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Pero los objetos del mundo social pueden ser percibidos y expresados de diversas
maneras, porque siempre comportan una parte de la indeterminación y de imprecisión
y, al mismo tiempo, un cierto grado de elasticidad semántica: en efecto, aún las
combinaciones de propiedades más constantes están siempre fundadas sobre
conexiones estadísticas entre rasgos intercambiables; y, además, están sometidas a
variaciones en el tiempo de suerte que su sentido, en la medida en que depende del
futuro, está también a la espera y relativamente indeterminado. Este elemento
objetivo de incertidumbre provee una base a la pluralidad de visiones del mundo, ella
misma ligada a la pluralidad de puntos de vista; y al mismo tiempo, una base para las
luchas simbólicas por el poder de producir y de imponer la visión del mundo legítima.
Las luchas simbólicas a propósito de la percepción del mundo social pueden tomar dos
formas diferentes. En el aspecto objetivo, se puede actuar por acciones de
representaciones, individuales o colectivas, destinadas a hacer ver y hacer valer ciertas
realidades. Por el lado subjetivo, se puede actuar tratando de cambiar las categorías
de percepción y de apreciación del mundo social, las estructuras cognitivas y
evaluativas: las categorías de percepción, los sistemas de clasificación, es decir, en lo
esencial, las palabras, los nombres que construyen la realidad social tanto como la
expresan, son la apuesta por excelencia de la lucha política, lucha por la imposición del
principio de visión y de división legítimo, es decir por el ejercicio legítimo del efecto de
teoría.
La legitimación del orden social no es el producto, como algunos creen, de una acción
deliberadamente orientada de propaganda o de imposición simbólica; resulta del
hecho de que los agentes aplican a las estructuras objetivas del mundo social,
estructuras de percepción y de apreciación que salen de esas estructuras objetivas y
tienden por eso mismo a percibir el mundo como evidente.
Las relaciones objetivas de poder tienden a reproducirse en las relaciones de poder
simbólico. En la lucha simbólica por la producción del sentido común, o más
precisamente por el monopolio de la dominación legítima, los agentes empeñan el
capital simbólico que adquirieron en las luchas anteriores y que puede ser
jurídicamente garantizado. Aquí todavía es necesario separarse del subjetivismo
marginalista: el orden simbólico no está constituido, a la manera de un precio de
mercado, por la simple suma mecánica de los órdenes individuales. Por una parte, en
la determinación de la clasificación objetiva y de la jerarquía de los valores acordados
a los individuos y a los grupos, todos los juicios no tienen el mismo peso y los
poseedores de un fuerte capital simbólico, los nobiles, tienen casi siempre monopolio
de hecho sobre las instituciones que, como el sistema escolar, establecen y garantizan
oficialmente los rangos. El acto por el cual se le otorga a alguien un título, una
calificación socialmente reconocida, es una de las manifestaciones más típicas del
monopolio de la violencia simbólica legítima, que pertenece al Estado o a sus
mandatarios. En tanto que definición oficial de una identidad oficial, arranca a quien
los tiene de la lucha simbólica de todos contra todos imponiendo la perspectiva
universalmente aprobada.
Hay un punto de vista oficial, que es el punto de vista de los funcionarios y que se
expresa en el discurso oficial. Este discurso cumple tres funciones: en primer lugar,
opera un diagnóstico, es decir un acto de conocimiento que obtiene el reconocimiento
y que, muy a menudo, tiende a afirmar lo que una persona o una cosa es y lo que es
universalmente, para todo hombre posible, por lo tanto objetivamente. En segundo
lugar, el discurso administrativo, a través de las directivas, de las órdenes, de las
prescripciones, etc., dice lo que las personas tienen que hacer, siendo quienes son. En
tercer lugar, dice lo que las personas han hecho realmente, como en los informes
autorizados, tales como los policiales. En cada caso, impone un punto de vista, el de la
institución, especialmente a través de los cuestionarios, los formularios, etc. Este
punto de vista es instituido en tanto que punto de vista legítimo. Puede decirse del
Estado, en los términos que empleaba Leibniz a propósito de Dios, que es el “geómetra
de todas las perspectivas”.
