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LA TIRANÍA DEL CONSENSO

Por Dalmacio NEGRO PAVÓN

La historia contemporánea de la manipulación del consenso comenzó con la inven-


ción por la revolución francesa de la Nación Política frente al pueblo y la Nación
Histórica; del consenso que una sociedad política imponía coactivamente acerca de
la naturaleza, los intereses, los sentimientos y la voluntad de la imaginaria Nación
Política sacralizada como persona moral, sujeto de la soberanía «popular» en lugar
de la soberanía monárquica. Este es el origen moderno de lo que llama Vaclav Ha-
vel «una cultura de mentiras». Los principales instrumentos del consenso oligárqui-
co son el miedo, la propaganda, un invento napoleónico, y la delegación del poder
atribuido al pueblo mediante la ficción de la representación. Robert Gellartely subti-
tula su libro sobre la Alemania nazi «entre la coacción y el consenso». La oligarquía
socialdemócrata dominante en Europa, y en España, aprendió mucho de las expe-
riencias totalitarias y es más sutil: en vez de la coacción física coacciona las con-
ciencias con el pacifismo y las condiciona mediante la propaganda.

La fuerza del socialismo siempre se ha debido a la propaganda más que a sus pre-
sunciones de cientificidad. Se le puede aplicar sin reservas lo que dice impíamente
Carlos Semprún, con alguna exageración al aplicarlo a la izquierda en general: «Si
la izquierda dijera la verdad no existiría». Hoy, el socialismo es una ideología de la
primera mitad del siglo XIX que ya no significa nada. Agonizante desde hacía tiem-
po, le asestó un golpe mortal la caída del Muro de Berlín el 11 de noviembre de
1989 y la «globalización» lo está apuntillando. Es una religión de la política, una
forma de gnosis, que sólo se sostiene ya como superstición; ha evolucionado teoló-
gicamente hacia una suerte de mezcolanza de liberalismo progresista e izquierdis-
mo nihilista y, hacia el laicismo radical, religión del nihilismo como Ersatzreligion,
religión sustitutiva.

Para rellenar el hueco de su periclitada ideología mecanicista pseudocientífica, se


ha hecho portavoz de la contracultura anarquizante y de las bioideologías —la de la
salud, la feminista, la ecologista, etc. —. Naturalmente, contribuyen a su supervi-
vencia como superstición los intereses creados, el dominio que tiene de la cultura y
la colaboración de sus rivales políticos, atraídos por sus prácticas: la política socia-
lizante crea muchos cargos y empleos, proporciona beneficios y subvenciones, faci-
lita múltiples negocios más o menos legales. Todo ello a cargo del súbdito contribu-
yente. El socialprogresismo es una fórmula vacía, que comparten todos los partidos
a la derecha y a la izquierda del consenso, para que vivan bastantes a costa del
resto, hubiera dicho Bastiat. Para conseguirlo, es esencial la falsificación del con-
senso social presentándolo como consenso político: el de la sociedad política, como
si ésta fuese la sociedad total.

En España, el agotado consenso socialdemócrata instaurado en 1978 para sustituir


la Dictadura personal de Franco por la impersonal de los partidos, intenta perpe-
tuarse. Atendiendo a los hechos, se puede afirmar que se propone fundar una nue-

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va Sociedad, un nuevo Estado, y una nueva Nación. A tal fin, se aventura ahora a la
aniquilación definitiva del ethos tradicional, la Nación Histórica y el Estado Nacional.

Es muy expresiva de esta intención fundacional la necrofílica ley de la Memoria His-


tórica. Ante la ética política es una grave irresponsabilidad, si bien en momentos de
disolución como el presente, se pierden las nociones morales elementales. La es-
pecie de alianza formal del partido socialista con el terrorismo, cuya prenda ha sido
la liberación de facto de Juana Chaos, constituye una prueba fehaciente. Intelec-
tualmente, en lo que concierne a la tosca Memoria Histórica, aparte de hacer pasar
por verdades las falsedades que convengan, es absurdo el pretender cambiar el
resultado de la guerra civil para enlazar con la II República. Sin embargo, política-
mente, persigue tres cosas: dividir a los españoles en aplicación del principio «divi-
de y vencerás», captar clientelas ante el atractivo de las indemnizaciones económi-
cas, y legitimar la nueva forma del consenso a costa, si es preciso, del suicidio de la
Monarquía procedente de la guerra civil y el franquismo. Si, conforme a los planes
del consenso, se aviniese ETA a entrar en él, tendría un cuarto objetivo. La Dictadu-
ra estaba agotada por la falta de libertad política y ETA ha sido el único enemigo
real de la situación política. Se trataría, pues, de sustituirla como enemigo existen-
cial por el franquismo, reencarnado en el insustancial Partido Popular. Enemigo
inexistente y conexión irreal.

El objetivo de la Memoria es ilusorio. Evaporadas las ilusiones, la III Restauración


también ha agotado sus posibilidades por la falta de libertad política y su aversión al
pasado real. Confía en sobrevivir gracias a su formidable aparato propagandístico,
que le ayudaría a consolidarse como una especie de totalitarismo chavista en la
medida posible en Europa, con el laicismo impuesto como religión civil según el vie-
jo principio cuius regio eius religio, como instrumento legitimador.

3. La Monarquía y el despotismo del consenso no se instauraron simultáneamente.


La «transición» debiera reducirse al breve período entre el fallecimiento de Franco y
la aprobación de la Constitución. Durante los trámites de rigor, por una parte se
desplazó a los partidarios de la ruptura para traer la libertad política, que era lo que
se echaba de menos —no para destruir la nación—, y, por otra, se convenció a las
oligarquías partidistas en formación, que aceptasen el continuismo político —la falta
de libertad política— mediante una metamorfosis. El resto es la política del consen-
so, un pseudorrégimen, pues nunca ha pasado de ser una situación política. En las
situaciones políticas, situaciones de ilegitimidad y desorientación, puede ocurrir
cualquier cosa, incluida la disolución del régimen en el que se producen, que es
probablemente lo que está sucediendo. Y toda la diferencia con lo anterior, desde
que recuperó el poder el partido socialista a consecuencia del acontecimiento terro-
rista del 11 de marzo de 2004, consiste en que el consenso establecido en torno a
la Monarquía y la Constitución de 1978 no disimula su carácter oligárquico, sus fi-
nes despóticos, ni su odio a la Nación española.

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El gobierno socialista se contradice continuamente, es manifiestamente incompe-
tente, se produce con zafiedad, y su presidente miente tanto que da que pensar que
si sabe lo que hace no sabe lo que dice. No es más que el vocero y el don Tancre-
do de su partido, decidido a conservar el poder a toda costa.

El espectáculo que dio con ocasión del atentado del 30 de diciembre pasado con su
decisión de continuar el «proceso de paz», prueba muchas cosas, entre ellas la
complicidad del partido socialista entero, no sólo del Sr. Rodríguez Zapatero, con
ETA, evidenciada con la práctica puesta en libertad de Juana. Su único argumento
es la antipolítica concepción socialista de la paz: la paz es la gran consigna del fes-
tival humanitario inaugurado por la propaganda soviética para anestesiar a las so-
ciedades occidentales sumiéndolas en la anomia y el conformismo. Un concepto de
la paz que descansa en la afección del miedo, en el vicio de la cobardía transfor-
mado en virtud y en los intereses de un partido que apela para legitimarlos al mi-
toutopía kantiano de la paz perpetua, del que decía cáusticamente Lévi-Strauss que
engendra la guerra perpetua.

