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LA LECTURA DE DOS ASPECTOS CLAVES PARA LA ESCRITURA DURANTE EL SIGLO

XIX:

LAS REPRESENTACIONES FEMENINAS Y EL NARRADOR LETRADO Y ROMÁNTICO

“¿Acaso preguntaréis qué somos? El sexo fuerte suele decir que somos “ánjeles adorables, consuelo de la
vida”, etc.; pero yo tengo mis sospechas de que otras veces i en confianza suelen llamarnos por nombres poco
galantes, i en cuanto a nuestro carácter anjelical no me hago ninguna ilusión.” (No. 38, 1-2)

SOLEDAD ACOSTA DE SAMPER

Resulta un lugar común, por lo canónico del caso y por nuestra educación en dicho canon literario,
pensar en “María” de Jorge Isaacs como imagen típica del Romanticismo y en ese mismo orden de
ideas, resulta lógico pensar en Efraín como el modelo de joven romántico por excelencia, tal y
como se prefiguró en el Romanticismo desde el joven Werther en la afamada obra de Goethe. En
consecuencia, uno pensaría que Pedro, narrador y actor de la obra “Dolores” de Soledad Acosta de
Samper, sigue este mismo carácter: un joven que busca hacer su destino en medio de avatares y que
en materia ficcional y amorosa, parece cumplir con el fatídico destino de encontrarse a una mujer,
que más parece un ángel que un ser humano, una mujer que representa lo que la mirada masculina
quiere desde su proyecto político: un cuerpo reproductor, no sólo del linaje sino de la ideología, es
decir, la mejor versión de un objeto y no de un sujeto. No obstante, lo que resulta paradójico es que
aparezca Dolores, como la imagen que podría satisfacer esa necesidad y sin embargo, muta a mujer
fatal y a monstruo, imágenes que en todo caso hablan de su enfermedad, de su insatisfacción por la
escasez de oportunidades de realización como ser humano pleno.

Al respecto Gilbert y Gubar mencionaban el desdoblamiento de la mujer en estas escasas


imágenes: el ángel o el monstruo, papeles que lleva a cabo la protagonista de la novela de Soledad
Acosta de Samper, sólo que con una intención algo distinta de la mujer ángel en María de Isaacs o
en la Carlota de Las desventuras del joven Werther. En “Dolores”, la escritura evidenciada en la
contraposición de cartas y en el diario de la protagonista, develan la profunda psicología del
personaje femenino, su negativa a ser una imagen creada por otro masculino y, la deslegitimación
de un solo punto de vista sobre su tragedia, pues al momento de insertar su voz desde la instancia
narrativa que ofrecen sus cartas y diario, levanta otra de las máscaras que el discurso canónico ha
tejido sobre las mujeres: esos repetitivos narradores, hombres, que se permiten organizar el discurso
femenino. Resulta pertinente volver sobre lo que Gilbert y Gubar hablaban en relación con la
angustia por la autoría, y con ello, la inmasculación de la autoría pues remitían a la necesidad que
muchas autoras del siglo XIX tuvieron al proponer seudónimos y narradores masculinos, incluso, la
adopción de una identidad masculina, ya que la femenina, no era posible en el ámbito público y
menos en el de la escritura.

La misma Soledad Acosta de Samper tuvo muchos seudónimos y algunos de ellos eran masculinos
como “Aldebarán” “Orión”, entre otros. Así que esta obsesión por lograr un lugar en medio de una
atmósfera literaria aún muy masculina, no fue ajena a la autora y no lo fue tampoco en la novela de
nuestro interés, ya que aunque Dolores no tiene afanes literarios y sólo escribe a título personal, su
escritura si logra desestabilizar el monologismo 1 del narrador masculino para proponer una suerte
de diálogo en el que el punto de vista del narrador romántico que representa Pedro, quede a la par
de las intervenciones de la joven ángel, fatal y monstruo que representa Dolores.

En este orden de ideas, parece que los dos tópicos, el de la enfermedad del “lazarino” y la escritura
van de la mano, pues vemos como lentamente se muta, de la mujer hermosa, de talle atractivo y
ojos profundos que parece cumplir con el proyecto femenino -del que se enamora Antonio- a la
mujer deformada que sólo se dedica a cultivar su espíritu y a escribir como para evadir el anonimato
y dejar un testimonio de existencia a su primo Pedro. Y esta mutación tiene una razón de ser: a la
par que se desgasta el cuerpo femenino de la fantasía romántica 2 –quedando sólo un débil despojo,
monstruoso ya de lo que era Dolores- crece la escritura, dando la sensación, hacia la tercera parte
de la novela, de que es la voz femenina la que a través de los múltiples fragmentos de la voz
femenina, va construyendo el sentir de la protagonista, más que el mismo narrador.

Pero, ¿por qué resulta subversivo este ejercicio narrativo de Dolores, frente al de Pedro? Pues bien,
Pedro encarna una visión reducida sobre la mujer, que constituye lo mismo que encarnó Efraín al
regresar a su tierra natal en búsqueda de la figura femenina, con una gran diferencia: María está
llena de silencios sobre sí misma, demasiado rodeada por la palabras de ese otro que es Efraín y
bastante vacía de lo propio, de la construcción que ofrece la instancia narrativa abierta por Dolores
en sus cartas y diario. Mientras que de María sólo sabemos lo que Efraín desea que sepamos de ella,
de Dolores sabemos no sólo lo que nos remite Pedro, sino lo que desde su propia subjetividad
construye el personaje.

Finalmente, podemos decir que aunque Dolores encuentra en la soledad, la enfermedad y la muerte,
la única liberación posible de esa imagen del ángel femenino, logra salvar algo muv preciado de sí:
y es la propia voz, la afirmación posible desde la narrativa de sí misma, abandonando esa idea de
que sólo un discurso –el masculino, presumiblemente letrado y capacitado para ello- pueda hacerlo,
ya que en la construcción de sí misma y en la lectura de esos libros que le acompañan en su
tragedia, halla la posibilidad de construirse como sujeto.

1
Pese a existir trabajos como el de Eduardo Serrano sobre el monologismo de la obra. Ver Voces textuales y
voces discursivas en Dolores de Soledad Acosta de Samper.

2
ELIZABETH MONTES GARCÉS, La desintegración corporal vs. la construcción textual en "Dolores" de Soledad
Acosta de Samper, Letras Femeninas.

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