Para cambiar el mundo, es necesario cambiar las maneras de hacer el mundo, es decir
la visión del mundo y las operaciones prácticas por las cuales los grupos son
producidos y reproducidos. El poder simbólico, cuya forma por excelencia es el poder
de hacer de los grupos está fundado en dos condiciones:
1. En primer término, como toda forma de discurso performativo, el poder simbólico
debe estar fundado sobre la posesión de un capital simbólico. El poder de imponer a
los otros espíritus una visión, antigua o nueva, de las divisiones sociales depende de la
autoridad social adquirida en las luchas anteriores. El capital simbólico es el poder
impartido a aquellos que obtuvieron suficiente reconocimiento para estar en
condiciones de imponer el reconocimiento: así, el poder de constitución, poder de
hacer un nuevo grupo, por la movilización, o de hacerlo existir por procuración,
hablando por él, en tanto que mensajero autorizado, no puede ser obtenido sino al
término de un largo proceso de institucionalización, al término del cual es instituido un
mandatario que recibe del grupo el poder de hacer el grupo.
2. En segundo término, la eficacia simbólica depende del grado en el que la visión
propuesta está fundada en la realidad. Tiene tantas más posibilidades de éxito cuanto
más fundada está en la realidad: es decir, en las afinidades objetivas entre las personas
que se trata de juntar. El poder simbólico es un poder de hacer cosas con palabras.
Sólo si es adecuada a las cosas, la descripción hace las cosas. En este sentido, el poder
simbólico es un poder de consagración o de revelación, un poder de consagrar o de
revelar las cosas que ya existen. ¿Es decir que no hace nada? En realidad, como una
constelación que comienza a existir solamente cuando es seleccionada y designada
como tal, un grupo, clase, sexo, región, nación, no comienza a existir como tal, para
aquellos que forman parte de él y para los otros, sino cuando es distinguido, según un
principio cualquiera, de los otros grupos, es decir a través del conocimiento y del
reconocimiento.
La lucha de las clasificaciones es una dimensión fundamental de la lucha de clases. El
poder de hacer visibles, explícitas, las divisiones sociales implícitas, es el poder político
por excelencia: es el poder de hacer grupos, de manipular la estructura objetiva de la
sociedad.
El portavoz es el sustituto del grupo que existe solamente a través de esta delegación
y que actúa y habla a través de él. Es el grupo hecho hombre. La clase existe si existen
personas que se reconocen allí como miembros de la clase, del pueblo, de la nación, o
de toda otra realidad social que puede inventar o imponer una construcción del
mundo realista.
El sentido práctico – Pierre Bourdieu
Estructuras, habitus, prácticas.
El objetivismo construye lo social como un espectáculo ofrecido a un observador que
toma “un punto de vista” sobre la acción y que, trasladando al objeto los principios de
su relación con él, actúa como si este estuviera destinado únicamente para el
conocimiento y todas las interacciones se redujesen en él a intercambios simbólicos.
Este punto de vista se toma en las posiciones elevadas de la estructura social, desde
donde la sociedad se da como representación y las prácticas sólo son paneles
teatrales, ejecuciones de partituras o aplicaciones de planes. La teoría de la práctica en
tanto que práctica recuerda, en contra del materialismo positivista, que los objetos de
conocimiento son construidos y no pasivamente registrados, y, contra el idealismo
intelectualista, que el principio de esta construcción es el sistema de disposiciones
estructuradas y estructurantes constituido en la práctica y orientado hacia funciones
prácticas. Se trata de eludir el realismo de la estructura al cual el objetivismo,
momento necesario de la ruptura con la experiencia primera y de la construcción de
las relaciones objetivas, conduce necesariamente cuando hipostatisa esas relaciones
tratándolas como realidades ya constituidas fuera de la historia del individuo y del
grupo, sin caer, no obstante, en el subjetivismo, totalmente incapaz de dar cuenta de
la necesidad de lo social: por todo ello, es necesario volver a la práctica, lugar de la
dialéctica del opus operatum y el modus operandi, de los productos objetivados y los
productos incorporados de la práctica histórica, de las estructuras y los habitus.
