Es la manifestación primaria de las funciones del poder que se ejerce en una sociedad política global, para establecer una organización jurídica y política fundamental y fundacional mediante una constitución, y para introducir en ella las reformas parciales o totales que se estimen necesarias con el objeto de cristalizar jurídicamente las modificaciones que se producen en la idea política dominante en la sociedad. La doctrina del poder constituyente, sistematizada por Emmanuel Sieyès, constituye la expresión de una de las técnicas fundamentales concebidas por el movimiento constitucionalista para evitar la concentración del poder y la restricción arbitraria de las libertades naturales del ser humano. Es una proyección de la doctrina de Montesquieu sobre la separación de las funciones ordinarias del gobierno. El mérito indiscutible de Sieyès residió en ofrecer una explicación racional de un fenómeno latente en el pensamiento político desde la antigüedad, y cuyo objetivo consistía en dotar de seguridad a la convivencia social. Entendía que era imposible crear una entidad y concretar los fines cuyos logros se pretendían con ella, sin una previa organización. La nación, como comunidad humana preexistente, decide formar una sociedad política, a la cual le asigna un objeto. Esa sociedad política será el Estado como una de las especies del género "organización política global". Pero, para poder crear el Estado, la voluntad de la nación debe concretar la organización de esa sociedad política. Mediante tal organización, la comunidad se incorpora a la sociedad política y establece una estructura que regule su funcionamiento a fin de dar cumplimiento a los objetivos determinantes de la decisión adoptada por la nación al insertarse en la sociedad. Esa estructura es impuesta por la constitución que, a su vez, es el fruto del ejercicio de un poder constituyente originario cuya titularidad reside en la nación. En cuanto a los contenidos de la constitución, ellos serán precisados en función de la idea política dominante en la nación, que se proyecta sobre los objetivos atribuidos a la sociedad política global. El ejercicio de la función constituyente, en su etapa originaria, es anterior a la formación de una sociedad global políticamente organizada y tiene por objeto dar nacimiento a esa sociedad y dotarla de su organización básica. En este aspecto resalta el carácter fundacional del acto constituyente originario, que es consecuencia de la decisión adoptada por los componentes de un grupo social políticamente inorgánico para gestar una nueva entidad política global perdurable, en cuyo marco se desarrollará la vida social conforme a las reglas jurídicas que se establecen a tal efecto. El ejercicio de la función constituyente, como manifestación del poder político, se traduce en la formulación de reglas jurídicas cuyo contenido, al establecer una relación de mando y obediencia, no difiere del asignado a las restantes reglas del derecho. Sin embargo, su carácter fundacional le asigna naturaleza supralegal a sus frutos normativos y condiciona la validez de todas las normas y comportamientos que se expresen dentro de la sociedad global. Se traduce en el principio de supremacía constitucional. Pero la función constituyente no se agota con su etapa fundacional. Ella se proyecta sobre los sucesivos actos constituyentes con los cuales, y a pesar de no tener carácter originario, se procura reformar, aclarar o sustituir el acto constituyente originario. En ambos casos, ya se trate del poder constituyente originario o del poder constituyente derivado, nos encontramos en presencia de la manifestación de una potestad extraordinaria y suprema. El poder constituyente es extraordinario porque, a diferencia de los poderes constituidos del gobierno, que son ordinarios y permanentes, la función constituyente solamente se ejerce, y con exclusividad, para dictar o reformar una constitución. Una vez cumplida su misión, la función constituyente entra en receso. El poder constituyente es supremo porque configura la máxima manifestación del poder político, a través de un acto de autoridad que crea y delimita los poderes constituidos del gobierno que están subordinados al acto constituyente. En su manifestación originaria, el poder constituyente es incondicionado, porque no está sujeto a regla jurídica alguna, ya sea de fondo o de forma. En cambio, en el poder constituyente derivado, esa característica no presenta igual intensidad, porque su ejercicio sólo es procedente previo cumplimiento de las reglas impuestas en la etapa originaria. La consecuencia práctica de la doctrina del poder constituyente y la manera efectiva de asegurar la supremacía y superlegalidad del acto constituyente es la distinción y separación entre el poder constituyente y los poderes constituidos. Se trata de otra de las tantas técnicas forjadas por el movimiento constitucionalista para preservar la libertad y dignidad del hombre como secuelas de la seguridad jurídica. La separación entre el poder constituyente y los poderes constituidos es una de las herramientas fundamentales del movimiento constitucionalista destinada a establecer una constitución y ubicarla fuera del alcance de los órganos gubernamentales ordinarios, al limitar sus atribuciones y determinar los ámbitos de la vida individual y social que no pueden ser afectados por su acción. Cuando nos referimos al poder constituyente o función constituyente del poder, tanto en su manifestación originaria como derivada, estamos describiendo el poder constituyente de una organización política global. Pero, en la estructura adoptada por algunas de ellas, advertimos una descentralización del poder que alcanza, parcialmente, al poder constituyente. Tal es el caso de las provincias en un Estado federal, donde se les reconoce a ellas el ejercicio del poder constituyente. Sin embargo, ese poder no es soberano como el de la organización política global, sino autónomo y subordinado, tanto al poder constituyente originario como al derivado que se expresa en el Estado federal. Es una especie de poder constituyente de segundo grado, desprovisto de soberanía y acotado, en el ámbito de su aplicación, a los límites establecidos por la voluntad originaria o derivada de la nación. 75. Poder constituyente originario y poder constituyente derivado El poder constituyente se puede manifestar en forma originaria o derivada. Es originario cuando importa la fundación de una sociedad política global y establece su organización política y jurídica fundamental, sin atenerse a reglas positivas preexistentes. Es derivado cuando con el acto constituyente se modifica, total o parcialmente, la organización política y jurídica resultante de una constitución preexistente y conforme a los procedimientos establecidos por ella. En su etapa derivada, el poder constituyente participa de la naturaleza que tiene en su etapa originaria. Se trata, en ambos casos, de un mismo poder constituyente cuyas diferencias no están dadas por su naturaleza sino por los alcances de su ejercicio. El poder constituyente originario es ilimitado, mientras que, el derivado sólo se puede ejercer dentro de los límites resultantes del anterior. 76. Poder constituyente y poderes constituidos La técnica de la separación de los poderes constituidos, o separación de las funciones ordinarias del poder o distribución de tales funciones ordinarias entre diversos e independientes órganos gubernamentales, fue esbozada por John Locke, formulada por Montesquieu y complementada, en el siglo XX, por Karl Loewenstein con su teoría de los controles horizontales —intraórgano e interórganos— y verticales del poder. Se trata de uno de los aportes fundamentales del secular movimiento constitucionalista para evitar la concentración del poder en su ejercicio y, por añadidura, su manifestación lesiva para la libertad y dignidad del ser humano. Los contenidos de esa división o separación de poderes se aplican también a la que media entre el poder constituyente y los poderes constituidos. El primero, sobre la base de la idea política dominante, forja la estructuración del Estado o la organización política global. Los segundos se limitan a reglamentar los contenidos emanados del primero sin alterarlos. La separación y clara distinción entre el poder constituyente y los poderes constituidos es una característica esencial y propia del Estado de Derecho. Trasladada a la convivencia política y social, es una técnica propia de los sistemas democráticos constitucionales producidos por el movimiento constitucionalista, y sujeta a los embates permanentes de quienes son partidarios de los sistemas absolutistas o autocráticos. Para Sieyès, autor de la doctrina del poder constituyente, toda constitución es fruto del poder constituyente ejercido por la nación y no de los poderes constituidos. Tal conclusión traía aparejada, necesariamente, la supremacía de la constitución —fruto del poder constituyente— sobre las normas ordinarias —productos de los poderes constituidos—. Sin embargo, y con anterioridad, los contenidos de esa doctrina fueron empíricamente expuestos en la Constitución de los Estados Unidos de América de 1787 sobre la base de las regulaciones contenidas en las constituciones de los estados locales. Fue una creación pragmática sobre la cual no cabe asignar gravitación alguna al pensamiento de Rousseau. En su Contrato social , la norma legislativa y la norma constitucional siempre emanaban de la voluntad general sin un orden jerárquico. En cambio, probablemente gravitó sobre los colonos del norte de América el Agreement of the People inglés de 1647, que establecía una norma superior a la cual quedaban subordinados los poderes del parlamento y de los futuros representantes de la nación. Otro tanto hacía el Instrument of Government de 1653. En las constituciones contemporáneas, y desde fines del siglo XVIII, la distinción entre el poder constituyente y los poderes constituidos es una fórmula inseparable del sistema político democrático constitucional. 77. Límites del poder constituyente La distinción entre el poder constituyente originario y el poder constituyente derivado tiene estrecha relación con los problemas que se plantean para determinar los límites del poder constituyente. Las soluciones varían según se adopte un enfoque jurídico positivista o un enfoque iusnaturalista para la determinación de los límites del poder constituyente, ya sea en su etapa originaria o derivada. El poder constituyente originario, en cuanto importa la fundación de una sociedad política global y el establecimiento de una organización jurídica y política primaria, no está condicionado ni limitado por un ordenamiento constitucional anterior que, en rigor, resulta inexistente. En su etapa fundacional, la potestad del poder constituyente es amplia y discrecional por cuanto no existe una norma positiva anterior que establezca límites para su ejercicio. Pero si bien a través de un enfoque jurídico positivista el poder constituyente originario no tiene límites, la solución varía si se aplica un enfoque iusnaturalista. Conforme a este último enfoque, el poder constituyente originario no tiene límites de derecho positivo, pero está sujeto a las restricciones emanadas del derecho natural. Ninguna ley positiva puede limitar el poder constituyente originario de modo de establecer la forma y alcances del acto fundacional de una sociedad política. Sin embargo, la libertad, la dignidad, la justicia y otros valores absolutos provenientes del derecho natural están por encima del poder constituyente originario y establecen un límite para su desenvolvimiento discrecional. En esta concepción iusnaturalista se enrola el movimiento constitucionalista, al proclamar como finalidad y justificación básica de toda constitución el resguardo para la libertad y dignidad del hombre. De modo que la legitimidad y la validez del ejercicio del poder constituyente originario están condicionadas al reconocimiento positivo de aquellos valores. Los eventuales límites para el poder constituyente originario también pueden provenir de un enfoque político o sociológico. En la medida que un Estado se incorpore a organizaciones internacionales que, paulatinamente, se desenvuelven hacia las conformaciones de entidades supraestatales, se entiende que su poder constituyente está sujeto a los compromisos políticos contraídos en los tratados internacionales y a las normas generales del derecho internacional. Semejante limitación sólo es verificable si, como consecuencia de la interrelación de las organizaciones políticas globales, se opera un desmembramiento del carácter soberano que presenta el poder de ellas. Sociológicamente, el poder constituyente originario estaría limitado por la idea política dominante en la sociedad. No sería viable la organización política de una sociedad conforme a normas jurídicas que distaran de reflejar sus sentimientos y objetivos. En tal caso, en función del resultado obtenido, el ejercicio del poder constituyente carecería de legitimidad y la constitución probablemente dejaría de tener vigencia en el curso de un proceso de desconstitucionalización gestado por gobernantes y gobernados. Difiere sustancialmente la situación en que se encuentra el ejercicio del poder constituyente derivado, cuyos límites también son jurídicos, de derecho positivo. Jurídicamente está limitado por la constitución vigente en cuanto al procedimiento y condiciones que ella establezca para tornar positivamente viable la reforma de la Ley Fundamental. Además, otra limitación puede resultar de las cláusulas pétreas, expresas o tácitas, establecidas por el acto constituyente originario. Por último, si aceptamos el enfoque iusnaturalista, a estas limitaciones se añadirán las establecidas por el derecho natural, con igual alcance al que tienen frente al ejercicio del poder constituyente fundacional, y otro tanto los de naturaleza política o sociológica. 78. Titularidad del poder constituyente La titularidad del poder constituyente está determinada por la idea política dominante en la sociedad. En los sistemas políticos teocráticos y absolutistas de la antigüedad, la titularidad del poder constituyente residía, en forma directa o indirecta, en la persona del gobernante, ya sea porque revestía carácter divino, o porque esa potestad le había sido conferida por la divinidad de la cual era el único y auténtico representante. Algo similar acontece en los sistemas políticos absolutistas, particularmente desde el siglo XVIII cuando se desarticula la doctrina del poder divino de los monarcas. En ellos, la total concentración del poder, incluido el poder constituyente, se materializa en un individuo o grupo de individuos que monopolizan su ejercicio con prescindencia de los restantes integrantes de la comunidad. Tal situación obedece a una idea política dominante que la avala y que resulta incuestionable. ¿Quién puede negar que Hitler o Stalin eran titulares del poder constituyente? No era necesario acudir al velo de la soberanía del pueblo o de la nación, como sí lo fue en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas con posterioridad a la muerte de Stalin. La titularidad del poder constituyente residía exclusivamente en el partido comunista, cuyos componentes integraban los diversos órganos gubernamentales en su representación y de una clase social excluyente —los trabajadores— e inorgánica. Como el debate sobre la titularidad del poder constituyente se relaciona con el debate sobre la titularidad del poder, la respuesta siempre estuvo determinada por la idea política dominante en la sociedad durante el curso secular de su historia. Si nos remontamos a fines del siglo XVIII, advertiremos que, para Rousseau la titularidad del poder residía en el pueblo, como sinónimo de la voluntad general. En cambio, Sieyès, la encontraba en la nación que era el conjunto de asociados, iguales en derechos y libres en sus comunicaciones y compromisos, cuya organización constitucional generaba el surgimiento del pueblo que, a igual que los gobernantes, quedaba sujeto a la ley. En un sistema democrático constitucional, la idea política dominante nos indica que la titularidad del poder en general, y del poder constituyente en particular, reside originariamente en una comunidad nacional, en el pueblo o en un conglomerado humano inorgánico que adopta la decisión política de organizarse por obra de sus representantes espontáneos o dirigentes. Una vez conformada la organización, la titularidad nominal del poder constituyente proseguirá residiendo en el conjunto que conforman las personas, pero la titularidad real la detentará un órgano del gobierno al cual, por obra de la constitución fundacional, se le asigna tal función con carácter representativo. En otras palabras, la titularidad residirá en la comunidad nacional, en el pueblo o en el elemento humano que conforma la organización política global, pero su ejercicio estará a cargo de un órgano de gobierno representativo. 79. Legitimidad y legalidad del poder constituyente La titularidad del poder constituyente se relaciona, asimismo, con los conceptos de legitimidad y validez de la constitución concebida como producto del acto constituyente. La legitimidad es un concepto esencialmente político que está determinado por la comunidad en función de la idea política dominante adoptada por ella. Tiene legitimidad todo aquello que es aceptado por estar de acuerdo con la idea política dominante. Así, la legitimidad de una constitución no dependerá solamente de la reproducción de los contenidos existentes en la idea política dominante, sino también de ser ella consecuencia de la acción desplegada por el sujeto al que esa idea política dominante le asigna la titularidad del poder constituyente. Una constitución, aunque su aprobación sea obra de un referéndum o plebiscito, carecerá de legitimidad si no refleja cabalmente las necesidades y aspiraciones permanentes de una sociedad, junto con las soluciones que deberán ser instrumentadas para satisfacerlas. Asimismo, una constitución sancionada con prescindencia de la intervención de los ciudadanos, aunque reproduzca la idea política dominante en la sociedad, no podrá tener legitimidad en un sistema democrático constitucional, porque la concepción que impera en él no admite la sustitución de la comunidad nacional pueblo en su condición de titular del poder. Una constitución carente de legitimidad es una construcción jurídica precaria destinada al fracaso por estar desprovista del consenso social indispensable. Mientras que la legitimidad de una constitución no puede ser analizada jurídicamente, su validez tampoco puede ser objeto de una consideración política. El concepto de validez es esencialmente jurídico y la validez de una constitución depende exclusivamente de su adecuación al orden jurídico preexistente y, en su caso, conforme al enfoque iusnaturalista, al derecho natural. La falta de validez jurídica de una constitución influye en su legitimidad en un Estado de Derecho, pero su calificación es determinada solamente por elementos jurídicos. 80. Reforma constitucional La eficacia de una constitución depende de su perdurable adecuación a la realidad social y política, de su capacidad para interpretar las necesidades y objetivos de una sociedad y de su aptitud para suministrar los instrumentos idóneos destinados a satisfacer las aspiraciones razonables de los integrantes de la comunidad política. Debe procurar ser la exacta manifestación de la idea política dominante en la sociedad y la herramienta apropiada para alcanzar las metas que motivaron la organización social. Sin embargo, por más perfecta que sea una constitución, el orden político solamente reproduce parcialmente el modelo escrito en el texto constitucional. Ante esa realidad, y para lograr una coincidencia absoluta entre los órdenes político y constitucional, se suele acudir a un enfoque sociológico, según el cual la sociedad tiene su propio ordenamiento normativo resultante del comportamiento que, con prescindencia de toda valoración, está por encima del texto de la ley. Ésta se tendría que limitar a reflejar tales conductas, al tiempo que sería necesaria su reforma cada vez que se advierta un cambio en el comportamiento social. Consideramos que este enfoque es erróneo y perjudicial para la seguridad jurídica. La obra del constituyente, como toda obra humana, es esencialmente imperfecta. Sólo la soberbia nos puede inducir a creer en la inmutabilidad del texto de una constitución. Pero también sólo esa soberbia nos puede conducir a la solución contraria, a creer, en abstracto, que a través de la reforma de la constitución se conseguirá remediar los males que padece una sociedad, sin indagar previamente en qué medida ello se opone al logro de los fines sociales y en qué medida la reforma perturbará el sistema político y la seguridad jurídica de los habitantes. Pero la rigidez constitucional no significa que se pretenda establecer una constitución pétrea, que permanezca inalterable frente a la evolución de la vida social y a las variaciones que se operen en la idea política dominante en la sociedad. Una constitución pétrea es una constitución destinada al fracaso, por cuanto no podrá satisfacer los requerimientos provenientes del dinamismo de la vida social. Esto significa que una constitución, sin caer en el extremo del enfoque sociológico o de su petrificación, debe prever los mecanismos que permitan su adecuación a la realidad, cuando mediante la interpretación resulte imposible alcanzar tal objetivo y siempre que esa realidad esté consustanciada con la idea política dominante. A este enfoque responde la Constitución Nacional. Es una Constitución escrita, codificada y rígida, cuya perdurabilidad se aspira a concretar mediante una adecuada interpretación de sus cláusulas. Pero cuando esta última resulta insuficiente para colmar las legítimas e intensas necesidades de la sociedad, la propia Constitución prevé su reforma mediante un procedimiento complejo cuyo cumplimiento permite verificar aquella necesidad y el consenso social que la motiva. El procedimiento para la reforma constitucional está regulado en su art. 30. Pero, con la reforma de 1994, se le asigna al Congreso (art. 75, inc. 22) la facultad de otorgar jerarquía constitucional a los tratados internacionales sobre derechos humanos aprobados por el voto de las dos terceras partes de la totalidad de los miembros de cada cámara. Esta disposición no significa que existan dos mecanismos para la reforma constitucional porque, conforme al art. 75, inc. 22, de la Constitución, los tratados internacionales sobre derechos humanos solamente pueden complementar los derechos y garantías que enuncia la Ley Fundamental, pero no derogan artículo alguno de su parte dogmática donde, precisamente, están enunciadas las libertades consagradas por la Constitución de 1853 y sus reformas ulteriores concretadas conforme a su art. 30. Tampoco derogan la parte orgánica porque, por su naturaleza, los tratados sobre derechos humanos no regulan la estructura gubernamental ni la estatal. En el sistema constitucional argentino, los tratados y convenciones internacionales están subordinados a la Constitución. Inclusive aquellos que tienen jerarquía constitucional, conforme al art. 75, inc. 22, de la Ley Fundamental. Si alguna de sus normas o si la interpretación de ellas por tribunales internacionales colisionan abiertamente con la Constitución Nacional, corresponde resguardar la supremacía de ésta y disponer la inaplicabilidad de aquéllas. Por otra parte, tengamos en cuenta que, cuando fue sancionada la ley 24.309, ella estableció que no podía la Convención reformadora modificar la primera parte de la Constitución y que cualquier disposición en contrario acarreaba su absoluta nulidad. Pues bien, en esa primera parte está incorporado el art. 30 que regula el procedimiento de reforma constitucional, así como también el art. 27 que insta al Congreso a celebrar tratados siempre que estén de acuerdo con los principios establecidos en la Constitución. 81. Procedimiento para la reforma de la Constitución Nacional Siguiendo los lineamientos correspondientes a una constitución rígida, la Constitución Nacional ha previsto el procedimiento para su reforma, asignando el ejercicio de la función constituyente a un órgano diferente al que tiene a su cargo la elaboración de la legislación ordinaria. El art. 30 de la Constitución dispone que "La Constitución puede reformarse en el todo o en cualquiera de sus partes. La necesidad de reforma debe ser declarada por el Congreso con el voto de dos terceras partes, al menos, de sus miembros; pero no se efectuará sino por una Convención convocada al efecto". En los arts. 30 y 51 del texto constitucional de 1853 se adoptó, con ligeras variantes, el modelo propuesto por Alberdi. Se establecía que: 1) La Constitución no podía ser reformada por el lapso de diez años; 2) la iniciativa para la reforma constitucional correspondía al Senado; 3) la necesidad de la reforma constitucional debía ser declarada por el Congreso con el voto de las dos terceras partes de los miembros de cada cámara; 4) la propuesta y aprobación de las reformas debían ser hechas por una convención convocada al efecto. En la Convención bonaerense de 1860, encargada de formular observaciones al texto constitucional de 1853 conforme a lo acordado en el Pacto de San José de Flores, fueron cuestionados dos requisitos impuestos por él. La prohibición de reformar la Constitución durante diez años respondió al propósito de consolidar su vigencia mediante el engranaje necesario de sus institutos. Buenos Aires no estaba dispuesta a aceptar esa cláusula pues sus representantes no integraron la Convención de 1853. Si bien la provincia aceptó que las reformas que propusiera quedaban sujetas a la eventual ratificación por una convención nacional, sus representantes entendieron que constituía una traba extraña al derecho constitucional comparado, tal como resultaba de las constituciones de los Estados Unidos de América, Chile y de la propia provincia de Buenos Aires. Su mantenimiento "podía ser un obstáculo al desarrollo de la libertad, por la prohibición de enmendar los defectos de la Constitución, que pueden escapar a nuestro examen". Por otra parte, si por el Pacto de San José de Flores se convino la incorporación de la provincia de Buenos Aires a la corporación para conformar una nueva organización política global, resultaba incuestionable que ella podía requerir la introducción de modificaciones en la Ley Fundamental que no había jurado, aunque sujetas, claro está, a la conformidad de quienes representaran a los pueblos de las provincias. Tampoco se estimó conveniente mantener el derecho de iniciativa asignado al Senado. Sarmiento expuso que "es una negación verdadera de la soberanía del pueblo, más directamente representada en la cámara de Diputados". En definitiva, se entendió que la iniciativa de la reforma podía tener origen en cualquiera de las cámaras, aunque la decisión final debía ser adoptada por ambas de manera separada. A raíz de las modificaciones introducidas en 1860 en el texto constitucional, el procedimiento para la reforma de la Constitución Nacional es el siguiente: 1) La necesidad de la reforma constitucional es declarada por el Congreso mediante el voto de las dos terceras partes de los miembros de cada cámara; 2) la propuesta y aprobación de las reformas son realizadas por una convención convocada al efecto. Si bien el texto del art. 30 de la Constitución es claro, se han planteado algunas dudas sobre sus alcances, que se disipan fácilmente mediante la aplicación razonable de las reglas de interpretación constitucional. 82. Manifestación de la necesidad de reforma. Función constituyente y función preconstituyente El art. 30 de la Constitución distingue la función constituyente de la preconstituyente y asigna su ejercicio a dos órganos diferentes. Corresponde al Congreso declarar la necesidad de la reforma constitucional a través de un acto político no susceptible de revisión judicial en cuanto a su contenido material. El Congreso aprecia y valora las circunstancias de hecho, tras lo cual formula un juicio acerca de la necesidad y conveniencia de la reforma constitucional que no es vinculante para la convención reformadora. Sin embargo, al disponer el funcionamiento del órgano constituyente, el Congreso no ejerce la potestad de reformar la Constitución, porque no está habilitado para introducir modificación alguna en la Ley Fundamental. Tampoco, a través de una interpretación literal del art. 30, podría atribuirse el rol de convención reformadora porque, en tal caso, estaría desnaturalizando la distinción entre los órganos que ejercen el poder constituido y los órganos que ejercen la función constituyente. El Congreso se limita a ejercer la función preconstituyente en virtud de la cual declara la necesidad de la reforma y convoca a un órgano extraordinario e independiente del Congreso —la convención— para que ejerza la función constituyente y decida si corresponde modificar la Constitución en los temas enunciados por el Congreso y, en caso afirmativo, para que determine cuál será el nuevo contenido constitucional. Claro está que la Convención puede no reformar la Constitución al desestimar la necesidad declarada por el Congreso. 83. Declaración o ley del Congreso La declaración de la necesidad de la reforma de la Constitución efectuada por el Congreso, ¿debe manifestarse por medio de una ley? El tema fue ampliamente debatido en el seno de la Convención Constituyente de 1949, así como también por la doctrina constitucional, que se inclina en negar carácter legislativo al acto que declara la necesidad de la reforma constitucional. Una interpretación literal del art. 30, que es la menos recomendable en materia constitucional, podría avalar el criterio de quienes niegan doctrinariamente naturaleza legal al acto del Congreso que declara la necesidad de la reforma. Esa norma hace referencia a una declaración del Congreso y no a una ley. Sin embargo, la aplicación de la interpretación sistemática resiente la solidez de aquella conclusión, por cuanto otras disposiciones constitucionales también hacen referencia a declaraciones que se manifiestan mediante actos legislativos. Así, el art. 23 de la Constitución alude a la declaración del estado de sitio que, en el caso previsto por el art. 75, inc. 29, se concreta a través de una ley del Congreso y no de otra especie de manifestación de voluntad. En una constitución rígida, la interpretación de las cláusulas referentes a la reforma constitucional debe ser restrictiva y propiciar aquellas soluciones que tornen más difícil la modificación de la Ley Fundamental. En tal sentido, parecería más razonable dar participación al Poder Ejecutivo, quien con su veto podría diferir o impedir la declaración de necesidad de la reforma. Se podrá alegar que, emitido el veto total o parcial, razonablemente las cámaras insistirán en sus posturas mediante el voto de los dos tercios de la totalidad de sus miembros. Sin embargo, se trata de una hipótesis que puede aparecer desvirtuada en los hechos, ya sea por la presión popular sobre la cual estaría basado el veto, o porque los legisladores sean convencidos por los argumentos expuestos por el órgano ejecutivo, o porque, en el ínterin, varíe la composición de alguna de las cámaras y no se pueda obtener la mayoría impuesta por el art. 30 de la Ley Fundamental. En estos casos, la falta de insistencia por el Congreso revelará que no existía una real necesidad o conveniencia de introducir reformas al texto constitucional. En la práctica constitucional, la necesidad de la reforma de la Ley Fundamental siempre fue declarada mediante la sanción de una ley. Aunque se aceptara que la declaración de necesidad de la reforma constitucional debe emanar de un acto del Congreso que no reviste naturaleza de ley, así como también la orden que se imparta al Poder Ejecutivo para que disponga la convocatoria de los ciudadanos para elegir a los convencionales, ello no significa desconocer toda actuación del presidente de la República en el proceso de reforma. En el mismo acto declarativo de la necesidad de la reforma, o uno posterior, el Congreso debe establecer el sistema electoral aplicable para la designación de los convencionales constituyentes. Se trata de una función propiamente legislativa cuyo ejercicio incumbe al Congreso mediante una ley que, como tal, está sujeta al control que ejerce el Poder Ejecutivo a través del veto. De modo que, por vía del veto de esa ley, el Poder Ejecutivo podría interferir el proceso de reforma constitucional. Sin embargo, es posible que el sistema electoral esté contemplado en una ley general anterior que prevea su aplicación inmediata cada vez que se declare la necesidad de la reforma. En este caso, la sanción de la ley electoral no será necesaria y, por ende, será inviable la intromisión del Poder Ejecutivo. Pero, de todas maneras se impone la intervención del Poder Ejecutivo para emitir el decreto de convocatoria a elecciones de convencionales y, sin ese acto, resulta imposible que prosiga el proceso de reforma. De modo que, en la realidad política, la distinción doctrinaria entre la ley y el acto declarativo pierde consistencia y practicidad, como se evidencia en el carácter legislativo que fue otorgado a todos los actos declarativos de la necesidad de la reforma constitucional. En razón de advertir los riesgos que trae aparejados una reforma constitucional cuando es impulsada por la irracionalidad de las pasiones políticas o por intereses sectoriales extraños al bien común de la sociedad, nos inclinamos por la hipótesis que requiere la sanción de una ley propiamente dicha y la viabilidad de su veto por el Poder Ejecutivo. Creemos que esta solución, aunque en un grado relativo, contribuye a fortalecer la perdurabilidad constitucional. 84. Actuación separada de las cámaras del Congreso Al considerar la redacción del art. 30 de la Ley Fundamental, se plantea la cuestión sobre si las cámaras del Congreso deben actuar separadamente o reunidas en asamblea cuando declaran la necesidad de la reforma constitucional. Para algunos autores, las cámaras del Congreso deben reunirse para formar una asamblea legislativa en la cual cada uno de los integrantes, ya sea senador o diputado, tiene un voto. De modo que los dos tercios se determinan sobre la totalidad de diputados y senadores reunidos en asamblea. El fundamento de esta posición reside en una interpretación semántica resultante de la referencia genérica al Congreso que tiene el art. 30, y no a las cámaras que la integran, como está expresado en otras partes de la Constitución. Otros autores sostienen que el silencio que guarda sobre el tema el art. 30 de la Constitución faculta al Congreso para resolver si la declaración de necesidad de la reforma será efectuada por sus cámaras actuando en forma separada o reunidas en pleno en una asamblea legislativa. Inclusive, y a través de una interpretación literal que no compartimos, se llega al extremo de sostener que el propio Congreso se podría autoconvocar como convención reformadora, y absorber tanto la función preconstituyente como la constituyente. Con esta hipótesis se diluye completamente la rigidez de la Constitución, que pasaría a integrar el grupo de las constituciones flexibles. Por nuestra parte, consideramos que ambas cámaras deben actuar por separado, no solamente porque ello torna más difícil la reforma constitucional, conforme a la tipificación de una constitución rígida, sino también porque en varios artículos de la Constitución se menciona genéricamente al Congreso y a través de una interpretación sistemática se arriba a la antedicha conclusión de que sus cámaras deben actuar separadamente. Una interpretación sistemática del texto constitucional permite concluir que el principio general en esta materia es la vigencia del bicameralismo, traducido en el funcionamiento separado de ambas cámaras. Las excepciones a ese principio, que se reflejan en el funcionamiento conjunto de las cámaras en asamblea, solamente se concretan cuando están expresamente previstas en la Constitución. Pero entre esas excepciones no está contemplada la situación del art. 30, de modo que la declaración de necesidad de la reforma constitucional debe ser efectuada por los dos tercios de cada cámara actuando en forma separada. A estos argumentos se añade el resultante de la reforma constitucional de 1860. El texto de 1853 establecía que la iniciativa para la reforma correspondía al Senado, aunque la declaración sobre su necesidad debía emanar del Congreso por el voto de las dos terceras partes de los miembros de cada cámara. En este esquema, resultaba claramente impuesta la actuación separada de las cámaras del Congreso, por cuanto la iniciativa en materia de reforma constitucional correspondía exclusivamente al Senado. La modificación introducida en 1860 se limitó a suprimir la iniciativa del Senado, aunque mantuvo la esencia de la cláusula constitucional en su redacción anterior que, como lo hemos señalado, establecía implícitamente la actuación por separado de las cámaras del Congreso. En nuestra práctica constitucional, las cámaras del Congreso siempre actuaron en forma separada cuando se expidieron sobre la necesidad de la reforma. 85. Quórum y mayoría para declarar la necesidad de la reforma constitucional El art. 30 de la Constitución establece que la necesidad de reforma debe ser declarada por el Congreso con el voto de al menos dos terceras partes de sus miembros. Pero la determinación de las dos terceras partes, ¿debe ser efectuada sobre la totalidad de las bancas, sobre la totalidad de las bancas cubiertas, o sobre la totalidad de los miembros presentes? Como regla general, el quórum necesario para el funcionamiento de cada cámara del Congreso está previsto en el art. 64 de la Constitución, al disponer que ninguna de ellas entrará en sesión sin la mayoría absoluta de sus miembros. En tal caso, y también como regla general, la validez de las decisiones de cada cámara requiere la aceptación de la mayoría de los legisladores presentes, siempre que exista quórum, es decir, la mayoría absoluta de sus miembros, que es una fórmula idéntica a la expresada por el art. 30 para el cómputo de los dos tercios. En ciertos casos, con respeto del quórum del art. 64, la Constitución exige la mayoría especial de los dos tercios, aunque con referencia expresa a los miembros presentes. Así, el art. 53 establece que para la formación de causa para el juicio político se requiere el voto de las dos terceras partes de los miembros presentes, y el art. 59 exige una mayoría de los dos tercios de los senadores presentes para dictar el fallo condenatorio en el juicio político. Otro tanto acontece con las situaciones previstas en los arts. 66, 70 y 81, donde también se hace referencia a las dos terceras partes de los miembros presentes. Estas disposiciones permiten concluir que, en aquellos casos en que la Constitución no alude a los miembros presentes y establece mayorías especiales para la validez de las decisiones de las cámaras del Congreso, tanto el quórum como esas mayorías deberán ser determinadas sobre la totalidad de las bancas o miembros de la cámara. Esta solución es la que mejor se adecua al carácter restrictivo que tiene la interpretación de las normas referentes a la reforma constitucional en el marco de una constitución rígida. Además, considerando la relevancia que presenta el acto preconstituyente que declara la necesidad de la reforma constitucional, no es razonable que la mayoría se establezca sobre la totalidad de los miembros presentes, porque en una cámara integrada por 100 miembros y con un quórum de 51 legisladores presentes, sería suficiente el voto afirmativo de 34 de ellos, lo que desnaturalizaría la esencia de las mayorías extraordinarias previstas en la Constitución. Así como la mayoría absoluta para entrar en sesión del art. 64 ha sido integrada por la mitad más uno de la totalidad de miembros, igual criterio se debe aplicar frente a las mayorías extraordinarias que prevé la Constitución, salvo que ella expresamente establezca lo contrario al hacer referencia a los miembros presentes. La interpretación que propiciamos aparece plenamente convalidada después de la reforma constitucional de 1994. En efecto, si la Constitución exige el voto de la mayoría absoluta del total de los miembros de cada cámara del Congreso en las hipótesis previstas por los arts. 39, 40, 64, 75, incs. 2, 3 y 24, 79, 85, 99, inc. 3, 101 y 114, que versan sobre aspectos de menor relevancia institucional que una reforma de la Constitución, con mayor razón se impone la exigencia de los dos tercios sobre la totalidad de las bancas en el caso contemplado por el art. 30. De igual manera, si el art. 75, inc. 22, exige que los tratados y convenciones internacionales sobre derechos humanos sean aprobados por el voto de las dos terceras partes de la totalidad de los miembros de cada cámara para tener jerarquía constitucional, igual solución debe ser aceptada para que sea viable la declaración de necesidad de reforma constitucional que impone el art. 30 de la Ley Fundamental. Una interpretación sistemática, con la guía del principio de la razonabilidad, conduce a esta conclusión. Descartada la hipótesis de que el art. 30 de la Constitución se refiere a los dos tercios de los miembros presentes de cada cámara, queda por determinar si esa mayoría alude a la totalidad de bancas o a la totalidad de miembros existentes y efectivamente incorporados a las cámaras. En 1860, 1898 y 1994, los dos tercios de legisladores que se pronunciaron por la necesidad de la reforma constitucional superaban o equivalían a los dos tercios de las bancas de la cámara que integraban. En cambio, en 1866, esas mayorías se registraron sobre la totalidad de los miembros existentes o incorporados a las cámaras. Solamente son miembros de un organismo aquellas personas que fueron incorporadas a él. De manera que, cuando el art. 30 menciona a los miembros de las cámaras, solamente se está refiriendo a quienes fueron incorporados a ellas y no a las bancas vacantes. El cómputo de los dos tercios se debe efectuar sobre los legisladores existentes, aunque no asistan a la sesión de la cámara, y no sobre la totalidad de bancas. Sin embargo, la rigurosa aplicación de este criterio puede desembocar en situaciones complejas, aunque muy poco probables. Tal sería el caso si, de las 100 bancas de una cámara, solamente están cubiertas 67. Para la declaración de la necesidad de la reforma serían suficientes 45 votos. Una minoría equivalente al 45% de las bancas podría ejercer la función preconstituyente. Consideramos que semejante hipótesis sería inaceptable porque, al margen de las razones políticas que puedan determinar una composición tan precaria de las cámaras, el órgano carecería de la representatividad razonablemente necesaria para dotar de legitimidad a sus actos. Pero esta conclusión varía si llegáramos a aceptar que, cuando la Constitución impone mayorías especiales sobre la totalidad de los miembros de las cámaras, éstos no podrán representar una cantidad inferior a la mayoría requerida para conformar el quórum, que se determina sobre la totalidad de bancas. De todos modos, se trata de una hipótesis improbable al considerar que la legislación electoral permite la designación de legisladores suplentes. Y, aunque así no fuera, una vacancia significativa de las bancas estaría revelando una situación patológica propia de un proceso de desconstitucionalización o el germen de un proceso autocrático. 86. Alcances de la declaración de necesidad de la reforma constitucional El art. 30 de la Ley Fundamental establece que la Constitución puede reformarse en el todo o en cualquiera de sus partes y que la declaración de necesidad de la reforma debe ser efectuada por el Congreso. Al ejercer la función preconstituyente, el Congreso se limita a declarar la necesidad de la reforma, con indicación de las partes o artículos de la Constitución que, a su criterio, tendrían que ser modificados para satisfacer las necesidades que motivan su actitud. Toda valoración sobre la necesidad, oportunidad y conveniencia de la reforma es efectuada por el Congreso al ejercer la función preconstituyente, sin perjuicio del examen que sobre el particular realice la Convención Reformadora. La declaración del Congreso debe ser fundada y precisarse las razones que lo impulsan a sugerir la reforma constitucional y los obstáculos que representan las normas constitucionales vigentes para satisfacer los requerimientos de la sociedad. Se trata de un requisito de índole política republicana cuyo incumplimiento no acarrea la invalidez jurídica de la declaración. En cambio, y bajo pena de invalidez, ya sea en forma puntual o indirecta, la declaración que emita el Congreso debe precisar los puntos de la Constitución que deberían ser modificados por la Convención Constituyente. Esta última puede aceptarlos o rechazarlos, pero no puede apartarse del temario establecido por el Congreso. Incluso, aunque se declare la necesidad de una reforma total de la Constitución, el Congreso tendría que detallar cuáles son las materias sobre las cuales deberá recaer el ejercicio del poder constituyente derivado porque, caso contrario, estaría delegando el ejercicio de la función preconstituyente en la Convención que sólo puede ejercer la función constituyente. De no ser así, la convención quedaría implícitamente habilitada para el ejercicio del poder constituyente originario y para forjar una nueva organización política global. Al declarar la necesidad de la reforma, el Congreso puede indicar cuál tendría que ser el contenido de los artículos a modificar, pero esa sugerencia no es obligatoria para la convención reformadora. La declaración de necesidad de la reforma es una potestad exclusiva del Congreso que, en principio, no puede ser alterada por el Poder Ejecutivo. Decimos "en principio", porque el Poder Ejecutivo puede vetar, total o parcialmente, la ley dictada por el Congreso. En tal caso, es de aplicación el art. 83 de la Constitución, aunque con la particularidad de que la insistencia del Congreso deberá concretarse mediante el voto de las dos terceras partes de la totalidad de miembros en ejercicio de cada una de sus cámaras. ¿Puede el Poder Ejecutivo vetar parcialmente la ley que declara la necesidad de la reforma y promulgar el resto de su articulado? Si bien, y bajo determinadas circunstancias, el art. 80 de la Ley Fundamental autoriza este procedimiento, lo consideramos cuestionable en materia de reforma constitucional. Es que, en principio, cabe considerar inescindible el articulado de la Ley Fundamental cuya reforma se propicia, y el único órgano competente para apartarse de ese criterio es la convención, mediante la modificación de algunas de las normas enunciadas y el rechazo de la reforma propuesta de otras. Sin embargo, la posibilidad de veto sería aceptable si entendemos que la interpretación de las normas debe propender a trabar y no facilitar la reforma constitucional. A falta de una ley general, cuando el Congreso declara la necesidad de la reforma deberá determinar el número de los convencionales, su forma de elección y los requisitos que deben cumplir los convencionales electos. Son cuestiones que no tienen una previsión explícita en la Ley Fundamental y que tendrán que ser reguladas por el Congreso conforme a una interpretación sistemática de la Constitución. Pero, reiteramos que no existen reparos para que esos aspectos sean regulados por una ley general, independiente de la que declare la necesidad de la reforma y aplicable en lo sucesivo. Una vez declarada la necesidad de la reforma y tras haber entrado en vigencia el acto que convoca a la Convención Constituyente, concluye el ejercicio de la función preconstituyente, sin que el Congreso pueda derogar su declaración. Sin embargo, y hasta tanto se convoque a la elección de los integrantes de la Convención Constituyente, entendemos que el Congreso puede ampliar el contenido de la declaración de necesidad de reforma constitucional mediante una ley complementaria. La declaración de necesidad y consecuente reforma de la Constitución puede abarcar todo su texto o alguna de sus partes. Sin embargo, para los autores que participan del enfoque iusnaturalista, la reforma no puede alterar los contenidos pétreos de la Constitución, porque en tal supuesto no se estaría en presencia de una reforma sino de la sustitución del sistema político constitucional que presupone el ejercicio del poder constituyente originario. En cambio, la hipótesis que prevé el art. 30 de la Ley Fundamental se refiere al ejercicio del poder constituyente derivado con todas las limitaciones que él presenta. 87. El Congreso no puede imponer el texto de la reforma En el ejercicio de la función preconstituyente, el Congreso debe determinar cuáles son los artículos de la Constitución cuya reforma estima necesaria. Asimismo, puede eventualmente disponer la necesidad de introducir ciertas instituciones no previstas en la Constitución o cláusulas nuevas en el texto constitucional. En este caso, la Convención, para el supuesto de aceptar la declaración del Congreso, puede modificar el orden del articulado de la Ley Fundamental pero sin introducir modificación alguna —directa o implícita— en las materias contenidas en los artículos cuya reforma no fue declarada necesaria. En otras palabras, el Congreso no puede imponer a la Convención cómo deben ser reguladas esas nuevas instituciones o cláusulas, y las sugerencias que formule en tal sentido no son vinculantes para el órgano reformador, que puede rechazarlas en pleno o aceptarlas con el contenido y la redacción que estime más convenientes. Esta cuestión se planteó con motivo de la reforma constitucional de 1994. El art. 5º de la ley 24.309, que declaró la necesidad de la reforma constitucional concretada en 1994, establecía que los temas incluidos en su art. 2º, que comprendía un título de "Núcleo de coincidencias básicas", debían ser votados por la Convención Reformadora en forma conjunta. Agregaba que la votación afirmativa importaba la incorporación de todas las reformas propuestas y que la votación negativa conducía al rechazo en su conjunto de las propuestas con la consecuente subsistencia de los textos constitucionales vigentes. Conforme al art. 30 de la Constitución Nacional, el Congreso ejerce la función preconstituyente al declarar la necesidad de la reforma de la Ley Fundamental y, consecuentemente, detalla las cláusulas integrantes que, a su criterio, es necesario modificar. Asimismo, la declaración de necesidad expresada por el Congreso es vinculante para la Convención Reformadora, pero solamente en el sentido de que no puede apartarse de ella para considerar la reforma de partes de la Constitución sobre las cuales no se pronunció el Congreso. En síntesis, la Convención Reformadora si bien no es "soberana" porque no puede apartarse del temario establecido por el Congreso, es totalmente libre para: 1) Aceptar o rechazar, todos o cada uno de los temas incluidos en la declaración de necesidad de la reforma del Congreso. 