Cuidadosamente fue regando
el cafetal. En sus pensamientos mantenía la idea de que las per-
sonas son como las plantas: tienen necesidad de cuidados para
vivir, para sobreponerse a las enfermedades, y para morir en paz.
Un amplio rectángulo de espacio de tierra rodeado por un
muro de ladrillos rojos resguardaban a los cafetos. La paz no era
perturbada por el ruido de los automóviles que transitaban en
las calles. Si bien había salido poco a la ciudad. La vida que trans-
curría fuera de los muros no lograba despertar su interés ni su
curiosidad. La casa tenía un frente de árboles frondosos: pinos y
apamates, y un grupo de girasoles que semejaban rostros de se-
res humanos, A su lado estaba el flanco de una montaña, por allí
subía peligrosamente una carretera sinuosa y empinada que con-
ducía a la playa. Era realmente impresionante la vista que había
sobre la ciudad y más allá, al sur, un lago cuya agua había cono-
cido momentos más limpios. Santiago entró en la casa y puso en
funcionamiento el aparato de televisor. El aparato creaba su pro-
pia luz, su propio color, su propio tiempo. No estaba sometido
a las leyes físicas que acababan siempre por doblegar a la gente.
La historia transcurre en esta casa. Hay cuatro personajes: don
Baltasar, Santiago, Andrew y Lola. De Santiago se puede decir que
le gustaba ver su imagen reflejada en el espejo de su cuarto, le
recordaba la imagen del niño que había sido y la de don Baltasar
34 sentado en el sillón con sus grandes manos arrugadas y encogi-
das, que ya estaba enfermo y respiraba con dificultad y hacia fre-
cuentes pausas cuando hablaba. Santiago era huérfano y Baltasar
lo había resguardado en su casa desde muy niño. La madre de
Santiago había muerto al nacer él. Nadie le había dicho quién era
su padre. Aprender a escribir y leer está fácilmente al alcance de
muchos, para Santiago fue un aprendizaje difícil, él no entendería
todo lo que dijeran, ni las conversaciones a su alrededor. Santia-
go sólo trabajaba en el cuidado de los cafetos. Él sería como las
plantas: callado, abierto y feliz cuando brillara el sol y abatido y
melancólico cuando lloviera.
En las noches de lluvia y de truenos Santiago era asaltado por
oscuras pesadillas en las que era abandonado en un asilo para
enfermos mentales. Despertaba en medio de la noche, sudando y
temblando de miedo como un niño. Sólo cuando llegó Lola a la
casa cambiaron radicalmente los sueños. En una ocasión, cuando
se encontraba mirando la televisión, oyó un ruido como de lucha
en los pisos superiores de la casa. Salió de su cuarto y, ocultán-
dose detrás un enorme jarrón, vio a Andrew, el único sobrino de
don Baltasar, lo vio cuando salió de la habitación del tío. Santiago
tuvo el presentimiento de que habría cambios en su vida, pero
aún no imaginaba como serian los nuevos tiempos que vendrían.
Ahora dejaré por un momento suspendido en la historia a An-
drew, con un objeto oculto en una toalla, subiendo y bajando
la escalera que llevaba al cuarto de don Baltasar, sin notar que
Santiago lo seguía muy de cerca. ¿Qué intenciones tiene Andrew
cuando sube a la habitación de su tío a esa hora? (ciertamente, un
nudo dramático de este relato).
De don Baltasar se puede hablar de su temprana ambición y
de una codicia coronada por el éxito. El negocio de exportación
de café resultó, y muy pronto se daba grandes lujos. No casó ni
dejo descendencia, lo que produjo ciertos comentarios que siem-
pre ignoró. Ayudó a su sobrino Andrew a obtener una carrera 35
universitaria ventajosa enviándolo a estudiar a Inglaterra. Ahora
hablaré de Lola. Eran las seis de la tarde cuando Lola acababa de
golpear el llamador en la puerta de la casa, en ese momento había
comenzado un programa en la televisión sobre Paris, y Santiago
lo observaba con gran atención. Lola era española y había llegado
para poner algo de orden en los archivos de don Baltasar. Tenía
cuarenta años y se movía sobre las piernas más esplendidas que
se vieron en muchos años por el lado norte de la ciudad. Santiago
andaba por la cincuentena y no había conocido una novia en su
vida. Y los sueños de Santiago de siniestras pesadillas cambiaron
a sueños más amenos.
Sí, posiblemente las imágenes de Paris que mostró la televi-
sión se entremezclaron con Lola, y él soñó, en la noche, que con-
ducía una bicicleta con Lola como pasajera montada al frente de
él. Cara a cara y mirándose a los ojos. Lola y Santiago. Las piernas
de Lola brillaban como la plata.
Santiago pedaleando por la calle Rennes, luego la calle Vaugi-
rard. Y la falda de Lola sólo cubriendo lo esencial, y las piernas
brillaban como las estrellas. Cuando cruzaban el Pont Neuf en di-
rección a la isla de Saint Louis las piernas de Lola se enroscaron
para aprisionar las caderas de Santiago. Y Santiago se sumergió pro-
fundamente en Lola. Eran invisibles en la multitud que transitaba
en las calles. Cuando estaban en el barrio Pigalle cada orgasmo de
Lola, ella lo anunciaba a Santiago con una sonrisa, guiñaba un ojo
y cerrando la mano a manera de un puño levantaba el pulgar. Al
llegar al bulevar de Saint Michelle, Santiago no pudo sostener el
equilibrio por el temblor del clímax que lo estremecía y rodaron
por el suelo. No eran invisibles, porque desde la ventana en la ace-
ra opuesta una mujer muy anciana y arrugada levantó la mano, la
cerró en forma de puño y dejando el pulgar en alto les sonreía con
36 picardía. Santiago despertó con una alegría desacostumbrada. Y el
amanecer lo sorprendió con un rastro de insomnio.
Andrew, sí procedía de una familia y tuvo la suerte de recibir la
ayuda de su tío. Su nombre sus padres lo tomaron de una serie de
ricachones que en la televisión aparecía el día domingo en horario
nocturno. Era notable su carácter prepotente y rara vez respondía
al saludo de Santiago. Hay quien se valora a sí mismo por lo que
tiene y ante éstos se oponen los que se miden por lo que saben
y por la Belleza que pueden crear y aportarla al mundo. Andrew
ambicionaba la herencia del tío, la codiciaba demasiado. Una no-
che, (la noche en la que dejé la imagen detenida en la escalera).
Se afeitó y se colocó el mejor traje que tenía, luego cargó un rifle
calibre 22. Ocultó el rifle en una toalla. Subió las escaleras. Lola
había salido y regresaba al día siguiente y Santiago no contaba, era
demasiado estúpido, así pensaba Andrew.
Entró al cuarto, apuntó y disparó entre los ojos de don Bal-
tasar, éste trató de hablar, Abrió y cerró la boca, pero Andrew le
dijo: cállate, y para asegurarse que le obedecía le disparó tres
veces. Pero Andrew no contaba con Santiago que lo había apun-
tado con una cámara fotográfica —en un programa de televisión
aprendió que los hechos delictivos se fotografían para llevar la
evidencia a la policía—. La herencia pasaría a Santiago por dis-
posición de don Baltasar en el testamento. Y los sueños con
Lola podían tomar realidad concreta. Al día siguiente Santiago
entró a la habitación de don Baltasar. Nunca había entrado en
ella. Se encontró con una habitación dos veces más alta que las
demás. Las paredes estaban cubiertas de estanterías llenas de
libros. En una de las mesas había varios cartapacios de cuero.
Lola hablaba a gritos por el teléfono, se dio vuelta y, al verlo,
señaló la cama. Santiago se acercó a don Baltasar que estaba
sostenido por finos almohadones y parecía como escuchando
atentamente algo que sólo él podía oír. Sus hombros descen- 37
dían en ángulos agudos y la cabeza pendía hacia un costado,
como un fruto pesado de una rama. Santiago clavó la vista en
el pálido rostro del cadáver. Tenía un solo ojo abierto, como los
pájaros que a veces aparecían muertos en el patio, el maxilar
superior le caía sobre el labio inferior. Lola colgó el teléfono y
le informó que acababa de llamar a la policía.
Santiago por primera vez entendió algo bien en su vida: su
hora de poder había llegado. Contempló una vez más a don Bal-
tasar, murmuró unas palabras de despedida, y se retiró. Una vez
solo en su cuarto, y en contra de todo lo que se podía esperar de
él, comenzó a leer un libro de crónicas.

