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TERCERA PARTE

LA EUROPA DE LAS ALIANZAS Y EL IMPERIALISMO:


EL CAMINO HACIA LA GUERRA (1871-1918)

CAPÍTULO 8
LA PREPONDERANCIA ALEMANA EN EUROPA Y LA
DIPLOMACIA BISMARCKIANA, 1871-1890

por ROSARIO DE LA TORRE DEL RÍO


Profesora titular de Historia Contemporánea,
Universidad Complutense de Madrid

Las relaciones entre las potencias europeas dominan la vida internacional y se extienden a
escala mundial más complicadas que antaño por la agitación de las minorías nacionales, por la
creciente intervención de la opinión pública y por el incremento de la competencia económica.
La desconfianza hacia la preponderancia de Alemania, el permanente antagonismo franco-ale-
mán, los problemas balcánicos y las rivalidades austro-rusa y anglo-rusa llevan a los Estados a
mantener de manera permanente ejércitos y flotas cada vez más nutridos y mejor armados.
A pesar de la crisis oriental de 1875-1878, Bismarck, con la seguridad que le proporcionó
la alianza con Austria-Hungría, aisló a Francia con la Triple y con una entente con Rusia. La
expansión europea en Asia y en África incidió negativamente en las relaciones anglo-rusas y en
la rivalidad franco-inglesa. Hacia 1885, la preponderancia alemana era incontestable pero, muy
pronto, la tensión austro-rusa debilitó el sistema bismarckiano que terminaría arruinado por la
conclusión de la alianza franco-rusa de 1891-1893.

1. Caracteres de la vida internacional

1.1. VIEJOS Y NUEVOS FACTORES POLÍTICOS Y ECONÓMICOS

El Tratado de Frankfurt de 1871, al cerrar el período de intranquilidad y revisión abierto


por la guerra de Crimea, disipó las ensoñaciones coarentaiochistas de una voluntaria federación
de Estados construida por el empuje arrollador de los pueblos. La realidad que persistió en 1871
fue la del viejo sistema de grandes potencias soberanas, que ahora se presentaban indus-
trializadas y dirigidas por gobiernos cada vez más poderosos. Los jefes de Estado, de Gobierno
y los ministros de Asuntos Exteriores seguían desempeñando un papel fundamental en la
política internacional y, en Europa, seguía dominando el régimen monárquico; su conservación
constituía un elemento básico de las relaciones entre los Estados, incluso en aquellos cuyos
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parlamentos limitaban el poder de los soberanos. Los reyes, unidos por lazos familiares,
mantenían una cierta solidaridad entre ellos y jugaban a menudo un papel moderador. A la
inversa, la existencia de un régimen republicano aislaba, de entrada, a quien lo establecía. A
pesar de la difusión del telégrafo y de las nuevas facilidades para los desplazamientos, los
diplomáticos mantenían su vieja importancia en el manejo de unos asuntos que siguieron
dependiendo de las decisiones de muy pocas personas.
Fue nueva, en cambio, la profundidad con que la agitación de las nacionalidades
minoritarias debilitó a Estados como Austria-Hungría o el Imperio otomano, en estos años y en
los siguientes; los conflictos que protagonizaron facilitaron el juego interesado de Otros Estados
cuyos gobiernos animarían, y utilizarían en beneficio propio, sus reivindicaciones nacionales. El
progreso del parlamentarismo democrático y de la prensa de masas introdujo otra novedad al
facilitar la participación de la opinión pública en la política exterior. El ruido que levantaron los
acontecimientos internacionales se fue haciendo cada vez mayor y las rivalidades se fueron
exacerbando en medio de pasiones que los gobiernos aprendieron a manejar orientando la
opinión.
El desarrollo de la industria pesada y el crecimiento de la red ferroviaria y de la flota se
convirtieron en bases tan necesarias para que un Estado fuera considerado una gran potencia
como la existencia de un amplio territorio y de una población muy numerosa. En particular la
presión permanente del crecimiento demográfico europeo exigió la búsqueda de recursos
-materias primas y alimentos- más allá de las fronteras, y los gobiernos se sintieron llamados a
jugar un papel fundamental en todas las manifestaciones de ese imperialismo económico:
decidían las conquistas coloniales bajo la inspiración de sus preocupaciones políticas y
estratégicas; firmaban Tratados de comercio o tomaban medidas aduaneras que animaban
rivalidades y suscitaban verdaderas guerras económicas; orientaban las inversiones de capitales
autorizando las iniciativas extranjeras o presionando a los Estados que debían dar el visto bueno
a las propias. Los hombres de negocios, por su parte, pidieron el apoyo de sus gobiernos para
facilitar su actividad en el extranjero invocando la relación, que exageraban, entre los intereses
generales del Estado y los intereses económicos derivados de su presencia en el mundo. El
desarrollo de los intercambios internacionales de productos y de capitales profundizó la
interdependencia de los diferentes países y pareció anunciar el nacimiento de un mundo más
solidario; sin embargo, las cosas no fueron por ese camino, sino por el del nacionalismo
económico que surgió tras el abandono generalizado del libre cambio. La nueva importancia de
las grandes rutas mundiales multiplicó el número de zonas peligrosas en la medida en que
varios Estados tuvieron interés por controlarlas.

