Académique Documents
Professionnel Documents
Culture Documents
La fuerza del socialismo siempre se ha debido a la propaganda más que a sus pre-
sunciones de cientificidad. Se le puede aplicar sin reservas lo que dice impíamente
Carlos Semprún, con alguna exageración al aplicarlo a la izquierda en general: «Si
la izquierda dijera la verdad no existiría». Hoy, el socialismo es una ideología de la
primera mitad del siglo XIX que ya no significa nada. Agonizante desde hacía tiem-
po, le asestó un golpe mortal la caída del Muro de Berlín el 11 de noviembre de
1989 y la «globalización» lo está apuntillando. Es una religión de la política, una
forma de gnosis, que sólo se sostiene ya como superstición; ha evolucionado teoló-
gicamente hacia una suerte de mezcolanza de liberalismo progresista e izquierdis-
mo nihilista y, hacia el laicismo radical, religión del nihilismo como Ersatzreligion,
religión sustitutiva.
–1–
va Sociedad, un nuevo Estado, y una nueva Nación. A tal fin, se aventura ahora a la
aniquilación definitiva del ethos tradicional, la Nación Histórica y el Estado Nacional.
–2–
El gobierno socialista se contradice continuamente, es manifiestamente incompe-
tente, se produce con zafiedad, y su presidente miente tanto que da que pensar que
si sabe lo que hace no sabe lo que dice. No es más que el vocero y el don Tancre-
do de su partido, decidido a conservar el poder a toda costa.
El espectáculo que dio con ocasión del atentado del 30 de diciembre pasado con su
decisión de continuar el «proceso de paz», prueba muchas cosas, entre ellas la
complicidad del partido socialista entero, no sólo del Sr. Rodríguez Zapatero, con
ETA, evidenciada con la práctica puesta en libertad de Juana. Su único argumento
es la antipolítica concepción socialista de la paz: la paz es la gran consigna del fes-
tival humanitario inaugurado por la propaganda soviética para anestesiar a las so-
ciedades occidentales sumiéndolas en la anomia y el conformismo. Un concepto de
la paz que descansa en la afección del miedo, en el vicio de la cobardía transfor-
mado en virtud y en los intereses de un partido que apela para legitimarlos al mi-
toutopía kantiano de la paz perpetua, del que decía cáusticamente Lévi-Strauss que
engendra la guerra perpetua.
–3–
de la resolución del asunto de Juana, en «Estado Humanitario, Firme e Inteligente».
El Estado del vacío nihilista.
El desorientado Partido Popular, que a estas alturas debiera saber ya lo que pasa si
de verdad le interesa –probablemente no–, y decirlo si lo sabe —no lo diría—, afir-
ma que se ha roto el consenso, pide a gritos su recuperación y, por supuesto, ate-
nerse a la Constitución. Se refiere sin duda al consenso que organizó la Unión de
Centro Democrático, continuó y perfeccionó el Partido Socialista desde 1982, y ad-
ministró el propio Partido Popular hasta 2004. Sus adversarios le replican con toda
la razón que el consenso es lo que ellos dicen que es el consenso y le invitan a que
se acomode incondicionalmente en él aceptando sus iniciativas, pues le correspon-
den al partido que gobierna la administración y ejecución de las posibilidades implí-
citas en la Constitución.
Las elecciones no tienen más finalidad que decidir a quién le corresponde dirigir el
consenso, cuya voluntad, que pretende ser la del pueblo, se manifiesta y decide en
las Cortes. Estas son el foro del consenso, que autoriza por ejemplo al gobierno
que negocie con el terrorismo. Y el consenso está dirigido en este momento por el
Partido Socialista, aunque se responsabilice a su vocero, el Sr. Rodríguez Zapate-
ro, de todo lo que no les gusta a los populares, acusándosele incluso de traición,
como si fuese el chivo expiatorio del Partido Socialista. En fin, el socialismo puede
aliarse legítimamente con los nacionalistas independentistas, que son constitucio-
nalmente parte del consenso por lo que tienen perfecto derecho a influir en su di-
rección y administración. Si el Partido Socialista comparte sus ideas básicas es una
feliz coincidencia.