Mayo de 1980

La enorme bola de hierro golpeó la pared del edificio, los ven-


tanales estallaron y se desprendieron. La máquina de demolición
continuó sus potentes y sistemáticos golpes, levantaba una nube
de polvo y esparcía escombros. El viejo edificio se desplomó.
Yo salía del CELARG todos los jueves y caminaba hasta la es-
tación del metro de Altamira. Mientras contemplaba el espectá-
culo de destrucción recordaba la tertulia que hubo después de
la lectura, reunidos como una cofradía entorno a una mesa, en
el sexto piso del nuevo edificio que ostentaba el nombre del
patriarca de los escritores del país. Se había comentado que en
muchas ocasiones el escritor regresa a las primeras herramientas
de sus inicios como creador de ficción. Una suerte de retorno a
las primeras intuiciones de sus primeros pasos .Esto significaba
que yo volvería a Borges, Kafka, y Cortázar en algún momento. Y
mis pensamientos seguían un curso anárquico como si imitara el
movimiento de las calles de esta ciudad.
El sol tejía un crepúsculo escarlata y naranja sobre Caracas
38
cuando dejé atrás la máquina de demolición que seguía en su la-
bor de enfatizar que lo único permanente es el aparente cambio.
Una música exquisita salía de un restaurante y se mezclaba con el
ruido los automóviles. Nunca me había explicado la fascinación
que siento por la música hasta que Beatriz, una amiga astrologa,
develó el misterio. Es Neptuno en sextil con Mercurio en tu carta
astral, me dijo en una ocasión.
Había emprendido el regreso a Maracay. Y mientras caminaba
me envolvía un lúgubre pensamiento. Era un desasosiego y una
sospecha de que la verdadera vida estaba esperándome en otra
ciudad, entre gente desconocida, a veces pronunciaba nombres
de ciudades en las que se cumpliría mi destino si alguna vez las
visitara. Me propuse cambiar el curso de mi pensamiento a otras
ideas más alegres. Recordé la conversación de la reunión en el ca-
fetín luego de la lectura. Se había planteado una interrogante algo
frívola: qué país de Europa albergaba a las mujeres más bellas.
Francesas y suecas, las primeras nacionalidades mencionadas.
Luego se refirieron a las españolas e italianas. Pero alguien que
nos estaba escuchando, un señor mayor, nos dijo: yo he viajado
por toda Europa, y puedo opinar con propiedad, las mujeres más
hermosas son las de Europa del Este. Me imaginé de inmediato
aprendiendo idiomas de consonantes complicadas y vocales ex-
plosivas, las lenguas eslavas, porque nada como comunicarse en
el idioma nativo y vinieron a mi mente imágenes de hermosos
rostros femeninos: checas, polacas, húngaras, rumanas, serbias,
croatas, bielorrusas, ucranianas, búlgaras. Y también la posible
explicación de mi amiga: te asaltan esos pensamientos porque
tienes a Marte en el signo de Escorpio. Y esto lo hubiera dicho
con un brillo de picardía en sus ojos de gitana anglosajona.
En el viaje hasta la estación de La Hoyada recordé algunos luga-
res de Caracas que fueron mi domicilio en el comienzo de mi vida.
En el tren subterráneo había estado pensando que encontrar vín-
culos con el pasado había tomado prioridad de urgencia. Motivado 39
de esta manera tomaba la línea de mis recuerdos semejante a una
línea ferroviaria. En ella yo transitaba el recuerdo de un zaguán lar-
go en una casa donde encendí por primera vez una luz de bengala,
luego llegaba hasta el recuerdo de mi madre cundo me tomó en
sus brazos para sacarme una foto junto a un árbol recién plantado.
Y seguía hasta que la línea de mi memoria se detenía ante un muro
infranqueable. Escribir una crónica es una forma de meditación, es
imaginar con el ritmo de la respiración y de la memoria. Vivimos
con la esperanza de llegar a ser un recuerdo. ¿ es lo que se busca
cuando se escribe? No espero nada de la literatura, pero le aposté
la vida.
En busca de un vínculo con los recuerdos, no me bajé en la
estación de costumbre. Seguí hasta la estación Capitolio. Iba a la
plaza de la Concordia. Allí estaban los recuerdos más hermosos
que tengo junto a mi hermana: en aquellos lejanos días cuando la
memoria debuta. Nos deleitaba correr por los jardines. Subir las
escaleras enormes de mármol, para deslizarnos por los pasama-
nos, a manera de un tobogán de parque. Y muy especialmente,
meternos bajo la pérgola que nos parecía gigantesca, para gritar
y gritar y dejar que el eco nos envolviera. Porque se producía un
eco celestial e inolvidable. En la imagen que he evocado por un
instante he parado de jugar para saludar con la mano al hombre
con algunas canas en el cabello que le sonríe y desde el ahora le
responde con la mano al saludo.
Iba con una gran expectativa. Aceleré un poco más mis pasos.
Pero al doblar la esquina veo que no hay nada, hay un estacio-
namiento, la plaza dejo de ser. Como una abierta conspiración
contra la memoria y todo lo que vale el esfuerzo de recordar, han
colocado en su lugar un adefesio, han abierto una cicatriz en un
rostro hermoso.

40 Octubre de 1988

Una luna dividida en láminas se muestra a través de la per-


siana, y se posa sobre el cuerpo desnudo de Selena que observa
casi con indiferencia la forma en que las sombras la han separa-
do. Franjas de oscuridad y piel. Yo la contemplo y de momento
a momento su rostro se me hace perfecto. La penumbra nos
envuelve y hace más palpable nuestra soledad compartida. La
luz azul de la lámpara incide sobre la ventana única y sobre el
instante de reposo en la cama donde nuestra sed nos ha dado
una tregua para permitirnos conversar sobre las cosas más ínti-
mas, los recuerdos más inesperados, los más inexplicables: un
árbol rayado en forma de corazón con una navaja, la escalera
de caracol que llega hasta el piso más alto de un viejo edificio
y, especialmente, de nuestro primer encuentro, cuando los dos
ejercíamos funciones de enlace de un grupo clandestino.
Entre los dos hilvanamos el recuerdo. En febrero acostumbra
subir la temperatura y en aquella noche de calor húmedo salí a
respirar algo de aire fresco. Después del anuncio del toque de
queda los locales comerciales bajaron sus puertas de metal a tem-
prana hora, y no veía alguno abierto. Yo buscaba un lugar para to-
mar alguna bebida que me quitara el sopor del sueño. De pronto
descubrí una pastelería abierta. Entré y pedí un café. La mucha-
cha que me atendió era morena y bastante atractiva. Ella se movía
con rapidez y eficiencia en la máquina que cuela el líquido negro
y en la manera gentil de depositarlo en la taza junto a una pasta
seca. De repente me sugirió la imagen de una Naomi Campbell
caraqueña laborando en una modesta pastelería de inmigrantes
italianos, pero deseché la idea. La gravedad de los acontecimien-
tos, la tensión política y la ansiedad casi convertida en pánico se
tocaba, se respiraba en el aire. Miré el lugar donde estaba: amplio
y solitario, con un gran espejo al final. No faltaban fotografías de 41
Italia. Las mesas para los clientes junto a la pared. Bebí el café y
salí a la calle. Caminé lentamente hasta la esquina y vi que el cine
mantenía en cartelera una película de Win Wenders. Es entonces
cuando, anunciada por gritos, escuché el ruido de la marcha.
Seguía caminando y reflexionaba, una de mis costumbres fa-
voritas. Esta vez mi reflexión se impregnaba de las imágenes de
inminente violencia que veía en la calle. Me preguntaba si tanta
discordia entre seres humanos y naciones ocurrían una vez, o
era necesario que se repitieran una y otra vez para que tuviera
peso en la historia. El eterno retorno de lo idéntico que Heráclito
había formulado, y luego Parménides lo tomó y reconsideró para
que tuviéramos la opción de elegir entre el peso y la levedad.
Pero ese idea, para algunos un mito demencial, nadie lo pude ve-
rificar, puede hacernos plantear otras reflexiones. Hacer de él un
divertimiento dialéctico: si la eternidad existe, me interrogaba, la
eternidad puede ser terrible ¿por qué dónde va a terminar? Con
semejantes pensamientos seguí caminando y vi pasar los prime-
ros automóviles de la marcha. Miré el reloj: 8:00 pm.
Algunos aplaudían, la mayoría miraba silenciosa. Luego del
toque de queda no era para menos. En la pequeña entrada de
un centro comercial, ya estaba quien podía ser ella, la muchacha
que yo esperaba. Era el enlace que me habían encomendado en
mi nueva misión. Como me habían indicado llevaba un vestido
anaranjado y un libro: La condición postmoderna, la obra de
Lyotard era usada como signo de identificación de un grupo
clandestino. Yo llevaba bien visible un libro de Baudrillard. Me
acerqué y le dije la contraseña: ¿Qué precio tiene su peluca? La
voz me salió fluida, aunque estaba muy ansioso. Ella me miró
fugazmente, y me dijo: a usted qué le importa. Tienes a Venus
en tu casa novena y eso sólo puede significar: en el amor te
42 corresponde una mujer extranjera. Luego, bajando la voz hasta
hacerla un susurro, añadió: yo soy un corazón.
Dimos media vuelta, simulando observar las vitrinas de las
tiendas de ropa, intercambiamos nuestros nombres secretos. Em-
pezamos a caminar. Doblamos en la tercera esquina. Alejados un
poco de la gente hablamos: el toque de queda, los rumores de
otro intento y la huida de algunas personas. Selena estaba cansa-
da pero necesitaba llegar lo antes posible al lugar donde pernoc-
taría. Selena poseía una voz muy tierna y en su modo de caminar
tenía un aire de ardilla en un bosque de almendras, pero muy
seria, iba como meditando y resolviendo cosas al mismo tiempo.
Era linda, con el pelo con tintes de tonos rojizos y los ojos gran-
des y mansos. No tenía ese algo de belleza acorazada y dramática
que hoy se estila. Nos llegaba de tiempo en tiempo el ruido de
las bocinas de la marcha y el ruido de las cacerolas al golpearlas.
Íbamos hacia el extremo sur de la ciudad, internándonos por ca-
lles oscuras, donde la gente saca mesas y sillas para jugar dominó.
Luego oímos una canción que nos agradó mucho, era una de los
Dire Straits .Las luces de neón brillaban sobre el asfalto que daba
la sensación de parecer espejos en las calles. Después, la ciudad
fue dominada suavemente por un gran silencio.
Llegamos a la casa. Nos encontramos que alguien con el nom-
bre clave de Lacan ha dejado un mensaje en una nota escrita que
dejó sobre la mesa. De inmediato entendí que debería acompa-
ñarla al cruce de calles que estaba en la salida del oeste. No era
lo convenido pero a veces había que modificar los planes sobre
la marcha. Selena se fumó un cigarrillo y pusimos en funciona-
miento al televisor y vimos como en los medios audiovisuales
no comentaban la marcha ni los cacerolazos, sólo transmitían di-
bujos animados y mensajes institucionales para la conservación
del ambiente. Selena preparó café para seguir conversando. Yo la
contemplé y de nuevo comienzo a notar su belleza. 43
Recuerdo que aquella noche profetizábamos el fin de las uto-
pías, en no creer más en los metarrelatos, pero la globalización nos
acechaba. En plena sociedad de la información que nos hacia más
enterados de todo, pero, ciertamente, no más felices. Hablamos un
poco más, empezaban a pesarnos los ojos y lo último que recuerdo
fue el himno nacional que transmitía la televisión porque me deje
vencer por el sueño. Ambos nos quedamos dormimos, era el can-
sancio acumulado por días de movilizaciones furtivas por toda la
ciudad. Yo me desperté al poco rato. Selena continuaba con la cara
vuelta hacia mí. Parecía como tocada en el rostro por una especie
de transparencia que hace creer en la posibilidad de leerle los sen-
timientos. En lugar de intentar tal cosa me acerqué y le deposité
un dulce beso en la boca. Ella abrió los ojos y me devolvió el beso.
Mis labios abandonaron su boca deliciosa y comenzaron el camino
con lentitud estudiada: la tersa piel del cuello es la que inicia a mis
húmedos labios. Las manos anticipaban cada gesto y van adelante
de los labios. Primero acarician los hombros, apretaban suavemen-
te los senos. Luego mi boca llegó para sorber y lamer los pezones
erectos. Ella se dejo hacer mientras su cuerpo era un incendio.
Las manos acariciaron mi cabeza, acompañando la cadencia de los
besos, como si fuese una artesana modelando el ánfora del amor.
Mi lengua llegó sinuosa hasta su ombligo en busca del camino del
Edén. Edén que era húmedo y cálido. Las manos se adelantaron
para tomar su cintura, mientras le separé las piernas con firmeza y
a la vez con ternura. Sentí que todo mi cuerpo se introdujo entre
sus piernas. Mis manos se aferraron fuertemente a sus caderas, y
labios y lengua llegaban a su destino. Pronto los besos cubrían su
gruta y mi lengua profundizaba en sus pliegues más íntimos. Sus
gemidos eran el anunció del placer que explotaba como en cámara
lenta. Simultáneamente satisfacíamos y alimentábamos el deseo.
44 Dos cuerpos frente a frente son dos olas y la noche es el océano.
Dos cuerpos frente a frente son dos estrellas que vuelan en el cielo
nocturno. Ella se acomodaba apoyándose en sus rodillas y en sus
codos y levantando al máximo el trasero de diosa exuberante y pa-
gana: nalgas de majestuosas armonías, firmes y maravillosas. Selena
se me ofrecía de esa manera y su pose me daba un ángulo perfecto.
Sin duda, aquella imponente imagen podría producir y curar cual-
quier desequilibrio de la imaginación.
De pronto advertimos de la claridad del sol amaneciente,
ha entrado por las persianas, en aquella mañana del último
día de febrero de 1989.
27 y 28 de febrero de 1989