Los condicionamientos asociados a una clase particular de condiciones de existencia
producen habitus, sistemas de disposiciones duraderas y transferibles: estructuras
estructuradas predispuestas para funcionar como estructuras estructurantes, es decir,
como principios generadores y organizadores de prácticas y representaciones que
pueden estar objetivamente adaptadas a su fin, sin suponer la búsqueda consciente de
fines y el dominio expreso de las operaciones necesarias para alcanzarlos,
objetivamente “reguladas” y “regulares” sin ser el producto de la obediencia a reglas,
y, a la vez que todo esto, colectivamente orquestadas sin ser producto de la acción
organizadora de un director de orquesta.
Aunque no se excluye de ningún modo que las respuestas del habitus vayan
acompañadas de un cálculo estratégico que trata de realizar conscientemente la
operación que el habitus realiza de otro modo, a saber, una estimación de las
probabilidades suponiendo la transformación del efecto pasado en el objetivo
anticipado, esas respuestas se defienden en primer lugar fuera de todo cálculo, en
relación con potencialidades objetivas, inmediatamente inscritas en el presente, cosas
por hacer o no hacer, decir o no decir, en relación con todo un porvenir probable que
se propone con una urgencia y una pretensión de existencia que excluye la
deliberación. Para la práctica, los estímulos no existen en su verdad objetiva de
detonantes condicionales y convencionales; sólo actúan a condición de reencontrar a
los agentes ya condicionados para reconocerlos. El mundo práctico que se constituye
en la relación con el habitus como sistema de estructuras cognitivas y motivacionales
es un mundo de fines ya realizados, modos de empleo o caminos a seguir, y de objetos
dotados de un “carácter teleológico permanente”.
Si se observa regularmente una correlación muy estrecha entre las probabilidades
objetivas científicamente construidas y las esperanzas subjetivas, no es porque los
agentes ajusten conscientemente sus aspiraciones a una evaluación exacta de sus
probabilidades de éxito. Las condiciones objetivas engendran disposiciones
objetivamente compatibles con esas condiciones y, en cierto modo, preadaptadas a
sus exigencias, las prácticas más improbables se encuentran excluidas sin examen
alguno, a título de lo impensable, por esa especie de sumisión inmediata al orden que
inclina a hacer de la necesidad virtud, es decir, a rehusar lo rehusado y querer lo
inevitable. Las anticipaciones del habitus, especie de hipótesis práctica fundada sobre
la experiencia pasada, conceden un peso desmesurado a las primeras experiencias:
son, en efecto, las estructuras características de una clase determinada de condiciones
de existencia que producen las estructuras del habitus que están en el principio de la
percepción y apreciación de toda experiencia posterior.
Las disposiciones interiores, interiorización de la exterioridad, permiten a las fuerzas
exteriores ejercerse, pero según la lógica específica de los organismos en los que están
incorporadas; es decir, de manera duradera, sistemática y no mecánica: sistema
adquirido de principios generadores, el habitus hace posible la producción libre de
todos los pensamientos, todas las percepciones y acciones inscritos dentro de los
límites que marcan las condiciones particulares de su producción, y sólo éstas. A través
de él, la estructura que lo produce gobierna la práctica, no por la vía de un
determinismo mecánico, sino a través de las constricciones y límites originariamente
asignados a sus invenciones. Debido a que el habitus es una capacidad infinita de
engendrar en total libertad (controlada) productos –pensamientos, percepciones,
expresiones, acciones- que tienen siempre como límites las condiciones de su
producción, histórica y socialmente situadas, la libertad condicionada y condicional
que asegura está tan alejada de una creación de imprevisible novedad como de una
simple reproducción mecánica de los condicionamientos iniciales.