2) En caso de aceptación, determinar los contenidos de las nuevas cláusulas constitucionales siempre que, en forma directa o indirecta, ello no importe introducir modificaciones en las cláusulas de la Constitución sobre cuya reforma no se pronunció el Congreso. La cláusula del art. 5º de la Ley 24.309, que imponía a la Convención Reformadora el deber de votar en forma conjunta la reforma del articulado incluido en el "Núcleo de coincidencias básicas", con la finalidad, el sentido y el alcance que preveía su art. 2°, carecía de validez constitucional ya que importaba establecer una limitación al ejercicio del poder constituyente derivado de la Convención Reformadora. Ello no invalidaba a la ley porque, en materia constitucional, la interpretación de las normas de jerarquía inferior debe ser efectuada de manera tal que permita su vigencia mediante la adecuación a la Ley Fundamental. Todos los actos emanados de los órganos gubernamentales se presumen constitucionales y, si se prueba fehacientemente lo contrario, sólo cabe descalificar las cláusulas legales que se oponen a la Constitución, pero no a las restantes. Si bien la "cláusula cerrojo" del art. 5º de la ley 24.309 era inconstitucional, en la medida que el Congreso cercenaba atribuciones que eran propias de la Convención Reformadora, tal situación se revertía si, una vez constituida la Convención, ella resolvía convalidar la norma legal mediante su incorporación al Reglamento interno de la Convención, tal como aconteció en 1994. Ese fue el criterio seguido por la Corte Suprema de Justicia de la Nación al resolver, el 1º de julio de 1994, el caso "Romero Feris"(1) . Otra cuestión vinculada con el procedimiento de sanción de la ley 24.309, y que también fue objeto de debate judicial, residió en el contenido diferente que tuvo en las cámaras del Congreso. Mientras que la Cámara de Diputados sostuvo que había que reducir el mandato de nueve años de los senadores y establecerlo en cuatro años, la Cámara de Senadores se pronunció también por esa reducción aunque sin precisar el lapso del mandato. Precisamente, las discrepancias que se produjeron entre las Cámaras de Senadores y Diputados versaron sobre el contenido que correspondía asignarle al entonces art. 48 y, actualmente, art. 56 de la Constitución. Pero no hubo discrepancias sobre la necesidad de reformar esa norma. De modo que, al haber coincidido ambas cámaras sobre la necesidad de reformar ese artículo, por el voto de los dos tercios de la totalidad de sus miembros, la "ley" o "declaración" quedaba concluida porque las discrepancias sobre el contenido que había que asignar a la cláusula constitucional carecían de toda relevancia jurídica, ya que la decisión final incumbía exclusivamente a la Convención. En modo alguno correspondía acudir al procedimiento fijado por el art. 81 y devolver el proyecto a la cámara de origen. La cuestión que describimos se planteó en el caso "Polino, Héctor y otro c. Poder Ejecutivo"(2) que fue resuelto por la Corte Suprema de Justicia el 7/4/1994. Sin embargo, la fundamentación acordada en el voto de la mayoría se limitó a destacar la falta de legitimación procesal activa de los litigantes, quienes habían invocado sus condiciones de ciudadanos y diputados de la Nación. Aunque se admitiera la personería de los demandantes, el hecho de que ambas cámaras coincidieran en la necesidad de reformar el entonces art. 48 de la Constitución era más que suficiente para el rechazo de la acción. En efecto, la Convención no podía ser obligada a fijar el mandato de los miembros de la cámara alta en cuatro años, y ni siquiera debían reducir ese mandato. Incluso estaban habilitados para ampliarlo, porque el Congreso no tiene poder vinculante sobre la Convención para imponerle un contenido a la reforma. Como se dijo, quien declara la necesidad de la reforma, agota su competencia con esa declaración. No puede imponer cómo se debe concretar la reforma. Esa es función propia del órgano constituyente. Éste puede rechazar la reforma por entender que es innecesaria o inconveniente. Pero si decide aceptar la declaración de necesidad, la forma de satisfacer esa necesidad con la reforma le compete exclusivamente. No cabe, pues, imponer límites extraconstitucionales a la Convención. Ella no es "soberana" para reformar lo que le plazca del texto constitucional. Pero sí lo es para decidir cuál es el contenido que corresponde asignar a la cláusula reformada con el fin de satisfacer la necesidad que motivó su convocatoria. 88. Convención Constituyente El art. 30 de la Constitución Nacional distingue la función preconstituyente de la función constituyente, al establecer que la reforma de la Ley Fundamental solamente será efectuada por una Convención convocada al efecto por el Congreso. Conforme a los lineamientos de una Constitución rígida, se le asigna a un organismo especial, diferente de aquellos que tienen a su cargo el ejercicio de los poderes constituidos, la función constituyente. Pero la Convención Constituyente, al ejercer el poder constituyente derivado, no es "soberana" ni ilimitada. Su funcionamiento está sujeto a las disposiciones de la Constitución y a los contenidos del acto declarativo de la necesidad de la reforma. Al ejercer el poder constituyente derivado, su actuación debe ajustarse a las normas establecidas en la Constitución. En tal sentido, la Convención sólo puede analizar los puntos de la Ley Fundamental cuya reforma fue declarada necesaria por el Congreso, porque caso contrario se estaría arrogando el ejercicio de la función preconstituyente conferida al Congreso, o la potestad propia del poder constituyente originario que importaría la abrogación del sistema constitucional sobre cuya base fue dispuesta la convocatoria. El acto declarativo de la reforma debe precisar el lapso durante el cual funcionará la Convención Constituyente. Vencido el plazo, se opera la disolución de la Convención, sin que ella ni el Congreso puedan disponer su prórroga. Así como el Congreso no puede dejar sin efecto el acto declarativo de la necesidad de la reforma una vez elegidos los miembros de la Convención, tampoco podría alterar su contenido meidante la modificación del plazo previsto originariamente para el funcionamiento de la Convención, porque el acto declarativo de la reforma es único y no puede ser desdoblado en sus contenidos. La Constitución no ha previsto en forma expresa cómo estará integrada la Convención Constituyente. Se limita a indicar que ella será convocada por el Congreso, lo cual significa que se trata de un órgano diferente del que tiene a su cargo la función legislativa. Tal redacción conduce a algunos autores a sostener que el Congreso puede convocar al cuerpo electoral para que designe a los convencionales, o establecer directamente quiénes serán los integrantes de la Convención, o autoconvocarse como Convención Reformadora. No compartimos esta última interpretación porque permitiría, en la práctica, desnaturalizar la separación entre el órgano legislativo y el órgano constituyente. Además, no sería razonable ni democrático privar al pueblo de su potestad electoral en una materia de tan relevante importancia, ni atribuir al Congreso una función electiva que no le ha sido conferida por la Constitución. Tampoco es posible apartarse del art. 30 de la Constitución y otorgar la función constituyente o preconstituyente al cuerpo electoral, mediante la aplicación del derecho de iniciativa (art. 39 CN) o la consulta popular (art. 40). El art. 39 de la Ley Fundamental dispone expresamente que no puede ser objeto de la iniciativa un proyecto de ley sobre reforma constitucional. Tal solución es extensible, tanto a la consulta popular obligatoria como a la voluntaria, porque ella es la contrapartida de la iniciativa popular. En ésta, el oferente es el pueblo y el destinatario el gobierno. En la consulta popular, la oferta nace del gobierno y su destinatario es el pueblo. La ley 25.432, que reglamenta la consulta popular, establece que ella es inviable, entre otros supuestos, cuando se refiera a normas cuya sanción requiera de mayorías calificadas (art. 1º) conforme a la Ley Fundamental. Precisamente, el art. 30, para la declaración referente a la necesidad de la reforma constitucional, impone una mayoría calificada. Como argumento adicional, cabe recordar que la ley 24.309, que declaró la necesidad de la reforma constitucional concretada en 1994, excluyó de ella al art. 30. El procedimiento electoral, que prevé la participación directa de los ciudadanos para la elección de los convencionales constituyentes, es el que mejor se adecua a una interpretación sistemática de la Constitución. En efecto, en el Preámbulo de la Ley Fundamental los constituyentes invocaron su condición de representantes del pueblo de la Nación Argentina para dictar la Constitución. Asimismo, la Constitución establece que los diputados son elegidos en forma directa y que representan al pueblo de las provincias, de la ciudad de Buenos Aires y de la Capital, que a tal fin son considerados como distritos electorales de un solo Estado (art. 45). Mediante la interpretación sistemática, y a fin de asegurar la eficacia y la independencia de la Convención Constituyente, también arribamos a la conclusión de que les son aplicables a los convencionales las disposiciones constitucionales que en la materia rigen para los diputados nacionales. Así, los requisitos para la elegibilidad (art. 48), el hecho de que la Convención es juez de las elecciones, derechos y títulos de sus miembros en cuanto a su validez (art. 64), las facultades disciplinarias (art. 66), el requisito del juramento (art. 67), las prerrogativas referentes a la inviolabilidad e inmunidad de los convencionales (arts. 68 y 69), el desafuero (art. 70) y el derecho a recibir explicaciones e informes de los ministros del Poder Ejecutivo (art. 71). Una vez agotado el temario de la Convención o vencido el plazo para su funcionamiento, ella se disuelve automáticamente. 89. Requisitos para ser convencional Consideramos aplicables a los convencionales constituyentes las incompatibilidades funcionales previstas en la Constitución. La independencia que deben tener los convencionales frente a los órganos ordinarios del gobierno no permite la incorporación a la Convención de aquellas personas que en ese momento integran los órganos legislativo, ejecutivo y judicial de la Nación, salvo que renuncien a estos cargos. La incompatibilidad es extensible a quienes ejercen similares cargos en las provincias y a quienes, como legisladores, participaron en la votación que dispuso la necesidad de la reforma. Sin embargo, hemos presenciado que en la Convención Reformadora de 1994 no se dio cumplimiento a tan elemental principio republicano. Muchos convencionales ejercieron, simultáneamente, cargos de legisladores nacionales y provinciales, de gobernadores y de ministros tanto en el orden nacional como en el provincial. Se desconoció, de tal manera, una de las herramientas esenciales de la democracia constitucional que es la doctrina de la división de los poderes. Semejante independencia funcional no se limita a los órganos ordinarios del poder — legislativo, ejecutivo y judicial— sino también a los extraordinarios como la Convención Reformadora que ejerce el poder constituyente derivado para decidir si corresponde modificar la Constitución. El art. 30 de la Ley Fundamental indica que el único órgano competente para decidir sobre la reforma de su texto es una convención que debe ser convocada por el Congreso. Nada dice explícitamente sobre quiénes serán sus integrantes y las condiciones que deben reunir. Sin embargo, a poco que se profundice una lectura superficial mediante la interpretación se advertirá que la respuesta fluye claramente. Los convencionales son representantes extraordinarios elegidos por el pueblo, porque así lo prescribe el Preámbulo de la Constitución, y porque ese pueblo es el titular último del poder estatal que sólo ejerce a través de los representantes por él elegidos (arts. 1° y 22 de la CN). Si los convencionales representan al pueblo en el ejercicio de una función extraordinaria, sus cualidades deben ser iguales a las que prevé el art. 45 de la Constitución para los diputados nacionales que también, aunque para el ejercicio de otra función, son representantes del pueblo, a diferencia de los senadores que representan a las provincias (art. 54 CN). La Convención es un órgano de poder independiente de los órganos ordinarios, de modo que una persona no puede ocupar simultáneamente cargos en dos órganos diferentes sin renunciar a uno de ellos. Tal es la doctrina que ya en 1887 expuso John Alexander Jameson en una obra clásica sobre las convenciones constitucionales en los Estados Unidos. La vigencia de la doctrina de la división de los poderes, hasta que no sea alterada por una eventual reforma, conduce a sostener, por aplicación armónica de los arts. 29, 34, 66, 72, 73, 105, 109 y 128, que el cargo de convencional es incompatible para quienes: 1) Ejercen funciones judiciales de la Nación o las provincias. 2) Ejercen la presidencia, vicepresidencia, funciones de ministros o integran el Poder Ejecutivo nacional. 3) Ejercen el cargo de gobernador o legislador provincial. 4) Ejercen el cargo de legislador nacional. 5) Revisten la condición de eclesiásticos regulares o, a criterio de la Convención, están alcanzados por alguna inhabilidad legal, física o ética. 6) Ejercen la Auditoría General de la Nación, la función del Defensor del Pueblo o son miembros del Consejo de la Magistratura. No se trata de incompatibilidades absolutas porque las personas alcanzadas por ellas pueden renunciar a los cargos que ejercen en los órganos ordinarios o superar la incompatibilidad antes de ser incorporadas a la Convención. Sin embargo, entendemos que se añade a ellas, y de manera absoluta, la incompatibilidad para todos aquellos que fueron legisladores al tiempo de ser declarada por el Congreso la necesidad de la reforma. Caso contrario, las mismas personas que se expidieron sobre esa necesidad quedarían habilitadas para pronunciarse sobre el contenido de la reforma, lo que desvirtuaría la razón constitucional que impone la convocatoria de un órgano extraordinario y diferente para resolver esta última cuestión. 90. Constitucionalidad de la reforma constitucional En el sistema de la Constitución Nacional, el principio de la supremacía constitucional se materializa a través del control judicial de la constitucionalidad de las leyes. Corresponde a los jueces verificar si una ley se adecua a las disposiciones de la Constitución y, en caso de que ello no acontezca, deben abstenerse de darle aplicación. Se plantea un interrogante acerca de si ese control de constitucionalidad puede ser extendido al acto declarativo de la necesidad de reforma constitucional y a la propia reforma que realice la Convención Constituyente. El control de constitucionalidad no es aceptable frente al ejercicio del poder constituyente originario, que por su propia naturaleza es ilimitado. Solamente es viable en el marco del enfoque iusnaturalista, por cuanto el poder constituyente originario carece de limitaciones provenientes de un derecho positivo anterior. El poder constituyente originario presupone la inexistencia de un ordenamiento jurídico positivo anterior y por ende limitaciones a su ejercicio. Distinta es la situación del poder constituyente derivado que se ejerce para reformar una Constitución. En este caso, y aunque no se admita el enfoque iusnaturalista, el poder constituyente está limitado por el derecho constitucional positivo vigente que determina las condiciones y los contenidos de una reforma constitucional. Para afirmar el control judicial de constitucionalidad de una reforma constitucional, se sostiene que, en virtud de estar circunscripto a límites el ejercicio del poder constituyente derivado, no es concebible que por su intermedio ellos sean desconocidos, y así se destruyan las bases fundamentales de una Constitución. En tales casos cabe la intervención del organismo judicial encargado de efectivizar el control mediante la declaración de inconstitucionalidad de la reforma. Para negar ese control judicial, se sostiene que la reforma es un acto esencialmente político, insusceptible de revisión judicial. Caso contrario, la validez de toda reforma estaría condicionada a su aprobación por los jueces, que sustituirían a los órganos políticos en el análisis y ponderación de materias extrañas a las funciones constitucionales de los jueces. Consideramos que ambas posiciones, llevadas a sus extremos, conducen a soluciones erróneas. La primera por politizar al organismo judicial. La segunda porque le asigna carácter abstracto al principio de la supremacía constitucional, al impedir su efectiva concreción en aquellos casos en que la reforma se efectiviza al margen de lo dispuesto por la Ley Fundamental. Para resolver si cabe declarar inconstitucional una reforma de la Constitución, es necesario distinguir dos situaciones. La primera se relaciona con el control de constitucionalidad sobre el acto preconstituyente del Congreso que declara la necesidad de la reforma constitucional. La segunda se vincula con el control de constitucionalidad que puede recaer sobre el acto constituyente que hace efectiva una reforma constitucional. El acto del Congreso que declara la necesidad de la reforma constitucional es susceptible de control judicial en orden al cumplimiento de los requisitos y procedimientos establecidos por la Constitución para su dictado. Tales procedimientos, previstos en el art. 30 de la Ley Fundamental, condicionan la validez jurídica del acto emitido por el Congreso. La actuación separada de las cámaras del Congreso, el quórum y las mayorías necesarias, la determinación de los artículos o partes de la Constitución cuya reforma se propicia y la convocatoria de una Convención Constituyente, son aspectos formales que deben ser cumplidos estrictamente por el Congreso y que son susceptibles de control judicial. Así lo entendió la Corte Suprema al resolver los casos "Polino" y "Romero Feris"(3) donde, si bien fueron rechazadas las demandas, se aceptó la judiciabilidad de la materia. Igual temperamento fue adoptado en el caso "Zavalía"(4) respecto al ejercicio de la función preconstituyente por un interventor federal. Pero lo que no pueden controlar ni revisar los tribunales es el juicio de valor político que formula el Congreso acerca de la necesidad de la reforma. La oportunidad, conveniencia y necesidad de la reforma se integran con apreciaciones expuestas por el Congreso en un ámbito discrecional y político. Tampoco son controlables las sugerencias que eventualmente manifieste el Congreso sobre los contenidos de la reforma, tal como lo hizo la ley 24.309, por no ser vinculantes para la Convención Constituyente. Con respecto al acto constituyente de la Convención por el cual se establece la reforma, entendemos que los órganos judiciales pueden descalificarlo constitucionalmente si no se cumplen los aspectos formales establecidos a tal efecto. En cambio, los aspectos sustanciales de la reforma sólo serían revisables judicialmente si modifican las cláusulas pétreas establecidas expresamente con motivo del ejercicio del poder constituyente originario, o si la Convención se aparta del temario establecido por el Congreso y modifica cláusulas de la Constitución cuya reforma no fue declarada necesaria. La posibilidad de que una reforma de la Ley Fundamental sea declarada judicialmente inconstitucional por el incumplimiento de las formas previstas para el funcionamiento del poder constituyente derivado es aceptada por la doctrina. Otro tanto acontece con las reformas que se pretenden introducir en las cláusulas pétreas expresas de una Constitución. En cambio, es opinable si pueden ser declaradas inconstitucionales aquellas reformas que alteran los contenidos pétreos tácitos de la Constitución, destruyendo sus bases fundamentales. En el caso "Soria de Guerrero"(5) , la Corte Suprema de Justicia de la Nación tuvo la primera oportunidad de pronunciarse sobre el control de constitucionalidad de una reforma constitucional. Se había cuestionado la validez del derecho de huelga establecido por el art. 14 nuevo de la Constitución, incorporado por la Convención Reformadora de 1957. El fundamento del reclamo residía en que, al ser sancionado dicho artículo, no se había dado cumplimiento a las normas del reglamento interno de la Convención, que exigían una reunión posterior de la Convención para aprobar el acta y la versión taquigráfica de la sanción. Ello aconteció debido a que, por la falta de quórum, la Convención fue disuelta. La mayoría del Tribunal entendió que: 1) Conforme a los antecedentes de la Corte, el control jurisdiccional no se extiende, en principio, al examen del procedimiento adoptado en la formación y sanción de las leyes. Se trata de un principio general, pero no absoluto. 2) Como excepción, la cuestión es justiciable si se demuestra la falta de concurrencia de los requisitos mínimos e indispensables que condicionan la creación de una ley. 3) Que semejante doctrina es aplicable al procedimiento seguido por una Convención Constituyente. 4) En el caso concreto, no se advertía que la sanción de la norma constitucional quedara comprendida en los supuestos de excepción que tornan viable el control de constitucionalidad. 5) Consecuentemente, correspondía rechazar el recurso de queja interpuesto por denegación del recurso extraordinario. En la disidencia del juez Luis Boffi Boggero se destacó que correspondía dar curso formalmente al recurso extraordinario denegado porque, si se cuestiona la validez de un precepto constitucional debido al incumplimiento del procedimiento para la reforma establecido a tal fin por la Convención, el juzgamiento del caso es una atribución específica del Poder Judicial y no de los restantes órganos gubernamentales. Si bien el recurso fue rechazado por entender la mayoría que la cuestión no era justiciable, ella se encargó de admitir que, bajo determinadas condiciones, era viable el control de constitucionalidad de los actos de una Convención Constituyente. Que la validez de las normas constitucionales podía ser objeto de debate judicial fue categóricamente resuelto por la Corte Suprema en el caso "Ormache"(6) . El art. 157 de la Constitución de Entre Ríos disponía que los funcionarios y empleados judiciales no podían formar parte de agrupaciones políticas, ni participar en actividades políticas. Con motivo del incumplimiento de esa norma, un empleado judicial fue sancionado disciplinariamente con 50 días de suspensión e intimado a cesar en su actividad política. Contra esa decisión interpuso recurso extraordinario y planteó, a su respecto, la inconstitucionalidad del citado art. 157. El recurso fue denegado, y se acudió a la Corte Suprema por vía del recurso de queja. Por sentencia del 17 de junio de 1986, la Corte estableció: 1) La finalidad del art. 157 es razonable en cuanto busca preservar la independencia del Poder Judicial al prohibir a los jueces y funcionarios ser protagonistas activos de la vida partidaria o política relacionada con los procesos electorales y la actuación de las organizaciones políticas. Tal solución está reflejada en la generalidad de las normas vigentes en el orden provincial y nacional. 2) Pero distinta es la situación de los empleados judiciales que ejercen una actividad administrativa que en modo alguno compromete el ejercicio independiente de la función judicial. Tales conclusiones fueron enriquecidas con la doctrina adoptada por la Corte Suprema en el caso "Ríos", resuelto el 2/12/1993(7) . En esa oportunidad había sido planteada la inconstitucionalidad parcial de la reforma introducida a la Constitución de la provincia de Corrientes, porque se entendía que la Convención local se había apartado del temario establecido por la ley declarativa de la necesidad de la reforma. El Superior Tribunal provincial consideró que la Convención había obrado dentro del marco establecido por la ley. Planteada la cuestión ante la Corte Suprema, ésta destacó que "es menester poner de relieve que, de ningún modo, los poderes conferidos a la Convención Constituyente pueden reputarse ilimitados, porque el ámbito de aquéllos se halla circunscripto por los términos de la norma que la convoca y le atribuye competencia. En sentido coincidente, vale destacar que las facultades atribuidas a las convenciones constituyentes están condicionadas al examen y crítica de los puntos sometidos a su resolución, dentro de los principios cardinales sobre que descansa la constitución". Tras esta consideración, en la cual implícitamente la Corte admitió el control de constitucionalidad de las actuaciones de una Convención Constituyente, procedió a rechazar el recurso interpuesto por entender que, en el caso concreto, se trataba de una cuestión de derecho local que había sido resuelta sin arbitrariedad a tenor de los fundamentos expuestos por el Superior Tribunal de Provincia. Al decidir el caso "Iribarren c. Provincia de Santa Fe"(8) , del 22/6/1999, la Corte Suprema declaró la inconstitucionalidad del art. 88 de la Constitución local. La norma, cuestionada por quien revestía el cargo de ministro de la Corte Suprema provincial, establecía que la inamovilidad de los jueces concluía cuando cumplían sesenta y cinco años de edad y estaban en condiciones de obtener la jubilación ordinaria. Si bien la Corte no lo manifestó expresamente, del fallo se infiere que la inamovilidad dispuesta por el art. 110 de la Constitución federal es un principio de organización del poder en una república y que, como tal, no puede ser alterado por las provincias. Una situación similar se presentó en el caso "Amerisse c. Provincia de Salta"(9) , resuelto por la Corte Suprema el 18/12/2002. El accionante, en su condición de juez provincial, promovió una acción de amparo ante la Corte requiriendo la declaración de inconstitucionalidad del art. 156 de la Constitución local, en cuanto dispone que la inamovilidad de los jueces cesa cuando el magistrado puede obtener su jubilación y que, para mantener el cargo una vez cumplida esa condición, se requiere un nuevo nombramiento del Poder Ejecutivo con acuerdo del Senado. La Corte consideró que, si bien la Constitución federal asegura a las provincias el establecimiento de sus propias instituciones sin intervención del gobierno nacional, en los arts. 5º y 122 las sujeta al sistema republicano y representativo de gobierno. Añadió que la garantía de la inamovilidad de los jueces prevista en el art. 110 de la Constitución tiene un claro contenido federal pues "es inherente a la naturaleza del Poder Judicial y configura uno de los principios estructurales del sistema político establecido por los constituyentes de 1853". Tales antecedentes jurisprudenciales de la Corte Suprema de Justicia, permiten sostener que se admite, bajo ciertas condiciones de razonabilidad, el control de constitucionalidad del proceso de reforma constitucional, lo que descarta la tesis tradicional de que se trata de una cuestión política insusceptible de revisión judicial, afirmación que fue avalada por la Corte Suprema cuando decidió en el caso "Fayt"(10) . 91. Nulidad de la reforma constitucional La ley 24.309, que declaró la necesidad de la reforma constitucional concretada en 1994, incluyó entre las normas que podía modificar la Convención Reformadora el entonces art. 86, inc. 5°, que es el actual art. 99, inc. 4°. La norma cuya reforma estaba habilitada disponía que el presidente de la Nación nombra a los magistrados de la Corte Suprema y de los demás tribunales federales inferiores, con acuerdo del Senado. En el núcleo de coincidencias básicas expuesto en la ley 24.309, se propiciaba que los jueces de la Corte Suprema fueran designados por el presidente de la República con acuerdo del Senado por mayoría absoluta del total de sus miembros o por los dos tercios de los miembros presentes. En cuanto a los restantes jueces, se propiciaba que fueran nombrados por el presidente de la Nación con acuerdo del Senado, pero sobre la base de una propuesta vinculante, en dupla o terna, del Consejo de la Magistratura. La Convención Reformadora aceptó el criterio del legislador y dispuso en el art. 99, inc. 4º, que los magistrados de la Corte Suprema fueran designados por el Poder Ejecutivo con acuerdo del Senado por dos tercios de sus miembros presentes. A su vez, los jueces inferiores, debían ser nombrados por el Poder Ejecutivo con acuerdo simple del Senado, pero sobre la base de una terna vinculante propuesta por el Consejo de la Magistratura. Como tercer párrafo del art. 99, inc. 4°, añadieron que "Un nuevo nombramiento, precedido de igual acuerdo, será necesario para mantener en el cargo a cualquiera de esos magistrados, una vez que cumplan la edad de setenta y cinco años. Todos los nombramientos de magistrados cuya edad sea la indicada o mayor se harán por cinco años, y podrán ser repetidos indefinidamente, por el mismo trámite". No existían dudas de que el Congreso había habilitado a la Convención para modificar el régimen de nombramiento de los magistrados judiciales. Pero, esa autorización, ¿podía alterar el principio de la inamovilidad de los jueces que garantiza el art. 110 de la Ley Fundamental, y que no fue incluido en el temario para la reforma? Al decidir en el caso "Fayt", del 19/8/1999(11) , por el voto de los ministros Julio Nazareno, Eduardo Moliné O'Connor, Augusto Belluscio, Antonio Boggiano, Guillermo López y Adolfo Vázquez, por su voto, la Corte Suprema decidió que: 1) Si bien la reforma constitucional es una materia de competencia del Congreso, en cuanto al ejercicio de la función preconstituyente, y de la Convención Reformadora, respecto a la aceptación o rechazo de la reforma propuesta, ello no implicaba desconocer al órgano judicial su potestad de verificar, en el caso concreto, si el acto impugnado había sido emitido por el organismo competente, dentro del marco de sus atribuciones y con arreglo a las formalidades impuestas. 2) El art. 110 dispone que todos los jueces de la Nación conservarán sus cargos mientras dure su buena conducta. A ello se añade que solamente pueden ser removidos de ellos por mal desempeño, o por delito en el ejercicio de sus funciones, o por delitos comunes (arts. 53 y 115 CN). Esa norma, que era el anterior art. 96 de la Constitución, no fue incluida entre las cláusulas que la Convención Reformadora estaba habilitada para revisar. 3) Al establecer la Convención un límite de edad para el desempeño de la magistratura judicial, se introdujo en un tema sobre el cual no medió la declaración de necesidad de la reforma por parte del Congreso. De tal manera, y regulando la cláusula referente al nombramiento de los jueces (art. 99, inc. 4°), elípticamente procedió a alterar el principio de la inamovilidad de los magistrados contenido en otra disposición constitucional. Sobre la base de tales argumentos, la Corte entendió que la limitación temporal incorporada al art. 99, inc. 4°, era inaplicable al accionante por padecer de un vicio de nulidad absoluta. El pronunciamiento de la Corte Suprema configuró un importante avance para la efectiva concreción del principio de la supremacía constitucional, que es plenamente aplicable a una reforma de la Carta Magna, siempre que no importe una ponderación sobre la conveniencia de la solución política adoptada. Cuando un tribunal judicial declara la inconstitucionalidad de una norma, se limita a negar su aplicación al caso concreto pero no a disponer su derogación. La sentencia no puede tener ese efecto porque la derogación de una norma solamente puede ser dispuesta por otra de jerarquía similar y, en ciertos casos, por una de jerarquía superior, emitidas por el órgano habilitado para dictarlas. Si los jueces pudieran derogar las normas que tachan de inconstitucionales, les estaríamos atribuyendo facultades que la Constitución reserva para los órganos legislativo y ejecutivo. Por tal razón, los pronunciamientos judiciales no tienen en principio efectos erga omnes, sino para el caso concreto sujeto a su decisión. Horacio García Belsunce recuerda que, en el caso "Fayt", la Corte Suprema no declaró la inconstitucionalidad del art. 99, inc. 4°, párrafo tercero, sino su inaplicabilidad por padecer de un vicio que lo hacía nulo de nulidad absoluta. El fundamento de tal decisión residió en que el art. 6º de la ley 24.309, sancionado por el Congreso en ejercicio de la facultad preconstituyente, establecía que "Serán nulas de nulidad absoluta todas las modificaciones, derogaciones y agregados que realice la convención constituyente apartándose de la competencia establecida en los artículos 2º y 3º de la presente ley de declaración". Al haber sido prevista la sanción de nulidad, la Corte Suprema de Justicia se ciñó a esa normativa, y determinó que ella tuviera efecto erga omnes . La Corte no lo destacó expresamente, pero ése es el efecto que acarrea una declaración de nulidad que, como tal, es genérica y no solamente válida para el caso concreto, como acontecería en principio con una simple declaración de inconstitucionalidad. Con anterioridad al caso "Fayt", la Corte ya había dispuesto la nulidad de ciertos actos. Corresponde citar el caso "Monges. Universidad de Buenos Aires"(12) . La Corte, tras declarar la nulidad de una resolución del Consejo Superior de la Universidad, destacó que ella regía para el futuro y que "Cada estudiante podrá proseguir hasta su conclusión el régimen por el que hubiere optado, con los efectos para cada uno previstos". En este caso, la declaración de nulidad en cuanto a sus proyecciones futuras, para los estudiantes que estaban cursando la carrera al tiempo de dictarse la resolución universitaria, tuvo efectos erga omnes . CAPÍTULO IV Supremacía constitucional y control de constitucionalidad 92. Supremacía de la Constitución En el marco del movimiento constitucionalista, que determinó el surgimiento de las democracias constitucionales, uno de los procedimientos o técnicas más eficaces para preservar la libertad y dignidad del ser humano es el principio de supremacía de la Constitución y su secuela instrumental inseparable que es el control de constitucionalidad. La constitución, consecuencia y expresión del acto fundacional de la sociedad política global, es parte integrante del derecho interno, pero simultáneamente condiciona la validez jurídica de todas las normas que forman parte de ese derecho interno a su adecuación a los preceptos constitucionales. Todas las normas que se sancionen en virtud de la constitución están subordinadas a ella, y ninguna de tales normas puede estar por encima de la constitución a menos que ella disponga lo contrario con referencia al ejercicio del poder constituyente derivado. El principio de la supremacía de la constitución impone a gobernantes y gobernados la obligación de adecuar sus comportamientos a las reglas contenidas en la Ley Fundamental, cuya jerarquía jurídica está por encima de las normas que puedan emanar de aquéllos. La fuente inmediata que condujo a la formulación del principio de la supremacía constitucional la encontramos en el período colonial de los Estados Unidos de América. Fue decisiva para ello la influencia del pensamiento de Coke, así como también las disposiciones contenidas en los documentos británicos, ya citados, de 1647 y 1653. También las ideas expuestas por John Locke, y especialmente por Montesquieu, quien manifestó su admiración por la creación de Locke. Tengamos en cuenta que El espíritu de las leyes de Montesquieu fue un modelo para Jefferson así como las citas del pensador francés que efectuara Madison en El Federalista . Judicialmente, la doctrina de la supremacía constitucional fue expuesta por el juez John Marshall en el célebre caso "Marbury v. Madison"(1) . Entre otros conceptos expresó "Que el pueblo tiene un derecho a establecer para su gobierno futuro aquellos principios que en su opinión deban conducirlo a su propia felicidad, es la base sobre la cual toda la fábrica norteamericana ha sido erigida. El ejercicio de este derecho original es un esfuerzo muy grande, que no puede ni debe ser frecuentemente repetido. Por consiguiente, los principios así establecidos son considerados fundamentales". En esta sentencia, que data de 1803, no solamente se formuló judicialmente la doctrina de la supremacía constitucional, sino también otros principios fundamentales como el control judicial de la constitucionalidad de las normas jurídicas por parte del Poder Judicial. Para sintetizar la exposición de Marshall, éste destacaba que la función de los jueces es aplicar la ley y que solamente merece ser calificada como tal aquella norma jurídica que se adecua a la constitución. Un juez debe abstenerse de aplicar aquellas normas jurídicas que, a su criterio, estima que no son leyes por vulnerar la constitución. En otra sentencia, anterior a la sanción de nuestra Constitución, la Corte de los Estados Unidos reiteró la vigencia judicial de la doctrina de la supremacía constitucional. En el caso "Martin v. Hunter"(2) de 1816, el juez Story manifestó: "Los tribunales de los Estados Unidos pueden, sin duda, revisar los actos de las autoridades ejecutivas y legislativas de los Estados, y si encuentran que son contrarios a la Constitución, pueden declararlos sin ninguna validez legal". La formulación positiva del principio, con las características que presenta actualmente, fue efectuada por la Constitución de los Estados Unidos, que en su art. VI, párrafo segundo, establece: "Esta Constitución, las leyes de los Estados Unidos que en su consecuencia se dicten, y todos los tratados celebrados o a celebrarse bajo la autoridad de los Estados Unidos serán la ley suprema del país, y los jueces en cada Estado estarán sujetos a ella, no obstante cualquier disposición en contrario contenida en la Constitución o en las leyes de cualquier Estado". Esta norma es la fuente del art. 31 de nuestra Constitución Nacional. La técnica de la supremacía de la constitución se sintetiza en los principios siguientes: 1) La constitución es una ley superior y fundamental, determinante de la validez sustancial y formal de las restantes normas jurídicas. 2) Un acto legislativo recibe el nombre de "constitucional" de ley si está de acuerdo con la norma fundamental. 3) Si un acto legislativo está en conflicto con la constitución, no es ley por carecer de validez jurídica. 4) Los jueces o la autoridad competente solamente están habilitados para aplicar aquellos actos que son leyes por estar de acuerdo con la constitución. 5) Los jueces o la autoridad competente deben abstenerse de aplicar aquellos actos legislativos que no reúnen las condiciones, sustanciales o formales, que permitan calificarlos como leyes. 93. El artículo 31 de la Constitución Nacional El principio de la supremacía constitucional está expresamente establecido por la Constitución Nacional en su art. 31. Esa norma establece: "Esta Constitución, las leyes de la Nación que en su consecuencia se dicten por el Congreso y los tratados con las potencias extranjeras, son la ley suprema de la Nación, y las autoridades de cada provincia están obligadas a conformarse a ella, no obstante cualquier disposición en contrario que contengan las leyes o Constituciones provinciales, salvo para la provincia de Buenos Aires, los tratados ratificados después del pacto del 11 de noviembre de 1859". El principio expuesto en el art. 31 también está contenido en otras cláusulas de la Constitución. Así, el art. 27 dispone que el gobierno federal tiene el deber de afianzar las relaciones de paz y comercio con los estados extranjeros, "por medio de tratados que estén en conformidad con los principios de derecho público establecidos en esta Constitución". El art. 28 prescribe que las leyes reglamentarias no pueden alterar los principios, garantías y derechos reconocidos por la Ley Fundamental. El art. 36 ordena que "Esta Constitución mantendrá su imperio aun cuando se interrumpiere su observancia por actos de fuerza contra el orden institucional y el sistema democrático. Estos actos serán insanablemente nulos". Otro tanto resulta de la interpretación del Preámbulo de la Constitución. A los arts. 27, 28, 31 y 36 cabe añadir, como disposiciones que avalan la supremacía de la Constitución Nacional, los contenidos de los arts. 30 y 43. El primero, al establecer un mecanismo rígido para la reforma constitucional, conduce a la conclusión de que toda modificación al texto de la Ley Fundamental solamente puede concretarse conforme al procedimiento por ella establecido en ese artículo. De modo que es inviable reformar la Constitución mediante el procedimiento previsto por el art. 75, inc. 22, para la aprobación o denuncia de los tratados internacionales sobre derechos humanos. El segundo, al facultar a los jueces para declarar la inconstitucionalidad de las normas en el juicio de amparo, está proclamando la supremacía de la Constitución. Se ha sostenido que el art. 31 de la Constitución impone sólo la supremacía del derecho federal sobre el derecho provincial, tesis que es fruto de una endeble interpretación de la Ley Fundamental, de tipo literal. Pero si recordamos el tenor del art. 27 de la Constitución y acudimos a una interpretación sistemática, no cabe duda de que el art. 31 consagra genéricamente la supremacía de la Ley Fundamental frente a cualquier otra norma. La Constitución, en su articulado, establece la supremacía absoluta de sus disposiciones sobre toda ley nacional, tratado y constitución o ley provincial. Asimismo, establece la supremacía del derecho federal sobre el derecho provincial, siempre que el primero tenga sustento constitucional. 94. Supremacía de las leyes Las leyes nacionales dictadas conforme a la Constitución son normas básicas de la Nación y a ellas deben adecuarse todos los actos gubernamentales, ya sean de las autoridades nacionales o provinciales. En el orden jerárquico de la Constitución, las leyes sancionadas por el Congreso son inmediatamente posteriores a las disposiciones de la Ley Fundamental y de los tratados internacionales. A ellas se deben adecuar las normas provinciales, así como también los actos normativos emanados de los restantes poderes gubernamentales. Pero la validez de esta conclusión está supeditada a que las leyes nacionales no alteren los principios, garantías y derechos regulados por la Constitución, tal como lo establece su art. 28. Además, en el caso previsto por el art. 75, inc. 30, el ámbito físico para la aplicabilidad de las leyes del Congreso se circunscribe al territorio de la capital de la Nación y de los espacios sometidos a la jurisdicción federal cuando, por su materia, no están destinadas a regir en todo el país. Antes de la reforma constitucional de 1994, se entendía que las leyes y los tratados internacionales estaban en un plano de igualdad. Ni las leyes estaban subordinadas a los tratados, ni los tratados a las leyes. Al decidir el célebre caso "Martín && Cía. c. Administración General de Puertos"(3) , la Corte Suprema de Justicia entendió que las normas constitucionales, particularmente el art. 31, no "atribuyen prelación o superioridad a los tratados con las potencias extranjeras respecto de las leyes válidamente dictadas por el Congreso de la Nación. Ambos, leyes y tratados, son igualmente calificados como ley suprema de la Nación, y no existe fundamento normativo para acordar prioridad de rango a ninguno". Conforme a esta doctrina, todo tratado anterior puede ser modificado o derogado, expresa o tácitamente, por una ley posterior, y asimismo un tratado también prevalece sobre una ley anterior. Después de la reforma de 1994, la Constitución establece expresamente que los tratados internacionales disfrutan de una jerarquía superior a la correspondiente para las leyes nacionales (art. 75, inc. 22). Sin embargo, consideramos que este principio no es absoluto cuando se trata de acuerdos internacionales aprobados por simple mayoría en las cámaras del Congreso. Esta situación plantea un interrogante: ¿puede un tratado internacional, aprobado por simple mayoría, modificar las disposiciones de una ley que, por imposición constitucional, sólo puede ser sancionada por mayorías especiales? Entendemos que no, aunque admitimos que se trata de una hipótesis improbable por los contenidos diferentes que tendrían tales normas. Cuando el art. 75, inc. 22, primer párrafo, establece que los tratados internacionales tienen jerarquía superior a las leyes, ¿es aplicable esa cláusula a las constituciones y leyes provinciales? Cuando se trata de convenciones o tratados sobre derechos humanos, las normas provinciales están subordinadas a ellas porque regulan materias propias del Estado nacional que fueron delegadas por las provincias (art. 121 CN), y a pesar de que ellas las incluyen —innecesariamente o indebidamente— en sus textos constitucionales. Pero si los tratados no son de derechos humanos y regulan materias que no fueron delegadas por las provincias para su regulación nacional, entendemos que, en resguardo del federalismo, no podrían ser oponibles a las provincias. Similar conclusión sería aplicable a los tratados de integración que prevé el art. 75, inc. 24, de la Constitución. Caso contrario, podría ser desconocido el poder jurisdiccional provincial —expresamente reconocido en el art. 75, inc. 12—, la autonomía municipal y la propia autonomía provincial, el dominio originario sobre sus recursos naturales y, en definitiva, todos los atributos que las provincias no delegaron en el Gobierno federal. 95. Supremacía de los tratados El art. 31 de la Constitución hace referencia a los tratados celebrados con los Estados extranjeros en su carácter de ley suprema de la Nación. Ellos, conforme al art. 75, inc. 22, tienen jerarquía superior a la de las leyes del Congreso. Al igual que en el caso de las leyes nacionales, la validez constitucional de un tratado está supeditada a su adecuación a la Ley Fundamental mediante el cumplimiento de dos requisitos esenciales. En primer lugar, y en cuanto a la forma, es necesario que los tratados sean concluidos y firmados por el Poder Ejecutivo (art. 99, inc. 11), para luego ser aprobados por una ley del Congreso (art. 75, incs. 22 y 24), ya que en este aspecto la Ley Fundamental se aparta del mecanismo previsto por la Constitución de los Estados Unidos, que requiere solamente la aprobación del Senado con el voto de dos tercios de sus miembros (art. II, sección II, parágrafo 2). Una vez aprobado, el tratado debe ser objeto de ratificación por parte del Poder Ejecutivo para integrar el derecho internacional, lo cual constituye un requisito para que pase a integrar el derecho interno. La ratificación, o en su caso la adhesión a un convenio internacional aprobado por ley del Congreso, es un acto discrecional, pues no hay forma de obligar al titular del órgano ejecutivo para concretar tal acto. Por otra parte, la ratificación carece de validez si, antes de ser efectuada, el Congreso sanciona una ley derogando aquella que aprobó el documento internacional. El Poder Ejecutivo, en el acto de celebración del tratado o de adhesión a una convención internacional, puede formular reservas a algunas de sus cláusulas que serán inaplicables en el orden interno. Otro tanto puede hacer el Congreso al aprobar el documento internacional. El principio de la supremacía constitucional subordina la validez de los tratados a su adecuación formal y sustancial al texto de la Ley Fundamental. De modo que la validez constitucional de un tratado no depende solamente de su sanción conforme al procedimiento establecido por la Ley Fundamental, sino también de su conformidad con los principios de la Constitución, que puede reglamentar pero no alterar. En nuestro ordenamiento jurídico constituye un grave error equiparar las cláusulas de un tratado a una norma constitucional. Semejante conclusión resulta incompatible con el art. 27 de la Constitución y además, al subvertir el principio de la supremacía constitucional, desconoce la distinción fundamental que existe entre el poder constituyente y los poderes constituidos. En el caso "Ekmekdjián c. Sofovich"(4) , resuelto el 7/7/1992, la Corte sostuvo que el art. 27 de la Convención de Viena, aprobada por la ley 19.865, establece que los Estados no pueden invocar las disposiciones de su derecho interno para justificar el incumplimiento de un tratado. Ello impone al Estado la obligación de asignar primacía al tratado ante un eventual conflicto con cualquier norma del derecho interno que resulte contraria. Sin embargo, no existe fundamento constitucional alguno para sostener que los tratados son una especie de "súper ley" a la cual está subordinada la propia Constitución. El criterio seguido por la Corte fue reiterado en el caso "Fibraca" del 7/7/1993(5) . Destacó el Alto Tribunal que, por aplicación del art. 27 de la Convención de Viena, corresponde asignar primacía a los tratados internacionales ante un eventual conflicto con cualquier norma interna contraria, siempre que aparezcan asegurados los principios del derecho público constitucional. La invalidez de los tratados no sólo depende del incumplimiento de las formas estatuidas internamente para su concertación, sino también, y fundamentalmente, porque no se han cumplido los contenidos esenciales de la Ley Fundamental. Esta conclusión se impone, al menos en el sistema constitucional argentino, no solamente frente a la categórica disposición del art. 27 con la eventual secuela de sanciones previstas en los arts. 29 y 36, sino también por imperio del art. 30. Esto es así, porque la sanción de cualquier norma, ley o tratado, que derogue o sustituya una cláusula constitucional, ya sea en forma expresa o implícita, importa el ejercicio del poder constituyente derivado cuya función ha sido reservada exclusivamente a la convención reformadora. Si bien el Congreso debe aprobar o desechar los tratados, ello no importa privarlo de la facultad de formular observaciones parciales, enmiendas o reservas al texto del documento, que serán en definitiva las condiciones establecidas por el Congreso para brindar su aprobación. Formuladas las observaciones, no habrá una aprobación condicional del tratado, sino un rechazo de él en la parte observada que será exteriorizado a través de la sanción de una ley. Situación similar se plantea con las reservas que formula el Poder Ejecutivo al celebrar el tratado. 96. Jerarquía de los tratados internacionales Una de las reformas más importantes incorporadas por la Convención Reformadora de 1994 en la Constitución Nacional consistió en la modificación de la interpretación acordada a su art. 31. Antes de la reforma, se entendía que los tratados internacionales se encontraban en igual ubicación jerárquica que las leyes de la Nación, sin perjuicio de la corriente doctrinaria y jurisprudencial citadas en el punto anterior que le asignaban un rango superior a los primeros. Tal situación ha variado sustancialmente a raíz de las disposiciones contenidas en los incs. 22 y 24 del art. 75 de la Constitución. El análisis de estas disposiciones revela que: 1) El manejo de las relaciones internacionales corresponde conjuntamente al Poder Ejecutivo (art. 99, inc. 11, CN) y al Congreso. 2) La aprobación de los tratados internacionales es facultad privativa del Congreso, que puede rechazarlos o aprobarlos. La aprobación de los tratados se formaliza mediante una ley sujeta al procedimiento contemplado en los arts. 77 a 84 de la Constitución. 3) Todos los tratados internacionales aprobados por el Congreso, cualquiera sea su contenido, tienen jerarquía superior a las leyes. Un tratado deroga, expresa o implícitamente, a toda ley y norma de inferior jerarquía que se oponga a sus contenidos. En cambio, una ley posterior no deroga a un tratado. 4) Existen cinco categorías de tratados internacionales, cada una de ellas sujeta a un régimen constitucional diferente: 4.1) El primer grupo de tratados y convenciones previstos en el primer párrafo del inc. 22 son aquellos que no versan sobre derechos humanos ni son documentos de integración, y son aprobados por la mayoría de los miembros presentes de cada Cámara del Congreso de acuerdo al quórum establecido por el art. 64 de la Constitución. Tienen jerarquía superior a las leyes y su aprobación por el Congreso no requiere mayorías diferentes a las establecidas para la sanción de una ley. Otro tanto acontece con su denuncia. 4.2) El segundo grupo está integrado por las declaraciones, pactos y convenciones que menciona expresamente el segundo párrafo del inc. 22 y que tratan sobre derechos humanos. Tienen una jerarquía constitucional limitada y disfrutan de un rango superior, no solamente respecto de las leyes, sino también de los tratados de integración y de los citados en el punto anterior. De modo que, ante un eventual conflicto entre ellos, tendrán preferencia los tratados sobre derechos humanos que enumera la Constitución. Es posible que las disposiciones contenidas en esta categoría de tratados resulten contradictorias. En tal caso, y por aplicación de la regla interpretativa finalista, se deberá dar preferencia a la cláusula que, de manera armónica, brinde una mejor tutela a la libertad y dignidad del hombre. La denuncia de estos tratados por el Poder Ejecutivo requiere previamente una ley del Congreso sancionada por el voto de las dos terceras partes de la totalidad de los miembros de cada Cámara. 4.3) El tercer grupo de tratados, incluidos en el último párrafo del inc. 22, son aquellos que sean aprobados en el futuro por el Congreso y que regulen derechos humanos. Este tercer grupo es pasible de una división: 4.3.1) Aquellos tratados que sean aprobados por el Congreso mediante el voto de las dos terceras partes de la totalidad de los miembros de cada Cámara, tendrán jerarquía constitucional limitada y se hallarán en igual situación que los documentos internacionales citados en el punto 4.2. En esta categoría se encuentran la Convención Interamericana sobre Desaparición Forzada de Personas, aprobada por la ley 24.556 (1995) y con jerarquía constitucional por la ley 24.820 (1997), y la Convención sobre Imprescriptibilidad de los Crímenes de Guerra y de los Crímenes de Lesa Humanidad, aprobada por la ley 24.584 (1995) y con jerarquía constitucional por la ley 25.778 (2003). 