El ruido de la motocicleta irrumpió en el pequeño espacio


de paz que en ese instante buscaba consolidarse. La motocicleta
recorrió en dos minutos la calle. Luego, dos disparos resonaron
en la esquina. No hubo nadie que intentara averiguar qué había
ocurrido, sólo la voz de una mujer preguntándose a quién habían
matado esta vez. Eran las dos de la madrugada. En una casa ubi-
cada en una vereda paralela a la calle un hombre se mantuvo en
la cama reflexionando en este suceso y en las impresiones que
le habían causado en él: tal vez no había despertado del todo de
una profunda lectura. Se mantuvo un rato en la cama. Luego,
tomó un cuaderno en la mesa de noche para escribir algo. La
fecha del día al final de la nota quedó a manera de rúbrica. Se
levantó y atisbó un rato por la ventana: una abertura cruzada por
láminas horizontales de metal. Todo estaba tranquilo en aquella
comunidad de familias que habían llegado de otras regiones del
país, junto a inmigrantes de países vecinos y lugares muy lejanos:
de Latinoamérica, Europa y del medio Oriente, la lejana Asia y 45
las islas del Caribe. Cuando se emigra a otro país no es en busca
de una mejor vida, se emigra para huir del país en donde se vive.
Llegaron y se instalaron, pero al no encontrar lo que buscaban:
su lugar en la vida, poco a poco regresaban a sus países de origen.
En el frente de su casa había un árbol de acacia talado, y en ese
preciso momento una iguana con lentitud paleolítica trepaba por
el tronco que aún le sobrevivía dos o tres metros de altura, subió
hasta la cima, allí una ramita verde aún resistía, y la iguana en un
solo abrir de boca la desapareció. La iguana permaneció como
una reina, contemplando desde lo alto sus dominios.
El árbol no fue un simple árbol. Él lo consideraba, como los
hindúes consideran a las acacias, como el símbolo de la eterni-
dad. Sembrada por más de veinte años, podía decir que resplan-
decía de verde y amarillo, por sus hojas y flores en los meses
de lluvia. La tenía como una especie del linaje del apamate y el
araguaney, se alzaba erguida y solitaria, casi como una irreveren-
cia insoportable para algunos y tal vez por eso el árbol padeció
por años el ataque de venenos sembrados en la raíz, clavos en su
corteza, intentos de quemarlo, aun el hijo de un vecino frente a
su casa con una escopeta le disparó al árbol, algunas balas deja-
ron su huella en la puerta. Él nunca pudo explicarse por qué la
agresividad y maldad contra el árbol, o si acaso, era una manera
indirecta y solapada de agredirlo a él.
Y el árbol fue debilitándose, sin dar señales de su lenta agonía,
hasta fallecer.
Él veía en el árbol una especie de contraparte, una imagen y
una prolongación de su propia vida, un ejemplo de resistencia a
la adversidad. La extinción del árbol, ciertamente, lo lamentó. Era
un hombre que (justificadamente) poco prefería la comunicación
con las personas que habitaban en su vecindario, él prefería su
46 mundo interior y a las prolongadas lecturas que lo mantenían
ajeno a su entorno. Pero no leía para evadirse. Era una forma de
alimentarse. No se daba cuenta de cómo avanzaba el tiempo, lo
sorprendía el amanecer. Tenía con los libros una fraternidad más
excitante y consoladora que el trato con los vecinos. Se dio cuen-
ta de que la belleza existía y podía encontrarse en un gesto, una
mirada o en un libro. Pero ese descubrimiento lo hacía sentirse
melancólico, al compararlo con su medio ambiente habitual. Para
eso le había servido el descubrimiento de la belleza.
Los libros llevaban sus pasos a resonar en otras calles: calles
empedradas, con arcadas medievales perfectamente conservadas,
edificios de muros grises, adornados con gárgolas en los aleros, y
arriba la noche azulada del cielo sobre Praga. Leer le daba la po-
sibilidad de caminar entre neblinas tan densas, que cabía la posi-
bilidad de abrirse paso con el filo de una navaja, y subir una pen-
diente y entrar para oír el tintineo de las monedas sobre las mesas
de mármol y el sonido de los tacones de las muchachas sobre el
piso de madera, y los espléndidos vasos de whisky y las generosas
jarras de cerveza de una taberna en Dublín. O eran paisajes tan
remotos como únicos, con árboles con follaje luminoso y
delicado, de diseño diferente a los árboles de Maracay, no cre-
cían en arco ni en cúpula, sino en capas horizontales, y su forma
daba un aire heroico y romántico: las praderas de África.

II

Otra mañana en su vida. Aquél era el último lugar donde


uno esperaría que ocurrieran cosas asombrosas. El calor ago-
biante sobre los techos de acerolit. Las veredas construidas
para servir de drenaje en el tiempo de los copiosos inviernos se
abrían interminablemente a sus pasos. Se escuchaban los gritos
de los niños, una leve brisa arrastraba hojas por las veredas, y
producía un roce en las hojas que imitaba al sonido de la lluvia. 47
La rapidez atenuada de los automóviles en las calles cercanas. Él
no aguardaba nada importante, ninguna tregua.
Alguna vez pensó en escribir el relato de la comunidad. El ba-
rrio, homónimo del ilustre prócer venezolano que se inmortaliza
en la batalla de La Victoria, funda su historia en 1973, en aquel
tiempo sus techos eran del letal asbesto, que produce numerosas
y graves enfermedades y sólo se cambiaron al uso del acerolit
en el 2011, cuando explotó la fabrica de municiones militares
CAVIM, y una gran cantidad de astillas metálicas impactaron a
las casas. El hecho causó resonancia en todo el país y sólo por
ese motivo se hizo el cambio de los techos. Haría mención del
consejo comunal ubicado en una vivienda, los que habitaban allí
en otros tiempos tenían un logo de AD, después lo cambiaron
por uno del PSUV. Él con frecuencia llenaba las encuestas para la
mejora de la vivienda o el equipamiento de los electrodomésti-
cos, pero se le discriminaba sin razón conocida, tal vez porque él
vivía solo. Contaría las peripecias de la Katy y de la Kimberly, las
hermanas de la vereda 38. Y la vida tragicómica de una muchacha
que bajo los efectos del alcohol solía observarlo por las rendijas
de la ventana buscando sorprenderlo en sus actos más íntimos.
En el relato aparecería Rosario y Egleé, las viejas brujas, quienes
vivían al lado de su casa y toda la vida se había metido con él. Co-
mentaría sobre la gente que al verlo tan delgado decían que tenía
sida, o que la flacura era resultado de la adicción a las drogas.
Hipócritas cuyas lenguas maledicentes ocultaban que tenían hijos
realmente adictos a las drogas y las hijas eran putas de esquina.
O la gente que lo saludaba con deferencia para luego decir, a sus
espaldas, que era un loco. Mediocridad, hipocresía, estulticia. Los
domingos en la mañana algunas familias asistían a sus iglesias,
para luego, al regreso sentarse a la puerta de sus casas y hablar
mal de todo el mundo. Dios es verbo, no es un sustantivo Los
48 malandros más pintorescos: el ex-policia Kalunga-Elvis y el moto-
rizado Popy-Nelsón con las pocas neuronas sanas que les queda,
por el uso de la piedra y el perico, no estarán ausentes. Las ac-
ciones tendrían como telón de fondo ese sector de la ciudad en
que sobrevivían juntos el policía, el micro vendedor de estupefa-
cientes, la trabajadora sexual y el transexual con el mismo status.
Hablaría de la tenebrosa BECB (brigada de espionaje científico
del barrio) conformada por las lenguas viperinas más notables,
registraría las andanzas por la vereda 25 de una mujer que tenía
el cuello el doble de largo de lo habitual, lo que le resultaba muy
útil, ya que pasaba la mayor parte del tiempo estirándolo por
encima de las de las paredes para espiar a sus vecinos. En el ba-
rrio se tenía la certeza de que por la basura que botaban en cada
casa se conocía que clase de actividad tenían las personas que
la habitaban. Había periódicas inspecciones. Alguien se encarga-
ba de revisar las bolsas negras que dejaban a los camiones del
aseo urbano: otra forma de vigilancia. También mencionaría, la
maledicencia no tiene género, a los indefinidos de lengua bífida
que, todos en conjunto, solían hacer comentarios, los cotidianos
chismes, intentando criminalizar a personas que viven su vida en
paz. Escribiría toda una anatomía del barrio. Una crónica de vere-
das. Una pequeña vindicación a favor de los que alguna vez han
padecido alguna forma de bullying de vecindario.
Mientras caminaba por la ciudad solía meditar en la manera
de empezar su historia. Hacía anotaciones y ensayaba diversos
inicios. Fue entonces, mientras caminaba por la calle, cuando se
encontró al viejo tocando un saxofón. El viejo completamente
absorto en su instrumento parecía existir en un núcleo de espa-
cio sin tiempo. Por un momento paró su ejecución y le dijo: esto
lo estoy tocando mañana. La frase le pareció conocida. Era como
una clave. El viejo le enseñaría un nuevo medio de expresión. Y
de este modo llegó la música a su vida, aunque nunca dejó de
leer y de hacer anotaciones autobiográficas en una libreta. Empe- 49
zó con una flauta para dar los primeros pasos, pero la meta era
el dominio del saxofón. Narrar la historia de su vida debería de
esperar, este nuevo descubrimiento le añadía nuevos elementos.
Así fue el comienzo del jazz en su historia.

