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SUMARIO
1. Triunfo y debilidad del principio de responsabilidad por el hecho. 2.
Ambigüedades del principio y supuestos problemáticos. 3. Responsabilidad
por el hecho, fragmentariedad y proporcionalidad. 4. El papel del
merecimiento de pena en la determinación de las conductas prohibidas y de
sus sanciones. 5. “Hecho” y causalidad. 6. “Hecho” y consecuencias causales
adicionales (a la lesión del bien jurídico). 7. Caso del impacto comunicativo
extraordinario de la acción. 8. Caso de la lesividad “colateral” de la acción. 9.
Caso de la creación de un ambiente social pernicioso (Klimadelikte).
1
Una versión preliminar del presente trabajo fue presentada y discutida en el XI Seminario
Interuniversitario de Derecho Penal, celebrado en la Universidad de Alcalá los días 10 y 11 de junio de
2008. Deseo agradecer a todos los asistentes a aquel encuentro su disposición a discutir mis ideas y a
someterlas a crítica, incitándome así a intentar –al menos, es mi esperanza– aclararlas más.
2
Aun cuando no quepa olvidar que también los regímenes liberales y el régimen soviético recurrieron –
bien que más moderadamente– a tales estrategias político-criminales, que constituían una parte de la
forma modernista de gobernanza del control y de la desviación social, propia de la época, antes que de
alguna ideología política en particular.
3
Salvo en el caso de los delitos especiales, en los que se describe siempre también un tipo de autor; a
veces incluso (en el caso de los delitos especiales propios) la concurrencia de dicho tipo llega a constituir
una condición necesaria –nunca suficiente– para la tipicidad penal. En todo caso, se suele entender que
tampoco los delitos especiales, ni siquiera los propios, caen en el Derecho Penal de autor y que, por el
1
menos, sus límites– se fijan exclusivamente en atención 4 a las características de la
acción misma, prescindiendo también en principio de las características personales del
condenado.
El reconocimiento generalizado del principio de responsabilidad por el hecho
como límite a las políticas criminales aceptables (reconocimiento sustentado tanto en
una determinada concepción de la racionalidad político-criminal como en una
interpretación específica del principio de igualdad ante la ley)5 se basa, sin embargo, en
una ambigüedad en el significado del término “hecho” en la formulación del principio;
más exactamente, en una ambigüedad acerca de cuáles son las “características de la
acción misma” que pueden ser tomadas en consideración, tanto al describir la conducta
delictiva como al fijar la sanción que a la misma ha de corresponder. Ambigüedad que,
de hecho, en el marco del contemporáneo “Derecho Penal de la seguridad”, está
rindiendo un extraordinario servicio a la hora de otorgar flexibilidad a los límites de las
políticas criminales aceptables: una flexibilidad con un sentido netamente anti-
garantista, que (en el contexto de una jurisprudencia constitucional muy remisa a
promover un control de constitucionalidad de las leyes penales que pueda parecer
demasiado intenso, por lo que intenta limitarse a analizar las fórmulas legales literales,
no su alcance efectivo) permite, de una parte, orillar el principio de proporcionalidad de
las sanciones y, de otra, un regreso subrepticio de algo que se parece demasiado al
Derecho Penal de autor. Por ello, debemos deshacer dicho equívoco.
contrario, respetan también el principio de responsabilidad por el hecho, en la medida en que los tipos de
autoría están descritos a partir de roles sociales y/o de posiciones jurídicas; en que no se apoyan en rasgos
(etnia, género, orientación sexual,…) generadores de discriminación; y, por fin, en la medida en que no se
basan en características criminológicas (empíricas) del sujeto en particular. Todo ello, sin embargo, será
cierto solamente cuando se den, efectivamente, tales condiciones, lo que no puede garantizarse por
principio. Así, ciertas configuraciones de los delitos especiales (particularmente, de los especiales
propios) pueden, no obstante, rozar, o entrar de lleno, en el Derecho Penal de autor; y resultar, por ello, no
sólo político-criminalmente irracionales, sino, además, discriminatorios y contrarios al principio de
igualdad: así, por ejemplo, un delito que castigase exclusivamente a los extranjeros residentes por –por
ejemplo– no respetar las costumbres matrimoniales españolas (monogamia, ceremonia civil o religiosa
reconocida por el Estado, etc.) sería, en mi opinión, Derecho Penal de autor.
4
Desde luego, conforme al criterio de proporcionalidad que se especifique.
5
Tanto la una como la otra resultan discutibles desde la perspectiva de la eficacia represiva del Derecho
Penal, como acertadamente reconoció el modernismo penal de finales del siglo XIX y principios del siglo
XX. Pese a ello, hay buenas razones, políticas y de derechos humanos, para defenderlas y sostenerlas
frente al defensismo, el correccionalismo, el preventivismo y otras tendencias similares contrarias.
2
2) Ambigüedades del principio y supuestos problemáticos
En efecto, decir que las conductas delictivas y las sanciones a las mismas deben
determinarse “exclusivamente sobre la base de las características de la acción
(delictiva) misma” parece querer decir, en principio, que, a la hora de realizar dichas
tareas, no deberá ser tomado en consideración ningún otro factor distinto. Así (y tal es el
origen del principio), no deberán serlo características del sujeto actuante que no tengan
que ver directamente con la naturaleza de la acción realizada: 6 su personalidad, su
extracción social, etc. Pero, en segundo lugar, no deberían serlo tampoco –tal parecería
la consecuencia necesaria– otros factores situacionales, diferentes de la acción misma:
circunstancias espacio-temporales en las que la acción haya tenido lugar, características
sociológicas y psico-sociales que se den en dichas circunstancias, etc.
¿O sí que, pese a todo, pueden –y deben– ser consideradas tales circunstancias?
Piénsese en problemas como los siguientes: 7
— Caso del impacto comunicativo extraordinario: la conducta fraudulenta del
administrador de una sociedad anónima dedicada a la actividad bancaria tiene, de hecho,
un impacto mucho mayor sobre el sistema económico que otra idéntica realizada en otra
sociedad anónima dedicada a actividades mercantiles diferentes. ¿Debería ser ello
tomado en cuenta a la hora de decidir si la conducta debe o no ser delito, o debe tener
mayor pena?
— Caso de la lesividad “colateral”: hay conductas que, debido a la situación
social en la que tienen lugar, además de afectar al bien jurídico contra el que van
directamente dirigidas, pueden afectar “colateralmente” –por así decir– a otros bienes
jurídicos: así, conductas frecuentes y organizadas de agresión sexual, de maltrato, de
lesiones, de injurias, etc. contra ciertas clases de personas (en suma, conductas de
6
Por supuesto, aquí el término “directamente” abre un margen de vaguedad en la interpretación del
principio, dado que, en cierto sentido, cualquier característica de un sujeto resulta siempre, por definición
(por la definición misma del concepto de “sujeto”), relevante para las acciones que realiza, por lo que
resultaría necesario especificar, sobre una base normativa firme, qué características personales está
justificado tomar en cuenta y cuáles no. Ello ha sido acometido en alguna medida en la dogmática de la
parte subjetiva del tipo penal y en la de la culpabilidad, bien que tan sólo de modo incompleto y poco
sistemático.
7
Los criterios que me han llevado a concentrarme en estos tres grupos de casos han sido los de
seleccionar aquellos supuestos que tienen reflejo real en la legislación y en los debates político-
criminales, que no pueden, sin embargo, ser ubicados plenamente en otras categorías teóricas más
conocidas (como las de anticipación de la intervención penal, delitos de peligro, delitos de acumulación,
etc.) y que, además, parecen tener que ver con un hipotético mayor merecimiento de pena de la acción
(hay otros, sin embargo, que aquí no analizo, que reúnen las dos primeras condiciones y que tienen más
que ver con la necesidad de pena). Hasta donde alcanzo a ver, estos tres son los únicos grupos de casos
que reúnen las tres características.