1.2. LA VICTORIA ALEMANA Y EL EQUILIBRIO EUROPEO

En 1871, la realización de la unidad alemana transformó el equilibrio europeo al crear un


poderoso Estado alemán y al cambiar la posición relativa de Austria y Francia. Alemania
alcanzó, de golpe, la preponderancia en Europa gracias al poder de su ejército y Otto von
Bismarck encarnó esa primacía; hábil en las negociaciones complejas y en la adaptación de su
sistema al paso del tiempo, el canciller alemán dirigió el juego diplomático con el objetivo de
conservar un statu quo europeo que favorecía los intereses prusianos que representaba.
La unificación de Italia y de Alemania redujo fuertemente la posición de Austria. Aunque
Bismarck no quisiera unirla al nuevo Reich, deseó contar con ella; pensaba que Austria había
jugado un papel tan importante en el mundo germánico, que su colaboración era indispensable
para la existencia de una Alemania que se había unificado sin ella. Por su parte, el emperador
austríaco Francisco-José, tras la derrota de Sadowa, buscó la salvación en un compromiso con
los húngaros que, en la nueva Monarquía Dual, convertirían sus intereses balcánicos en
predominantes y facilitarían el compromiso con la nueva Alemania. La influencia determinante
del conde Gyula Andrássy, miembro de una distinguida familia magiar, marcaría la dirección
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que la política exterior austro-húngara mantuvo hasta 1914.


Francia, que disponía de unas finanzas y una economía sólidas, reconstruyó rápidamente su
ejército y no se resignó a la pérdida de Alsacia-Lorena. La revancha se convirtió en un tema
enquistado bajo el recuerdo de la derrota y del fuente sentimiento de inseguridad y de
aislamiento que aprisionó a la inmensa mayoría de los franceses. Bismarck, que estaba
convencido de que Francia no se conformaría, pensó que, sin aliados, debería posponer la
revancha. Para garantizar el aislamiento francés, Bismarck estableció un sistema de alianzas
permanentes y usó la amenaza, más para intimidar que con la voluntad de desencadenar una
guerra preventiva. En cualquier caso, sus maniobras anti-francesas contribuyeron a mantener la
tensión internacional.
Con la seguridad que le proporcionaba la superioridad de su economía industrial y de su
marina comercial y de guerra, Inglaterra no se inquietó por el establecimiento de una
preponderancia alemana que respetaba la independencia de los territorios continentales del otro
lado del puerto de Londres y que no incluía la construcción de una flota de guerra ni
ambicionaba un imperio colonial. Los británicos, que seguían confiando en su flota y en las so-
luciones empíricas, se mantuvieron fieles a una política exterior de manos libres, sin concluir
alianzas que pudieran comprometer un futuro cuyos perfiles exactos se desconocían.

1.3. EL MEDITERRÁNEO Y LA «CUESTIÓN DE ORIENTE»

En estos años aumentó la importancia internacional del Mediterráneo. Los británicos, que
disfrutaban, en ese mar, y desde principios del siglo XVIII, de una posición hegemónica, habían
tenido que contar, desde 1830, con la presencia de Francia en Argelia; la apertura del canal de
Suez en 1869 y la unificación de Italia introdujeron incertidumbres en un espacio estratégico
que sin duda se complicaba.
Por otra parte, Austria-Hungría, rechazada en Italia y en Alemania, concentró toda su
atención en el Sur-Este, el único campo de acción posible, el único que interesaba a los
húngaros. Así, obtener, en los Balcanes, una zona de influencia que asegurase la comunicación
entre el valle del Danubio y el puerto de Salónica se convirtió en una necesidad vital desde el
momento en que el compromiso dual entre austriacos y húngaros se mantuvo a costa de los
intereses de eslavos y rumanos; la vigilancia -y el control- de los territorios de soberanía
otomana donde vivían otros eslavos y rumanos apareció como la única posibilidad de evitar el
contagio de una insurrección nacionalista que podría destruir el Estado multinacional. Alemania
favoreció esa dirección de la política austro-húngara; su apoyo sería indispensable en la medida
en que esa política enfrentaba a Austria-Hungría con Rusia.
Rusia, que soñaba con conseguir una salida libre al mar Mediterráneo, aprovechó la guerra
franco-prusiana para recuperar su libertad de acción en el mar Negro. Su economía y sus
finanzas seguían siendo frágiles; su ejército no tenía ni cuadros sólidos ni -a pesar de su
crecimiento demográfico- reservas importantes. Pero sus dirigentes -el zar Alejandro II y el
canciller Alexander Gorchakov- confiaron en que la gran debilidad del Imperio Otomano les
permitiría actuar a través del descontento de los pueblos cristianos que se encontraban bajo su
soberanía.
El Imperio otomano era, más que nunca, el hombre enfermo de Europa. Las tímidas
reformas introducidas bajo la presión de los jóvenes otomanos no consiguieron convertir en
ciudadanos iguales ante la ley a los distintos súbditos del sultán de Constantinopla. El proceso
de parcelación del Imperio continuó: Túnez y Egipto, teóricamente vasallos, eran en realidad
Estados independientes; en los Balcanes crecía un reino independiente, Grecia, y buscaban la
independencia tres principados vasallos, Montenegro, Serbia y Rumania; en el interior de
Turquía, los Cristianos se movilizaban y dirigían sus esperanzas hacía sus hermanos
emancipados políticamente.
La existencia de esos Estados emancipados y la agitación de los pueblos que se sentían
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discriminados favoreció la política expansiva de Rusia y preocupó profundamente a Austria-