4.3.2) Aquellos tratados que, regulando derechos humanos, sean aprobados por el Congreso aunque sin las mayorías mencionadas en el punto anterior. Bastará con que la aprobación sea realizada por la mayoría absoluta de los miembros presentes de cada Cámara y con respeto del quórum establecido por el art. 64 de la Constitución. Estos tratados carecerían de jerarquía constitucional limitada y estarían en un plano de igualdad con los descriptos en el punto 4.1. y de inferioridad ante los citados en el punto 4.3.1. 4.4) El cuarto grupo de tratados, previstos en el inc. 24 del art. 75, es el de los convenios de integración que se celebren con Estados latinoamericanos. Su aprobación requiere la mayoría absoluta de la totalidad de los miembros de cada Cámara del Congreso, y una mayoría similar se impone para su denuncia. Estos tratados carecen de jerarquía constitucional, aunque las normas que dicten las organizaciones supraestatales respectivas tienen jerarquía superior a las leyes. 4.5) El quinto grupo de tratados, también previstos en el inc. 24 del art. 75, está conformado por los convenios de integración que se celebren con Estados que no merezcan la calificación de latinoamericanos. El procedimiento para su aprobación difiere del contemplado para los restantes tratados y prevé dos etapas. En la primera, el Congreso debe expresar la conveniencia de aprobar el tratado por el voto de la mayoría absoluta de los miembros presentes de cada Cámara y respetando el quórum del art. 64 de la Constitución. La segunda etapa se desarrolla una vez transcurridos ciento veinte días de expresada aquella conveniencia, y la aprobación definitiva debe ser efectuada por el Congreso con el voto de la mayoría absoluta de la totalidad de los miembros de cada Cámara. Estos tratados y las normas que dicten las organizaciones supraestatales, que como consecuencia de ellos integre la Nación, tienen un rango superior al de las leyes. La denuncia de estos tratados, a igual que los que se celebren con Estados latinoamericanos, requiere la aprobación del acto por la mayoría absoluta de la totalidad de los miembros de cada Cámara. La validez de los tratados de integración, con los cuales se delegan competencias y jurisdicción a las organizaciones supraestatales, está condicionada a que: 1) La delegación se realice en condiciones de reciprocidad e igualdad; 2) se respete el orden democrático; 3) se respeten los derechos humanos. El incumplimiento de tales recaudos posibilitará su descalificación constitucional por la vía judicial pertinente. Un aspecto fundamental a resolver es si los tratados sobre derechos humanos, a los cuales la Constitución asigna "jerarquía constitucional", están o no subordinados a la Ley Fundamental. Está claro que su jerarquía es superior a la de las leyes, pero la duda se suscita respecto a su relación con la Ley Fundamental. Consideramos que todo tratado o convención internacional tiene jerarquía constitucional, al igual que las leyes y restantes normas jurídicas, si son sancionados conforme a los preceptos de la Constitución y no vulneran sus contenidos. Sin embargo, y con referencia a los tratados internacionales sobre derechos humanos que enuncia el art. 75, inc. 22, de la Constitución, se expresa que esa jerarquía constitucional se extiende "en las condiciones de su vigencia". Además, no derogan artículo alguno de la primera parte de la Ley Fundamental y deben entenderse complementarios de los derechos y garantías que ella reconoce. "En las condiciones de su vigencia" significa que el documento internacional tiene vigencia tal como fue aprobado por el gobierno, con todas las reservas o límites expuestos. El art. 19 de la Convención de Viena dispone que todo Estado puede formular reservas al firmar, ratificar, aceptar o aprobar un tratado, o al adherirse a él. La reserva significa que la parte observada no es aplicable al Estado signatario en orden a sus efectos jurídicos. Que no derogan artículo alguno de la primera parte de la Constitución significa que las cláusulas de los tratados enunciados, o su interpretación, no pueden oponerse a las disposiciones de la Ley Fundamental. Tal principio es coherente con el art. 7º de la ley 24.309 que declaró la necesidad de la reforma constitucional de 1994 y cuyo contenido fue incorporado al Reglamento de la Convención Reformadora. Si se produce la colisión, debe prevalecer la norma constitucional. Una interpretación sistemática de la Constitución, especialmente con relación al art. 33, revela que ella, en materia de derechos humanos, es sumamente amplia y generosa. De modo que aquella colisión resulta improbable. Claro está que, antes de desechar la norma internacional, corresponde armonizar los preceptos en aparente pugna, y de no ser posible, otorgar preferencia al que brinde mayor reconocimiento al derecho o garantía reconocido a las personas. Solución que es aceptada por la Constitución e impuesta expresamente por el art. 29 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos (incs. b] y c]). Que los tratados internacionales sobre derechos humanos deben entenderse complementarios de los derechos y garantías que establece la Constitución significa que ellos son reglamentarios de tales derechos y garantías. Tal reglamentación se impone a la resultante del derecho interno, salvo que esta última sea más amplia. 97. Relación de los tratados internacionales con la Constitución Nacional Los fundamentos de los votos mayoritarios contenidos en las sentencias dictadas por la Corte Suprema de Justicia en los casos "Arancibia Clavel"(6) , "Espósito"(7) , "Lariz de Iriondo"(8) , "Simón"(9) y "Mazzeo"(10) , desarrollados con remisión a normas del derecho internacional y que soslayan el tratamiento de ciertas cláusulas constitucionales y del principio de supremacía constitucional generan una serie de interrogantes. ¿La Constitución federal está subordinada a los tratados internacionales, a la Convención de Viena, a los principios del derecho internacional y la costumbre internacional aunque ellos, en un caso concreto colisionen con los preceptos contenidos en nuestra Ley Fundamental? ¿La Corte Suprema de Justicia dejó de ser el tribunal supremo de la Nación, al tiempo que sus decisiones quedaron sujetas a la revisión por tribunales u organismos internacionales? ¿Puede una convención reformadora de la Constitución apartarse de la ley que declaró la necesidad de su reforma? ¿Es viable, mediante un tratado internacional, modificar el texto de la Constitución? ¿Pueden el presidente de la República y el Congreso, mediante una actuación conjunta y concordante, ejercer la función constituyente del art. 30 de la Constitución? ¿El art. 27 de la Constitución está subordinado a los tratados internacionales? En definitiva, ¿cuál es el ordenamiento jurídico vigente en la Argentina? Son cuestiones sumamente delicadas que acarrean cierta inseguridad jurídica a la luz de la Ley Fundamental, y cuya génesis reside en la desafortunada redacción asignada por la Convención Reformadora de 1994 al art. 75, inc. 22, de la Constitución. Particularmente, en el significado que se pretendió acordar a los tratados internacionales sobre derechos humanos con las expresiones "tienen jerarquía constitucional", "en las condiciones de su vigencia", "no derogan artículo alguno de la primera parte de esta Constitución" y "deben entenderse complementarios de los derechos y garantías por ella reconocidos", y al cual nos referimos en el punto 96. Para desentrañar jurídicamente el significado de esa norma con prescindencia de toda valoración política, corresponde acudir a la hermenéutica propia del Derecho Constitucional. Mediante la ley 24.309, publicada el 31/12/1993, el Congreso ejerció la función preconstituyente que regula el art. 30 de la Ley Fundamental. Al margen del núcleo de coincidencias básicas, el art. 3º de la ley habilitó a la Convención para que, mediante la incorporación de nuevos incisos al art. 67 de la Constitución, se procediera a implementar institutos "para la integración y jerarquía de los tratados internacionales" (art. 3-I). Consideramos importante destacar que la reforma propiciada apuntaba a regular las facultades del Congreso contenidas en la parte orgánica de la Constitución y no de su parte dogmática. En ejercicio de tales potestades, el Congreso puede reglamentar los contenidos de la parte dogmática, pero jamás desconocerlos o alterarlos (art. 28 CN). Asimismo, la ley dispuso que "serán nulas de nulidad absoluta todas las modificaciones, derogaciones y agregados que realice la Convención Constituyente apartándose de la competencia establecida en los artículos 2º y 3º de la presente ley de declaración" (art. 6º), y que la "Convención Constituyente no podrá introducir modificación alguna a las declaraciones, derechos y garantías contenidos en el capítulo único de la primera parte de la Constitución Nacional" (art. 7º). Conforme a la ley 24.309 que declaró la necesidad de la reforma constitucional, ejerciendo el Congreso su función preconstituyente en el marco del art. 30 de la Ley Fundamental, la Convención quedó habilitada para otorgar nuevas potestades al órgano legislativo destinadas a regular "la integración y jerarquía de los tratados internacionales". Pero, claro está, con respeto de la absoluta intangibilidad de los arts. 1° a 35 de la Constitución y consideración de que la interpretación de una ley declarativa de reforma es esencialmente restrictiva. De esta primera aproximación, y como corolario, resulta la prohibición impuesta de manera expresa por la ley para introducir alguna modificación, alteración o agregado que cambiara el texto, el significado y consecuente interpretación de los arts. 1º, 18, 24, 27, 28, 30, 31 y 33 de la Ley Fundamental, entre otros. Esa prohibición también alcanzó a su Preámbulo, que establece la supremacía de la Constitución, y al art. 108 porque no fueron incluidos en la ley 24.309. Al ser dispuesta la intangibilidad de los arts. 27, 30 y 31 de la Ley Fundamental, la referencia legal a "la integración y jerarquía de los tratados internacionales" solamente permitía establecer la relación jerárquica entre los tratados internacionales y las leyes, pero no de ellos con la Constitución. Asimismo, al limitarse la relación con los tratados internacionales, quedaba excluida toda consideración de los principios del derecho internacional y de la costumbre internacional, a menos que ellos fueran receptados por una ley ordinaria o por una ley aprobatoria de un tratado internacional que hiciera referencia a tales normas, aunque sin poder subordinar la Constitución a ellos. Sobre la base de tales antecedentes, entendíamos que, cuando la ley 24.309 habilitó a la Convención Reformadora para modificar el actual art. 75, y establecer nuevos incisos en el entonces art. 67 con el propósito de regular "institutos para la integración y jerarquía de los tratados internacionales", apuntaba no solamente a los tratados de integración sino también a la relación jerárquica que debía existir entre las leyes y los tratados. Es que, si la relación jerárquica entre los tratados y la Constitución resultaba del art. 27 — que no se podía reformar—, era razonable que la relación jerárquica entre los tratados y las leyes fuera contemplada en la cláusula constitucional que establece las atribuciones del Congreso. Sin embargo, un análisis semántico del curso de acción seguido por la Convención Reformadora revela que se habría pretendido superar, aparentemente, los límites fijados por la ley 24.309 a menos que, mediante una interpretación teleológica y sistemática arribemos a una conclusión diferente. En el despacho originario de la Comisión de Redacción de la Convención Reformadora se propuso modificar el inc. 19 del entonces art. 67 de la Constitución. Esa norma autorizaba al Congreso para aprobar o desechar los tratados internacionales. En el proyecto de la Comisión, se mantuvo esa potestad, al tiempo que se agregó que los tratados y concordatos "tienen jerarquía superior a las leyes". En este aspecto, la reforma propuesta no era cuestionable pues se limitaba a establecer el orden jerárquico entre las leyes y los tratados, receptando la doctrina de la Corte Suprema de Justicia; preservando la supremacía del derecho federal (art. 31 CN) y respetando la supremacía de la Constitución sobre los tratados, resultante del art. 27. Pero luego, en el segundo párrafo, se enunciaron diversos documentos internacionales sobre derechos humanos y se estableció que "tienen jerarquía constitucional y sólo podrán ser denunciados, en su caso, por el Poder Ejecutivo nacional, previa aprobación de las dos terceras partes del total de miembros de cada cámara". Asimismo, en un tercer párrafo, se disponía que los tratados y convenciones sobre derechos humanos que en lo sucesivo fuesen aprobados por el voto de los dos tercios del total de miembros de cada cámara, gozarían de igual jerarquía constitucional que los citados en el párrafo anterior. ¿Qué significa que tales tratados tienen jerarquía constitucional? En la sesión del 26 de julio el convencional Rodolfo Barra sostuvo que lo que se estaba haciendo era colocar a ciertos tratados "en la misma jerarquía de la Constitución, es decir, se los integra, se los introduce a la Constitución", aunque en las sesiones plenarias de la Convención rectificó su postura. Por su parte, la convencional Elisa Carrió, siguiendo las instrucciones que había recibido, propuso que, después de la referencia a la "jerarquía constitucional", se añadiera "y deben entenderse complementarios de las declaraciones, derechos y garantías reconocidos en esta Constitución". Cuando el convencional Alberto García Lema le preguntó cuál era el sentido del agregado propuesto, Carrió contestó que tenía por objeto destacar que no se derogaba la parte dogmática de la Constitución y que, la palabra "complementarios" significaba que "adiciona derechos a los establecidos en la parte orgánica de la Constitución, pero que no deroga ninguno de los derechos que están en ella". De tal manera, entendió que no se violaba el límite establecido por la ley 24.309: "donde establece que en ningún caso estamos habilitados para tocar la parte dogmática de la Constitución". Argumento por demás cuestionable porque el art. 7º de la ley 24.309 no se refiere a la derogación de los contenidos de esa primera parte, sino a su modificación. Y, adicionar contenidos a esa primera parte importa su modificación, a menos que entendamos que el alcance de los tratados tiene carácter reglamentario de la primera parte, en particular de su art. 33, en cuyo caso, por tratarse de normas reglamentarias de la Constitución, quedan subordinadas a ella. Las agudas observaciones formuladas por el convencional Alberto Natale en la Comisión de Redacción determinaron la exposición de nuevos argumentos desprovistos de la rigidez de aquellos que habían formulado Barra, Arias y Carrió. Así, el convencional Humberto Quiroga Lavié, tras adherirse a la propuesta de Carrió para que los tratados fueran considerados complementarios, destacó que la supremacía de la Constitución sobre los tratados resulta de su art. 27. Agregó que la redacción asignada a la cláusula constitucional no altera los alcances de ese art. 27, porque asignar a los tratados jerarquía constitucional no significa que los tratados formen parte de la Constitución, sino que tienen jerarquía supralegal. Criterio que no fue compartido por Carrió, al entender que el art. 27 no establece la supremacía de la Constitución sobre los tratados porque "es una norma dirigida al Congreso Nacional para que cuando apruebe tratados internacionales verifique la correspondencia con el derecho público interno". Sin embargo, no aclaró qué acontece si el Congreso no verifica esa correspondencia correctamente y aprueba un tratado que colisiona con las normas constitucionales. La respuesta fue ofrecida por el convencional García Lema, que expresó: "En la medida que algunas normas de tratados internacionales contengan alguna disposición que se opusiese frontalmente con normas contenidas en la Primera Parte de la Constitución, no podría ser aplicada porque no puede llegarse por vía de tratados a desconocer un derecho contenido en la Primera Parte de la Constitución Nacional", porque no se trataría de una norma complementaria. Para el convencional Antonio Hernández la atribución de jerarquía constitucional a los tratados de derechos humanos no modificaba los arts. 27 y 31 de la Ley Fundamental porque aquéllos son complementarios de sus normas y, como tales, "no podríamos nunca interpretar que estos tratados internacionales puedan lesionar, menoscabar, desconocer, alterar o destruir los derechos que están reconocidos por la Constitución". El convencional Juan Pablo Cafiero propuso incorporar un nuevo agregado al texto debatido. Sustituía la referencia al carácter complementario de los tratados que había propuesto Carrió por: "en las condiciones de su vigencia, tienen jerarquía constitucional, y no serán entendidos como negación de otros derechos y garantías". Su proyecto repetía el esquema contenido en el art. 33 de la Constitución. Fue rechazado, con cierta cuota de agresividad, por Barra, quien consideró que se trataba de un grave error técnico "suponer que un derecho constitucional puede ser negación de otro derecho constitucional, y esto es imposible". Insistió en que se mantuviera la mención sobre el carácter complementario de los tratados y su postura fue apoyada por los convencionales Elisa Carrió y Aníbal Ibarra, aunque se aceptó incluir la referencia a "en las condiciones de su vigencia". Finalmente, la Comisión de Redacción decidió que, a continuación de la enunciación de los tratados internacionales, se expresara: "en las condiciones de su vigencia, tienen jerarquía constitucional y deben entenderse complementarios de los derechos y garantías reconocidos por esta Constitución". Los miembros informantes del despacho de mayoría en las sesiones plenarias de la Convención fueron Juan Pablo Cafiero y Rodolfo Barra. El primero destacó que se le otorgaba jerarquía supralegal a los tratados internacionales y que se aceptaba la competencia de las instancias internacionales de control establecidas en los tratados sobre derechos humanos "y la jurisdicción de los tribunales de la Corte Interamericana de Derechos Humanos", mención, esta última, que colisionaba con el art. 108 de la Constitución. Añadió que, si bien un sector de la doctrina era partidario de imponer la supremacía del derecho internacional sobre la Constitución, la propuesta del dictamen de mayoría no aceptaba ese criterio y propiciaba sólo la supremacía de los tratados "en los que Argentina sea o se haga parte", sin aclarar si esa supremacía se concretaba sólo ante las leyes o si también se extendía a la Ley Fundamental, solución esta última inviable a la luz del art. 27 de la Constitución, cuya modificación estaba vedada. Barra, tras destacar que todos los tratados tienen jerarquía supralegal pero infraconstitucional, sostuvo que algunos de ellos son elevados "al rango constitucional". Añadió que, al tener "jerarquía constitucional", están en "pie de igualdad con la Constitución Nacional", pero no la integran estrictamente, sino que la complementan. Que no se niega el carácter supremo de la Constitución porque los tratados no son normas de la Constitución ni se incorporan a ella. Con respecto a la cláusula "en las condiciones de su vigencia", para Barra ella significa que los tratados se incorporan al derecho argentino "con las reservas y declaraciones interpretativas si las hubiese. Estas reservas y declaraciones interpretativas integran el tratado, a los efectos, tanto del derecho interno como del compromiso internacional que nuestro país asume". En cuanto al carácter "complementario" que la Constitución le atribuye a los tratados, Barra señaló que su inserción obedeció al propósito de aseverar que ellos no pueden modificar los arts. 1 a 35 de la Ley Fundamental porque, caso contrario, se estaría vulnerando el art. 7º de la ley 24.309 que "fulmina de nulidad absoluta cualquier modificación que se quiera introducir a la Primera Parte de la Constitución Nacional". Para disipar toda duda, los convencionales Cafiero y García Lema propusieron agregar, al dictamen de la mayoría, la expresión "no derogan artículo alguno de la primera parte de esta Constitución", agregado que fue aprobado por el bloque de la Unión Cívica Radical, a través de Miguel Ortiz Pellegrini: "nos parecen correctas las modificaciones que se han propuesto, porque ya nadie podrá decir que nos hemos extralimitado o que, de alguna manera, hemos usado nuestras atribuciones fuera del estricto marco de la ley que nos trajo aquí, es decir, la 24.309". Resulta importante destacar que el plenario de la Convención no aprobó una propuesta formulada por la convencional María Lucero consistente en incorporar, al texto del art. 75, inc. 22, de la Constitución y a continuación de su párrafo segundo, lo siguiente: "En relación a los tratados internacionales de derechos humanos, los delitos de lesa humanidad no podrán ser objeto de indulto, conmutación de penas ni amnistía. Las acciones a su respecto, serán imprescriptibles". Los debates concretados en el seno de la Convención Reformadora de 1994, y en particular los fundamentos expuestos para aprobar el despacho de la mayoría, son elementos esenciales que nos permiten aproximarnos a la interpretación auténtica que corresponde asignar al art. 75, inc. 22, de la Constitución. En procura de esbozar una relación armónica en el ordenamiento constitucional, sobre la base de una interpretación teleológica y sistemática, arribamos a las conclusiones siguientes: 1) Todos los tratados y convenciones internacionales tienen jerarquía supralegal. No pueden ser derogados o modificados mediante una ley ordinaria del Congreso, sino sólo a través del procedimiento constitucional para la aprobación y puesta en vigencia de los tratados. 2) La Convención, al estar habilitada para determinar la jerarquía de los tratados, no sólo les asignó carácter supralegal, sino que también estableció un orden jerárquico entre ellos al distinguir cinco tipos de tratados: 2.1) Los tratados que regulan materias extrañas a la integración y a los derechos humanos. 2.2) Los tratados sobre derechos humanos puestos en vigencia y aprobados por el Congreso sin las mayorías especiales previstas en el art. 75, inc. 22, de la Constitución. Sin embargo, estos tratados pueden tener jerarquía superior a estos últimos si, conforme al art. 29 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, regulan tales potestades de manera más favorable para las personas. 2.3) Los tratados de integración, en las variantes previstas en el art. 75, inc. 24, siempre que respeten las disposiciones sobre derechos humanos contenidas en otros tratados. Los tratados de integración no pueden desconocer o reducir la amplitud de la tutela a los derechos humanos dispensada por otros tratados, aunque sí podrían ampliarla. Tampoco pueden desconocer el orden democrático, tal como está regulado en la Constitución. 2.4) Los tratados sobre derechos humanos que, después de ser sancionada la reforma constitucional de 1994, sean aprobados y entren en vigencia conforme a las mayorías especiales establecidas en el art. 75, inc. 22, de la Constitución, y siempre que otorguen a esos derechos un reconocimiento más favorable que los simples tratados sobre derechos humanos o las leyes locales. 2.5) Los tratados sobre derechos humanos citados en el art. 75, inc. 22 que, a igual que los anteriores, pueden ser denunciados por la acción conjunta del Congreso y el Poder Ejecutivo, sin que sea necesaria la reforma constitucional porque ellos no forman parte de la Constitución. 3) Conforme al art. 29 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, el carácter supralegal de los tratados cede ante las leyes internas que otorgan, a tales derechos, una protección más favorable para las personas. En tales casos, la ley no deroga ni modifica los tratados, sino que suspende la aplicación de algunas cláusulas de estos últimos. 4) La referencia a la jerarquía constitucional de los tratados sobre derechos humanos significa que están incorporados operativamente al orden jurídico interno argentino y sujetos a las disposiciones contenidas en los arts. 27, 30 y 31 de la Ley Fundamental. No son supraconstitucionales ni forman parte de la Constitución. Si formaran parte de la Constitución, se estaría violando el art. 30 de ella, porque los enunciados en el art. 75, inc. 22, pueden ser denunciados sin intervención de una Convención Reformadora, y otro tanto los aprobados después de la reforma de 1994. Si no se acepta esta conclusión, tendríamos que admitir que fue reformado el art. 30 de la Ley Suprema, cuya modificación estaba prohibida por la ley 24.309 bajo la pena de nulidad. 5) Los tratados internacionales sobre derechos humanos sólo rigen en las condiciones de su vigencia, es decir tal como fueron aprobados con sus reservas y declaraciones interpretativas, Condición que está permitida por el art. 19 de la Convención de Viena. 6) Los tratados, a menos que se convenga expresamente lo contrario, no tienen aplicación retroactiva según el art. 28 de la Convención de Viena. De acordarse lo contrario, las cláusulas del tratado no podrán colisionar con los derechos y garantías de carácter humano enunciados en la Primera Parte de la Constitución conforme a su art. 27 y que, de acuerdo a las normas reglamentarias generaron derechos adquiridos. 7) Los tratados internacionales no pueden derogar ni modificar artículo alguno de la Primera Parte de la Constitución. Así lo estableció el art. 7° de la ley 24.309 y así lo dispone el propio art. 75, inc. 22, de la Ley Fundamental. Caso contrario, se estarían vulnerando los arts. 27 y 30 de la Constitución —cuya reforma no fue autorizada— y se podría invocar el art. 46 de la Convención de Viena cuando establece que un Estado puede alegar, como vicio de su consentimiento, la circunstancia de que el tratado afecte una norma de importancia fundamental de su derecho interno. Y no hay norma de mayor importancia fundamental en el derecho interno argentino que su Constitución federal. En tal caso, el Estado deberá seguir el procedimiento previsto en el art. 65 de la Convención de Viena y los jueces nacionales, como partes integrantes del gobierno, que tienen a su cargo el control de constitucionalidad, deberían abstenerse de aplicar las cláusulas cuestionadas porque, en el orden interno, un juez de la Constitución jamás puede aplicar una norma inconstitucional. El control de constitucionalidad que incumbe a los jueces no puede ser limitado como consecuencia de una errónea valoración del Congreso y del Poder Ejecutivo sobre la validez constitucional de un tratado. Su prerrogativa de aprobar y ratificar tratados no es discrecional y está sujeta al control de constitucionalidad. 8) Los tratados internacionales sobre derechos humanos son complementarios de los derechos y garantías reconocidos por la Constitución. Nuestra Ley Fundamental, a diferencia de la de otros países, presenta la virtud, fruto de una eficiente técnica para la formulación de sus normas, de ser genérica, flexible, clara y expuesta en el lenguaje común, al menos en su Primera Parte. Merced a esa técnica, todas las libertades, como especies del género libertad, están reconocidas por la Constitución. Ya sea de manera explícita o mediante la cláusula residual de su art. 33. Todas las libertades individuales y sociales, tanto las que ya se manifiestan en la convivencia social como las libertades en embrión que nacerán debido al carácter dinámico de la vida social, están avaladas por la Ley Fundamental. De manera que un tratado internacional no crea derechos, garantías o libertades, sino que reglamenta, con jerarquía superior a las leyes, las ya reconocidas por la Constitución. Cumple la función prevista en el art. 28 de la Ley Fundamental. 9) Los tratados internacionales, al igual que toda norma jurídica, disfrutan de la presunción de constitucionalidad y, en caso de duda, corresponde aceptar su validez. Esta conclusión abstracta sólo podría ceder ante un caso concreto si su aplicación a él importa el desconocimiento de algún precepto constitucional, previa constatación de la imposibilidad de armonizar ambas normas en función de sus objetivos. 10) La Convención Reformadora de 1994 asignó jerarquía supralegal a los tratados, pero no a los principios de derecho internacional ni a la costumbre internacional, a menos que ellas sean receptadas en un tratado. Pero, aunque así fuera, tales principios y costumbres no derogan ni modifican los principios expuestos en la Constitución federal, conforme a su art. 27. Se podrá argumentar que estas conclusiones responden a un enfoque esquemático y que no se compadecen con aquellas que resultarían de una valoración adecuada sobre el desenvolvimiento del derecho internacional desde comienzos del siglo XX. Pero, en tal caso, nos estaremos apartando de la unidad de análisis jurídico que es la Constitución Nacional para introducirnos en un debate de carácter político, donde la ley queda subordinada a los juicios de valor. Consideramos que el poder de concertar tratados internacionales, previsto en el art. 75, incs. 22 y 24, debe entenderse subordinado a la Ley Fundamental. Un tratado que desconoce las normas constitucionales es nulo porque estaría autorizando lo que la Constitución prohíbe. Sostener lo contrario sería conferir al Congreso y al Poder Ejecutivo la potestad de ejercer el poder constituyente al margen del art. 30 de la Constitución, y así avalar la perversión constitucional, perversión motivada a menudo por el deseo de imponer una ideología que conduce a la alteración de los valores constitucionales. Un sector importante de nuestra doctrina constitucional considera que los tratados internacionales sobre derechos humanos previstos en el art. 75, inc. 22, de la Constitución, no son infraconstitucionales como los restantes. Ellos, junto al texto de la Ley Fundamental, conformarían un sistema o bloque de constitucionalidad federal. Su análisis no podría ser efectuado al margen de la Constitución porque la integran, complementando sus disposiciones. La eventual colisión entre la primera parte de la Constitución y las normas de esos tratados internacionales deberá priorizar los derechos humanos mediante la interpretación. Pero, si la oposición se manifiesta con la segunda parte de la Constitución, corresponde otorgar preferencia a las normas constitucionales. Arribando a una conclusión similar, algunos de los ministros de la Corte Suprema han sostenido que los constituyentes efectuaron un juicio de comprobación, entre los tratados que cita el art. 75, inc. 22, y el articulado de la Constitución, cotejando sus disposiciones. Al incorporarlos al texto de la Ley Fundamental, y como consecuencia de esa verificación, entendieron que esos tratados internacionales sobre derechos humanos no derogaban parte alguna de la Constitución y que ese juicio formulado por el órgano constituyente no puede ser desconocido por los poderes constituidos. Debido a su carácter dogmático, no compartimos la opinión expuesta. Ella veda toda posibilidad de analizar la validez de las normas incorporadas por la Convención Reformadora de 1994 y se contradice con la argumentación expuesta por la Corte Suprema en el caso "Fayt"(11) . Por otra parte, los fundamentos citados en los párrafos anteriores, ¿son aplicables a los tratados internacionales sobre derechos humanos aprobados con posterioridad a la reforma constitucional? Entendemos que no, porque ellos no fueron objeto de la presunta verificación que habría efectuado la Convención Reformadora, sino de un análisis realizado por los órganos legislativo y ejecutivo cuya actuación está sujeta al control de constitucionalidad del Poder Judicial. Después de la reforma de 1994, los tratados sobre derechos humanos que fueron aprobados con la mayoría especial del art. 75, inc. 22, son la Convención Interamericana sobre Desaparición Forzada de Personas, aprobada por las leyes 24.556 y 24.820, y la Convención sobre la Imprescriptibilidad de los Crímenes de Guerra y de los Crímenes de Lesa Humanidad, aprobada por las leyes 24.584 y 25.778. Respecto de estos últimos, se podría entender que, por el hecho de no haber sido convalidados por una convención constituyente, estarían en un nivel jerárquico inferior a los tratados internacionales sobre derechos humanos previstos en el art. 75, inc. 22, de la Constitución. Esta hipótesis sería aceptable si compartiéramos el criterio citado de algunos de los ministros de la Corte Suprema(12) . Sin embargo, como la norma constitucional permite la denuncia de los tratados que enumera, sobre la base de una mayoría igual a la requerida para la aprobación de nuevos tratados sobre derechos humanos, la relación jerárquica se diluye quedando, ambas categorías, en un plano de igualdad. Esto significa que, si las cláusulas de un tratado sobre derechos humanos son incompatibles con las de otro, se deberá otorgar preferencia al que tenga aprobación más reciente y siempre que sus contenidos resulten más favorables para la dignidad y libertad de las personas, con los límites resultantes de la Constitución. 98. Interpretación y aplicación de los tratados internacionales Nuestra opinión sobre la relación de los tratados internacionales, y en particular los tratados sobre derechos humanos, con la Constitución la hemos expuesto en los puntos anteriores. Ella se basa en las normas contenidas en la ley 24.309 que dispuso la necesidad de la reforma de la Ley Fundamental llevada a cabo en 1994. Esa ley prohibía toda modificación, directa o elíptica, a los arts. 27, 30 y 31 de la Constitución. Otro tanto, respecto del entonces art. 94 y actual art. 108, que atribuye a la Corte Suprema de Justicia la titularidad del Poder Judicial. Corresponde aclarar que nuestra opinión no es compartida por ciertos sectores de la doctrina nacional, así como tampoco por la jurisprudencia de la Corte Suprema, conforme a los votos emitidos por la mayoría de sus miembros. Aunque, con referencia a la doctrina jurisprudencial, no podemos aseverar que ella sea definitiva y consolidada conforme al dinamismo que la caracteriza. En la doctrina, percibimos tres posturas. Para la primera, los tratados internacionales sobre derechos humanos que fueron incorporados a la Constitución forman parte de ella con carácter supraconstitucional. Toda colisión entre una norma constitucional común y la contenida en un tratado sobre derechos humanos incorporado a la Ley Fundamental debe ser superada mediante la integración y, de no ser ella posible, las normas resultantes de aquellos tratados tienen aplicación preferente sobre las cláusulas de la Ley Fundamental que no se pueden armonizar con aquéllas. Para la segunda, los tratados internacionales sobre derechos humanos no integran la Constitución. La complementan, pero tienen un rango inferior. Son normas reglamentarias de los derechos y garantías expuestos en la Constitución, con jerarquía superior a las leyes internas reglamentarias. En caso de operarse una colisión entre tales normas, y si no es posible armonizarlas, corresponde aplicar aquella que le brinde mayor amplitud el derecho o garantía en virtud del principio pro homine . Pero ello no sería viable si, con la aplicación de tal principio, se vulnera una expresa disposición de la Ley Fundamental. Situación esta última poco probable si se considera la intensa finalidad y contenido humanista que presenta la Constitución. Nos adherimos a esta postura. Para la tercera, los tratados internacionales sobre derechos humanos no están incorporados a la Constitución, aunque sus normas tienen igual jerarquía que las de esta última con la cual conforman un bloque de constitucionalidad federal. Su interpretación debe ser armónica y dar siempre prioridad al principio pro homine . Entre las dos últimas posturas no existen, en principio, diferencias sustanciales. Sin embargo, ellas se amplían considerablemente cuando quienes se enrolan en la tercera postura le asignan carácter supraconstitucional a las normas del derecho internacional, a la costumbre internacional y el ius cogens en materia de derechos humanos. En tales casos las normas internacionales generadas por los tratados o convenciones celebrados entre los Estados, así como también las resultantes de la costumbre internacional, y particularmente del ius cogens , cuya vigencia imperativa es universal, se introducen en el derecho interno donde conforman la cima de su ordenamiento jurídico. Semejante criterio tiende, paulatinamente, a ser receptado por nuestra doctrina jurisprudencial, aunque no cabe aseverar que medie una aceptación definitiva. En algunos casos, advertimos cierta cuota de esnobismo en esa tendencia pues, para garantizar debidamente los derechos humanos, soslaya innecesariamente las normas del derecho positivo interno sin advertir que, mediante la correcta interpretación y aplicación de estas últimas, se puede arribar a igual resultado. La decisión adoptada en el caso "Verbitsky"(13) , por cierto loable como también la de quienes promovieron la sustanciación de la causa, bien se pudo alcanzar mediante la simple invocación del art. 18 de la Constitución: "Las cárceles de la Nación serán sanas y limpias, para seguridad y no para castigo de los reos detenidos en ellas, y toda medida que a pretexto de precaución conduzca a mortificarlos más allá de lo que aquélla exija, hará responsable el juez que la autorice". ¿No era suficiente con invocar esa norma constitucional a la luz de una interpretación sistemática y dinámica de la Ley Fundamental? Aparentemente no. Sin embargo, a cinco años de dicha sentencia, prosigue siendo deplorable e inhumano el sistema carcelario por una sencilla razón: no hay interés, y por ende voluntad política para concretar el cambio dispuesto por la Corte Suprema. En el caso "Giroldi"(14) , la Corte destacó que las sentencias de la Corte Interamericana de Derechos Humanos debían "servir de guía para la interpretación de los preceptos convencionales" de la Convención Americana sobre Derechos Humanos. El esquema de la nueva estructura del fuero penal, integrada por un tribunal colegiado de sentencia y de una cámara de casación cuya competencia se limitaba el análisis de las cuestiones de derecho, pero no sobre los hechos que conforman una causa penal, era aceptable. Pero, la reforma introducida por la ley 23.744 al art. 280 del Código Procesal Civil y Comercial había restringido la posibilidad de plantear el recurso extraordinario en temas carentes de agravio federal suficiente o cuando se trataba de cuestiones insustanciales o sin trascendencia. De modo que para remediar esto último y mantener la amplitud de la doble instancia, la Corte declaró la invalidez del art. 459, inc. 2º, del Código Procesal Penal en cuanto vedaba el recurso de casación cuando se cuestionaba la magnitud de la condena impuesta en un juicio penal tal como aconteció en el caso. Con motivo del ataque terrorista perpetrado el 23 de enero de 1989 contra los cuarteles de La Tablada, fueron condenadas veinte personas a cumplir diversas penas. Una vez firme la sentencia(15) , dos de los integrantes de ese grupo se presentaron ente la Comisión Interamericana de Derechos Humanos alegando que el Estado argentino había vulnerado sus derechos contemplados en la Convención Americana sobre Derechos Humanos. La Comisión entendió que había responsabilidad del Estado por el desconocimiento de los derechos invocados por los peticionarios, entre ellos la potestad amplia de recurrir la sentencia ante un tribunal superior. Asimismo, recomendó al Estado para que adoptara las medidas apropiadas para reparar el daño ocasionado, debiendo informar a la Comisión dentro del plazo de un mes para dar cumplimiento a las recomendaciones. Habiendo vencido ese plazo sin que mediara una respuesta satisfactoria del Estado, los peticionarios plantearon una acción de hábeas corpus demandando que fuera dispuesta su libertad de manera inmediata. Al confirmar el rechazo de la acción(16) , la Corte Suprema destacó que las opiniones o recomendaciones de la Comisión deben servir "de guía para la interpretación de los preceptos convencionales", pero no son vinculantes para el Poder Judicial pues ellas no emanan de un órgano jurisdiccional sino de un organismo de naturaleza política. En el caso "Felicetti"(17) , la Corte Suprema reiteró los argumentos expuestos en el caso "Acosta" sobre el alcance de las recomendaciones de la Comisión Interamericana. Añadió que ellas en modo alguno permitían su aplicación con carácter retroactivo para revisar sentencias judiciales pasadas en autoridad de cosa juzgada. La sentencia había sido dictada, antes de la creación de la Cámara de Casación Penal, por la Cámara Federal de Apelaciones que revestía el carácter de tribunal superior. Aclaró que la situación era diferente a la que se había planteado en el caso "Gorriarán Merlo"(18) donde, si bien la sentencia se dictó una vez creada la Cámara de Casación Penal, ella no se hallaba firme. La necesidad de admitir una doble instancia amplia en materia penal, extensiva a la revisión de las cuestiones de hecho y de derecho, fue impuesta por la Corte Suprema en el caso "Casal"(19) . El Alto Tribunal sostuvo que debía admitirse una "interpretación progresiva" del texto constitucional compatible con el requisito "del derecho de recurrir del fallo ante el juez o tribunal superior del art. 8.2. ap. h) de la Convención Americana sobre Derechos Humanos y del concordante art. 14.5 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos". Es importante destacar que la Corte Suprema admitió que las normas de aquellas convenciones internacionales eran reglamentarias del art. 18 de la Constitución: "No es la Convención Americana la que exige el recurso del que conoce esta Corte, sino la propia Constitución Nacional" en materia de arbitrariedad. Concluyó señalando: 1) Que la norma en cuestión no limita ni reduce el recurso de casación a las cuestiones de derecho; 2) que existe una imposibilidad práctica de distinguir entre cuestiones de hecho y de derecho; 3) que la interpretación amplia o limitada del recurso de casación debe decidirse en favor de la primera por ser la única compatible con las normas constitucionales, en atención a la reglamentación de ellas emanada de los documentos internacionales. Estimamos que esta solución es intensamente razonable pues no colisiona con el articulado humanista de nuestra Constitución y, además, ofrece una garantía más sólida para preservar el derecho de defensa en una causa penal. Tal garantía, si bien puede provenir de una interpretación del texto constitucional, se impone por estar regulada en tratados internacionales que, conforme el art. 75, inc. 22, de la Constitución, tienen jerarquía superior a las leyes del Congreso como, en el caso, el Código Procesal Penal. En los casos citados, al igual que en otros que no suscitaron mayores controversias, la interpretación expuesta en las sentencias de la Corte Suprema se basó o coincidió con las emitidas por organismos internacionales. Sin embargo, ese acatamiento intransigente de la doctrina jurisprudencial externa acarreó conclusiones difícilmente compatibles con algunos principios básicos resultantes del texto y de una interpretación teleológica de la Constitución. El desconocimiento de la prescripción de la acción penal impuesta por ley en beneficio del imputado; el desconocimiento del principio de legalidad en materia penal; la aplicación retroactiva de normas penales más gravosas para el imputado; la negación de la cosa juzgada; la aceptación del doble juzgamiento conculcando el principio non bis in idem ; la violación de derechos adquiridos y la invalidez de ciertas amnistías e indultos dictados con estricto apego a la Ley Fundamental son algunos de los supuestos que conllevan una manifiesta inseguridad jurídica provocada por las sentencias pronunciadas por la Corte Suprema en cuestiones que serán objeto de un análisis detallado(20) . 99. Efectos de la interpretación de los tratados internacionales por la Comisión y la Corte Interamericana de Derechos Humanos Conforme al art. 31 de la Convención de Viena, los tratados deben ser interpretados de buena fe, según el "sentido corriente que haya de atribuirse a los términos del tratado en el contexto de éstos y teniendo en cuenta su objeto y fin". Asimismo, se considerará todo acuerdo referente al tratado sobre su modalidad de interpretación, incluida la previsión de órganos encargados de efectuar esa interpretación. Ese principio fue reconocido por la Corte Suprema de Justicia, especialmente a partir del caso "Ekmekdjián c. Sofovich"(21) , cuando declaró la vigencia operativa del derecho de rectificación o respuesta previsto en el art. 14 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos. Asimismo, el Tribunal añadió que la interpretación de la Convención Americana sobre Derechos Humanos debía "guiarse por la jurisprudencia" de la Corte Interamericana de Derechos Humanos que, en la opinión consultiva 7/1986 expresó que el derecho de rectificación o respuesta era exigible internacionalmente. El hecho de que la Convención autorice a los Estados a reglamentar ese instituto no impide su exigibilidad conforme al derecho internacional de las obligaciones. La mayoría se abstuvo de analizar si la cláusula internacional constituía un acto de censura para la libertad de prensa, expresamente prohibido por el art. 14 de la Constitución. La Convención Americana sobre Derechos Humanos fue aprobada mediante la ley 23.054 sancionada el 1/3/1984, promulgada el 19/3/1984 y publicada el 27/3/1984. En su art. 2º reconoce la competencia de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos por tiempo indefinido. En cuanto a ésta, admite su competencia respecto a la interpretación o aplicación de esa Convención bajo condición de reciprocidad. Cuando el entonces presidente de la República, Raúl Alfonsín, ratificó la Convención el 14/8/1984, determinó cuáles eran las "condiciones de su vigencia" a que alude el art. 75, inc. 22, de la Constitución. En esa ratificación se dispuso: 1) Las competencias de la Comisión y de la Corte Interamericana de Derechos Humanos se acepta "con la reserva parcial y teniendo en cuenta las declaraciones interpretativas que se consignan en el documento anexo". 2) Las obligaciones contraídas con motivo de la Convención "sólo tendrán efectos con relación a hechos acaecidos con posterioridad a la ratificación del mencionado instrumento". Se veda su aplicación o interpretación con efectos retroactivos. 3) La Convención se "interpretará en concordancia con los principios y cláusulas de la Constitución Nacional vigente o con las que resultaren de reformas hechas en virtud de ella". Cabe entender que, en "las condiciones de su vigencia" y conforme al art. 19 de la Convención de Viena, importa una subordinación, en la tarea interpretativa, del documento internacional a la Constitución y que la interpretación de esta última no incumbe a un tribunal internacional sino, en última instancia, a la Corte Suprema de Justicia. Asimismo, al declararse que la Convención no puede ser interpretada o aplicada con efecto retroactivo, el Estado se acogió a la potestad que le otorga el art. 28 de la Convención de Viena, que establece la irretroactividad de los tratados. En el anexo de la ratificación se estableció: 1) El art. 21 de la Convención queda sujeto a una reserva por la cual no son revisables por un Tribunal Internacional las cuestiones referentes a la política económica del gobierno. 2) Tampoco es revisable lo que los tribunales nacionales determinen como causas de utilidad pública, interés social e indemnización justa. 3) El art. 5º, inc. 3º, de la Convención debe interpretarse en el sentido de que la pena no puede trascender a la persona del delincuente. Se excluyen las sanciones penales vicariantes. 4) El art. 7º, inc. 7º, debe interpretarse en el sentido de que la prohibición de la detención por deudas "no comporta vedar al Estado la posibilidad de supeditar la imposición de penas a la condición de que ciertas deudas no sean satisfechas, cuando la pena no se imponga por el incumplimiento mismo de la deuda sino por un hecho penalmente ilícito anterior independiente". 