3
acoso) afectarán sin duda también muy frecuentemente a la libertad de acción de las
potenciales víctimas de tales actos, y no sólo a la de las víctimas efectivas, ante el temor
–racionalmente fundado– a que los actos de acoso se repitan y puedan, en alguna
ocasión, afectar personalmente a cada una de dichas personas. ¿En qué medida deberían
tomarse en consideración este daño añadido?
— Caso de la creación de un ambiente social pernicioso: existen conductas que,
aunque en sí mismas no lesionen ni pongan en peligro (no, al menos, de un modo
suficientemente relevante) ningún bien jurídico, contribuyen, no obstante, de manera
significativa a alterar la percepción, la conceptuación y/o la valoración que a los
individuos y a los grupos sociales les merece un determinado fragmento de la realidad
y, así, a hacer más fácil que otras lesiones de bienes jurídicos tengan lugar. Ello ocurre,
por ejemplo, con muchas conductas de difusión de ideas racistas, sexistas u homófobas,
así como con conductas de desprecio ostensible hacia grupos étnicos o de orientación
sexual. 8
En todos los supuestos que se acaban de exponer, el problema que se discute es
si –y, si la respuesta es positiva, en qué medida– pueden y deben tomarse en
consideración, a la hora de definir delitos y de fijarles sanciones, factores que no tienen
directamente que ver con la acción misma, sino más bien con la situación (social) en la
que la acción tiene lugar. Esto es: ¿respetan verdaderamente el principio de
responsabilidad por el hecho –o sólo lo hacen de un modo aparente, tramposo– un tipo
penal o una pena cuya justificación político-criminal incluya, como condición
8
Este caso puede, en ocasiones, caer en el ámbito del debate acerca de la intervención anticipada del
Derecho Penal frente a actos preparatorios o conductas que son peligrosas únicamente desde el punto de
vista estadístico, pero no necesariamente en concreto (delitos de peligro abstracto). Debate que, como es
sabido, tiene sus propias dificultades, que, en todo caso, no tienen que ver con la vigencia del principio de
responsabilidad por el hecho. No obstante, sólo puede hablarse propiamente de un eventual
adelantamiento de la intervención penal (frente a conductas dirigidas a la lesión o puesta en peligro de
bienes jurídicos) cuando la acción que crea un ambiente social pernicioso es realizada de un modo que, al
menos en el plano objetivo (del desvalor objetivo de la acción), pueda ser conectada con las ulteriores
lesiones o puestas en peligro de bienes jurídicos; es decir, si, respecto de tales lesiones o puestas en
peligro, resulta cuando menos imprudente (si no intencionadamente orientada hacia ellas). Pero no en otro
caso. Así, habrá otras muchas ocasiones en las que la conducta que crea el ambiente social pernicioso sólo
muy indirectamente tiene una conexión con las ulteriores lesiones de bienes jurídicos. En tales casos, y
contra lo que a veces se sostiene, el debate acerca de si, por ejemplo, la provocación al odio debe ser
incriminada –y cómo debe serlo– no tiene que ver con un problema de adelantamiento de la intervención
penal, sino con otro diferente: si puede o no tomarse en consideración la situación social en la que se
actúa para decidir si una conducta debe ser o no incriminada, y cuánto debe ser penada. Así, mientras que
en el primer supuesto el problema central es el de cuánta lesividad es necesaria para que resulte legítimo
incriminar, en el segundo, la cuestión es otra: si es posible incriminar por lo que, luego, otros –
completamente desvinculados del sujeto actuante– puedan llegar a hacer (sin que ello, sin embargo, le
pueda ser reprochado al primer sujeto actuante).
4
necesaria, 9 el hecho (verdadero) 10 de que la acción delictiva produce efectos lesivos
colaterales, posee un fuerte impacto comunicativo sobre las creencias, sentimientos y
expectativas de los ciudadanos, va acompañada de otras muchas de la misma índole, es
especialmente probable que tenga lugar o, en fin, resulta reveladora de una especial
dificultad, derivada de las características del sujeto actuante, para que la intervención
penal cumpla eficazmente su función preventiva? ¿y ello, aun cuando, de no existir tales
razones adicionales, la conducta no se habría convertido en delito, o la pena sería
significativamente más baja?
9
No suficiente: obviamente, deberá existir además una lesión de un bien jurídico, a su vez
suficientemente justificado.
10
Verdadero, porque, por supuesto, a veces nos encontramos con argumentos de esta índole que
simplemente son falsos, ya que carecen de base empírica alguna. No consideraré, sin embargo, aquí esta
hipótesis (que posee una solución sencilla: si el argumento es falso, la justificación no existirá, al menos
por las razones aducidas), sino que me concentraré en la más difícil: aquélla en la que los argumentos
sobre los efectos sociales adicionales de las acciones lesivas tienen un fundamento empírico.
11
Un principio es una auténtica norma jurídica imperativa, bien que con un supuesto de hecho
comparativamente más vago que el de las reglas. Pero, en todo caso, con consecuencias jurídicas
específicas: la inconstitucionalidad de la norma que lo viola, en el caso del principio de proporcionalidad
de las sanciones. Por el contrario, una directriz (como el llamado “principio de fragmentariedad”), aun en
el supuesto de que tuviese naturaleza de norma jurídica (lo que, por cierto, no parece que ocurra, en el
ordenamiento jurídico español, ni en otros muchos, en el caso del principio de fragmentariedad), no es
una norma imperativa completa, por cuanto que no contempla –al menos, no tiene por qué–
consecuencias jurídicas directas derivadas de su incumplimiento.
5
Por supuesto, plantear la cuestión en los términos que se acaban de exponer
implica ya ciertos presupuestos y compromisos previos, tanto teóricos como político-
criminales, que no deseo ocultar, aunque tampoco pueda entrar a discutirlos aquí en
detalle. Así, en primer lugar, significa asumir que, más allá de la libertad de decisión del
legislador, es posible pretender un control de racionalidad sobre dichas decisiones, que
permita criticarlas desde un punto de vista que no sea solamente –aunque también lo
sea– moral individual. En segundo lugar, implica también aceptar que en las decisiones
acerca de delitos y de penas pretenden satisfacer objetivos políticos (de políticas
públicas), en los que se combinan aspectos morales y aspectos instrumentales, así como
aspectos relativos a relaciones de poder. En tercer lugar, creo que implica también
aceptar que entre los fines de las prohibiciones y de las sanciones penales hay también,
cuando menos, algunos objetivos que no son de naturaleza meramente simbólica o
comunicativa abstracta, sino más directamente perceptibles por los sentidos: motivación
de conductas,… Por fin, en cuarto lugar, es necesario asumir igualmente que la
definición de los delitos y la determinación de sus sanciones debe realizarse en atención
a dichos objetivos (objetivos de políticas públicas y fines de las penas) y no a cualquier
otra consideración (sentimientos y creencias de los individuos y grupos sociales, etc.). 12
Además de este punto de partida general, hay que tener en cuenta también que la
cuestión que nos ocupa se refiere específicamente a un momento concreto de la
actividad del sistema penal: el momento de la conminación con una determinada pena a
quien infrinja una determinada prohibición de acción. En dicho momento, la finalidad
que puede ser legítimamente perseguida por el legislador penal (y la única que justifica
dicha actividad amenazante para la libertad individual) es –según la teoría político-
criminal que aquí se sostiene– la prevención general de delitos. Dicho en términos de
apotegma: tanta prohibición de acciones y tanta amenaza de pena como resulte
12
En palabras clave: a) la política criminal como técnica de optimización de las decisiones acerca de la
gobernanza de la desviación y el control social; b) las decisiones legislativas en materia penal como
decisiones políticas; c) la concepción de las prohibiciones y sanciones penales desde una perspectiva
fundamentalmente teleológica; d) la (pretensión de) justificación de las mismas exclusivamente –en los
discursos político-criminales intersubjetivamente inteligibles y aceptables– desde tal perspectiva.
6
necesario para hacer al potencial infractor excesivamente costosa su infracción (pero no
más).
