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Un llanto en el camino

De Ricardo Santillán

Con su fría luz, la luna proyectaba la sombra de un caballo y su jinete al andar sobre un recto
camino de tierra rodeados de una inmensa extensión de milpas que se perdían al horizonte,
a paso lento, diminutos allá a lo lejos, orquestados por el esporádico roce de las piedras con
las pezuñas del caballo, el viento acariciaba todo dotándolo de vitalidad.
El escenario no era desconocido para la bestia ni para el jinete; dueño de toda la tierra.
Vestía un sombrero vaquero, camisa blanca con las mangas arremangadas, pantalones
vaqueros y botas.

Un rumor lejano deshiló la delgada tela sepulcral del silencio de la noche. A medida
que el jinete avanzaba el sonido adquiría presencia en su forma No era un sonido extraño
para él, pues era común que las criadas que trabajaban en las casas del pueblo, se
embarazaran y escogieran los caminos desolados de un rancho para deshacerse del
desafortunado producto.

Por esta razón el jinete no se extrañó del sonido que gradualmente se volvía más
audible a medida que avanzaba hacia adelante. Se desplazó lento sobre el delimitado carril
hasta que la fuente del sonido estaba justo a un lado de él; ubicó lo que generaba el llanto; un
pequeño bulto cubierto por una manta blanca que yacía entre el camino de tierra y la zona
de las milpas.

El ranchero no dudó ni un poco en bajarse del caballo y tomar a la criatura


abandonada que lloraba en mitad del camino. Tan pronto como sus dedos habían logrado
palpar la manta blanca, el bebé dejó de llorar. Regresó al caballo y siguió su camino hasta su
casa.
Si se le preguntara por qué no había visto el rostro de aquél pequeño ser que cargaba
a brazo diestro, muy probablemente hubiese respondido que todos sabemos cómo luce un
bebé. A unos cuantos minutos del viaje la criatura en sus brazos comenzó a hacer un extraño
ruido, que competía con el sonido que un gato y un becerro agonizante. Enseguida el
hombre dirigió su vista al rostro del pequeño. La luna golpeaba por completo aquél,
demoniaco, que se descubrió bajo el brazo al remover parte de la manta que lo cubría.

El cuerpo del Jinete sufrió una electrizante sensación de alerta; su epidermis


reaccionó ante el horror de esa desfigurada cara pequeña, que revelaba con sutil malicia las
puntas de unos dientes filosos –O por lo menos eso parecía-, secundadas por unos abismales
hoyos negros que, erróneamente, se asociaban con unos ojos por el lugar que ocupaban en la
demencial geografía de ese pequeño rostro, de irregular tamaño entre sí, a las que
circundaban diminutas protuberancias y agujeros con tonos cafés. El mórbido rostro surcado
por venas que palpitaban en diferentes ritmos una de otra y que parecían reventar en
cualquier momento.

Cada aspecto de esa imagen desafiaba el concepto de humano.

Aquella cosa comenzó a repetir el chirriante sonido que antes había bufado. El
horror estalló en el espíritu del buen hombre y éste lanzó con todas sus fuerzas, en dirección
a la milpa, a la infernal cosa. El desequilibrio de la brusca acción reclamo el cuerpo del Jinete
al suelo; por un breve instante éste se sintió fuera de peligro; perder contacto físico con esa
cosa le había regresado la fuerza, y la sensatez necesaria para darse cuenta que se había caído.
No fue el sonido de cuatro extremidades que se desplazaban a una velocidad inusual lo que
le indicó al ranchero que tenía que subirse al caballo como alma que lleva el Diablo. No fue
eso. Fue la horrible idea de volver a tener contacto físico con esa cosa lo que lo motivó a
escapar.