II

En la memoria de los transeúntes habituales de la avenida 19


de Abril había desaparecido el recuerdo del bar chino que alber-
gaba negocios turbios y encuentros clandestinos. Ahora su lugar
era ocupado por un establecimiento que abría sus puertas a la
música de jazz, y ofrecía cerveza rubia y helada a sus clientes.
En la puerta estaba el clásico aviso rojo e intermitente que aho-
ra ostentaba el nombre de Dixieland. En la barra se escuchaba
cuentos de los que frecuentaban el lugar. En cierta ocasión un
cubano contaba a otro de su viaje a Miami. Manolo me compré
un televisor para llevársela a mi familia -¿Es que no hay televisores
en su país?, me preguntó el vendedor. -Claro que los hay, pero los
programas de aquí me gustan mucho más.
Todo iba bien. Para el nuevo, pero talentoso ejecutante del sa-
xofón. Interpretando variaciones de los temas de John Coltrane y
de Santiago Baquedano, junto a un panista brasileño, un baterista
francés, que parecía nórdico y un trompetista de local.
Agrupados con el estruendoso nombre de El Quijote jazz
band. Luego de terminar su sesión de trabajo, casi siempre en
la madrugada, enfundaba su instrumento y con la tranquilidad
que se siente por la jornada cumplida se retiraba sin mayores
efusiones sociales, regresaba a su casa.

II

50 Una tarde caminaba por uno de sus lugares favoritos, la ave-


nida de los árboles incesantes, como gustaba llamarla. Era una
larga avenida llena de árboles que unía el centro de la ciudad con
el jardín zoológico. Y como en algunas películas donde aparecen
secuencias iniciales de beatitud y serenidad, para luego, dar paso,
y por contraste, resaltar las secuencias de tragedia y de drama-
tismo. Él no advirtió nada. Ningún signo premonitorio. Arroba-
do por la contemplación del rostro de la mujer que salía de la
frutería con el cabello rojizo que enmarcaba un rostro de piel
muy blanca: un rostro hermoso en cuerpo enfundado en un blue
jeans y una blusa azul celeste. La mujer intentaba salir a la calle
pero una lluvia repentina se lo impedía y la detenía en el umbral
de la puerta. Atrás de ella, los estantes de naranja junto a los de
piña y melocotones se juntaban como una composición pictórica.
La lluvia amainó lo suficiente para permitir que la mujer pro-
siguiera su camino. Y aquella imagen como un sueño se disipó.
Pero alguien también lo observaba a él. Y se acercó con sigilo
para pedirle que le entregara lo que tenía en el bolsillo, mirando
lo que suponía una cartera abultada de dinero. Ante el titubeo del
músico, el sujeto hizo un rápido movimiento y con algo le rozó el
pecho. El músico reaccionó empujando al delincuente (en medio
del forcejeo no pudo precisar si se trataba de un muchacho o si
era un enano) y éste, el enano o el muchacho se dejo caer en el
suelo en una acción que era indudablemente una burla. El músi-
co se alejó precipitadamente, casi puede decirse que huyó.
Caminó algunos metros y se detuvo un instante, y se miró
el pecho. Para su sorpresa se encontró que una mancha roja
redonda como una moneda y un hilillo húmedo de igual color
descendía varios centímetros en la camisa de cuadros. Pensó
que lo había herido con el filo de una botella, y se dijo que no
estaría de más ir al hospital ubicado a pocas cuadras de la aveni-
da Las Delicias, el lugar donde había ocurrido su encuentro con
el lado violento del hampa. 51
Allí le tomaron sus datos personales y un resumen del inci-
dente: una mujer llenaba con letra grande la hoja de la historia
clínica. Para escribir se colocaba lentes, eran anteojos cuadra-
dos y redondos en las esquinas, los movía constantemente con
el dedo índice.
Luego siguió por los casi interminables pasillos con paredes
de ladrillos azules. Bancos de metal pintados de verde, adosados
a las paredes, para aliviar la espera de los pacientes. Puertas que
se abren y cierran incesantemente. El olor del alcohol isopropí-
lico en todas partes. Allí una enfermera le preguntó. ¿Está respi-
rando bien? Sí, respiro bien. Entonces debe esperar un momento.
Y comenzó un largo desfile de personas que llegaban, casi todos
con heridas de bala. Al comprender que no iba a ser atendido.
Entró al baño público para eliminar la mancha de sangre y luego
de revisar la herida en su pecho salió del hospital.
Con la esperanza de que el aíre y el movimiento lo restauraran
anímicamente, regresó caminando. Conducido por una secreta
simetría: había tomado por la avenida Sucre, que es paralela a
la avenida las Delicias. Se detuvo un instante para contemplar la
animación de los que se ejercitaban físicamente en Las Ballenas. Y
como el sol comenzaba ya a ocultarse, siguió caminando, cuando
una voz lo llamó, eran Fernando y Claudia, habitués del Dixie-
land. Ellos se ofrecieron para llevarlo en su automóvil a la casa.
Mientras lo conducían, Fernando y Claudia comentaban del
último recital del Quijote Jazz band, pero él aparentando interés
por la conversación recordaba con humillación al enano (estaba
seguro de que era un enano) acostado en el piso, haciéndose
el dormido, los ojos cerrados, y sonriendo. Debí aprovechar y
lanzarle una patada en la cara (se dijo) pero luego pensó que tal
vez eso era lo que quería el enano, que se acercara para sacar un
revolver, sí, eso era, sólo una celada, un ardid del enano.
52 En la noche, cuando dormía algunas imágenes ya conocidas
regresaron. Era un sueño recurrente que aparecía en sus momen-
tos de mayor intensidad emocional, cuando recordaba a Jenny
quien había sido en un tiempo pretérito muy significativa en su
afecto. Él estaba en la avenida de los árboles incesantes. Una mu-
jer se acercó y le habló. Él levantó la vista de la libreta en que
estaba escribiendo. La mujer se aproximó aún más y le colocó un
dedo en sus labios, como pidiéndole silencio, y dijo: hablan poco
los árboles, se sabe, pasan la vida entera meditando y moviendo
sus ramas, basta mirarlos en otoño cuando se juntan en los par-
ques: sólo conversan los más viejos, los que reparten las nubes
y los pájaros, pero su voz se pierde entre las hojas y muy poco
nos llega, casi nada. La mujer hizo una pausa, y dijo: mi nombre
es Jenny. Luego una suave brisa le movió el pelo que era liso, de
un color indefinido, un suave castaño rojizo, el cabello con el
viento se movía y despejaba el cabello de la cara revelándola aún
más. Era hermosa. Al despertar recordó el poema, era uno de sus
favoritos, y casi lo había olvidado.

III

Pasaron los días y en plena actuación en el Dixieland sucedió lo


imposible. Mientras interpretaba un tema de Coltrane vio sus ma-
nos desaparecer lentamente, el saxofón seguía emitiendo su chorro
de sonido, su modo maravilloso de melodía, pero sin ver las manos
pulsando las clavijas. Nadie parecía darse por enterado. Todos conti-
nuaban disfrutando, llevando el ritmo con las manos y con el cuerpo.
Mientras regresaba a su casa sentía la certeza de que había
logrado tocar por vez primera de un modo sublime. Esa noche
tomó un taxi porque necesitaba llegar temprano. Necesitaba re-
flexionar sobre lo que le había sucedido mientras interpretaba
My Favorite Thing. Encontrar una explicación que coincidiera
con su sentido de la lógica. No pudo encontrarla y se rindió al 53
cansancio del día.
En la madrugada logró conciliar el sueño. Y soñó. Pero no era
su sueño recurrente. Soñó con el árbol de acacia.
En las imágenes oníricas apareció sin rastro de daño. Lo vio
inmenso, ochenta o noventa metros de altura, pleno de frondo-
sas y verdes ramas, con las flores más amarillas como nunca antes
las tuvo. Y empezó a escalarlo. Subía con dificultad por el tronco
tupido de ramas, hasta que después de un largo esfuerzo llegó
a la copa. Allí encontró un nido de aguiluchos que le abrían sus
picos como saludándolo Miró a su alrededor, y de pronto, tuvo
la idea de dejarse desprender, de caer, deslizarse en el aire. Lo
hizo y tuvo un momento de temor. Pero pronto lo superó por
que tenía la certeza de sostenerse en el vacío. Y abrió los brazos
y se mantuvo suspendido. Empezó a planear. Se dio cuenta de
que al mover un solo dedo una fracción de centímetro, causaba
en su vuelo una curva suave y extensa a gran velocidad, y vio que
cuando movía simultáneamente una mano y el pie de un mismo
lado, giraba como una bala de rifle. Y al doblar sus brazos caía en
picada a gran velocidad. Una vez que hizo todas las acrobacias en
el aire, volvió al vuelo horizontal. En el sueño reía como un ángel.
Al despertar relacionó los dos sueños. Entendió que la ima-
gen de la mujer correspondía a un ser real, alguien que había
conocido en otro tiempo, tal vez en su vida anterior. Pensó en
la acacia. El árbol había tenida una existencia trascendental, por
decirlo de alguna manera, había dado cobijo a las aves en sus
ramas, allí se les escuchaba cantar y hacer sus nidos, daba una
sombra refrescante, sus hojas alimentaban a las iguanas, y sobre
todo había ofrecido su belleza esplendida a quienes sabían ver.
Había cumplido con su razón de ser. Probablemente las manos
que atentaron contra su existencia no tenían esa trascendencia.
Nunca merecerían que sus vidas sean recordadas en un relato
54 literario. De pronto comenzó la lluvia. Una gota le recordó a la
mujer que aparecía en su sueño recurrente. Dos gotas, el árbol.
Tres gotas, el viejo saxofonista. Cuatro gotas, el poema de Monte-
jo. Cinco gotas, el despertar de una profunda lectura. Todo em-
pezaba a vincularse. Y fue entonces cuando, comenzó a escribir
un relato: el árbol de acacia.

Julio de 2011
Cerrando un ojo, el muchacho se coloca una máscara de hom-
bre cuando busca el corazón a través de la mira telescópica. Vino
a este lugar para matar a un hombre a quien no había visto nunca.
El cielo sobre Caracas tiene el color de una pantalla de televisor
sintonizado en un canal muerto. Una gota de sudor baja con difi-
cultad por la frente. La gota de sudor resume toda su vida. La bala
rompe el silencio. Abajo, en la calle, cae su víctima.
El hombre del rifle retoma rostro de inocencia.

Abril de 2013

Abraza con más fuerza la bicicleta. Subió a ella en la memoria.