5) El art. 10 de la Convención debe "interpretarse en el sentido de que el error judicial sea establecido por un Tribunal Nacional". Ese error no puede ser declarado por un tribunal internacional. Conforme a la Convención Americana sobre Derechos Humanos existen dos órganos competentes para intervenir en los asuntos relacionados con el cumplimiento de los compromisos contraídos por los Estados que son parte de ella: la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y la Corte Interamericana de Derechos Humanos. La Comisión es un organismo de naturaleza política que integra la Organización de los Estados Americanos. Representa a todos los Estados miembros de esa Organización y sus integrantes son elegidos por la Asamblea de la Organización (arts. 35 y 36). Es un ente previsto en el art. 106 de la Carta de la Organización de los Estados Americanos que, al margen de las funciones que le asigna ella —presentar informes sobre el cumplimiento de la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre— también le corresponde igual potestad con referencia a la Convención Americana sobre Derechos Humanos pero limitada respecto de los Estados parte de ella. Los arts. 44 y 45 disponen que cualquier persona puede denunciar ante la Comisión el incumplimiento de la Convención por un Estado parte, y también puede hacerlo un Estado parte respecto de otro. Para dar curso a la petición es requisito que se hayan agotado los recursos de jurisdicción interna, salvo que en el Estado parte su legislación interna no se adecue a los principios del debido proceso para la tutela de los derechos que habrían sido violados, o no se haya permitido al denunciante el acceso a la jurisdicción interna, o exista un retardo injustificado en la tramitación de las vías jurisdiccionales internas (art. 46). Si se cumplen los requisitos formales y sustanciales por el peticionario, la Comisión requerirá información al Estado en cuyo ámbito actúa la autoridad que habría incurrido en la violación, la cual deberá ser presentada en el plazo que aquélla determine. Presentado el informe, o vencido el plazo sin que éste se produzca, la Comisión podrá archivar las actuaciones si estima que no existen o se han diluido los motivos sobre los cuales se basó la petición. Caso contrario, la Comisión procederá a examinar la cuestión planteada y las pruebas producidas y podrá, en cualquier momento, requerir información y datos complementarios a las partes (art. 48). Sobre la base de los elementos analizados, la Comisión se pondrá a disposición de las partes para concretar una solución amistosa en función del resguardo de los derechos humanos comprometidos. Si se arriba a esa solución, la Comisión redactará un informe que hará conocer a las partes y a la Secretaría General de la Organización de los Estados Americanos para su publicación. De no concretarse la solución, la Comisión elaborará un informe con sus conclusiones que podrá contener proposiciones y recomendaciones (arts. 48 a 50). Si dentro de los tres meses de ser notificado el informe a las partes no se soluciona la cuestión planteada, o si ella es sometida a la decisión de la Corte Interamericana por la propia Comisión o el Estado interesado, la Comisión emitirá su opinión y sus conclusiones sobre el caso por el voto de la mayoría absoluta de sus miembros (art. 51). ¿Son obligatorios para el Estado los informes del art. 50 o las recomendaciones del art. 51? Considerando que no se trata de un organismo jurisdiccional sino político, cuya función es procurar la concreción de una solución consensuada o aceptada por las partes, se entiende que los informes y recomendaciones no son vinculantes para el Estado, sin perjuicio de procurar su cumplimiento conforme a los principios de buena fe. Tal ha sido también el temperamento adoptado por la Corte Suprema de Justicia, que, si bien admite que los informes de la Comisión constituyen una guía para la interpretación de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, considera que el apartamiento de ellos no acarrea la responsabilidad internacional del Estado(22) . A diferencia de la Comisión, la Corte Interamericana de Derechos Humanos es un organismo que tiene jurisdicción internacional. Conforme a la Convención Americana sobre Derechos Humanos, la Corte puede actuar como un organismo de consulta o como tribunal encargado de resolver una controversia. Las opiniones consultivas que emite la Corte, por ser tales, no son de cumplimiento obligatorio y el Estado que se aparta de ellas no incurre en responsabilidad internacional. La Corte Suprema de Justicia, al igual que respecto de los informes de la Comisión, entiende que las opiniones consultivas de la Corte Interamericana, si bien no son obligatorias, deben ser debidamente valoradas y compartidas a los fines de la interpretación de la Convención. La Corte Interamericana, al margen de las opiniones consultivas, puede ejercer su función jurisdiccional en aquellos casos sometidos a su decisión por un Estado parte o la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (art. 61), una vez agotadas las actuaciones ante la Comisión. El fallo que dicte la Corte es definitivo e inapelable (art. 68). Así lo admitió el Estado argentino cuando, por ley 23.054, aceptó su competencia para interpretar o aplicar la Convención. Consideramos que esa aprobación está condicionada a las reservas y condiciones expuestas por el Poder Ejecutivo cuando procedió a la ratificación de ese documento internacional, conforme el art. 19 de la Convención de Viena. Las sentencias de la Corte Interamericana no tienen efectos erga omnes , pues sólo son obligatorias para los Estados que sean parte en la causa (art. 68), aunque la doctrina hermenéutica que resulte de ellas debe ser debidamente considerada como guía de actuación por los restantes Estados. Las sentencias condenatorias aplicadas a un Estado por la violación de derechos humanos acarrean, generalmente, dos obligaciones: 1) Reparar el daño causado; 2) adoptar las medidas positivas necesarias para evitar la reiteración del hecho ilícito consistente en no honrar las obligaciones internacionales. El art. 63 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos establece que la sentencia debe condenar al Estado infractor a: 1) Restablecer la vigencia del derecho vulnerado; 2) reparar, si es viable, las consecuencias de la violación; 3) ordenar, si corresponde, el pago de una indemnización justa. ¿Qué consecuencias acarrea el incumplimiento de la sentencia por el Estado? En realidad, las sentencias de la Corte Interamericana de Derechos Humanos pueden en los hechos ser desconocidas por el Estado, y como ese organismo carece de imperium no puede ejecutar la sentencia ni dispone de medios para exigir su cumplimiento. Es cierto que, conforme al art. 27 de la Convención de Viena, los Estados deben cumplir sus obligaciones internacionales y que el incumplimiento genera su responsabilidad internacional, con la salvedad de la hipótesis expuesta en el art. 46 de esa Convención. A lo sumo, el incumplimiento se traducirá en una nueva violación del orden internacional. Con similares alcances, el art. 65 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos dispone que la Corte Interamericana de Derechos Humanos someterá un informe anual sobre su labor a la Asamblea General de la Organización de los Estados Americanos, y de manera especial, las recomendaciones pertinentes sobre los casos en que un Estado no haya dado cumplimiento a sus fallos. En ambos casos, y al margen del grado de credibilidad que podrá merecer el Estado que no cumple con sus obligaciones en el orden internacional, la definición del caso responderá a un enfoque netamente político y no jurídico. Serán considerados los efectos que pueda acarrear la presión que, eventualmente, podrá ejercer el organismo internacional sobre la convivencia armónica de los Estados y la subsistencia de la propia estructura de la organización internacional. La decisión será política y realista, no jurídica y moralista, con prescindencia del respeto que merecen los derechos humanos. Esta conclusión resulta evidente a la luz de un enfoque empírico de las relaciones internacionales. Basta advertir, para no remontarnos al siglo XX, las graves lesiones a los derechos humanos que se producen impunemente en aquellos Estados en los cuales imperan sistemas políticos absolutistas, autocráticos o autoritarios. Además, es significativo advertir cómo algunos pensadores que proclaman fervientemente su adhesión a la existencia de una comunidad internacional, a la trascendencia de los derechos humanos, ignoran tales aberraciones por razones ideológicas. Al margen de estas consideraciones, lo cierto es que en el siglo XXI la tesis de que los Estados no tienen obligaciones morales o que los tratados no tienen validez no es sostenida ni siquiera por los más entusiastas defensores del nacionalismo, poco predispuestos a impulsar la cooperación internacional. Pero también es cierto que muchas veces presenciamos Estados que violan tratados al tiempo que niegan haberlo hecho o invocan intereses nacionales para encontrar una justificación moral a sus conductas. En un sector importante de nuestra doctrina se afirma con énfasis que la existencia de una comunidad internacional avala la aplicabilidad de la costumbre internacional o del ius cogens , y se llega al extremo de otorgar a las normas que emanan de ellos una jerarquía superior al texto de la Ley Fundamental. Otro tanto se advierte en los votos de algunos jueces de la Corte Suprema de Justicia, así como también en los informes de la Comisión y en los fallos de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Admitimos la presencia de una suerte de estereotipo, de una creencia generalizada, aunque irracional, que sostiene la existencia de una comunidad internacional por el simple hecho de existir Estados cuyos habitantes se comportan de manera similar y reflejan así una aparente comunidad de ideas. Se admite, sin discusión previa, que es una verdad. Que estamos en el ámbito de una comunidad internacional consolidada que, como tal, es estable, permanente y definitiva. No de un proceso hacia la integración comunitaria, sino de una comunidad afianzada, de una civilización internacional. Un análisis empírico nos permite cuestionar esa presunta verdad. Una comunidad internacional presupone la vigencia del principio de igualdad entre sus miembros. La igualdad no puede ser absoluta, pero, al menos, es incompatible con las discriminaciones arbitrarias. Nos referimos tanto a la discriminación de las comunidades nacionales respecto de las minorías por razones religiosas, raciales o por ser extranjeras, como también a la discriminación de los Estados entre sí. Se recuerda la exposición de Neville Chamberlain en la Cámara de los Comunes el 21 de junio de 1938 con motivo de los bombardeos japoneses sobre las ciudades chinas: "Si no fuese porque China está tan lejos, y porque las escenas que tuvieron lugar allí estaban tan distantes de nuestra conciencia cotidiana, los sentimientos de horror, de piedad y de indignación que despertaría la observación de estos acontecimientos impulsarían a nuestro pueblo a actos que quizás nunca había imaginado". Esas palabras, expuestas hace más de setenta años, las podríamos repetir en nuestros tiempos, y con igual firmeza, respecto de las penurias del pueblo de Afganistán, Irak, Palestina, Israel, Pakistán, India y de otros Estados. Hasta no hace muchos años atrás, era manifiesta la indiferencia de los pueblos extranjeros —con la salvedad de muy pocos— sobre los atentados terroristas en Irlanda y España. Otro tanto respecto de la devastación, por fenómenos naturales, en lejanos países asiáticos donde, con cierta cuota de morbosidad, el interés recaía sobre la magnitud del hecho y no sobre los padecimientos de un pueblo. Por su parte, el reconocimiento del principio de igualdad entre los Estados muchas veces tiene carácter meramente formal. Desde una óptica realista, es fruto de las concesiones otorgadas por las potencias dominantes para coadyuvar a una convivencia armónica entre las naciones. Sin embargo, en mayor o menor grado, ellas se diluyen cuando se plantea un conflicto de intereses inconciliable. ¿Acaso podemos afirmar que en el seno de la Organización de las Naciones Unidas es igual la gravitación y la envergadura del poder político de todos sus miembros? Entendemos que no. En determinados casos, advertimos que los derechos de ciertos Estados están a la merced de la benevolencia de otros, y eso no es igualdad. Hasta nuestros días, felizmente, se condenan las atrocidades perpetradas por el nazismo en Europa y por el imperialismo japonés en Asia desde fines de la década del treinta del siglo XX y se aplauden las reparaciones de que fueron objeto, parcialmente, al concluir la Segunda Guerra Mundial. Pero cayeron en el olvido los millones de seres humanos que fueron despojados de su dignidad y vida en los gulag soviéticos por obra de un régimen que, hasta la caída del muro de Berlín, mereció la ponderación de los partidarios del comunismo en todo el mundo. El silencio acogió, en 1955, la libertad de miles de prisioneros de guerra del ejército alemán por la Unión Soviética que fueron obligados, junto con otros tantos que no sobrevivieron, a prestar trabajos forzosos y en condiciones absolutamente vejatorias. Y, como hecho puntual, ¿qué reparación mereció en 1945 —y hasta la actualidad— la masacre de los bosques de Katyn cuando, en 1940, y por orden expresa de Stalin, fueron ejecutados en el curso de dos semanas más de 20.000 prisioneros de guerra del ejército polaco? Ninguna. O bien no fueron calificados como crímenes de guerra y de lesa humanidad —lo cual sería un absurdo— o porque Stalin en su carácter de líder de la Unión Soviética hasta 1953 no podía ser calificado internacionalmente de genocida debido a que era el jefe político de una de las grandes potencias mundiales. ¿Pero, dónde se hallaba y se halla la costumbre internacional y el ius cogens ? No desconocemos la existencia, desde hace más de cincuenta años, de un proceso de integración o aproximación de las naciones con el propósito de forjar una comunidad internacional y que ella pueda consolidarse. Es una senda correcta en el marco del dinamismo social y de la creciente interdependencia de los Estados, un proceso que se debe desarrollar conforme a la realidad social y no a las elucubraciones teóricas de aquellos que aspiran a precipitar el curso de la historia mediante la imposición de conceptos que no siempre integran la idea política dominante de todos los pueblos. La comunidad internacional está en formación así como también la idea social dominante que le debe servir de sustento y que no necesariamente coincide con la de los partidarios de precipitar la conclusión de dicha evolución. Creer que ese proceso concluyó en el orden mundial y que, como consecuencia, debemos obrar conforme a una nueva tipificación política internacional, es incurrir en una actitud equivocada, o en el mejor de los casos, confundir la utopía con la realidad. 100. La Corte Interamericana de Derechos Humanos como instancia jurisdiccional superior a la Corte Suprema de Justicia El art. 67 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos dispone que los fallos de la Corte Interamericana son definitivos e inapelables y que los Estados parte se comprometen a cumplir sus decisiones en los casos en que intervengan ante ese tribunal. La ley 23.054, que aprobó la Convención, estableció que se reconoce la competencia de la Corte Interamericana sobre todos los casos relativos a la interpretación o aplicación de esa Convención, bajo condición de reciprocidad. Lo propio decidió el Poder Ejecutivo cuando ratificó la Convención. Así lo hizo haciendo la salvedad respecto de las reservas formuladas, entre las cuales, con referencia al art. 10, expresó que esa norma debía ser interpretada en el sentido "de que el error judicial sea establecido por un tribunal nacional". Esto significa que la indemnización reconocida a quien es condenado por sentencia firme que incurre en un error judicial requiere que ese error sea declarado por un tribunal nacional y no por la Corte Interamericana. Entendemos que la aprobación y ulterior ratificación de la Convención en modo alguno podían modificar el contenido de los arts. 108 y 116 de la Constitución, porque mediante la sanción de una ley y ratificación de un tratado internacional no se estaba ejerciendo el poder constituyente. En nuestra opinión, es indudable que los fallos de la Corte Interamericana, que condenan al Estado argentino por violación de los derechos humanos conforme a la reglamentación de ellos contenida en la Convención Americana sobre Derechos Humanos, deben ser objeto de estricto cumplimiento, siempre y cuando no importen, a su vez, una violación de los preceptos de la Ley Fundamental. Como principio general, la instrumentación del cumplimiento del fallo condenatorio incumbe al Congreso o al Poder Ejecutivo, pero sin que pueda apartarse de las atribuciones específicas que les confiere la Constitución. Ese cumplimiento también le podría corresponder al Poder Judicial en cuanto es un órgano del gobierno estatal. Ahora bien, si la ejecución del fallo es impuesta a la Corte Suprema por razones funcionales y para ello debería dejar sin efecto, total o parcialmente, una sentencia dictada en el caso concreto que motivó el pronunciamiento de la Corte Interamericana, entendemos que esa imposición es inaceptable. No solamente porque nos enfrentaríamos con una nueva instancia judicial, que privaría a nuestra Corte del carácter de "suprema" que le asigna la Ley Fundamental, sino también porque se estaría alterando nuestro orden constitucional más allá de lo autorizado por la ley 24.309 cuando declaró la necesidad de la reforma constitucional concretada en 1994. Esa ley en modo alguno autorizó a la Convención Reformadora a efectuar, elípticamente, una modificación del texto constitucional con la alteración del carácter y las funciones judiciales de la Corte Suprema. En modo alguno podemos aceptar que, en el ámbito jurisdiccional, la Corte Interamericana constituya una instancia judicial superior a la Corte Suprema. No es una cuarta o quinta instancia judicial. Es cierto, como enseñaba Bidart Campos, que el ámbito de la potestad jurisdiccional de la Corte Interamericana se expresa en un orden externo o internacional, y no interno o nacional. Pero si los efectos de sus productos conducen a la necesidad, para darles cumplimiento, de que la Corte Suprema revoque sus propios pronunciamientos, ella deberá abstenerse de hacerlo. Caso contrario, se estará produciendo una intromisión indebida en las funciones específicas y exclusivas que le ordena ejercer la Constitución Nacional. Advertimos que, sobre el particular, la doctrina jurisprudencial de la Corte Suprema no está clara y categóricamente definida. Registramos tres casos en los cuales se planteó la situación que analizamos: "Cantos", "Espósito" y "Kimel"(23) . 101. Control de constitucionalidad El principio de la supremacía constitucional, que subordina la validez de las normas jurídicas a su adecuación formal y sustancial a las disposiciones contenidas en la ley fundamental, carecería de relevancia práctica si estuviera desprovisto de alguna técnica apropiada para hacerlo efectivo frente a un tratado, una ley, decreto del poder ejecutivo, sentencia judicial, acto administrativo o actos de los particulares que estén en pugna con la Constitución. No resulta suficiente con proclamar dogmáticamente la supremacía de la Constitución, sino que además es necesario establecer algún procedimiento que permita su instrumentación y determinar cuál será el órgano que tendrá a su cargo velar por la aplicación de aquel principio, así como también el sistema de control. El control de constitucionalidad tiene por objeto verificar, en cada caso concreto, si una norma jurídica de jerarquía inferior responde a las directivas resultantes de una norma superior de la cual depende la validez de la primera. La concordancia de un acto administrativo con el decreto sobre el cual se sustenta, o del decreto dictado en virtud de las prescripciones contenidas en una ley, son materias propias del control de constitucionalidad en virtud del orden jerárquico establecido por la Constitución. Al margen del control de constitucionalidad, y especialmente a partir de la sentencia dictada por la Corte Interamericana en el caso "Almonacid c. Chile", resuelto el 26/9/2006, se suele hacer referencia al control de convencionalidad. El control de convencionalidad consiste en el deber que tendrían los órganos encargados de ejercer el control de constitucionalidad de verificar si las normas internas de un Estado parte de la Convención Americana sobre Derechos Humanos se adecuan a ese tratado internacional. En su caso, de no ser así, deben abstenerse de aplicar tales normas y suplirlas con las contenidas en ese documento intern acional. El término de control de convencionalidad nos parece innecesario, al menos en el sistema jurídico argentino. En la medida que los tratados internacionales aprobados por el Congreso y ratificados por el Poder Ejecutivo tienen jerarquía superior a la de las leyes y normas inferiores (art. 75, inc. 22 CN), es obvio que los jueces deben abstenerse de aplicar normas de jerarquía inferior cuando colisionan con las disposiciones de normas de jerarquía superior. Las leyes, por estar subordinadas a las cláusulas de los tratados, están sujetas a un control de constitucionalidad que abarca ese control de convencionalidad. Pero, conforme a la Corte Interamericana, ese control de convencionalidad debe ser efectuado por los jueces que ceñirán su interpretación a la resultante de los fallos emitidos por ese tribunal. De modo que, frente a un caso concreto, y si no existe esa interpretación, deberá ella ser hecha por el juez local y, de existir, su autonomía jurisdiccional está subordinada a la interpretación de la Corte Interamericana. Esa doctrina de la Corte Interamericana, completada con la que expuso en el caso "Olmedo Bustos c. Chile", más conocido como "La última tentación de Cristo", determina que el control de convencionalidad se impone sobre el control de constitucionalidad porque las constituciones de los Estados parte no pueden ser invocadas para desconocer las cláusulas de la Convención Americana sobre Derechos Humanos ni la interpretación que de ellas realice la Corte Interamericana. En otras palabras, los Estados parte deben reformar sus constituciones si ellas no se adecuan a la Convención Americana conforme a la interpretación que de ella practique la Corte Interamericana. Para quienes consideramos que, en la reforma constitucional de 1994, en modo alguno estaba habilitada la Convención Reformadora para otorgar a los tratados internacionales sobre derechos humanos enunciados en el art. 75, inc. 22, una jerarquía supraconstitucional, la cuestión debe resolverse otorgando preferencia a la Ley Suprema sobre el texto de la Convención y la doctrina interpretativa que emane de la Corte Interamericana. Consideramos inconcebible que las decisiones de un tribunal internacional descalifiquen las normas constitucionales fruto del ejercicio del poder constituyente. Pero no podemos desconocer que un sector de nuestra doctrina constitucional y varios jueces en la actual composición de nuestra Corte Suprema de Justicia no comparten nuestra opinión. De modo que es posible que el control de convencionalidad sustituya al control de constitucionalidad propiamente dicho. Ello obedece a que la Corte Interamericana sostuvo —quizás por un exceso innecesario— que la sujeción no se limita sólo ante la Convención Americana sobre Derechos Humanos, sino que se extiende a cualquier tratado internacional similar. Entendemos que la referencia al control de convencionalidad es una de las tantas expresiones fruto del esnobismo constitucional. Conforme a nuestra tesis, ese control siempre debe practicarse respecto de las normas de jerarquía inferior, así como la validez de las resoluciones ministeriales debe reflejar una adecuación a los decretos del Poder Ejecutivo sobre los que se basan. ¿Acaso haremos referencia a un control "decretal"?, o como usualmente acontece, a un "control de legalidad" como sinónimo de "control de constitucionalidad". Pero la expresión también resulta innecesaria si adoptamos la tesis opuesta. Si aceptamos que la Constitución le asigna jerarquía supraconstitucional a ciertos tratados, también habrá un control de constitucionalidad como sinónimo de control de la Ley Suprema vigente en un país que, en este caso, y sobre las materias que regula, sería la convención internacional. 102. Sistemas de control de constitucionalidad La sistematización de los procedimientos de control de constitucionalidad permite agruparlos en dos grandes categorías, que son el control político y el control judicial. El control político consiste en asignar a un órgano de naturaleza política, ya sea ordinario o extraordinario, la función de velar por la supremacía de la Constitución. En cambio, en el sistema de control judicial esa función le corresponde a un organismo jurisdiccional, común o específico. Los sistemas judiciales de control se subdividen a su vez en difusos o concentrados, según exista o no pluralidad de órganos encargados de ejercer la función. Los sistemas judiciales concentrados, por la forma de integrar al órgano que ejerce el control, suelen ser cuasipolíticos o cuasijudiciales. Asimismo, y teniendo en cuenta la forma en que se plantea la cuestión constitucional, los sistemas judiciales pueden ser incidentales o por vía principal. Finalmente, considerando los efectos de la declaración de inconstitucionalidad, los sistemas judiciales pueden ser declarativos o constitutivos. En los primeros, tales efectos impiden aplicar la norma al caso concreto, pero no la derogan. En los segundos se opera la derogación de la norma con efectos erga omnes . El órgano judicial o político al cual se le confiere la potestad de ejercer el control de constitucionalidad asume el rol de guardián de la ley fundamental. 103. Control político En los sistemas políticos de control de constitucionalidad, la función de velar por la supremacía de la constitución es asignada a un órgano ordinario o especial de carácter político. Si bien el análisis de la concordancia entre una norma inferior y otra superior es una tarea técnica y esencialmente jurídica, los efectos de una declaración de constitucionalidad o inconstitucionalidad son de naturaleza política por las consecuencias que deparan para la conformación del orden jurídico. Tal circunstancia avalaría la razonabilidad del control político. Históricamente, los sistemas políticos de control de constitucionalidad precedieron a los sistemas judiciales. En el curso de los siglos XVII y XVIII, el enfrentamiento político producido en algunos países entre la corona y el parlamento o asamblea culminó con la consagración de la superioridad de este último mediante la absorción de ciertas potestades políticas traducidas en funciones constituyentes, legislativas y de control. Pero la función jurisdiccional, que en algunos casos permaneció en la órbita del poder de prerrogativa de la corona, fue circunscripta a la solución de las controversias entre particulares sin ser extendida a las que se producían entre éstos y el Estado, y menos aun a las que se suscitaban entre los órganos políticos del gobierno. Sin embargo, la idea de que la vigencia plena de una constitución rígida requería necesariamente de una autoridad dotada del poder de anular los actos que le fueran contrarios, se impuso progresivamente, aunque asignando tal función a un órgano de naturaleza política. Así, la Constitución francesa de 1852 estableció que todas las leyes debían ser sometidas al Senado antes de su promulgación, para que éste examinara su constitucionalidad. Asimismo, correspondía al Senado anular por inconstitucionales todos aquellos actos que le eran sometidos a su consideración por el gobierno o a pedido de los particulares. El sistema político del control de constitucionalidad respondió históricamente al propósito de afianzar la vigencia de las instituciones públicas de una democracia constitucional, y evitar la restauración de los regímenes monárquicos absolutistas. Esa finalidad primordial se materializaba mediante la implantación de un sistema de control establecido en interés de los poderes públicos y para evitar la producción de conflictos entre ellos. La defensa de las libertades del ser humano, esencia fundamental del sistema democrático constitucional, quedaba relegada a un plano secundario en los mecanismos de control. Pero ello no obedecía a una desjerarquización de esas libertades, sino a que se consideraba inadmisible que la acción de los poderes públicos pudiera resultar lesiva para ellas. A partir de mediados del siglo XIX, y con mayor amplitud en el curso del siglo XX, casi todos los países se han apartado del sistema político de control de constitucionalidad, adoptando sistemas judiciales, ya sea en forma plena o parcial. Estos últimos se consideran más eficaces para hacer efectivo el principio de supremacía constitucional. El sistema judicial de control de constitucionalidad, específicamente cuando es ejercido por el órgano judicial, tiene la virtud de jerarquizar al Poder Judicial, que deja de ser un simple órgano "administrador de justicia", para asumir el rol de un auténtico órgano de poder. La institucionalización de la función de control en el órgano judicial ordinario resulta difícil de comprender en el continente europeo. Si bien han admitido que el sistema judicial es preferible al sistema político, los resabios históricos de la desconfianza hacia la concentración de la función judicial en la corona han determinado que, desde la Constitución austríaca de 1920 —cuyo autor fue Hans Kelsen—, la función de control le sea asignada a un organismo cuasi-judicial o cuasi-político. 104. Control judicial La generalidad de los autores y de las constituciones modernas se inclina decisivamente por un sistema judicial de control de constitucionalidad. Si bien ese control tiene efectos políticos, su contenido constituye una tarea esencialmente jurídica que incumbe al órgano mejor capacitado en esa materia. El control de constitucionalidad no consiste en analizar las bondades o los defectos de una ley, así como tampoco su utilidad o conveniencia, que son funciones reservadas a los órganos políticos. Consiste, simplemente, en verificar jurídicamente si media o no oposición con los principios contenidos en la Constitución. Si bien la Constitución de los Estados Unidos no establece expresamente el sistema judicial de control, la doctrina desarrollada por los tribunales de los Estados y la expuesta por el juez Marshall en el caso "Marbury v. Madison"(24) , de 1803, reivindicó la atribución de los magistrados judiciales para controlar la constitucionalidad de los actos dictados por los órganos políticos del gobierno. Es que si la función de los jueces es aplicar la constitución y sus normas reglamentarias, y si sólo merecen llamarse leyes o decretos aquellas normas que en sus ámbitos de competencias se adecuan a la ley fundamental, los jueces tienen el deber de abstenerse de aplicar todas aquellas normas que no son leyes ni decretos por el simple hecho de estar en colisión con la constitución. Esto no significa que los órganos políticos del gobierno estén subordinados al poder judicial, o que éste se encuentre subordinado a los órganos políticos. Esa subordinación solamente existe con motivo del ejercicio de atribuciones propias y exclusivas de alguno de estos poderes, pero no porque alguno de ellos sea superior en jerarquía. Todos los órganos del poder están en un plano de igualdad, pero también en un plano de subordinación cuando se trata de funciones que la constitución les asigna exclusivamente. Al ejercer el control, los jueces no desempeñan funciones propias de los órganos legislativo o ejecutivo. Ellos no revisan los contenidos políticos de los actos emanados de esos órganos en cuanto a sus defectos o desaciertos, sino solamente si ellos, en su forma y esencia, se adecuan a la ley fundamental. Los sistemas judiciales de control de constitucionalidad no son uniformes. La característica común a todos ellos reside en atribuir el ejercicio del control a un organismo de naturaleza jurisdiccional. Sin embargo, presentan variadas e importantes diferencias que pueden ser sistematizadas en cuatro aspectos. En primer lugar, con relación a la estructura del órgano judicial que ejerce el control de constitucionalidad. Así, en el sistema europeo o concentrado, el control se encomienda a un organismo judicial especial que funciona independientemente de los tribunales ordinarios. Negando ese atributo a los tribunales ordinarios se procura reducir los riesgos de una eventual politización del poder judicial con motivo del control que se ejerce sobre los órganos políticos. En cambio, en el sistema americano o difuso, el control lo ejercen todos los tribunales ordinarios cuando son convocados para desarrollar su función jurisdiccional en las controversias sometidas a sus decisiones. En segundo lugar, con relación a las partes autorizadas para plantear la cuestión de constitucionalidad ante el tribunal judicial. Las partes legitimadas pueden ser, según la reglamentación de cada sistema, algún órgano oficial, las personas involucradas en un proceso judicial que tienen interés legítimo y directo en la declaración de inconstitucionalidad, cualquier órgano o persona aunque la cuestión debatida no guarde relación con sus derechos subjetivos, o el propio juez actuando de oficio. En tercer lugar, con respecto al procedimiento que se debe seguir para hacer efectivo el ejercicio del control de constitucionalidad, éste puede ser incidental o directo. El control se ejerce por vía incidental cuando se concreta en el curso de un proceso judicial de carácter común donde su solución, en forma total o parcial, depende de la aplicación de la norma tachada de inconstitucionalidad. El control se ejerce por vía principal o directa cuando se concreta en un proceso especial, en el cual solamente se debate la constitucionalidad de una norma con prescindencia de su aplicabilidad a un caso concreto litigioso. En la generalidad de los sistemas americanos o difusos, el control de constitucionalidad se ejerce por la vía incidental. En cambio, en los sistemas europeos o concentrados, el control se materializa por una vía principal. Sin perjuicio de ello, en algunos sistemas concentrados, como los que rigen en Alemania e Italia, el control de constitucionalidad se puede plantear tanto por la vía principal como por la vía incidental. En cuarto lugar, con respecto a los alcances de las potestades conferidas al órgano judicial cuando practica el control de constitucionalidad, ellas se relacionan con las consecuencias que acarrean. Se traducen en los efectos de la declaración de inconstitucionalidad, que pueden consistir en la anulación o derogación de la norma jurídica en cuestión porque tendrá efecto erga omnes , o simplemente en negar su aplicación al caso concreto sometido a la consideración del tribunal, pero sin que ello importe la derogación de la norma, cuya vigencia subsiste. La generalidad de los autores destaca las bondades que presenta el sistema judicial de control frente a los sistemas políticos. La intervención de un organismo judicial asegura la capacitación técnica en la resolución de cuestiones sustancialmente jurídicas. Además, su independencia formal de los órganos políticos y de los intereses que determinan su actuación permite preservar eficazmente la supremacía de la constitución, al descalificar el ejercicio abusivo del poder en que pueden incurrir aquellos organismos. Sin embargo esta característica no se presenta con la intensidad requerida en aquellos sistemas judiciales concentrados cuando, para la integración del órgano que ejerce el control de constitucionalidad, prevalecen los componentes políticos sobre los judiciales. En tales casos, el sistema de control de constitucionalidad guarda mayor afinidad con el control político. 105. Control de constitucionalidad en la Argentina El sistema de control de constitucionalidad organizado por la Ley Fundamental para la aplicación práctica del principio establecido en su art. 31 es el sistema judicial americano. Enrique Petracchi y Genaro Carrió consideran que el sistema de control de constitucionalidad resultante de la Constitución federal, y que formalmente fue reglamentado en 1862 mediante la sanción de la ley 27, está inspirado en el sistema que adoptó la Constitución de los Estados Unidos de América y que fue expuesto en el caso "Marbury v. Madison". Compartimos estas opiniones, que aparecen claramente reflejadas en los fallos dictados por la Corte Suprema de Justicia, poco después de su organización(25) , en los cuales se destacó que los constituyentes no tuvieron en cuenta la legislación española. El órgano que tiene a su cargo el control de constitucionalidad es el Poder Judicial. Todos los jueces, cualquiera sea la jerarquía del tribunal que integren, tienen el deber de velar por la supremacía constitucional y de declarar la inaplicabilidad —como sinónimo de inconstitucionalidad— de todas aquellas normas jurídicas que no estén conformes con los principios contenidos en la Ley Fundamental y con la escala jerárquica de su art. 31. Al decidir el caso "Municipalidad c. Elortondo"(26) , la Corte Suprema dispuso "Que es elemental en nuestra organización constitucional, la atribución que tienen y el deber en que se hallan los tribunales de justicia, de examinar las leyes en los casos concretos que se traen a su decisión, comparándolas con el texto de la Constitución para averiguar si guardan o no conformidad con ésta, y abstenerse de aplicarlas, si las encuentran en oposición con ella". Con anterioridad, en el caso "Calvete", nuestro Alto Tribunal sostuvo que era "el intérprete final de la Constitución, por cuya razón siempre que se haya puesto en duda la inteligencia de alguna de sus cláusulas y la decisión sea contra el derecho que en ella se funda, aunque el pleito haya sido resuelto en un tribunal del fuero común, la sentencia está sujeta a la revisión de la Suprema Corte"(27) . Esa doctrina, expuesta desde 1864, fue mantenida invariablemente. Se trata de una facultad y un deber que recaen, no solamente sobre los jueces nacionales o federales de cualquier instancia, sino también sobre los jueces provinciales. En el caso "Egües"(28) , la Corte reiteró tal principio al destacar que los jueces provinciales están habilitados para efectuar el control de constitucionalidad sobre cuestiones federales, sin perjuicio de que ellas puedan eventualmente ser sometidas a su conocimiento por vía del recurso extraordinario. Los restantes órganos del poder, y dentro del marco de sus competencias constitucionales, pueden calificar como carente de validez constitucional una norma jurídica. En cierto modo, tanto el órgano legislativo como el ejecutivo tienen el deber de velar por la constitucionalidad de los actos que dictan, porque no se concibe su funcionamiento deliberado al margen de la Constitución. Así, el Congreso puede derogar una ley por considerarla inconstitucional y otro tanto puede hacer el Poder Ejecutivo respecto de un decreto. El sistema judicial de control no es concentrado sino difuso. Cualquier juez puede declarar inconstitucional una norma, sin perjuicio de que, cumplidos los recaudos procesales pertinentes, su decisión resulte confirmada o revocada por un tribunal jerárquicamente superior. En tales casos, la decisión final corresponde a la Corte Suprema de Justicia de la Nación. Por tratarse de un sistema de control difuso, las decisiones de la Corte Suprema de Justicia en principio no son estrictamente vinculantes para los jueces inferiores. Declarada la inconstitucionalidad de una norma por la Corte Suprema, ella conserva su vigencia y puede ser aplicada por los jueces inferiores a los casos similares o análogos que se les presenten en lo sucesivo. Sin embargo, por una razón de orden práctico y de economía procesal, en principio su jurisprudencia es vinculante. Los jueces deben acatar la doctrina judicial de la Corte Suprema, pudiendo dejar a salvo su opinión en contrario, a menos que incorporen nuevos argumentos que permitan efectuar un replanteo de la cuestión(29) . El control de constitucionalidad no solamente puede y debe ser ejercido en el curso de un proceso judicial. Cuando corresponde decidir sobre cuestiones atinentes a la organización y funcionamiento del Poder Judicial, también cabe concretar el control de constitucionalidad. Así lo ha hecho la Corte Suprema, en numerosas oportunidades, mediante la emisión de acordadas(30) . Con el propósito fundamental de evitar conflictos de poderes y una eventual politización del Poder Judicial, la legislación reglamentaria y la doctrina de la Corte Suprema de Justicia han establecido cuatro requisitos que condicionan el ejercicio por los jueces del control de constitucionalidad. Ellos son: 1) Causa judicial; 2) petición de parte; 3) interés legítimo; 4) que no se trate de una cuestión política. No son condiciones absolutas, ya que las tres primeras admiten importantes excepciones. 106. Causa judicial El art. 116 de la Constitución Nacional establece que la competencia de los tribunales se concreta en el conocimiento y decisión de todas las causas que versen sobre puntos regidos por la Ley Fundamental, por las leyes de la Nación y por los tratados con las naciones extranjeras. La causa judicial es el proceso judicial en el cual los tribunales ejercen su función jurisdiccional y aplican las normas que integran el ordenamiento jurídico a los casos particulares que son sometidos a su consideración. Los jueces, como regla general, ejercen sus funciones constitucionales en el marco de un caso o controversia judicial, porque el principio de la separación de los poderes impone al órgano judicial la permanencia en un ámbito jurisdiccional. El concepto de caso o controversia judicial, que habilita el ejercicio de la función jurisdiccional asignada a los jueces, presupone un conflicto real, una contienda de intereses antagónicos cuya solución requiere de un pronunciamiento judicial. Son aquellas causas sustanciadas ante los tribunales judiciales en las cuales se demanda el reconocimiento de un derecho desconocido en el marco de las circunstancias particulares que la conforman. En una interesante aproximación al tema, Carlos Laplacette expone que la determinación del concepto de causa, o caso, o controversia judicial no es una cuestión menor. Su significado encierra el rol constitucional que debe desempeñar uno de los órganos del gobierno. La causa o controversia "ha venido a cumplir un papel estructural en la dinámica del poder estatal. En primer lugar, este requerimiento sirve de límite a la actividad judicial. Limitando las ocasiones para esta intervención se reduce la fricción entre los poderes por la revisión judicial". Con frecuencia, el concepto de causa o controversia se confunde con el de la legitimación, o de petición de parte interesada, o el referente a la existencia de un interés legítimo, o con la falta de acreditación de un perjuicio concreto que descalificaría la existencia de un caso judicial(31) . Es cierto que nadie puede impugnar la constitucionalidad de una ley, a menos que acredite que sus derechos son efectivamente amenazados o afectados por ella. Pero la falta de prueba no significa que no exista una causa judicial donde el rechazo de la acción se basará sobre tal hecho. Distinta es la situación que se presenta cuando se requiere una opinión o consulta del tribunal. Aquí no habrá una causa propiamente dicha porque al no existir un conflicto ni partes adversas en el resguardo de derechos no habrá una controversia que avale la intervención del Poder Judicial(32) . En numerosas oportunidades la Corte Suprema de Justicia decidió que los tribunales judiciales no pueden resolver cuestiones en abstracto sino casos judiciales; que los jueces no pueden valorar la inconstitucionalidad de una ley sino cuando se trata de su aplicación a los casos contenciosos; que el control encomendado a los jueces sobre las actividades legislativas y ejecutivas requiere de la existencia de un caso o controversia judicial para la preservación de la división de los poderes. Los jueces sólo pueden resolver colisiones efectivas de derechos y no hacer declaraciones generales sobre la validez constitucional de una norma(33) . Esto no significa que el control de constitucionalidad necesariamente presuponga una causa contenciosa o contradictoria. Así, las cuestiones atinentes a la administración y potestades disciplinarias del Poder Judicial, sus funciones de superintendencia, o las cuestiones referentes a la independencia del poder judicial, pueden ser resueltas por los tribunales sin mediar una causa judicial cuando una ley, o un decreto, afectan la competencia constitucionalmente asignada al órgano judicial. En varias oportunidades la Corte Suprema ejerció el control de constitucionalidad sobre actos del Poder Ejecutivo que disponían el nombramiento o traslado de magistrados judiciales(34) , en acordadas que declararon la supremacía de los arts. 108 y 110 de la Constitución frente a los actos de un gobierno de facto, o de actos legislativos que le otorgaban atribuciones extrañas a las previstas en los arts. 116 y 117 de la Ley Fundamental(35) . 107. Petición de parte La actividad jurisdiccional de los tribunales respecto del ejercicio del control de constitucionalidad de una norma determinada y aplicable para resolver el caso sometido a la consideración de los jueces está condicionada al pedido que formulen las partes intervinientes. La petición de parte interesada significa que los jueces, en tanto deben resolver solamente las cuestiones que les son planteadas por las partes, no pueden controlar la constitucionalidad de una norma aplicable al caso si no media un pedido expreso en tal sentido de alguno de los protagonistas legitimados, porque de otro modo se estaría vulnerando el equilibrio de poderes que debe presidir las relaciones entre los órganos gubernamentales, así como también la igualdad de las partes. Sin embargo, por ser la función de los jueces la de aplicar las normas jurídicas que se adecuan a la Constitución y dado que es un deber institucional velar por la supremacía de la Ley Fundamental, no resulta razonable que deban abstenerse de declarar su inconstitucionalidad cuando ella sea manifiesta y lesione derechos que son irrenunciables por comprometer el orden público. Aunque las partes no lo soliciten, si para resolver el caso, en el cual están involucrados aspectos referentes al orden público, el juez tiene que aplicar una norma que considera inconstitucional, entendemos que no podría dejar de ejercer el control de constitucionalidad. 108. Control de oficio La existencia, en una causa o caso judicial, de petición de parte interesada como requisito para tornar viable el control de constitucionalidad es un principio general pero no absoluto. Procura ceñir la actuación del Poder Judicial al ámbito de la función jurisdiccional que le asigna la Constitución, para evitar su intromisión indebida en áreas gubernamentales que le son extrañas. En otras palabras, el propio Poder Judicial, a través de la interpretación de la Ley Fundamental, impone un límite al control de constitucionalidad para soslayar los riesgos de su politización. Reiteramos que no es un principio absoluto. Aunque no medie petición de parte interesada, si el juez advierte que el caso concreto sólo puede ser resuelto mediante la aplicación de una ley carente de validez constitucional y lesiva para el orden público, debe abstenerse de acudir a ella y procurar encontrar una solución razonable al margen de semejante norma. Bien dice Pablo Sanabria que "si entendemos que la función de los jueces es la de aplicar las normas jurídicas que se ajustan con las prescripciones de la Constitución que han jurado hacer cumplir y de la que emanan todos sus poderes, no se puede sostener con coherencia intelectual que los mismos están impedidos de declarar la inconstitucionalidad de una norma cuando es necesario aplicarla al caso —por petición de una parte y sin disconformidad de la contraparte— y ella es manifiestamente inconstitucional". Aquí cede el principio de presunción de constitucionalidad de los actos legislativos y la prueba sobre su invalidez no la aporta la parte sino el propio magistrado judicial. El control constitucional de oficio es una excepción del principio general y, por ende, es de aplicación e interpretación restrictivas. Solamente es viable si, para resolver el caso, el juez no puede soslayar la aplicación de una norma manifiestamente inconstitucional y aunque ella sea invocada por las partes para sustentar sus derechos. En varios pronunciamientos emitidos por la Corte Suprema a partir de 1984, algunos de sus ministros aceptaron que el control de constitucionalidad podía ser efectuado de oficio, sin que con ello se vulnerara el principio de la división de poderes(36) . También que los jueces pueden declarar de oficio la inconstitucionalidad de las normas, aunque no pueden hacerlo en abstracto, sino con referencia al caso concreto; que, como el control de constitucionalidad recae sobre cuestiones de derecho y no de hecho, los jueces pueden suplir el derecho no invocado por las partes o invocado erróneamente, porque si se produce una colisión entre dos normas deben acudir a la de mayor rango y desechar la de rango inferior(37). En el caso "Mill de Pereyra"(38) , la mayoría de los ministros de la Corte Suprema sostuvo que la declaración de oficio de la inconstitucionalidad de una norma no genera un desequilibrio de poderes a favor del órgano judicial, porque si tal decisión es viable de mediar petición de parte, no se advierte la razón por la cual no pueda ser efectuada de oficio cuando la invalidez de la norma es manifiesta. Posteriormente, en el caso "Banco Comercial de Finanzas S.A.", la Corte Suprema de Justicia reiteró que "si bien es exacto que los tribunales judiciales no pueden efectuar declaraciones de inconstitucionalidad de las leyes en abstracto, es decir, fuera de una causa concreta en la cual deba o pueda efectuarse la aplicación de las normas supuestamente en pugna con la Constitución, no se sigue de ello la necesidad de petición expresa de la parte interesada, pues como el control de constitucionalidad versa sobre una cuestión de derecho y no de hecho, la potestad de los jueces de suplir el derecho que las partes no invocan o invocan erróneamente —trasuntado en el adagio iura novit curia — incluye el deber de mantener la supremacía de la Constitución (art. 31 Carta Magna) aplicando, en caso de colisión de normas, la de mayor rango, vale decir, la constitucional, desechando la de rango inferior"(39) . Esta excepción al principio que requiere la petición de parte interesada y que permite la declaración de inconstitucionalidad de oficio está condicionada a que la cuestión debatida en el proceso sea de orden público y que los derechos en juego sean irrenunciables. En tal sentido, al decidir el caso "Cabrera"(40) , la Corte resolvió que no podía suplir la negligencia en que había incurrido el accionante al no plantear la inconstitucionalidad de la norma en la instancia procesal oportuna, cuando ella vulnera el derecho de propiedad cuya protección es renunciable. En algunas constituciones provinciales se admite el control abstracto de constitucionalidad. Así, el art. 113, inc. 2°, del Estatuto de la Ciudad de Buenos Aires prevé ese tipo de control que no está destinado a obtener un pronunciamiento judicial para un caso concreto, sino la impugnación de normas generales con efectos erga omnes , solución cuestionable si importa facultar al Poder Judicial para derogar una ley o un decreto. Ello no acontece en el orden nacional. Sin embargo, y bajo ciertas condiciones, esa vía fue adoptada por la doctrina jurisprudencial al acudir a la acción declarativa de certeza prevista por el art. 322 del Código Procesal Civil y Comercial de la Nación. Éste establece que "Podrá deducirse la acción que tienda a obtener una sentencia meramente declarativa, para hacer cesar un estado de incertidumbre sobre la existencia, alcance o modalidades de una relación jurídica, siempre que esa falta de certeza pudiera producir un perjuicio o lesión actual al actor y éste no dispusiese de otro medio legal para ponerle término inmediatamente". Para el control de constitucionalidad mediante la acción declarativa de certeza se requiere que los agravios invocados no sean hipotéticos, que exista un interés del accionante real y claramente definido, y que exista un caso contencioso(41) . El control de oficio sobre la constitucionalidad de las normas procede, de manera más amplia y no restrictiva, cuando está autorizado por la ley. El art. 6° de la ley 23.098, que regula la acción de hábeas corpus, autoriza a los jueces para declarar de oficio, y en el caso concreto, la inconstitucionalidad de una ley o decreto que, siendo contraria a la Constitución, permite la emisión de órdenes que limitan la libertad ambulatoria de una persona. 109. Interés legítimo El control de constitucionalidad está condicionado a que el peticionario acredite su interés legítimo. Es necesario que la norma cuya constitucionalidad se cuestiona resulte ineludiblemente aplicable para resolver el caso y que esa aplicación lesione en forma directa y real un derecho legítimo del interesado. Nadie puede impugnar la constitucionalidad de una norma, a menos que sus derechos estén efectivamente afectados o amenazados con su aplicación. Si la parte no prueba que la aplicación de la norma tachada de inconstitucional le ocasiona un perjuicio concreto, o si pretende que esa declaración alcance a una norma que fue previamente invocada en sustento de sus derechos, los tribunales deben desestimar el pedido de inconstitucionalidad por carecer el peticionario de interés legítimo. Sin embargo, la ley puede formular excepciones a esta regla y otorgar legitimación a quienes no tienen un interés personal y directo, pero sí un interés indirecto por la representación que ejercen. Tal es el caso del defensor del pueblo, las asociaciones constituidas para defender derechos colectivos, el ministerio público y de cualquier persona que promueva la acción de hábeas corpus conforme al art. 5° de la ley 23.098. Otro tanto sucede con la promoción de la acción de amparo contra cualquier forma de discriminación, la protección del medio ambiente, la defensa de la competencia, los derechos de los usuarios y consumidores y los derechos de incidencia colectiva. Conforme al art. 43 de la Constitución, la acción puede ser ejercida no sólo por el afectado, sino también por el defensor del pueblo y las asociaciones conformadas para la protección de alguno de esos derechos. Pero al margen del defensor del pueblo y de aquellas asociaciones, si la acción es ejercida por particulares éstos deben necesariamente acreditar un interés legítimo directo y personal, traducido en la posible violación de un derecho subjetivo que le otorga la ley. Retomando el análisis del art. 43 de la Constitución, éste dispone que la acción de hábeas corpus puede ser ejercida por cualquier persona en salvaguarda de la libertad ambulatoria de un tercero. No se requiere la existencia de una relación familiar o consensuada entre el peticionario y quien estaría padeciendo una restricción arbitraria a sus derechos. Una situación particular se presenta con los legisladores. Se acepta su legitimación o interés legítimo cuando accionan en defensa de un derecho propio o personal, aunque se traduzca en resguardar una potestad política(42) . Pero ella no se extiende a los casos en que pretenden, por vía judicial, la declaración de inconstitucionalidad de actos del Congreso o del Poder Ejecutivo que no afectan sus derechos subjetivos o institucionales en forma directa. 