Si, entonces, se trata de determinar qué –y cuánta– prohibición y qué –y cuánta–
pena son necesarias (y cuáles no), ello habrá de hacerse determinando qué factores
deben influir sobre tales decisiones y cuáles no. En este sentido, propongo partir –por
mor de la claridad– de dos definiciones, para, luego, llegar a dos conclusiones de índole
prescriptiva: 13
— Entenderé por merecimiento de pena una propiedad de una acción (que, en el
momento de la conminación, se referirá siempre a una clase de acciones, nunca a una
acción individual), relevante para determinar si se justifica o no la existencia y la
intensidad de la prohibición y de la sanción penal de dicha acción; propiedad que se
formulará exclusivamente a partir de las características de la acción misma.
— Y entenderé por necesidad de pena otra propiedad de la acción (clase de
acciones), también relevante para el mismo fin que el merecimiento, que se formulará
exclusivamente a partir de ciertos factores distintos de las características de la acción
misma: en concreto, de las características relevantes (criminológicas) del sujeto actuante
y de la situación (social) en la que la acción tenga lugar.
Se observará, por una parte, que, en esta definición, tanto el merecimiento como
la necesidad de penas pueden ser empleadas, si ello se considera justificado, para
determinar qué pena es aquélla con la que resulta necesario (para reducir de manera
relevante la probabilidad de que actúen de un modo indeseado) conminar a los
individuos. También, pues, el merecimiento de pena –así definido– tiene que ver con la
pena necesaria (aunque, naturalmente, necesaria por razones diferentes de aquéllas que
puede aportar el concepto de necesidad de pena).
Por otra parte, además, se está propugnando con este modelo un cierto
paralelismo entre la decisión acerca de la prohibición y la decisión acerca de la sanción.
Más exactamente, se propugna que, en el momento de la conminación (de la prohibición
13
Por supuesto, ya en el empleo de las categorías que se proponen, y no de otras, hay ciertos
presupuestos de índole prescriptiva: en concreto, la idea de que la determinación de qué delitos y de qué
penas deben existir (para conductas que resulten lesivas para un bien jurídico-penalmente protegible) ha
de realizarse a partir de características de la acción, del sujeto actuante y de la situación social en la que
actúa; y no por otras razones. No obstante, como creo que, formulada en unos términos tan generales, esta
tesis es comúnmente aceptada en la comunidad de los expertos (no así, desde luego, necesariamente en la
opinión pública o en el medio político), no me detengo en ella, sino que paso sin más a examinar –en los
apartados siguientes– lo que, me parece, suscita más dudas y polémica, que es la medida en que cada uno
de los tres factores puede y debe contar, y qué hechos deben o no ser tomados en consideración en
relación con cada uno de ellos.
7
y de la pena) y para un problema social concreto, existe un isomorfismo entre ambas
decisiones, dado que los argumentos que valen para la primera valen también para la
segunda. Aunque ello no ocurra igual al contrario: puede haber argumentos relevantes
para la determinación de la sanción (relativos a la eficacia de la sanción o a las
posibilidades prácticas de ejecución, por ejemplo) que no lo sean, sin embargo, para la
fijación de la prohibición. En todo caso, se sostiene que los argumentos de
merecimiento y de necesidad de pena resultan comunes –e isomorfos– para ambas
decisiones. 14
Sobre la base del planteamiento que se acaba de exponer (ubicando, primero, el
problema y, luego, definiendo los conceptos, de merecimiento y de necesidad de pena,
que se van a emplear en la discusión), procede ahora proponer algunas tesis
prescriptivas –de política criminal– acerca de qué características (de la acción, en el
caso del merecimiento de pena; del sujeto actuante y de la situación social en la que la
acción tiene lugar, en el caso de la necesidad de pena) deben ser tomadas en
consideración, y cuáles no, para determinar qué conductas, de entre las lesivas para el
bien jurídico, deben (conforme a la directriz de fragmentariedad de la intervención
penal) ser convertidas en delitos, así como para determinar qué marcos penales deben
(conforme al principio de proporcionalidad de las sanciones) establecerse para dichos
delitos. Y, en concreto, me detendré particularmente en aquellas características (en este
trabajo, tan sólo en aquéllas que aparecen conectadas con el merecimiento de pena,
quedando pendiente el análisis de aquellos supuestos en los que lo que está en juego es
el papel de la necesidad de pena) que tienen más que ver con esos “efectos sociales” de
la conducta lesiva (distintos de la lesión misma del bien jurídico) 15 a los que más arriba
me he referido, por resultar los más discutibles (aunque no siempre discutidos).
14
Desde luego, en esta teorización acerca del pretendido isomorfismo existe también una tesis político-
criminal subyacente: que la prohibición mediante la creación de delitos y la fijación de la pena son dos
partes de una misma decisión, que sólo muy limitadamente pueden considerarse de manera separada.
15
Es cierto que, aquí, la expresión “efectos sociales” no deja de ser inexacta (aunque, según creo,
suficientemente evocadora), ya que, hablando en sentido estricto, todo efecto causal de una acción típica
es, por definición, social, dado que afecta a los patrones de interacción social de individuos y grupos. No
obstante, como en el texto se explica, empleo aquí la expresión en sentido restringido, para referirme
exclusivamente a aquellos efectos causales de la acción que no consisten en las consecuencias causales
inmediatas y directas de la misma sobre el bien jurídico protegido, sino otras (que, además, normalmente
necesitan del concurso decisivo de otros factores causales, “sociales”, en el sentido de derivarse de la
acumulación de un sinnúmero de comportamientos e interacciones sociales totalmente ajenas a la
conducta del sujeto enjuiciado).
8
5) “Hecho” y causalidad
Comienzo por el punto que parece menos discutible: en virtud del principio de
responsabilidad por el hecho, el primero y principal (¿el único? lo veremos luego…)
punto de referencia a considerar, para determinar el ámbito del comportamiento
delictivo y la medida de las sanciones que le deben corresponder, ha de ser aquello que
ha sido causado por la propia acción. Es decir, responsabilidad por el hecho equivale, en
principio, a responsabilidad por (en atención a) las características intrínsecas –en
sentido estricto– 16 de la acción y, además, en atención a sus consecuencias. Esto es, por
las consecuencias causadas por la acción (por el movimiento corporal humano
interpretado como tal acción).
Parece, en efecto, evidente que el principio de responsabilidad por el hecho, en
tanto que principio político-criminal limitador de la intervención penal, se apoya
directamente, desde el punto de vista ético, en la idea de la responsabilidad por la
causación (o, en el caso de la omisión, por la no causación): 17 en este contexto,
causalidad –una determinada forma de causalidad, como veremos– equivale a (posible)
responsabilidad; la causalidad (una determinada forma de ella) constituye una condición
necesaria –que no suficiente– para la responsabilidad. En otras palabras: el
merecimiento de pena ha de ser interpretado a la luz de una cierta idea de causalidad y
ha de constituir una condición necesaria de cualquier responsabilidad penal.
Dos son los aspectos problemáticos que, no obstante, aparecen en la anterior
formulación. En primer lugar, es evidente que, aunque la condición de la causalidad
16
En sentido estricto, son sin duda características de la acción (y no consecuencias causales de la
misma): los movimientos físicos realizados, la intención y la interpretación social que la acción –en tanto
que tal acción– merece. Sin duda alguna, tales elementos constituyen la base de aspectos diferentes del
merecimiento de pena (que conducen a, por ejemplo, castigar más la conducta dolosa que la imprudente,
la alevosa que la no alevosa, etc.). No obstante, dado que respecto de tales características no existe, en
principio, el específico problema de delimitación (frente a otros “efectos sociales” de la acción) que
constituye el objeto central de reflexión de este trabajo, nada diré aquí sobre ellos.