Efectivamente, que el presidente del gobierno cuente con el apoyo incondicional de


su partido, confirma muchas cosas sobre este amasijo de intereses; una es su in-
moralidad, al no repugnarle pactar con el terrorismo, una variante del crimen orga-
nizado; otra, que el adjetivo «español» de sus siglas nunca ha sido más que un ce-
bo y en ocasiones una coartada: basta repasar su historia; la tercera, que su com-
promiso con la delincuencia es total. Retrospectivamente, en la historia de las con-
tinuidades, el mayor problema político español en el siglo xx ha sido esta versión
aborigen del socialismo. Sin él, seguramente ni los separatismos ni el comunismo ni
la crisis moral de la Nación hubieran ido tan lejos. Donoso Cortés avisó que el país
del socialismo es España. ¿Seguirá siendo el problema del siglo XXI?

Ahora bien, en contra de lo que afirman sus críticos y adversarios haciendo de la


Constitución un fetiche, el partido socialista no se aparta de la Constitución.

La ambigua «Constitución del consenso» en el vocabulario oficioso puede satisfa-


cer todas las apetencias. Ya en el preámbulo afirma claramente la intención de «es-
tablecer una sociedad democrática avanzada». Lo de avanzada evoca en el lengua-
je leninista y socialista la marcha hacia la utopía de la sociedad totalitaria de la Ciu-
dad Perfecta. Por eso es un término muy vago, sumamente útil para justificar cual-
quier pirueta que se considere oportuna. En ese sentido hay que interpretar la afir-
mación correlativa, no menos sorprendente por lo tosca del artículo 1.1, según la
cual «España», no por cierto la Nación española, «se constituye en un Estado»,
como si éste no existiera previamente. Se le describe con la receta socialdemócrata
«social y democrático de Derecho», tres pleonasmos también útiles por su vague-
dad: todo Estado es Estado de Derecho y además social y democrático, puesto que
el Estado es la otra cara de la sociedad, como el anverso o el reverso de una mo-
neda, y la homogeneiza. Por otra parte, el partido socialista parece haber abando-
nado este eslogan sustituyéndolo, en palabras del Sr. Pérez Rubalcaba con ocasión

–3–
de la resolución del asunto de Juana, en «Estado Humanitario, Firme e Inteligente».
El Estado del vacío nihilista.

En fin, la Constitución erige abstractamente un nuevo Estado sobre «España» co-


mo el nombre geográfico de un solar parcelado en Autonomías. El consenso, apro-
vechando el suceso terrorista del 11 de marzo de 2004, ha dado sencillamente un
paso más en su tarea fundacional, acelerando ahora la liquidación de la Nación His-
tórica para fundar la nueva Sociedad democrática «avanzada», el nuevo Estado y la
nueva Nación Política fraccionada que sustituirá a la Histórica. Hay quienes defien-
den la Constitución de 1978 con la mejor buena fe, pero la Carta-Constitución, es
en gran medida el problema.

El desorientado Partido Popular, que a estas alturas debiera saber ya lo que pasa si
de verdad le interesa –probablemente no–, y decirlo si lo sabe —no lo diría—, afir-
ma que se ha roto el consenso, pide a gritos su recuperación y, por supuesto, ate-
nerse a la Constitución. Se refiere sin duda al consenso que organizó la Unión de
Centro Democrático, continuó y perfeccionó el Partido Socialista desde 1982, y ad-
ministró el propio Partido Popular hasta 2004. Sus adversarios le replican con toda
la razón que el consenso es lo que ellos dicen que es el consenso y le invitan a que
se acomode incondicionalmente en él aceptando sus iniciativas, pues le correspon-
den al partido que gobierna la administración y ejecución de las posibilidades implí-
citas en la Constitución.

Las elecciones no tienen más finalidad que decidir a quién le corresponde dirigir el
consenso, cuya voluntad, que pretende ser la del pueblo, se manifiesta y decide en
las Cortes. Estas son el foro del consenso, que autoriza por ejemplo al gobierno
que negocie con el terrorismo. Y el consenso está dirigido en este momento por el
Partido Socialista, aunque se responsabilice a su vocero, el Sr. Rodríguez Zapate-
ro, de todo lo que no les gusta a los populares, acusándosele incluso de traición,
como si fuese el chivo expiatorio del Partido Socialista. En fin, el socialismo puede
aliarse legítimamente con los nacionalistas independentistas, que son constitucio-
nalmente parte del consenso por lo que tienen perfecto derecho a influir en su di-
rección y administración. Si el Partido Socialista comparte sus ideas básicas es una
feliz coincidencia.

Lo menos claro ha sido el papel de ETA. ¿Por qué no se ha acabado con esta ban-
da en tantos años? Objetivamente, es obvio que el terrorismo etarra mantiene una
situación tensa, de inseguridad, y difunde la sensación de miedo en la sociedad. Y,
como sabían muy bien Hobbes, Montesquieu, etc, todo poder despótico necesita
del miedo para afirmarse. El Partido Popular demostró cuando estuvo en el poder,
que era posible acabar con el terrorismo, lo que no le ganó muchas simpatías entre
los demás beneficiarios del consenso. Para los socialistas, es un dogma que el po-
der les pertenece por definición, y soportaron a regañadientes la dirección del con-
senso por el Partido Popular. Llegado el momento, cansados de estar en la oposi-
ción, montaron un típico «agitprop» —el «Prestige», Iraq, cualquier cosa— contra

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los populares para impresionar a la opinión ingenua y acobardada y, aprovechando
el atentado del 11 de marzo de 2004, volvieron al poder. Probablemente, su triunfo
salvó a ETA de la extinción. En realidad, los socialistas repusieron el consenso ini-
cial, aparentemente tolerante con ETA. ¿Es esto lo que quiere el Partido Popular?

El terrorismo le ha servido al consenso para designar un enemigo interior, desvian-


do las miradas del propio consenso, y convencer a casi todo el mundo de sus virtu-
des. Ahora, tras haber reconocido como iustus hostis implícitamente al terrorismo
islámico y explícita aunque oblicuamente con la «Alianza de civilizaciones», apli-
cando la máxima «hablando se entiende la gente» los socialistas y sus aliados con-
sideran a ETA un iustus hostis, tratando con ella de poder a poder; no como enemi-
go sino adversario incorporable al consenso. La actitud del Sr. Rodríguez Zapatero
ante el atentado del 30 de diciembre pasado y el caso Juana no deja muchas du-
das. Además, el Partido Socialista ha ido demasiado lejos y no puede retroceder.
Tiene que confiar en que, si salen bien los planes del consenso, como la sociedad
ya no cree en nada y menos que nada en el régimen, el pacifismo y la propaganda
enmascararán los desaguisados.

Por lo demás, lo de la Memoria tampoco es muy novedoso. Siguiendo el método


marxista, se ha sometido a revisión toda la historia de España a lo largo de la tran-
sición, inventando en parte una nueva, en la que destacan las supercherías de los
separatistas. Oficialmente, ya se duda que España sea una Nación, palabra que,
según el Sr. Rodríguez Zapatero en nombre del Partido Socialista, no se sabe bien
qué significa. Es cierto que el socialismo siempre ha despreciado a las naciones.
Ahora bien, tampoco en este caso se aparta un ápice del consenso ni de la Carta
otorgada bautizada como Constitución, que articula el juego entre los partidos.
Pues, sin perjuicio del artículo 2.°, no habla para nada de la Nación española como
una realidad histórica, salvo quizá la vaga alusión de pasada del preámbulo. Juego
impolítico, pues difícilmente cabe hablar de política en sus justos términos cuando
la política, con la libertad política secuestrada por el consenso, se circunscribe a las
querellas entre sus integrantes sobre el reparto del botín1. La «política» no tiene
más objetivo que dirimir quién gana las elecciones, los mejores puestos, y obtener
cierta legitimidad.

