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CAPÍTULO 8
LA PREPONDERANCIA ALEMANA EN EUROPA Y LA
DIPLOMACIA BISMARCKIANA, 1871-1890
Las relaciones entre las potencias europeas dominan la vida internacional y se extienden a
escala mundial más complicadas que antaño por la agitación de las minorías nacionales, por la
creciente intervención de la opinión pública y por el incremento de la competencia económica.
La desconfianza hacia la preponderancia de Alemania, el permanente antagonismo franco-ale-
mán, los problemas balcánicos y las rivalidades austro-rusa y anglo-rusa llevan a los Estados a
mantener de manera permanente ejércitos y flotas cada vez más nutridos y mejor armados.
A pesar de la crisis oriental de 1875-1878, Bismarck, con la seguridad que le proporcionó
la alianza con Austria-Hungría, aisló a Francia con la Triple y con una entente con Rusia. La
expansión europea en Asia y en África incidió negativamente en las relaciones anglo-rusas y en
la rivalidad franco-inglesa. Hacia 1885, la preponderancia alemana era incontestable pero, muy
pronto, la tensión austro-rusa debilitó el sistema bismarckiano que terminaría arruinado por la
conclusión de la alianza franco-rusa de 1891-1893.
parlamentos limitaban el poder de los soberanos. Los reyes, unidos por lazos familiares,
mantenían una cierta solidaridad entre ellos y jugaban a menudo un papel moderador. A la
inversa, la existencia de un régimen republicano aislaba, de entrada, a quien lo establecía. A
pesar de la difusión del telégrafo y de las nuevas facilidades para los desplazamientos, los
diplomáticos mantenían su vieja importancia en el manejo de unos asuntos que siguieron
dependiendo de las decisiones de muy pocas personas.
Fue nueva, en cambio, la profundidad con que la agitación de las nacionalidades
minoritarias debilitó a Estados como Austria-Hungría o el Imperio otomano, en estos años y en
los siguientes; los conflictos que protagonizaron facilitaron el juego interesado de Otros Estados
cuyos gobiernos animarían, y utilizarían en beneficio propio, sus reivindicaciones nacionales. El
progreso del parlamentarismo democrático y de la prensa de masas introdujo otra novedad al
facilitar la participación de la opinión pública en la política exterior. El ruido que levantaron los
acontecimientos internacionales se fue haciendo cada vez mayor y las rivalidades se fueron
exacerbando en medio de pasiones que los gobiernos aprendieron a manejar orientando la
opinión.
El desarrollo de la industria pesada y el crecimiento de la red ferroviaria y de la flota se
convirtieron en bases tan necesarias para que un Estado fuera considerado una gran potencia
como la existencia de un amplio territorio y de una población muy numerosa. En particular la
presión permanente del crecimiento demográfico europeo exigió la búsqueda de recursos
-materias primas y alimentos- más allá de las fronteras, y los gobiernos se sintieron llamados a
jugar un papel fundamental en todas las manifestaciones de ese imperialismo económico:
decidían las conquistas coloniales bajo la inspiración de sus preocupaciones políticas y
estratégicas; firmaban Tratados de comercio o tomaban medidas aduaneras que animaban
rivalidades y suscitaban verdaderas guerras económicas; orientaban las inversiones de capitales
autorizando las iniciativas extranjeras o presionando a los Estados que debían dar el visto bueno
a las propias. Los hombres de negocios, por su parte, pidieron el apoyo de sus gobiernos para
facilitar su actividad en el extranjero invocando la relación, que exageraban, entre los intereses
generales del Estado y los intereses económicos derivados de su presencia en el mundo. El
desarrollo de los intercambios internacionales de productos y de capitales profundizó la
interdependencia de los diferentes países y pareció anunciar el nacimiento de un mundo más
solidario; sin embargo, las cosas no fueron por ese camino, sino por el del nacionalismo
económico que surgió tras el abandono generalizado del libre cambio. La nueva importancia de
las grandes rutas mundiales multiplicó el número de zonas peligrosas en la medida en que
varios Estados tuvieron interés por controlarlas.
En estos años aumentó la importancia internacional del Mediterráneo. Los británicos, que
disfrutaban, en ese mar, y desde principios del siglo XVIII, de una posición hegemónica, habían
tenido que contar, desde 1830, con la presencia de Francia en Argelia; la apertura del canal de
Suez en 1869 y la unificación de Italia introdujeron incertidumbres en un espacio estratégico
que sin duda se complicaba.
