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pagina12.com.ar/diario/elpais/1-301313-2016-06-09.html
Opinión
El general Juan José Valle era un hombre honorable. Así lo destacan las cartas que envía a
su familia horas antes de ser fusilado. Quizás haya pensado que los golpistas del 16 de
setiembre seguían teniendo ese mismo sentido del honor y por eso, ingenuamente, creyó
en la promesa de que su vida sería respetada, como lo aseguraron el almirante Isaac Rojas
y el capitán de navío Francisco Manrique, uno de los participantes en el secuestro del
cadáver de Evita. Pero, aunque el mismo Perón haya dicho que los sublevados del 9 de
junio actuaron con ingenuidad, lo cierto es que Valle aceptó entregarse porque quería
detener los fusilamientos.
No sabemos mucho sobre el jefe de la rebelión. Una muy exitosa carrera militar lo había
llevado al grado de general de división y a integrar la Junta de altos mandos a quienes
Perón presentó una renuncia –que no podía considerarse definitiva– dos días después del
golpe de septiembre. Tras la asunción del general Lonardi, Valle será detenido, primero en
un buque de guerra y más tarde en una casaquinta de sus suegros. En marzo de 1956,
cuando deja ese arresto domiciliario y pasa a la clandestinidad, empieza una paciente
tarea de preparación del levantamiento que, previsto para fines de mayo, estallará
finalmente en la noche del 9 de junio.
El movimiento cuya proclama firman Valle y el general Raúl Tanco reunía un grupo no muy
numeroso de oficiales pero se apoyaba en la masiva adhesión al peronismo de los
suboficiales y en la participación de importantes núcleos civiles de la resistencia. Esta
incorporación de muchos grupos de la militancia peronista dio al movimiento su carácter
popular pero también lo alejó de la lógica clandestina de la conspiración y facilitó la tarea
de los servicios de informaciones. La dictadura de Aramburu y Rojas estaba al tanto del
levantamiento y, aunque las principales cabezas del gobierno simularan sorpresa, lo cierto
es que dejaron que se produjera para dar un escarmiento. Cuando comenzaron los
fusilamientos, en la madrugada del 10 de junio, todos los focos de la rebelión habían sido
controlados. En consecuencia, la ejecución de Valle, fusilado el día 12 en la Penitenciaría
Nacional, resulta aún más difícil de explicar. Para sembrar el terror había que mostrarse
inflexible; Aramburu no dudó en matar a un general con el que tenía una conocida relación
de amistad.
Las cartas dirigidas por el general Valle a su madre, su mujer y su hija no abundan en
reflexiones políticas. Quien escribe es un hombre preocupado por confortar a su familia en
momento tan difícil, que muestra una fe religiosa que debe ayudarlo a pasar el trance y que,
frente a los infundios que hace circular la dictadura, reafirma a cada paso que nada lo ha
alejado del camino del honor. Quizás no haya mucha afinidad en este retrato del personaje,
más bien tradicional, y el de los jóvenes revolucionarios del ‘70. Pese a ello, cuando leo que
Valle dice a su mujer: “Nunca te avergüences de tu esposo, pues la causa por la que he
luchado es la más humana y justa: la del Pueblo de mi Patria”, no puedo sino recordar los
mensajes de quienes desde las cárceles y los centros clandestinos nos esforzábamos por
explicar a nuestras familias el sentido de nuestra lucha. Aunque sentimos como más
propio el recuerdo de los activistas de la Resistencia, cómo negar que este general
pundonoroso y los militantes que sufrieron y enfrentaron a la dictadura de Videla y a un
ejército que no era ya el de Valle, se integran en una tradición que sigue siendo potente y
actual precisamente por su diversidad.
El profesor Américo Ghioldi fue una de las principales figuras del Partido Socialista, donde
siempre se destacó por un antiperonismo que superó todas las marcas en junio de 1956
cuando escribió el editorial del periódico La Vanguardia, justificando los fusilamientos.
Será vano buscar el texto de Ghioldi en la Biblioteca Obrera Juan B. Justo que tiene una
muy importante colección de La Vanguardia, porque ha sido cortado el artículo del
semanario correspondiente al 14 de junio. No parece que deba atribuirse la falta a un lector
ávido por coleccionarlo, considero más probable que alguien haya querido eliminar las
pruebas de lo que, afortunadamente, la mayoría de los socialistas viven como un
escándalo ya desde algunas décadas.