La Nación española asistió como convidada de piedra al espectáculo del parto


constitucional y, a continuación, a la política desarrollada por el consenso, en la que
el rito periódico de las elecciones y la fiesta de la Constitución recuerdan su origen,
como los mitos fundacionales en las sociedades primitivas. A nadie se le ocurrió in-
vitarla a ejercer la libertad política designando unas Cortes constituyentes que ela-
1
El reparto del botín, que incluye los votos, nada tiene que ver con la política. Al comenzar la transición se popularizó
la idea de que todo es negociable, es decir, negocio. Y esta es la ley interna del consenso. La dificultad, que el Parti-
do Socialista da por superada, para negociar con ETA, ha sido el temor de que la aceptación de sus exigencias pue-
da despertar a la Nación de su letargo. Esa mentalidad se ha difundido tanto que, por ejemplo, los españoles conver-
sos al Islam piden que se les devuelvan los bienes que pertenecían a lo que ellos llaman Al-Andalus. Como el Islam
radical ha sido reconocido como iustus hostis por el Partido Socialista, que mima a los musulmanes, en los que ve un
aliado objetivo en su lucha contra el cristianismo, se unen en reivindicaciones como ésta el oportunismo y la destruc-
ción del sentido común y del natural sentimiento nacional llevados a cabo por la Restauración socialdemócrata.
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borasen el documento. El poder dio por bueno que la representaban los partidos
políticos recientemente constituidos. Una chapuza desde el punto de vista del dere-
cho constitucional de la que nadie se acuerda, o nadie quiere recordar, que, como
el poder ha estado siempre en manos del consenso, ha funcionado.

Pues fueron los representantes de los partidos y algunos nombrados por el rey, de-
positario del poder de la dictadura y de la libertad política, los que decidieron «cons-
tituir» el pleonástico «Estado social y democrático de Derecho». Es posible que la
Nación ni siquiera anhelase una Constitución, igual que tampoco estaba interesada
en las Autonomías, salvo los entonces muy minoritarios grupos nacionalistas y
quienes esperasen obtener beneficios particulares.

Lo único que le interesaba al pueblo, a la Nación Histórica, era que la transición


fuese pacífica y ordenada. Y aunque no existían graves razones para pensar que
pudiese suceder de otra manera, la lógica incertidumbre y los augurios catastrofis-
tas aireados por la propaganda bastaron para que las incipientes oligarquías parti-
distas se arrogasen la herencia del monopolio que tenía la Dictadura de la libertad
política.

En definitiva, a juzgar por lo que ha sido hasta ahora la película de la transición, la


Constitución reglamenta el consenso entre los partidos imponiéndolo sobre los in-
tereses, los sentimientos y la voluntad de la Nación, disfrazado de expresión de es-
ta última en aras de la paz. A la Nación inerme sólo se la convocó ex post facto pa-
ra que refrendara lo que es en puridad una Carta otorgada.

Se incluyó en el consenso a los nacionalistas, separatistas in pectore, sin reparos ni


la menor prudencia, con los máximos honores. Y todo el proceso de la transición ha
estado condicionado en gran parte por nacionalistas —el «victimismo» de que ha-
blan algunos— y comunistas, unos y otros enemigos, más que adversarios, de la
Nación española. Los nacionalistas, porque sus intereses particulares se contrapo-
nen a los de la Nación, y los comunistas, por ser enemigos por definición de cual-
quier nación, porque funde las clases. Se presumía que el partido socialista, anti-
comunista y antimonárquico en el exilio, era españolista de acuerdo con sus siglas.
Pero el partido socialista renovado en Suresnes prescindió sin dudarlo de los anti-
guos socialistas o los fagocitó utilizándolos como piezas decorativas. Y desde el
primer momento dejó sentir su gran influencia e importancia, tanto por el apoyo ex-
terno de la todopoderosa socialdemocracia europea, como por la plusvalía que le
otorgaba el dogma de que para que se asentase la Monarquía era preciso que ese
partido gobernase con ella. Esto, unido a las ilusiones que suscita la demagogia so-
cialista, impulsó un aluvión de adhesiones al partido, casi inexistente en el momento
de la transición. En cambio, la derecha potencial fue barrida enseguida por el inven-
to del centro democrático, otro partido de aluvión mezcla de socialdemocracia y
democracia cristiana —que ya eran lo mismo en la práctica europea— destinado sin
duda, juzgando siempre por la secuencia de los hechos, a preparar el acceso del
partido socialista al poder, a lo que parecía estar predestinado por la propaganda.

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La Constitución del consenso incluye y menciona los partidos como si fuesen órga-
nos del Estado (art. 6) igual que los sindicatos (art. 7), aunque estos últimos no son
teóricamente verticales sino horizontales, dentro de la tendencia de la Constitución
al corporativismo. En consecuencia, unos y otros son financiados por las arcas del
Estado, es decir obligatoriamente por el contribuyente, como tales órganos estata-
les. Entre todos formaron el Consenso que sustituyó al Movimiento. El «glorioso»
Movimiento Nacional hacía de partido único, aunque en la práctica nunca lo fue;
agrupaba gentes variadas, siendo en cierto modo una cámara de resonancia del
gobierno, más propagandística que otra cosa. Sólo tenía el poder residual que le
dejaba el gobierno dictatorial; algo así como la influencia de una útil clientela distin-
guida. Se notaba menos su presencia en la vida corriente que la de los actuales
partidos. Seguramente fueron más importantes las Cortes.
En contraste, su heredero, la entelequia del Consenso, situada en ninguna parte
concreta, pues no se atiene a ninguna fórmula jurídica, pero al que todos se remi-
ten, viene a ser algo así como el poder espiritual abstracto de la Restauración bro-
tado de la Constitución. Lo único visible, como si fuese su epicentro, es el Monarca,
a quien según la Constitución le corresponde el papel de árbitro o poder moderador
del «funcionamiento regular de las instituciones» (art. 56). Y entre las instituciones
principales están, por supuesto, los partidos... de los que dependen todas las de-
más. Curiosamente no se menciona en ninguna parte la relación del rey con la Na-
ción ni se contempla que modere entre ella y las instituciones, en definitiva los par-
tidos. A la Nación, a la que imaginativamente hay que suponer debiera representar
la Monarquía conforme a su naturaleza, nadie puede defenderla constitucionalmen-
te como no sea el Defensor del Pueblo (art. 54), designado también por los parti-
dos, que en realidad sólo podría hacer algo frente a la burocracia. Se trata de un
órgano estatal más, a cuya imagen y semejanza han proliferado legalmente defen-
sores de múltiples cosas. Sólo falta que se invente el defensor de los defensores de
los defensores. Cargos.