Hungría. La debilidad económica del Imperio otomano había permitido la entrada de capitales
franceses y británicos que fueron controlando su deuda pública. Pero las grandes potencias no
compartían intereses en esta zona de Europa y los turcos se aprovecharon de ello para prolongar
su poder: Austria-Hungría y Rusia se vigilaban -y neutralizaban- mientras Inglaterra, que estaba
decidida a frenar el avance ruso, consideró prioritario conservar el statu quo de la región y
retrasar el reparto de unos territorios ambicionados por muchos.

1.4. OPOSICIONES A ESCALA MUNDIAL E INICIOS DE UNA PAZ ARMADA

La penetración occidental en Asia y África fue frenada más por los enfrentamientos entre
las potencias que por las resistencias locales. Los Estados Unidos se opusieron a toda acción
política y militar de Europa en América, pero no pudieron evitar la intensificación de su
penetración económica y financiera. Japón tuvo que contentarse con asegurar su independencia
mientras modernizaba su economía, ejército y flota. Desarrollándose bajo todas sus formas, el
imperialismo europeo profundizó las rivalidades tradicionales y creó otras nuevas. Inglaterra
evitó los problemas continentales y prefirió garantizar y extender su posición en el mundo.
Francia incrementó sus exportaciones de capital y se lanzó, en 1881, a una ambiciosa expansión
colonial. Rusia aceleró su penetración en Asia. Italia intentó probar suerte en África. Las viejas
rivalidades franco-británica y anglo-rusa se fortalecieron y se desarrolló una nueva rivalidad
franco-italiana. Bismarck siguió fiel a las consideraciones continentales sin comprometer la
seguridad del Reich con posibles ganancias coloniales.
Fuera de Europa, los europeos emprendieron numerosas guerras contra pueblos africanos y
asiáticos, pero en Europa, los 43 años que siguieron a los cambios violentos de 1854-1871
fueron años sin guerras y sin cambios fronterizos, con la excepción de lo que ocurriría en los
Balcanes. Sin embargo, bajo los efectos de la guerra franco-prusiana, del desarrollo de la
«Cuestión de Oriente» y de la intensificación de las ambiciones imperialistas, la tensión no
disminuyó. Por otra parte, la experiencia del éxito militar prusiano incitó a la mayor parte de los
Estados a imitar su sistema militar. Para ser capaces de iniciar acciones imprevistas y para
favorecer los esfuerzos a largo término, todos los Estados conservaron, de manera permanente,
fuertes ejércitos activos y organizaron reservas cada vez más considerables; la única gran po-
tencia que no lo hizo fue Inglaterra, que se sentía protegida por su insularidad y por la absoluta
superioridad de su flota. Pero esos ejércitos masivos exigían una cuidadosa preparación para
poder ser concentrados en un punto y para poder maniobrar a gusto de sus mandos; de ahí el
creciente papel estratégico de los ferrocarriles y la creciente importancia de planes minuciosos,
que incesantemente se elaboraban y se modificaban bajo la dirección de escuelas de guerra y
Estados-mayores.

2. La preponderancia alemana

2.1. LAS PRIMERAS PRECAUCIONES DE BISMARCK (1871-1875)

Aunque los gobiernos franceses que afrontaron las consecuencias de la derrota de 1871 se
inclinasen por una política exterior prudente, que alejó la revancha de los planteamientos
inmediatos, Bismarck no se confió. Dispuesto a que se cumpliesen íntegramente las cláusulas
del Tratado de Frankfurt, el canciller fue consciente de su extrema dureza y buscó el
aislamiento de Francia mientras retrasaba su reorganización. Para asegurar el pago de los cinco
mil millones de francos-oro de la indemnización de guerra, Bismarck, cuyo ejército ocupaba
una parte del territorio francés, procuró explotar los inevitables incidentes que se produjeron. La
República, presidida por Adolphe Thiers, para evitarlo, adelantó el pago, y las tropas alemanas
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tuvieron que retirarse en 1873.