De un salto montaba en la bicicleta. Ahora casi le era imposi-
ble. Le dolían mucho los huesos. Sus piernas desdibujadas por
el tiempo. Sobre la bicicleta le bastaría recordar las caras de sus
padres cada mañana cuando salía a repartir el periódico. Calle
abajo, calle arriba. La ciudad transformándose con el tiempo, casi
devorándola. Sus piernas ahora desdibujadas por el tiempo, reco-
brarían su fuerza, se alzaría nuevamente sobre sus huesos. Nada
que se atravesara en su carrera podría arrancarla del recuerdo.

julio de 2013
55

Bill Gates caminaba por un parque que bordea una plaza de


toros en una remota ciudad sudamericana. Lejos había quedado
su lujosa mansión en la querida Seattle.
Se había alojado en una buhardilla de emigrante pobre y salió
a caminar sin saber que estaba soñando. Algo de su antigua vida
le recordó que era hora de almorzar. Lunch, dijo en su inglés de
la costa oeste del Pacífico.
Caminó un rato más y encontró una lata de sardina y una bol-
sa de pan algo rancio pero muy útil en circunstancias de apremio.
Luego de saciar su apetito Bill Gates observó a una bandada
de pequeñas aves que estaban a la expectativa, y decidió compar-
tir algunas migas de pan que habían sobrado.
Las aves pequeñas comían tranquilas hasta que llegaron otras
aves de mayor tamaño que apartaron con sus picos y aletazos a las
más pequeñas. Se había trabado una feroz disputa por las migas
de pan, las más pequeñas resistían, pero sólo podían tomar los
pedazos que sobraban cada vez que una de mayor tamaño pico-
teaba una miga de y los trozos saltaban, otras aves más astutas se
posaban en las ramas y cada vez que en la contienda se descuidan
volaban y recogían un trozo y regresaban prontamente a la rama.
En ese combate Bill Gates creyó ver algo más. La eterna comedia
humana o, tal vez, la eterna lucha de clases, y permaneció un
largo momento reflexionando.
La lluvia había empezado y Bill Gates retorna a su buhardi-
lla. Pero la bolsa la dobla cuidadosamente y la oculta de la hu-
medad de la lluvia en una rendija del banco. Para que si alguien
quiera usarla, para cualquier fin o necesidad. Por lo costoso que
ahora está el papel.