110. Las cuestiones políticas no son justiciables Las denominadas "cuestiones políticas" surgen de las normas directivas, designando aquellas funciones atribuidas a los órganos políticos del gobierno que no son susceptibles de revisión y control por parte de los jueces en salvaguarda del principio de la división de los poderes. En definitiva, las cuestiones políticas no abarcan todas las atribuciones constitucionales conferidas a un órgano político, sino solamente aquellas que revisten carácter discrecional en orden a su contenido, oportunidad y conveniencia. Las razones que fundamentan el dictado del estado de sitio o la intervención federal, la sanción de una ley, la emisión de un decreto, la convocatoria del Congreso a sesiones extraordinarias o de prórroga, la designación o remoción de un ministro del Poder Ejecutivo, la declaración de guerra, la celebración de un tratado, la designación de los jueces, la amnistía, el indulto, la conmutación de penas, son algunas de las cuestiones que no pueden ser objeto de control judicial en cuanto a la oportunidad y conveniencia que determinan tales actos. El acto político, que presupone una decisión política en la cual se pondera su oportunidad y conveniencia, no es revisable judicialmente. Pero los efectos de ese acto, en la medida en que afectan constitucionalmente los derechos subjetivos, sí pueden ser objeto del control de constitucionalidad. La designación de un juez con acuerdo del Senado no es revisable judicialmente, pero si el Poder Ejecutivo pretende asignarle a ese magistrado un tribunal que ya tiene un titular, este último verá afectado un derecho subjetivo que le permitirá requerir la descalificación judicial del acto en cuanto a sus efectos. De igual manera, no se puede cuestionar judicialmente la potestad del Congreso para sancionar una ley determinada, pero si sus efectos superan los límites del art. 28 de la Constitución y afectan un derecho subjetivo, sí son susceptibles de revisión judicial. La doctrina de las cuestiones políticas fue formulada por la Corte Suprema de los Estados Unidos al decidir, en 1803, el célebre caso "Marbury v. Madison" y comenzó a padecer una transformación profunda a partir de 1962 cuando su Corte Suprema resolvió el caso "Baker v. Carr"(43) . Entre nosotros, la doctrina de las cuestiones políticas fue aceptada por la Corte Suprema de Justicia de la Nación a partir del caso "Cullen c. Llerena" resuelto el 7/9/1893(44) , con la disidencia del juez Luis V. Varela. La mayoría, al desestimar el reclamo, sostuvo que el demandante requería "una decisión de carácter general, que comprenda todo el régimen de gobierno de Santa Fe; una sentencia de naturaleza política y de efecto puramente político, controlando y revocando disposiciones y actos del Poder Legislativo y del Poder Ejecutivo de la Nación, en materia de la exclusiva competencia de dichos poderes, lo que se encuentra fuera de las atribuciones de esta Corte". Esta doctrina sobre las cuestiones políticas fue aceptada por nuestro Alto Tribunal en numerosos pro nunciamientos. Sin embargo, tanto en los Estados Unidos como en la Argentina se advierte una firme línea jurisprudencial que, con un criterio dinámico y acorde a la idea política dominante en la sociedad, tiende a reducir sensiblemente los casos que configuran tales cuestiones políticas. Entre ellos cabe citar las cuestiones que se suscitan con motivo de la remoción de magistrados judiciales y gobernadores de provincia, la validez de las elecciones provinciales, la reforma constitucional y el ejercicio, por parte de las cámaras del Congreso, de las prerrogativas resultantes del art. 64 de la Ley Fundamental, las sanciones congresuales, la interpretación de los reglamentos internos de las cámaras del Congreso. Eran cuestiones, a igual que muchas otras, consideradas tradicionalmente como políticas y exentas del control judicial. Su revisión por los órganos judiciales ha sido aceptada cuando, en el caso concreto, se vulneran de manera arbitraria derechos constitucionales subjetivos del accionante. En síntesis, toda cuestión que importe la violación de un derecho subjetivo adquirido no es una cuestión política y merece la intervención judicial para restablecer el equilibrio constitucional. 111. Efectos de la declaración de inconstitucionalidad Constituye un grave error entender que las sentencias judiciales, particularmente si son dictadas por la Corte Suprema de Justicia, operan la derogación de una norma jurídica cuando se declara su inaplicabilidad al caso concreto por estar en pugna con la Constitución. La función constitucional de todos los jueces es la de resolver las controversias sometidas a su consideración mediante la aplicación de las normas jurídicas, sin perjuicio de las funciones de superintendencia. En el marco de la doctrina de la división de los poderes constituidos, los jueces no están investidos con la potestad de sancionar leyes y de emitir decretos, así como tampoco con la de derogar esas normas. La función del juez es la de dirimir las controversias y la de consolidar situaciones jurídicas mediante la aplicación de la ley. Pueden, y a veces deben, abstenerse de aplicar aquellas normas que vulneren los principios constitucionales en el marco de los hechos que conforman la causa judicial, pero no están habilitados para disponer su derogación. Con referencia a los efectos de la declaración de inconstitucionalidad, Juan Bautista Alberdi escribía que "la Corte Suprema declara inconstitucionales a las leyes que lo son. No las deroga, porque no tiene el poder de legislar; derogar es legislar. Declarada inconstitucional la ley, sigue siendo ley hasta que el Congreso la deroga". Declarada la inconstitucionalidad o inaplicabilidad de una norma jurídica por ser opuesta a la Ley Fundamental, aquélla conserva plena vigencia hasta tanto no sea derogada por el órgano constitucionalmente competente. Así como la declaración de inconstitucionalidad pronunciada por la Corte Suprema de Justicia no es, en principio, jurídicamente vinculante para los jueces inferiores, ni tampoco para la propia Corte, que en la misma o diferente composición puede modificar su jurisprudencia, aquélla tampoco lo es para los órganos políticos de los cuales emanó la norma. Sin embargo, por razones prácticas, cuando se consolida una doctrina jurisprudencial, el Congreso o, en su caso, el Poder Ejecutivo, proceden a derogar la norma declarada inconstitucional. En el caso de los jueces inferiores, por razones institucionales y de seguridad jurídica, ellos tienen el deber de ajustar sus pronunciamientos a la doctrina de la Corte Suprema, a menos que se presenten nuevos fundamentos para apartarse de ella. Pero esto no es óbice para que el juez, si así lo considera, acepte en su sentencia la doctrina del Alto Tribunal para resolver el caso y formule una reserva sobre su disconformidad con ella(45) . En varias constituciones provinciales se adopta una solución diferente. Cuando la inconstitucionalidad de una norma es declarada por el superior tribunal de provincia, esa declaración tiene efectos derogatorios de aquélla. Se sigue así el procedimiento usualmente aplicable en los sistemas concentrados de control de constitucionalidad. Entendemos que esa solución es inconstitucional, porque importa alterar el equilibrio de la doctrina de la división de los poderes constituidos en la forma establecida por la Constitución Nacional, al otorgar una potestad derogatoria de las normas al órgano judicial que, en rigor, corresponde al órgano legislativo o, en su caso, al órgano ejecutivo. En numerosas oportunidades la Corte Suprema destacó que "la declaración de nulidad, en su caso, de dichas leyes, no responde al fin de derogarlas judicialmente"; "que la declaración de inconstitucionalidad sólo puede traer como consecuencia virtual la inaplicabilidad del precepto, pero no la alteración de sus términos a extremo tal de sustituir y alterar la disposición legislativa"; "si una anterior sentencia de inconstitucionalidad existiera, como lo aduce la actora, ella sólo produciría efecto dentro de la causa y con vinculación a la ley y a las relaciones jurídicas que la motivaron y de ningún modo podría hacerse extensiva a leyes y hechos futuros, ni poseer la eficacia de una prohibición impuesta al legislador"; "el efecto propio de la declaración de inconstitucionalidad, el cual es de anular el obstáculo que se opone al goce de un derecho y no de ampliar o extender el alcance de la disposición discutida que, al contrario, continuaría siendo válida"; "los efectos de la declaración de inconstitucionalidad se limitan al juicio en que ella fue admitida"; "la impugnación de inconstitucionalidad no es pertinente cuando el objeto con que se la persigue no es la inaplicabilidad del texto objetado en la causa sino el establecimiento de un régimen normativo, de incumbencia del legislador"(46) . En alguna oportunidad, como en el caso "Fayt"(47) , la Corte Suprema declaró la nulidad de una norma. En tales casos, resultaría cuestionable que el pronunciamiento tenga efectos erga omnes , porque la declaración de nulidad no significa la derogación de la norma. Prosigue en vigencia, al menos formalmente, hasta tanto no sea derogada por el órgano que la emitió o por uno de jerarquía superior habilitado a tal efecto, como es una convención reformadora. La subsistencia formal de la norma declarada nula determina que pueda recuperar su validez si, con posterioridad, la Corte Suprema modifica su criterio jurisprudencial, aunque no podrá afectar los derechos adquiridos en casos anteriores al momento de operarse semejante variación. En los vaivenes de nuestra jurisprudencia pendular es posible, a título de ejemplo, que la Corte declare la validez de una ley de amnistía, que posteriormente disponga su inconstitucionalidad e incluso su nulidad, para finalmente volver a disponer su validez constitucional. Y, todo ello es posible porque, precisamente, la sentencia judicial no deroga la ley. Ella prosigue en vigencia hasta que no sea derogada por el legislador. CAPÍTULO V Estado y gobierno 112. Organización política global En el lenguaje común, los vocablos "Estado" y "gobierno" suelen ser utilizados, con relativa frecuencia, como sinónimos. Sin embargo, en el ámbito de la Ciencia Política y del Derecho Constitucional, especialmente a partir del siglo XX, designan dos realidades totalmente diferentes aunque estrechamente relacionadas. El Estado es una especie moderna del género que es la organización política global. Abarca a todos los individuos y grupos sociales que están sujetos, de manera directa y excluyente, al poder político de la organización y en un ámbito territorial determinado. La organización política global es una entidad dotada de un poder político supremo, cuya titularidad le pertenece, y está integrada por la cohesión de individuos, sociedades y comunidades asentadas sobre un espacio territorial. En cambio, la expresión gobierno alude al conjunto de personas u órganos a los cuales se encomienda el ejercicio del poder político correspondiente a la organización global. El gobierno ejerce ese poder dentro de la organización ya sea legislando, ejecutando las leyes, desarrollando la función jurisdiccional, administrando bienes comunes o controlando la adecuación de los diversos estamentos gubernamentales a las reglas jurídicas que regulan el ejercicio de dicho poder. La organización política global y el Estado, como una de sus especies, constituyen la sociedad orgánica en la cual reside la titularidad del poder político supremo. El gobierno es la institución que pone en funcionamiento la organización política global mediante el ejercicio de su poder político. La organización global es titular del poder político en cuanto a su origen; del poder de la organización. El gobierno, en cambio, es el titular de ese poder en cuanto a su ejercicio concreto. La diferencia que media entre la organización política global y el gobierno impide que a la primera se le atribuyan las características del segundo y viceversa. Así, no existe una organización política global que pueda ser calificada como democrática o autocrática, porque tales características son propias del gobierno y están determinadas por la forma en que ese gobierno ejerce el poder. La existencia de todo tipo o especie de organización política global está sujeta a tres condiciones básicas: población, territorio y poder. A ellas se añaden, cuando se trata de un Estado, dos condiciones específicas: comunidad nacional e institucionalización del poder político. 113. Población La población es el ingrediente humano sobre el cual se ejerce el poder político de la organización global. Los individuos se encuentran estrechamente vinculados como consecuencia de la presión que sobre sus comportamientos ejercen diversos factores espirituales y materiales, instintivos y racionales. Tales factores y las necesidades que engendran conducen a la agrupación e integración que se verifican, de manera racional o espontánea, en función de diversos intereses y valores. Los grupos sociales pueden ser clasificados en primarios y secundarios. Los grupos primarios, también llamados "cara a cara", son aquellos donde las relaciones sociales son directas debido al escaso número de sus componentes, a la proximidad física de los individuos y a la intensidad de la comunicación entre ellos. Las relaciones se concretan entre individuos que se conocen personalmente y de manera inmediata. Los grupos secundarios, en los cuales se integran tanto los individuos como los grupos sociales primarios, generan una relación social indirecta desprovista de un conocimiento personalizado entre sus miembros. Son agrupaciones más amplias, de las cuales la mayor es la sociedad global que abarca la totalidad, tanto a los individuos como a los grupos sociales. Los grupos sociales, tanto primarios como secundarios, también se pueden clasificar en sociedades y comunidades. La sociedad es un grupo social en el cual los individuos se unen voluntariamente para satisfacer intereses predeterminados y comunes. Tanto la incorporación al grupo como su funcionamiento responden a comportamientos racionales encaminados al logro de una finalidad que configura la razón de ser del grupo social. Cuando se diluye la finalidad, la sociedad se disuelve por ausencia de un objeto. La comunidad, en cambio, es un grupo social donde los individuos están unidos de manera espontánea y el comportamiento o la interacción social no responden a un interés racional. La sociedad, como conjunto de individuos unidos voluntariamente para satisfacer intereses comunes, no conforma la naturaleza originaria del ser humano. Es un medio racional para el logro de un fin cuya existencia es anterior a la de la entidad. Es una obra racional fruto de la creatividad humana. La comunidad es un conjunto de individuos unidos de manera natural y espontánea. Si bien es idónea para satisfacer los intereses de sus miembros, su constitución no responde al propósito deliberado de colmar una necesidad. Se trata de una conformación social auténtica donde la actuación social responde a un sentimiento subjetivo de solidaridad espontánea. Su presencia se vislumbra cuando personas que conforman un grupo viven juntas y participan, no ya de un interés particular, sino de una vida en común y por ese simple hecho. La comunidad, en función del elemento común aglutinante, puede ser de sangre, de localidad o de espíritu. La familia es la comunidad de sangre por excelencia. La unidad determinada por la convivencia sobre un espacio físico común, como puede ser una villa, un pueblo, una ciudad o una región, es una comunidad de localidad. La unidad forjada por factores extramateriales, tales como el pensamiento, la religión o la amistad, configura la unidad de espíritu. Entre los grupos sociales calificados como comunidades se destaca la nación. La comunidad nacional es una agrupación estable y permanente de individuos que disponen o aspiran a tener una organización política propia que la distinga de otras comunidades similares. Está compuesta por elementos objetivos y subjetivos. El elemento objetivo básico es la integración espontánea al grupo, ya sea por nacimiento o afinidad. Los elementos subjetivos se dividen, a su vez, en sociológicos y psicológicos. Elementos sociológicos son el idioma, la religión, la raza, las costumbres, las tradiciones y un pasado común. Se trata de factores aglutinantes, sin que se requiera la unicidad en cada uno de esos elementos pero sí, al menos, una cualidad predominante en cada uno de ellos. Los elementos psicológicos están conformados por la voluntad de cada individuo por integrar el grupo social y la conciencia de tener un origen y destino comunes, que determinan una forma o estilo de vida similar que permite distinguir al grupo de otras comunidades. La organización política global, cualquiera sea su especie, es una sociedad. Es una sociedad global que se extiende sobre todos los grupos sociales, ya sean comunidades o sociedades, sujetos a su poder político. Para designar al contenido de esa sociedad, se suelen utilizar en forma indistinta los términos "población", "pueblo" y "nación". Consideramos que es incorrecta la denominación de nación porque ella alude a una comunidad. En cambio, como hemos visto, la sociedad global se extiende no solamente sobre la comunidad nacional, sino también sobre aquellos grupos sociales que, sin estar integrados a esa comunidad, se encuentran sujetos a la relación de mando y obediencia que genera el poder político de la organización global. Tampoco nos parece adecuada la expresión "pueblo". Se trata de un vocablo que, con un matiz político, comenzó a ser utilizado por Rousseau, aunque su significado científico es ambiguo e incompleto. En efecto, puede designar, de manera indistinta, a un territorio o a la población estable de un territorio o al conjunto de ciudadanos dotados de derechos políticos, o al cuerpo electoral, o usarse como sinónimo de Estado o nación. Sin embargo, si el componente humano de la organización global está formado por todas aquellas personas que están sujetas a su poder político, ninguna de aquellas acepciones resulta satisfactoria, porque ese factor humano es más amplio que la población estable, que el conjunto de ciudadanos, que el cuerpo electoral y que la comunidad nacional. Consideramos que reviste mayor precisión y claridad científicas el vocablo "población", aunque resulte insuficiente para abarcar la totalidad del elemento humano sujeto al poder político de una organización global. 114. Territorio El territorio es el espacio geográfico sobre el cual se ejerce el poder político de la organización global y que sirve de asiento a su población. El territorio está integrado por el suelo, el subsuelo, el espacio aéreo, los espacios de agua adyacentes a la superficie del suelo, así como los buques y aeronaves que se encuentran sobre espacios libres. El subsuelo es el espacio físico que está bajo el suelo y que se extiende hasta el centro de la tierra. El espacio aéreo es el ámbito físico que se encuentra sobre el suelo y las aguas adyacentes. Sus límites son difusos y están regulados por el derecho internacional. Los espacios de agua adyacentes a la superficie del suelo comprenden los ríos y lagos fronterizos, y el mar territorial. La extensión del poder político de la organización global sobre estos espacios de agua también está regido por el derecho internacional. La ley 23.968 distingue tres espacios marítimos. En el primero —mar territorial—, que se extiende hasta una distancia de doce millas marinas, el Estado ejerce en toda plenitud su poder político, incluidos el espacio aéreo, el lecho y subsuelo. En el segundo —zona contigua—, que se proyecta hasta las veinticuatro millas marinas, el Estado puede prevenir y sancionar las infracciones a sus normas jurídicas en materia fiscal, sanitaria, aduanera y de inmigración que se cometan en su territorio y mar territorial. La tercera —zona económica—, que se extiende hasta las doscientas millas marinas, es un sector de actividad el cual el Estado ejerce su poder para la exploración, explotación, conservación y administración de los recursos naturales. En cuanto el dominio y jurisdicción sobre tales espacios marítimos, en orden a si corresponde a la Nación o a las provincias, cabe formular ciertas aclaraciones. El art. 2340, inc. 1º, del Código Civil determina que los mares territoriales, hasta la distancia que establezca el Congreso, son bienes del dominio público. La ley 17.094 dispuso que la soberanía nacional se extiende sobre el mar adyacente a su territorio y hasta las 200 millas marinas, con inclusión del lecho del mar y de su subsuelo hasta la profundidad que permita la explotación de los recursos naturales existentes en esa zona. Posteriormente, la ley 18.502 aclaró que las provincias ejercen la jurisdicción sobre el mar territorial adyacente a sus costas hasta una distancia de tres millas, y que la jurisdicción del Estado nacional era exclusiva entre el límite de aquellas tres millas y hasta doscientas millas. En 1984 la Argentina suscribió la Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar, que fijó el alcance del mar territorial en doce millas marinas. Esa Convención fue aprobada por la ley 24.543 que, conforme al art. 75, inc. 22, de la Constitución tiene jerarquía superior a las leyes. Sobre tal base, Juan Carlos Cassagne considera que la ley 18.502 quedó derogada y que, por añadidura, el dominio de las provincias sobre el mar territorial se extiende a doce millas marinas. En cambio, tanto en la zona contigua —24 millas—, como en la zona económica —200 millas— no hay dominio originario de las provincias, sino del Estado nacional. El razonamiento es coherente con la cláusula del art. 124 de la Constitución, que asigna a las provincias el dominio originario sobre los recursos naturales existentes en sus territorios. Tal criterio no fue compartido por la Corte Supresa de Justicia(1) , que consideró que el límite territorial fijado por el Congreso, conforme al art. 2340, inc. 1º, del Código Civil, para las provincias se extiende solamente a las tres millas. Ello es así porque los compromisos asumidos por el Estado federal en la Convención sobre el Derecho del Mar en modo alguno importan un reconocimiento de derechos para las provincias que lo integran. Si bien el fundamento es opinable, no acontece lo propio con el que se basa en las leyes 24.145 y 24.922. La primera dispuso la transferencia a las provincias del dominio público de los yacimientos de hidrocarburos de la Nación en territorios provinciales e inclusive los situados en el mar adyacente hasta una distancia de 12 millas. La segunda estableció que son del dominio originario de las provincias los recursos vivos existentes en el mar territorial adyacente hasta las 12 millas y que, superada esa distancia, el dominio y la jurisdicción son exclusivos de la Nación. La Corte sostuvo que tales normas no importaban extender el dominio originario de las provincias más allá de las tres millas marinas, sino solamente respecto de las materias reguladas en tales leyes: hidrocarburos y pesca, y que no era viable efectuar una aplicación general y extensiva de ellas. Los buques y aeronaves, a los cuales se les atribuye la bandera o nacionalidad de una organización global, continúan estando sujetos al poder político de ésta cuando se encuentran en espacios libres que no integran el territorio de ningún Estado. Situación similar, por imposición del derecho internacional, se presenta con las sedes de las embajadas extranjeras y con los buques y aeronaves de guerra que, en principio, no están sujetos al poder político de la organización global en cuyo territorio se encuentran, sino al de la organización global de origen. Se trata de una aplicación del principio de extraterritorialidad aceptada por el derecho internacional. El ámbito territorial del Estado argentino se determina conforme al art. 75, inc. 15, de la Constitución. Establece que es facultad del Congreso arreglar los límites del territorio de la Nación, fijar los de las provincias y crear otras nuevas. Cuando la creación de una provincia importa asignar todo o parte del territorio correspondiente a otra u otras provincias, es indispensable el consentimiento previo de la legislatura provincial (art. 13 CN). Asimismo, el establecimiento de la capital de la República sobre territorio perteneciente a una o varias provi ncias que acarrea su cesión también requiere del consentimiento legislativo provincial (art. 3° CN). En cambio, los conflictos de límites que se puedan suscitar entre las provincias no son materia legislativa. A falta de acuerdo para resolverlos, ya sea en forma directa o mediante arbitraje, corresponde plantear la cuestión ante la Corte Suprema de Justicia de la Nación, por ser temas de su competencia originaria y exclusiva (art. 127 CN). 115. Poder político El poder político es una energía que se traduce en la relación de mando y obediencia, global y suprema, que tiende a establecer un orden socio-jurídico y una organización institucional sobre la base de la idea política dominante en la sociedad. El poder político es una especie del género que es el poder social. Pero es mucho más amplio, intenso e importante que cualquiera de esos poderes sociales o del conjunto de ellos. Cada sociedad o comunidad es titular de un poder cuya denominación y alcances dependen de las características que correspondan a las relaciones sociales que se concretan en su seno. Esta conclusión se extiende a toda organización o sociedad política global que, como tal, abarca a todas las restantes sociedades y comunidades integradas con su población y sobre su territorio. El poder de esa organización global recibe el nombre de poder político. Si bien el titular de ese poder político es la organización global, la relación de mando y obediencia se manifiesta entre quienes representan a la organización mediante el ejercicio de su poder y quienes son sus destinatarios; entre los gobernantes y los gobernados. El poder político presenta una serie de características que lo distinguen de los restantes poderes sociales. En estos últimos pueden manifestarse algunas de tales características o todas ellas pero, en ambos casos, sin la intensidad con que se expresan en el poder político. Este poder es siempre total, inevitable, dominante, coactivo, personal o institucionalizado y soberano. 116. Poder institucionalizado El Estado es una especie histórica de la organización política global, cuya presencia en el escenario político se manifiesta a partir del siglo XV. Satisface todas las condiciones propias de una organización política global: población, territorio y poder. Pero a ellas se añaden dos condiciones específicas, que son la institucionalización del poder y la comunidad nacional. La institucionalización del poder fue forjada por una idea política dominante. Conforme a ella, la titularidad del poder político no reside en una persona o en un grupo social, sino en una institución social a la cual se le atribuyen las consecuencias del ejercicio del poder por los gobernantes. 117. Comunidad nacional La nación es una comunidad política. Es una agrupación espontánea de individuos, estable y permanente, forjada por diversos factores materiales y espirituales que le otorgan una conciencia común, y a sus miembros un sentimiento de pertenencia. Ninguno de los factores materiales y espirituales que convergen para el surgimiento de una nación resulta decisivo o independiente. Existen comunidades nacionales con pluralidad de idiomas, razas, religiones, costumbres y tradiciones. Tampoco resulta indispensable el asentamiento de la comunidad sobre un territorio determinado. Pueden existir comunidades nacionales asentadas sobre territorios sujetos al poder de diversas organizaciones políticas. El rasgo quizás más distintivo es la presencia de una conciencia nacional, de una conciencia común de pertenencia a un grupo social basada sobre hechos aglutinantes del pasado, la unidad del presente y un destino uniforme, pero siempre con connotaciones políticas, y asimismo con una finalidad política espontánea de progreso, permanencia y distinción en el conjunto de las comunidades nacionales. Esa comunidad política no equivale a la población del Estado. En rigor, la población supera el marco de la comunidad nacional, aunque esta última es la que define y caracteriza a una especie de organización política global que es el Estado. Un Estado no puede manifestarse si está desprovisto de una comunidad nacional. Podrá recibir otro tipo de denominación, pero no la de un Estado propiamente definido. 118. Centralización y descentralización política En toda sociedad u organización política global coexisten dos fuerzas opuestas cuya intensidad es esencialmente variable. Una centrípeta que apunta hacia la centralización o concentración del poder, y otra centrífuga dirigida hacia la descentralización o desconcentración del poder. La fuerza centrípeta impulsa a los individuos y grupos sociales a estructurar organizaciones globales cerradas y compactas, mientras que el predominio de la fuerza centrífuga acarrea estructuras más flexibles en orden a la distribución del ejercicio del poder. La descentralización política está siempre acompañada por un grado importante de descentralización administrativa. Tal fenómeno no siempre se presenta en la centralización política con la concentración administrativa. Ambas tendencias no solamente se manifiestan en la organización gubernamental sino que suelen ser factores importantes para la tipificación de los sistemas políticos. En las estructuras y gobiernos descentralizados, los controles políticos reducen las posibilidades para la instauración de regímenes autoritarios. No acontece lo propio con las estructuras y gobiernos centralizados, debido a la reducción de los controles verticales del poder, aunque esto no significa que, necesariamente, se instauren en ellos regímenes de tipo autoritario. Las organizaciones globales más corrientes son la alianza o liga de Estados, la unión de Estados, la confederación, el Estado federal, el Estado unitario y las entidades supraestatales. 119. Alianza o liga de Estados La alianza o liga de Estados no es un Estado, sino un conjunto de Estados unidos por un pacto o tratado con el objeto de concretar fines comunes. Históricamente, tales fines han consistido generalmente en la formación de alianzas bélicas, de tipo ofensivo o defensivo, o en agrupaciones destinadas a preservar la paz entre sus miembros. Las agrupaciones pueden, o no, tener carácter orgánico, pero son esencialmente transitorias y no permanentes. Cuando adquieren carácter permanente se transforman en un Estado, en entidades supraestatales o en modalidades de estas últimas. Cada Estado integrante de la alianza conserva su poder soberano. Los límites que se acuerdan en el tratado sólo se refieren a la coordinación del ejercicio de su poder por cada Estado con motivo de las circunstancias que determinan la alianza. No se prevén sanciones para el Estado miembro que se abstenga de cumplir los compromisos contraídos que se rigen, exclusivamente, por los principios de la lealtad y buena fe. En determinados casos, a partir del siglo XX, se han constituido alianzas de Estados de carácter orgánico y permanente. Se trata de los casos de la Sociedad de las Naciones, la Organización de las Naciones Unidas y la Organización de los Estados Americanos. Son agrupaciones de Estados en las cuales sus miembros conservan su poder soberano sin perjuicio de comprometerse a aceptar determinadas recomendaciones o conclusiones que formulen las entidades que integran. De todas maneras, ellas carecen de imperium para exigir el acatamiento de sus resoluciones, sin perjuicio de que sus integrantes acuerden la aplicación de sanciones económicas o militares a los transgresores. 120. Unión personal de Estados La unión de Estados de carácter personal es una categoría histórica que difícilmente pueda presentarse en el marco complejo de las relaciones internacionales modernas. Consiste en la agrupación de dos o más Estados cuyos gobiernos están integrados por las mismas personas físicas. Cada Estado conserva su poder soberano y su gobierno independiente, sin que existan órganos gubernamentales comunes. La unidad está dada, no por la presencia de instituciones comunes, sino por las personas físicas que integran ambos gobiernos y cuyas decisiones serán aplicables solamente al Estado para el cual están dirigidas. Tal fue el caso de la unión concertada, desde 1520 a 1556, entre el Sacro Imperio Romano y España. Ambas organizaciones estuvieron bajo el gobierno de una sola persona física. Para el Sacro Imperio se trataba del emperador Carlos V, y para España del rey Carlos I. 121. Confederación La confederación es una unión real de Estados que conservan parcialmente su poder soberano y sus gobiernos independientes, en una organización estable y consensuada para desarrollar, en forma total o concreta, políticas externas e internas comunes. El fundamento jurídico de una confederación es un tratado en el cual se establecen los objetivos de la organización, los órganos de gobierno comunes y las limitaciones impuestas a los poderes soberanos de los Estados miembros. La denominación que se les otorga a los tratados no tiene relevancia para caracterizar a una confederación. Lo fundamental es su contenido. La confederación se constituye con carácter permanente. Su existencia no queda supeditada a una contingencia temporal ni a un plazo determinado, con la salvedad del derecho de secesión que conservan los Estados miembros. En la confederación, los Estados miembros retienen su poder soberano aunque acuerdan importantes limitaciones a éste. Hay una delegación parcial de ciertos aspectos del poder soberano en un gobierno común, al tiempo que los restantes quedan reservados a los gobiernos locales. En cambio, en un Estado federal no hay delegación sino transferencia total y definitiva del poder soberano de los Estados que acuerdan su creación y que conservan tan sólo un poder autónomo originario. En la confederación, y como consecuencia de la delegación parcial del poder soberano, aquélla tiene imperium , aunque solamente respecto de los Estados miembros y no de los individuos o grupos sociales que conforman la población de estos últimos. Sobre ellos el imperium lo tienen los Estados locales que deben ejecutar las decisiones del gobierno común. Cada Estado de la confederación conserva los derechos de nulificación y secesión. Se tratan de cualidades del poder soberano que no existen en un Estado federal. La nulificación es el derecho que tiene un Estado confederado para oponerse a la aplicación de normas emanadas del gobierno común, cuando ellas vulneran principios fundamentales de su organización jurídica local. La secesión es el derecho que tiene cada uno de los Estados confederados para apartarse de la organización global, ya sea en cualquier momento o si se cumple alguna de las condiciones a la cual fue supeditado su ejercicio, y que fueron previstas en el acto fundacional de la confederación. Se trata de una consecuencia de la conservación del poder soberano que no cabe en un Estado federal. La posibilidad de ejercer este derecho debe ser real y no meramente nominal. Así, las constituciones de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas reconocían a las repúblicas federadas el derecho de secesión aunque, en la práctica, resultaba imposible su ejercicio por el carácter autocrático del régimen. Tal circunstancia, entre otras, impedía calificar a esa organización como si se tratara de una confederación e, inclusive, como un Estado federal. Generalmente, la confederación ha sido una forma histórica de organización global que precedió a la constitución de un Estado federal. Tal fue lo que aconteció en los Estados Unidos entre 1776 y 1787. Asimismo, la Confederación de la Alemania del Norte fue la base sobre la cual se formó el moderno Estado alemán. El modelo de la confederación fue utilizado, en vísperas del siglo XXI, para la constitución de las organizaciones supraestatales, aunque sin llegar a conformar una auténtica confederación. 122. Estado El Estado es una especie histórica de la organización política global en la cual la centralización del poder reviste mayor intensidad que en las especies que hemos analizado. Los Estados modernos comenzaron a surgir a partir del siglo XV con la institucionalización del poder político y la consolidación de las comunidades nacionales en el ámbito de las relaciones políticas. El primer analista científico político que utilizó ese vocablo para designar a las organizaciones globales fue Maquiavelo. A partir de entonces su uso se acentuó llegando a ser, modernamente, sinónimo de organización política global a pesar de las dificultades que se presentan para precisar su definición. La palabra Estado puede definir tres realidades distintas. En sentido amplio, designa a una sociedad global políticamente organizada cuyo fundamento humano es la comunidad nacional. Con un sentido más estricto, define a los poderes públicos de la sociedad global, sus gobernantes y relaciones con los gobernados. Y en una tercera acepción, más restrictiva, designa a la entidad dotada de poder soberano en oposición a las que pueden tener poder autónomo o autárquico como los municipios y las provincias. De esas acepciones la más aceptable científicamente es la primera. Se trata de una sociedad global políticamente organizada que, como tal, reúne las tres condiciones propias de toda organización global: población, territorio y poder. Pero, además de ellas, la base de su elemento humano es la comunidad nacional y el poder político, en función de la idea dominante, está institucionalizado y no personalizado. En consideración del grado de centralización o descentralización del poder político, los Estados se clasifican en federales y unitarios. 123. Estado federal El Estado federal es una especie descentralizada de la organización política global, en la cual coexisten varios centros de poder autónomo —Estado local, provincia, lander, cantón— y un foco aglutinante de poder soberano. A diferencia de lo que acontece con la confederación, el poder soberano no es compartido en cuanto a su titularidad. En cuanto a las atribuciones que constitucionalmente se reservan los Estados locales, no son expresiones de un poder soberano sino de un poder autónomo que está subordinado a la potestad política suprema atribuida a la entidad global. La unión concertada que genera una federación es permanente y definitiva. De manera que las entidades que forman la federación no pueden ejercer los derechos de nulificación y secesión propios de una estructura confederada y que es consecuencia de la expresión de un poder soberano. La organización del Estado federal, que se establece en la Constitución en cuanto a la vinculación existente entre la estructura central y las locales atinentes al ejercicio del poder, se concreta mediante una distribución de competencias entre el Estado federal y los centros de poder autónomo. La distribución de competencias se traduce en una serie de relaciones de subordinación, participación y coordinación. Las relaciones de subordinación se extienden a las áreas propias del Estado federal y determinan la supremacía de éste sobre las provincias. Las relaciones de participación se traducen en la potestad reconocida a los centros de poder autónomo para intervenir en la adopción de ciertas decisiones que se imputan al Estado federal y que son adoptadas por el gobierno nacional. Las relaciones de coordinación son las que armonizan la manifestación simultánea y complementaria de un poder soberano y una pluralidad de poderes autónomos con el fin de evitar superposiciones y conflictos. Con referencia a la función constituyente, si la titularidad del poder político soberano reside en el Estado federal, el poder constituyente primario sólo puede manifestarse en su seno y no en las entidades autónomas. Éstas carecen de un poder constituyente propiamente dicho, de carácter primario, y solamente conservan en la materia una potestad de segundo grado que está subordinada a los imperativos constitucionales de la relación de mando y obediencia generados por e l Estado federal. Se les reconoce un poder constituyente derivado de la Constitución Nacional. Así lo establece el art. 5º de la Constitución Nacional que, además de imponer a las provincias la obligación de sancionar una Constitución local, dispone que ella debe respetar el sistema representativo republicano de acuerdo con las reglas contenidas en la Constitución Nacional, y prever su administración de justicia, su régimen municipal y asegurar la educación primaria. El cumplimiento de tales obligaciones es condición para que el Gobierno federal garantice a las provincias el funcionamiento de sus instituciones locales. 124. Estado unitario El Estado unitario es la especie de la organización política global que presenta mayor grado de centralización, tanto política como administrativa. En principio, todas las atribuciones gubernamentales, ya sean legislativas, ejecutivas o judiciales, están concentradas en un gobierno central y único, sin perjuicio de su eventual delegación parcial en ciertas autoridades administrativas locales, sujetas, en orden a su funcionamiento, al control permanente del gobierno central. Tanto el poder soberano, como la potestad autónoma se consolidan, en su totalidad, en el gobierno central, sin que existan subdivisiones políticas originarias o preexistentes como acontece en el Estado federal. Toda autoridad y todo poder están concentrados en un centro único y de manera originaria. La existencia de un centro único de poder soberano y autónomo determina que las normas jurídicas emanadas del gobierno puedan recaer sobre cualquier materia y que su aplicación se extienda a todo el territorio del Estado. El Estado unitario puede presentar cierto grado de descentralización para dotar de mayor eficacia a la actividad gubernamental, o por razones de conveniencia cultural, económica o histórica. Esa descentralización puede ser meramente administrativa o también política. La descentralización administrativa importa la delegación de ciertas potestades ejecutivas en los órganos locales y la de hacer cumplir las decisiones del gobierno central. La descentralización política, que abarca la anterior, presupone la existencia de órganos con poder autónomo de segundo grado que es conferido por el gobierno central. Pero ese poder autónomo no es originario como el reconocido a las provincias en un Estado federal. La descentralización política en el Estado unitario acarrea la constitución de regiones dotadas de una autonomía derivada, como las previstas por las constituciones de Italia de 1947 y la española de 1978. En ambos casos, se autoriza el establecimiento de regiones y gobiernos regionales en el marco de un sistema que configura una etapa intermedia entre el Estado federal y el Estado unitario centralizado. 125. Regionalismo Las regiones son divisiones territoriales de un Estado unitario dotadas de autonomía derivada. Son creadas por decisión del gobierno central, el cual dicta o aprueba el estatuto aplicable en una región que está subordinado tanto a la Constitución del Estado como a las leyes que sancione el gobierno central. A diferencia de las provincias de un Estado federal, las regiones no tienen un poder constituyente de segundo grado ni autonomía originaria. Solamente disfrutan de una autonomía derivada que les permite sancionar normas jurídicas cuya validez, en cualquier materia, está supeditada a las leyes del gobierno central. Si bien el fenómeno del regionalismo se presenta usualmente en los Estados unitarios, no hay reparos para que su manifestación también se produzca en un Estado federal. En tal caso, consistirá en una descentralización o concentración provincial donde la relación de subordinación se verificará entre la provincia o las provincias y la región. 126. El regionalismo en la Constitución Nacional El art. 124 de la Constitución faculta a las provincias para concertar entre ellas acuerdos destinados a la creación de regiones con propósitos de desarrollo económico y social, así como también para establecer órganos comunes de gobierno administrativo en dichas regiones. El único objetivo que tendrán esos órganos y las facultades que se les confieran será el de posibilitar el cumplimiento de los fines que condujeron a las provincias a crear la región. Se trata de una de las consecuencias específicas que derivan del art. 125 de la Constitución. Este último faculta a las provincias para celebrar entre ellas tratados parciales para fines de administración de justicia, de intereses económicos o de emprendimientos de utilidad común. Es importante destacar que la finalidad constitutiva de una región no puede responder a objetivos políticos. Los órganos creados por los tratados interprovinciales carecen de capacidad decisoria política y sólo cumplen una función de simple gerenciamiento en aquellas materias económicas y sociales previstas en esos convenios. El art. 124 de la Constitución no incluye esa finalidad política porque ello importaría colisionar con su art. 13 que, en materia política, permite la conformación de nuevas provincias con la conformidad de las legislaturas provinciales y del Congreso nacional. En cambio, para la conformación de regiones, el art. 124 de la Ley Fundamental solamente exige que el tratado sea puesto en conocimiento del Congreso nacional y no sujetarse a su aprobación. Un convenio regional por el cual se establecieran órganos gubernamentales comunes con potestades políticas carecería de validez constitucional. El ámbito de las regiones es determinado por las provincias y puede ser extendido solamente sobre el territorio de las partes contratantes. Puede englobar todo el territorio provincial, una parte de él, o abarcar uno o varios municipios. Sin embargo, si la creación de una región implica el cercenamiento de las atribuciones que las Constituciones provinciales asignan a los municipios, se requerirá la previa modificación de sus textos. El art. 124 establece que la concertación de regiones, por vía de tratados interprovinciales, requiere el conocimiento del Congreso nacional. Entendemos que el requisito constitucional se cumple al hacer conocer al Congreso la concertación provincial y antes de su ejecución. Pero, al igual que en el caso del art. 125, entendemos que la validez de esa concertación no está subordinada a una ley aprobatoria del Congreso. La amplitud de las potestades provinciales en el régimen federal y la cláusula contenida en el art. 121 determinan que el ejercicio de los poderes propios de las provincias, que no han sido transferidos al Estado federal, está exento de soportar toda injerencia del Gobierno nacional, siempre que no se aparten del cumplimiento de los requisitos que condicionan a la garantía federal (art. 5º CN). La comunicación al Congreso, exigida por el art. 124, es un mecanismo de control. Por una parte para que el Gobierno nacional pueda planificar o determinar las políticas complementarias previstas en el art. 75, inc. 19, de la Constitución para equilibrar el desigual desarrollo relativo de las provincias y regiones, pero sin que ellas puedan alterar los propósitos perseguidos mediante la creación de las regiones. Por otra parte, responde al propósito de evitar que las provincias, mediante la creación de regiones o la celebración de tratados parciales, puedan desnaturalizar el régimen federal en el ejercicio de sus poderes autónomos al incursionar en áreas que la Constitución ha reservado al Gobierno federal, o alterar la esencia de la federación o del régimen municipal. De modo que una vez efectuada la comunicación, el Congreso podrá oponerse a la instrumentación o ejecución del acuerdo interprovincial si éste importa un exceso en el ejercicio del poder autónomo de las provincias. Esa oposición generará un conflicto que, en última instancia y ante la ausencia de un consenso político, deberá ser resuelto por la Corte Suprema de Justicia de la Nación que dirimirá la cuestión en ejercicio de su potestad jurisdiccional originaria y exclusiva (art. 117 CN). 127. Organizaciones supraestatales El factor históricamente determinante para la aproximación, integración y eventual unión en entidades supraestatales de las naciones ha sido la actividad comercial. La progresiva expansión del comercio internacional y el desarrollo de novedosas tecnologías en la economía y comunicación social generan una creciente interdependencia entre los Estados. La aproximación de los Estados, forjada por razones económicas, puede desembocar en uniones sólidas de carácter político cuando comienza a concretarse la fusión de las comunidades nacionales que, sin perder su fisonomía propia, encuentran nuevos factores de unión que superan a los de carácter económico. Las organizaciones supraestatales son una especie de las organizaciones internacionales, en las cuales cada uno de los Estados que las constituyan delega o limita el ejercicio de su poder soberano aceptando que, sobre determinadas materias, sea ejercido por la entidad supraestatal a través de sus organismos de gobierno. Son numerosas las vías para la integración de los Estados, así como también sus modalidades y características. De su extensión dependerá la subsistencia de un Estado con poder soberano, o su sustitución por novedosas formas de organización política global y soberana. La integración puede limitarse a ciertos aspectos económicos de los Estados, orientada al propósito de fortalecer y profundizar sus relaciones comerciales con el objeto de mejorar la calidad de vida material de sus habitantes. Puede tratarse de una primera etapa extensible, posteriormente, al ámbito cultural ya que el intercambio comercial ha sido y es la herramienta más eficaz para incrementar el entendimiento entre las naciones. Asimismo, la integración económica puede desembocar en la gestación de zonas de libre comercio o de áreas multinacionales sujetas a una estricta regulación normativa concertada por los Estados parte. Mediante tratados internacionales resulta viable la creación de organismos técnicos supraestatales destinados a ejecutar los detalles de la política económica acordada por los Estados, sin que ello implique una delegación o transferencia de sus atributos políticos. En tales casos, la política económica común es adoptada por la totalidad de los Estados en ejercicio de sus poderes soberanos, pero las decisiones de índole técnica, si bien pueden resultar de un acuerdo entre la mayoría de los Estados o de resoluciones del organismo supraestatal, carecen de imperium para ser ejecutadas internamente sin el consentimiento específico del Estado miembro. La integración supraestatal puede responder a objetivos mucho más ambiciosos, no solamente de carácter económico, sino también mediante la incorporación de los Estados con la totalidad de sus cualidades culturales, militares y jurídicas, creando sistemas políticos multinacionales revestidos de un poder total o parcialmente soberano. En estos casos, se establecen mecanismos institucionales, donde los órganos de gobierno representativos de los intereses de los Estados miembros coexisten con órganos supraestatales cuya misión es representar e interpretar los intereses comunes que motivaron la integración. La fórmula para solucionar las colisiones producidas entre los actos de los órganos nacionales y supraestatales permitirá verificar el grado que presenta el poder soberano de los Estados y su capacidad de independencia externa. Permitirá advertir si los Estados miembros de una organización internacional o algunos de ellos han transferido una porción de su poder soberano y renunciado a su independencia para determinar el contenido de su derecho interno respecto de ciertas materias. De ser así, la transferencia se formaliza mediante un tratado o convención internacional que será la ley fundamental del ente supraestatal, al cual quedarán subordinadas, total o parcialmente, las constituciones locales de los Estados miembros. Habrá entonces una organización política global descentralizada, similar a una confederación o una federación. La integración de los Estados con poder soberano en entidades supraestatales, a las cuales se transferirá aquel atributo, constituye una meta anhelada por nuestra doctrina constitucional. Es, probablemente, el fenómeno que se concretará en el siglo XXI si se basa sobre elementos culturales y políticos reales y consentidos por los pueblos, y no por obra de los intelectuales de gabinete que, de manera autoritaria, pretenden imponer sus elucubraciones. Profundizar y afianzar las relaciones internacionales es una meta loable y necesaria cuyo logro, a esta altura del desarrollo histórico de la civilización, no impone una claudicación del poder soberano de los Estados. Quizás, en un futuro no lejano, con los parámetros que se mide la historia de la humanidad, ello será posible y necesario. Pero en el estado actual de las relaciones internacionales, y teniendo en cuenta la disparidad de los matices culturales, económicos, sociales y de tradiciones existentes en las naciones, no resulta una solución conveniente si es que se aspira a desembocar en un sistema sólido, estable y dotado del consenso popular indispensable, que sólo puede aportar la idea política dominante en la sociedad. Para Karl Deutsch, el Estado nacional se encuentra en conflicto potencial con todas las filosofías o religiones que enseñan normas universales acerca de la verdad, de lo bueno y lo malo, sin consideración de naciones o razas, cuando ellas pretenden extenderse sobre el ámbito de las relaciones políticas. Sin embargo, tras admitir que el Estado nacional realiza más servicios que los que ha llevado a cabo cualquier otro tipo de organización política global en la historia del mundo, recomienda que el realismo de un proceso de integración esté supeditado al principio de la autodeterminación de los pueblos, porque el incremento paulatino de sus capacidades cognoscitivas para la convivencia internacional es el requisito ineludible que condiciona la concreción de una integración eficaz, realista y consentida. En tal sentido, Horacio Sanguinetti aclaraba que la eventual integración o unificación debe estar precedida por un acercamiento cuya producción tiene que ser espontánea o natural, pues esa vía permitirá superar "las reticencias y las resistencias de quienes dudaban acerca de las ventajas de unirse". Caso contrario, se operará "una fusión demasiado abrupta, que puede traer problemas" . Con su habitual agudeza y sensatez, Carlos Ortiz de Rozas nos recuerda cómo, hasta no hace muchas décadas atrás, el principio de la no intervención fue acogido sin reparos. La Corte Internacional de Justicia destacó que "El principio de no intervención implica el derecho de todo Estado soberano de conducir sus asuntos sin injerencia extranjera", y en varias oportunidades, la Asamblea General de las Naciones Unidas puso de relieve que "todo Estado tiene el deber de abstenerse de intervenir en asuntos internos o externos de otro Estado", así como también que "Todos los Estados deberán también abstenerse de organizar, apoyar, fomentar, financiar, instigar o tolerar actividades armadas, subversivas o terroristas encaminadas a cambiar por la violencia el régimen de otro Estado, y de intervenir en las luchas interiores de otro Estado". Sin embargo, la Comisión de Derecho Internacional de las Naciones Unidas, sin mengua de admitir la importancia del principio de no intervención, también reconoció que, en el derecho internacional contemporáneo, ese principio tiene un alcance más limitado con relación a los derechos humanos. Así, "la creciente preocupación de gran parte de la comunidad internacional por reafirmar la vigencia de los derechos humanos ha planteado una indudable incompatibilidad con el principio de no intervención. Esa antinomia ha dado lugar a un derecho de injerencia, que atribuye a los Estados el derecho de dejar de lado el principio de no intervención" . Esa injerencia puede ser un derecho, pero a veces es concebida como una obligación que avala, inclusive, el uso de la fuerza. "La injerencia, sea como derecho o como obligación, no son conceptos concebidos por el derecho internacional, más bien surgen de la evolución de las costumbres de los pueblos y son también otro producto de la globalización (...). Así concebido, el derecho de injerencia se inscribe en el cuadro más amplio de un orden mundial regido por los principios de la democracia, el Estado de Derecho y la primacía de la persona humana, donde el principio de no intervención, que parecía casi un axioma sagrado, ha pasado a tener un estatus muy relativo". Ortiz de Rozas destaca que la formulación del derecho y deber de injerencia ha suscitado un duro debate con los partidarios del principio de no intervención, en el cual, quienes sostienen ese derecho-deber, y para eliminar suspicacias, avalan su manifestación solamente en circunstancias de extrema gravedad y urgencia humanitaria como "deber de asistencia humanitaria". En síntesis, el loable propósito de defender los derechos humanos con la injerencia por razones humanitarias puede acarrear la destrucción del principio de no intervención y precipitar el logro de objetivos diversos bajo el pretexto de lograr la construcción de una comunidad internacional políticamente organizada. No por el consenso fruto de la aproximación o identificación cultural de los pueblos, sino por el uso de la fuerza para imponer un dogma político. Dogma que siempre será autocrático, aunque se lo presente bajo una fachada democrática. 