17
Naturalmente, esta dependencia directa de la responsabilidad respecto de la causación se apoya en
ciertos presupuestos ontológicos y éticos, que podrían resumirse en la imagen –individualista– del sujeto
moral como dueño de sus acciones y, consiguientemente, responsable por ellas y por sus resultados; y, al
tiempo, como no dueño ni responsable de su identidad. Con todo lo discutible que esta imagen pueda
resultar desde el punto de vista antropológico y filosófico (y ético: piénsese, sin ir más lejos, en las
dificultades que ocasiona, por lo que se refiere a la responsabilidad penal misma, en sede de
culpabilidad), es obvio que constituye el punto de partida manifiesto de la organización social de la
atribución de responsabilidad (con alguna matización, sin duda, pero cierto). Y que, como tal, aparece
subyacente no sólo en el Derecho positivo, sino también en aquellas teorizaciones –como, precisamente,
la político-criminal– que pretenden racionalizarlo. En último extremo, no obstante, es cierto que sería
necesaria una teorización independiente (que aquí, desde luego, no intentaré, pero que doy por supuesta),
en términos de la teoría de la justicia (penal), para justificar suficientemente esta concepción… y, en
definitiva, el propio principio de responsabilidad por el hecho.
9
introduce ciertamente alguna limitación en la responsabilidad posible (y, sobre todo, un
criterio de graduación de dicha responsabilidad: cuanto más importante sea la
contribución causal, mayor deberá ser aquélla), se trata de una limitación
extremadamente débil. Pues, en la práctica, en sociedades complejas e
interdependientes, casi siempre es posible conectar causalmente, en alguna medida,
unos eventos con otros; y, consiguientemente, cualquier acción humana con cualquier
evento simultáneo o posterior a ella. 18 Por ello, exigir que exista causalidad para
imponer responsabilidad (para crear delitos, para fijar penas) es, ciertamente, pedir algo,
pero muy poco, demasiado poco.
En este sentido, parece que la condición de la causalidad debe ser endurecida, si
ha de servir para reducir el ámbito de la responsabilidad a límites razonables (vale decir:
manejables, desde la perspectiva de la función de prevención general de las
conminaciones penales). Así, dos restricciones deberían añadirse, a la hora de fundar el
merecimiento de pena en la causalidad. Primero, debería tratase de una causalidad
previsible objetivamente (esto es, humanamente: para un ser humano dotado de todos
19
los conocimientos disponibles). Quedando, pues, fuera de consideración
consecuencias posibles que, aun si existen siempre como tales posibilidades, y en
ocasiones se materializan como auténticos efectos de una acción, no merecen ser
tomadas en cuenta a la hora de establecer responsabilidades.
Más importante, para lo que aquí nos interesa, resulta la segunda restricción,
referida al alcance temporal de la responsabilidad por la conexión causal. Se trata, en
efecto, de preguntarse hasta cuándo ha de extenderse la responsabilidad de una acción –
y de un sujeto– por sus consecuencias (aun si las mismas resultan objetivamente
18
¿No tiene que ver el comportamiento sexual con las creencias religiosas? ¿Las creencias religiosas
con la actividad política y con el tipo de trabajo que se elige? ¿El tipo de trabajo con las formas de
consumo? ¿Las formas de consumo con el tipo de pareja que se obtiene? ¿El tipo de pareja con el
comportamiento sexual?...
19
Por contra, la falta de previsibilidad de ciertas consecuencias de su acción para determinadas clases
de sujetos (que ostentan determinados roles) o para algunos individuos concretos no debería llevarnos a
negar la presencia de cualquier merecimiento de pena, sino, en todo caso, a excluir, en virtud del principio
de responsabilidad subjetiva, la posibilidad de hacer responsables a dichas clases de sujetos o a dichos
individuos respecto de tales consecuencias. Pero no la de hacer responder, eventualmente, a otros.
10
previsibles), si no debe existir límite temporal alguno a tal responsabilidad jurídica. 20 Y
la respuesta a esta pregunta ha de ser necesariamente, me parece, que sí ha de existir tal
límite. Pues ocurre que –a diferencia de lo que sucede con la culpa, o incluso con la
responsabilidad, morales– en el caso de la responsabilidad jurídica, que es hecha valer a
través de consecuencias jurídicas, dotadas de ciertos fines, queda necesariamente
restringida, por razones instrumentales (la aplicación de consecuencias jurídicas sólo
resulta viable en ciertos períodos de tiempo… y su aplicación con sentido, en otros aún
más reducidos), la posibilidad de extender ilimitadamente el lapso temporal de la
responsabilidad. Así, por razones de cognoscibilidad y de eficacia de la motivación
normativa, sólo las consecuencias relativamente próximas en el tiempo a la acción
pueden ser consideradas; y no, por ejemplo, consecuencias –aun si resultasen
objetivamente previsibles– que puedan tener lugar después de bastantes años o décadas.
En este sentido, los criterios determinantes para decidir si es racional o no tomar en
consideración ciertas consecuencias, objetivamente previsibles, para establecer el grado
de merecimiento de pena de una acción serán, como se ha dicho, el de la mayor o menor
cognoscibilidad de dichas consecuencias y el de la mayor o menor eficacia motivadora
de las prohibiciones y sanciones penales de acciones en tal situación. Pues, como es
sabido, los estudios acerca de la cognición humana de riesgos y cursos causales futuros
ponen de manifiesto que se produce habitualmente un efecto desproporcionado de
prominencia en relación con los riesgos y consecuencias temporalmente próximas de las
acciones, mientras que los riesgos y consecuencias temporalmente distantes son
percibidos también como desproporcionadamente más pequeños. Y, por ello, también el
efecto motivador de las prohibiciones resultará, ceteris paribus, tanto más reducido
cuanto más distante temporalmente se perciba el riesgo o consecuencia en cuestión,
hasta llegar a un punto en el que el riesgo, aun objetivamente previsible, sea, de hecho,
20
En el texto se plantea únicamente la cuestión de los límites temporales que deben imponerse a la
toma en consideración de las consecuencias causales de una acción, por ser el caso más problemático en
la práctica. No obstante, podrían examinarse otras dificultades similares: ¿tiene sentido, así, fundar el
merecimiento de pena en los efectos que una determinada acción (sobre el medio ambiente, por ejemplo:
el cultivo ilegal de una determinada variedad vegetal transgénica con un potencial enorme de
contaminación genética de otras variedades) puede previsiblemente causar al otro extremo del planeta, si
no es previsible un efecto causal espacialmente más próximo? De nuevo, me parece, la respuesta a esta
pregunta depende de cuál sea la perceptibilidad del riesgo y, consiguientemente, el efecto motivador que
la prohibición y la sanción penales pueden llegar a producir, perceptibilidad y efecto que en absoluto son
idénticos en todos los sectores de la actividad humana: hoy comienza a ser concebible que se sancione por
conductas que afectan al medio ambiente al otro extremo del planeta, pero no lo habría sido hace dos
décadas (como hoy sigue sin serlo que se sancionase por posibles efectos sobre el entorno natural de la
completa Vía Láctea).
11
prácticamente imperceptible para la mayoría de los sujetos y, por ello, la prohibición y
sanción penal de la acción sea percibida por ellos mismos como carente de sentido.
Además, por razones de seguridad jurídica, habrá muchas ocasiones en las que
ni siquiera consecuencias más próximas en el tiempo deban ser tomadas en
consideración: ello es, por ejemplo, lo que ocurre con los efectos preclusivos de la cosa
juzgada o de la prescripción del delito.
12
a ciertas circunstancias (de tiempo, subsector de la interacción social, sujetos
implicados, etc.) en las que la misma tiene lugar, resulta especialmente prominente para
los observadores potenciales de dicha interacción y de dicha lesión. Y de que, por ello,
el efecto de desestabilización sistémica que dicha acción produce resulta especialmente
intenso. 21 Pareciendo justificar, así (tal es, al menos, la pretensión), la incriminación, o
bien una pena más elevada… cuando la misma lesión del bien jurídico, en otras
circunstancias, por resultar menos prominente, no justificaría la incriminación, o una
pena tan alta.