Enero de 2014
56

El calor de la calle era agobiante. El aire se sentía pesado y la hu-


medad pegajosa del sudor arreciaba el mal olor que desprendía la
aglomeración de la gente. La tarde seguía su curso languideciendo
sobre los techos de acerolit. Era un barrio con veredas diseñadas
con la función de servir de drenaje en el tiempo de las copiosas
lluvias. Un barrio al que no le faltaban los escarnecedores, los cha-
lequeros apostados todo el día en las esquinas que se metían con
todo el que pasaba. Era un lugar donde la gente poco le importaba
los días de trabajo para obtener dinero. Sólo importaba exhibirlo
con la moto que hiciera más ruido, la cerveza en la mano, o cual-
quier objeto que significara prestigio. También se manifestaba la
importancia al darle mayor volumen a la música que se escuchaba
sin considerar el espacio de paz de los vecinos O al irrespetar la pri-
vacidad de las personas, al espiarlas por las ventanas en las noches
para luego hacerlas víctimas de las lenguas venenosas de las viejas
chismosas. Ignorando que la protección de la intimidad, la vida
particular de cada persona es un derecho consagrado en las leyes.
Yo había tomado la libreta para anotar las impresiones que me
producía este lugar. Buscaba los habitantes más representativos
de la comunidad para hacer la crónica del barrio. Poco a poco
desfilaron ante mis anotaciones diversos personajes.
Cambiando el peso del cuerpo de una cadera a otra el ins-
pector Kalunga desplazaba oleadas de carne fofa que ondulaban
dentro de su ropa. Eran olas de grasa que se abalanzaban contra
los botones y costuras de su uniforme de colorgris azulado. Cami-
naba de un modo pausado y pesado. Sostenía una hamburguesa
en su mano izquierda cuando el aparato de comunicación de su
patrulla comenzó a transmitir mensaje: se le informaba que una
mujer en actitud sospechosa se había detenido en una parada de
transporte público, cerca del mini-mercado, en la calle Los Jabi-
llos. En una zona populosa de la Ciudad Jardín que ostentaba el 57
nombre de José Félix Ribas, ilustre prócer venezolano.
El inspector entró a la patrulla, dio un mordisco final a la ham-
burguesa y limpió la mano que tenía un rastro de mostaza en su
uniforme. Le dijo a su compañero, el detective Popy: éste es un
caso para el inspector Kalunga. De inmediato pisó con firmeza al
acelerador y dejó un chirrido de cauchos en el pavimento. Al alzar
la vista vio que el sol empezaba a descender sobre las montañas de
poca elevación que rodeaban al barrio, ubicado en la zona oeste”
Siempre Kalunga y Popy se iban sonando los cauchos en el pavi-
mento, y algunas veces no pagaban las hamburguesas”, me dijo el
pobre hombre que atendía el puesto ambulante de hamburguesas.
Después me encontré a Marina. Una mujer que mantenía en
funcionamiento a la Casa Fea.
La Casa Fea era un lugar que funcionaba como guardería de
los hijos de las meretrices mientras éstas ejercían su oficio. Así
supe de Marina, y después de la historia de Salo, un pequeño
habitante de la Casa Fea. Me entrevisté con Marina y ella poco a
poco me fue contando parte de su vida.
Tal vez cuando Marina era pequeña estaba predestinada a
convertirse en una victima irremediable. Tenía seis o siete años y
sus padres comenzaban a notar que se hería, se caía o hacía algo
desastroso con más frecuencia que otros niños de su edad. Se
preguntaban, ¿Por qué a Marina le sangraba la nariz tan a menu-
do? ¿Por qué tenía las rodillas siempre arañadas? ¿Por qué lloraba
tantas veces pidiendo el consuelo de su mamá? ¿Por qué se había
roto un brazo antes de los ocho años? ¿Por qué, realmente? So-
bretodo teniendo en cuenta que Marinita no era muy aficionada a
estar en la calle. Le gustaba jugar en casa. Por ejemplo, le gustaba
vestirse con la ropa de su madre, cuando ésta había salido. La pe-
queña Marina se ponía vestidos largos, tacones altos y maquillaje,
58 que se aplicaba ante el tocador de su madre. Pero por dos veces,
tales juegos habían sido la causa de que Marinita se enganchara
los bamboleantes tacones en la falda y se cayera por las escaleras,
cuando iba camino al baño para mirarse en el espejo grande. Esta
había sido la causa de las múltiples fracturas en el brazo.
Ahora Marinita tenía once años, y hacía mucho tiempo que ha-
bía dejado de probarse la ropa de su madre. Ya tenía sus propias
botas con plataforma que la hacían parecer diez centímetros más
alta, su propio tocador con lápices de labios, polvos compactos,
rulos, trencitas, tintes y reflejos para el pelo, pestañas postizas,
incluso una peluca en un soporte. La peluca le había consumido
el ahorro de su alcancía y el aporte de dos meses de sus padres.
No me explico por qué quiere parecer una mujer de treinta
años, dijo su papá. Ya tendrá tiempo de sobra para eso.
Es normal le contestaba la mamá, aunque ella sabía que no era
completamente normal.
La pequeña Marina se quejaba de que los muchachos la molestaban.
No me dejan en paz, les dijo a sus padres. Y mostró unas mar-
cas en su piel semejantes a mordiscos. Se subió una llamativa blu-
sa de nylón para mostrar las marcas de los dientes en su espalda.
Se tambaleaba un poco sobre sus botas blancas con plataforma,
rematadas por unas incongruentes medias verdes hasta la rodilla,
que hubieran sido más apropiadas a una go-go dancer.
Su madre!, exclamó el papá que estaba leyendo el periódico.
Mira esto, le dijo a su mujer.
La madre que estaba junto al fregadero, no quedó muy impre-
sionada por las marcas en la espalda.
Los muchachos me agarran y me estrujan, se lamentó Marina.
El papá estuvo a punto de lanzar el periódico al piso, pero se
contuvo y lo dejo suavemente sobre la mesa.
¿Qué esperas, Marina, si llevas pestañas postizas para ir al co-
legio a las nueve de la mañana? Sabes, Gladys, es culpa tuya.
Gladys desde el fregadero seguía diciendo que era normal a 59
su edad, o algo así.
Intentó explicarle a Gladys que Marina sería un buen revolcón
para cualquier adolescente estúpido, y convencerla de que ejer-
ciera mayor control sobre ella.
Sabes, Pedro, cariño, te estás portando como un padre sobre-
protector, es un síndrome muy común. Pero debes comprender
que si sigues portándote así vas a conseguir empeorar las cosas.
Despreocúpate de Marinita o empeoraras las cosas, dijo Gladys.
Marina tenía los ojos como el color de la miel fresca, y las
pestañas largas por naturaleza. Las comisuras de sus labios en
de forma de corazón tendían a levantarse en una sonrisa dulce
y complaciente. En el colegio era bastante buena en Biología,
dibujando espirogiros, el sistema circulatorio de las ranas, y cor-
tes transversales de las zanahorias vistas por un microscopio. La
profesora de Biología la tenía en gran estima, y le prestaba libros
que Marina leía y devolvía. En el idioma ingles, era la mejor del
colegio, lo hablaba y entendía perfectamente.
Luego, en sus vacaciones de diciembre empezó a salir, y tam-
bién comenzó a pedir colitas en las carreteras, sin ninguna mo-
tivo. Los muchachos iban a un lago donde hacían toda clase de
deportes acuáticos, desde la natación hasta la pesca y el remo.
Marina, no pidas cola. Es peligroso. Hay un autobús que hace
el recorrido dos veces al día, ida y vuelta, le dijo su papá.
Pero allá se iba pidiendo cola, como un lemingo precipitándose
a su destino, pensaba su padre. Uno de sus amigos llamado José, de
quince años y con carro, pudo haberla llevado. Pero Marina prefe-
ría parar a los camioneros. Así la violaron por primera vez.
Marina hizo una gran escena en el lago, se echó a llorar cuan-
do llegó allí a pie, y dijo:
Acaban de violarme.
El guardia del lago le pidió a Marina que hiciera una descrip-
60 ción del hombre y del tipo de camión que conducía.
Era pelirrojo, dijo, Marina, llorosa, unos veintiocho años. Era
grande y fuerte.
El guardia llevó a Marina en su carro al hospital más cercano.
Los periodistas le hicieron fotos y le dieron un helado. Ella les
contó la historia a los periodistas y a los médicos.
Marina se quedo en casa por tres días, mimada y protegida,
aunque el misterioso violador nunca fue encontrado, aunque en
el hospital los médicos confirmaron que Marina había sido viola-
da. Luego volvió al colegio, vestida como para una fiesta: zapatos
de plataforma, maquillaje compacto, esmalte de uñas, perfume
intenso, escote profundo. Consiguió más mordiscos: en el cuello,
la espalda. El teléfono de la casa no paraba de sonar: todos los
muchachos de la escuela querían salir con ella. La mitad de las
veces Marina salía a escondidas, la otra mitad entretenía a base de
promesas, por lo que ellos se quedaban esperando delante de la
casa, a pie, en carro o en moto. Su padre estaba asqueado, pero
qué podía hacer.
Es natural, sencillamente Marina tiene éxito, seguía diciendo Gladys.
Llegaron las vacaciones de Navidad y toda la familia se fue de
vacaciones a Colombia. Habían pensado ir a Venezuela, pero Ve-
nezuela resultaba demasiado cara. Fueron en carro hasta Cartage-
na. Los colombianos, hombres y mujeres indistintamente, se que-
daron mirando a Marina. Evidentemente era una niña aún y, sin
embargo iba maquillada como una mujer. El padre comprendía
porque la miraban todos, pero al parecer, Gladys no lo entendía.
Pedro suspiró. Pudo haber sido durante uno de esos suspiros
cuando Marina desapareció. Gladys y Pedro iban caminando por
una acera estrecha, con Marina detrás de ellos, camino del hotel,
y al volverse, Marina ya no estaba allí.
¿No dijo que iba a comprarse un helado? , dijo Gladys, dis-
puesta a correr a la próxima esquina para ver si había un vende-
dor de helados allí. 61
Yo no oí decirlo, dijo Pedro.
Miró frenéticamente en todas direcciones. No había más que
hombres de negocios con trajes formales y una cantidad conside-
rable de turistas vestidos con atuendos playeros. ¿Dónde había
un policía? En la media hora siguiente, Pedro y Gladys hicieron
saber su problema a un par de policías que escucharon atenta-
mente y anotaron la descripción de su hija Marina. Pedro incluso
saco una foto de su cartera.
¿Sólo doce años? ¿De veras?, dijo un policía de los policías.
Pedro le entregó una foto y no volvió a verla.
Marina regresó al hotel hacia la medianoche. Estaba cansada
y sucia, pero se dirigió a la habitación de sus padres. Les dijo que
la habían violado. El gerente del hotel les había llamado unos
minutos antes para decirles:
Su hija ha regresado! Subió directamente en el ascensor, sin
hablar con nosotros.
Marina les contó a sus padres:
Me han violado. Era un hombre de aspecto agradable y ha-
blaba inglés. Estaba vestido con un uniforme de la infantería de
marina de los USA. Quería que yo viese un mono que decía que
tenía en el carro. Yo no pensé que hubiera nada malo en él.
¿Un mono?, dijo Pedro
Pero no había ningún mono, dijo, Marina, y nos fuimos en el carro
Entonces se echo a llorar.
Pedro y Gladys se sintieron desfallecer ante la perspectiva de
encontrar al infante de marina, y de intentar tratar con los tribu-
nales colombianos si lo encontraban.
Hicieron maletas y regresaron a Panamá, confiando en que no
pasará nada, es decir, que Marina no estuviese embarazada. No
estaba. Le llevaron a su médico.
62 Es por culpa de todos esos cosméticos que se pone, dijo el
médico, la hacen parecer mayor.
Pedro lo sabía.
Un verdadero drama se presentó al año siguiente. Los vecinos
de al lado tenían a un joven médico pasando un mes con ellos
aquel mes de agosto. Se llamaba Joaquín y era sobrino de la señora
de la casa, Marisela. Marina le dijo a Joaquín que quería ser enfer-
mera y Joaquín le prestó libros, y pasaba horas con ella hablando
de medicina y de la profesión de enfermera. Entonces una tarde
Marina entró corriendo en su casa, llorando, y le dijo a su madre
que Joaquín llevaba semanas seduciéndola y que quería que esca-
pase con él y había amenazado con raptarla si no aceptaba.
Gladys se quedó horrorizada, aunque no enteramente horro-
rizada, sino más bien azarada. Quizás Gladys hubiese preferido
encerrar a Marina en casa y no decir nada del asunto, pero Marina
ya se lo había contado a Marisela.
Marisela llegó dos minutos después que Marina.
¡No sé qué decir ¡ Es espantoso ¡ No puedo creer tal cosa de
Joaquín, pero debe ser cierto. Ha huido de casa.
Esta vez las lágrimas de Marina no cesaron, sino que continua-
mente corrieron durante días. Contaba historias de que Joaquín
la había obligado a hacer cosas que no se sentía capaz de descri-
bir. El asunto se corrió por la vecindad. Joaquín no estaba en su
apartamento, porque nadie contestaba al teléfono, dijo, Marisela.
Se montó una cacería policial, aunque nadie sabía quién la
había iniciado. No había sido Pedro, Gladys, tampoco Marisela
ni su marido.
Joaquín fue encontrado al fin, encerrado en un hotel a varios
kilómetros de allí. La policía presentó cargos en nombre de la
ley para la protección de menores. Se inició un juicio en la ciu-
dad de Panamá, Marina disfrutó de cada minuto del mismo. Iba
al tribunal diariamente, tanto si tenía que declarar como si no,
cuidadosamente vestida, sin maquillaje ni pestañas postizas, pero 63
no pudo alisar su tizado pelo, que había empezado a crecer y
mostraba las raíces oscuras contrastando con el tinte ultra rubio.
Cuando estaba en el estrado de los testigos fingía que era inca-
paz de relatar los espantosos hechos, por lo que el fiscal tenía
que sugerírselos y Marina murmuraba síes, que con frecuencia le
pedían que repitiera en voz más alta para que el tribunal pudiera
oírlos. La gente meneaba la cabeza, abucheaba a Joaquín y al final
del juicio estaba dispuesto a lincharlo. Lo único que Joaquín y su
abogado pudieron hacer fue negar los cargos, porque no había
testigos. Joaquín fue condenado a seis años por abusos deshones-
tos y por planear el rapto de una menor.
Durante un tiempo Marina disfrutó haciendo el papel de már-
tir. Pero no pudo mantenerlo más que unas semanas, porque no
era suficientemente satisfactorio. La legión de sus novios se retiró
un poco, aunque seguían llamándola para salir. A medida que pa-
saba el tiempo, cuando Marina se quejaba de haber sido violada,
sus padres no le hacían mucho caso. Después de todo, Marina
llevaba ya varios años tomando la píldora.
Los planes de Marina habían cambiado y ya no quería ser en-
fermera. Iba a ser azafata. Tenía dieciséis años, pero podía pasar
fácilmente por tener veinte o más si lo deseaba, así que dijo en las
líneas aéreas que tenía dieciocho e hizo el curso práctico de seis
semanas sobre cómo mostrarse encantadora, servir las bebidas y
comidas a todos con agrado, calmar a los nerviosos, administrar
primeros auxilios y llevar a cabo los procedimientos de salida de
emergencia en caso necesario. Marina había nacido para todo
esto. Volar a Roma, Beirut, Teherán, París, y tener citas por toda
la ruta con hombres fascinantes era exactamente lo que siempre
había deseado. Frecuentemente las azafatas tenían que pasar la
noche en ciudades extranjeras, donde se les pagaba el hotel. Así
que la vida iba sobre ruedas. Marina tenía dinero y una colección
64 de extraños regalos, especialmente de magnates del hampa de
élite. En honor suyo hay que decir que Marina enviaba dinero a
sus padres regularmente, y ella misma tenía una cuenta en una