Bismarck procuró entonces garantizar el aislamiento internacional de la Francia
republicana. Austria-Hungría bahía mostrado su resignación ante la formación de la pequeña
Alemania bismarckiana. Rusia quería evitar la formalización del apoyo alemán a la política
balcánica de Austria-Hungría. Las tres tendencias confluyeron, en 1873, en la firma de los dos
textos que constituyen la Liga de los Tres Emperadores: una convención militar defensiva
germano-rusa y una convención política, a tres, en la que los firmantes se comprometían a
consultarse si aparecían dificultades. Alemania no tenía ningún interés directo en la «Cuestión
de Oriente» y Bismarck esperaba poder conciliar los intereses antagónicos de austro-húngaros y
rusos.
En 1875, la tensión franco-alemana se disparó. Un proyecto de ley francés, aumentando el
número de los oficiales de su ejército para encuadrar mejor a sus reservistas, llevó a algunos
periódicos alemanes -cercanos a Bismarck- a hablar de una guerra preventiva. De hecho, el
canciller sólo quería intimidar a Francia y obligarla a renunciar al incremento de oficiales; pero
el gobierno francés amplificó la crisis y pidió a poyo a Inglaterra y Rusia, que realizaron
iniciativas apaciguadoras, marcando con ella límites al incipiente sistema bismarckiano.

2.2. LA CRISIS ORIENTAL DE 1875-1878 Y EL CONGRESO DE BERLÍN

En 1875 estalló una insurrección en Herzegovina que en 1876 se extendió a Bulgaria; el


gobierno turco desató contra sus gentes toda su violencia. La situación se complicó todavía más
en 1876, cuando Serbia y Montenegro atacaron a los turcos y fueron rápidamente derrotadas por
ellos. La derrota de serbios y montenegrinos fortalecía a Austria-Hungría al impedir la forma-
ción de una gran Serbia que se hubiese extendido a Herzegovina y a Bosnia, un triángulo de
tierras eslavas que se empotraba en la frontera de la Monarquía Dual, en medio de territorios
habitados por poblaciones descontentas también eslavas. Con el apoyo de Bismarck, el conde
Andrássy, ministro de Asuntos Exteriores del gobierno de Viena, intentó controlar la situación
liderando una presión colectiva de las potencias para que los turcos emprendieran reformas
políticas que apaciguaran a los descontentos e impidieran las iniciativas rusas.
Pero el planteamiento de Andrássy no tendría éxito. Benjamín Disraelí, primer ministro
británico, entendió la situación de manera distinta, puso el acento en el peligro ruso y no quiso
colaborar en la dirección señalada. La posición británica permitió ganar tiempo al Imperio
otomano. El sultán Abdul Hamid II entregó el poder a los jóvenes otomanos y prometió una
constitución con el único objetivo de paralizar la acción de las grandes potencias. Conseguido
esto, retornó a sus anteriores prácticas políticas. En este contexto, en 1877, Rusia decidió
intervenir sola. Se aseguró la neutralidad austro-húngara y británica con la promesa de no tocar
ni Bosnia, ni Salónica ni los Estrechos. Animada por el entusiasmo de los eslavófilos, la guerra
ruso-turca de 1877-1878 se desarrolló en los Balcanes y en la Transcaucasia. Aunque la
campaña no fue un cómodo paseo militar, finalmente el ejército ruso avanzó, en pleno invierno,
hasta las cercanías de Constantinopla y, el 3 de marzo de 1878, el zar impuso a los turcos el
Tratado de San Stefano, sin tener en cuenta el rechazo de sus cláusulas por parte de británicos y
austro-húngaros.
Rusia había obtenido de los turcos territorios en Transcaucasia, el reconocimiento de la
independencia -con promesa de engrandecimiento- de Rumania, Serbia y Montenegro, y el
reconocimiento de la autonomía de Bosnia-Herzegovina y de una gran Bulgaria que
incorporaba territorios turcos, cortaba el camino austro-húngaro a Salónica y se acercaba a los
estrechos Bósforo y Dardanelos. Los gobiernos de Londres y Viena no estuvieron dispuestos a
permitirlo y se aprestaron a la guerra contra Rusia. Bismarck ejerció una influencia
apaciguadora que, en realidad, beneficiaba a Austria. Rusia, aislada, tuvo que ceder y aceptar
los intereses de las otras potencias. Antes de que se reuniera el Congreso, las cuestiones
esenciales quedaron consensuadas entre los gobiernos británico, austro-húngaro y ruso;
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después, Bismarck pudo reunir el Congreso en Berlín (junio-ju1io 1878). Rusia tuvo que
reducir sus anexiones en Transcaucasia y admitir la desmembración de la gran Bulgaria. Por el
contrario, Austria-Hungría obtuvo el derecho a ocupar militarmente -y a administrar- la
provincia otomana de Bosnia-Herzegovina. De manera paralela, Inglaterra recibió la
administración provisional de Chipre como premio por su protección de los intereses del
gobierno turco.