Lo menos claro ha sido el papel de ETA. ¿Por qué no se ha acabado con esta ban-
da en tantos años? Objetivamente, es obvio que el terrorismo etarra mantiene una
situación tensa, de inseguridad, y difunde la sensación de miedo en la sociedad. Y,
como sabían muy bien Hobbes, Montesquieu, etc, todo poder despótico necesita
del miedo para afirmarse. El Partido Popular demostró cuando estuvo en el poder,
que era posible acabar con el terrorismo, lo que no le ganó muchas simpatías entre
los demás beneficiarios del consenso. Para los socialistas, es un dogma que el po-
der les pertenece por definición, y soportaron a regañadientes la dirección del con-
senso por el Partido Popular. Llegado el momento, cansados de estar en la oposi-
ción, montaron un típico «agitprop» —el «Prestige», Iraq, cualquier cosa— contra
–4–
los populares para impresionar a la opinión ingenua y acobardada y, aprovechando
el atentado del 11 de marzo de 2004, volvieron al poder. Probablemente, su triunfo
salvó a ETA de la extinción. En realidad, los socialistas repusieron el consenso ini-
cial, aparentemente tolerante con ETA. ¿Es esto lo que quiere el Partido Popular?
Pues fueron los representantes de los partidos y algunos nombrados por el rey, de-
positario del poder de la dictadura y de la libertad política, los que decidieron «cons-
tituir» el pleonástico «Estado social y democrático de Derecho». Es posible que la
Nación ni siquiera anhelase una Constitución, igual que tampoco estaba interesada
en las Autonomías, salvo los entonces muy minoritarios grupos nacionalistas y
quienes esperasen obtener beneficios particulares.
–6–
La Constitución del consenso incluye y menciona los partidos como si fuesen órga-
nos del Estado (art. 6) igual que los sindicatos (art. 7), aunque estos últimos no son
teóricamente verticales sino horizontales, dentro de la tendencia de la Constitución
al corporativismo. En consecuencia, unos y otros son financiados por las arcas del
Estado, es decir obligatoriamente por el contribuyente, como tales órganos estata-
les. Entre todos formaron el Consenso que sustituyó al Movimiento. El «glorioso»
Movimiento Nacional hacía de partido único, aunque en la práctica nunca lo fue;
agrupaba gentes variadas, siendo en cierto modo una cámara de resonancia del
gobierno, más propagandística que otra cosa. Sólo tenía el poder residual que le
dejaba el gobierno dictatorial; algo así como la influencia de una útil clientela distin-
guida. Se notaba menos su presencia en la vida corriente que la de los actuales
partidos. Seguramente fueron más importantes las Cortes.
En contraste, su heredero, la entelequia del Consenso, situada en ninguna parte
concreta, pues no se atiene a ninguna fórmula jurídica, pero al que todos se remi-
ten, viene a ser algo así como el poder espiritual abstracto de la Restauración bro-
tado de la Constitución. Lo único visible, como si fuese su epicentro, es el Monarca,
a quien según la Constitución le corresponde el papel de árbitro o poder moderador
del «funcionamiento regular de las instituciones» (art. 56). Y entre las instituciones
principales están, por supuesto, los partidos... de los que dependen todas las de-
más. Curiosamente no se menciona en ninguna parte la relación del rey con la Na-
ción ni se contempla que modere entre ella y las instituciones, en definitiva los par-
tidos. A la Nación, a la que imaginativamente hay que suponer debiera representar
la Monarquía conforme a su naturaleza, nadie puede defenderla constitucionalmen-
te como no sea el Defensor del Pueblo (art. 54), designado también por los parti-
dos, que en realidad sólo podría hacer algo frente a la burocracia. Se trata de un
órgano estatal más, a cuya imagen y semejanza han proliferado legalmente defen-
sores de múltiples cosas. Sólo falta que se invente el defensor de los defensores de
los defensores. Cargos.
2
En la práctica, los demás miembros de los partidos están sometidos al mandato imperativo aunque la Constitución
lo prohíbe expresamente: «Los miembros de las Cortes Generales no estarán ligados por mandato imperativo» (art.
67, 2). Pues sólo tienen libertad de voto cuando los jefes de los partidos lo autorizan expresamente, por lo que hay
que suponer que este apartado constitucional está derogado en la práctica sin que se haya modificado la Carta, que
sería lo procedente.
–7–
neral», del pueblo homogeneizado. Es decir, sólo representan su propia voluntad y,
de hecho, la de los jefes de los partidos.
–8–
po al del Interior sin que nadie protestase ante semejante aberración formal y mate-
rial («la mujer del César no sólo ha de ser honrada sino que tiene que parecerlo»),
que reproducía una práctica soviética habitual. La Justicia vinculada al orden públi-
co; es decir sometida al orden público interpretado por el consenso.