21
Se puede hablar de desestabilización del sistema para aludir a los supuestos (y a la medida) en que,
dada la dinámica –más o menos generalizada– adquirida por los procesos de comunicación propios del
sistema, la constitución de expectativas pierde, en mayor o menor medida, su capacidad de orientación
para los participantes en la comunicación. En el caso límite, ello significa que dichos participantes se ven
sujetos a expectativas contradictorias. Y en tal situación la comunicación se vuelve problemática,
improbable; y el sistema pierde (en mayor o menor medida) su potencialidad para reducir los niveles de
complejidad y de contingencia en los que se mueven los sujetos. De manera que, en tales condiciones, la
desestabilización sólo es aceptable si tiene lugar una homeostasis adecuada dentro del sistema: una
retroalimentación que altere los patrones de la comunicación en una medida adecuada para la
conservación del sistema. Así pues, frente al surgimiento de expectativas contradictorias sólo dos
opciones son plausibles: o la confirmación de (alguna(s) de) las expectativas, o la alteración de la
dinámica de la interacción propia del sistema. Naturalmente, ambas opciones están en principio abiertas,
siendo una cuestión de justificación moral e instrumental la de por cuál se opta. De todos modos, el
supuesto que, por definición, aquí nos interesa es aquél en el que la pauta de conducta cuestionada y las
expectativas defraudadas resultan, en tanto que substrato de bienes jurídicos justificados, dignas de
preservación; por lo que se tratará siempre de casos en los que la segunda alternativa debe excluirse. Que
es, precisamente, la razón por la que en su caso podrá justificarse la intervención penal, para confirmar las
expectativas normativas defraudadas. Como es obvio, la desestabilización de un sistema social constituye
una magnitud graduable, puesto que la desestabilización puede ser mayor o menor, el grado de
contradicción entre las expectativas generadas puede alcanzar uno u otro grado de radicalidad. A este
respecto, parece que podemos hablar de auténtica desestabilización cuando existe ya una auténtica
contradicción: esto es, no necesariamente –aunque podría haberla también– una contradicción lógica,
pero sí al menos una contradicción de índole pragmática: podemos hablar de que, dentro de un proceso de
comunicación, existe una contradicción pragmática cuando varios de los mensajes transmitidos en el
proceso, sin resultar necesariamente contradictorios en términos lógicos, resultan imposibles de entender
como parte del mismo proceso comunicativo, conforme a las máximas –pragmáticas– derivadas del
principio de cooperación que en principio rige dicho proceso. Así, por ejemplo, si un mismo emisor –un
agente económico– transmite al tiempo con su conducta el mensaje de que los contratos se basan en el
compromiso de cumplir las obligaciones y, si no, responder patrimonialmente del incumplimiento, pero
también el de que dicha responsabilidad patrimonial no es estrictamente vinculante, sino que puede ser
eludida mediante la provocación de la propia insolvencia, entonces puede que los mensajes no sean
estrictamente contradictorios en términos lógicos, pero es claro que transmiten al receptor (otro agente
económico: la otra parte contratante) una información que le resulta inasumible desde el punto de vista
pragmático: en efecto, ¿debe el receptor contratar o no contratar, debe confiar en el cumplimiento de la
obligación o no, debe adoptar garantías específicas o confiar en las reglas generales de la responsabilidad
patrimonial? La contradicción resulta, además, insalvable –se vuelve paradoja– desde el momento en que,
dada la configuración del sistema (del patrón de interacción entre emisor y receptor), éste carece
generalmente de la posibilidad de discutir con el emisor acerca de la naturaleza de su mensaje (carece de
la posibilidad de metacomunicarse), por lo que se halla en la situación pragmáticamente inviable de verse
obligado a comunicarse con quien le envía mensajes conjuntamente contradictorios. Cuando esto ocurre
en relación con interacciones relevantes desde la perspectiva del sistema social, se puede decir que el
mismo ha sido –al menos, parcialmente– desestabilizado.
13
Así, es obvio que, generalmente, una estafa cometida en una entidad bancaria
tiene un efecto social (un impacto desestabilizador sobre el sistema económico) mucho
mayor que esa misma estafa –con el mismo efecto patrimonial directo– si, por el
contrario, es realizada en, por ejemplo, una empresa textil.
22
Por ejemplo, en materia de alevosía, en el delito de asesinato.
14
favorables, porque ni las ha creado ni ha esperado al momento en que éstas existieran,
sino que la situación era, per se, favorable para él en todo momento y lugar, e hiciese lo
que hiciese, entonces, ¿qué habría que reprocharle (aparte de la lesión misma del bien
jurídico)?
Si, ahora, volvemos al caso que nos ocupa, se comprenderá que el problema es
muy semejante, y que las soluciones también deben serlo. Cuando la lesión del bien
jurídico tiene lugar en unas circunstancias que ocasionan su especial perceptibilidad (y
la consiguiente intensidad de la desestabilización sistémica que la misma ocasiona) y
que, sin embargo, no han sido creadas, ni tampoco elegidas, por el sujeto actuante,
entonces no se ve razón alguna por la que el merecimiento de pena debería
incrementarse en tal situación. Y, por ello, si las decisiones de incriminar o de elevar la
pena en tales supuestos no poseen una justificación político-criminal diferente, que
tenga que ver más bien con la necesidad de pena (cuestión sobre la que volveremos
luego), las mismas no podrán ser justificadas en absoluto, conforme al principio de
responsabilidad por el hecho.
15
valorar sin ninguna limitación la contribución causal de una acción a la lesión o puesta
en peligro de distintos bienes jurídicos (además de la de aquél contra el que va
directamente dirigida) como factor relevante para decidir la incriminación o la elevación
de la pena significaría, en realidad, volver a infringir principios político-criminales
básicos: en este caso, no porque aquello que se habría de valorar no haya sido causado
por la acción, sino porque la causación (aun la causación de consecuencias
objetivamente previsibles), siendo condición necesaria para que el principio de
responsabilidad por el hecho sea respetado, no es, sin embargo, condición suficiente
para ello. Por el contrario, si el merecimiento de pena se apoyase en cualquier
consecuencia (aun objetivamente previsible) de la acción, por más que la misma no
hubiera sido ni querida ni tampoco resultase cognoscible y controlable para el sujeto
actuante, entonces se le estarían imputando a éste hechos (y las consecuencias jurídico-
penales subsiguientes) que no deberían haberlo sido. Es decir, se estaría violando el
principio de responsabilidad subjetiva, en tanto que límite de la imputación jurídico-
penal.
Así pues, para que la lesividad “colateral” que una acción produce respecto de
otros bienes jurídicos pueda ser tomada en consideración para determinar el
merecimiento de pena de la misma, es necesario que dicha lesividad sea causada por la
acción de un modo tal que la misma pueda ser imputada subjetivamente al sujeto
actuante (esto es, en atención al desvalor de su acción, y no sólo por la contribución
causal a la lesividad). En principio, tal imputación subjetiva (si, desde el punto de vista
técnico-legislativo, se configura adecuadamente… lo cual, como vamos a ver, no es
sencillo) podría serlo tanto a título de dolo como también de mera imprudencia. En
efecto, desde el punto de vista del principio de responsabilidad subjetiva, sería
suficiente con que fuese posible establecer que la lesividad colateral que una acción
ocasiona a bienes jurídicos distintos del directamente atacado se ha producido de un
modo que, al menos, resulta imprudente, aun inconscientemente imprudente. Parecería
bastar, pues, con que la acción realizada (además de directamente dirigida a lesionar un
determinado bien jurídico) resultase abstractamente peligrosa para otro u otros bienes
jurídico-penalmente protegidos y, pese a ello, no hubiesen sido adoptadas por parte del
sujeto actuante las medidas exigibles, teniendo en cuenta la capacidad y los
conocimientos que se le presuponen (en atención a la posición social que ocupa), para
controlar tal riesgo; y además, claro está, que dicho riesgo de lesividad colateral se
hubiese realizado efectivamente.
16
Así, podría sostenerse que, en la medida en que un agresor sexual adopta una
pauta de agresión que, previsiblemente, ocasionará un sentimiento generalizado de
miedo (con las consiguientes consecuencias en términos de afectación a otros bienes
jurídicos, de la misma víctima o de terceros), dicha lesividad –colateral– de su acción
puede serle también imputada, aun cuando sólo (generalmente) por imprudencia.