Al Estado de partido único, en la medida en que lo era el Movimiento, que se movía


bastante poco, le sucedió, pues, el Estado de los Partidos, modelo «democrático»
de Estado despótico que se había afincado en Europa al calor de la guerra fría. Los
partidos —de hecho sus jefes2–- no sólo se arrogaron constitucionalmente la repre-
sentación de la Nación —de la voluntad popular» (art. 6)— sino que, en virtud de la
ley electoral ad hoc que establece el sistema proporcional (con listas cerradas para
más seguridad), se convirtieron en los administradores del consenso. En las Cortes
ostentan el poder legislativo y el poder legislativo nombra al ejecutivo, mientras la
representación se reduce a que los electores eligen representantes que luego ac-
túan como si fuesen delegados, es decir, con poder omnímodo, de la «voluntad ge-

2
En la práctica, los demás miembros de los partidos están sometidos al mandato imperativo aunque la Constitución
lo prohíbe expresamente: «Los miembros de las Cortes Generales no estarán ligados por mandato imperativo» (art.
67, 2). Pues sólo tienen libertad de voto cuando los jefes de los partidos lo autorizan expresamente, por lo que hay
que suponer que este apartado constitucional está derogado en la práctica sin que se haya modificado la Carta, que
sería lo procedente.
–7–
neral», del pueblo homogeneizado. Es decir, sólo representan su propia voluntad y,
de hecho, la de los jefes de los partidos.

8. Montesquieu confundió el despotismo con la tiranía y la identificación entre am-


bas formas de gobierno ha lastrado el pensamiento político y jurídico. El despotis-
mo, igual que la dictadura, modifica las leyes cuando le conviene; mientras, se atie-
ne a ellas y las hace respetar. En la tiranía, las leyes son en el mejor caso orienta-
ciones sobre la voluntad del poder que, bien de «derecho», mediante normas o le-
yes ambiguas, le permiten campar libremente; o bien se transgreden sin el menor
escrúpulo cuando se cree conveniente; o bien se actúa de hecho al margen de las
leyes sin consecuencias jurídicas. En los regímenes despóticos, la creación del de-
recho está al albur del poder; pero, en principio, existe formalmente seguridad jurí-
dica y materialmente mientras no se cambian. Es lo que sucede en las dictaduras,
si bien habría que distinguir entre las dictaduras conservadoras, que sólo aspiran a
defender o conservar la sociedad, y las revolucionarias, que aspiran a cambiarla a
su medida. La divisoria entre esta última especie de dictaduras y las tiranías suele
ser bastante dudosa. Pues la permanente inseguridad jurídica constituye una carac-
terística de los regímenes tiránicos. La dictadura se convierte en tiranía cuando
prevalece la incertidumbre, pues aunque existan leyes su aplicación es incierta.
Ahora bien, en todo caso, para que el despotismo se convierta en tiranía basta for-
malmente que el poder judicial pase a depender del poder político.
La misma Constitución había estatuido el Tribunal Constitucional (arts. 159 y sig.),
un tribunal político inventado, como es sabido, por Kelsen para velar por los «valo-
res» constitucionales en tiempos de confusión (la situación política en que se en-
contraba la convulsa República de Weimar fue la causa para fijar al menos un crite-
rio). De hecho, se trata de un contrapeso al Tribunal Supremo y a la jurisdicción or-
dinaria, a los que sustrae el juicio sobre la constitucionalidad de las leyes, aunque
en el caso español le competen más cosas (art. 161). No obstante, el poder judicial
—la justicia emana del pueblo», afirma el art. 117, sin decir, por cierto, que también
el Derecho—, quedaba legalmente fuera del consenso por descuido, rutina, un pu-
dor inicial o para evitar las críticas. Los partidos encontraron enseguida la fórmula
para ponerlo a sus órdenes, es decir a las del consenso.

Tomó la iniciativa al respecto el más caracterizado de todos ellos, el socialista, al


llegar al gobierno, sometiendo legalmente al Consejo General del Poder Judicial del
art. 122, 2 y 3. Fue incluso más lejos, mediante una sabia forma de reclutamiento
de los jueces, que, aparte de devaluar su crédito, aseguraba su mayor dependencia
del consenso. Formalmente, los tres poderes tradicionales quedaron bien trabados
en la unidad del consenso frente a la unidad de la Nación. Uno de los muñidores del
consenso, el Sr. Guerra, hizo gala de sabiduría política y jurídica proclamando triun-
falmente la muerte de Montesquieu, es decir, de la separación de los poderes. Ló-
gico, puesto que Montesquieu, defensor de la libertad política y del espíritu de las
leyes conforme al ethos de la Nación, era un enemigo tanto del despotismo como
de la tiranía y por eso los confundió. Simbólicamente, para que no cupiesen dudas,
con motivo del asunto de los GAL, el Ministerio de Justicia estuvo unido algún tem-

–8–
po al del Interior sin que nadie protestase ante semejante aberración formal y mate-
rial («la mujer del César no sólo ha de ser honrada sino que tiene que parecerlo»),
que reproducía una práctica soviética habitual. La Justicia vinculada al orden públi-
co; es decir sometida al orden público interpretado por el consenso.

El Partido Popular encontró cómoda la situación y, como es su costumbre, no alteró


nada. Al parecer, sólo el Partido Socialista está autorizado a modificar el rumbo del
consenso. En la práctica, los jueces aún no aceptan monolíticamente las directrices
del consenso, y a veces se permiten recordarle, como a Federico el Grande, que
«todavía hay jueces en Prusia». Pero el Partido Socialista parece decidido a some-
terlo del todo en esta nueva singladura del consenso.

En suma, constitucionalmente, una abstracta dictadura colectiva de los partidos


sustituyó a la dictadura personal del general Franco mediante el artilugio del con-
senso presidido por el rey, y el Movimiento se reprodujo a través del otro artilugio
de las Autonomías —«El Estado» (no la Nación), «se organiza territorialmente
en...» (art. 137)—, si bien en Cataluña y el País Vasco se privilegió a los respecti-
vos partidos nacionalistas: aquí se renunció de hecho a la soberanía estatal, dejan-
do a los súbditos del Estado al arbitrio de esos partidos, protegidos por otra parte
por la ley electoral como si fuesen representantes de la Nación española como un
todo. Pero el consenso va a más y ya no se conforma con el poder dictatorial. Todo
indica que se dispone a convertirse en una tiranía. Quizá es a esto a lo único que
se resiste instintivamente el Partido Popular, que se conformaría con que el régi-
men no traspasara los límites de la dictadura.

Pero ¿qué es el consenso?

Hablar de consenso en el orden político equivale a falsificar la realidad, es decir, la


verdad, ya que la realidad y la verdad son lo mismo. En el siglo XVIII, decía Hume
al criticar el contractualismo político: «en las pocas ocasiones en que puede parecer
que ha habido consenso, es por lo común tan irregular, limitado o teñido de fraude o
violencia que su autoridad no puede ser mucha». Luego se han perfeccionado los
mecanismos del consenso.

La fórmula del consenso entre los partidos usurpa el consenso natural, es-
pontáneo, histórico, en definitiva, social, que constituye las sociedades. Crea
una sociedad política superpuesta a la sociedad real, que se reserva las decisiones
políticas. Pues el auténtico consenso es propio del espacio prepolítico o antepolíti-
co. Sólo existe una Sociedad u orden social cuando prevalece en ella el consenso
sobre el disenso, y el orden político —modernamente el Estado— únicamente se
justifica si protege el consenso social. Ortega reiteró en su Meditación de Europa lo
dicho por Hume contra el contractualismo: la sociedad, la vida colectiva, no se
constituye por un acuerdo de voluntades conscientes o interesadas —por ejemplo
las de los partidos— como si fuese una asociación mercantil, sino que preexiste al

–9–
acuerdo. En su inconcluso El hombre y la gente, lo explicó bastante bien siguiendo
a Comte y Tocqueville.