2.3. NUEVAS RIVALIDADES A ESCALA MUNDIAL

Los años ochenta asistieron al despliegue de las políticas expansivas de Benjamín Disraeli,
Jules Ferry y Leopoldo II, rey de los belgas. Rusia, frenada en los Balcanes, dirigió su atención
hacia Asia, y allí chocó con Inglaterra; su presión sobre Afganistán provocó una amenaza de
guerra en 1884-1885; los diplomáticos rusos esperaban que la presión sobre la India llevara a
los británicos a ser más comprensivos con los intereses rusos en los Balcanes. El acuerdo de
1885 evitó el conflicto convirtiendo a Afganistán en un Estado tapón que separaba los imperios
ruso y británico.
La penetración financiera facilitó la penetración política occidental en Túnez y Egipto que,
casi al mismo tiempo, pasaron a estar controlados, el primero por Francia, y el segundo por
Inglaterra. En 1881, la instalación de Francia en Túnez suscitó el resentimiento de Italia que, a
partir de ese momento, concentraría su interés en Tripolitania. Las relaciones franco-británicas,
amistosas desde 1871, entraron, en 1882, en un largo periodo de rivalidad que se concentraría
en Egipto. Francia había permitido, en 1875, que Inglaterra comprara las acciones de la
Compañía del Canal de Suez en poder del kedive egipcio y, en 1876, había aceptado el
condominio financiero. Pues bien, en 1882 esta actitud cambió. Aunque, en un primer
momento, la Cámara de Diputados francesa se retiró de la acción militar conjunta que habían
propuesto los británicos para terminar con un pequeño levantamiento egipcio contra los
intereses occidentales, cuando la intervención militar británica tenga lugar y prefigure el
establecimiento de un protectorado informal, Francia, por una cuestión de prestigio, no lo
aceptó, y reclamó la retirada de las tropas enviadas por el gobierno de Londres con el que,
desde ese momento, y hasta 1904, sostendría una querella continuada que se nutriría, además,
con los conflictos sobre Madagascar, Indochina, China y Siam.
Francia y Leopoldo II -en su condición de presidente de una compañía privada- venían
intentando controlar el comercio del centro de África. Inglaterra que no deseaba que la cuenca
del río Congo se convirtiera en un mercado exclusivo de sus competidores, apoyó los intereses
de Portugal, que poseía territorios en las costas cercanas, y procuró conducir el asunto a una
Conferencia internacional que, en 1884-1885, se reunió en Berlín, fijó el estatuto del Estado
Libre del Congo y decidió que sólo la ocupación efectiva de los territorios daba, en principio,
derechos de soberanía. Esta decisión precipitaría la carrera, acelerada por la entrada en ella de
alemanes e italianos, para unir los pedazos ocupados en conjuntos territoriales sin solución de
continuidad.

2.4. LA PLENITUD DEL SISTEMA BISMARCKIANO (1879-1885)

Bismarck aprovechó las rivalidades austro-rusa, anglo-rusa, franco-británica y franco-


italiana para establecer un sistema defensivo que asegurase, mejor que el de 1873, la
preponderancia europea del II Reich. La primera pieza del nuevo sistema se estableció en 1879,
cuando Alemania y Austria-Hungría concluyeron una alianza defensiva frente a Rusia: la
Dúplice, que se renovaría sin cambio alguno hasta 1914. Bismarck y el káiser Guillermo I
sintieron reparos al establecer una alianza para frenar a una Rusia que no tenía aliados, pero se
impusieron los planteamientos de Andrássy, y Bismarck cedió para asegurar la amistad
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austríaca. Aunque la alianza era secreta, Rusia fue consciente de los peligros que se derivarían
para sus intereses si permanecía aislada. Por esa razón no fue difícil la conclusión, en 1881, de
un Segundo Acuerdo de los Tres Emperadores sobre la base del respeto a los recientes
compromisos sobre los Balcanes y de una promesa de neutralidad que no contradecía
formalmente a la Dúplice. Alemania se aseguraba de que Rusia no ayudaría a Francia y Rusia se
aseguraba de que Austria no ayudaría a Inglaterra.
La segunda pieza se estableció en 1882 y fue la Triple Alianza que asoció a Alemania,
Austria-Hungría e Italia. La iniciativa fue italiana; el gobierno de Roma buscó el apoyo alemán
para fortalecer su posición frente a Francia; pero Bismarck no aceptó una negociación en la que
no participase el gobierno de Viena; el canciller alemán intentó neutralizar el irredentismo
italiano y, considerando que Austria-Hungría e Italia sólo podían ser aliadas o enemigas,
condujo la negociación a un acuerdo a tres, concluido por cinco años, que se renovaría, con
cambios, hasta 1914. La Triple Alianza fue un Compromiso anti-francés que comprometía a
italianos y alemanes, completado con la promesa de neutralidad italiana en caso de conflicto
austro-ruso.
A pesar de los compromisos asumidos para mantener el statu quo, la situación en los
Balcanes fue evolucionando en favor de los intereses austro-germanos. El Imperio otomano
había reclamado la presencia de instructores militares alemanes para su ejército y sus compras
de armamento habían abierto la vía a la influencia económica. Serbia y Rumania se venían
orientando hacia Austria-Hungría; en 1881, el rey de Serbia profundizó el compromiso y, en
1883, se firmó otra Triple Alianza que unió, en un acuerdo defensivo anti-ruso, a Alemania,
Austria-Hungría y Rumania. Sin duda, Alemania dominaba el juego internacional: Dúplice con
Austria-Hungría, Acuerdo con Rusia y Triples con Italia y Rumania. Pero es más; Bismarck,
que desde 1884 apoyaba una política colonial alemana más incisiva, mantenía relaciones
cordiales con Inglaterra y colaboraba ocasionalmente con Francia, a la que animaba a realizar
una política colonial ambiciosa con la esperanza de posponer la revancha e incrementar el
antagonismo franco-británico.