En suma, siendo el producto de una clase determinada de regularidades objetivas, el
habitus tiende a engendrar todas las conductas “razonables” o de “sentido común”
posibles dentro de los límites de estas regularidades, y sólo de éstas, que tienen todas
las posibilidades de ser sancionadas positivamente porque están objetivamente
ajustadas a la lógica característica de un determinado campo del que anticipan el
porvenir objetivo; tiende también, al mismo tiempo, a excluir “sin violencia, sin
método, sin argumentos” todas las “locuras” (“esto no es para nosotros”), es decir,
todas las conductas destinadas a ser negativamente sancionadas porque son
incompatibles con las condiciones objetivas.
Las prácticas no se pueden deducir de las condiciones presentes que pueden parecer
haberlas suscitado ni de las condiciones pasadas que han producido el habitus,
principio duradero de su producción. Sólo es posible explicarlas, pues, si se relacionan
las condiciones sociales en las que se ha constituido el habitus que las ha engendrado,
y las condiciones sociales en las cuales se manifiestan. El “inconsciente” no es más que
el olvido de la historia que la misma historia produce, realizando las estructuras
objetivas que engendra en esas cuasi-naturalezas que son los habitus. Historia
incorporada, naturalizada, y, por ello, olvidada como tal historia, el habitus es la
presencia activa de todo el pasado del que es producto: es lo que proporciona a las
prácticas su independencia relativa en relación a las determinaciones exteriores del
presente inmediato. Espontaneidad sin consciencia ni voluntad, el habitus se opone
por igual a la necesidad mecánica y a la libertad reflexiva, a las cosas sin historia de las
teorías mecanicistas y a los sujetos “sin inercia” de las teorías racionalistas.
El habitus como sentido práctico realiza la reactivación del sentido objetivado en las
instituciones: el habitus es lo que permite habitar las instituciones, apropiárselas
prácticamente y, de este modo, mantenerlas activas, vivas, vigorosas, arrancarlas
continuamente del estado de letra muerta, de lengua muerta, hacer revivir el sentido
que se encuentra depositado en ellas, pero imponiéndoles las revisiones y
transformaciones que son la contrapartida y condición de la reactivación. Mejor dicho,
es aquello a través de lo cual la institución encuentra su plena realización. La
propiedad se apropia de su propietario, encarnándose bajo la forma de una estructura
generadora de prácticas perfectamente conformes a su lógica y a sus exigencias. La
institución, aunque se tratara de economía, no está completa ni es completamente
viable más que si se objetiva duraderamente no sólo en las cosas, es decir, en la lógica,
trascendente a los agentes singulares, de un campo particular, sino además en los
cuerpos, es decir, en las disposiciones duraderas para reconocer y efectuar las
exigencias inmanentes a ese campo.
La homogeneidad objetiva de los habitus de grupo o de clase que resulta de la
homogeneidad de las condiciones de existencia, es lo que hace que las prácticas y las
obras sean inmediatamente inteligibles y previsibles, percibidas, pues, como
evidentes: el habitus permite ahorrarse la intención, no sólo en la producción, también
en el desciframiento de las prácticas y obras. Automáticas e impersonales,
significantes sin intención de significar, las prácticas ordinarias se prestan a una
comprensión no menos automática e impersonal; la recuperación de la intención
objetiva que expresan no exige de ninguna manera la “reactivación” de la intención
“vivida” de aquel que las lleva a cabo, o la “transferencia intencional con el otro” tan
querida por los fenomenólogos y los defensores de una concepción “participativa” de
la historia o la sociología, ni siquiera la interrogación tácita o explícita sobre las
intenciones de los otros. La “comunicación de las consciencias” supone la comunidad
de “inconsciente” (es decir, de competencias lingüísticas y culturales). El
desciframiento de la intención objetiva de las prácticas y de las obras no tiene nada
que ver con la “reproducción” de las experiencias vividas y la reconstitución, inútil e
incierta, de las singularidades personales de una “intención” que no está realmente en
su principio.