128. La integración en la Constitución Nacional Compartimos la opinión de Linares Quintana quien, a la luz de un enfoque jurídico, afirma que el principio de la supremacía de la Constitución, establecido por su art. 31, se impone frente a toda norma jurídica, inclusive los tratados internacionales por imposición del art. 27, los cuales para su validez deben ajustarse a todos los principios contenidos en la Ley Fundamental. Principios que, conforme al pragmatismo de la idea política dominante en la sociedad, no autorizan una delegación o transferencia, definitiva o incondicional, del poder soberano del Estado tal como lo requieren ciertas especies del proceso de integración. El art. 75, inc. 24, de la Constitución prevé los tratados de integración cuyo objetivo consiste en delegar competencias y jurisdicción a organizaciones supraestatales. Establece que: 1) El Congreso puede aprobar tratados de integración cuyo objeto sea la delegación — no cesión— de competencias y jurisdicción a organizaciones supraestatales. 2) La viabilidad de la delegación, o mejor dicho su validez jurídica, requiere que se concrete: 2.1) En condiciones de reciprocidad. 2.2) En condiciones de igualdad. 2.3) Que respeten el orden democrático. 2.4) Que respeten los derechos humanos. 3) Las normas que dicten las organizaciones supraestatales fruto de la integración —y por cierto, también el tratado— tienen jerarquía superior a las leyes del Congreso. Distingue entre los tratados de integración que se celebren con Estados latinoamericanos de los que se concreten con Estados no latinoamericanos. Los tratados con Estados latinoamericanos deben ser aprobados por el Congreso mediante el voto de la mayoría absoluta de la totalidad de los miembros de cada cámara. Los tratados de integración con Estados no latinoamericanos requieren la previa declaración del Congreso sobre la conveniencia del tratado por el voto de la mayoría absoluta de los miembros presentes de cada cámara. Después de 120 días del acto declarativo, el tratado puede ser aprobado por el Congreso con el voto de la mayoría absoluta de la totalidad de los miembros de cada cámara. En ambos casos, el tratado puede ser denunciado por el voto de la mayoría absoluta de los miembros de cada una de las cámaras del Congreso. ¿A quién le corresponde verificar si se han cumplido las condiciones impuestas en orden a la reciprocidad, igualdad, respeto al orden democrático y los derechos humanos? Entendemos que al Poder Judicial. Pero si el tratado crea un organismo jurisdiccional, ¿sería viable entender que subsiste esa competencia del Poder Judicial si se invoca el art. 27 de la Convención de Viena? Para quienes han asignado a los tratados de integración una jerarquía constitucional o supraconstitucional, la competencia será del organismo internacional. Una paradoja: un ente jurisdiccional internacional deberá decidir si el tratado o las decisiones adoptadas por las autoridades del organismo integrado se adecuan a los principios del derecho argentino referentes al orden democrático o a los derechos humanos. Se trata de una solución que no compartimos. Estos tratados tienen jerarquía superior a las leyes sancionadas por el Congreso y esa supremacía frente a la ley también es acordada a las normas que dicten los órganos de la entidad supraestatal dentro de los límites resultantes de las competencias delegadas por el tratado de integración. Semejante cláusula puede acarrear una cuota importante de inseguridad jurídica cuando se opere la subordinación, o quizás derogación, implícita o tácita de las leyes respecto de las normas que dicten los órganos de las entidades supraestatales. Cumplidas tales condiciones, cuya verificación en cada caso concreto incumbe en última instancia al Poder Judicial y no a un organismo jurisdiccional supraestatal, los tratados de integración son constitucionales y tienen un rango superior al de las leyes del Congreso. Las condiciones impuestas por la Constitución, revelan que no hay una efectiva transferencia del poder soberano del Estado. Ello es así porque la validez de esos tratados y de las normas que dicten los entes supraestatales está condicionada por el cumplimiento del orden democrático, concebido no solamente como forma de gobierno, sino también como estilo de vida. Hay, entonces, una delegación que es condicional y revocable. Ese orden democrático, a través de un enfoque restrictivo, está compuesto por: 1) La forma federal de Estado, tal como la tipifica la Constitución; 2) el gobierno republicano y representativo con todas las cualidades resultantes de una interpretación sistemática de la Ley Fundamental; 3) la preservación de la libertad y dignidad de las personas. Y ese orden democrático establecido por la Constitución resulta ilusorio si llegara a estar desprovisto de un poder soberano que le dio origen y cuyo ejercicio, en última instancia, está configurado por el poder constituyente previsto en el art. 30 de la Constitución. Artículo, este último, que le asigna a los ciudadanos, por medio de sus representantes especiales —los convencionales—, la facultad de modificar la Ley Fundamental a la cual están subordinados los tratados internacionales, cualquiera sea su especie. Igual solución es aplicable frente a los actos emanados de los órganos de las entidades supraestatales. La eventual descalificación interna de un tratado internacional, por estar en pugna con la Constitución, no autoriza a la aplicación de sanciones por un ente supraestatal al Estado nacional, porque ello importaría desconocer el atributo soberano del poder estatal. Diversas normas del derecho internacional avalan esa solución. El art. 27 de la Carta Orgánica de la Organización de los Estados Americanos, aprobada por la ley 17.281, establece que toda agresión contra la soberanía de un Estado americano será considerada como un acto de agresión contra los demás. Asimismo, la resolución 2131 de la Asamblea General de las Naciones Unidas, del 21/12/1965, establece que ningún Estado o grupo de Estados puede aplicar o fomentar el uso de medidas económicas, políticas o de cualquier otra índole para impedir que otro Estado ejerza sus derechos soberanos. 129. Soberanía Los conceptos de soberanía, autonomía y autarquía se relacionan con el grado de centralización o descentralización que puede presentarse en una organización política global. Su uso, a pesar de ser frecuente, tanto en el ámbito político como en el jurídico, no está precedido por una clara y uniforme definición del contenido de cada uno de esos vocablos. La aplicación simultánea de enfoques jurídicos, de ciencia política y de política agonal determinó la expresión de un concepto vago, confuso y equívoco, aunque impregnado de una intensa fuerza emotiva que, así como posibilitó la consolidación de los Estados modernos, también condujo a justificar las más aberrantes violaciones a la dignidad humana. Esto último, en gran medida, se debe a que la soberanía constituyó el estereotipo de concepciones políticas destinadas a explicar la legitimidad del poder, como medio para imponer la obediencia y con prescindencia de los objetivos humanistas a que responde su ejercicio. Jean Bodin fue el primer teórico que expuso la doctrina sobre la soberanía en su obra Los seis libros de la república , publicada en 1576. Definía a la república como un recto gobierno de varias familias y de lo que les es común con potestad soberana y añadía que la soberanía es la potestad absoluta y perpetua de la república que se ejerce sobre súbditos y ciudadanos sin restricciones legales. Bodin concentraba la titularidad de la soberanía en la república, concebida como sinónimo del Estado. Novedosa forma de organización política global mediante la cual se pondría final a las turbulentas guerras civiles que, regularmente, asolaban a los países europeos y, en particular, a Francia. Sin embargo para consolidar esa forma de organización política global y dotar de seguridad y orden a la convivencia social, Bodin personalizaba la titularidad para el ejercicio de la soberanía en la institución del monarca. Esa concepción, llevada a su extremo por algunos pensadores, desdibujó la distinción implícita de Bodin entre titularidad de origen y titularidad en el ejercicio de la soberanía, al concentrar ambos aspectos en el rey y atribuir legitimidad a semejante conclusión mediante la doctrina del derecho divino de los reyes. Es así que la doctrina de la soberanía fue el instrumento apriorístico para justificar y legitimar el poder del rey y la consecuente obediencia inexcusable de los ciudadanos, tal como aparece expuesta en el pensamiento de Jacobo I, Filmer, De Maistre y De Bonald. Frente al concepto de la soberanía del príncipe comenzó a desarrollarse en los siglos XVII y XVIII, por obra fundamentalmente del iusnaturalismo, un traspaso de esa titularidad de la soberanía del rey hacia los ciudadanos, el pueblo o la nación. Esa nueva idea política dominante presentaba variados matices. En algunos casos tenía efectos absolutistas prescindentes de la finalidad en el ejercicio del poder, tal como en el pensamiento de Hobbes y Blackstone. Inclusive Rousseau, al proclamar la infalibilidad de la voluntad general, quedaba enrolado en esa línea de pensamiento político cuyos resultados fueron puestos en evidencia con el sistema implantado en la práctica política francesa de 1793. En cambio, en otros casos, aquel traslado de la soberanía estaba desprovisto de efectos absolutistas, como aconteció en las obras de Locke, Montesquieu, Sieyès y Constant. Una de las condiciones indispensables para la existencia de una sociedad global dotada de organización política, y por ende del Estado, es el poder. No cualquier especie de poder, sino solamente del poder político que, como tal, abarca y está por encima de los poderes económico, militar, gremial, familiar, disciplinario o religioso existentes en una sociedad, y genera relaciones de mando y obediencia que se imponen a las que emanan de las restantes especies del poder. A ese poder político Georg Jellinek lo identificaba con la soberanía, respecto de la cual distinguía la "soberanía del Estado" —titularidad de origen— de la "soberanía en el Estado" —titularidad del ejercicio—, y le asignaba ciertas características que, junto con las atribuidas por otros autores, se sistematizan en: 1) Supremo, porque no existe otra potestad que se le imponga; 2) ilimitado, por no estar sujeto a restricciones jurídicas positivas; 3) absoluto, porque es ineludible en el ámbito de la sociedad global; 4) indivisible, porque no es compartido; 5) perpetuo, por carecer de limitación temporal; 6) imprescriptible, porque no se opera su caducidad por la falta de ejercicio. El concepto de soberanía no es independiente, sino que alude a una cualidad propia del poder estatal: supremo, ilimitado, absoluto, indivisible, perpetuo e imprescriptible. A una cualidad sin cuya existencia, con todas las características que le hemos atribuido, no es posible verificar la presencia de un Estado. Si el poder no es soberano, no habrá propiamente un Estado sino alguna otra especie de organización política global. La titularidad de origen y pertenencia del poder soberano corresponden exclusivamente al Estado que es supremo en el orden interno e independiente en el externo. Pero la titularidad de ese poder, en lo que atañe a su ejercicio, y por imposición de la idea política dominante en la sociedad generada por el movimiento constitucionalista, corresponde al grupo humano que integra el Estado, el cual lo hace en forma directa o por medio de sus representantes que conforman el gobierno. En síntesis, con la doctrina del poder soberano se busca el orden y la seguridad mediante la consolidación del Estado y el principio de autoridad que presupone. Todo ello para alcanzar los grandes fines que impulsaron a los hombres en el acto de la formación de la sociedad política global, o al adoptar la decisión política de preservar su subsistencia. 130. Autonomía La autonomía es la potestad que tiene una entidad para dictar normas jurídicas de carácter general, que son obligatorias e ineludibles en su ámbito jurisdiccional. La autonomía está englobada en el concepto de soberanía porque, entre otros atributos, el poder soberano también puede dictar normas jurídicas de carácter general. La diferencia entre el poder soberano y el poder autónomo no reside en la potestad sancionatoria de las normas jurídicas, sino en que la coexistencia de ambos determina la subordinación del segundo al primero. Esa subordinación acarrea, necesariamente, que las normas jurídicas resultantes del ejercicio del poder autónomo estén condicionadas, en orden a su validez, a su adecuación a las normas jurídicas provenientes del poder soberano. La autonomía puede ser originaria o derivada. Es originaria cuando surge conjuntamente con el poder soberano y no es una creación de este último. Tal es la situación que presentan las provincias en un Estado federal. Es derivada cuando su conformación obedece al ejercicio del poder soberano que delimita su contenido y extensión, que queda facultado para introducirle las modificaciones que estime pertinentes. Tal es la situación que presentan las regiones en un Estado unitario. Ese poder de los entes autónomos para dictar sus propias normas jurídicas no siempre se limita al ámbito legislativo propiamente dicho. Cuando se trata de una autonomía originaria, también se extiende sobre un poder constituyente derivado, o de segundo grado, que le permite a dicha entidad determinar la conformación y los contenidos de su propia organización. Así como la autonomía es un concepto que describe una realidad de envergadura política inferior a la soberanía, la autarquía representa un fenómeno similar frente a la autonomía. Su jerarquía política es inferior a la de la autonomía porque se limita a la potestad de administrarse a sí mismo. La autarquía, o potestad de autoadministración, no se traduce en la facultad de dictar normas jurídicas generales sino de ejecutar las normas que han sido emitidas por una entidad de jerarquía política superior. A lo sumo, puede abarcar una potestad reglamentaria de las normas jurídicas, pero no la de sancionar esas normas generales. La autarquía, como facultad de ordenar la propia administración, es un concepto que no se vincula con la descentralización política, tal como acontece con la autonomía, sino con la descentralización administrativa. 132. Regulación constitucional El vocablo soberanía está incorporado en forma expresa a dos cláusulas constitucionales. El art. 33 dispone que las declaraciones, derechos y garantías que enumera la Constitución no pueden ser entendidos como la negación de otros derechos y garantías no enumerados, pero que nacen del principio de la soberanía del pueblo y de la forma republicana de gobierno. El art. 37 establece que la Constitución garantiza el pleno ejercicio de los derechos políticos, con arreglo al principio de la soberanía popular y de las leyes que se dicten en su consecuencia. La primera disposición transitoria incluida con la reforma constitucional de 1994 dispone que la Nación Argentina ratifica su legítima e imprescriptible soberanía sobre las islas Malvinas, Georgias del Sur, Sándwich del Sur y los espacios marítimos e insulares correspondientes, por ser partes integrantes del territorio nacional. En otras cláusulas de la Constitución, sin utilizar el vocablo "soberanía", se desarrollan aspectos propios de su significado. Así, el art. 22, ratificando la forma representativa de gobierno a la cual alude el art. 1º, dispone que el pueblo gobierna y delibera por medio de sus representantes y autoridades constitucionales, con la salvedad contemplada en los arts. 39 y 40 para el derecho de iniciativa y l a consulta popular vinculante. El art. 27 establece que los tratados internacionales que celebre el Gobierno federal deben ser conformes con los principios de derecho público establecidos en la Constitución. El art. 29 prohíbe al Congreso conceder al órgano ejecutivo facultades extraordinarias o la suma del poder público u otorgarle sumisiones o supremacías por las que la vida, el honor o la fortuna de los argentinos queden a merced de gobierno o persona alguna. En el sistema de la Constitución nacional, y como consecuencia de una interpretación sistemática y dinámica de su texto, no cabe duda de que el poder soberano reside exclusivamente en el Estado federal. Las provincias, que eran titulares de un poder similar cuando se resolvió sancionar la Ley Fundamental, transfirieron dicho poder al Estado federal al tiempo que retuvieron todos los atributos propios de la autonomía originaria conforme al art. 121 de la Constitución. Ellas conservan todo el poder normativo que no delegaron al ser aprobada la Constitución, y el que se reservaron expresamente al tiempo de constituir al Estado federal. La expresión soberanía está enunciada en la Constitución. También lo están los vocablos autonomía y autarquía a partir de la reforma constitucional de 1994. El primero, en los arts. 85, 86, 120, 123 y 129. El segundo, en el art. 120. El art. 85 de la Constitución, al crear la Auditoría General de la Nación, establece que se trata de un organismo de asistencia técnica del Congreso que tiene "autonomía funcional". Similar referencia la encontramos en el art. 86, cuando dispone que el defensor del Pueblo es un órgano independiente, instituido en el ámbito del Congreso, que actúa con plena "autonomía funcional". A esa especie de autonomía también se refiere el art. 120 cuando prescribe que el Ministerio Público es un órgano independiente con "autonomía funcional" y "autarquía financiera". El significado que se le asigna a la palabra "autonomía" en los casos de los artículos citados es incorrecto. La Auditoría General, el Defensor del Pueblo y el Ministerio Público no están facultados para dictar normas jurídicas generales, no tienen un poder constituyente de segundo grado ni son titulares de un poder político autónomo. Si se acude a las reglas de interpretación constitucional y en particular a la semántica, el significado de tales cláusulas pone de relieve que la expresión "autonomía funcional" ha sido empleada con referencia exclusiva al funcionamiento independiente de los integrantes de tales órganos y no a sus estructuras. El art. 129 de la Ley Fundamental dispone que el gobierno de la Ciudad de Buenos Aires es "autónomo con facultades propias de legislación y jurisdicción". Esta norma le atribuye a la Ciudad de Buenos Aires cierto grado de autonomía derivada sin configurar un reconocimiento de autonomía originaria que es propia de las provincias. Esa autonomía, que es similar a la que tienen las regiones, está sujeta a mayores limitaciones constitucionales que la autonomía originaria de las provincias. Esto es así porque la Ciudad de Buenos Aires solamente tiene las potestades que le confiere la Constitución, al tiempo que queda al margen de la previsión contenida en el art. 121 de la Ley Fundamental. Además, mientras prosiga siendo capital de la República, su poder autónomo estará limitado por las disposiciones de la ley 24.588, u otra similar que se sancione en el futuro, que garantizan los intereses del Estado nacional conforme lo establece el art. 129 de la Ley Fundamental. Limitaciones que pueden ser aumentadas por el Congreso Nacional en cualquier momento. La cláusula conflictiva es la que contiene el art. 123 de la Constitución. Establece que, de conformidad con lo dispuesto en el art. 5º, las provincias deben asegurar la "autonomía municipal". Tal cláusula suscita la duda sobre si los municipios son entidades autónomas o autárquicas. Tradicionalmente, tanto la jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia como nuestra doctrina constitucional y administrativa habían sostenido que, si bien el régimen municipal está impuesto de manera obligatoria por el art. 5º de la Constitución, los municipios no eran entidades autónomas sino autárquicas. Sin embargo, sobre la base de una interpretación literal de las cláusulas constitucionales reformadas en 1994, algunos autores sostienen que se trata de entidades autónomas. Los municipios serían entes autónomos con proyecciones institucionales, políticas, administrativas, económicas y financieras que, en mayor o menor medida, deben estar previstas en las constituciones provinciales o en las leyes locales reguladoras de los municipios. Esa autonomía municipal ya había sido expuesta por la Corte Suprema de Justicia antes de la reforma constitucional de 1994 cuando, al resolver el caso "Rivademar"(2) en 1989, se apartó de su doctrina jurisprudencial clásica. Sostuvo la Corte que el carácter autónomo de los municipios proviene de su origen constitucional, a diferencia de las entidades autárquicas que tienen origen legal. Añadió que, aunque no se reconozca la autonomía municipal, no se puede prescindir de la necesaria existencia de un régimen municipal como el impuesto por el art. 5º de la Constitución. Por ende, las leyes provinciales no pueden omitir el establecimiento de los municipios y tampoco pueden privarlos de las atribuciones mínimas para el desempeño de su cometido, entre las cuales figura la de fijar la planta de su personal con la consecuente facultad para designarlo y removerlo. Siguiendo esa línea de pensamiento, en el caso "Municipalidad de la Ciudad de Rosario"(3) , la Corte volvió a destacar que el concepto de autonomía provincial significa que las provincias no pueden privar a los municipios de ciertas atribuciones mínimas y necesarias para el cumplimiento de sus fines. Sin embargo, poco después, al resolver el caso "Universidad de Buenos Aires"(4) , la Corte destacó que la expresión "autonomía universitaria" debe ser entendida no en un sentido técnico, sino con un significado acorde a la amplia libertad que requiere el desarrollo de funciones científicas y culturales, porque las únicas entidades autónomas son las provincias. "Autonomía universitaria" sería sinónimo de "autonomía académica", criterio que compartimos. Pero, al margen de esa autarquía de tipo originario que disfrutan los municipios por imposición del art. 5º de la Constitución, es necesario precisar el significado del término "autonomía" empleado en el art. 123, dado que las palabras que se utilizan al redactar un texto constitucional no pueden ser soslayadas o desvirtuadas. Se impone su interpretación racional y acorde con las cláusulas de la Constitución en el marco de una interpretación sistemática y semántica. Entendemos que, después de la reforma constitucional de 1994, no cabe desconocer cierta autonomía derivada a los municipios ante el texto categórico del art. 123 de la Ley Fundamental. Claro está que no se trata de la autonomía originaria reconocida a las provincias en su condición política de entidades preexistentes al Estado nacional, y que ellas conservaron según lo establece el art. 121 de la Constitución. Se trata de una autonomía derivada impuesta y creada por la Ley Fundamental o, en todo caso y con mayor propiedad, de una autarquía originaria. De una autonomía derivada o autarquía originaria que, en instancia final, es consecuencia de una delegación de atribuciones realizada por las provincias a raíz de un mandato constitucional. No se trata de una concesión emanada del Estado nacional. Son las provincias las que, en sus constituciones y leyes orgánicas municipales, determinan y crean los municipios, establecen y modifican sus límites territoriales, precisan cuáles son sus autoridades y atribuciones, fijan los procedimientos electorales para la designación de esas autoridades y establecen cuáles son las materias —y con qué alcances— que pueden ser reguladas normativamente por los municipios. 133. El federalismo argentino El art. 1º de la Constitución dispone que la Nación Argentina adopta para su gobierno la forma representativa, republicana y federal. A su vez, el art. 35 establece que las denominaciones "Provincias Unidas del Río de la Plata", "República Argentina" y "Confederación Argentina" serán, de manera indistinta, los nombres oficiales que designarán al gobierno y al territorio de las provincias, y asimismo establece que deben emplearse las palabras Nación Argentina en la formación y sanción de las leyes. En varios artículos de la Ley Fundamental se advierte cierta confusión entre los conceptos de gobierno y Estado. Asimismo, el vocablo nación suele ser utilizado como sinónimo de Estado (arts. 9º, 13, 14, 15, 16, 18 y 20) y otro tanto la expresión "república" (art. 10). La concepción científica dominante hasta comienzos del siglo XX no distinguía con precisión los contenidos que actualmente se asignan a los vocablos Estado y gobierno. Tal circunstancia explica la razón por la cual los autores de la Ley Fundamental le atribuyeron al gobierno una cualidad que es propia de cierto tipo de Estado. En efecto, mientras que las formas representativa y republicana son modalidades propias del gobierno que tiene a su cargo el ejercicio del poder, la referencia al federalismo describe la forma de estructuración del poder político soberano y la forma bajo la cual se opera la organización estatal. La Constitución establece la forma federal de Estado, que presupone cierto grado de descentralización política y la coexistencia de una entidad titular del poder soberano con otras dotadas de autonomía originaria. Como especie de la organización política global, el Estado argentino reúne todas las condiciones necesarias para su existencia. Su población está compuesta, en principio, por todas las personas que habitan el territorio argentino, las cuales están sujetas al ejercicio del poder político soberano. En la Primera Parte de la Constitución, tanto en su Capítulo Primero como en el Segundo, diversos artículos aluden al régimen normativo aplicable a la población del Estado. Su territorio comprende el ámbito físico sobre el cual se ejerce el poder del Estado. La determinación de la extensión territorial del Estado federal es facultad privativa del Congreso (art. 75, inc. 15, CN). Ésta abarca los territorios federalizados (art. 3º CN), los territorios nacionales (art. 75, inc. 15, CN) y los territorios provinciales. Los primeros son el asiento de la capital federal, los segundos son los que conformaron el espacio físico de las nuevas provincias y los terceros son aquellos sobre los cuales las provincias ejercen su poder autónomo y cuyos límites fueron determinados por el Congreso (art. 75, inc. 15, CN). Después de la reforma constitucional de 1994, también integra ese territorio el espacio físico sobre el cual se extiende la Ciudad de Buenos Aires en su calidad de ente constitucional dotado de autonomía derivada (art. 129 CN). El poder político soberano reside en el Estado federal que fue constituido y organizado voluntariamente por las provincias con motivo de la sanción de la Ley Fundamental de 1853/60. Tal es lo que resulta de nuestros antecedentes constitucionales, de una interpretación sistemática de la Constitución y del texto de su Preámbulo. Las provincias, como entidades preexistentes al Estado federal, transfirieron sus poderes soberanos al tiempo que conservaron su autonomía originaria sobre la base de la cláusula contenida en el art. 121 de la Constitución. Tanto las provincias existentes en 1853, enumeradas por el art. 46 de la Ley Fundamental, como las llamadas "provincias en embrión" que se desarrollaron en los territorios nacionales (art. 75, inc. 15, CN). El Estado federal es titular de todos los atributos del poder, con la salvedad de aquellos que no fueron delegados por las provincias en la Constitución y de los que se reservaron, o se reserven, en los pactos especiales suscriptos al momento de su incorporación al Estado federal. A este límite se añade el régimen de autonomía derivada que establece el art. 129 de la Constitución para la Ciudad de Buenos Aires. 134. Pactos preexistentes y especiales La aspiración por forjar la unidad nacional en el marco de un Estado federal también aparece expuesta en los pactos concertados por las provincias antes de la sanción de la Ley Fundamental de 1853/60. A tales pactos, que reciben el nombre de preexistentes, se refieren el Preámbulo de la Constitución y su art. 121. Entre tales tratados interprovinciales se destacan el Pacto del Pilar del 23 de febrero de 1820, celebrado por Buenos Aires, Santa Fe y Entre Ríos, el Tratado del Cuadrilátero de 1822, acordado por las provincias de Buenos Aires, Entre Ríos, Santa Fe y Corrientes, el Pacto Federal del 4 de enero de 1831 celebrado por Buenos Aires, Santa Fe y Entre Ríos, y el Acuerdo de San Nicolás de los Arroyos del 31 de mayo de 1852 que, suscripto por los gobernadores de todas las provincias, con excepción de los de Córdoba, Jujuy y Salta, fue posteriormente ratificado por estas últimas. En todos estos tratados, y sin perjuicio de las cláusulas específicas, se explicitaba la firme intención de sancionar una Constitución que respetara el principio federal para la organización del Estado. La referencia constitucional a los pactos preexistentes constituye un elemento decisivo para interpretar los alcances de la delegación de atribuciones a que alude el art. 121 de la Ley Fundamental. En efecto, por ser las provincias entidades políticas que tuvieron poder soberano antes de la formación del Estado federal y al haber sido ellas quienes tomaron la decisión política de crear dicha organización estatal, las dudas razonables referentes a si ciertas atribuciones son de competencia de las provincias o del Estado federal deben ser resueltas a favor de las primeras. El art. 121 de la Constitución dispone categóricamente que las provincias conservan todo el poder que no fue delegado al Estado federal en el texto de la Ley Fundamental. Esa delegación puede ser expresa o implícita, pero en caso de duda la solución que se adopte no puede ser en detrimento de la autonomía provincial. Distinta es la situación que se presenta con la Ciudad de Buenos Aires, cuya autonomía no es originaria sino derivada en los términos del art. 129 de la Constitución. A ella no se le aplica la reserva contenida en el art. 121, ya que los alcances de su autonomía están representados por las potestades que, de manera explícita o tácita, le confiere la Constitución. En este caso, no es viable la interpretación extensiva que establece el art. 121 y, en caso de duda, la solución debe ser favorable a la competencia del Estado federal. Además de los pactos preexistentes, el art. 121 de la Constitución menciona a los pactos especiales: Son los pactos que puede celebrar un Estado soberano con el Estado federal al momento de resolver su incorporación a éste, y cuya vigencia subsiste una vez concretada esa incorporación. El único pacto especial hasta el presente fue el concertado entre la Confederación Argentina y el Estado de Buenos Aires el 11 de noviembre de 1859. Se trata del Pacto de San José de Flores. Tras la batalla de Cepeda se decidió la incorporación de Buenos Aires a la Confederación Argentina para forjar, de esa manera, el Estado federal que subsiste en la actualidad. Esa decisión se adoptó a través del Pacto de San José de Flores en el cual, entre otros aspectos, se acordó que: 1) Buenos Aires aceptaba y juraba solemnemente la Constitución de 1853. 2) Buenos Aires debía convocar a una Convención provincial para que examinara el texto constitucional de 1853. 3) Si la Convención provincial decidía que era necesario reformar la Constitución, el Congreso federal debía proceder a convocar una Convención ad hoc, integrada por representantes de todas las provincias, incluida Buenos Aires, para expedirse sobre si se aceptaban o no todas o algunas de las propuestas de reforma que formulara la Convención bonaerense. 4) No era viable modificar los límites territoriales de la provincia de Buenos Aires sin la conformidad de su legislatura. A tales disposiciones se añadía la cláusula del art. 7º que tiene plena vigencia en la actualidad: "Todas las propiedades del Estado provincial que le dan sus leyes particulares, como sus establecimientos públicos de cualquier clase y género que sean, seguirán correspondiendo a la provincia de Buenos Aires y serán gobernadas y legisladas por las autoridades de la provincia". De esta disposición quedaba excluida la aduana de Buenos Aires que, a igual que las existentes en las restantes provincias, correspondían a la Nación. Como consecuencia del Pacto de San José de Flores fueron introducidas importantes reformas al texto constitucional sancionado en 1853. Entre ellas, al art. 121. Se agregó su parte final que dispone: "y el que expresamente se hayan reservado por pactos especiales al tiempo de su incorporación". De modo que Buenos Aires, además de conservar todos los poderes que por la Constitución no fueron delegados al Estado federal, también retiene los poderes que expresamente se reservó por el Pacto de San José de Flores. En varias oportunidades la Corte Suprema de Justicia declaró la plena vigencia del art. 7º del Pacto de San José de Flores y su naturaleza constitucional. Así, sostuvo que los bienes del dominio provincial ubicados en la Capital Federal están eximidos de toda obligación impositiva. Incluso, consideró que la entonces Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires no podía demandar a la provincia de Buenos Aires el pago de los derechos establecidos a las empresas de servicios públicos por la ocupación o uso de la vía pública, espacio aéreo o subsuelo, cuando se trataba del servicio de telégrafos de la provincia porque, "aunque dicha ocupación excede el ámbito de la propiedad provincial, en verdad viene a incidir sobre la prestación del servicio del telégrafo que ha sido reservada a la provincia"(5) . También desestimó la demanda de la Nación contra la provincia por cobro de una tasa a las estaciones radioeléctricas aunque las oficinas estuvieran ubicadas en la Capital Federal, y aunque se tratara de servicios posteriores a la suscripción del Pacto de San José de Flores(6) . Por similar fundamento, se rechazó la demanda promovida contra el Banco de la Provincia de Buenos Aires por no retener los aportes sindicales a los empleados de esa institución que se desempeñan en su sede central y en las agencias de la Capital Federal. Dijo en esa oportunidad que "el Banco de la Provincia de Buenos Aires no está obligado a cumplir convenios colectivos de trabajo suscriptos por representantes de otras entidades oficiales privadas y mixtas, ya que ello importaría tanto como desconocer las prerrogativas que le han sido reservadas en su condición de organismo autárquico de la administración pública provincial, a raíz del pacto del 11 de noviembre de 1859"(7) . Más recientemente, la Corte decidió que el Banco de la Provincia de Buenos Aires no está alcanzado por el impuesto al valor agregado(8) . Tras describir exhaustivamente la fundamentación del caso, expresó que la federalización de la ciudad de Buenos Aires en modo alguno importó una modificación el art. 7º del Pacto. La ley 1029 del 21/9/1880 fue una ley contrato pues su vigencia estaba condicionada a la aprobación provincial que se concretó mediante la ley local 1355, y en aquélla se reguló que el Banco de la Provincia permanecería bajo su dirección y propiedad sin alteración de los derechos que le corresponden. 135. Relaciones entre el Estado federal y las provincias El Estado federal, que presupone un relativo equilibrio entre las fuerzas centrífugas y centrípetas del poder, se traduce en la coexistencia de diversos centros de los cuales emana la energía generadora de las relaciones de mando y obediencia. Por una parte, expresa la existencia de un foco centralizador dotado de poder soberano y, por la otra, de una pluralidad de centros autónomos de poder. La coexistencia entre el Estado federal y las provincias se materializa en diversas relaciones. En el curso de tales relaciones se opera una superposición de intereses locales, regionales y nacionales con la consecuente necesidad de satisfacerlos y de precisar a quién incumbe en cada caso tal tarea. Frente a esa hipótesis corresponde determinar hasta dónde se proyecta el poder soberano del Estado federal y otro tanto respecto de los poderes autónomos de las provincias. En abstracto, el deslinde de los poderes y la tipificación de las relaciones no son una obra que presente mayor complejidad. Pero en la práctica no acontece lo mismo. Los elementos sociales, políticos, culturales o económicos de la vida social están estrechamente vinculados y sujetos a continuos cambios como consecuencia de su carácter esencialmente dinámico. Tales cambios gravitan sobre el equilibrio que se pretende preservar entre las fuerzas centrífugas y centrípetas que se manifiestan en un Estado federal y determinan alteraciones en los contenidos de las relaciones que se presentan entre la sede del poder soberano y las provincias. Así, la unidad nacional y la promoción del bienestar general como objetivos constitucionales de un plan de gobierno no pueden superar los límites establecidos por el art. 121 de la Constitución. En tal sentido, la Corte Suprema de Justicia tiene resuelto que, de acuerdo con la distribución de competencias impuesta por la Constitución, los poderes de las provincias son originarios e indefinidos (art. 121 CN), mientras que los delegados a la Nación son definidos y expresos (art. 75 CN)(9) . Pero, en algún caso concreto y atendiendo a sus particularidades, una aplicación esquemática de esa norma constitucional no puede conducir al absurdo de disolver la unidad nacional y transformar en una quimera el bienestar general. El equilibrio propio de un Estado federal no puede ser desvirtuado mediante la anulación de los poderes autónomos, ni mediante la atomización del poder soberano. Las relaciones entre el Estado federal y las provincias son de subordinación, participación y coordinación. Las relaciones de subordinación determinan la sujeción de las provincias al poder soberano del Estado federal con los alcances establecidos en la Constitución. Se concreta en el principio de la supremacía federal expuesto, entre otros, por los arts. 5º, 6º, 23, 31 y 123 de la Ley Fundamental, así como también en las potestades delegadas que enuncian los arts. 75, 99 y 116. Las relaciones de participación consisten en la activa intervención de las provincias en la formación de la voluntad del Estado federal. No se trata de una participación facultativa sino necesaria y obligatoria. Las relaciones de participación son establecidas por la Ley Fundamental cuando dispone que las provincias deben intervenir en el ejercicio de las facultades contempladas en los arts. 36, 39, 40, 59, 60, 61, 75 y en todos aquellos casos en que impone la actuación del Senado nacional para otorgar validez a los actos de los órganos legislativo o ejecutivo. Conforme al art. 54 de la Constitución, el Senado representa a las provincias quienes, por su intermedio, participan en la adopción de las decisiones del Estado federal. Las relaciones de coordinación apuntan a la distribución de competencias entre el Estado federal y las provincias. Su propósito consiste en relacionar, de manera armónica, el funcionamiento de las provincias y del Estado federal que integran. Tal es la situación prevista por el art. 41 de la Constitución. La norma básica que sirve para determinar el contenido de esa distribución de competencias es el art. 121 de la Ley Fundamental. Reconoce a las provincias todas las potestades que no fueron transferidas por la Constitución al Estado federal, y todas aquellas que se reservaron en los pactos especiales concertados como paso previo a su inserción en el Estado federal. 136. Facultades del Estado federal y de las provincias La distribución y enunciación de potestades realizada por la Constitución permite distinguir ocho categorías: A) Facultades delegadas al Estado federal. B) Facultades retenidas por las provincias. C) Facultades concurrentes. D) Facultades excepcionales del Estado federal. E) Facultades excepcionales de las provincias. F) Facultades compartidas por el Estado federal y las provincias. G) Facultades prohibidas al Estado federal. H) Facultades prohibidas a las provincias. A) Entre las facultades delegadas al Estado federal se encuentran todas aquellas que, de manera expresa o implícita, la Constitución dispone que son ejercidas por el Gobierno federal. Tal es el caso del estado de sitio, la intervención federal, la sanción de las leyes de derecho común, el establecimiento de aduanas, leyes sobre naturalización y nacionalidad, leyes sobre bancarrotas o falsificación de la moneda y documentos públicos del Estado, la regulación del juicio por jurados, la legislación electoral para la designación de autoridades federales, el manejo y conducción de las relaciones internacionales, la regulación del comercio con naciones extranjeras y de las provincias entre sí, y en general los que enuncian los arts. 75 y 99 de la Constitución. B) Las facultades retenidas o reservadas por las provincias son todas aquellas que no han sido objeto de la delegación citada por el art. 121 de la Ley Fundamental, algunas de las cuales aparecen mencionadas expresamente en la Constitución. Entre ellas cabe recordar la facultad de darse su propia constitución, sus instituciones, el régimen electoral para las autoridades provinciales, la creación de regiones, celebración de tratados carentes de contenido político, regulación del régimen municipal, previsión de la educación primaria y sanción de leyes procesales y de índole contravencional. C) Las facultades concurrentes son atribuciones concedidas al Estado federal pero que, hasta tanto no sean ejercidas por él, pueden ser utilizadas por las provincias. No son facultades que pueden ser ejercidas de manera indistinta y simultánea por el Estado federal y las provincias. Constitucionalmente competen al Estado federal y una vez que son puestas en funcionamiento no pueden ser ejercidas por las provincias. Tal es el caso previsto, entre otros, por el art. 126 de la Constitución cuando establece que las provincias pueden sancionar los Códigos Civil, Comercial, Penal y de Minería hasta tanto no sean sancionados por el Congreso. D) Las facultades excepcionales del Estado federal son aquellas que, en principio, corresponden a las provincias. Sin embargo, si se presentan las circunstancias de excepción que prevé la Ley Fundamental, pueden ser ejercidas por el Estado federal. Tal es la hipótesis que contempla el art. 75, inc. 2º, de la Constitución con respecto a los impuestos directos. Su aplicación es competencia de las provincias, pero pueden ser establecidos por el Congreso nacional por tiempo determinado y en todo el territorio de la Nación si así lo exigen la defensa, la seguridad común y el bien general del Estado. E) Las facultades excepcionales de las provincias son aquellas que, en principio, corresponden al Estado federal. Sin embargo, cuando un estado de necesidad requiera de su inmediato ejercicio en salvaguarda del Estado federal o de sus instituciones, las provincias están facultadas para desarrollar esas potestades. Es el caso del art. 126 de la Constitución, cuando autoriza a las provincias a armar buques de guerra o levantar ejércitos en caso de invasión externa o de un peligro tan inminente que no admita dilación alguna para afrontarlo. F) Las facultades compartidas por el Estado federal y las provincias son aquellas que, necesariamente, deben ser ejercidas de modo uniforme por ambas entidades. A diferencia de las facultades concurrentes que son ejercidas por el Estado federal y, en su defecto, por las provincias, las facultades compartidas son las que requieren un consenso entre la voluntad del Estado federal y de las provincias. Tales son los casos del establecimiento de la capital del Estado federal en territorio provincial (art. 3º CN), la formación de una nueva provincia con el territorio perteneciente a otra u otras (art. 13 CN), o la sanción de las leyes convenio para establecer regímenes de coparticipación impositiva (art. 75, inc. 2º, CN). En tales hipótesis, el logro del objetivo perseguido requiere de una ley del Congreso nacional y de una ley de la legislatura de cada provincia afectada. G) Las facultades prohibidas al Estado federal son todas aquellas cuyo ejercicio la Constitución veda al Gobierno federal. Implícitamente, el ejercicio de tales facultades es acordado a los gobiernos provinciales. H) Las facultades prohibidas a las provincias son todas aquellas cuyo ejercicio por las legislaturas provinciales veda de manera expresa la Constitución. Implícitamente, el ejercicio de estas facultades es acordado al Gobierno federal. Se trata de las situaciones previstas en el art. 126 de la Ley Fundamental que no configuran las hipótesis de facultades concurrentes. Las potestades contenidas en la Constitución, que se distribuyen entre el Estado federal y las provincias, pueden ser expresas o implícitas. Las primeras son las que aparecen enunciadas en el articulado de la Ley Fundamental. Las implícitas son aquellas que no están enunciadas en la Constitución, pero que resultan medios convenientes para que un órgano gubernamental, tanto en el orden federal como en el provincial, pueda concretar el ejercicio de sus facultades constitucionales. A estas potestades implícitas, aunque con referencia al Congreso federal, alude el art. 75, inc. 32, de la Ley Fundamental cuando le reconoce la facultad de hacer todas las leyes y reglamentos que sean convenientes para el ejercicio de las potestades que le confiere ese artículo y las restantes disposiciones de la Constitución. 137. Constituciones provinciales El art. 5º de la Ley Fundamental impone a las provincias el deber de sancionar una constitución conforme a las condiciones establecidas en esa norma. Su incumplimiento, total o parcial, es causal suficiente para disponer la intervención federal de la provincia, sin perjuicio del control de constitucionalidad que, eventualmente y en cada caso concreto, se puede ejercer respecto de aquellas cláusulas de la Constitución local que no se adecuen a las condiciones del art. 5º. El control jurisdiccional lo ejerce la Corte Suprema de Justicia. Se trata de una obligación ineludible para las provincias, cuyo cumplimiento se concreta mediante el ejercicio de un poder constituyente de segundo grado que emana de su autonomía originaria. Es una de las potestades que conservan las provincias conforme al art. 121 de la Constitución. El art. 5º, en el texto sancionado en 1853, contenía dos diferencias frente a su redacción actual. La primera consistía en supeditar la validez de las constituciones provinciales a su aprobación por el Congreso. La segunda establecía que la educación primaria que deben asegurar las provincias a su población sería gratuita. Ambos contenidos fueron reformados por la Convención de 1860, que aceptó las sugerencias formuladas por la Comisión Examinadora de la Provincia de Buenos Aires. En cuanto al primero, porque se entendió que los convencionales de las provincias estaban dotados de mayor idoneidad para comprender las características y necesidades locales que los miembros del Congreso. Por otra parte, el establecimiento de ese control comportaba una importante limitación al federalismo con los consecuentes riesgos provenientes de una centralización del poder. En cuanto al segundo, si bien se mantuvo el deber de asegurar la educación primaria, se suprimió la referencia al carácter gratuito. Se entendió que la redacción de la cláusula podía impedir la sanción de leyes que establecieran contribuciones especiales para costear la enseñanza o que limitaran el carácter gratuito a los hijos de personas carentes de mayores recursos con el consiguiente perjuicio, en ambos casos, para las restantes necesidades locales que debían ser satisfechas con los magros presupuestos provinciales. Las condiciones bajo las cuales deben ser sancionadas las constituciones provinciales son: 1) La adopción del sistema republicano representativo de gobierno; 2) el respeto a los principios, declaraciones y garantías de la Ley Fundamental; 3) debe asegurarse la administración de justicia; 4) debe establecerse un régimen municipal; 5) debe garantizarse la educación primaria. Sancionada la Constitución provincial y cumplidas las condiciones impuestas por el art. 5º, el Gobierno nacional debe extender a las provincias la garantía federal que les asegure un desenvolvimiento conforme a sus propias instituciones. La adopción por las provincias del sistema representativo republicano de gobierno, al cual alude el art. 1º de la Constitución, significa que deben organizar sus instituciones políticas conforme a los principios generales que, sobre el particular, contiene la Ley Fundamental. Las cláusulas constitucionales referentes a las declaraciones, derechos y garantías tienen vigencia en todo el país, sin que puedan ser alteradas por las constituciones provinciales. Carecen de validez las normas locales que desconocen tales principios, los niegan, reducen o alteran. En rigor, son innecesarias y colisionan con la técnica de la concisión que debe presidir la redacción constitucional. El cumplimiento de los requisitos del art. 5º condiciona el otorgamiento a las provincias de la garantía federal: el goce y ejercicio de sus propias instituciones. Garantía federal que permite a las provincias preservar el ejercicio de su poder político autónomo y originario, el desarrollo económico, la integridad territorial, su condición de igualdad en el ámbito nacional y la protección para asegurar la paz interior y la unión nacional. 