2.5. LA CRISIS BÚLGARA Y LA TRANSFORMACIÓN DEL SISTEMA (1886-1887)

En 1886, una nueva crisis búlgara reabrió la «Cuestión de Oriente». Bulgaria era una pieza
de la influencia rusa en los Balcanes; en 1883, los rusos instalaron en su trono a un príncipe de
la casa Battenberg que intentó escapar a esa influencia; el gobierno ruso favoreció un golpe de
Estado para desplazarlo; vano intento, los búlgaros lo reemplazaron por un Sajonia-Coburgo
protegido por Austria-Hungría. Rusia, aislada, vio cómo quedaba reducida su influencia en la
región.
La conjunción de los intereses políticos de Bismarck y del general francés Georges
Boulanger condujo, de manera paralela, a la intensificación de la tensión franco-germana.
Boulanger quería aparecer ante el electorado de la República como el hombre de la revancha y
Bismarck necesitaba justificar una nueva ley militar del Reich; un incidente menor facilitó, en
1887, la escalada de provocaciones. En este contexto, cuando, en 1887, llegó el momento de
renovar la Triple, Italia pareció más útil que en 1882 y la renovación introdujo nuevos
compromisos que la fortalecieron: Alemania le prometió apoyo militar en Tripolitania y
Austria-Hungría compensaciones si se introducían cambios en los Balcanes.
Bismarck animó entonces -desde la sombra- la conclusión de un conjunto de Acuerdos
Mediterráneos destinados a frenar las pretensiones francesas en Egipto y rusas en Bulgaria:
Inglaterra, Italia, Austria-Hungría y España se comprometieron a hacer respetar el statu quo del
Mediterráneo. El Acuerdo de los Tres Emperadores no pudo ser renovado, pero la discreción de
la posición adoptada por Bismarck le permitió evitar el acercamiento de Rusia a Francia con la
firma de un Tratado ultra-secreto de reaseguro por tres años: a cambio de la neutralidad rusa si
Francia atacaba a Alemania, Bismarck prometía apoyo a la política rusa en los Balcanes.
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2.6. EL FINAL DEL SISTEMA BISMARCKIANO (1887-1893)

No resulta fácil discernir si el juego de alianzas alcanzado por Bismarck en 1887


significaba el apogeo de su habilidad diplomática o la evidencia de la fragilidad de su sistema.
Realmente, el Tratado de Reaseguro con Rusia contradecía a la Dúplice y a los Acuerdos
Mediterráneos. De hecho, Bismarck seguía favoreciendo a Austria a costa de Rusia, aunque su
habilidad diplomática le permitiese rehacer, una y otra vez, el lazo que mantenía a Rusia unida a
Alemania. Sin embargo, desde 1887, el gobierno del zar tenía un nuevo e importante motivo de
disgusto: no estaba encontrando en la Bolsa de Berlín los capitales que necesitaba para abordar
su equipamiento militar y ferroviario. Si añadimos a ese problema el hecho de que, en 1889,
Bismarck parezca acercarse a Inglaterra, entenderemos que, en 1890, el gobierno ruso quisiera
renovar el Tratado de Reaseguro sobre bases más firmes.
Estas contradicciones, y las complicaciones que desencadenaron, favorecieron la caída de
Bismarck en 1890. El nuevo káiser Guillermo II decidió apartar al viejo canciller; considerando
políticamente imposible el acercamiento del autocrático Imperio ruso a la liberal República
Francesa, pensó que la política rusa de Bismarck constituía una traición innecesaria al im-
prescindible aliado austríaco y no renovó el Tratado de Reaseguro. El gobierno del zar
Alejandro III entendió esta negativa como la evidencia del aumento de unos riesgos que debía
contrarrestar.
En realidad, hacía mucho tiempo que los dirigentes franceses habían iniciado un
acercamiento a Rusia, pero el imperio oriental no había querido saber nada de revanchas en el
Rin y de compromisos con un régimen político que le repugnaba. El deterioro de las relaciones
germano-rusas que siguió a la crisis búlgara favoreció el acercamiento. Los hechos decisivos
fueron las facilidades, desde 1888, de la Bolsa de París a los requerimientos rusos de capitales,
la negativa alemana a la renovación del Tratado de Reaseguro y el temor ruso a que Inglaterra
terminara por unirse a la Triple. En 1891 se estableció un acuerdo político muy vago: los dos
Estados se consultarían en caso de peligro. El gobierno francés insistió en su deseo de lograr un
acuerdo militar que, finalmente, fue firmado en 1892, y que suponía una verdadera alianza
defensiva frente a la Triple. El nuevo acuerdo no permitía ni la revancha francesa ni una acción
fuerte de Rusia en los Estrechos y el zar Alejandro III dudó mucho antes de poner su firma en el
documento. Pero el gobierno alemán no sólo no hizo nada para evitar la sensación de
inseguridad que embargaba a los rusos, además, bajo la presión de los grandes propietarios de la
tierra, se embarcó en una guerra aduanera que terminó por decidir la situación; en 1893, el zar
ratificó el nuevo Tratado; con él desaparecía el principal rasgo de la diplomacia bismarckiana.

