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NACIMIENTO DE ROMA, MONARQUIA, REPUBLICA Y EL IMPERIO

La leyenda dice que el vuelo de las aves decidió el lugar y el momento exactos del nacimiento
de Roma. Rómulo, quien junto con su hermano Remo había sido rescatado del Tíber y alimentado
por una mítica loba, supo interpretar lo que era un guiño de los dioses. Con la estela de una
bandada de pájaros, Júpiter trazó en el cielo el escenario reservado para una nueva ciudad, cuyo
destino no podía ser otro que imperial.

La arqueología fue la encargada de rebajar la fantasía del mito a datos más fiables: en realidad,
fueron los etruscos quienes pusieron la piedra liminar de la ciudad fundada por Rómulo y, además,
la urbanizaron y moldearon sus primeras instituciones políticas. En toda esta tarea, el modelo
seguido fue el mismo: el de las ciudades-estado griegas. Igualmente, el sistema monárquico
adoptado, en cuyo trono fue Rómulo el primero en sentarse, imitó el de los tiranos de la Hélade,
que en su ejercicio del poder conjugaban el autoritarismo con cierto halago populista. Sin
embargo, mientras las ciudades-estado griegas nunca lograron consolidar una unidad política que
fuese más allá de alianzas puntuales, Roma supo dominar a sus vecinos tejiendo vínculos de
dependencia, ya sea por la vía de la diplomacia o, más expeditivamente, de las legiones.

A medida que la monarquía acrecentaba sus privilegios, los sectores populares incrementaban sus
demandas y su disconformidad. Los beneficios de la expansión, que pronto se extendió por toda la
cuenca mediterránea, posibilitó la sustitución de la Monarquía por la República. Los descendientes
de los antiguos fundadores, constituidos en un sólido patriciado, supieron retener
inteligentemente el poder en sus manos mediante la cesión de algunos beneficios a sectores
sociales más amplios, el insaciable sojuzgamiento de nuevos pueblos, el uso masivo de la mano de
obra esclava, el perfeccionamiento bélico de sus ejércitos, la implantación de una legalidad estric-
ta y, para distraer a la plebe, el "pan y circo" de los grandes espectáculos públicos.

Por fin, la República se convirtió oficialmente en Imperio y, la suerte quedó echada: con el paso de
los siglos, una hegemonía tan extensa terminó por afectar la unidad del poder. Constantino I fue el
último emperador del imperio unificado. Poco después, el emperador Teodosio lo dividió en
el Imperio Romano de Oriente, que sobrevivió unos mil años, y el Imperio Romano de Occidente,
que no pudo mantenerse en pie cuando los "bárbaros" golpearon a sus puertas.

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