La fórmula del consenso entre los partidos usurpa el consenso natural, es-
pontáneo, histórico, en definitiva, social, que constituye las sociedades. Crea
una sociedad política superpuesta a la sociedad real, que se reserva las decisiones
políticas. Pues el auténtico consenso es propio del espacio prepolítico o antepolíti-
co. Sólo existe una Sociedad u orden social cuando prevalece en ella el consenso
sobre el disenso, y el orden político —modernamente el Estado— únicamente se
justifica si protege el consenso social. Ortega reiteró en su Meditación de Europa lo
dicho por Hume contra el contractualismo: la sociedad, la vida colectiva, no se
constituye por un acuerdo de voluntades conscientes o interesadas —por ejemplo
las de los partidos— como si fuese una asociación mercantil, sino que preexiste al
–9–
acuerdo. En su inconcluso El hombre y la gente, lo explicó bastante bien siguiendo
a Comte y Tocqueville.
Lo propio del orden político es el compromiso. Decía Simmel del compromiso que
es uno de los más grandes inventos de la civilización. También explicó muy bien
Bertrand de Jouvenel lo que significa en ese nivel del orden: el compromiso político
se refiere a las cuestiones superficiales del orden social, incluida la misma forma
del gobierno; tiene por objeto el encauzamiento de los conflictos que no tienen so-
lución jurídica. Lo sustantivo es, pues, el orden social como un todo. Y el meollo del
orden social es el consenso. Por ende, si se destruye el consenso social o se usur-
pa extrapolándolo a la sociedad política, las sociedades se desintegran y se destru-
yen.
La existencia de las sociedades y de las naciones, siendo estas últimas las formas
particulares de la sociedad europea, descansa en esa coincidencia básica o con-
sentimiento colectivo no reglado ni contractual, acerca de la religión, la moral, el de-
recho, la economía, la cultura, la política, la estética, etc., en fin, sobre el sentido de
las instituciones, la conducta, las actividades, y los fines colectivos. En las ideas y
creencias que constituyen las sociedades. Las creencias, en la que simplemente se
está, decía Ortega, hacen de un grupo humano lo que llamaban Comte o Tocquevi-
lle un estado social o de sociedad, unificado por las ideas fuertes o ideas-madres
del consenso. El consenso, regido por el sentido común, acerca a las sociedades a
ser comunitarias, en Europa y Occidente naciones, en virtud de una solidaridad co-
lectiva, fruto de la libertad natural o política. Es lo que las diferencia de la mera co-
existencia propia del rebaño o la manada, y de la tiranía, en la que no existe ningu-
na clase de libertad, pues la libertad primaria es la libertad de con-vivir, la libertad
política. Cierto que la coexistencia puede llegar a generar con el transcurso del
tiempo consenso y convivencia. Pero el auténtico consenso y la verdadera convi-
vencia humanos descansan en la libertad. En último análisis, en la libertad política,
lo que en otros tiempos se llamaba la libertad natural, la libertad como natura.
Un grupo social existe, pues, como tal grupo, Nación en Europa, cuando hay con-
senso, bastando que prevalezca sobre el no menos natural disenso fruto de la mis-
ma libertad política. Y su orden político, para contrarrestar o impedir que prevalezca
–10–
el disenso, la anarquía, se asienta en este consenso previo: coincidiendo en lo
esencial, el consenso, la verdad histórica del orden social, lo demás es superficial,
cuestión de opinión y la finalidad del orden político consiste precisamente en garan-
tizar ese modo de con-vivir, bien distinto de la coexistencia impuesta por una volun-
tad política (como, por ejemplos en el caso de la artificial Yugoslavia o de los regí-
menes tiránicos ¿Cataluña, el País Vasco, Galicia, Andalucía, sólo han coexistido
hasta ahora con el resto de la Nación?).
La vida social se rige por las tradiciones, especialmente las concernientes a la con-
ducta. Están orientadas por las creencias, los usos, las costumbres institucionaliza-
das como tales, las instituciones concretas; del espíritu de este acervo extrae el de-
recho el sentido de lo recto y justo. De ahí que el llamado poder judicial, que decla-
ra -no administra- el derecho, no sea político sino social por lo que, en rigor, tampo-
co es poder sino autoridad. El mismo Montesquieu, que había sido juez, afirmaba al
hablar de la separación de los poderes, que como poder es nulo. Es autoridad, por-
que dice, sentencia la verdad del derecho, lo que es recto, según la realidad históri-
ca, en los casos concretos, de acuerdo con lo que la sociedad, la communis opinio,
cree que es lo justo cuando hay que apelar al derecho.