17
jurídicos no constituyen consecuencias que resulten objetivamente previsibles
únicamente a partir de la acción del delincuente, sino que tal previsibilidad sólo surge
por el hecho de que a la acción lesiva del delincuente le siguen, debido al particular
ambiente social en el que la misma tiene lugar, reacciones (racionales, previsibles) de
terceros que, a su vez, dan lugar a nuevas lesiones de bienes jurídicos. Ello podrá ocurrir
en dos formas diferentes. Primero, en la forma de lesiones adicionales inducidas:
cuando, debido al ambiente social preexistente, la primera lesión de bienes jurídicos
produzca (con los estrictos requisitos que posee el concepto de inducción en Derecho
Penal) una “reacción en cadena” de nuevas lesiones de bienes jurídicos, de idéntica o
similar naturaleza que la primera, cometidas por terceros y dirigidas contra la misma o
similar clase de víctimas 23 . Y, segundo, en la forma de lesiones adicionales por
autolesión del propio titular del bien jurídico: cuando, debido al ambiente social
preexistente, la primera lesión de bienes jurídicos produce reacciones de titulares de
bienes jurídicos (de la misma víctima o de otras personas pertenecientes a la misma
clase, de víctimas potenciales) consistentes en renunciar –normalmente, sólo en parte–
al disfrute de alguno de sus bienes jurídicos.
En ambos casos, existen, sin duda alguna, nuevas lesiones de bienes jurídicos,
derivadas causalmente (al menos, en parte) de la lesión inicial. En ambos casos, sin
embargo, tales lesiones adicionales no pueden preverse simplemente en virtud de la
entidad misma de la lesión inicial (en los ejemplos propuestos, respectivamente: un
delito de daños, una violación). Y, en fin, en ambos casos se plantea la cuestión de si el
23
Este supuesto se diferencia –cierto que sólo en grado– del caso de la creación de un ambiente social
pernicioso, que examinaremos más tarde, en que en aquél no concurre en principio ninguna lesión de
bienes jurídicos inicial, sino otra acción, en sí misma inocua, pero favorecedora de futuras lesiones de
bienes jurídicos. Así, por ejemplo, una cosa es atacar a un comercio regentado por marroquíes y otra cosa
distinta es mantener una conducta grosera con todas las personas marroquíes que uno se topa… aunque
ambos comportamientos pueden contribuir a una generalización de las agresiones racistas a las personas
marroquíes. Veremos que la diferencia es importante, por cuanto, mientras en el caso que analizamos
ahora existe una lesión de bien jurídico que justifica un juicio de merecimiento de pena (y la cuestión a
discutir es si puede incrementarse tal merecimiento por las lesiones adicionales), en el otro supuesto no
existe todavía ninguna lesión del bien jurídico que pueda ser penada.
18
primer delincuente ha de cargar con alguna responsabilidad en relación con las lesiones
de bienes jurídicos que a continuación se producen a manos de terceros 24 .
En este sentido, creo que lo primero que hay que reconocer es que esta lesividad
“colateral” de la acción no puede ser tratada, de ningún modo, igual que su lesividad
directa. Y ello, naturalmente, porque en este caso hay acciones de terceros, así como
factores ambientales, que contribuyen también de manera decisiva a que dicha lesividad
colateral resulte efectiva, lo que obliga a limitar la medida en que dicha lesividad
colateral incide sobre el merecimiento de pena de la acción. Por ello, en mi opinión, no
es posible trasladar en bloque las reglas de imputación de la lesividad que resultan
adecuadas para el caso de la lesividad directa a estos supuestos. Por el contrario, habrá
que introducir matizaciones. En concreto, tres me parecen esenciales. La primera es que
el hecho de que la lesividad colateral sea una lesividad provocada a través del
comportamiento de terceros (sea el de la propia víctima, o sea el de otras personas)
obliga a exigir, para que tal lesividad pueda ser imputada al primer sujeto, que la
conducta, favorecedora de la lesividad, de esas terceras personas resulte razonable: esto
es, que sea objetivamente previsible que, a raíz de la conducta lesiva (directa) del primer
sujeto, haya terceros –la víctima u otros– que reaccionen de ese modo (generando
lesividad colateral). En otro caso, si el comportamiento de los terceros no era esperable,
tal lesividad no podría ser tampoco imputada al primer sujeto.
En segundo lugar, en ningún caso la lesividad colateral debe ser imputada desde
el punto de vista subjetivo con un título de menor desvalor que aquél por el que resulte
imputada la lesividad directa. Así, si para la tipicidad penal se exige que la lesión
directa del bien jurídico sea realizada con dolo, en ningún caso la lesividad colateral
debería ser tomada en consideración, a efectos de merecimiento de pena, si no ha sido
abarcada también por el dolo del sujeto actuante. Y, en el caso de que la lesividad
directa de la acción resulte ya típica con mera imprudencia, entonces podría plantearse,
24
En el caso de las lesiones adicionales inducidas, es obvio que cada uno de los sujetos que
posteriormente actúa y lesiona bienes jurídicos tendrá su propia responsabilidad. No obstante, la cuestión
que aquí se discute es si a cada uno (y, para simplificar, discutiré tan sólo el caso del primero que actúa)
se le puede hacer responsable en alguna medida de las acciones de los demás: mediante un delito
específico (en nuestro ejemplo: un delito de provocación al odio, distinto del delito de daños), o mediante
una pena más elevada fundada en la probabilidad de nuevas conducta lesivas por parte de terceros.
19
en principio, que también la imprudencia fuese suficiente para tomar en consideración
la lesividad colateral (aun cuando, pese a todo, puede haber buenas razones, de
intervención mínima, para seguir exigiendo dolo respecto de ésta).
Por fin, en tercer lugar, parece que no debería considerarse suficiente (aunque sí
necesario), para reconocer alguna incidencia de la lesividad colateral en el merecimiento
de pena, que la misma resulte objetiva y subjetivamente imputable (esto es: cuando
menos, previsible, para quien ocupa la posición social del sujeto actuante, y teniendo en
cuenta los conocimientos y capacidades que, por ello, se le presuponen), conforme a los
criterios expuestos, a la acción inicial. En mi opinión, debe exigirse algo más. Y ello,
porque, en el caso de que no se hiciese así, una parte del pretendido merecimiento de
pena de dicha acción inicial (alguna porción de aquella parte del merecimiento que se
sustenta en la lesividad colateral) no se estaría basando verdaderamente sólo en las
características de dicha acción, sino también en otros hechos, como la situación social o
la personalidad de terceros, que no son consecuencia de la misma.
Si esto es así, entonces dos son las opciones abiertas para intentar restringir el
merecimiento de pena en estos supuestos. La primera alternativa consiste en introducir
restricciones en el plano del desvalor subjetivo de la acción. En su virtud, debería
exigirse, en el aspecto psicológico, algo más que el simple dolo –aun directo– para
hacer responder a un sujeto por la lesividad colateral derivada de sus acciones. Es decir,
habría que exigir una intención específica (interpretable, desde el punto de vista
dogmático, como un elemento subjetivo del injusto, adicional al dolo, de resultado
cortado), a la hora de actuar, de ocasionar dicha lesividad colateral.
Sin embargo, esta técnica de delimitación del injusto de la lesividad colateral,
con ser preferible a la ausencia de cualquier limitación, suscita objeciones importantes,
tanto desde el punto de vista teórico como desde el práctico. Comenzando por estas
últimas, lo cierto es que, si bien desde el punto de vista conceptual es perfectamente
posible distinguir entre un elemento subjetivo específico del injusto, en tanto que estado
mental del delincuente en el momento de actuar, y la personalidad total del individuo,
20
esta distinción, empero, no es tan fácil de preservar en el curso de la praxis probatoria
en el proceso, ya que muchas veces es imposible establecer con certeza la presencia del
mencionado estado mental en el momento de la decisión de actuar, por lo que resulta
tentador recurrir a la personalidad del delincuente (o peor: a prejuicios acerca de la
misma) para inferir y dar por probado –mal probado– tal elemento. Y, con ello, se puede
estar abriendo una puerta –una más– a prácticas judiciales próximas al Derecho Penal
de autor.