Por otra parte, Austria-Hungría, rechazada en Italia y en Alemania, concentró toda su
atención en el Sur-Este, el único campo de acción posible, el único que interesaba a los
húngaros. Así, obtener, en los Balcanes, una zona de influencia que asegurase la comunicación
entre el valle del Danubio y el puerto de Salónica se convirtió en una necesidad vital desde el
momento en que el compromiso dual entre austriacos y húngaros se mantuvo a costa de los
intereses de eslavos y rumanos; la vigilancia -y el control- de los territorios de soberanía
otomana donde vivían otros eslavos y rumanos apareció como la única posibilidad de evitar el
contagio de una insurrección nacionalista que podría destruir el Estado multinacional. Alemania
favoreció esa dirección de la política austro-húngara; su apoyo sería indispensable en la medida
en que esa política enfrentaba a Austria-Hungría con Rusia.
Rusia, que soñaba con conseguir una salida libre al mar Mediterráneo, aprovechó la guerra
franco-prusiana para recuperar su libertad de acción en el mar Negro. Su economía y sus
finanzas seguían siendo frágiles; su ejército no tenía ni cuadros sólidos ni -a pesar de su
crecimiento demográfico- reservas importantes. Pero sus dirigentes -el zar Alejandro II y el
canciller Alexander Gorchakov- confiaron en que la gran debilidad del Imperio Otomano les
permitiría actuar a través del descontento de los pueblos cristianos que se encontraban bajo su
soberanía.
El Imperio otomano era, más que nunca, el hombre enfermo de Europa. Las tímidas
reformas introducidas bajo la presión de los jóvenes otomanos no consiguieron convertir en
ciudadanos iguales ante la ley a los distintos súbditos del sultán de Constantinopla. El proceso
de parcelación del Imperio continuó: Túnez y Egipto, teóricamente vasallos, eran en realidad
Estados independientes; en los Balcanes crecía un reino independiente, Grecia, y buscaban la
independencia tres principados vasallos, Montenegro, Serbia y Rumania; en el interior de
Turquía, los Cristianos se movilizaban y dirigían sus esperanzas hacía sus hermanos
emancipados políticamente.
La existencia de esos Estados emancipados y la agitación de los pueblos que se sentían
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La penetración occidental en Asia y África fue frenada más por los enfrentamientos entre
las potencias que por las resistencias locales. Los Estados Unidos se opusieron a toda acción
política y militar de Europa en América, pero no pudieron evitar la intensificación de su
penetración económica y financiera. Japón tuvo que contentarse con asegurar su independencia
mientras modernizaba su economía, ejército y flota. Desarrollándose bajo todas sus formas, el
imperialismo europeo profundizó las rivalidades tradicionales y creó otras nuevas. Inglaterra
evitó los problemas continentales y prefirió garantizar y extender su posición en el mundo.
Francia incrementó sus exportaciones de capital y se lanzó, en 1881, a una ambiciosa expansión
colonial. Rusia aceleró su penetración en Asia. Italia intentó probar suerte en África. Las viejas
rivalidades franco-británica y anglo-rusa se fortalecieron y se desarrolló una nueva rivalidad
franco-italiana. Bismarck siguió fiel a las consideraciones continentales sin comprometer la
seguridad del Reich con posibles ganancias coloniales.
Fuera de Europa, los europeos emprendieron numerosas guerras contra pueblos africanos y
asiáticos, pero en Europa, los 43 años que siguieron a los cambios violentos de 1854-1871
fueron años sin guerras y sin cambios fronterizos, con la excepción de lo que ocurriría en los
Balcanes. Sin embargo, bajo los efectos de la guerra franco-prusiana, del desarrollo de la
«Cuestión de Oriente» y de la intensificación de las ambiciones imperialistas, la tensión no
disminuyó. Por otra parte, la experiencia del éxito militar prusiano incitó a la mayor parte de los
Estados a imitar su sistema militar. Para ser capaces de iniciar acciones imprevistas y para
favorecer los esfuerzos a largo término, todos los Estados conservaron, de manera permanente,
fuertes ejércitos activos y organizaron reservas cada vez más considerables; la única gran po-
tencia que no lo hizo fue Inglaterra, que se sentía protegida por su insularidad y por la absoluta
superioridad de su flota. Pero esos ejércitos masivos exigían una cuidadosa preparación para
poder ser concentrados en un punto y para poder maniobrar a gusto de sus mandos; de ahí el
creciente papel estratégico de los ferrocarriles y la creciente importancia de planes minuciosos,
que incesantemente se elaboraban y se modificaban bajo la dirección de escuelas de guerra y
Estados-mayores.