–11–
dad, de una nueva Nación, de un nuevo Estado, aunque no se sepa en qué van a
consistir.
Lo propio del orden político es que los partidos discutan acerca de la metodología
que cada uno juzga más adecuada para perseguirlo, sometiendo sus respectivos
puntos de vista a la opinión. El sufragio libre –no condicionado por el poder de los
partidos- es uno de los dos medios principales de hacerlo, si bien requiere un sis-
tema representativo adecuado, siendo el otro la publicidad, por supuesto no contro-
lada, para que juzgue sobre ello el ―Tribunal de la Opinión Pública‖, Y la competen-
cia entre los partidos para hacer prevalecer sus respectivos puntos de vista se con-
creta en compromisos públicos que puede materializar el Parlamento en forma de
leyes tras la discusión para llegar a una conclusión común, a una razón común, que
es la razón pública.
–12–
senso social, la sociedad, adecuen el ethos de la Nación al nivel de los tiempos3. El
consenso está excluido, pues, de la política por ser su presupuesto. Ésta debiera
limitarse a respetarlo, y a producirse de acuerdo con él, con el pueblo suele decirse.
No contra el consenso o contra el pueblo según las conveniencias o los caprichos
de la oligarquía. El gobierno oligárquico se caracteriza porque confunde a los hom-
bres libres y los manipula a su antojo mediante la usurpación del consenso y la im-
posición del suyo.
3
La política conservadora privilegia el consenso; la política revolucionaria y el revolucionarismo progresista, el disen-
so; la auténtica política liberal descansa en el consenso, aceptando del disenso únicamente lo que puede perfeccio-
nar la libertad política actualizando la tradición en tanto tradición creadora.
–13–
Su variedad hoy corriente es la política correcta, más suave en las formas, más in-
telectual —de ahí el gran papel de la propaganda— que la política violenta y opor-
tunista de los llamados Estados Totalitarios. Se basa en el control de la formación
de la opinión por parte de los partidos comprometidos en el consenso, codificándola
como una especie de pensamiento único. Este sustituye la variedad (concepto que
implica cualidad) de las opiniones por la pluralidad (concepto que implica cantidad)
de disquisiciones sobre el consenso. La política del consenso totalitario no es, pues,
óbice para las discrepancias entre los partidos consensuados, siempre que no se
vea afectado lo esencial del consenso político: el control del poder y de la sociedad
por minorías agrupadas oligárquicamente.
–14–
En ello han participado y participan todos los partidos del consenso por acción y
omisión: ninguno de ellos es menos nihilista que el otro, aunque puedan ser oca-
sionalmente más cautelosos en atención a los votos. Así, si la derecha del consen-
so parece más moderada en relación con el ethos, débese a que se apoya en los
votos más sensibles a la naturaleza del ethos español, a los que el consenso, al
que le conviene tenerlos contenidos o cautivos, no deja otra alternativa para expre-
sarse. El voto es la eucaristía del consenso político y podría ser muy peligroso que
tomasen conciencia por contagio de la realidad efectiva los votantes de los demás
partidos, incluidos los nacionalistas, pues se vendría abajo la mentira oligárquica
del consenso. De ahí que el consenso, aunque sea de izquierda, necesite una de-
recha que cubra las apariencias. Y, por supuesto, ocurriría lo mismo si el consenso
fuese derechista.
Como no hay más verdad que la del consenso político, se hace con las palabras lo
que conviene, forzando la semántica lo que haga falta o cambiándola. El consenso,
que tiene a su servicio a la mayoría de los periodistas —muchos inconscientemente
–15–
por su incultura— y medios de comunicación, impone el lenguaje del mismo modo
que la señora o señorita Salgado impone como «leyes» sus prejuicios y opiniones
particulares sobre las costumbres y los y las feministas reclaman a la Academia de
la Lengua que modifique el lenguaje natural que consideran «sexista»; a lo que es
pensable, dado el deterioro de las instituciones, que asienta la Academia tergiver-
sando melifluamente lo que haya que tergiversar. El concepto de neolengua de Or-
well es muy importante para entender la política y la realidad española regidas por
el consenso. La tiranía encubierta, más que despotismo, del consenso establecido
no tiene pudor, límites, ni rubor, pues la Nación, bien por sentirse inerme, bien por
estar muy debilitada moralmente, acepta todo y ya no cree en nada. Ni en sí misma
ni siquiera en el régimen establecido.