Por otra parte, desde el punto de vista teórico (esto es, político-criminal), cabe
dudar de que la restricción que aporta la exigencia de un elemento subjetivo específico
del injusto sea la más idónea para delimitar adecuadamente la incidencia de la lesividad
colateral sobre el merecimiento de pena. Pues, aun admitiendo en principio que una
intención lesiva que –como ocurre con los elementos subjetivos adicionales del injusto–
vaya más allá de la conducta objetiva (aunque sólo si va unida a cierta disposición,
objetiva, en la acción efectivamente realizada) puede añadir legítimamente aquel plus de
merecimiento de pena que justifique la incriminación, o la agravación de la pena, la
cuestión que hay que decidir aquí es si ello vale igualmente para los supuestos de
lesividad colateral. Y es que, a mi entender, el hecho de que en tales supuestos la
lesividad potencial (colateral) de la primera acción solamente se realice a través de la
concurrencia de acciones de terceros hace que –a diferencia de lo que ocurre en el caso
de la lesividad directa– la mera intencionalidad lesiva del primer sujeto no resulte una
condición suficiente para afirmar la presencia de más merecimiento de pena. En efecto,
¿en qué consiste, en realidad, la intención lesiva (adicional al dolo) de un sujeto
respecto de la potencial lesividad colateral de su acción? En el deseo de que otras
personas hagan realidad dicha lesividad potencial. No es, por lo tanto, una verdadera
intención, en el sentido usual del término cuando hablamos de elementos subjetivos del
injusto. Es más bien una mera actitud emocional. Una actitud que, en un Derecho Penal
del hecho, debería ser considerada irrelevante.
Así pues, creo, por todo lo anterior, que sólo es posible delimitar adecuadamente
la incidencia de la lesividad colateral sobre el merecimiento de pena introduciendo
exigencias adicionales (a las condiciones generales de imputación objetiva y subjetiva)
en la parte objetiva del tipo penal, no en la subjetiva. Como ya apunté, tales exigencias
han de tener que ver con el concepto de inducción (más exactamente, con los de
provocación y de cooperación moral): si la lesividad colateral existe en tanto que tal
(como algo distinto de la lesividad directa: de la acción del primer sujeto o de las
21
acciones de los terceros) a causa del hecho de que la acción del primer sujeto provoca
acciones ulteriores de terceros (de la propia víctima o de otros), entonces, para hacerle
responsable de tal lesividad, habrá que exigir –además de las condiciones de
imputación, objetiva y subjetiva, ya reseñadas– que exista una conexión objetiva
suficientemente estrecha entre aquella primera acción y estas últimas. Conexión que,
concretamente, habrá de consistir, primero, en que la primera acción cause la acción
ulterior (la decisión de actuar) del tercero; 25 en que, segundo, para ello el primer sujeto
lleve a cabo alguna actividad –activa– de comunicación con el tercero; y en que, por fin,
todo ello sea hecho con dolo (sabiendo, pues, y aceptando que se está llevando a cabo
una actividad comunicativa y conociendo, además, la probabilidad de que ello culmine
en alguna acción ulterior, lesiva, del tercero) o, cuando menos, con imprudencia. 26
Por supuesto, el segundo requisito es el esencial: para poder tomar
legítimamente en consideración la lesividad colateral ocasionada por una acción –que,
además, resulta directamente lesiva para otro bien jurídico– como factor condicionante
del merecimiento de pena de la misma (para decidir si incriminarla o no y, en el primer
caso, cuál es la pena que le corresponde), es necesario que el sujeto no sólo conozca o
pueda prever el surgimiento de dicha lesividad colateral, sino que, además, haya
realizado acciones directamente tendentes a provocar dicho surgimiento. 27
25
Dicho con más precisión (aplicando la teoría general de la causalidad): que la primera acción
constituya una parte necesaria de la condición suficiente que puede ser considerada causa de dicha
decisión. O, en otras palabras, que sin dicha acción no resultase imaginable tal decisión.
26
Aunque, como he indicado antes, la directriz de intervención mínima debería conducir a excluir los
casos de provocación de lesividad colateral de modo meramente imprudente, el principio de
responsabilidad por el hecho solamente exige que se excluya la incriminación en tres supuestos: cuando la
provocación de la lesividad colateral sea fortuita; cuando la provocación de la lesividad colateral sea
imprudente, si la incriminación de la lesividad directa sólo tiene lugar cuando ha sido provocada con
dolo, y no de forma imprudente; y, en fin, cuando no exista actividad comunicativa alguna por parte del
sujeto, orientada –objetivamente– a provocar lesividad colateral.
27
Como se comprenderá, a diferencia de lo que ocurre con la responsabilidad por inducción al delito,
aquí basta con que el sujeto intente promover las actuaciones de terceros, su contribución resulte idónea y
contribuya en alguna medida a la lesividad colateral, resultando ésta previsible. No es, pues, necesario
que se demuestre que la decisión de actuar de los terceros surgió justamente a raíz de la primera acción,
sino que basta con que se demuestre que ésta ha contribuido causalmente, en alguna medida, a dicha
decisión. Dicho en términos dogmáticos: basta con que la primera acción constituya una cooperación
moral a la acción del tercero; o incluso una mera provocación idónea.
22
otros miembros del grupo étnico objeto de su odio; o cuando se acompaña de soflamas
dirigidas a otros potenciales agresores, para animarles. Pero no en otro caso: si el
agresor racista se limita a matar, lesionar, coaccionar, insultar, etc., sin ulterior
actividad comunicativa unida a aquélla, la lesividad colateral que, eventualmente, pueda
producirse (aun si resultaba previsible) no debería, conforme al principio de
responsabilidad por el hecho, ser tomada en consideración para determinar el grado de
merecimiento de pena de su agresión.
En este supuesto, nos hallamos ante una actuación que en sí misma no resulta
lesiva ni peligrosa para ningún bien jurídico. 29 Pero que, sin embargo, debido al medio
social en el que la misma es llevada a cabo, contribuye causalmente (de acuerdo con la
evidencia empírica disponible) a crear un ambiente psicosocial –“pernicioso”– en el que
28
Como ocurre siempre, la descripción típica puede consistir en una referencia genérica al resultado
(comunicativo) que ha de obtenerse, o bien en una descripción específica de ciertas formas de actuación
dirigidas a lograrlo.
29
Naturalmente, hay muchos casos de creación de un ambiente social pernicioso en los que existe algún
ataque –anticipado o no– a bienes jurídicos individuales: por ejempo, una conspiración o una tentativa de
amenazas; o bien unas injurias consumadas. Hay otros en los que se ataca a algún bien jurídico
supraindividual (a algún auténtico bien jurídico, cuya protección mediante prohibiciones y sanciones esté
justificada… no, pues, a cualquier remedo de bien jurídico supraindividual que al legislador se le ocurra):
por ejemplo, al orden público. Y hay, en fin, algunas de estas conductas que, pese a ello, están justificadas
por el ejercicio de derechos: de la libertad de expresión, por ejemplo. No obstante, aquí nos interesa
únicamente el caso extremo, el más problemático, aquél en el que la conducta, en sí misma considerada,
no ataca a ningún bien jurídico.
23
resulta más probable que, en un futuro más o menos cercano, determinadas clases de
lesiones de bienes jurídicos tengan lugar. 30
La duda que se nos plantea es, en este caso, más radical que en los anteriores:
¿existe, en verdad, en acciones de esta índole algún merecimiento de pena en absoluto?
Y, si lo hay, ¿sobre qué base? No, desde luego, sobre la de la lesividad de la acción
misma (que, por definición, carecerá de tal característica). Por lo que, en todo caso, el
eventual merecimiento de pena que se reclame habrá de fundarse necesariamente en la
contribución causal que, previsiblemente, la acción en cuestión está realizando para
futuras lesiones o puestas en peligro de bienes jurídicos.