2. La preponderancia alemana
Aunque los gobiernos franceses que afrontaron las consecuencias de la derrota de 1871 se
inclinasen por una política exterior prudente, que alejó la revancha de los planteamientos
inmediatos, Bismarck no se confió. Dispuesto a que se cumpliesen íntegramente las cláusulas
del Tratado de Frankfurt, el canciller fue consciente de su extrema dureza y buscó el
aislamiento de Francia mientras retrasaba su reorganización. Para asegurar el pago de los cinco
mil millones de francos-oro de la indemnización de guerra, Bismarck, cuyo ejército ocupaba
una parte del territorio francés, procuró explotar los inevitables incidentes que se produjeron. La
República, presidida por Adolphe Thiers, para evitarlo, adelantó el pago, y las tropas alemanas
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después, Bismarck pudo reunir el Congreso en Berlín (junio-ju1io 1878). Rusia tuvo que
reducir sus anexiones en Transcaucasia y admitir la desmembración de la gran Bulgaria. Por el
contrario, Austria-Hungría obtuvo el derecho a ocupar militarmente -y a administrar- la
provincia otomana de Bosnia-Herzegovina. De manera paralela, Inglaterra recibió la
administración provisional de Chipre como premio por su protección de los intereses del
gobierno turco.
Los años ochenta asistieron al despliegue de las políticas expansivas de Benjamín Disraeli,
Jules Ferry y Leopoldo II, rey de los belgas. Rusia, frenada en los Balcanes, dirigió su atención
hacia Asia, y allí chocó con Inglaterra; su presión sobre Afganistán provocó una amenaza de
guerra en 1884-1885; los diplomáticos rusos esperaban que la presión sobre la India llevara a
los británicos a ser más comprensivos con los intereses rusos en los Balcanes. El acuerdo de
1885 evitó el conflicto convirtiendo a Afganistán en un Estado tapón que separaba los imperios
ruso y británico.
La penetración financiera facilitó la penetración política occidental en Túnez y Egipto que,
casi al mismo tiempo, pasaron a estar controlados, el primero por Francia, y el segundo por
Inglaterra. En 1881, la instalación de Francia en Túnez suscitó el resentimiento de Italia que, a
partir de ese momento, concentraría su interés en Tripolitania. Las relaciones franco-británicas,
amistosas desde 1871, entraron, en 1882, en un largo periodo de rivalidad que se concentraría
en Egipto. Francia había permitido, en 1875, que Inglaterra comprara las acciones de la
Compañía del Canal de Suez en poder del kedive egipcio y, en 1876, había aceptado el
condominio financiero. Pues bien, en 1882 esta actitud cambió. Aunque, en un primer
momento, la Cámara de Diputados francesa se retiró de la acción militar conjunta que habían
propuesto los británicos para terminar con un pequeño levantamiento egipcio contra los
intereses occidentales, cuando la intervención militar británica tenga lugar y prefigure el
establecimiento de un protectorado informal, Francia, por una cuestión de prestigio, no lo
aceptó, y reclamó la retirada de las tropas enviadas por el gobierno de Londres con el que,
desde ese momento, y hasta 1904, sostendría una querella continuada que se nutriría, además,
con los conflictos sobre Madagascar, Indochina, China y Siam.
Francia y Leopoldo II -en su condición de presidente de una compañía privada- venían
intentando controlar el comercio del centro de África. Inglaterra que no deseaba que la cuenca
del río Congo se convirtiera en un mercado exclusivo de sus competidores, apoyó los intereses
de Portugal, que poseía territorios en las costas cercanas, y procuró conducir el asunto a una
Conferencia internacional que, en 1884-1885, se reunió en Berlín, fijó el estatuto del Estado
Libre del Congo y decidió que sólo la ocupación efectiva de los territorios daba, en principio,
derechos de soberanía. Esta decisión precipitaría la carrera, acelerada por la entrada en ella de
alemanes e italianos, para unir los pedazos ocupados en conjuntos territoriales sin solución de
continuidad.
austríaca. Aunque la alianza era secreta, Rusia fue consciente de los peligros que se derivarían
para sus intereses si permanecía aislada. Por esa razón no fue difícil la conclusión, en 1881, de
un Segundo Acuerdo de los Tres Emperadores sobre la base del respeto a los recientes
compromisos sobre los Balcanes y de una promesa de neutralidad que no contradecía
formalmente a la Dúplice. Alemania se aseguraba de que Rusia no ayudaría a Francia y Rusia se
aseguraba de que Austria no ayudaría a Inglaterra.