Se discutió mucho en el caso del Estatut, cuando los nacionalistas catalanes deci-
dieron pasar de ser «nacionalidad» a ser «nación» siguiendo la lógica implícita en
aquella palabra y haciéndola prevalecer sobre la mención inmediata en el texto
constitucional a la Nación española. Pero a continuación, ni siquiera el Partido Po-
pular, el más agreste en este asunto por consideración a sus votos, ha sentido es-
crúpulos porque se cite a Andalucía como realidad nacional en el preámbulo de su
Estatuto en tramitación. Resulta que ahí es inocua. Puede serlo de momento; el di-
luvio no importa si es a largo plazo, pues langfristig, todos estaremos muertos. Y lo
que vendrá después.
–16–
responsable en todo este asunto, en un comunicado sobre el atentado del 30 de
diciembre)— como interlocutor, etc. La puntilla sería la imposición del laicismo radi-
cal como la religión del consenso, cuyo contenido moral en el fondo se reduce por
lo visto a la obtención de dinero y poder; quizá más a la ambición de lucrarse, sien-
do el poder solamente el medio. Religión tan huera, que el consenso podrá hacer
con ella lo que quiera sin temor a que perciban contradicciones.
Y a la verdad, nadie se resiste y se opone con vigor. Impera la anomia. Como los
medios de comunicación parasitan el juego del consenso, las voces de los insumi-
sos al mismo, sin saberlo, sirven para dar la apariencia de que existen libertades,
entre ellas la libertad política. Casi todo está maleado o arruinado por la intensa po-
litización de la sociedad y de las conciencias que ha llevado a cabo el consenso. El
deterioro de las virtudes tradicionales y el auge de los vicios, la corrupción del et-
hos, se deja sentir por doquiera: la anarquía se extiende y la anomia alcanza a las
instituciones. A todas.
El consenso y la Iglesia
–17–
espaldarazo a la gnosis socialdemócrata como signo de los tiempos y el consenso
dirigido por la socialdemocracia se afincó en toda Europa. La gnosis penetró en la
misma Iglesia, proliferaron las interpretaciones «políticas» o politizadas del Concilio
Vaticano II y comenzó la más o menos confusa defección del clero y la diáspora de
muchos cristianos ganados por el temporalismo.
Juan Pablo II enterró la Ostpolitik. Bajo su pontificado, los tiempos han cambiado y
la Iglesia no tiene por qué practicar ningún temporalismo plegándose desorbitada-
mente a las circunstancias. Karol Woyjtila se enfrentó a la interpretación ideológica
de la historia. En su primera visita papal a Polonia, recordó a los dirigentes comu-
nistas que «la razón de ser del Estado es la soberanía de la sociedad, de la nación
y la patria». Pero el clima milenarista subsiste en muchos lugares, intensamente en
España.
–18–
Suponiendo que pasase algo, espiritualmente no se perdería nada, y lo poco que se
perdiese materialmente, lo compensaría de sobra la clarificación de muchas cosas,
empezando por la doctrina. Por ejemplo, se entendería mejor qué significa el lai-
cismo gnóstico como religión de la política convertida en religión civil del Estado:
instrumentum regni con el que el laicismo quiere apoderase de las conciencias. Las
consecuencias serían únicamente políticas, temporales, y no necesariamente nega-
tivas.
¿Qué podría hacer la Nación Histórica dejada a sí misma para recuperar la libertad
política frente al nudo gordiano del consenso con el que la sociedad política la ex-
plota? Parece que muy poco. No obstante, por una parte, hay indicios de que la úl-
tima singladura del consenso obedece a que la situación política, habiendo agotado
sus posibilidades, hace un último esfuerzo para controlar el timón y mantenerse a
flote y, por otra, de que, a pesar de todo, el ethos de la Nación, no está muerto sino
dormido. Empiezan a oírse despertadores y es posible que la realidad se imponga
sobre la mentira.
Cronos devora a sus hijos. Las construcciones políticas no son eternas. Están so-
metidas a la caducidad de los tiempos. La auténtica política es por eso la política
del escepticismo, como la llamó Michael Oakeshott. Por ende, también cabe con-
fiar, si no en la Providencia, en el azar. Leer a Maquiavelo es un buen consejo. El
problema es fundamentalmente político, y Maquiavelo dejó escrito que in politicis el
cincuenta por ciento depende de la diosa Fortuna.
–19–