Lo propio del orden político es el compromiso. Decía Simmel del compromiso que
es uno de los más grandes inventos de la civilización. También explicó muy bien
Bertrand de Jouvenel lo que significa en ese nivel del orden: el compromiso político
se refiere a las cuestiones superficiales del orden social, incluida la misma forma
del gobierno; tiene por objeto el encauzamiento de los conflictos que no tienen so-
lución jurídica. Lo sustantivo es, pues, el orden social como un todo. Y el meollo del
orden social es el consenso. Por ende, si se destruye el consenso social o se usur-
pa extrapolándolo a la sociedad política, las sociedades se desintegran y se destru-
yen.

El consenso social consiste en el acuerdo, conformidad o coincidencia espontánea


o inconsciente, o sea no artificial sino natural, consolidada por los siglos, entre los
miembros de la sociedad. Se articula en torno a la convicción o conciencia, no es-
crita ni creada por la voluntad de poder, sino establecida por la historia, de la perte-
nencia a un mismo grupo social con independencia de la religión, la etnia, la lengua,
el paisaje, el folklore u otros atributos, y de los intereses y sentimientos particulares.
La coincidencia entre los atributos puede ayudar a la formación del consenso. Pero
el consenso se hace históricamente. La coincidencia en las ideas esenciales se ex-
presa en la con-vivencia. La posibilidad de con-vivir descansa en el consenso so-
cial, como una especie de conciencia general de pertenencia a una forma de vida
colectiva.

La existencia de las sociedades y de las naciones, siendo estas últimas las formas
particulares de la sociedad europea, descansa en esa coincidencia básica o con-
sentimiento colectivo no reglado ni contractual, acerca de la religión, la moral, el de-
recho, la economía, la cultura, la política, la estética, etc., en fin, sobre el sentido de
las instituciones, la conducta, las actividades, y los fines colectivos. En las ideas y
creencias que constituyen las sociedades. Las creencias, en la que simplemente se
está, decía Ortega, hacen de un grupo humano lo que llamaban Comte o Tocquevi-
lle un estado social o de sociedad, unificado por las ideas fuertes o ideas-madres
del consenso. El consenso, regido por el sentido común, acerca a las sociedades a
ser comunitarias, en Europa y Occidente naciones, en virtud de una solidaridad co-
lectiva, fruto de la libertad natural o política. Es lo que las diferencia de la mera co-
existencia propia del rebaño o la manada, y de la tiranía, en la que no existe ningu-
na clase de libertad, pues la libertad primaria es la libertad de con-vivir, la libertad
política. Cierto que la coexistencia puede llegar a generar con el transcurso del
tiempo consenso y convivencia. Pero el auténtico consenso y la verdadera convi-
vencia humanos descansan en la libertad. En último análisis, en la libertad política,
lo que en otros tiempos se llamaba la libertad natural, la libertad como natura.
Un grupo social existe, pues, como tal grupo, Nación en Europa, cuando hay con-
senso, bastando que prevalezca sobre el no menos natural disenso fruto de la mis-
ma libertad política. Y su orden político, para contrarrestar o impedir que prevalezca

–10–
el disenso, la anarquía, se asienta en este consenso previo: coincidiendo en lo
esencial, el consenso, la verdad histórica del orden social, lo demás es superficial,
cuestión de opinión y la finalidad del orden político consiste precisamente en garan-
tizar ese modo de con-vivir, bien distinto de la coexistencia impuesta por una volun-
tad política (como, por ejemplos en el caso de la artificial Yugoslavia o de los regí-
menes tiránicos ¿Cataluña, el País Vasco, Galicia, Andalucía, sólo han coexistido
hasta ahora con el resto de la Nación?).

Normalmente, las formas de trato, de educación, lo que llamaba Durkheim la «con-


trainte social», la presión del ethos social, arbitra las posibles discrepancias. Sólo si
éstas llegan a ser conflictivas en el sentido de irresolubles, aparece el derecho para
restablecer el equilibrio y, si éste no basta, el poder político, que protege al derecho.
La teoría del conflicto social, frecuentemente mal interpretada por la ideología, es-
tudia aquellos conflictos que se dan en el seno de las sociedades, en el espacio
prepolítico. La del conflicto político los que se dan en su superficie.

La vida social se rige por las tradiciones, especialmente las concernientes a la con-
ducta. Están orientadas por las creencias, los usos, las costumbres institucionaliza-
das como tales, las instituciones concretas; del espíritu de este acervo extrae el de-
recho el sentido de lo recto y justo. De ahí que el llamado poder judicial, que decla-
ra -no administra- el derecho, no sea político sino social por lo que, en rigor, tampo-
co es poder sino autoridad. El mismo Montesquieu, que había sido juez, afirmaba al
hablar de la separación de los poderes, que como poder es nulo. Es autoridad, por-
que dice, sentencia la verdad del derecho, lo que es recto, según la realidad históri-
ca, en los casos concretos, de acuerdo con lo que la sociedad, la communis opinio,
cree que es lo justo cuando hay que apelar al derecho.

El juez no es un poder ni tiene poder, Al juez se le reconoce la capacidad de saber


interpretar y declarar la verdad del Derecho conforme al consenso: las tradiciones,
los usos, las costumbres, las forma de trato del grupo, en definitiva, según su ethos.
Politizar la autoridad judicial, unificarla con los poderes legislativo y ejecutivo, en
último análisis someterla al ejecutivo, no sólo es, pues, una arbitrariedad sino una
falsificación de la realidad, que deja inerme a la sociedad al despojarla del Derecho,
a pesar de que la Constitución afirme que «la justicia emana del pueblo». El Dere-
cho le pertenece al pueblo, no al gobierno ni al Estado. De ahí la falsedad del Esta-
do de Derecho, el famoso Rechsstaat, en tanto dueño y productor del Derecho. Así,
si se politiza el nombramiento y la conducta de los jueces, la sociedad queda al ar-
bitrio de la voluntad política desapareciendo el Derecho. Es lo que caracteriza a los
pseudoregímenes tiránicos.

Sin embargo, la politización de la autoridad judicial es una necesidad de la lógica


del consenso. Seguramente lo más grave que está pasando en la revolucionaria
empresa fundacional acometida por el consenso en España con el pretexto de la
«modernización», es la sumisión de la autoridad judicial al poder político y a su
ideología rupturista en tanto fundacional de un nuevo ethos, de una nueva Socie-

–11–
dad, de una nueva Nación, de un nuevo Estado, aunque no se sepa en qué van a
consistir.

En rigor, lo único moderno de la modernización que lleva a cabo el consenso es su


artificialismo, que desintegra la Sociedad, amortiza la Nación, corrompe el Gobierno
y despolitiza el Estado. Para modernizar, no es necesario destruir el consenso ni su
espíritu, el ethos que da unidad a la Nación Histórica. Además, la Sociedad ya se
había modernizado suficientemente; sólo faltaba que la Nación recobrase la libertad
política. Como sucedáneo de la libertad política, el consenso prometía y promete
todas las «liberaciones» que le convienen para, desintegrando la Sociedad, redu-
ciéndola a la anomia, usurpar los sentimientos de pertenencia a la Nación de
acuerdo con su voluntad, por supuesto «democrática».

El consenso no pertenece, pues, al orden político. El orden político depende de la


opinión sobre el bien común, o, si se prefiere –no es lo mismo pero la mentalidad
totalitaria imperante desprecia la idea de bien común, difícil de entender para el
modo de pensamiento artificialista–, sobre el interés general, pues todo se ha redu-
cido a intereses.