La violencia política en el país fue siempre importante y muchos habían sido los muertos
en el siglo y medio precedente. Sin embargo, la reacción generalizada contra el
fusilamiento de Dorrego seguramente tuvo mucho que ver en que no se repitieran
ejecuciones políticas dispuestas por la autoridad nacional. No hubo fusilamientos en las
revoluciones radicales previas a la ley Sáenz Peña, ni tampoco en Paso de los Libres y los
otros levantamientos contra el fraude en la Década Infame. Tampoco Perón fusiló a
ninguno de los militares alzados en 1951. En junio de 1955 se repitió el mismo trato, sólo
murió el almirante Gargiulo que se quitó la vida por su propia mano.
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Consciente de esa tradición, el dirigente socialista, lejos de condenar los fusilamientos,
aprovechó ese dato histórico para señalar que esta vez sí era necesario hacerlos, para
mostrar la gravedad inusitada del intento de restauración peronista. Dos frases de ese
editorial, difíciles de compatibilizar con el siempre invocado humanismo socialista
quedarán en la historia del discurso antipopular. La primera, curiosa en alguien que se
consideraba un educador, sostiene que la letra con sangre entra; la segunda no es menos
intimidante: “se acabó la leche de la clemencia”. Ghioldi que ya había elegido un camino de
no retorno escribió cada vez más para consumo de los militares golpistas, porque fue
gradualmente perdiendo peso en el socialismo y en cualquier espacio democrático. No
sorprendió que tanta devoción fuera premiada por Videla quien lo nombró embajador en
Portugal. El ascenso del general Valle a teniente general dispuesto en 2006 por el gobierno
de Néstor Kirchner, en un gobierno en que participaban dirigentes socialistas, fue otro
episodio de reencuentro para superar diferencias históricas en la confluencia hacia un
proyecto popular.
La historia del 9 de junio tiene, como todas, héroes y villanos, pero también hombres
comunes que no parecían predeterminados a ser grandes protagonistas. Entre los
involuntarios participantes en la Operación Masacre, hay militantes como Julio Troxler que
sabía muy bien porqué estaba en la casa donde fueron detenidos o cómo Nicolás Carranza
a quien cada vez le cuesta más arrastrar a la política a su vecino Garibotti, pero también
otros que quizás ignoren que la convocatoria responde al propósito de sumarse al
movimiento. La escritura de Walsh cuenta magistralmente el episodio que tuvo final
trágico en los basurales, con esa capacidad suya para hablar a través de sus personajes,
esa polifonía de voces que permite al autor quedar muchas veces en un segundo plano.
El mismo Walsh muestra cierta inocencia: como quienes son llevados a fusilar le cuesta
aceptar la realidad del crimen y transmite esto a sus lectores. No es peronista como para
compartir la perspectiva de la resistencia ni la esperanza de los amotinados. Seis meses
después, cuando inicia su investigación, no imagina, como la mayoría de los reunidos en
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Vicente López, que encuentros como ese puedan terminar con muertes. Se interesa en el
caso por lo que éste tiene de raro, de excepcional –un fusilado que vive– aunque después
sentirá que se ha involucrado y lo suyo ya es una lucha contra el autoritarismo, que
gradualmente, como lo muestran las sucesivas ediciones de Operación Masacre, se
convertirá en una más integral propuesta de liberación.
Con el correr de los años, la represión se hizo más sofisticada y, en el 76, dispuso
orgánicamente de toda la fuerza del Estado. Los alzados del 9 de junio, los activistas de
los primeros tiempos de la Resistencia, avanzaron también hasta conformar las grandes
organizaciones político militares. Sin embargo, sería equivocado ver esta evolución
necesariamente como un avance en todos los sentidos. Tal vez las fuerzas organizadas
celosamente en la clandestinidad en los ‘70 hayan perdido algo de esa representatividad
social, esa participación e iniciativa popular. Cooke había previsto, poco después del 9 de
junio, otras formas de acción revolucionaria que se apoyaran más en el protagonismo de
los trabajadores. Veinte años más tarde, Walsh en su diálogo de sordos con la conducción
montonera, para cuestionar el predominio de los aparatos militares sobre la política
también encontraba inspiración en los tiempos de la Resistencia.
Hoy cuando este término no se asocia a la acción armada sino con la lucha social y política
para frenar el avance del proyecto reaccionario, la consecuencia de Valle y sus
compañeros, el compromiso de tanto militante, la comprensión de que la derrota de la
Restauración Oligárquica exige la más amplia unidad y participación popular son legados
del 9 de junio que no sería bueno olvidar.
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