138. La garantía del principio federal El sistema federal para la organización estatal acordado por las provincias y expuesto en la Constitución fue la institucionalización de los principios e ideas políticas dominantes que se manifestaron, desde un comienzo, en el curso del proceso político argentino. Para forjar la organización política definitiva del país, las provincias, como entidades preexistentes, contribuyeron a la formación del Estado federal para lo cual transfierieron una parte de sus potestades originarias, en tanto conservaron las restantes. Esa transferencia, a la cual alude el art. 121 de la Constitución, determina que el Gobierno federal solamente pueda ejercer los atributos que expresamente fueron transferidos por las provincias. Se trata de una forma de estructuración federal que difiere de la establecida en otros Estados federales, donde las provincias o los Estados locales solamente conservan aquellos poderes que expresamente se hubieran reservado en la Constitución. El ejercicio de todos los restantes es de competencia exclusiva del Gobierno federal. Tal es el caso de Canadá. Como contrapartida de esa transferencia de potestades, el Estado federal contrajo la obligación de asegurar a las provincias el ejercicio de las potestades reservadas a través de la llamada garantía federal. La garantía federal tiene dos objetivos: 1) Permitir a las provincias el pleno ejercicio de su personalidad y autonomía originarias, mediante el desenvolvimiento de las potestades reservadas; 2) hacer efectivo un control vertical del poder político del Estado federal para evitar que su extralimitación conduzca al desconocimiento o desnaturalización de los atributos provinciales. El principio de la garantía federal abarca: 1) La existencia e integridad territorial de las provincias; 2) la autonomía política; 3) el desarrollo económico y el bienestar local; 4) la igualdad entre las provincias; 5) la unión nacional y la paz interior. El otorgamiento de la garantía federal se puede concretar por diversos medios. Entre otros, la concesión de subsidios, créditos, regímenes especiales y transitorios en materia económica y fiscal, traslado de fuerzas armadas y de seguridad, así como también mediante la intervención federal o la declaración del estado de sitio. 139. Integridad territorial El Estado federal tiene el deber de respetar y asegurar la integridad territorial de las provincias. Cada una de ellas se incorporó al Estado federal con un espacio territorial intangible que abarca el suelo, el subsuelo, su espacio aéreo y sus recursos naturales. Tales componentes de su espacio territorial no pueden ser alterados unilateralmente por el Estado federal ni por las restantes provincias. Así, el art. 3º de la Constitución establece que la cesión de territorios para constituir la capital de la República debe ser efectuada por la legislatura provincial. El art. 6º garantiza a las provincias su extensión territorial si llega a ser vulnerada por un acto de invasión. El art. 13 condiciona, a la conformidad de la legislatura provincial, la cesión de parte de su territorio para la constitución de una nueva provincia. Tampoco es viable disponer unilateralmente la extinción de una provincia mediante su incorporación a otra, o por la fusión de varias de ellas para conformar una nueva provincia, o por su traspaso al ámbito de los territorios nacionales. Siempre será necesaria la conformidad de la provincia afectada mediante la manifestación de voluntad expuesta por su legislatura y sin perjuicio de los recaudos previos que pueda exigir la Constitución local. La determinación de los límites definitivos de las provincias corresponde al Congreso (art. 75, inc. 15 CN) pero los conflictos que sobre el particular se presenten entre las provincias deben ser resueltos por la Corte Suprema de Justicia de la Nación (arts. 117 y 127 CN). 140. Autonomía política El Estado federal tiene la obligación de respetar y asegurar la autonomía política originaria de las provincias, con la única condición de que den previo cumplimiento a los requisitos impuestos por el art. 5º de la Constitución. Con sujeción a tales requisitos, las provincias tienen derecho a organizar sus propias instituciones y regirse por ellas. Si bien las provincias están obligadas a adoptar la técnica de la separación de las funciones gubernamentales, disfrutan de un amplio marco de libertad para estructurar a sus órganos legislativo, ejecutivo y judicial de gobierno. En función de esa autonomía política, el art. 124 de la Constitución reconoce a las provincias la potestad de celebrar convenios con naciones extranjeras que no sean incompatibles con la política exterior de la Nación y no afecten las facultades transferidas al Gobierno federal o el crédito público de la Nación. Asimismo, el art. 125 reconoce a las provincias el derecho a ejercer sus potestades para promover sus industrias, la inmigración, la construcción de ferrocarriles y canales navegables, la colonización de tierras de propiedad provincial, la introducción y establecimiento de nuevas industrias, la importación de capitales extranjeros y la explotación de sus ríos. Todo ello con recursos propios y sin perturbar el logro de objetivos similares por el Gobierno federal, tal como están previstos en el art. 75, inc. 18, de la Constitución. Si al ejercer sus potestades en busca de la concreción de tales objetivos constitucionales las provincias estiman conveniente la celebración de acuerdos con otras provincias, Estados extranjeros u organismos internacionales o supraestatales, la Ley Fundamental no opone reparos a ello (art. 124 CN). Como se trata de una de las facultades reservadas según el art. 121, solamente se requiere que los tratados: 1) Tengan objetivos económicos o sociales cuya determinación, regulación y administración sean potestad exclusiva de las provincias. Quedan excluidos aquellos tratados que respondan a objetivos políticos. 2) No se opongan a los compromisos exteriores contraídos por la Nación en materia económica o social sujeta a su potestad exclusiva, o que pueda ser objeto de una potestad concurrente con las provincias en el ámbito interno. 3) No se opongan a los lineamientos de política exterior establecidos por el Gobierno federal. Así, las provincias no podrán concertar acuerdos con Estados extranjeros, organizaciones internacionales o entidades supraestatales que no sean reconocidos por el Gobierno federal o con los cuales la Nación esté en conflicto. 4) No afecten el crédito público de la Nación, al comprometer su responsabilidad o el alcance de los compromisos de esa índole que contrajo. 5) Se adecuen a las limitaciones establecidas por el art. 27 de la Constitución. 6) Pongan en conocimiento del Congreso la celebración del convenio. La autonomía política de las provincias no es absoluta pues debe adecuarse a los principios rectores impuestos por la Constitución federal respecto a la organización republicana y representativa, así como también a los tratados internacionales (art. 75, incs. 22 y 24). La Corte Suprema de Justicia puede declarar la invalidez del texto constitucional provincial si no se adecua a tales principios. También puede suspender o privar de validez a las decisiones políticas que adopten los órganos gubernamentales. En los casos "Ponce"(10) y "Barbeito"(11) , la Corte Suprema de Justicia dispuso suspender la aplicación de una ley de la provincia de San Luis que, mediante la incorporación de una cláusula transitoria a su Constitución, disponía la caducidad anticipada de los mandatos de todos los cargos electivos provinciales y municipales y habilitaba al Poder Ejecutivo provincial a convocar a elecciones para cubrir esos cargos y añadía que aquella caducidad se produciría el día que se fijara para la asunción de las nuevas autoridades electas. La Corte decidió suspender la aplicación de la ley y de todo acto gubernamental que importara alterar el período de vigencia de los mandatos existentes, hasta tanto se pronunciara sobre la validez de la norma cuestionada. 141. Desarrollo económico y bienestar local La autonomía originaria de las provincias comprende la potestad de establecer sus propios planes y metodologías para concretar el desarrollo económico local y el bien común para sus habitantes. Es de suma importancia el esfuerzo que deben efectuar las provincias para disfrutar de estructuras económicas progresistas y de alta productividad, porque sin una razonable autosuficiencia económica su autonomía política estaría seriamente restringida. La expresión de la garantía federal en este ámbito se traduce en: 1) El deber del Estado federal para proveer todo lo conducente a la prosperidad del país, al adelanto y bienestar de todas las provincias (art. 75, inc. 18); 2) la ayuda federal, mediante subsidios del Tesoro nacional, que la Nación debe conceder a las provincias como una compensación equitativa por las cesiones económicas que ellas hicieron para posibilitar la formación del Estado federal (art. 75, inc. 9). De todas maneras, y en la medida posible, es conveniente que las provincias procuren satisfacer los gastos ordinarios con sus propias rentas y evite darles un destino superfluo o improductivo. Por otra parte, la recepción de subsidios del Tesoro nacional para la cobertura de los gastos provinciales ordinarios genera una suerte de dependencia política de ellos frente al Gobierno federal que, muchas veces, se traduce en la imposición, por parte de este último, de políticas agonales. La existencia de recursos genuinos permite a las provincias generar un desarrollo importante para su sistema educacional y de seguridad social, con la consecuente satisfacción del bien común local. En el ámbito del desarrollo económico y el bienestar de las provincias también cabe mencionar el segundo párrafo del art. 124 de la Ley Fundamental, que establece que corresponde a las provincias el dominio originario de los recursos naturales existentes en su territorio. Reconocer a las provincias el dominio originario sobre sus recursos naturales es una consecuencia de la garantía federal que, entre otros aspectos, impone a la Nación el deber de respetar y de hacer respetar la intangibilidad territorial de las provincias. El concepto de dominio originario atribuido a las provincias sobre los recursos naturales existentes en sus territorios no equivale al del derecho real de dominio previsto en el art. 2506 del Código Civil. Se trata de un dominio público, inalienable e imprescriptible, que corresponde a las provincias desde el mismo momento de su organización, pues no reconoce un titular anterior. No es susceptible de transferencia, aunque su explotación puede ser cedida a los particulares. El dominio conlleva la jurisdicción, aunque no necesariamente exista unidad en sus titulares. La jurisdicción es la potestad de regular las relaciones jurídicas que nacen del dominio originario y su ejercicio puede estar a cargo de las provincias, de la Nación o de ambas previa delimitación de sus áreas de competencia. La jurisdicción para sancionar normas destinadas a regular los recursos naturales puede emanar de las provincias, pero también del Estado federal en aquellos casos que estén previstos por la Constitución. Es una aplicación del art. 121 de la Ley Fundamental. Así, la regulación del régimen de la minería incumbe a la Nación (art. 75, inc. 12 CN), y otro tanto respecto de las materias relacionadas con los recursos naturales cuando se impone la determinación de los grandes lineamientos políticos y económicos que deben presidir el rumbo y la actividad del Estado federal. La ley 24.992, que establece el Régimen Federal de Pesca, dispone que son del dominio provincial con litoral marítimo los recursos vivos que poblaren las aguas interiores y el mar territorial adyacente a sus costas, hasta las 12 millas marinas medidas desde las líneas de base. Superadas las 12 millas, tanto el dominio como la jurisdicción corresponden exclusivamente al Estado federal (arts. 3º y 4º). Sin embargo, se prevé la jurisdicción nacional para fomentar la pesca marítima, el aprovechamiento racional de los recursos vivos marinos, la sustentabilidad de la actividad pesquera y la protección efectiva de los intereses nacionales relacionados con la pesca (art. 1º). La autoridad de aplicación es determinada por el Poder Ejecutivo nacional y, en delegación, por la Dirección Nacional de Pesca y Acuicultura, al tiempo que la jurisdicción provincial queda sensiblemente limitada. Ello debido a que la actividad pesquera está íntimamente relacionada con el comercio y la navegación interprovincial o internacional que son materias que constitucionalmente competen al gobierno federal(12) . El reconocimiento del dominio originario, reiteramos, no siempre queda equiparado con la potestad jurisdiccional. La Corte Suprema de Justicia, al decidir el caso "Total Austral c. Provincia de Tierra del Fuego"(13) , sostuvo que la provincia no tenía potestades para gravar los yacimientos de hidrocarburos situados fuera de las tres millas marinas de delimitación física del mar territorial provincial fijadas en la ley 18.502. Añadió que esa situación no había sido alterada por la ley 23.968, en cuanto estableció que el límite del mar territorial se extiende hasta las doce millas marinas, porque es una ley que tiene por objeto fijar las líneas de base del Estado ante la comunidad internacional y en el ejercicio de su poder soberano. Pero ello no guarda relación con las cuestiones vinculadas a la jurisdicción provincial sobre el mar territorial que constituye un aspecto de derecho interno. Sobre tal base, declaró la inconstitucionalidad del art. 81 de la Constitución provincial que extiende su jurisdicción, en materia de explotación económica, hasta donde la República Argentina ejerce su jurisdicción. La sentencia fue anterior a la sanción de la ley 26.197 que reconoce a las provincias el dominio sobre los yacimientos de hidrocarburos hasta las doce millas marinas. También el Alto Tribunal resolvió que el pago de regalías hidroeléctricas previstas en la ley 15.336 se debe efectuar a la provincia o provincias en cuyo territorio se encuentra la caída de agua que genera la energía, con prescindencia del curso de los ríos(14) . 142. Régimen de los hidrocarburos Tanto la titularidad sobre los yacimientos de hidrocarburos como su explotación han sido objeto de un intenso debate que, sustancialmente, responde a dos concepciones políticas diferentes. Debido a su naturaleza estratégica para el desarrollo de la política económica de la Nación, son bienes del dominio originario del Estado federal. Por el contrario, y en atención a la cláusula del art. 121 de la Ley Fundamental, quedan sujetos al dominio y jurisdicción de las provincias. La primera concepción responde a una visión centralista y concentradora del poder, que asigna al Estado federal un rol paternalista respecto de las provincias. La segunda se enrola estrictamente en el ámbito de un sistema federal que atribuye a las provincias el dominio sobre sus recursos naturales y prescinde de toda consideración extraña a la que emana de la génesis del proceso federal y del texto de la Constitución. Conforme el Código de Minería, sancionado en 1887, los yacimientos de hidrocarburos estaban implícitamente incluidos entre los minerales de primera categoría, que podían ser objeto de concesiones a favor de los particulares peticionantes. En 1935 se sancionó la ley 12.161 que incorporó expresamente la exploración y explotación de los hidrocarburos al Código de Minería entre las minas de primera categoría susceptibles de concesiones. La ley quedó sin efecto con la reforma constitucional de 1949, que estableció que los yacimientos de hidrocarburos pertenecían al dominio nacional y vedó las concesiones. La empresa nacional Yacimiento Petrolíferos Fiscales, que tenía el monopolio en la exploración y explotación de hidrocarburos, fue autorizada, por el decreto 933/1958 a celebrar contratos de locación de obra y servicios con los particulares. Luego, la ley 14.773, sancionada en 1958, declaró que los yacimientos de hidrocarburos pertenecían al dominio nacional y prohibió las concesiones en materia de exploración y explotación. Finalmente, el 23/6/1967 fue sancionada la ley 17.319, conforme a la cual los yacimientos de hidrocarburos pertenecían "al patrimonio inalienable e imprescriptible del Estado Nacional". Dicha norma añadió que la exploración, explotación, industrialización, transporte y comercialización de los hidrocarburos podían estar a cargo de empresas estatales, privadas o mixtas. El Poder Ejecutivo podía otorgar permisos de exploración y concesiones temporales de explotación y transporte de hidrocarburos, y se reconocían regalías que oscilaban entre el 5% y 12% en beneficio de las provincias dentro de cuyos límites se encontraran yacimientos de hidrocarburos. Cuando fue cuestionada la validez de la 17.319, la Corte Suprema afirmó su constitucionalidad al considerar que el Congreso estaba habilitado para coordinar y decidir en aquellas materias que, como la explotación de hidrocarburos, revestían interés para el país en general(15) . En septiembre de 1992, fue sancionada la ley 24.145. Ella autorizó la privatización de Yacimientos Petrolíferos Fiscales y dispuso la transferencia del dominio de los yacimientos de hidrocarburos del Estado nacional a las provincias en cuyos territorios se encontraban, así como también en el mar territorial adyacente hasta una distancia de 12 millas marinas. Esa transferencia no comprendía las áreas respecto de las cuales se hubieran otorgado permisos de exploración y concesiones de explotación a aquella empresa estatal y a las restantes empresas privadas. Sin embargo, esa Ley de Federalización de Hidrocarburos estableció que la transferencia operaría recién: 1) Al vencimiento de los plazos legales y contractuales por los que fueron otorgados los permisos, concesiones y contratos vigentes; 2) luego de ser sancionada una ley modificatoria de la 17.319 que adecuara sus contenidos a esa transferencia de dominio. Pendiente aún la transferencia del dominio originario dispuesta por la ley 24.145, tuvo lugar la reforma constitucional de 1994, que reconoció a las provincias "el dominio originario de los recursos naturales existentes en sus territorios" (art. 124). No obstante la entrada en vigencia de la reforma constitucional, la aplicación de la ley 17.319 y su reglamentación, así como la autoridad concedente de los permisos y concesiones, permanecían en el Gobierno federal, con la salvedad de algunas materias como la recaudación y fiscalización de las regalías y las cuestiones ambientales. Finalmente, en diciembre de 2006, fue sancionada la ley 26.197. Sustituyó el texto del art. 1º de la ley 17.319 por el siguiente: "Los yacimientos de hidrocarburos líquidos y gaseosos situados en el territorio de la República Argentina y en su plataforma continental pertenecen el patrimonio inalienable e imprescriptible del Estado nacional o de los Estados provinciales, según el ámbito territorial en que se encuentren (...) pertenecen a los Estados provinciales los yacimientos de hidrocarburos que se encuentren en sus territorios, incluidos los situados en el mar adyacente a sus costas hasta una distancia de doce millas marinas desde la línea de base establecida por la ley 23.968...". La ley 26.197, usualmente denominada "Ley corta", adaptó el régimen legal en materia de hidrocarburos al art. 124 de la Constitución, al tiempo que mantuvo en vigencia la ley 17.319 con una serie de modificaciones que reconocen a las provincias facultades como autoridad concedente y de control, como consecuencia de que asumen en forma plena el ejercicio del dominio originario y la administración de sus yacimientos de hidrocarburos. Si bien los yacimientos de hidrocarburos, sitos en su territorio, pertenecen al dominio originario de las provincias, las normas que regulan la materia deben emanar del Estado nacional (art. 75, inc. 12, CN), las que por su naturaleza no pueden ser modificadas por la legislación provincial(16) . En tal sentido, la Corte Suprema tiene resuelto que, una vez "sancionados los Códigos Civil, Comercial, Penal y de Minería, actualmente en vigencia, es indudable que las provincias no están facultadas para legislar sobre la materia, de acuerdo con preceptos constitucionales, por tratarse de una función que compete a la autoridad nacional en mérito de los poderes que le han sido delegados, así como ampliar, modificar o restringir las disposiciones de aquéllos, de manera que si una ley local invade el fuero federal legislando sobre cosas o actos que no le corresponden, la inconstitucionalidad de ella es manifiesta"(17) . Entendemos que esa legislación de fondo no podrá tener un alcance tal que importe desarticular el dominio originario concedido por la Ley Fundamental en su art. 124. No se podrá sustituir a la autoridad de aplicación —que es provincial— ni desconocer la jurisdicción de los tribunales locales. En términos generales, y con la salvedad de ciertos lapsos en que privó la sensatez, desde 1907 la exploración, explotación y comercialización de hidrocarburos estuvo sujeta a intensos controles estatales que, en definitiva, impidieron en tiempo oportuno el uso racional y satisfactorio de ellos para el progreso del país. El monopolio estatal, la conformación de entes burocráticos ineficientes, la ausencia de tecnología apropiada o las regulaciones de precios fueron —y son— algunos de los factores que trabaron el logro de aquel objetivo conforme lo impone la cláusula del progreso contenida en el art. 75, inc. 18 de la Constitución. Asimismo constituyeron —y constituyen— obstáculos para el desenvolvimiento económico de las provincias que disponen de tales recursos y, por ende, del incremento en el nivel de vida de su población. En este aspecto, la reforma constitucional de 1994 fue importante al disipar toda duda: los recursos naturales son del dominio originario de las provincias, sin que puedan ser privadas de ellos por un tutor o mediante la invocación de la concepción del dominio eminente. En esta línea, también fue importante, aunque incompleta, la sanción de la ley 26.197, porque la intromisión del Estado federal acota considerablemente la independencia económica provincial. Veamos. La ley 26.197 establece que las regalías se deben pagar a las provincias. Pero su monto está fijado por la ley 17.319 en el 12% de la producción, mientras que el Poder Ejecutivo nacional puede variar el porcentaje en consideración de la "productividad, condiciones y ubicación de los pozos" (art. 59). No se trata de un impuesto sino de uno de los ingredientes de la concesión. De modo que el Estado federal, a través de un acto discrecional del Poder Ejecutivo, establece el quantum de las regalías que pueden percibir las provincias por la explotación de sus recursos naturales. Son regulaciones no sustanciales de la explotación y exploración de yacimientos de hidrocarburos cuya emisión solamente podría emanar de las propias provincias. A ello se añaden los impuestos inconstitucionales a la exportación que impone el Poder Ejecutivo, no el Congreso, bajo el nombre de "retenciones" y que desalientan el incremento de la producción. "Retenciones" que no obedecen a una política energética porque bien podría el Estado federal adquirir los hidrocarburos que se desean exportar a precios de mercado, sino a una singular patología fiscalista, tal como acontece con las "regalías" impuestas a los productos agropecuarios. 143. Igualdad entre las provincias Todas las provincias que integran el Estado federal se encuentran constitucionalmente en un plano de igualdad. Esa igualdad se extiende, tanto a las provincias existentes al ser sancionada la Constitución, como a las que fueron constituidas con posterioridad en el ámbito de los territorios nacionales. Asimismo, también será aplicable a las provincias nuevas que, eventualmente, se formen en el futuro. La única excepción, prevista en el art. 121 de la Ley Fundamental, consiste en reconocer una situación particular a las provincias que se reserven determinadas potestades al tiempo de ser incorporadas a la Nación. Tal es lo que acontece con la provincia de Buenos Aires respecto de las potestades objeto de reserva en el Pacto de San José de Flores de 1859. De igual manera, esa situación excepcional podrá regir en el futuro para las provincias que se incorporen al Estado federal conservando ciertos atributos que se enuncien en los pactos especiales. En función de esta garantía, la Constitución dispone que los actos públicos y procedimientos judiciales de una provincia disfrutan de entera fe en las demás (art. 7º); los ciudadanos que habitan cada provincia tienen todos los derechos, privilegios e inmunidades inherentes a su condición de ciudadanos en las demás provincias (art. 8º); las provincias están obligadas, recíprocamente, a otorgar la extradición de las personas a quienes se les imputa la comisión de delitos (art. 8º); el número de diputados nacionales elegidos en cada provincia se determinará proporcionalmente sobre la base de su población (art. 45); cada provincia está representada por tres senadores nacionales (art. 54). En materia impositiva, el art. 75, inc. 2º, de la Constitución, establece la distribución de los impuestos coparticipables resultantes de la ley convenio que sancionará el Congreso, sobre la base de los acuerdos previos y uniformes que concertará la Nación con las provincias. 144. Unión nacional y paz interior Las provincias tienen el deber de concertar entre ellas relaciones armónicas, basadas sobre un respeto recíproco, por ser todas integrantes del Estado nacional a cuya formación contribuyeron al renunciar a sus poderes soberanos. Los eventuales conflictos que puedan presentarse entre las provincias tienen que ser resueltos en forma pacífica y razonable y no mediante actos de fuerza o como consecuencia de una relación de subordinación. En tal sentido, el art. 127 de la Ley Fundamental prohíbe a las provincias que se declaren la guerra y establece que las hostilidades de hecho que se susciten son actos de guerra calificados de sedición. A falta de acuerdo entre las provincias para decidir sobre los conflictos, la solución de éstos corresponde al Gobierno nacional. Ya sea a través del Congreso o de la Corte Suprema de Justicia. La determinación de los límites entre las provincias solamente puede ser resuelta por el Congreso nacional (art. 75, inc. 15). En esta materia, sus decisiones no son susceptibles de revisión por vía judicial por tratarse de una cuestión esencialmente política(18) , de competencia exclusiva y excluyente del Congreso. Sin embargo, si la decisión del Congreso es arbitraria en su fundamentación, o si en el tratamiento del tema no aplica las reglas del debido proceso legal, la ley correspondiente será susceptible de revisión judicial por la Corte Suprema de Justicia. En tales casos, el Alto Tribunal se limitará a disponer la invalidez de la norma pero no podrá determinar cuál es el contenido de dicha ley y así sustituir al Congreso en el ejercicio de una atribución propia que le confiere la Ley Fundamental. Si los conflictos de límites son resueltos directamente por las provincias o mediante la intervención de un árbitro designado por ellas, el acuerdo o laudo tendrá validez en tanto esté desprovisto de arbitrariedad. De no ser así, las provincias podrían recurrir ante la Corte Suprema de Justicia. En tal sentido, la Corte Suprema tiene resuelto que la competencia originaria del art. 117 sólo requiere de un conflicto entre diversas provincias producido como consecuencia del ejercicio de los poderes no transferidos al Estado federal y que son el resultado del reconocimiento de su autonomía. Tales cuestiones, de naturaleza muchas veces compleja y concernientes a las relaciones políticas entre las provincias, otorgan a la Corte Suprema la facultad de determinar de oficio el derecho aplicable para resolver el litigio(19) . 145. El régimen municipal En el curso de la historia política de la humanidad, el municipio aparece como el baluarte primario y más firme para concretar la tutela de las libertades del hombre y su proyección al derecho positivo. De origen anterior al Estado moderno, el municipio constituye la unidad administrativa y autárquica básica dentro de la organización jerárquica que caracteriza al Estado federal. Esa realidad fue debidamente valorada por los constituyentes de 1853/60, quienes atribuyeron jerarquía constitucional al régimen de los municipios. Plasmaron esa realidad proyectando sus efectos hasta nuestros días, donde la comuna prosigue cumpliendo el rol de núcleo social y político primario a través del cual se expresan las necesidades, inquietudes y demandas de la vida social. El fundamento normativo del régimen municipal argentino tiene raíz constitucional. La Constitución, en sus arts. 5º y 123, reconoce el régimen municipal e impone a las provincias el deber de instrumentarlo en sus textos constitucionales. Como el art. 123 de la Ley Fundamental alude a la autonomía municipal, un sector importante de nuestra doctrina considera que se trata de entidades que, al margen de su autarquía, disfrutan de los atributos propios de los organismos autónomos. Por nuestra parte, y sin perjuicio de ciertos principios esbozados por la Corte Suprema de Justicia(20) , entendemos que los municipios carecen de un poder autónomo originario reservado por la Constitución a las provincias. Solamente poseen una autonomía derivada o una autarquía originaria, impuesta por la Ley Fundamental, cuyo ejercicio está organizado por las constituciones provinciales y sujeto al control de las legislaturas de cada provincia. Son entidades administrativas autárquicas y entidades políticamente dotadas de un poder autónomo derivado del que, originariamente, tienen las provincias. Entre ellos se encuentran los impuestos, tasas y contribuciones que pueden establecer como consecuencia de una expresa autorización legal. Los municipios pueden destinar al cumplimiento de sus fines los recursos fiscales que provengan de normas expresas provinciales que los establezcan, ya sea en forma directa o indirecta. Directa cuando la ley establece el gravamen, facultando a los municipios para proceder a su recaudación. Indirecta, cuando la ley faculta a los municipios para establecer gravámenes precisando el contenido de las normas que ellos dicten(21). Si bien la organización de la conformación política de los municipios corresponde a las provincias, como también la determinación de sus autoridades y mandatos, no es viable por una ley local alterar los mandatos y las fechas electorales previstos en la organización municipal. La Corte sostuvo que las normas provinciales que acortaban los mandatos de las autoridades municipales, como aquellas que regulaban la elección de sus sucesores, eran inconstitucionales porque importaban la asunción de atribuciones que habían sido asignadas, exclusivamente, a los titulares de los departamentos ejecutivos municipales, cual era la convocatoria a elecciones. La irreversibilidad de los requisitos impuestos por la legislación provincial para la elección de sus autoridades no es aplicable cuando tales normas vulneran la autonomía municipal(22) . Las constituciones provinciales, al organizar el régimen municipal, pueden ampliar o restringir el nivel autonómico de las comunas, sin privar a los municipios de las atribuciones mínimas e indispensables para que puedan concretar su cometido. Ese fue el criterio adoptado por la Corte Suprema en el caso "Rivademar"(23) . Tales principios se proyectan sobre la distribución del ejercicio del poder de policía entre las provincias y los municipios. Como regla general, el poder de policía incumbe a la provincia, salvo en aquellos casos en que se confiere a los municipios o cuando, a falta de previsión específica, su ejercicio está destinado a satisfacer una imperiosa necesidad de carácter local. Sobre el particular resulta decisiva la doctrina expuesta por la Corte Suprema de Justicia en el caso "Cadegua"(24) . Por unanimidad, los jueces que la integran compartieron las consideraciones expuestas por el procurador general. Conforme a ellas, "el ejercicio del poder de policía en materia de juegos de azar no es originario, natural y propio de los municipios, sino antes bien, es una potestad reservada por la Constitución Nacional a las provincias". 146. Régimen constitucional de la Ciudad de Buenos Aires Antes de la reforma de 1994, la Constitución no tenía referencia alguna a la Ciudad de Buenos Aires. Sin embargo, en su versión originaria de 1853, el art. 3º disponía que Buenos Aires era la ciudad capital de la Confederación donde tenía su asiento el Gobierno federal. Esa disposición, a raíz de la reforma de 1860, fue dejada sin efecto. Se estableció, tal como lo prescribe el actual art. 3º de la Ley Fundamental, que el Gobierno federal residirá en la ciudad que, por ley especial del Congreso, se declare capital de la República. Esa ley, la 1029, fue sancionada el 21/9/1880 y el 26 de noviembre de ese año la legislatura de la provincia de Buenos Aires hizo efectiva la correspondiente cesión territorial. Si bien la Ciudad de Buenos Aires no estaba mencionada en la Constitución, disfrutó de una posición jurídica constitucional especial por haber sido declarada capital de la Nación. No por tratarse de la Ciudad de Buenos Aires, sino por ser capital de la República que, como tal, se beneficiaba con la situación particular que para esta última prevé la Constitución. Con la reforma de 1994 la situación jurídico-constitucional de la Ciudad de Buenos Aires varió sustancialmente. La norma que regula esa situación es el art. 129 de la Ley Fundamental. A este artículo se añade la disposición transitoria 7ª, que dice: "El Congreso ejercerá en la ciudad de Buenos Aires, mientras sea capital de la Nación, las atribuciones legislativas que conserve con arreglo al artículo 129". Se trata de las atribuciones que contempla la ley que garantiza los intereses del Estado nacional y cuya vigencia subsiste mientras la ciudad de Buenos Aires sea capital de la Nación. Con la reforma constitucional de 1994 la ciudad de Buenos Aires adquirió una autonomía política similar, aunque no igual, a la de las provincias. No se encuentra en un rango constitucional igual al reconocido a las provincias, porque su autonomía no es originaria sino derivada. No se trata de una de las entidades preexistentes a la Constitución que cita su art. 121, sino de una creación de esta última. Por ende, Buenos Aires no conserva los poderes que no hubiera transferido a la Nación, como en el caso de las provincias, sino que tiene sólo aquellos atributos que le confiere la Constitución. En su calidad de ciudad autónoma, Buenos Aires está representada en la Cámara de Senadores y su población en la Cámara de Diputados. Conforme lo establecen los arts. 45 y 54 de la Constitución, esa representación no depende de su actual carácter de ciudad capital de la República. Si, en alguna oportunidad, se decide trasladar la capital, Buenos Aires conservará esa representación y, a ella, se añadirá la correspondiente a la nueva ciudad capital en la Cámara de Diputados, aunque no en la Cámara de Senadores. En ejercicio de su autonomía política, con la consiguiente potestad de autorregulación normativa, Buenos Aires disfruta de un poder constituyente de segundo grado. Mediante él, está facultada para dictar un Estatuto Organizativo cuya jerarquía jurídica es igual a la de las constituciones provinciales. Su contenido solamente debe adecuarse a las disposiciones de la Constitución Nacional y corresponde al Poder Judicial verificar su validez en cada caso concreto mediante el ejercicio del control de constitucionalidad. El art. 129 de la Ley Fundamental dispone que la autonomía política otorgada a Buenos Aires comprende la organización y el funcionamiento de sus propios órganos legislativo, ejecutivo y judicial. La conformación y las potestades de tales órganos son establecidas por el Estatuto Organizativo con una salvedad: la elección del titular del órgano ejecutivo debe ser realizada en forma directa por la población de la Ciudad. El Estatuto de la Ciudad de Buenos Aires fue sancionado el 1/10/1996. Consta de 140 artículos, en los cuales se regulan los principios fundamentales que rigen las relaciones privadas, las relaciones entre los particulares y el gobierno local, la organización de los órganos gubernamentales y los sistemas electorales para la cobertura de los cargos del gobierno. El órgano legislativo es una Legislatura unicameral cuyos miembros son sesenta diputados, aunque su número puede ser aumentado por ley de manera proporcional al incremento de la población (art. 68). El mandato de los diputados es de cuatro años y la Legislatura se renueva por mitades cada dos años (art. 69), conforme al sistema electoral proporcional de voto directo no acumulativo que establezca la ley local. Si no se sancionara esa ley por la mayoría de los dos tercios de los miembros de la Legislatura, entendemos que será aplicable el sistema electoral vigente para la elección de los diputados nacionales. Es viable la reelección inmediata de los legisladores para un nuevo período de cuatro años pero, en tal caso, para poder ser nuevamente electo para un tercer período es necesario que transcurra un intervalo de igual lapso. Sus atribuciones de índole legislativa son amplias y abarcan la generalidad de las materias que pueden ser reguladas por las legislaturas de las provincias. El órgano ejecutivo es ejercido por el jefe de Gobierno. Su elección se concreta en forma directa por el voto de la mayoría absoluta de los ciudadanos, con exclusión de los votos en blanco y anulados. Si después de la primera elección ningún candidato obtiene la mayoría absoluta de votos, dentro de los treinta días se realizará un nuevo acto electoral con la participación de los dos candidatos que obtuvieron mayor número de votos. La elección se hace por fórmula integrada por candidatos a los cargos de jefe y vicejefe de gobierno (art. 96). El órgano judicial está compuesto por el Tribunal Superior de Justicia, los tribunales que se establezcan por ley, el Consejo de la Magistratura y el Ministerio Público (art. 107). El Tribunal Superior está formado por cinco jueces nombrados por el jefe de Gobierno con acuerdo de los dos tercios del total de los miembros de la Legislatura. Para integrar el tribunal se requiere ser argentino, haber cumplido treinta años de edad, ser abogado con ocho años de graduado y ser natural de la Ciudad o con una residencia inmediata en ella no inferior a cinco años (arts. 111 y 112). El Estatuto, al igual que la Constitución Nacional, contiene formas semidirectas de democracia. Regula el derecho de iniciativa (art. 64), la consulta popular obligatoria a la cual denomina referéndum obligatorio (art. 65) y la consulta popular no vinculante (art. 66). El art. 67 del Estatuto incorpora una forma de democracia semidirecta relativamente novedosa en nuestro derecho constitucional. Se trata de la revocatoria, que es el derecho político reconocido a los ciudadanos para decidir por votación popular la destitución de un gobernante, siempre que hayan transcurrido doce meses de su asunción al cargo y resten más de seis meses para el cese. El Estatuto Organizativo puede ser reformado en forma total o parcial. La función preconstituyente la ejerce la Legislatura, que declara la necesidad de la reforma mediante una ley aprobada por los dos tercios de la totalidad de sus miembros. En la ley que declara la necesidad de la reforma, que no puede ser objeto de veto por el Poder Ejecutivo, deben estar individualizados, de manera expresa y taxativa, los artículos a reformar, la fecha en que serán elegidos los miembros de la convención reformadora y el plazo de duración de ella. Una vez agotado el ejercicio de la función preconstituyente, se procederá a convocar una Convención especial para que reforme el Estatuto (art. 60). Esa Convención especial, a igual que la Convención reformadora que prevé el art. 30 de la Constitución Nacional, puede rechazar, total o parcialmente, las propuestas de reforma presentadas por la Legislatura. En materia de facultades legislativas, y como regla general, la Ciudad de Buenos Aires posee todas aquellas que son ejercidas por las provincias. Sin embargo, como ya dijimos, a la Ciudad de Buenos Aires no le es aplicable la cláusula del art. 121 de la Constitución. Mientras que las provincias conservan todas las potestades que no transfirieron al Estado nacional, la Ciudad de Buenos Aires solamente tiene los atributos que le confiere la Constitución, como consecuencia de su autonomía derivada y no originaria. Pero, y aunque no resulte expresamente de la Constitución, la ley convenio en materia impositiva que regula el art. 75, inc. 2º, de la Ley Fundamental, debería requerir del acuerdo entre la Nación y la Ciudad de Buenos Aires. Esto es así porque Buenos Aires debe tener participación directa en la distribución de los recursos impositivos que se realice entre ella, las provincias y la Nación. Además, porque toda transferencia de competencias, servicios o funciones, con la correspondiente reasignación de recursos, debe ser aprobada por ley del Congreso y de la Legislatura de Buenos Aires cuando afecte sus intereses. Otro tanto acontece con las facultades residuales emanadas del art. 75, inc. 12, de la Constitución, cuyo ejercicio incumbe a las provincias y a la Ciudad de Buenos Aires. Sin embargo, la Ciudad de Buenos Aires no puede participar en la creación de las regiones previstas en el art. 124 de la Constitución, sino bajo las condiciones que establezca por ley el Congreso. Tampoco le correspondería el dominio originario de los recursos naturales existentes en su territorio, aunque puede quedar a su cargo la correspondiente explotación y administración conforme lo establezca por ley el Congreso. La Ciudad de Buenos Aires no está facultada para celebrar los tratados parciales que menciona el art. 125 de la Constitución, pero puede ser autorizada por ley del Congreso. Se plantea una situación particular con la subsistencia de la estructura de la justicia nacional con sede en la Ciudad de Buenos Aires. La autonomía jurisdiccional concedida por el art. 129 de la Constitución conllevaría la potestad de organizar su propio Poder Judicial. Tal circunstancia determina que, a falta de previsión normativa en el Estatuto Organizativo o en la ley que garantiza los intereses del Estado nacional, mientras Buenos Aires sea la ciudad capital de la Nación, los magistrados de la justicia nacional cesarían en sus funciones o pasarían a ejercerlas en comisión. Tal solución, que acarreará el alejamiento de la función judicial de numerosos magistrados que presentan una dilatada y destacada actuación en sus respectivos fueros, puede provocar una grave perturbación en la actividad jurisdiccional. Por tal razón, la ley 24.588 dispuso mantener la jurisdicción y competencia de la justicia ordinaria en el ámbito del Poder Judicial de la Nación. Asimismo, y también para evitar esa anomalía, fue sancionada la cláusula transitoria 13 del Estatuto Organizativo de la Ciudad de Buenos Aires, que establece que cuando se disponga que la justicia ordinaria de la Ciudad sea ejercida por sus propios jueces, el Gobierno local podrá convenir con el Gobierno federal que los jueces nacionales sean transferidos al Poder Judicial de la Ciudad conservando su inamovilidad y jerarquía. En tales casos, los ex jueces nacionales sólo podrían ser removidos por los procedimientos y jurados previstos en la Constitución nacional. De todas maneras, el traspaso de los ex jueces nacionales al Poder Judicial local requiere la conformidad de los interesados. La Corte Suprema de Justicia se pronunció por la competencia de los tribunales de la Ciudad de Buenos Aires en materia de contravenciones establecidas por una ley nacional que le había otorgado competencia a la jurisdicción nacional. Ello aconteció con la ley 24.789, sancionada con posterioridad a la ley 24.588 que garantiza los intereses del Estado Nacional en la Ciudad de Buenos Aires (art. 129 CN). La Corte consideró que, como al tiempo de ser sancionada la ley 24.789 no estaba organizada la jurisdicción contravencional de Buenos Aires, resultaba razonable prever la competencia de los órganos judiciales de la Nación. Pero, una vez concluida esa organización, el juzgamiento de las contravenciones correspondía a los tribunales locales debido a la expresa disposición en tal sentido que contiene la ley 24.588(25) . La Corte Suprema tiene resuelto que los conflictos de competencia que se presentan entre los jueces federales y los de la Ciudad de Buenos Aires en materia de juegos de azar deben ser resueltos a favor de los primeros, no solamente porque se debate la validez y la constitucionalidad de normas federales sino también porque, en el caso concreto, el Hipódromo Argentino de Palermo es un establecimiento en el cual se practica una actividad declarada de interés nacional que, como tal y conforme a la ley 24.588, queda sometido a la jurisdicción federal(26) . También consideró que como el ámbito del Puerto de la Ciudad de Buenos Aires es un espacio territorial sujeto a la jurisdicción federal, el ejercicio del poder de policía respecto de los juegos de azar que se desarrollan en ese lugar corresponde al Estado nacional a través de sus organismos pertinentes. La plenitud de la autonomía establecida por el art. 129 de la Constitución, con sus limitaciones constitucionales, solamente se concretará cuando la Ciudad de Buenos Aires deje de ser capital de la República. Mientras tanto, las disposiciones del Estatuto Organizativo quedan subordinadas, no solamente a la Constitución nacional, sino también a la ley que garantice los intereses del Estado nacional y cuya vigencia prevé el art. 129 de la Ley Fundamental. Las cláusulas del Estatuto que se opongan a esa ley no serán nulas. Simplemente, su aplicación quedará suspendida hasta tanto se modifique la Ley de Garantías o Buenos Aires deje de ser capital de la Nación. El propósito de esa ley es el de tornar posible la convivencia armónica de dos autoridades políticas en un mismo ámbito territorial; las autoridades de la Nación y las autoridades de la Ciudad de Buenos Aires. Esa ley limita la autonomía de Buenos Aires, al estar ubicada, jerárquicamente, en un rango superior al Estatuto Organizativo. La ley que garantiza los intereses del Estado nacional en la Ciudad de Buenos Aires fue sancionada el 8/1/1995 y lleva el número 24.588. La ley 26.288, sancionada el 22/8/2007, sustituyó el art. 7º de la ley 24.588. En su texto derogado, la norma disponía que la Nación continuaría ejerciendo en la Ciudad de Buenos Aires su competencia en materia de seguridad y protección de las personas y bienes y que, en su ámbito, la Policía Federal cumpliría esas funciones. Asimismo ella sería la policía de seguridad y auxiliar de la justicia en el ámbito de la Ciudad. Aunque, como dependía —y depende— del Poder Ejecutivo nacional, las órdenes que le impartieran las autoridades locales podían se desautorizadas por el Gobierno nacional. De todos modos, para evitar enfrentamientos, el art. 7º preveía la celebración de convenios entre las autoridades de la Nación y la Ciudad de Buenos Aires. La ley 26.288 establece que las facultades de seguridad que ejerciera el Gobierno nacional en la Ciudad de Buenos Aires serán las necesarias "para asegurar la efectiva vigencia de las normas federales". A su vez, el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires tendrá a su cargo las funciones y facultades de seguridad en las materias no federales y que, hasta que las asuma, proseguirán a cargo del Gobierno nacional. Sin embargo, el art. 2º de la ley 26.288 establece que, una vez que el Gobierno nacional defina las estructuras necesarias para garantizar sus competencias federales, celebrará con el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires los convenios necesarios para hacer efectivo el nuevo régimen local. Tales convenios, que son los previstos en el art. 6º de la ley 24.588, se refieren a la transferencia de organismos, funciones, competencias, servicios y bienes. En otras palabras, la transferencia a la Ciudad de Buenos Aires de los servicios de seguridad debe ser acompañada por las correspondientes partidas presupuestarias, competencias y personal que actualmente detenta el Gobierno nacional. 147. Estructura del gobierno El gobierno está constituido por el órgano o conjunto de órganos a los cuales se atribuye el ejercicio del poder soberano de una organización política global de la sociedad. La manifestación del poder del Estado se concreta mediante su ejercicio por el gobierno. Así como la organización global es la titular del poder político, el gobierno lo es en cuanto a su ejercicio. De modo que el gobierno es la entidad por cuyo intermedio se exterioriza el poder de la organización política global a través de la formulación, expresión y realización de la voluntad estatal. El concepto de gobierno, como fenómeno político, sinónimo de autoridad y factor desencadenante de la relación de mando y obediencia institucionalizada, puede ser restrictivo o amplio. Su conformación restrictiva se limita a describir la estructura de los órganos del gobierno y la forma en que los individuos acceden a los cargos gubernamentales. Ese contenido estricto es el que caracteriza a las clásicas definiciones de la formas de gobierno donde, según que el poder fuera ejercido por una persona, un grupo de personas o por la mayoría de los integrantes de la sociedad, se distinguía a la monarquía o tiranía de la aristocracia u oligarquía y de la democracia o demagogia. La estructuración clásica de las formas de gobierno es, esencialmente, de tipo formal. Se limita a describir la composición del gobierno y si existe una centralización o descentralización del poder en cuanto a su ejercicio. Cuando a la concepción clásica se le añade el análisis de las relaciones que se producen entre el gobierno y los destinatarios del poder, el criterio restrictivo se amplía para dar cabida al concepto del régimen político. El análisis del régimen político no se limita a la estructuración del gobierno y de las relaciones que se producen entre los órganos que lo integran, sino que se proyecta sobre el estudio de la relación de mando y obediencia que se opera entre el gobierno y los habitantes del Estado. Uno de los aportes más importantes suministrados por el estudio de los regímenes políticos consiste en el análisis comparativo entre el orden constitucional y el orden político, entre la ley y la realidad. El estudio comparativo entre el orden constitucional y el orden político permite verificar, en el ámbito de la unidad de análisis que es el Estado, la concordancia o discordancia entre ambos factores, la relación entre el deber ser y el ser. Las conclusiones posibilitan, con relativa precisión, la tipificación del régimen político objeto de estudio. En rigor, y a la luz de un enfoque empírico, es imposible que se presente una concordancia absoluta entre el orden constitucional y el orden político. Siempre se advertirá cierto margen de distorsión porque el dinamismo de la vida política puede conducir, en mayor o menor grado, al incumplimiento de la ley. El grado de distorsión permitirá verificar, en cada caso concreto, cuál será la tipificación real que corresponde asignar a un régimen político porque, al margen de las normas legales, lo que interesa es conocer la realidad. Es así que un régimen jurídicamente democrático puede configurar una autocracia y, por el contrario, un régimen formalmente autocrático puede aproximarse en la realidad a una democracia. Se trata, en ambos casos, de una situación que caracteriza a los regí menes en transición. Ya sea hacia el autoritarismo o a la democracia. El concepto de sistema político es más amplio que el de régimen político. Abarca tanto al concepto clásico del gobierno como a los elementos que conforman el régimen político. Pero a ellos se añade el conocimiento sobre la idea política dominante que impera en una sociedad y que determina su cultura política, así como también la gravitación que ella tiene sobre el pluralismo social, sobre el control social del gobierno, su eventual recepción legal y si es aceptada total o parcialmente por el gobierno. El análisis de la idea política dominante, ya sea personalista o transpersonalista, resulta fundamental para el conocimiento y la tipificación de los sistemas políticos. Sin embargo, su consideración no debe excluir los elementos formales, jurídicos y de relación social que se utilizan para el estudio de las formas de gobierno y los regímenes políticos. Esa exclusión, propiciada implícitamente por los precursores de la concepción sistemática de la política, conduce a insertar el estudio de los sistemas políticos en un ámbito abstracto de la Ciencia Política sin conexión alguna con los estudios propios del Derecho Constitucional y pese a que este último integra aquella disciplina científica. Es evidente que todo sistema político responde a una idea política dominante. A una idea personalista cuya meta inmediata y mediata es la libertad y dignidad de la persona, o a una idea transpersonalista donde aquellos valores, en una escala axiológica, están subordinados al Estado, la nación, la raza, una religión o a la figura carismática del autócrata. También es cierto que ella es la causa que genera las instituciones y la organización gubernamental. Asimismo, cabe admitir que una idea política dominante de tipo personalista puede estar presente en diversas formas de gobierno y otro tanto acontece con una idea política dominante transpersonalista. El constitucionalismo democrático originado por la primera se puede traducir en un gobierno republicano, en una monarquía constitucional, en un régimen presidencialista o parlamentario y hasta en formas directas o semidirectas de democracia. Pero, en todas ellas, habrá pluralismo y control social. A su vez, la autocracia originada por la segunda de tales ideas dominantes usualmente desemboca en formas de gobierno tales como la monarquía absoluta, la república oligárquica, gobiernos de partido único, dictaduras personales, en el neopresidencialismo sudamericano y hasta en gobiernos de asamblea carentes de pluralismo. Con esa salvedad, coincidimos en definir al sistema político como el conjunto de ideas dominantes, normas, valores, principios, conductas y factores que determinan cierto tipo de organización política y de convivencia social. 