caja de ahorros de Nueva York.
Luego el envió de dinero a sus padres se interrumpió bruscamente.
Las líneas aéreas se pusieron en contacto con Pedro y Gladys.
¿Dónde estaba Marina?
En un viaje Bogotá -Amsterdan había conocido a don Noel
cuando éste llevaba un alijo de cocaína. Don Noel inicia a Marina
en la prostitución. Primero en Caracas y luego en Maracay.
Voy a la biblioteca pública y allí estaba Victoria. La biblioteca es
una suerte de refugio al que suelo ir con mis ideas y un cuaderno
para anotarlas. Pocas personas entran a la sala de literatura. Me
agrada por la paz y la atmosfera que es propicia para reflexionar.
Una tarde yo leía a Yukio Mishima, y me parecíafascinante el nexo
que había descubierto entre Mishima y otros autores de Occiden-
te que luego escribieron novelas cuya acción transcurre en Japón
Y entonces fue cuando llegó Victoria, me llamó la atención la be-
lleza de la muchacha, tenía el cabello largo, le rondaba la cintura.
Intercambiamos un hola, algo insólito porque allí nadie saluda.
Victoria entró a la sala y comenzó a revisar los estantes. Largos
minutos de búsqueda inútil por todas partes. Hasta que por fin
se me ocurrió preguntar: qué libro necesita. Buscamos a F. Scott
Fitzgerald, otro largo tiempo, los continuos cambios de ubicación
dificultaron encontrarlo, hasta que en la parte más baja de un
estante dimos con el libro de color rojo con la portada negra y
con letras doradas: El Gran Gatsby. Me pregunté, sorprendido,
cómo conocía del libro. Pero sólo me limite a expresarle mi opi-
nión sincera: El Gran Gatsby es una de mis novelas más queridas.
A los días me enteré de que también había tomado en présta-
mo circulante a Las Olas de Virginia Wolf, otra de mis novelas
favoritas, vaya, una muy buena primera impresión me lleve de
Victoria. Pero no piensen erróneamente, no estoy repitiendo la
clásica historia de Lolita de Nabokov, de una Lolita erudita de 65
buena literatura, no, porque de Victoria emana una belleza que es
reflejo de su vida interior: de alguien que sabe ver la bondad y la
belleza del mundo que la rodea, porque hay bondad, sensibilidad
y belleza en el núcleo de su alma, esto para mi es algo inusitado,
maravilloso y casi sagrado.
Los encuentros se repitieron y me animé a recomendarle algu-
nos autores que me parecían más acertados al gusto juvenil: Paul
Auster y J.D Salinger. No sé si tomó en cuenta mi recomendación.
Pensé en recomendarle después, al Extranjero de Camus.
Yo conjeturaba que el apasionado interés de Victoria por la
literatura es porque deseaba convertirse en una escritora: porque
en todo apasionado por la lectura existe una semilla de escritor.
¿Qué le puedo decir a Victoria? Se debe poseer el buen oído en
la escritura, la buena sonoridad de las palabras. Tener conciencia
del lenguaje, saber diferenciar qué está bien escrito de algo que
no está bien, quien tiene conciencia del lenguaje, no necesita de
los talleres literarios. Muchos pueden llegar a ser buenos escrito-
res, la mayoría, pero un gran escritor, uno de los grandes, se nace
predestinado ¿Quién pude decir hasta dónde vas a llegar? Se debe
seguir el impulso por escribir. Solo el paso del tiempo puede
calibrar la obra de un escritor.
Salo y sus compañeritos moraban en la Casa Fea. Lo primero
que puedo decirles es que ellos vivían en una casa ubicada en una
de las múltiples veredas que entrelazaban a los cinco sectores que
dividían al barrio. Para doña Marina recorrerlas con sus bolsas de
comida, que compraba en el mini mercado, con sus años encima y
el sobrepeso y sólo dos piernas aquello era una fuente de vida coti-
diana. Así lo recordaba a sus ahijados cuando no se quejaba de otra
cosa, porque además de su persistente soledad había nacido en
otro país. La primera vez que Salo vio a doña Marina tendría unos
tres años. Había en el barrio algunas colonias de extranjeros, desde
66 chinos hasta árabes, portugueses de Madeira, españoles, todos de
Galicia, y una enorme cantidad no determinada de peruanos, co-
lombianos, dominicanos, cubanos y ecuatorianos.
Salo al principio no podía saber que alguien desconocido le
pagaba a doña Marina por tenerlo en la casa. Cuando se enteró
estuvo llorando toda una noche porque creía que estaba en la
casa por puro afecto. Fue su primer desengaño.
Al verlo tan triste, doña Marina lo sentó en su regazo y le expli-
có que él para ella era lo más valioso del mundo. Salo cuando veía
que los otros niños recibían las visitas de sus madres comprendió
que no tenía una propia y como consuelo pensaba que tal vez no
le haría falta.
Durante mucho tiempo no supo el significado de vivir en
aquella casa porque nadie lo había insultado todavía. La señora
Marina había nacido en Panamá y había trabajado como mere-
triz en Caracas. Al retirase del oficio abrió una guardería para los
hijos de las colegas, no tenían a quien confiar el cuidado de sus
hijos mientras ellas laboraban en la semana. Algunos niños iban
a adopción porque había madres que los dejaban de un modo
definitivo. Son historias de niños que no habían podido abortarse
a tiempo. Entonces doña Marina hacia a un lado el detalle de que
alimentar a tantas bocas no iba bien con la persistente hiperinfla-
ción de aquellos días, y con la alegría de verlos crecer los mante-
nía en su casa hasta buscarle padres adoptivos.
En algunos meses cuando el trabajo de las meretrices au-
mentaba o tenían más demanda, también aumentaban el nu-
mero de niños a cargo de doña Marina decía que con tanto
que hacer que decía que iba a perder el pelo. Le daba mucho
miedo perder el pelo, algo terrible para una mujer que no
tenia casi nada más. Salo reclamaba la presencia de su madre.
Doña Marina le respondía con evasivas hasta que un día le
dijo: es una suerte de que no conozcan a sus madres. Y le pre- 67
gunto: sabes lo que es una puta. una mujer que se defiende
con el culo. Doña Marina, usted cuando era joven y bonita
también se defendía con el culo. Ella sonrió. Le gustaba oír
que fue joven y bonita
Eres un buen muchacho, Salo, pero no compliques tanto. Eso
lo hablaron tiempo después de que Salo había notado que un
muchacho de enfrente había cagado y su madre había acudido
de inmediato.
Salo se puso a cagar por todo el piso. Nadie acudió. La madre
de Salo no apareció. Doña Marina sí apareció y lo regañó. Salo dijo:
quiero ver a mi madre. Y siguió cagando por todas partes. Doña
Marina dijo que si paraba lo llevaría a monjas. Le dio miedo. Por lo
que había oído hablar de las monjas. Siguió cagando unos días por
puro principio. Cuando doña Marina llegaba del mini mercado con
sus bolsas de comida. Veía por todo el piso y echaba a llorar.
Don Noel era un proxeneta que de tiempo en tiempo iba a la
Casa Fea para hablar con doña Marina. Don Noel podía falsificar
certificados de todo tipo y demostrar casi cualquier cosa. Llevaba
un anillo en cada dedo y cuando lo mataron en un ajuste de cuen-
tas le cortaron las manos. Era un proxeneta nacido en Valledupar
y se hacía la manicure de color negro Le llevaba regalitos para
comer pero ella prefería perfumes y cosméticos, pues ella tenía
miedo de engordar aún más. Don Noel era analfabeto porque ha-
bía comenzado un oficio que le daba muy buen dinero y no había
tiempo de ir a la escuela. El venía para hacer escribir cartas a doña
Marina que él enviaba a Valledupar. La señora Marina decía que
estaba chiflado y había matado a varios hombres, y que había que
seguirle la corriente para no tener problemas. Estaba metido con
el contrabando de alimentos y de gasolina hacia Colombia. Cuan-
do conoció a doña Marina su trabajo era comer puré de papa
y llenarse el estomago de dediles de cocaína. El puré de papa
68 impedía que loa ácidos del estomago reventaron los dediles. Se
montaba en un avión con destino a Amsterdan. De regreso traía
siete mil dólares en su bolsillo.
Don Noel le daba cigarrillos, de esos que dan risa, a doña Ma-
rina. Cuando fumaba demasiado se pasaba el día con la mirada
extraviada y una sonrisa de felicidad. Y entonces por más que chi-
llaran y revolcaran los críos, ella se quedaba con un rostro de se-
renidad taoísta. Entonces Salo se encargaba de poner orden y esto
le gustaba, porque le hacía sentirse superior. La señora Marina se
quedaba sentado en la butaca, en la radio una canción de Felipe
Pirela, con una bolsa de agua caliente sobre el estómago y nos
miraba sonriente con la cabeza ladeada. A veces, hasta los saluda-
ba con la mano como si montada en un autobús pasará por allí.
En aquellos momentos no había nada que hacer y Salo tomaba el
mando para impedir que los críos encendieran las cortinas, que
son lo primero a lo que se prende fuego cuando niño.
Doña Marina aún podía reaccionar al temor a la Guardia Nacio-
nal. Mantenía el temor a ser deportada. Era una persona que vivía
de los recuerdos. Ustedes pensaran que no tiene sentido aferrarse a
los malos recuerdos, ella tenía sus razones. Aquel miedo era motivo
diversión para Salo, o cuando quería vengarse por alguna causa. El
mejor momento era por la mañana, cuando el día todavía andaba
en puntillas. Salo mandaba a uno de los muchachos a tocar la puer-
ta y con la voz más grave que pudiera emplear gritar es la Guardia
Nacional. Doña Marina con sus kilos de sobre peso saltaba de la
cama y corría, aún sin despertar del todo, por toda la casa. Los críos
se hacían los dormidos. Cuando veía que no eran los guardias, se
ponía furiosa y los llamaba hijos de puta. Y lo eran. Entonces a al-
guno se le escapaba la risa y cuando se daba cuenta de que era una
broma se ponía como una pantera o se echaba a llorar.
Una de las cosas que deslumbraron a Salo fue una máquina, que
al echarle agua y un colorante al depósito y hacerla funcionar, comen-
zaba a desprender globos de vapor en forma de diversas figuras de
colores. La máquina estaba arrumada en una habitación de la casa y 69
para Salo fue un gran descubrimiento.
Vio la gran oportunidad para hacer dinero en el cruce de las
avenidas. Mientras cambiaba las luces de los semáforos. Cuan-
do estaba haciéndola funcionar alguien le grito: vendedor de
vapor. La gente desde su carro y la ventanilla le dejaba algunos
billetes de pequeña nominación. El encuentro con la maquina
de vapor coincidió con los giros del pago por tenerlo en la Casa
Fea que poco a poco se hacían menos frecuentes y dejaron de
llegar. Era también el comienzo de algunos cambios: las mere-
trices de las nuevas generaciones ganaban mucho y tenían la
vida fácil, dejaban a sus hijos en las guarderías, don Noel ya no
la visitaba, y la salud y el sobrepeso empeoraban. Mientras Salo
se dirigía al mercado de la ciudad para hacer algunas compras
y en un terreno baldío estaban instalando un circo. Fue varios
días consecutivos y vio todo el proceso de su construcción. Con
un gran cartel: niños gratis. Había una gran flor de lis como un
estandarte en la entrada del circo. El circo con los payasos y los
cosmonautas. Era semejante a sueño merecía ser trasladado a la
crónica sin intermediarios de palabras o del lenguaje, como un
sueño interpolado en la realidad: a plena magia. Los cosmonau-
tas que iban a la luna y volvían saludando a los que pasaban y los
acróbatas que volaban por el aire con la facilidad que les da el
oficio y unas bailarinas hermosas encima de unos caballos y los
forzudos llenos de esteroides y músculos que levantaban pesos
increíbles sin el menor esfuerzo. Había un camello bailarín y un
mago con un sombrero del que salían conejos en fila india que
daban la vuelta a la pista y volvían a meterse en el sombrero, y
luego volvían a empezar porque era un espectáculo continuo. Los
payasos eran de todos los colores y estaban vestidos como era rigor
en ellos. Los había blancos, azules y arcoíris y tenían una bolita roja
en la nariz que se encendía. Detrás estaban los espectadores que no
70 eran de verdad, sino de ficción, y aplaudían sin parar porque estaban
creados para eso. El cosmonauta saludaba al llegar a la luna y la nave
paraba para darle tiempo. Cuando creías haberlo visto todo, salían
elefantes que daban la vuelta a la pista cogidos de la cola. El ultimo
era un crío, todo rosa, como si acabara de nacer. Después de los ele-
fantes volvían los payasos. No se parecían a nada ni a nadie. Todos
tenían una cara imposible, con interrogantes por ojos y de tan buena
risa que parecían idiotas. Salo al mirarlos pensaba en doña Marina,
sería muy graciosa si fuera payaso, pero no lo era. Tenían unos panta-
lones que subían y bajaban porque eran de risa y unos instrumentos
musicales que echaban agua en lugar de lo que suelen echar en la
vida corriente. Los payasos eran cuatro y el jefe era uno blanco con
un gorro puntiagudo, un pantalón bombacho y una cara más blanca
que los demás. Los otros hacían piruetas y saludos militares delante
de él y él les daba puntapiés en el trasero. Estaba mirando el circo
cuando una mano le tocó el hombro. Se volvió a mirar en seguida
porque lo primero que se le ocurrió fue que era un policía, pero
era una muchacha joven, no aparentaba más de veinticinco años. Era
rubia, con el pelo largo y olía bien, a almizcle fresco.
¿Por qué lloras?
La muchacha le tocó las mejillas.
¿Y esto qué es? ¿No son lágrimas?
No. No sé de dónde habrán salido.
Bueno creo que me he equivocado.¿Qué te parece el circo?
De lo mejor que he visto.
¿Vives por aquí cerca?
No, yo vivo en la urbanización José Félix Ribas.
¿Cómo te llamas?
Salomón, pero todos me dicen Salo.
A tu edad no deberías de andar solo por la calle.
Y no dijo más. Todo quedó en eso. La gente es como es. Le ha-
bló, le hizo un cumplido, le sonrió cariñosamente, suspiró y se fue. 71
Llevaba un impermeable amarillo para la lluvia que dejaba ver
por detrás su melena rubia. Era delgada y por su porte al caminar
hubiera pasado por una bailarina.
Saló no tenía mucho que hacer y se fue tras ella. Una vez se
paró, lo vio y se sonrieron. Luego se escondió en un portal, pero
ella no se volvió a mirar ni retrocedió. Por poco la pierde. Andaba
de prisa y supuso que se había olvidado de él porque tenía otras
cosas en que pensar.
La muchacha se paró frente a una casa y la oyó llamar. La puer-
ta se abrió y salieron dos niños que la abrazaron al cuello.
Salo se sentó en la acera. Le daba igual estar allí que en
cualquier otro sitio.
Cuando Salo llegó a la Casa Fea doña Marina se había puesto
peor, sobre todo de la cabeza que era lo más grave. Llevaba varios
días sin salir.
Pasearon a doña Marina por todos los sitios donde ella se defen-
día cuando era puta, y le hizo un efecto fenomenal y en su cabeza
se reanimó todo su pasado. Cuando Salo entró al cuarto la encon-
tró desnuda intentando vestirse para ir al trabajo, como cuando
aún se defendía con el culo. Salo le pareció que aquello no podía
ser verdad y hasta cerró los ojos para abrirlos mejor después. Doña
Marina completamente desnuda, con botas y unas tetas como se
podían imaginar pegadas al estómago, intentando menear el culo
como si estuviera en un sex shop. Salo pudo entender, tiempo des-
pués que se debía al choque de recuerdos que había recibido al
ver los lugares en los que había sido feliz, pero hay veces en las
que comprender no arregla nada, sino todo lo contrario. Estaba tan
maquillada que lo demás parecía más desnudo.