Sociología y cultura – Pierre Bourdieu
Algunas propiedades de los campos
Los campos se presentan como espacios estructurados de posiciones cuyas propiedades
dependen de su posición en dichos espacios, y pueden analizarse en forma independiente de
las características de sus ocupantes. Existen leyes generales de los campos. Hay también
propiedades específicas, propias de un campo en particular.
Un campo se define, entre otras formas, definiendo aquello que está en juego y los intereses
específicos, que son irreductibles a lo que se encuentra en juego en otros campos o a sus
intereses propios y que no percibirá alguien que no haya sido construido para entrar en ese
campo. Para que funcione un campo, es necesario que haya algo en juego y gente dispuesta a
jugar, que esté dotada de los habitus que implican el conocimiento, y reconocimiento de las
leyes inmanentes al juego, de lo que está en juego, etcétera.
La estructura del campo es un estado de la relación de fuerzas entre los agentes o las
instituciones que intervienen en la lucha o, si ustedes prefieren, de la distribución del capital
específico que ha sido acumulado durante luchas anteriores y que orienta las estrategias
ulteriores. Esta misma estructura, que se encuentra en la base de las estrategias dirigidas a
transformarla, siempre está en juego: las luchas que ocurren en el campo ponen en acción al
monopolio de la violencia legítima que es característico del campo considerado. Hablar de
capital específico significa que el capital vale en relación con un campo determinado, y que
sólo se puede convertir en otra especie de capital dentro de ciertas condiciones.
Aquellos que, dentro de un estado determinado de la relación de fuerzas, monopolizan el
capital específico, que es el fundamento del poder o de la autoridad específica característica de
un campo, se inclinan hacia estrategias de conservación, mientras que los que disponen de
menos capital se inclinan a utilizar estrategias de subversión: las de la herejía.
Otra propiedad ya menos visible de un campo: surje una complicidad objetiva que subyace en
todos los antagonismos (rivales-opuestos). Toda la gente comprometida con un campo tiene
una cantidad de intereses fundamentales comunes (Todo aquello que está vinculado con la
existencia misma del campo). Los que participan en la lucha contribuyen a reproducir el juego,
al contribuir a producir la creencia en el valor de lo que está en juego. Los recién llegados
tienen que pagar un derecho de admisión que consiste en reconocer el valor del juego y en
conocer ciertos principios de funcionamiento del juego. Ellos están condenados a utilizar
estrategias de subversión, pero éstas deben permanecer dentro de ciertos límites, so pena de
exclusión. En los campos de producción de bienes culturales, como la religión, la literatura o el
arte, la subversión herética afirma ser un retorno a los orígenes, al espíritu, a la verdad del
juego, en contra de la banalización y degradación de que ha sido objeto.
A través del conocimiento práctico que se exige tácitamente a los recién llegados, están
presentes en cada acto del juego toda su historia y todo su pasado.
Efecto de campo: cuando ya no se puede comprender una obra (y el valor, la creencia, que se
le otorga) sin conocer la historia de su campo de producción. Un problema filosófico (o
científico, etcétera) legítimo es aquel que los filósofos (o los científicos) reconocen (en los dos
sentidos) como tal (porque se inscribe en la lógica de la historia del campo y en sus
disposiciones históricamente constituidas para y por la pertenencia al campo) y que, por el
hecho mismo de la autoridad específica que se les reconoce, tiene grandes posibilidades de ser
ampliamente reconocido como legítimo.
Esta transformación sistemática de los problemas y los temas no es producto de una búsqueda
consciente (y calculada o cínica), sino un efecto automático de la pertenencia al campo y del
dominio de la historia específica del campo que ésta implica. Ser filósofo es dominar lo
necesario de la historia de la filosofía como para saber conducirse como filósofo dentro del
campo filosófico.
El principio de las estrategias filosóficas (o literarias, etcétera) es una relación inconsciente
entre un habitus y un campo. Las estrategias de las cuales hablo son acciones que están
objetivamente orientadas hacia fines que pueden no ser los que se persiguen subjetivamente.