Lo propio del orden político es que los partidos discutan acerca de la metodología
que cada uno juzga más adecuada para perseguirlo, sometiendo sus respectivos
puntos de vista a la opinión. El sufragio libre –no condicionado por el poder de los
partidos- es uno de los dos medios principales de hacerlo, si bien requiere un sis-
tema representativo adecuado, siendo el otro la publicidad, por supuesto no contro-
lada, para que juzgue sobre ello el ―Tribunal de la Opinión Pública‖, Y la competen-
cia entre los partidos para hacer prevalecer sus respectivos puntos de vista se con-
creta en compromisos públicos que puede materializar el Parlamento en forma de
leyes tras la discusión para llegar a una conclusión común, a una razón común, que
es la razón pública.

En las leyes se fija el sentido del compromiso alcanzado, precisamente porque es


un compromiso. Compromiso que no debe ser contrario al consenso social sino
acorde con él, con su espíritu, el ethos de la opinión no manipulada. Por eso, la fi-
nalidad del orden político es el compromiso, no el consenso. Pues el compromiso,
una promesa compartida, tampoco es exactamente un contrato. Es menos fijo, más
provisional, más aleatorio, simple cuestión de utilidad según las circunstancias –
rebus sic stantibus– mientras el verdadero consenso tiene la solidez de un mineral
en el que se apoya el compromiso. El consenso social, fruto de la convivencia a tra-
vés del tiempo, no es cuestión de utilidad: simplemente, existe o no existe, es un
hecho ―geológico‖ que hace de solar de la conducta en general y la política en parti-
cular.

El orden político presupone, pues, la existencia de un consenso en la sociedad al


que debe atenerse, y no por cierto a lo que implica disenso; al menos en principio,
salvo que el disenso responda a la necesidad de reformas que, sin minar el con-

–12–
senso social, la sociedad, adecuen el ethos de la Nación al nivel de los tiempos3. El
consenso está excluido, pues, de la política por ser su presupuesto. Ésta debiera
limitarse a respetarlo, y a producirse de acuerdo con él, con el pueblo suele decirse.
No contra el consenso o contra el pueblo según las conveniencias o los caprichos
de la oligarquía. El gobierno oligárquico se caracteriza porque confunde a los hom-
bres libres y los manipula a su antojo mediante la usurpación del consenso y la im-
posición del suyo.

Da lo mismo decir que la sociedad es hechura del consenso o el consenso la esen-


cia de lo social. Pero si no hay consenso tampoco hay sociedad, reduciéndose la
política a imponer coactivamente, con mayor o menor sutileza, la unidad del grupo.
Mantener la unidad es el objeto principal de lo Político, pero mediante la convicción,
que suscita el sentimiento de la obligación política. Mandar, decía Ortega, no es
simplemente convencer ni simplemente obligar, sino una exquisita mixtura de am-
bas cosas. En contraste, el «consenso político» es una unidad natural entre los oli-
garcas que conspiran eternamente contra la soberanía de la Nación Histórica susti-
tuyendo la convicción por las artificiosas ficciones de la propaganda.

La política monopoliza el consenso para someter a la sociedad a los caprichos del


orden político mediante el orden público. El orden público es un concepto más ex-
tenso que el de razón de Estado. Lo inventó Napoleón para superar coactivamente
el desgarramiento de la Nación Histórica francesa, a la que la revolución contrapuso
la nueva Nación Política de su invención, la de la sociedad política revolucionaria
como una fracción de la sociedad entera. Se trata de la idea del orden conforme a
las conveniencias y los intereses de la razón de Estado al servicio de la oligarquía
gobernante, que permite manipular la Sociedad. Por eso, la lógica de la política del
consenso no sólo requiere absorber y manipular la autoridad judicial: ha de destruir
el ethos, el espíritu de la masa de tradiciones, creencias, usos, costumbres, hábitos,
cuya síntesis forma el consenso, el sentimiento colectivo de pertenencia por el que
se autorregula el orden social. Y la película de la «transición» ha consistido casi ob-
sesivamente en atacar con mayor o menor sutileza el ethos de la Nación Histórica
española como para preparar el terreno a lo que ahora acontece más toscamente.

La destrucción del ethos de las naciones, suplantando su verdad-realidad histórica


producto de la convivencia por la opinión que se presenta como dominante, consti-
tuye el objetivo necesario de la política totalitaria característica de la tiranía contem-
poránea disfrazada de democrática, brillantemente analizada por Tocqueville. La
política, la actividad en el orden político, es el ámbito de la vida colectiva o social
regido por la opinión, por la concurrencia de opiniones. La política totalitaria hace de
sus opiniones —de su ideología, «democrática» en tanto se presenta como omni-
comprensiva— la fuente de la verdad, de la verdad social, en último análisis, de la
realidad, de la realidad social.

3
La política conservadora privilegia el consenso; la política revolucionaria y el revolucionarismo progresista, el disen-
so; la auténtica política liberal descansa en el consenso, aceptando del disenso únicamente lo que puede perfeccio-
nar la libertad política actualizando la tradición en tanto tradición creadora.
–13–
Su variedad hoy corriente es la política correcta, más suave en las formas, más in-
telectual —de ahí el gran papel de la propaganda— que la política violenta y opor-
tunista de los llamados Estados Totalitarios. Se basa en el control de la formación
de la opinión por parte de los partidos comprometidos en el consenso, codificándola
como una especie de pensamiento único. Este sustituye la variedad (concepto que
implica cualidad) de las opiniones por la pluralidad (concepto que implica cantidad)
de disquisiciones sobre el consenso. La política del consenso totalitario no es, pues,
óbice para las discrepancias entre los partidos consensuados, siempre que no se
vea afectado lo esencial del consenso político: el control del poder y de la sociedad
por minorías agrupadas oligárquicamente.

El consenso político deviene así el centro de todo, el auténtico centro. De ahí la


disputa permanente dentro de la oligarquía de los partidos, de cara a la opinión pú-
blica, sobre quien representa mejor el consenso, el centro. Tal disputa es el origen
del «centrismo» político. Mientras las discrepancias no sean sustantivas, son muy
útiles para mantener la ficción coram populum de la existencia de libertades, empe-
zando por la libertad política. Y la Constitución regla las posibilidades y los límites
de la discrepancia en el seno de la oligarquía. El derecho constitucional es otro in-
vento de la revolución francesa para imponer como un corsé la voluntad de la ima-
ginaria Nación Política —la Nación de las oligarquías autoconstituida como socie-
dad política— sobre la Nación Histórica. Sustituye al viejo Derecho Natural.

A tenor de las consecuencias, esto es en esencia lo que se instituyó con la Carta-


Constitución de 1978: un consenso oligárquico que separa la sociedad política de la
gran sociedad de la Nación Histórica: aquélla manda y ésta obedece. Una servi-
dumbre voluntaria ya que refrendó la Carta.

En su conjunto, la transición no ha sido más que una conspiración permanente con-


tra el consenso natural que constituye la Nación Histórica española, materializado
en el ataque permanente a su ethos, el espíritu del consenso social, y al mismo
consenso en su aspecto material mediante la división de la Nación en Autonomías
semiestatales, el control de las instituciones, la ideología y, en definitiva, la desinte-
gración de la sociedad, un orden espontáneo de cooperación y convivencia.