Noviembre de 2014

72
Salieron en la mañana y los vieron emprender el viaje y aden-
trarse en pueblos aún soñolientos y caminos de tierra pisada. En los
mejores vehículos que pudo aportar el funcionario del Gobierno a
los cuatro investigadores daneses que llegaron al país con el deseo
de estudiar algunas formas de vegetación, gimnospermas gigantes,
que aún no estaban lo suficientemente clasificadas en los manuales
de botánica. Esta planta producía graves alteraciones en la percep-
ción del tiempo y del espacio a quien se le acercara sin precaución.
Iban al sur, al encuentro con la selva. Llevaban a un redactor nativo
porque necesitaban de un informe en español (un simple trámite
burocrático del Gobierno danés). En la primera anotación de la
bitácora, la fecha de inicio del viaje: 22 de junio.
La carretera tenía leves tramos ascendentes y descendentes
sobre suaves colinas, otras veces se mostraba con amplias sinuo-
sidades. Bordeada por cafetales y grandes extensiones de caña de
azúcar. Tan grandes que parecían mares de espigas blancas que
el viento hacía ondular. Luego la carretera tomó el rumbo de la
llanura. Se hizo una línea recta. Las vacas pastaban y hombres de
pequeña estatura y corpulentos cabalgaban cuidando del ganado.
El cielo con enormes nubes ingrávidas y siempre cambiantes,
flotantes como grandes veleros. Lagunas y hatos, haciendas jun-
tos a pequeños poblados desfilaron ante sus ojos.
En la mitad del camino se aprovisionaron de lo necesario para
varias semanas. Una mañana desayunaron café endulzado con pa-
pelón y los daneses descubrieron las arepas preparadas con leña y
budare, y bromearon en su precario español. Pero al redactor, al
cronista de la expedición le asaltó un recuerdo. Antes del viaje, en
uno de los arrabales de la ciudad veía con frecuencia a una joven
gitana de ojos oscuros, cabello negro sobre la cara delgada y las
piernas frescas y desnudas Ella podía ver el futuro en las manos.
Y en un atardecer le pidió que leyera su destino. Cuando le
73
miró el mapa de su mano, guardó silencio. Luego habló para ma-
nifestarle que no tenía futuro. Pero que retornaría pronto, encar-
naría con su nueva vida en Europa, y en mil novecientos doce
sufriría una extraña transformación que lo convertiría en un in-
secto, cuando una mañana en una habitación lúgubre despertara.
Un escritor conocería esa historia.
El escritor la convertiría en novela y lograría con ella un gran
renombre y una celebridad póstuma. Le hablo de las muertes par-
ciales y de la intermitente inmortalidad y, especialmente, de su
destino de morir yretornar para que su vida y sus circunstancias
fueran el motivo de inspiración de escritores, así había sido en
el pasado y de igual manera se repetiría en el futuro. El redactor
apenas pudo contener una carcajada ante tal pronóstico sobre su
destino. Depositó tres monedas en la mano de la gitana y siguió.
La gitana le entregó dos historias y él las guardó para leerlas.
Yo jamás me equivoco en una lectura de mano, fue lo último
que escuchó de la gitana.
La expedición se detuvo en busca de reposo nocturno. La da-
nesa le mostró fotos de Europa. Él no conocía ninguno de esos
lugares, pero la foto del castillo de Praga le produjo una inquie-
tud que no pudo explicarse.
La danesa le dijo todo esto es tan distinto a los paisajes de este
país. Él contestó de igual manera, sí, es tan diferente a todo lo
que pertenece a esta tierra.
Los pensamientos del redactor convergían en una larga casa
de ladrillos descoloridos que alguna vez fue carmesí y en su ho-
gar que presentía estaba esperándolo en un sitio preciso de la
selva. Le comentó a los daneses que era mejor continuar porque
aún el camino se extendía largo y penoso.
Siguieron el viaje. Las tardes eran límpidas y sosegadas y las
noches frías, con mediodías de calor inclemente. Hasta que lle-
74 garon al río: una anchísima y voluptuosa serpiente cuya piel de
escamas de agua resplandecían bajo el sol. Era un espacio de li-
bertad y el escenario de un destino. Lo cruzaron en la gabarra y
siguieron el recorrido por dos días.
El lugar no aparecía en los mapas. Nadie ignoraba que fran-
quear el gran río es entrar a un mundo más antiguo y más firme.
Las montañas en la lejanía parecían cubiertas por olas inmóviles
azul oscuro que se recortaban contra el cielo. Los linderos de la
selva tenían una extraña apariencia como si vibraran ligeramen-
te. El redactor tuvo una sensación de cansancio repentinamen-
te. Cansancio físico, o pereza del espíritu Y pensó (supongo)
que necesitaba de un entusiasmo a prueba de naufragios para
continuar escribiendo.
Las palabras en la agenda le costaba reunirlas de nuevo. Com-
prendió que más que un relato de los hechos era más relevan-
te un relato de las emociones experimentadas ante los hechos.
Hubo un momento en que los vehículos no podían seguir y se
requería proseguir a pie. Una fila de cinco personas con morrales
enormes se internó en la selva.
Caminaron por varias horas, entre lianas y espesura vegetal.
Abriéndose camino con el uso de los machetes. Hasta llegar al
sitio donde acamparían. El calor de una fogata los iluminó la pri-
mera noche, y a la hora de dormir en la hamaca el redactor luchó
un buen rato para conciliar el descanso nocturno. Pero al caer
dormido casi de inmediato soñó a la gitana: la vio apoyada a un
árbol. El cabello negro sobre la cara delgada, las piernas frescas
y desnudas, sus ojos brillando en un resplandor de azabache. La
luna roja dibujó la sombra de un caballo sobre la arena. La mujer
había desaparecido y en su lugar un escarabajo se desplazaba con
lentitud imposible sobre la hierba.
En la mañana, muy temprano, los daneses se habían alejado para
emprender su labor científica, dejando al cronista solo en campa-
mento. Cuando el viento comenzó a soplar muy fuerte vino a su me- 75
moria el recuerdo de árboles derribados sobre las casas y el desborde
de los ríos. Sintió temor. El gran ventarrón se mantuvo por varios
minutos y luego amainó hasta que vino la calma. Pero realmente
era el inicio. Afortunadamente logró intuir que venía un desborde
de aguas, y se dedicó con premura a amarrar varios troncos con lo
primero que encontró.
Y llegaron las aguas y lo arrastraron. No supo cuántos días
llevaba flotando en la improvisada balsa. Atado boca abajo de día
para que el sol no lo cegara. Al bajar el nivel del agua caminó en
busca de raíces y frutos para comer y su estómago no pudo so-
portar. El disco solar no era ya una esfera definida, sino una vasta
elipse creciente que se extendía en forma de abanico sobre el ho-
rizonte. Buscó refugio bajo la hojarasca. Ahí reposaba, ovillado,
envuelto en su propio calor.
Poco a poco perdió los recuerdos, la memoria era un espejo
en blanco que sólo reflejaba fragmentos de imágenes. Había enfla-
quecido. El hambre y la sed lo atormentaban simultáneamente. Se
detenía un breve tiempo y luego proseguía su marcha. Algo indefi-
nido se adhería al caparazónoscuro (como el de un insecto) y frágil
de su cuerpo. El camino se cerraba retomado por las fieras
Alojados en la sombra, los animales salvajes y las aves comedo-
ras de carroña acechaban. Conoció el endurecimiento, la rigidez,
esa sequedad que antecede a la atroz ausencia de sensaciones.
Pero ya no sentía temor, sólo sentía una tranquila resignación que
se acrecentaba con el transcurrir de las horas. Miró al cielo azul
pálido como si intentara capturarlo en el recuerdo, como si inten-
tara, por primera vez, entrar en la muerte con los ojos abiertos.

Octubre de 2015

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Este libro fue editado por la Fun-
dación Casa Nacional de las Letras
Andrés Bello, durante el mes de julio
del 2017.
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Por la intrincada ruta de los recuerdos, el autor de este libro recorre un
sinnúmero de lugares de nuestra capital, describe asimismo, persona-
jes imaginarios, hermosos trazos de luz multicolor entre los que se
cuelan nombres y rostros de personajes, ya del cine, ya de la televisión,
grupos musicales que estuvieron de moda en cada época… En esta
suerte de crónica –novela se nos obsequia un disfrute del arte de narrar
poco común. Concreción en el estilo, un firme hilo conductor que se
apoya en una cronología explícita, son algunos de los muchos méritos
que este texto puede ofrecer a los lectores.

Hender Alejandro Ramírez. Maracay, estado Aragua,


Alejandro Ramírez

1955. Tallerista del Celarg en el ciclo 1987-1988; parti-


cipó en el Festival Mundial de Poesía del 2009. Es
autor del libro de relatos Animal de lujo (1993), y de la
antología Narrativa de Aragua (1997) trabajo de investi-
gación que abarca el período 1970-1998. Forma parte
de compilaciones de escritores de ficción mínima en
Estados Unidos, Argentina y España, con los relatos
La escalera de Auguste Dupin y El aspirante, entre otros.

Ramón Palomares

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