Pero, ¿es éste un fundamento adecuado (legítimo) para basar el merecimiento de
pena? La cuestión parece, en principio, que tiene bastante que ver con la ya clásica
acerca de los límites que resulta razonable imponer a la anticipación de la intervención
penal para proteger bienes jurídicos: esto es, con el debate clásico sobre la legitimidad
político-criminal de la incriminación de actos preparatorios y de conductas meramente
peligrosas. Sin embargo, ha de observarse que existe una significativa diferencia entre el
tema que ahora nos ocupa y estos otros. Pues, a diferencia de lo que ocurre con los actos
preparatorios o con las conductas abstractamente peligrosas, aquí la conexión entre la
acción enjuiciada y la futura lesión de bienes jurídicos resulta extremadamente remota.
Aquí, en efecto, no se trata –como en el caso de los actos preparatorios– de acciones
instrumentalmente necesarias para llevar a cabo la lesión del bien jurídico; ni tampoco –
como en el caso de las conductas peligrosas– de una clase de acciones que, una vez de
cada n veces que tienen lugar, lesionan efectivamente el bien jurídico. Aquí se trata, por
el contrario, de una acción que, según parece (de acuerdo con la evidencia empírica
disponible: de las ciencias sociales), facilita (hace más probable) en alguna medida que,
30
Ésta es, me parece, la definición más precisa posible de lo que la doctrina penal alemana ha
denominado Klimadelikte, que permite tratar este grupo de casos –como en el texto se intenta– como un
problema político-criminal específico. En la discusión doctrinal, sin embargo, no siempre se emplea el
término en un sentido tan estricto como aquí se propone, confundiéndose muchas veces con otros
conceptos, como los de inducción, provocación, preparación del delito, etc., con los que, ciertamente,
tiene alguna relación, pero que poseen perfiles propios y suscitan problemas (parcialmente, al menos)
diferentes.
24
en el futuro, otras personas (ciertas clases de ellas) decidan lesionar (ciertas clases de)
bienes jurídicos (de ciertas clases de víctimas).
Por ello, creo que hay que comenzar por distinguir dos grupos de casos: de una
parte, aquellos en los que es previsible que, de forma temporalmente inmediata, a la
acción creadora de un ambiente social pernicioso le siga una acción lesiva de un tercero;
y, de otra, aquellos en los que dicha acción lesiva de tercero no es previsible a corto
plazo, tras la realización de la primera acción, sino solamente, según parece, tal vez más
adelante, en un plazo prolongado. Pues, en este último caso, cabe dudar de que pueda
atribuirse ningún merecimiento de pena a la acción en cuestión. De hecho, cuando no es
previsible que tras la realización de la acción creadora de ambiente tenga lugar, más o
menos inmediatamente, una acción lesiva, hay que pensar que se produce uno de estos
dos fenómenos: bien que la primera acción no es por sí misma idónea para dar lugar a
acciones lesivas, o bien que sólo lo es en conjunción con otras acciones similares
(mediante la acumulación de acciones creadoras de ambiente social pernicioso). En
cualquiera de los dos casos, incriminar la conducta por aquello que sólo en virtud de
una conjunción de factores (de diversos factores de distinta índole 31 o, en el caso límite,
de una acumulación de conductas humanas casualmente –esto es, sin acuerdo alguno–
concurrentes), 32 no creados ni controlados por el sujeto, contribuye de manera efectiva a
la lesión de bienes jurídicos resultaría contrario al principio de responsabilidad por el
hecho, ya que el pretendido merecimiento de pena no se originaría exclusivamente en la
acción misma y en sus consecuencias.
En este sentido, un caso límite sería aquél en el que la acumulación de acciones
creadoras de ambiente social pernicioso, con un previsible, pero remoto, resultado final
de fomento de las acciones de lesión de bienes jurídicos, son realizadas por acuerdo
previo. Se trata, en definitiva, del caso de la (no mera concurrencia de acciones, ni
siquiera a sabiendas el uno del otro, sino) conspiración –entendido aquí el término en su
sentido coloquial– para generar un ambiente social pernicioso. En tal supuesto, no
existiría dificultad para compatibilizar la responsabilidad penal del grupo (siempre que,
luego, se individualice la responsabilidad de cada sujeto) por el ambiente social creado
31
Puede tratarse, en efecto, tanto de factores sociales (de estratificación social, de relaciones de poder,
psicosociales, etc.) como de factores físicos (climáticos, económicos, etc.).
32
El problema de la acumulación ha de ser abordado de manera específica, como una cuestión que tiene
más que ver con la necesidad de pena que con el merecimiento (razón por la que no se analiza en este
trabajo). No obstante, no debe perderse de vista el hecho de que, en este caso, estamos hablando de la
acumulación de unas acciones que en sí mismas no resultan lesivas para ningún bien jurídico.
25
con el principio de responsabilidad por el hecho… siempre que fuese posible imputar
objetivamente –es decir, en términos de previsibilidad objetiva– el ambiente social
exclusivamente a la acción del grupo, y no a ésta junto con otros factores adicionales,
cualquiera que sea su índole. Lo cual, por cierto, cuando las previsibles acciones lesivas
futuras resulten muy distantes en el tiempo será difícil, casi imposible, de establecer.
Así pues, tampoco una conspiración para crear un ambiente social pernicioso podrá ser
normalmente reputada merecedora de pena, si las consecuencias de dicho ambiente
pernicioso quedan muy diferidas en el tiempo.
Por el contrario, en el caso de que las acciones lesivas resulten previsibles a
corto plazo, hay que examinar más detenidamente si puede haber condiciones en las que
la acción creadora de ambiente deba ser considerada como merecedora de pena, pese a
no resultar en sí misma lesiva.
26
una sola. En este último caso, la cuestión a resolver será más bien la de si la
acumulación de acciones justifica per se la intervención penal frente a cada una de
dichas acciones. Pero, de cualquier modo, se trataría de un supuesto en el que la acción
por sí misma no poseería el suficiente merecimiento de pena, por lo que sólo –
eventualmente– mediante un delito de acumulación, si es que el mismo se justifica,
podría ser incriminada.
— En tercer lugar, en el caso de que no exista acumulación de acciones
creadoras de ambiente, habrá que considerar, más en general, si realmente las ulteriores
acciones lesivas de tercero pueden ser imputadas objetivamente a la acción (única)
creadora de ambiente. O si, por el contrario, como será frecuente, tales acciones
obedecen en buena medida a factores distintos de la propia acción creadora de ambiente.
Pues, en tal caso, habría que considerar irrelevante la conexión causal existente –aun si
resulta empíricamente fundada– para afirmar cualquier merecimiento de pena en ésta.
— Naturalmente, en cuarto lugar, aun si la acción creadora de ambiente resultase
de tal trascendencia que fuera posible imputarle las acciones lesivas posteriores de
terceros, sería necesario exigir, cuando menos, imprudencia en su autor (respecto de las
ulteriores acciones lesivas de terceros), para que pudiese considerarse que dicha acción
resulta merecedora de pena.
— Por fin, de acuerdo con lo ya visto para el caso de la lesividad colateral, no
puede bastar con que el sujeto realice una acción que objetivamente, e incluso con
imprudencia o dolo, contribuye causalmente a las acciones lesivas de tercero. Por el
contrario, habría que exigir también aquí que la acción (que, no lo olvidemos, en sí
misma no resulta lesiva para ningún bien jurídico) fuese realizada de tal manera que
poseyera una aptitud comunicativa específica, dirigida –objetiva, pero también
subjetivamente– a terceros.
27
de pena en las mismas. No cabe, sin embargo, descartarlo por completo: habrá que verlo
caso por caso.
Bibliografía:
FERRAJOLI, Luigi: Derecho y razón. Teoría del garantismo penal, trad. trad. P. Andrés
Ibáñez/ A. Ruiz Miguel/ J. C. Bayón Mohino/ J. Terradillos Basoco/ R.
Cantarero Bandrés, 3ª ed., Trotta, Madrid, 1998.
GÓMEZ RIVERO, María del Carmen: La inducción a cometer el delito, Tirant lo Blanch,
Valencia, 1995.
28
HEFENDEHL, Roland: Kollektive Rechtsgüter im Strafrecht, Carl Heymanns, Köln, 2002.
JAKOBS, Günther: Strafrecht. Allgmeiner Teil, 2ª ed., Walter de Gruyter, Berlin/ New
York, 1991.
29