Utilizando el Estado, con el pretexto psico-sociológico de la modernización y el ag-


giornamento (en el reciente sentido clerical), el consenso político ha hecho lo posi-
ble por destruir las tradiciones, los usos, las costumbres, los hábitos, las institucio-
nes, los símbolos, enraizados en la historia a fin de imponer su propio «ethos» o
falta de ethos en tanto éste parece ser nihilista. En la plenitud de su poder, intenta
imponer como una suerte de religión civil la religión laicista, incapaz de apuntalar un
ethos capaz de resistir al oportunismo de la voluntad de poder. El consenso evolu-
ciona hacia un totalitarismo basado en el engaño y la manipulación permanente de
la opinión. La tiranía totalitaria de la opinión pública de Tocqueville.

–14–
En ello han participado y participan todos los partidos del consenso por acción y
omisión: ninguno de ellos es menos nihilista que el otro, aunque puedan ser oca-
sionalmente más cautelosos en atención a los votos. Así, si la derecha del consen-
so parece más moderada en relación con el ethos, débese a que se apoya en los
votos más sensibles a la naturaleza del ethos español, a los que el consenso, al
que le conviene tenerlos contenidos o cautivos, no deja otra alternativa para expre-
sarse. El voto es la eucaristía del consenso político y podría ser muy peligroso que
tomasen conciencia por contagio de la realidad efectiva los votantes de los demás
partidos, incluidos los nacionalistas, pues se vendría abajo la mentira oligárquica
del consenso. De ahí que el consenso, aunque sea de izquierda, necesite una de-
recha que cubra las apariencias. Y, por supuesto, ocurriría lo mismo si el consenso
fuese derechista.

La política de desnacionalización-desespañolización llevada a cabo por el consenso


a lo largo de treinta años ha sido bastante eficaz, aunque no es seguro que sea
muy profunda, limitándose a anestesiar la conciencia de formar una nación. Al efec-
to, como si lo español sólo pudiese ser franquista, produce, por ejemplo, una espe-
cífica leyenda negra del franquismo, que enlaza con la leyenda negra de la historia
de España (cuyo auge interno debe mucho a los «regeneracionistas»), entre cuyos
delitos incluye su insistencia en la unidad nacional. El éxito aparente ha sido tal,
que, para mantener una mínima cohesión que sirva de referencia, el parasitario
Partido Popular creyó necesario proponer como sustitutivo del sentimiento nacional
el patriotismo constitucional. Patriotismo vinculado a un papel, cuya interpretación
natural según la letra de la Constitución aplicándole el sentido común, ni siquiera se
ha respetado en la práctica, dicho sea de paso, cuando no le ha convenido al con-
senso.

El mencionado artículo 2 todavía vigente de la Carta- Constitución de 1978 habla de


«la indisoluble unidad de la Nación española» como si la palabra nación se reser-
vase para la Nación Histórica natural según el sentido común. Pero reconoce con-
tradictoriamente a renglón seguido a las regiones el uso de la abstracta palabra de-
rivada «nacionalidades». Esta puede y debe ser interpretada, por ejemplo, confor-
me a la política del consenso, con la posibilidad, contemplada en la transitoria cuar-
ta, de integrar Navarra con el País Vasco. Y, por cierto, las Autonomías, que en
muchos casos ni siquiera coinciden con las regiones, las provincias anteriores a la
reforma de Javier de Burgos en 1833 o reinos antiguos, han sido bautizadas como
Comunidades por la propia Constitución (art. 137 y otros). ¿Para fraccionar e inutili-
zar el sentimiento de comunidad nacional vinculado al ethos o consenso social de la
Nación Histórica española?

El despotismo del consenso en el lenguaje.

Como no hay más verdad que la del consenso político, se hace con las palabras lo
que conviene, forzando la semántica lo que haga falta o cambiándola. El consenso,
que tiene a su servicio a la mayoría de los periodistas —muchos inconscientemente

–15–
por su incultura— y medios de comunicación, impone el lenguaje del mismo modo
que la señora o señorita Salgado impone como «leyes» sus prejuicios y opiniones
particulares sobre las costumbres y los y las feministas reclaman a la Academia de
la Lengua que modifique el lenguaje natural que consideran «sexista»; a lo que es
pensable, dado el deterioro de las instituciones, que asienta la Academia tergiver-
sando melifluamente lo que haya que tergiversar. El concepto de neolengua de Or-
well es muy importante para entender la política y la realidad española regidas por
el consenso. La tiranía encubierta, más que despotismo, del consenso establecido
no tiene pudor, límites, ni rubor, pues la Nación, bien por sentirse inerme, bien por
estar muy debilitada moralmente, acepta todo y ya no cree en nada. Ni en sí misma
ni siquiera en el régimen establecido.

Se discutió mucho en el caso del Estatut, cuando los nacionalistas catalanes deci-
dieron pasar de ser «nacionalidad» a ser «nación» siguiendo la lógica implícita en
aquella palabra y haciéndola prevalecer sobre la mención inmediata en el texto
constitucional a la Nación española. Pero a continuación, ni siquiera el Partido Po-
pular, el más agreste en este asunto por consideración a sus votos, ha sentido es-
crúpulos porque se cite a Andalucía como realidad nacional en el preámbulo de su
Estatuto en tramitación. Resulta que ahí es inocua. Puede serlo de momento; el di-
luvio no importa si es a largo plazo, pues langfristig, todos estaremos muertos. Y lo
que vendrá después.

Por lo pronto, ese partido se ha adherido a la carrera de revisión de los estatutos de


autonomía propugnada por el consenso para profundizar la división de la Nación. Al
parecer, el extraño jefe de ese mismo partido en Galicia predica que esa región es
una «realidad genética». Todo ser viviente es una realidad genética; pero el ambi-
guo personaje, pensando tal vez en la cantidad de deficientes, perdón, discapacita-
dos mentales, alojados en el incipiente bloque nacionalista, apela al racismo para
rebasar a sus rivales por el lado derecho del consenso. Un «nazismo» gallego es
impensable, pero «París, bien vale una misa», dicha por supuesto con el misal de la
demagogia.
15. Los partidos se reparten la piel de toro echándola a suertes como los pedazos
de una túnica. El espectáculo de la lucha del consenso oligárquico contra la reali-
dad y el espíritu de la Nación Histórica, al que quisiera crucificar en nombre del
pueblo, se parece al de las corridas de toros (que a los más sensibles del consenso
les gustaría suprimir). El Partido Socialista y sus amigos en el consenso, pensando
que la sociedad está ya desintegrada y el ethos de la Nación Histórica suficiente-
mente debilitado, igual que el toro después de las banderillas y las puyas de los pi-
cadores, ha empezado la suerte de los capotazos que llevan al desenlace final: ma-
trimonio homosexual (que, con otras cosas como el aborto, el divorcio exprés, la
incitación a la promiscuidad sexual, los experimentos genéticos, la propaganda del
trabajo asalariado de la mujer, etc., apunta a la destrucción de la familia, la deposi-
taria y transmisora natural del ethos tradicional del consenso social), la carrera de
los estatutos nuevos, el reconocimiento del terrorismo —del crimen («Lo de Madrid
fue porque el gobierno no cumplió sus compromisos», afirma ETA, la más seria y

–16–
responsable en todo este asunto, en un comunicado sobre el atentado del 30 de
diciembre)— como interlocutor, etc. La puntilla sería la imposición del laicismo radi-
cal como la religión del consenso, cuyo contenido moral en el fondo se reduce por
lo visto a la obtención de dinero y poder; quizá más a la ambición de lucrarse, sien-
do el poder solamente el medio. Religión tan huera, que el consenso podrá hacer
con ella lo que quiera sin temor a que perciban contradicciones.