La segunda pieza se estableció en 1882 y fue la Triple Alianza que asoció a Alemania,
Austria-Hungría e Italia. La iniciativa fue italiana; el gobierno de Roma buscó el apoyo alemán
para fortalecer su posición frente a Francia; pero Bismarck no aceptó una negociación en la que
no participase el gobierno de Viena; el canciller alemán intentó neutralizar el irredentismo
italiano y, considerando que Austria-Hungría e Italia sólo podían ser aliadas o enemigas,
condujo la negociación a un acuerdo a tres, concluido por cinco años, que se renovaría, con
cambios, hasta 1914. La Triple Alianza fue un Compromiso anti-francés que comprometía a
italianos y alemanes, completado con la promesa de neutralidad italiana en caso de conflicto
austro-ruso.
A pesar de los compromisos asumidos para mantener el statu quo, la situación en los
Balcanes fue evolucionando en favor de los intereses austro-germanos. El Imperio otomano
había reclamado la presencia de instructores militares alemanes para su ejército y sus compras
de armamento habían abierto la vía a la influencia económica. Serbia y Rumania se venían
orientando hacia Austria-Hungría; en 1881, el rey de Serbia profundizó el compromiso y, en
1883, se firmó otra Triple Alianza que unió, en un acuerdo defensivo anti-ruso, a Alemania,
Austria-Hungría y Rumania. Sin duda, Alemania dominaba el juego internacional: Dúplice con
Austria-Hungría, Acuerdo con Rusia y Triples con Italia y Rumania. Pero es más; Bismarck,
que desde 1884 apoyaba una política colonial alemana más incisiva, mantenía relaciones
cordiales con Inglaterra y colaboraba ocasionalmente con Francia, a la que animaba a realizar
una política colonial ambiciosa con la esperanza de posponer la revancha e incrementar el
antagonismo franco-británico.
En 1886, una nueva crisis búlgara reabrió la «Cuestión de Oriente». Bulgaria era una pieza
de la influencia rusa en los Balcanes; en 1883, los rusos instalaron en su trono a un príncipe de
la casa Battenberg que intentó escapar a esa influencia; el gobierno ruso favoreció un golpe de
Estado para desplazarlo; vano intento, los búlgaros lo reemplazaron por un Sajonia-Coburgo
protegido por Austria-Hungría. Rusia, aislada, vio cómo quedaba reducida su influencia en la
región.
La conjunción de los intereses políticos de Bismarck y del general francés Georges
Boulanger condujo, de manera paralela, a la intensificación de la tensión franco-germana.
Boulanger quería aparecer ante el electorado de la República como el hombre de la revancha y
Bismarck necesitaba justificar una nueva ley militar del Reich; un incidente menor facilitó, en
1887, la escalada de provocaciones. En este contexto, cuando, en 1887, llegó el momento de
renovar la Triple, Italia pareció más útil que en 1882 y la renovación introdujo nuevos
compromisos que la fortalecieron: Alemania le prometió apoyo militar en Tripolitania y
Austria-Hungría compensaciones si se introducían cambios en los Balcanes.
Bismarck animó entonces -desde la sombra- la conclusión de un conjunto de Acuerdos
Mediterráneos destinados a frenar las pretensiones francesas en Egipto y rusas en Bulgaria:
Inglaterra, Italia, Austria-Hungría y España se comprometieron a hacer respetar el statu quo del
Mediterráneo. El Acuerdo de los Tres Emperadores no pudo ser renovado, pero la discreción de
la posición adoptada por Bismarck le permitió evitar el acercamiento de Rusia a Francia con la
firma de un Tratado ultra-secreto de reaseguro por tres años: a cambio de la neutralidad rusa si
Francia atacaba a Alemania, Bismarck prometía apoyo a la política rusa en los Balcanes.
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La mayor parte de los historiadores que se han ocupado de la diplomacia bismarckina han
recordado la famosa frase del político prusiano reduciendo su política a la siguiente fórmula:
tratar de ser uno de tres durante todo el tiempo en que el mundo se hallase gobernado por el
inestable equilibrio de cinco grandes potencias. Con esta frase se destaca el espíritu práctico, la
libertad de juicios morales y la movilidad de la política exterior del estadista que da nombre a
toda una época. Sin embargo, algunos historiadores, han afirmado que Bismarck, más que
querer ser uno de tres en un mundo de cinco, lo que deseaba realmente era convertirse en el
núcleo de la política europea. Si esto era así, ¿en qué dirección empujaba a Europa?