148. Estructura del gobierno nacional El art. 1º de la Constitución dispone que la Nación Argentina adopta para su gobierno la forma representativa, republicana y federal. Las formas representativa y republicana son modalidades propias de una estructura gubernamental. En cambio, no acontece lo propio con el federalismo, pues tipifica a una especie de Estado con descentralización política, pero no a un gobierno. Se trata de una conclusión formulada por la Ciencia Política en el curso del siglo XX, con motivo de las investigaciones desarrolladas para precisar las tipologías de las organizaciones políticas globales y de los regímenes o sistemas políticos. Nuestros constituyentes, recogiendo la confusa terminología científica imperante al tiempo de ser sancionada la Constitución, asignaron carácter federal al gobierno cuando, en rigor, es una cualidad correspondiente a la forma de Estado que adoptaron. De manera que todas las referencias que encontramos en la Ley Fundamental sobre el gobierno federal aluden al gobierno del Estado federal y no a una característica específica del gobierno en orden a su tipificación. Es que, en todo Estado federal siempre habrá un gobierno federal cuya denominación es consecuencia de la estructuración federal asignada al Estado. Al margen del art. 1º, en varias disposiciones de la Constitución y de su Preámbulo se incorporan aquellas cualidades atinentes a la forma de gobierno adoptada. Así, en el Preámbulo los constituyentes invocan la representación del pueblo de la Nación Argentina y el mandato, de igual naturaleza, que les impartieron las provincias. En el art. 5º de la Ley Fundamental se impone a las provincias el deber de sancionar constituciones bajo el sistema representativo y republicano de acuerdo con los contenidos establecidos en la Constitución Nacional. Entre otros, la publicidad de los actos de gobierno, la periodicidad en los cargos electivos, la responsabilidad de los funcionarios públicos, el reconocimiento de los derechos humanos y las técnicas forjadas por el movimiento constitucionalista para evitar la concentración del poder y su ejercicio abusivo. Los arts. 15 y 16, al prohibir la esclavitud, las prerrogativas de sangre o nacimiento, los fueros personales y títulos nobiliarios, y al establecer el principio de igualdad ante la ley para todos los habitantes del país, proclamaron principios propios de una forma republicana de gobierno. El art. 22 dispone que el pueblo no delibera ni gobierna, sino por medio de sus representantes. Establece, así, el principio general del gobierno representativo que admite solamente las dos excepciones incorporadas por la reforma constitucional de 1994, que son las formas semidirectas del derecho de iniciativa y la consulta popular (arts. 39 y 40). El art. 29 prohíbe concentrar el poder en el órgano ejecutivo del gobierno y en otorgarle facultades extraordinarias que desnaturalizan el esquema de la separación de las funciones gubernamentales propio de una república. El art. 33 dispone que las declaraciones, derechos y garantías citadas en la Constitución no importan la negación de otras no enunciadas pero que integran la forma republicana de gobierno. En el art. 36, incorporado con la reforma constitucional de 1994, se alude al sistema democrático que deberá regir en el país y en el art. 38 de igual origen se reitera la vigencia de ese sistema y su inserción en la organización interna de los partidos políticos. Si nos adecuamos a la terminología política imperante en la actualidad, no cabe duda de que la forma de gobierno adoptada por la Constitución se traduce en un sistema político democrático o, en todo caso, para distinguirlo de las democracias populistas o autoritarias, en un sistema democrático constitucional. Sin embargo, los constituyentes de 1853/60 se abstuvieron de insertar la palabra "democracia" en el texto constitucional. 149. Gobierno representativo Como recién se mencionó, el art. 1º de la Constitución establece que la forma de gobierno adoptada es la representativa, al tiempo que el art. 22 añade que el pueblo no gobierna ni delibera políticamente por sí mismo, sino a través de sus representantes y autoridades creadas por la Ley Fundamental. Quienes asumen esa representación y ejercen los cargos gubernamentales son aquellas personas que, como consecuencia de un acto electoral, ya sea en forma directa o indirecta, resultan nominadas por la ciudadanía. Tal es, por otra parte, lo que describe el Preámbulo de la Constitución con respecto a la representación y mandato conferidas a los convencionales constituyentes que sancionaron la Ley Fundamental de 1853/60, con la salvedad referente a su designación por las provincias. El Gobierno nacional está integrado por tres órganos cuyos miembros son elegidos, reciben un mandato y ejercen una representación. Los diputados, que conforman una de las cámaras del Congreso, son elegidos en forma directa por el cuerpo electoral compuesto por todos aquellos ciudadanos que ejecutan positivamente el acto político del voto (art. 45). Los senadores, que forman la restante cámara del Congreso, también son elegidos de manera directa en cada provincia y la ciudad de Buenos Aires (art. 54). Similar mecanismo se aplica para elegir directamente al titular del órgano ejecutivo mediante la función del sufragio que aplica el cuerpo electoral (art. 94). En cuanto a los magistrados judiciales, que integran el órgano judicial del gobierno, su elección es indirecta ya que la concreta el presidente de la República con acuerdo del Senado (art. 99, inc. 4º), en ejercicio de la representación que les confirió la ciudadanía. De modo que también los jueces son elegidos en última instancia por los ciudadanos, quienes les confieren un mandato político para ejercer la función jurisdiccional del gobierno en su representación. Estos órganos son, en principio y con las excepciones contempladas por los arts. 39 y 40 de la Ley Fundamental, los únicos que ejercen la función gubernamental sin participación directa de los ciudadanos en la formulación de la voluntad estatal. De manera que los gobernantes son elegidos por los ciudadanos que integran el cuerpo electoral, gobiernan en nombre de ellos sobre la base de la representación que les fue conferida y son responsables políticamente ante el conjunto de los ciudadanos por sus actos de gobierno. El fenómeno de la representación es de naturaleza política y no jurídica. El mandato de un gobernante no es el que regula la legislación en el ámbito de las relaciones privadas. Por ende, el gobernante representa a toda la sociedad y debe ejercer su mandato político para satisfacer plenamente los intereses generales o el bien común, con prescindencia de los intereses particulares de las personas o grupos sociales que propiciaron su candidatura o participaron con los votos a su elección. Constituye un grave error confundir la representación política y el mandato político con la representación jurídica y el mandato previsto por el derecho privado. Esa confusión puede conducir a sostener que los ciudadanos no participan en el gobierno, cuando en realidad lo hacen por intermedio de sus mandatarios políticos, o afirmar que la representación es una ficción y que el pueblo no gobierna, cuando en rigor lo hace a través de los representantes que elige. El mandato representativo que establece la Constitución es libre y no imperativo. Esa libertad le otorga al gobernante, mientras dure su mandato, absoluta independencia ante los electores y agrupaciones políticas. Determina, asimismo, que la pertenencia del cargo de legislador, titular del órgano ejecutivo o de juez, corresponde a la persona elegida y no a los partidos políticos o personas que contribuyeron a su elección. 150. Formas semidirectas de democracia Las formas semidirectas de democracia son mecanismos complementarios en un sistema representativo de gobierno, como el que prevé el art. 1º de la Constitución, y que le asignan al pueblo una participación inmediata en la formulación de ciertos actos gubernamentales y en la determinación de la voluntad del Estado. Se trata de técnicas con las cuales se requiere la intervención del pueblo, representado a su vez por el cuerpo electoral, para que mediante el ejercicio del sufragio adopte decisiones gubernamentales sobre actos políticos, constituyentes, legislativos, administrativos o de índole judicial que, normalmente, deben emanar de los órganos ordinarios o extraordinarios de un gobierno representativo. Estos procedimientos, de raíz parlamentaria, están regulados en varias Constituciones europeas y americanas y fueron incorporados también por algunos sistemas presidencialistas. Los contenidos y características de las formas semidirectas son amplios y variables. Las más conocidas son el plebiscito, el referéndum o consulta popular, la iniciativa y la revocatoria. El plebiscito consiste en el pronunciamiento que emite el pueblo sobre la viabilidad de ciertos actos políticos fundamentales para la organización del gobierno o del Estado. El referéndum o consulta popular es la potestad conferida al pueblo para ratificar o rechazar actos o proyectos de actos del gobierno. Puede recaer sobre actos constituyentes, legislativos, ejecutivos y judiciales. La iniciativa es la facultad otorgada a un determinado número de ciudadanos para imponer la aplicación del referéndum o el tratamiento de un proyecto de acto constituyente, legislativo, ejecutivo y judicial, por los órganos competentes del gobierno. La revocatoria es el derecho político reconocido al pueblo para decidir, por votación popular mayoritaria, la destitución de un gobernante o la abrogación de un acto de gobierno, cualquiera sea su naturaleza. Son varias las bondades teóricas y los defectos prácticos que presentan estos mecanismos, en especial el plebiscito. Su inserción en las constituciones europeas sancionadas después de la Primera Guerra Mundial respondió al propósito teorizante de consolidar las nuevas democracias mediante una intervención más activa y directa del cuerpo electoral. Sin embargo, no se le asignó la debida importancia a las experiencias resultantes de los plebiscitos constitucionales impuestos en Francia por Napoleón I (1799, 1802 y 1804) y por Napoleón III (1851, 1852 y 1870). El excesivo optimismo o la ingenuidad de sus autores —a quienes Niceto Alcalá Zamora imputó el vicio de haber sido más cultos que sabios y más sabios que prudentes— les impidió prever las funestas consecuencias de tal mecanismo, que fue herramienta decisiva para el surgimiento de regímenes totalitarios en varios países europeos, algunos de los cuales condujeron a la humanidad a una de las etapas más nefastas de su historia. Fueron elecciones plebiscitarias las que concedieron un poder absoluto a Mussolini en Italia (1922) y a Hitler en Alemania (1932 y 1933). El plebiscito constitucional de 1933 consolidó el autoritarismo de Oliveira Zalazar en Portugal. Las elecciones plebiscitarias y fraudulentas realizadas en Bulgaria, Checoslovaquia, Hungría, Polonia y Rumania avalaron la instalación de las autocracias comunistas impuestas por la entonces Unión Soviética. También, por ley del 22/10/1945, el franquismo introdujo esa técnica en España. Estos resultados determinaron que en las Constituciones europeas posteriores a 1945 que implantaron sistemas democrático-constitucionales fueran limitadas considerablemente las técnicas de democracia semidirecta. Los constituyentes argentinos de 1853/60 tenían pleno conocimiento de las formas semidirectas de democracia. Muchos de ellos las habían padecido en carne propia, con motivo del plebiscito consultivo de 1835 que confirmó la concesión, a Juan Manuel de Rosas, de la suma del poder público. En esa especie de consulta popular votaron 9326 vecinos, de los cuales solamente cuatro se pronunciaron contra el otorgamiento de tales potestades: Juan Bosch, Juan Escobar, Gervasio Espinosa y Jacinto Rodríguez Peña. Seguramente esa experiencia y sus secuelas dolorosas para una vida en libertad impulsaron a los constituyentes de 1853/60 a descalificar las formas semidirectas de democracia, en razón de lo cual establecieron una forma de gobierno republicana y representativa (art. 1º CN) y dispusieron categóricamente que el pueblo no delibera ni gobierna sino por medio de sus representantes y autoridades creadas por la Constitución (art. 22 CN). Los convencionales de 1994, deslumbrados por el parlamentarismo europeo y en particular por el español, se apartaron de estos antecedentes nacionales, optaron por seguir el temperamento prudente adoptado por algunas constituciones parlamentarias europeas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, e incorporaron, en los arts. 39 y 40 de la Ley Fundamental, el derecho de iniciativa y la consulta popular. Es importante señalar que las formas de democracia semidirecta incorporadas en los arts. 39 y 40 de la Constitución no alteran el principio general del gobierno representativo establecido por sus arts. 1º y 22. Son excepciones constitucionales al gobierno representativo que, como tales, son de interpretación restrictiva. 151. Derecho de iniciativa El art. 39 de la Constitución reconoce a los ciudadanos el ejercicio del derecho de iniciativa sujeto a las condiciones siguientes: 1) Solamente puede consistir en la presentación de proyectos de leyes. 2) Tales proyectos deben ser presentados únicamente ante la cámara de Diputados que actuará, necesariamente, como cámara de origen. 3) Los proyectos de ley generados por la iniciativa popular no pueden versar sobre temas atinentes a la reforma constitucional, a los tratados internacionales, a los tributos, al presupuesto y a la materia penal. 4) Consideramos que tampoco pueden ser objeto del derecho de iniciativa aquellos proyectos de ley que solamente pueden ser aprobados por mayorías especiales fijadas por la Constitución, así como tampoco aquellos proyectos para los cuales la cámara de origen es el Senado. Tales serían, entre otras hipótesis, la ley reglamentaria de la Auditoría General de la Nación (art. 85), la ley especial que regula los alcances y el trámite de la intervención del Congreso cuando el presidente de la Nación dicta decretos de necesidad y urgencia (art. 99, inc. 3º) y la ley especial que regula el Consejo de la Magistratura (art. 114). En todos estos casos la Constitución exige que los proyectos de ley sean aprobados por la mayoría absoluta de la totalidad de los miembros de cada cámara del Congreso. Otro tanto acontece con la aprobación de la ley convenio prevista en el art. 75, inc. 2º, párrafo cuarto, de la Constitución, no solamente porque se exige una mayoría igual a la de los casos anteriores, sino también porque el Senado es la cámara de origen. De todas maneras, consideramos que las leyes convenio recaen sobre una materia impositiva, de las expresamente previstas en el art. 39 de la Ley Fundamental, que vedan la aplicación del derecho de iniciativa popular. 5) La inviabilidad de tratar proyectos de ley sobre reforma constitucional, tratados internacionales, tributos, el presupuesto y la materia penal determina la exclusión de aquellas propuestas que contengan, de manera tangencial o secundaria, referencias sobre aquellas materias. 6) La presentación de proyectos de ley que, de manera general o tangencial, versen sobre materias vedadas por la Constitución, ya sea en forma expresa o implícita, no impide que la Cámara de Diputados o la propia Cámara de Senadores adopten como propia la sugerencia formulada por los ciudadanos y le asignen trámite legislativo. Sin embargo, en tal caso los ciudadanos no habrán ejercido el derecho de iniciativa, sino el derecho de peticionar a las autoridades previsto por el art. 14 de la Constitución. 7) Para el ejercicio del derecho de iniciativa es indispensable la sanción de una ley reglamentaria, ya que la cláusula del art. 39 no es operativa. Esa ley y toda modificación que se le introduzca deben ser aprobadas por la mayoría absoluta de la totalidad de los miembros que componen cada una de las cámaras del Congreso. No será suficiente la mayoría de los miembros presentes, aunque se cumpla con el quórum del art. 64, si ella no coincide con la mayoría absoluta de la totalidad de los miembros de cada Cámara. 8) La ley reglamentaria del derecho de iniciativa no puede exigir, para que sea vinculante el ejercicio de este último, un apoyo explícito mayor del 3% del padrón electoral nacional. Esto impone el deber de mantener actualizado el padrón electoral o, al menos, de establecer lapsos regulares y breves a los fines de su actualización. 9) La ley reglamentaria debe contemplar una adecuada distribución territorial para suscribir la iniciativa. Esto significa que esa ley puede obviar un porcentaje global del padrón nacional y tornar viable el ejercicio del derecho de iniciativa sobre la base de la obtención de ese porcentaje en algunos distritos. Pero si en un solo distrito se llegara a obtener el porcentaje mínimo del padrón nacional que establezca la ley reglamentaria, el ejercicio del derecho de iniciativa será vinculante para la Cámara de Diputados aunque, en los restantes distritos, las adhesiones sean ínfimas o carentes de significación. 10) Ejercido el derecho de iniciativa dando cumplimiento a las condiciones establecidas por la ley reglamentaria, la Cámara de Diputados debe dar curso al tratamiento del proyecto conforme a su reglamento interno y dentro del plazo de doce meses. 11) La obligación de suministrar un tratamiento expreso al proyecto generado por la iniciativa no significa que el Congreso tenga el deber de sancionarlo con fuerza de ley. Si es rechazado en su totalidad por la Cámara de Diputados, o por la Cámara de Senadores previa aprobación por la primera, quedará agotado su tratamiento (art. 81 CN). Además, tanto la Cámara de Diputados como la de Senadores pueden introducir modificaciones al texto del proyecto presentado por la iniciativa. Es que, si pueden rechazarlo en su totalidad, no habrá reparos para que lo hagan en forma parcial con inserción de nuevas disposiciones en sustitución de las que fueron objetadas. 12) El proyecto de ley originado en la iniciativa y aprobado por ambas cámaras del Congreso puede ser objeto de veto total o parcial por el Poder Ejecutivo. En tal caso, se aplicará el procedimiento previsto por el art. 83 de la Constitución. 152. Reglamentación del derecho de iniciativa La ley 24.747, publicada el 24/12/1996, reglamentó el ejercicio del derecho de iniciativa. Establece que la iniciativa requiere la firma de un número de ciudadanos no inferior al 1,5% del padrón electoral utilizado en la última elección de diputados nacionales y que representen, por lo menos, a seis distritos electorales. Asimismo, si la iniciativa es de interés regional, ese 1,5% se determinará sobre la base del padrón electoral que corresponda únicamente a las provincias que integren esa región. En este caso, no se requerirá la representación de seis distritos (art. 4º). La iniciativa debe contener la petición redactada en forma de ley; una exposición de motivos; nombre y domicilio de los promotores de la iniciativa; detalle del origen de los recursos consumidos por los gastos realizados para formular la iniciativa; nombres, documentos, domicilios y firmas de los peticionarios (art. 5º). Antes de ingresar el proyecto a la Cámara de Diputados, deberá ser presentado a la justicia nacional electoral para verificar la existencia y autenticidad de la firma de los peticionarios. A tal fin, dentro de un plazo de 20 días, que puede ser prorrogado por un lapso similar, el tribunal electoral efectuará esa verificación sobre la base de una muestra que no podrá ser inferior al 0,5% de las firmas presentadas. El juez puede ampliar la muestra, y es conveniente que así lo haga, si se constatan firmas adulteradas o el nombre de peticionarios inexistentes. De todas maneras, el proyecto objeto de la iniciativa será desestimado por la justicia electoral si se constatan aquellas irregularidades al menos en un 5% de la nómina de los peticionarios. En todos los casos, verificada la irregularidad, se procederá a deducir del número de los peticionarios para la determinación del porcentaje exigido por el art. 4º de la ley (art. 7º). Presentada la iniciativa en la Cámara de Diputados, será remitida a su Comisión de Asuntos Constitucionales para que, en el plazo de 20 días hábiles, dictamine sobre la admisibilidad formal de la iniciativa. Las observaciones formales que realice esa Comisión deben ser corregidas o subsanadas por los promotores para dar curso a la iniciativa (art. 8º). Admitido formalmente el proyecto de ley, que no puede versar sobre las materias vedadas por el art. 39 de la Constitución, y previo paso por la Comisión de Labor Parlamentaria que organiza las tareas internas de la Cámara de Diputados, el proyecto podrá ser remitido a sus comisiones competentes por razón de la materia para que se expidan sobre su contenido en el plazo de 15 días (arts. 5º y 10). Vencido el plazo de 15 días, y aunque no exista dictamen de las comisiones, corresponderá el tratamiento del proyecto por la Cámara de Diputados dentro del plazo de 12 meses (art. 11). Aprobado el proyecto por la Cámara de Diputados, el Senado se deberá expedir sobre él y, de ser aprobado, quedará sancionada la ley si la promulga el Poder Ejecutivo. La ley no prevé cuáles son las consecuencias que acarrea la falta de tratamiento del proyecto. Entendemos que esa actitud debe ser interpretada como un rechazo al proyecto sin que sea viable acudir al órgano judicial para que obligue a las cámaras del Congreso a emitir un pronunciamiento expreso. Se trataría de una cuestión política insusceptible de control judicial. Conforme al art. 39 de la Ley Fundamental, la eventual sustitución o modificación de la ley 24.747 solamente podrá ser concretada por decisión de la mayoría absoluta de la totalidad de los miembros de cada una de las cámaras del Congreso. 153. Consulta popular El derecho a la iniciativa y la consulta popular son el anverso y reverso de una forma única de democracia semidirecta. La iniciativa es la facultad otorgada a un grupo de ciudadanos para requerir la producción de un acto gubernamental. En cambio, la consulta popular es la facultad otorgada al gobierno para requerir a los ciudadanos que produzcan un acto gubernamental o emitan su opinión sobre un proyecto o acto del gobierno. El art. 40 de la Constitución prevé dos tipos de consulta popular: la vinculante, que sólo puede versar sobre materias legislativas, y la no vinculante, que puede recaer sobre materias de competencia del Congreso o del Poder Ejecutivo. En ambos casos se impone necesariamente la convocatoria del cuerpo electoral para que los ciudadanos formulen su voto de aprobación o rechazo sobre el tema que somete a su consideración el gobierno. La consulta popular vinculante u obligatoria presenta las siguientes características constitucionales: 1) Sólo puede ser convocada por ley del Congreso a iniciativa de la Cámara de Diputados. Al tener en cuenta el carácter excepcional de las formas de democracia semidirecta en nuestro sistema representativo y la interpretación restrictiva en orden a la extensión de tales formas, entendemos que la convocatoria no puede ser efectuada por el Poder Ejecutivo mediante la emisión de un decreto de necesidad y urgencia (art. 99, inc. 3º, Constitución Nacional), ni como consecuencia de una delegación legislativa (art. 76, Constitución Nacional). 2) Necesariamente debe versar sobre un proyecto de ley que pueda tener origen en cualquiera de las cámaras del Congreso. No hay reparos para que la convocatoria se realice sobre un proyecto que ya tiene trámite congresual. Asimismo, aunque un proyecto de ley esté sujeto a la consideración y debate de la Cámara de Senadores del Congreso, la Cámara de Diputados puede promover la sanción de la ley de convocatoria a consulta popular sobre el contenido de aquel proyecto. 3) Tanto la ley de convocatoria a una consulta popular vinculante como la sanción de la ley por el voto afirmativo de los ciudadanos no pueden ser vetadas por el Poder Ejecutivo. El art. 40 lo establece expresamente para la ley de convocatoria, pero entendemos que el principio es extensible a la aprobación de la ley por el pueblo, porque el mismo art. 40 dispone que la sola aprobación del proyecto lo convierte en ley y que su promulgación será automática. 4) En la consulta popular vinculante, el voto es obligatorio para los ciudadanos con las características contempladas en el art. 37 de la Constitución. 5) La cláusula constitucional que establece la consulta popular vinculante no es operativa. La aplicación de esta forma semidirecta de democracia está condicionada a la previa sanción de una ley reglamentaria, que deberá ser aprobada por la mayoría absoluta de la totalidad de los miembros de cada una de las cámaras del Congreso. En esa ley serán previstos las materias, los procedimientos y la oportunidad de la consulta popular. 6) Al margen de lo que disponga la ley reglamentaria, entendemos que la consulta popular no puede ser aplicada en materia de reforma constitucional, de tratados internacionales, tributos, presupuesto y en materia penal. Son los temas que el art. 39 de la Ley Fundamental excluye para el ejercicio del derecho de iniciativa. A ellos se agregan todas aquellas materias cuya regulación legislativa requiere de mayorías especiales, y aquéllas respecto de las cuales el Senado debe actuar como cámara de origen por mandato constitucional. Si bien, como consecuencia de una interpretación literal, el texto del art. 40 de la Constitución es permisivo, de una interpretación sistemática de la Ley Fundamental y restrictiva de las formas semidirectas de democracia resulta la imposibilidad de incluir en el temario de una consulta popular aquellas cuestiones que, de manera expresa o implícita, no pueden ser objeto del derecho de iniciativa. En cuanto a las características de la consulta popular no vinculante, son las siguientes: 1) Solamente puede ser convocada por ley del Congreso o decreto del Poder Ejecutivo. 2) Necesariamente debe versar sobre materias que son de competencia constitucional del órgano convocante. El presidente de la Nación no puede requerir una consulta popular sobre temas que son de competencia del Congreso o del Poder Judicial, ni el Congreso puede realizar la convocatoria para que la ciudadanía se expida sobre temas cuyo tratamiento la Constitución reserva a los órganos ejecutivo o judicial. 3) La ley de convocatoria a una consulta popular no vinculante sobre materias de competencia del órgano legislativo no puede ser vetada por el Poder Ejecutivo. 4) En la consulta popular no vinculante, el voto no es obligatorio. Tampoco la decisión que adopte la ciudadanía es jurídicamente obligatoria para el órgano convocante. 5) Consideramos que, a falta de ley reglamentaria, si bien no es viable la convocatoria a una consulta popular vinculante, no acontece lo propio con la consulta carente de obligatoriedad. La cláusula constitucional que prevé este tipo de consulta es operativa. 6) La consulta popular no vinculante dispuesta por el Congreso solamente puede tener por objeto aquellas materias sobre las cuales se puede convocar a una consulta obligatoria. 7) La consulta popular no vinculante es una especie de encuesta oficial con la cual se recaba la opinión de la ciudadanía. Esa opinión, si bien carece de relevancia jurídica, fundamenta la legitimidad política del acto gubernamental que, eventualmente, la adopte mediante una ley o decreto según se trate del Congreso o del Poder Ejecutivo. 154. Reglamentación de la consulta popular La ley 25.432, sancionada el 23/5/2001, reglamentó la consulta popular. Con respecto a la consulta popular vinculante establece que, por iniciativa de la Cámara de Diputados, el Congreso nacional puede someter a consulta todo proyecto de ley con excepción de aquellos que, conforme a la Ley Fundamental, requieran la intervención específica de una cámara de origen, o cuya sanción imponga la expresión de una mayoría calificada (art. 1º). La ley de convocatoria debe ser tratada en una sesión especial y aprobada con el voto de la mayoría absoluta de los miembros presentes de cada una de las cámaras (art. 2º). Convocada la ciudadanía a una consulta popular vinculante, el voto es obligatorio (art. 3º). La validez de la consulta popular queda supeditada a que emitan su voto no menos del 35% de los ciudadanos inscriptos en el padrón electoral (art. 4º). Consideramos que, si no se alcanza ese porcentaje, la convocatoria a una nueva consulta popular sobre el mismo tema requerirá la decisión en tal sentido del Congreso conforme al art. 2º de la ley. Si el proyecto sometido a consulta popular vinculante obtiene la mayoría de los votos válidos afirmativos, se convierte automáticamente en ley y debe ser publicado en el Boletín Oficial dentro de los diez días hábiles posteriores a la aprobación del comicio por la autoridad electoral (art. 5º). Si el proyecto obtiene un resultado negativo, no podrá ser tratado por el Congreso sino después de haber transcurrido dos años desde la realización de la consulta. Tampoco, durante ese lapso, se podrá repetir la consulta (art. 5º). La consulta popular no vinculante puede recaer sobre cualquier asunto de interés general, con excepción de aquellos para los cuales la ley, en su art. 1º, no permite la consulta popular vinculante. En este caso, el voto de la ciudadanía no es obligatorio (art. 6º). La convocatoria realizada por el Congreso puede ser requerida por cualquiera de las cámaras, previa aprobación por el voto de la mayoría absoluta de los miembros presentes de cada una de ellas (art. 7º). Si un proyecto de ley sometido a consulta popular no vinculante obtiene el voto afirmativo de la mayoría absoluta de los votos válidos emitidos, deberá ser tratado por el Congreso y quedará incorporado al plan de labor parlamentaria de la Cámara de Diputados de la sesión siguiente a la fecha en que se proclama el resultado del comicio por la autoridad electoral (art. 8º). Tanto en la consulta popular vinculante como en la no vinculante, la ley o decreto de convocatoria deben contener el texto completo del proyecto de ley o decisión política objeto de la consulta y detallar con precisión las preguntas que contestará el cuerpo electoral, de modo tal que las respuestas no admitan otra alternativa que un pronunciamiento afirmativo o negativo (art. 9º). La consulta popular se debe efectuar en un plazo no inferior a 60 días y no superior a 120 días corridos desde la fecha de publicación de la ley o el decreto de convocatoria en el Boletín Oficial (art. 12), y el día para la realización de la consulta no podrá coincidir con otro acto electoral (art. 14). 155. Las formas semidirectas y la reforma constitucional ¿Es viable aplicar el mecanismo de la consulta popular vinculante para concretar la reforma constitucional al margen del procedimiento previsto por el art. 30 de la Ley Fundamental? Los arts. 6º y 7º de la ley 24.309, que declaró la necesidad de la reforma constitucional realizada en 1994, establecen categóricamente que son nulas, de nulidad absoluta, todas las modificaciones que se introdujeran en las declaraciones, derechos y garantías contenidas en el actual Capítulo Primero de la Primera Parte de la Constitución, que abarca desde el art. 1º al art. 35. De modo que toda reforma que se hubiera introducido al art. 30, en forma directa o indirecta, carece de validez. Asimismo, toda interpretación que se le pretenda asignar a las nuevas cláusulas constitucionales, y que desemboque en una alteración del significado tradicionalmente atribuido al art. 30, estará desprovista de todo sustento jurídico por superar los límites fijados en la ley que declaró la necesidad de la reforma constitucional. Si se llegara a someter a una consulta popular la decisión de reformar la Constitución, tal procedimiento estaría al margen de las prescripciones del art. 30 de la Constitución, porque el único órgano habilitado para ejercer la función constituyente es una convención integrada por los representantes del pueblo. ¿Es viable introducir el mecanismo de la consulta popular vinculante para el ejercicio de la función preconstituyente contemplada en el art. 30, sustituyendo o complementando el rol asignado al Congreso? La respuesta a este interrogante quizá no resulte tan sencilla como en el caso anterior. Sin embargo, las dificultades se superan cuando el análisis jurídico se realiza con prescindencia de las opiniones y pasiones políticas que, muchas veces, impiden desarrollar una labor signada por la seriedad y objetividad que deben presidir toda labor científica. Labor esta última que otorga fundamentación racional a la seguridad jurídica. El art. 30 de la Constitución dispone que la función preconstituyente la ejerce el Congreso, declarando la necesidad de la reforma por el voto de las dos terceras partes de la totalidad de los miembros de cada Cámara. Es conocido el debate doctrinario suscitado sobre si el ejercicio de la función preconstituyente se materializa mediante una declaración o una ley. Si aceptamos que se trata de una declaración, la consulta popular resulta inviable porque solamente se puede aplicar para sancionar leyes o rechazar proyectos de leyes, quedando excluida del ámbito de expresión de aquellos actos del Congreso que no son leyes. Igual solución se impone si entendemos que la declaración de necesidad de la reforma constitucional se hace formalmente efectiva mediante la sanción de una ley, tal como aconteció siempre en nuestra práctica constitucional. En efecto, el art. 30 dice expresamente que la necesidad de la reforma debe ser evaluada y resuelta por el Congreso mediante un acto a través del cual se manifieste su voluntad. Si ese acto es una ley, será necesaria su sanción por el voto de los dos tercios de la totalidad de los miembros de cada una de las Cámaras. Habrá una ley sancionada que declare la necesidad de la reforma y no un proyecto de ley para declarar la necesidad de la reforma. Esto excluye la consulta popular, mediante la cual no es procedente ratificar o rectificar una ley, sino solamente un proyecto de ley. No hay motivo razonable para incluir en la consulta popular aquello que constitucionalmente, y de manera expresa, está excluido de las materias sobre las cuales cabe ejercer la iniciativa. De modo que la consulta popular, al igual que la iniciativa, no son viables cuando su ejercicio recae sobre proyectos de leyes referentes a la reforma constitucional, a los tratados internacionales, cualquiera sea su especie, a tributos, al presupuesto o a la materia penal. Otro tanto sucede cuando se trata de materias en las cuales el Senado interviene como cámara de origen, porque esa prerrogativa sería desvirtuada a raíz de la iniciativa asignada a la Cámara de Diputados en los procedimientos de democracia semidirecta de los arts. 39 y 40. Además, en todos aquellos casos en que la sanción de las leyes está condicionada a una mayoría especial, estimo que no es viable acudir a la iniciativa ni a la consulta popular. Ello como consecuencia de aquella interpretación restrictiva a que deben ser sometidas estas novedosas instituciones constitucionales en función de la cláusula del art. 22 de la Constitución. 156. Gobierno republicano La forma republicana de gobierno establecida por el art. 1º de la Constitución, en su acepción restrictiva que la distingue de los conceptos de régimen político y sistema político, significa que la titularidad del poder estatal, en orden a su ejercicio, corresponde a la sociedad, tanto respecto a la función constituyente, la legislativa, la ejecutiva, como la judicial. Pero su ejercicio efectivo, por obra de la representación política, corresponde a los diversos órganos del gobierno integrados por mandatarios de esa sociedad frente a la cual son responsables y a la que rendir cuentas de sus actos en forma políticamente institucional. Una interpretación sistemática de la Constitución le asigna al gobierno republicano las características siguientes: 1) Quienes integran los órganos del gobierno han sido elegidos, directa o indirectamente, mediante el ejercicio del sufragio por el cuerpo electoral. 2) Para evitar la concentración del poder y su consecuente ejercicio abusivo, el gobierno está compuesto por una pluralidad de órganos, entre los cuales se distribuyen las funciones del poder. Tales órganos son el constituyente, el legislativo, el ejecutivo y el judicial, quienes actuando en forma independiente, pero coordinada, expresan la voluntad del Estado. 3) La pluralidad de órganos se traduce en controles horizontales intraórgano e interórganos. Los primeros se manifiestan dentro de cada órgano del gobierno. Los segundos se traducen en las relaciones que se operan entre los órganos gubernamentales. A los controles horizontales se añaden los verticales que se expresan en las relaciones del gobierno con los factores sociales pluralistas, con órganos gubernamentales municipales, regionales y provinciales, y con el ejercicio por parte de la sociedad de sus libertades y garantías. 4) La fijación de límites precisos para el ejercicio del poder por parte de los gobernantes (arts. 19 y 28 CN), mediante la sanción de una Ley Fundamental y normas reglamentarias que preserven las libertades individuales y los derechos sociales. 5) La responsabilidad de los gobernantes ante los ciudadanos por los actos de gobierno que ejecuten. En una república es inadmisible convalidar la irresponsabilidad de los gobernantes. Es así que los gobernantes que no ajusten sus conductas a las leyes o a la satisfacción del bien común quedan sujetos a sanciones constitucionales, legales y políticas. Entre las sanciones constitucionales cabe citar la destitución dispuesta en el curso de un juicio político e, inclusive, la inhabilitación para ocupar en lo sucesivo cargos gubernamentales. 6) La periodicidad en el ejercicio de las funciones gubernamentales. Quienes han sido elegidos para desempeñar cargos en el gobierno ejercen sus mandatos por un lapso determinado para posibilitar la movilidad en aquéllos. Los cambios regulares en el elenco de los gobernantes permiten la consolidación del sistema republicano y su subsistencia sin caer en el riesgo de acudir a figuras carismáticas que, usualmente, se perpetúan en el gobierno al forjar regímenes autocráticos. En nuestro régimen constitucional, esta limitación no se aplica a los magistrados judiciales (art. 110 CN), aunque su fundamento se relaciona con el control sobre los órganos del gobierno que tienen funciones legislativas y ejecutivas; sobre órganos cuyos integrantes tienen un mandato limitado y cuya función esencialmente política queda sujeta al control de un órgano que no participa de la política agonal. 7) La publicidad de los actos de los gobernantes resulta esencial en una república para que sus mandantes puedan conocer qué se realiza en su representación y tener un juicio formado sobre la aptitud e idoneidad de sus mandatarios. Esa publicidad no se limita a los actos de gobierno propiamente dichos, sino también a los actos privados de los gobernantes en la medida que vulneren la ley, los derechos de las personas, el orden público o la moral pública (art. 19 CN). 8) El debate y análisis público de los actos de los gobernantes a través de los medios técnicos de comunicación social. Es en este aspecto, como en tantos otros de una convivencia democrática, donde resalta el rol importante que tiene la más amplia libertad de expresión del pensamiento, en general, y la libertad de prensa en particular. La prensa, al ser u n espejo que refleja la realidad social, se transforma en vehículo imprescindible para el conocimiento de la vida republicana y para el control de los gobernantes. 157. Separación y control de las funciones del poder La llamada doctrina de la división de los poderes consiste en distribuir las funciones del poder estatal, a los fines de su ejercicio, entre varios órganos gubernamentales independientes que están relacionados mediante mecanismos de control recíproco. La realidad política revela que, cuando el ejercicio del poder se concentra, ya sea institucionalmente o de manera dominante, en una persona o un órgano del gobierno, su manifestación es necesariamente discrecional. No existen, en tal caso, cauces institucionales para controlar el ejercicio del poder. Los únicos factores de control son extragubernamentales y su actuación suele desbordar el orden jurídico, lo que provoca, en mayor o menor grado, el debilitamiento o la ruptura del sistema. Asimismo, esa ruptura se limita a desencadenar una sustitución de la persona u órgano que ejerce el poder, lo cual acarrea la consolidación del sistema hasta tanto cobren nuevamente fuerza los factores de control extragubernamentales. Esa discrecionalidad, con sus vaivenes cíclicos, se traduce en un ejercicio arbitrario y despótico del poder propio de los sistemas transpersonalistas. La libertad y dignidad del ser humano quedan sometidas a la voluntad discrecional del gobernante de turno, sin que existan recursos institucionales para prevenir y remediar los abusos del poder. Ante esa realidad, la distribución de las funciones del poder entre varios órganos independiente fue uno de los aportes más importantes provenientes del movimiento constitucionalista. Se trata de una técnica que, sin mengua de la eficacia del poder, procura evitar su ejercicio abusivo en salvaguarda de la libertad y dignidad, como objetivo fundamental y único del sistema político personalista. El precursor de la doctrina de la división de los poderes fue John Locke. En su obra "Ensayo sobre el gobierno civil" , clasifica a los poderes que ejerce el gobierno en: legislativo, ejecutivo, federativo y de prerrogativa. La obra de Locke fue desarrollada y completada por Montesquieu, quien es presentado como el creador de la doctrina de la división de los poderes. En su libro "El espíritu de las leyes" , sobre cuyo contenido influyó el pensamiento de Locke y la estructura del gobierno en Inglaterra, clasifica a los poderes en: legislativo, ejecutivo y judicial. El legislativo tiene a su cargo la sanción de las leyes, el ejecutivo la conducción de las relaciones exteriores y debe asegurar el orden público conforme a las leyes, al tiempo que el judicial debe resolver los conflictos que se presentan entre los individuos y castigar a quienes violan la ley. Montesquieu destacaba que esas funciones del poder pueden ser concentradas en un órgano del gobierno o distribuidas entre varios órganos. En el primer caso, señalaba que no habrá libertad debido a que el ejercicio del poder sería discrecional. En cambio, si el ejercicio de las funciones del poder se distribuye entre varios órganos, el poder que ejerce cada uno de ellos configura un límite para el que tienen los restantes. Pero esa distribución del poder entre varios órganos no es suficiente, según Montesquieu, para asegurar la libertad. Será necesaria una constitución que institucionalice el sistema y que establezca cierto equilibrio de fuerzas entre los tres órganos del gobierno. La doctrina de Montesquieu tuvo amplia difusión en Francia y en las colonias inglesas de Norteamérica, donde también tuvo influencia el pensamiento de Locke y Thomas Paine. En los orígenes del proceso constituyente argentino, gestado en 1810, se percibe la gravitación que tuvo el pensamiento de Rousseau mediante la institucionalización de un órgano de gobierno en el cual se concentraba el ejercicio del poder, o mediante la estructuración de un ejecutivo colegiado. Sin embargo, a partir del Estatuto Provisional de 1815, se advierte un paulatino incremento de la influencia que tuvieron la obra de Montesquieu y la Constitución de los Estados Unidos desde el inicio de nuestro proceso constitucional, tanto sobre las ideas políticas que asumía la sociedad, como sobre el pensamiento de ciertas personalidades que gravitaron decisivamente en la construcción de la Constitución de 1853/60. En la estructura constitucional argentina el ejercicio de las funciones ordinarias del poder está distribuido entre el Congreso, que ejerce la función legislativa, el presidente de la Nación, quien ejerce la función ejecutiva, y la Corte Suprema de Justicia y demás tribunales inferiores, que ejercen la función judicial. Se discute si esa estructura tripartita de los órganos gubernamentales fue modificada con la reforma constitucional de 1994 debido a la constitucionalización de nuevos organismos. Consideramos que no es así. Tanto la Auditoría General de la Nación (art. 85 CN), como el Defensor del Pueblo (art. 86 CN) son organismos que integran el órgano legislativo del gobierno que preside el Congreso de la Nación. El Consejo de la Magistratura (art. 114 CN), si bien no ejerce funciones jurisdiccionales como los jueces, integra el Poder Judicial. En cuanto al Ministerio Público (art. 120 CN), si bien es un organismo independiente con autonomía funcional y autarquía financiera, se trata de una entidad que desenvuelve sus funciones constitucionales en el ámbito de la actividad jurisdiccional del Poder Judicial. Es, a nuestro entender, una estructura de control intraórgano del Poder Judicial y no un cuarto órgano gubernamental. Tal fue, por otra parte, la ubicación que siempre tuvo el Ministerio Público antes de la reforma constitucional de 1994, sin que hubieran variado sus funciones. La doctrina de la división de poderes se refiere, fundamentalmente, a la división de los poderes constituidos, a la distribución de las funciones ordinarias del poder entre los órganos gubernamentales. Pero esa doctrina también se debe tener en cuenta para comprender y justificar la división que media entre el poder constituyente y los poderes constituidos. El primero, cuyo ejercicio corresponde a la convención prevista por el art. 30 de la Constitución, es una función extraordinaria del poder que está al margen y por encima de las funciones ordinarias, lo que conlleva una relación de subordinación para los órganos del gobierno que ejercen estas últimas. También son órganos extraordinarios del gobierno, aunque ejercen funciones ordinarias del poder, los cuerpos electorales que se expiden sobre la consulta popular vinculante, por cuanto producen actos legislativos del gobierno que exteriorizan la voluntad estatal y dentro del ámbito del Poder Legislativo. La distribución de las funciones del poder entre varios órganos del gobierno tiene por objeto tornar más eficiente el ejercicio del poder estatal mediante la especialización de aquellos órganos en funciones específicas. Pero también apunta a rescatar la libertad de los destinatarios del poder al evitar la concentración en su ejercicio. La visión mecanicista de la doctrina de la división de poderes, sin mengua de su importancia, resulta incompleta desde una óptica realista de la vida política. Ese defecto se subsana mediante el recurso de acudir a la teoría de los controles. La concepción de aquella doctrina, complementada por la teoría del control, permite tener una visión más clara, no solamente sobre el funcionamiento jurídico formal de la distribución de las funciones del poder, sino también sobre su expresión en la realidad política con el conocimiento consecuente del orden político. Karl Loewenstein, quizás la figura más destacada en el campo del Derecho Constitucional en el siglo XX, sistematizó con precisión poco frecuente la teoría del control. Loewenstein distingue entre controles horizontales y los verticales. Los primeros son los que funcionan dentro de un órgano o entre los órganos gubernamentales, mientras que los segundos se expresan como acciones o interacciones que se producen entre los órganos ordinarios y extraordinarios del gobierno y la sociedad en forma global. Entre los controles de tipo vertical, Loewenstein cita el federalismo, las garantías de las libertades individuales y el pluralismo. El federalismo presupone la coexistencia de un centro de poder soberano con varios focos de poder autónomo que limitan el campo de extensión del primero ejercido por el gobierno central. La distribución de competencias y el reconocimiento de atribuciones propias y exclusivas a los gobiernos autónomos constituyen formas efectivas de evitar la concentración del poder en el gobierno central. Al federalismo, como elemento de control, cabe añadir las regiones y municipios que, en grado inferior a los estados locales o provincias, también imponen un límite al poder discrecional del gobierno central. En los sistemas políticos personalistas, basados en el reconocimiento de la libertad y dignidad de las personas preexistente al Estado, se prevé una serie de garantías efectivas para evitar que la actuación del gobierno provoque la desnaturalización de aquel fundamento y lo torne meramente nominal. Claro está que la generalidad de estas garantías es concretada mediante la intervención de los organismos judiciales, de modo que su independencia ante el Congreso y el presidente de la República configura el presupuesto ineludible para que ellas sean efectivas. El pluralismo es otro de los controles verticales. Loewenstein destaca que "Cuando el individuo aislado se une con otros en virtud de una comunidad de intereses, tiene entonces la posibilidad de ofrecer mayor resistencia a los detentadores del poder estatal que si tuviese que enfrentarse aisladamente: unido con otros, ejerce una influencia sobre las decisiones políticas que corresponde a la fuerza de su grupo. Los grupos pluralistas son, por lo tanto, barreras y frenos frente al todopoderoso Leviatán". En el marco del pluralismo como control vertical, cabe incluir a los grupos de interés, los grupos de presión, los lobbies como representantes de intereses sectoriales, los partidos políticos, los grupos de opinión reflejados por los medios de prensa y los medios técnicos de comunicación social, cuyo rol estratégico e institucional resulta básico para la preservación y subsistencia de un sistema democrático constitucional. En efecto, cuando mayor sea la libertad de prensa y la posibilidad de los individuos por conocer lo que acontece en el seno de la sociedad, mayor será la eficacia del control y la consecuente solidez de un sistema político personalista como lo es la democracia constitucional.