La teoría del habitus está dirigida a fundamentar la posibilidad de una ciencia de las prácticas
que escape a la alternativa del finalismo o el mecanicismo. La sociología no puede prescindir
del axioma (principio, máxima, proposición) del interés, comprendido como la inversión
específica en lo que está en juego, que es a la vez condición y producto de la pertenencia a un
campo. El habitus, como sistema de disposiciones adquiridas por medio del aprendizaje
implícito o explícito que funciona como un sistema de esquemas generadores, genera
estrategias que puedan estar objetivamente conformes con los intereses objetivos de sus
autores sin haber sido concebidas expresamente con este fin. Cuando la gente puede limitarse
a dejar actuar su habitus para obedecer a la necesidad inmanente del campo y satisfacer las
exigencias inscritas en él (lo cual constituye para cualquier campo la definición misma de la
excelencia), en ningún momento siente que está cumpliendo con un deber y aún menos que
busca la maximización del provecho (específico). Así, tiene la ganancia suplementaria de verse y
ser vista como persona perfectamente desinteresada.
Pierre Bourdieu: apuestas e investimientos en lo social – Marisa Germain
Contexto de Producción
Una perspectiva estructuralista es aquella en que quién indaga un conjunto de
fenómenos supone que a ellos subyace una trama de relaciones que escapa a la consciencia
de quienes participan en esos fenómenos pero que es absolutamente real. Bourdieu comparte
mucho con la generación estructuralista, en principio los rechazos: al humanismo
existencialista, a su moralismo político; pero también la convicción de que “todo lo real es
relacional” y el gesto antisubstancialista que implica, el modo en que el estructuralismo
permitió romper los cercos de la filosofía generando conexiones con las ciencias sociales y sus
aportes. Sin embargo criticó la moda estructuralista y sus efectos reduccionistas. Pero
centralmente lo distancia del estructuralismo su interés por reintroducir la actividad de los
agentes en el marco de la estructura. A diferencia de Lévi-Strauss o Althusser que conciben a
los sujetos como epifenómenos, simples portadores de la estructura, cuya acción responde al
mero acatamiento de las reglas que reproducen la estructura, Bourdieu concibe un juego entre
coacciones (imposiciones) estructurales y agentes que se orientan conscientemente en busca
de fines; para dar cuenta de ese nudo elabora la noción de habitus. Es por esto que Bourdieu
es considerado parte de la generación de los postestructuralistas.
Elecciones teóricas
Bourdieu procuró superar la tradicional dicotomía entre objetivismo y subjetivismo a
través del desarrollo de una perspectiva dialéctica. Genera un modelo de análisis de los
intercambios en espacios específicos simbólicamente estructurados.
“Según el dominio considerado, lo que resulta eficiente es una configuración particular
del sistema de propiedades constitutivas de la clase construida, definida de manera
completamente teórica por el conjunto de todos los factores que operan en todos los
dominios de la práctica. Para comprender el hecho de que el mismo sistema de propiedades
tenga siempre la mayor eficacia explicativa, sea cual sea el campo considerado y que,
simultáneamente, el peso relativo de los factores que lo constituyen varíe de un campo a otro,
al venir a primer plano tal o cual factor”.
Se apropia del vocabulario de la economía para dar cuenta del espacio social. Así
introduce la noción de capital en el marco de “Una ciencia general de la economía de las
prácticas debe empeñarse en comprender el capital, esa energía física social susceptible de
producir efectos, susceptible de ser utilizada consciente o inconscientemente a modo de
instrumento en las competencias sociales”:
“Al ser el capital una energía social que ni existe, ni produce sus efectos sino es en el
campo en el que se produce y se reproduce, cada una de las propiedades de cada campo: en la
práctica, en un campo particular, todas las propiedades incorporadas (disposiciones) u
objetivadas (bienes económicos o culturales) vinculadas a los agentes no siempre son
simultáneamente eficientes; la lógica específica de cada campo determina aquellas que tienen
valor en ese mercado, que son pertinentes y eficientes en el juego considerado, que, en la
relación con ese campo, funcionan como capital específico y, en consecuencia, como factor
explicativo de las prácticas”.