Y a la verdad, nadie se resiste y se opone con vigor. Impera la anomia. Como los
medios de comunicación parasitan el juego del consenso, las voces de los insumi-
sos al mismo, sin saberlo, sirven para dar la apariencia de que existen libertades,
entre ellas la libertad política. Casi todo está maleado o arruinado por la intensa po-
litización de la sociedad y de las conciencias que ha llevado a cabo el consenso. El
deterioro de las virtudes tradicionales y el auge de los vicios, la corrupción del et-
hos, se deja sentir por doquiera: la anarquía se extiende y la anomia alcanza a las
instituciones. A todas.

El consenso y la Iglesia

La función social de las instituciones consiste en acomodar las conductas a la cultu-


ra preservándolas de los avatares temporales. Mas, en su mayoría, o colaboran con
el consenso o se inhiben de su lucha contra la cultura nacional o están desorienta-
das. Así, cabría esperar independencia y fortaleza de la Iglesia, custodia de la Ver-
dad —«la verdad os hará libres»— y por su naturaleza un contramundo en el mun-
do, frente a la labor de zapa del consenso. Después de todo el ethos de la Nación
Histórica española es católico. Por lo que destruir la Nación española implica la ne-
cesidad de destruir a la Iglesia. Sin embargo, demasiado confusa y dividida, está a
la defensiva.

También lo estuvo la Iglesia universal tras la muerte de Pío XII en un momento en


que la intensa propaganda comunista y socialista estaban imponiendo casi como un
dogma la creencia en que, dada la solidez de la Unión Soviética, el socialismo, una
religión de la política, estaba destinado a predominar en el futuro. Pío XII, un estric-
to hombre de Iglesia, veía la política sub specie aetemitatis; tenía las ideas muy cla-
ras y percibía nítidamente las diferencias. Su muerte «hundió la Iglesia católica»
(Pierre Chaunu). Su sucesor, Juan XXIII, empezó a contemporizar con el comunis-
mo y el socialismo. Pablo VI, otro sacerdote intachable, sensible empero a la tem-
poralidad de la política, pensaba que Occidente sería cada vez más socialdemócra-
ta y buscó un modus vivendi, generalmente instrumentalizando ad hoc a la demo-
cracia cristiana. Y, además, como según la teoría de la convergencia, entonces en
boga, se acabaría por llegar a una especie de acomodo entre los dos sistemas, el
occidental y el soviético, bajo la fórmula común de la socialdemocracia, impulsó una
Ostpolitik papal y eclesiástica.

Al entrar así la Iglesia en el juego del milenarismo socialdemócrata, la política vati-


cana temporalista de salvar lo que se pudiese en vista de las circunstancias, dio el

–17–
espaldarazo a la gnosis socialdemócrata como signo de los tiempos y el consenso
dirigido por la socialdemocracia se afincó en toda Europa. La gnosis penetró en la
misma Iglesia, proliferaron las interpretaciones «políticas» o politizadas del Concilio
Vaticano II y comenzó la más o menos confusa defección del clero y la diáspora de
muchos cristianos ganados por el temporalismo.

Juan Pablo II enterró la Ostpolitik. Bajo su pontificado, los tiempos han cambiado y
la Iglesia no tiene por qué practicar ningún temporalismo plegándose desorbitada-
mente a las circunstancias. Karol Woyjtila se enfrentó a la interpretación ideológica
de la historia. En su primera visita papal a Polonia, recordó a los dirigentes comu-
nistas que «la razón de ser del Estado es la soberanía de la sociedad, de la nación
y la patria». Pero el clima milenarista subsiste en muchos lugares, intensamente en
España.

La Iglesia española, no sin muchas excepciones particulares amortiguadas por el


«colectivismo» en que puede convertirse la colegialidad de los obispos en una Con-
ferencia Episcopal, vio con simpatía, que algunos podrían juzgar acomodaticia, la
construcción del consenso político según la gnosis socialdemócrata. La política es
accidental, pero ha asistido bastante impasible a la destrucción sistemática del et-
hos nacional, que es mucho más grave. Prospera la gnosis —socialismo, progre-
sismo, cientificismo, laicismo, bioideologías, sincretismos pseudoecuménicos, New
Age, etc.— que confunde a los cristianos y, sobre todo, a las nuevas generaciones
maleducadas y deformadas por el consenso. La increencia, más grave que el
ateísmo, se expande alentada por los poderes públicos y culturales y las iglesias
están cada vez más vacías. ¿Es el signo de los tiempos o el resultado de que el
ateísmo y el modo de pensamiento ideológico, en definitiva la cultura de la gnosis,
no encuentran una clara y decidida oposición?

Es un hecho que la Iglesia española, temerosa de parecer un poder, o quizá más


de que la oposición cultural le acuse de serlo, ha perdido la auctoritas que le perte-
nece legítimamente, tanto por su naturaleza como por la tradición, la nacional y la
del ethos europeo, ininteligible sin el cristianismo y la Iglesia. En casos graves o ex-
tremos, invoca críticamente generalidades más o menos abstractas que, por otra
parte, apenas transcienden. Los mismos púlpitos están callados, y quizá sea mejor
dado el desconcierto, la confusión cultural y la indisciplina doctrinal.

La Iglesia no sólo albergó en su seno, y sigue albergándolos, a religiosos «progre-


sistas». Mas el nacionalismo es seguramente el mayor enemigo del cristianismo. Y
los clérigos y religiosos nacionalistas o que colaboran con las oligarquías separatis-
tas no sólo corroen el ethos de la Nación sino la religión. Pero campan en el seno
de la Iglesia visible como un tumor y la paralizan. ¿A pesar de ser «católica», tal
vez acepta por eso como «colectivo», es decir, nemine discrepante, que puede
asistirles alguna razón a los nacionalismos oligárquicos? ¿O es por prudencia, para
evitar un cisma? ¿Por qué no arriesgarse?

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Suponiendo que pasase algo, espiritualmente no se perdería nada, y lo poco que se
perdiese materialmente, lo compensaría de sobra la clarificación de muchas cosas,
empezando por la doctrina. Por ejemplo, se entendería mejor qué significa el lai-
cismo gnóstico como religión de la política convertida en religión civil del Estado:
instrumentum regni con el que el laicismo quiere apoderase de las conciencias. Las
consecuencias serían únicamente políticas, temporales, y no necesariamente nega-
tivas.

¿Qué podría hacer la Nación Histórica dejada a sí misma para recuperar la libertad
política frente al nudo gordiano del consenso con el que la sociedad política la ex-
plota? Parece que muy poco. No obstante, por una parte, hay indicios de que la úl-
tima singladura del consenso obedece a que la situación política, habiendo agotado
sus posibilidades, hace un último esfuerzo para controlar el timón y mantenerse a
flote y, por otra, de que, a pesar de todo, el ethos de la Nación, no está muerto sino
dormido. Empiezan a oírse despertadores y es posible que la realidad se imponga
sobre la mentira.

Cronos devora a sus hijos. Las construcciones políticas no son eternas. Están so-
metidas a la caducidad de los tiempos. La auténtica política es por eso la política
del escepticismo, como la llamó Michael Oakeshott. Por ende, también cabe con-
fiar, si no en la Providencia, en el azar. Leer a Maquiavelo es un buen consejo. El
problema es fundamentalmente político, y Maquiavelo dejó escrito que in politicis el
cincuenta por ciento depende de la diosa Fortuna.

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