El mejor estudio sobre las dos décadas de Relaciones Internacionales que siguieron a la
unificación de Alemania, el soberbio libro de W. L. Langer, Europeam Alliances and
Allignments (1931), afirma que Bismarck fue un gran maestro de ajedrez que dominaba el
tablero, pero no para defender los intereses de la guerra, sino los de la paz; sin la política
realista de Bismarck -sigue diciendo Langer-, la Historia de Europa no se hubiese beneficiado
de los veinte años de paz que siguieron a la proclamación del Reich alemán.
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Aunque esta imagen de un Bismarck gran estratega del juego diplomático a favor del
mantenimiento de la paz haya dominado la historiografía durante los últimos cincuenta años, la
historiografía más reciente ve en ella errores de consideración.
Para empezar, los años 1871-1890 no son sólo los años de la Europa de Bismarck. El
estadista prusiano empequeñeció, pero no consiguió eliminar ni a sus aliados ni a sus rivales;
unos y otros -en distinta medida- no siempre le necesitaron y no siempre apreciaron sus
consejos, sus amenazas o sus halagos. En segundo lugar, es muy discutible el pacifismo de
Bismarck; si, a partir de 1871, trató de evitar la guerra, lo hizo por razones prácticas, porque las
circunstancias no eran oportunas, porque temió las consecuencias de una conflagración
generalizada, pero nunca rechazó las ventajas de una guerra limitada entre dos potencias
europeas.
Por otra parte, al evaluar la talla de Bismarck como estadista, no debemos olvidar la
desgraciada influencia de sus características personales: su naturaleza emotiva, su excitabilidad
y su carácter vengativo; se encontraba siempre mal de los nervios; solo le tranquilizaba el reto
de las crisis extremas y tantos años en el ojo del huracán terminaron por desgastar todavía más
su sistema nervioso. Los historiadores han reconocido siempre los efectos adversos de su
carácter vengativo sobre la política interior, pero se han mostrado poco dispuestos a tenerlo en
cuenta en su política exterior; sin embargo, algunos casos bien conocidos, como la inútil
vendetta que desplegó contra Gorchakov, canciller ruso desde 1867 y ministro de Exteriores
desde 1856, una verdadera guerra fría personal, demuestran la importancia negativa del factor
personal.
En la tesis de Langer sobre la talla de estadista de Bismarck se encuentra implícito que éste
poseía siempre un plan preparado ante cualquier eventualidad. Se trata de una opinión muy
discutible. Por el contrario, A. J. P. Taylor ha defendido que Bismarck vivía al momento y
respondía a los desafíos inmediatos; en otras palabras, ni gran poder de razonamiento, ni
portentosa visión de futuro. ¿Acierta de manera genial cuando forma la Dúplice con Austria-
Hungría, como dicen algunos historiadores, logrando la realización definitiva de la unidad
alemana? ¿Se precipita al formar la Dúplice con Austria-Hungría sin medir sus consecuencias
negativas, como dicen otros historiadores? Posiblemente tenga razón W. N. Medlicott cuando
afirma que la política de Bismarck fue una combinación de planificación de largo alcance y de
táctica.
En efecto, parece que la excesiva confianza del canciller en su superior capacidad táctica
fue aumentando con el tiempo como consecuencia de su profundo pesimismo: entendía la
política como una serie de transacciones específicas y no le preocupaban demasiado las
consecuencias a largo plazo de su diplomacia; por lo tanto, su libertad de maniobra era
extraordinariamente grande. El problema residía en que los demás participantes no jugaban se-
gún sus reglas.
En cualquier caso, como afirma Waller durante los últimos tres años que se mantuvo en el
cargo, la red de alianzas que construyó parecía una verdadera chapuza de remiendos: con un
acuerdo tras otro ponía parches en las zonas más débiles con retales de ropas diferentes. Esas
complejas maniobras, ¿eran obra de un genial estratega o de un buen táctico? y, sobre todo,
¿eran imprescindibles? Es discutible, pero parece razonable suponer que no lo eran, que ante la
existencia de las rivalidades que enfrentaban entre si a los demás Estados, el Reich no
necesitase más que nervios firmes y sentido común para mantener el statu quo en Europa.
Quizá Bismarck no estaba tan interesado en la conservación del statu quo de 1871 como
afirma Langer; el establecimiento de un imperio ultramarino en la década de los ochenta parece
negar la evidencia de una supuesta Alemania bismarckiana saciada; además, todas sus
maniobras diplomáticas parecen demostrar que el canciller buscaba adquirir una posición de
predominio en Europa que no garantizaba el Tratado de Frankfurt de 1871. Había logrado el
Reich alemán mediante la lucha y no parece que pensase protegerlo de otra manera; por eso
buscó la seguridad en una política llena de inventiva y de un activismo continuado, guiada más
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