3. La política de Bismarck en el debate historiográfico

La mayor parte de los historiadores que se han ocupado de la diplomacia bismarckina han
recordado la famosa frase del político prusiano reduciendo su política a la siguiente fórmula:
tratar de ser uno de tres durante todo el tiempo en que el mundo se hallase gobernado por el
inestable equilibrio de cinco grandes potencias. Con esta frase se destaca el espíritu práctico, la
libertad de juicios morales y la movilidad de la política exterior del estadista que da nombre a
toda una época. Sin embargo, algunos historiadores, han afirmado que Bismarck, más que
querer ser uno de tres en un mundo de cinco, lo que deseaba realmente era convertirse en el
núcleo de la política europea. Si esto era así, ¿en qué dirección empujaba a Europa?
El mejor estudio sobre las dos décadas de Relaciones Internacionales que siguieron a la
unificación de Alemania, el soberbio libro de W. L. Langer, Europeam Alliances and
Allignments (1931), afirma que Bismarck fue un gran maestro de ajedrez que dominaba el
tablero, pero no para defender los intereses de la guerra, sino los de la paz; sin la política
realista de Bismarck -sigue diciendo Langer-, la Historia de Europa no se hubiese beneficiado
de los veinte años de paz que siguieron a la proclamación del Reich alemán.
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Aunque esta imagen de un Bismarck gran estratega del juego diplomático a favor del
mantenimiento de la paz haya dominado la historiografía durante los últimos cincuenta años, la
historiografía más reciente ve en ella errores de consideración.
Para empezar, los años 1871-1890 no son sólo los años de la Europa de Bismarck. El
estadista prusiano empequeñeció, pero no consiguió eliminar ni a sus aliados ni a sus rivales;
unos y otros -en distinta medida- no siempre le necesitaron y no siempre apreciaron sus
consejos, sus amenazas o sus halagos. En segundo lugar, es muy discutible el pacifismo de
Bismarck; si, a partir de 1871, trató de evitar la guerra, lo hizo por razones prácticas, porque las
circunstancias no eran oportunas, porque temió las consecuencias de una conflagración
generalizada, pero nunca rechazó las ventajas de una guerra limitada entre dos potencias
europeas.
Por otra parte, al evaluar la talla de Bismarck como estadista, no debemos olvidar la
desgraciada influencia de sus características personales: su naturaleza emotiva, su excitabilidad
y su carácter vengativo; se encontraba siempre mal de los nervios; solo le tranquilizaba el reto
de las crisis extremas y tantos años en el ojo del huracán terminaron por desgastar todavía más
su sistema nervioso. Los historiadores han reconocido siempre los efectos adversos de su
carácter vengativo sobre la política interior, pero se han mostrado poco dispuestos a tenerlo en
cuenta en su política exterior; sin embargo, algunos casos bien conocidos, como la inútil
vendetta que desplegó contra Gorchakov, canciller ruso desde 1867 y ministro de Exteriores
desde 1856, una verdadera guerra fría personal, demuestran la importancia negativa del factor
personal.
En la tesis de Langer sobre la talla de estadista de Bismarck se encuentra implícito que éste
poseía siempre un plan preparado ante cualquier eventualidad. Se trata de una opinión muy
discutible. Por el contrario, A. J. P. Taylor ha defendido que Bismarck vivía al momento y
respondía a los desafíos inmediatos; en otras palabras, ni gran poder de razonamiento, ni
portentosa visión de futuro. ¿Acierta de manera genial cuando forma la Dúplice con Austria-
Hungría, como dicen algunos historiadores, logrando la realización definitiva de la unidad
alemana? ¿Se precipita al formar la Dúplice con Austria-Hungría sin medir sus consecuencias
negativas, como dicen otros historiadores? Posiblemente tenga razón W. N. Medlicott cuando
afirma que la política de Bismarck fue una combinación de planificación de largo alcance y de
táctica.
En efecto, parece que la excesiva confianza del canciller en su superior capacidad táctica
fue aumentando con el tiempo como consecuencia de su profundo pesimismo: entendía la
política como una serie de transacciones específicas y no le preocupaban demasiado las
consecuencias a largo plazo de su diplomacia; por lo tanto, su libertad de maniobra era
extraordinariamente grande. El problema residía en que los demás participantes no jugaban se-
gún sus reglas.
En cualquier caso, como afirma Waller durante los últimos tres años que se mantuvo en el
cargo, la red de alianzas que construyó parecía una verdadera chapuza de remiendos: con un
acuerdo tras otro ponía parches en las zonas más débiles con retales de ropas diferentes. Esas
complejas maniobras, ¿eran obra de un genial estratega o de un buen táctico? y, sobre todo,
¿eran imprescindibles? Es discutible, pero parece razonable suponer que no lo eran, que ante la
existencia de las rivalidades que enfrentaban entre si a los demás Estados, el Reich no
necesitase más que nervios firmes y sentido común para mantener el statu quo en Europa.
Quizá Bismarck no estaba tan interesado en la conservación del statu quo de 1871 como
afirma Langer; el establecimiento de un imperio ultramarino en la década de los ochenta parece
negar la evidencia de una supuesta Alemania bismarckiana saciada; además, todas sus
maniobras diplomáticas parecen demostrar que el canciller buscaba adquirir una posición de
predominio en Europa que no garantizaba el Tratado de Frankfurt de 1871. Había logrado el
Reich alemán mediante la lucha y no parece que pensase protegerlo de otra manera; por eso
buscó la seguridad en una política llena de inventiva y de un activismo continuado, guiada más
HISTORIA DE LAS RELACIONES INTERNACIONALES CONTEMPORÁNEAS 133