Ahora bien, esa energía se presenta en diferentes clases o ‘especies’: “hay tres clases
fundamentales de capital: el económico, el cultural, y el social. A estas tres formas hay que
añadir el capital simbólico, que es la modalidad adoptada por una u otra de dichas especies
cuando es captada a través de las categorías de percepción que reconocen su lógica
específica”.
Ahora bien, esta ‘economía de las prácticas’ que procura generar desde una
perspectiva estructuralista/constructivista –entendiendo prácticas como el producto de la
doble relación estructurante y estructurada entre habitus y situación- recupera de los dos
sociólogos clásicos –Marx y Weber- la idea central de que lo social es un espacio de luchas,
por la apropiación de capitales, por la imposición de puntos de vista, por hacer reconocer
cierta visión del mundo por sobre otra; lucha por distinguirse y ser distinguido, por hacerse
reconocer y ser reconocido.
“Las luchas por la apropiación de los bienes económicos o culturales son
inseparablemente luchas simbólicas por la apropiación de esos signos distintivos. En
consecuencia, el espacio de los estilos de vida, esto es, el universo de propiedades por las que
se diferencian con o sin intención de distinción, los ocupantes de las diferentes posiciones en
el espacio social, no es otra cosa que el balance, en un momento dado, de las luchas simbólicas
que tienen como apuesta la imposición del estilo de vida legítimo y que encuentra su
realización ejemplar en las luchas por el monopolio de los emblemas de “clase”, bienes de lujo,
bienes de cultura legítima o modo de apropiación legítima de esos bienes”.
Así, la determinación de las posiciones en el espacio social no es el resultado de la
estructura objetiva sino de las luchas por imponer un “sentido de la posición” que se
despliegan en él. El tratamiento de la dimensión propiamente simbólica de las luchas supone
en sus desarrollos la reelaboración de dos nociones clásicamente implicadas en las
explicaciones sociológicas de la conflictividad: clases y dominación. Replanteando esas
cuestiones propone entender por poder simbólico: “el poder de constituir lo dado al
enunciarlo (performatividad), de actuar sobre el mundo (al actuar sobre la representación de
éste), de producir un efecto (una transformación real) en ausencia de contacto físico
(material), sino dentro y mediante, por una relación definida que da origen a la creencia en la
legitimidad de las palabras y de quienes las pronuncian”.
Y por violencia simbólica: “aquella forma de violencia que se ejerce sobre un agente
social con el permiso de éste”. En términos más estrictos, los agentes sociales son
agentes conscientes que, aunque estén sometidos a determinismos, contribuyen a
producir la eficacia de aquello que los determina, en la medida en que ellos estructuran
lo que los determina. El efecto de dominación casi siempre surge durante los ajustes
entre los determinantes y las categorías de percepción que los constituyen como tales.
Llamo desconocimiento al hecho de reconocer una violencia que se ejerce precisamente
en la medida en que se le desconozca como violencia; de aceptar ese conjunto de
premisas fundamentales, prerreflexivas, que los agentes sociales confirman al considerar
el mundo tal como es, y encontrarlo natural, porque le aplican estructuras cognitivas
surgidas de las estructuras mismas de dicho mundo. En virtud de que nacimos dentro de
un mundo social, aceptamos algunos postulados y axiomas, los cuales no se cuestionan y
no requieren ser inculcados. Por esta razón, el análisis de la aceptación dóxica del
mundo, que resulta del acuerdo inmediato de las estructuras objetivas con las
estructuras cognoscitivas, es el verdadero fundamento de una teoría realista de la
dominación y de la política. De todas las formas de “persuasión clandestina”, la más
implacable es la ejercida simplemente por el orden de las cosas.
“Los intelectuales son los menos susceptibles de tomar consciencia de la violencia
simbólica (en particular, la ejercida por el sistema escolar), porque ellos mismos la han
sufrido más intensamente que la mayoría de las personas y porque continúan
fomentando su ejercicio”.