Subió a su caballo con la destreza que sólo la experiencia de los años otorga, con las
espuelas golpeándole lo forzó a moverse con rapidez. En el momento en que arrancó el
corcel, aquél sonido horrible que vomitaba la criatura se aproximó de algún lugar entre el
camino de tierra y la milpa, hasta su oído derecho (Como si fuera una bala), pasando por
detrás de su cabeza y perdiéndose tras él, por el lado izquierdo. La descabellada idea de que
el infante monstruoso se había lanzado sobre él le caló los huesos, y aunque casi quebranta
su espíritu, no fue eso lo que lo perturbó al grado de la locura, sino lo que sucedió después,
cuando el caballo y él eran un bólido que se movía tan rápido que casi volaba. El aterrador
solo melódico de aquella creatura, fue secundado por una caótica sinfonía de gritos similares
que provenían en todas direcciones de la milpa.

Eran muchos.

Eran muchos monstruos como aquél.

Los demenciales gritos provenían de todos lados; a su izquierda, a la derecha, incluso


adelante. El pobre hombre temió que alguno lograra hacer contacto con él. Algo había
pasado al tocar aquella monstruosidad que había sacudido su cuerpo… que había dejado una
pesadilla en su memoria corporal.

No quería que se repitiera.

Pero la fatalidad aumentaba a razón de la velocidad en que el Jinete y su corcel se


desplazaban; ahora aquél horrible pandemonio era insoportable; el ruido espantoso le
llegaba por todas partes, cerca, muy cerna. La demencia que lo hizo llorar de miedo estalló
cuando comenzó a sentir esos llantos del infierno cruzar cerca de sus oídos y perderse como
un rumor en el viento. A una velocidad increíble el sonido crecía hasta estar en el punto más
alto, cerca de alguna de sus dos orejas, y luego disminuir la frecuencia.

Él lo sabía

Sabía lo que pasaba.

Estaban saltando.

Por primitivos impulsos de reflejo el Jinete agachaba la cabeza para esquivar la


dimensión física de aquél ruido. Corría bajo una balacera de criaturas. Lo que horrorizó
tanto al hombre fue que aquellas horribles cosas buscaban su cabeza. El objetivo era tomarlo
por la cabeza para, sólo Dios sabrá qué. Los bellos del cuerpo (En especial los de los brazos
y la nuca) se le erizaron como un mal presagio. Parecía que el camino se alargaba cada vez
más, y entre más duraba aquella experiencia, más sentía que alguno lograría tomarlo y (Sólo
Dios sabe qué).

Comenzaba a divisar al costado izquierda del camino, a unos cuando metros, la


hacienda. Su espíritu recobró la fuerza perdida y lo supo; era una oportunidad. O llegaba o
no llegaba.

El sonido era insoportable. Tan fuerte que ya no escuchaba el sonido del caballo al
correr sobre la tierra. Lo impactó una idea terrorífica; estaba comenzando a perder el
equilibrio. Estaba aturdiéndolo aquella orquesta (balacera) de demonios. Su mente comenzó
a jugarle la mala treta de sentir que alguno ya lo había tomado de la pierna. No podía ver en
otra dirección que no fuera la esperanza que significaba aquella edificación blanca al costado
izquierdo del camino, a unos cuantos metros.

Se acercaba.

Se acercaban.

De pronto el sonido de aquellas cosas empezó a enmudecer; al parecer las


comenzaba a dejar atrás. Su cuerpo era una piedra sobre la superficie orgánica del caballo.
Sus puños tomaban las riendas con una férrea fuerza que le lastimaba las manos. Al cruzar la
cerca de su hogar, el Jinete se cayó del caballo. El corcel huyó hasta perderse, no se detuvo.
Con las piernas temblándole, el Jiente corrió como si apenas volviera a usar las piernas en
varios días, y entró en su casa. Subió hasta su habitación, tomó su rifle sobre el escritorio y se
acurrucó en una esquina. El corazón iba a salir disparado de su pecho, o lo vomitaría; como
aquellas cosas vomitaban los guturales.
Aquellas cosas.

¿Aún afuera?, se preguntó.

Comenzó a llorar. Sus pantalones estaban húmedos en la entrepierna.


(Sólo Dios sabe qué) pensaba en la oscuridad de la habitación…

Sólo Dios sabe qué

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