por su instinto que por una brújula.


Por todo lo anterior, parece que el sistema bismarckiano no fue simplemente esa red de
alianzas y de alineamientos que consiguió crear Bismarck supuestamente con el objetivo de
conservar la paz y la seguridad del Reich alemán, sino, como afirma Waller, la creación y
perpetuación de una situación internacional fluida en la que la tensión se encontraba
perfectamente equilibrada y donde aliados y oponentes quedaban inmovilizados. Pero una cosa
era equilibrar la tensión y otra muy distinta mantener el equilibrio de fuerzas de 1871 a lo largo
de los veinte años siguientes; a largo plazo, era una solución muy imperfecta limitarse a
mantener inmovilizados a aliados y a oponentes.

Lecturas recomendadas

Girault, R. (1979): Diplomatie européenne et imperialismes. Histoire des relations


internationales contemporaines. Tome 1: 1871-1914, Masson, París. De la escuela de
Renouvin, pero con planteamientos renovados a la luz del desarrollo de la historiografía, es un
manual universitario riguroso y muy bien estructurado.
Langer, W. L. (1931): European Alliances and Alignments 1871-90, Clarendon Press,
Londres. Centrado en el papel político de Bismarck, este libro tiende a aceptar su visión de los
hechos. Aunque no sea un libro reciente, la mayor parte de los expertos siguen considerando
que es el que mejor estudia las Relaciones Internacionales europeas en los años 1871-1890.
Medlicott, W. N. (1965): Bismarck and the Modern Germany, Londres. La mejor
bibliografía breve del canciller alemán, especialmente por lo que se refiere a la política exterior.
Miralles, R. (1996): Equilibrio, hegemonía y reparto. Las Relaciones Internacionales
entre 1870 y 1945, Editorial Síntesis, Madrid. Es un manual universitario en el que el autor
sintetiza, en poco espacio, pero con rigor; las aportaciones de la historiografía reciente sobre un
largo periodo.
Renouvin, P. (1982): Historia de las Relaciones Internacionales. Siglos XIX y XX, Akal
Editor, Madrid. Es el manual universitario en castellano por excelencia. Aunque la fecha de su
publicación en francés sea 1955, su lectura sigue siendo muy recomendable.
Taylor, A. J. P. (1954): The Struggle for Mastery in Europe 1848-1918, Clarendon Press,
Londres. Un detallado y documentado estudio que constituye un clásico británico de obligada
referencia.
Waller, B. (1999): Bismarck, Editorial Ariel, Barcelona. Es una corta pero solvente y
actualizada biografía política del principal actor de la política internacional de los años de
referencia.
Zorgbibe, Ch. (1997): Historia de las Relaciones Internacionales. 1. De la Europa de
Bismarck hasta el final de la Segunda Guerra Mundial, Alianza Editorial, Madrid. Es un muy
buen manual universitario, de la escuela francesa. Publicado originalmente en 1994, recoge los
principales debates historiográficos de los últimos años e incluye una selección de documentos
significativos.

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