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Encuentro con el clero de la archidiócesis de Zaragoza

Charla/exposición

Iglesia en salida, al encuentro con las personas

Iglesia de puertas abiertas, acogedora, comunitaria, sencilla

Saludo y agradecimiento
Queridos hermanos sacerdotes de la archidiócesis de Zaragoza:
Permitidme que comience esta charla con un profundo agradecimiento por la invitación que José
María Rubio me hizo llegar en nombre de todos vosotros, allá por el mes de julio, para estar hoy
aquí acompañándoos; algo que hago con mucho gusto.

Aunque, permitidme asimismo que os pida perdón por el atrevimiento de venir a hablaros sobre
algo, de lo que estoy seguro cualquiera de vosotros lo haría infinitamente mejor; aunque también
comprendo que, ya que queréis hablar de «Iglesia en salida» y de «Iglesia de puertas abiertas», na-
da más conveniente que abriros y traer a alguien de «fuera», acogiéndole con tanto cariño como
vosotros sabéis hacer. Eso sí, en lugar de traerlo de «la periferia» —que sería lo más propio—
os habéis ido al Centro, y os ha caído un suerte un madrileño de Lavapiés. Espero que el Espíritu
Santo supla mis muchas deficiencias y haga posible que este rato sirva para el fin que os habíais
propuesto.

La expresión «Iglesia en salida»1


Para el castellano que hablamos aquí en España (¡el de Argentina es otra cosa!), la locución (Igle-
sia en salida) en sí no acaba de sonar bien; y, siendo sinceros, nos resulta algo extraña.
Sin embargo, teológica y eclesialmente hablando, no debería sonarnos a nueva ni su significado
debería ser en absoluto novedoso.
La Iglesia, de hecho, no es otra cosa sino el resultado de una primera salida: la que hizo el Hijo
desde el seno del Padre para venir a esta tierra e «inaugurar el reino de los cielos, revelarnos su mis-
terio y, con su obediencia, realizar la redención» (LG 3). Y asimismo es el resultado de una segunda
salida: la que hace el Espíritu Santo, que procede del Padre y del Hijo, para venir a «consumar la
obra que el Padre encomendó realizar al Hijo sobre la tierra» (LG 4, que cita Jn 17,4).
Esta segunda salida es constante, porque, hasta la consumación de los siglos, lo que se nos
ha prometido es que el Espíritu viene y vendrá a «santificar continuamente a su Iglesia, de modo
que los fieles tengan acceso al Padre por medio de Cristo en un mismo Espíritu» (LG 4).
Y es precisamente esta perenne efusión del Espíritu lo que garantiza, por un lado,
que los sacramentos y todas las acciones que realiza la Iglesia en orden a la perfecta glorificación de

1
Como muy bien explicáis en vuestro Plan Diocesano, el correlato a la expresión Iglesia en salida es el de Iglesia de
puertas abiertas, ya que salimos para invitar a que entre todo el que quiera; y queremos ser Iglesia de puertas abier-
tas, porque la vocación de la Iglesia no es otra sino salir y anunciar el Evangelio (cf. pág. 13 y 19-26).

1
Dios y a la santificación de los hombres sean realmente eficaces (cf. SC 7); de ahí que la Iglesia
no deje de invocar al Espíritu Santo, sin cuya acción constante y continuada sus ritos y acciones
serían puro teatro. Y, por otro, la perenne efusión del Espíritu Santo garantiza asimismo que
la Iglesia nunca sea vieja, sino que «siempre se renueve y se rejuvenezca con la fuerza del Evange-
lio (LG 4) y pueda alcanzar la meta para la que fue pensada: «la unión consumada con su Esposo»
(LG 4).
Por eso, lo que comprobamos una y otra vez, a lo largo de la historia, es cómo el Espíritu saca a
la Iglesia de los cenáculos en los que reiteradamente se encierra por miedo a los judíos —o a lo que
sea—, para ponerla en medio de las plazas y de los pueblos y allí, en medio de la realidad cotidiana,
anuncie el Reino de Dios y viva según lo que es su más genuina vocación y naturaleza: «ser germen
y el principio de ese Reino» (LG 5) para este mundo; o, como dice más adelante la Lumen gentium,
«un germen segurísimo de unidad, de esperanza y de salvación para todo el género humano»
(LG 9), que ha de crecer y estar en camino hasta que «alcance su consumada plenitud en la gloria
celeste, cuando llegue el tiempo de la restauración de todas las cosas; cuando, junto con el género
humano, también la creación entera, que está íntimamente unida con el hombre y por él alcanza su
fin, será perfectamente renovada en Cristo» (LG 48).
En definitiva, no es que la Iglesia se plantee salir, sino que el Espíritu continuamente la saca y
la pone en medio del mundo para que realice su misión de «comunicar los frutos de la salvación a
los hombres» (LG 8) y para hacerla caminar hasta que un día consiga «la unión consumada con su
Esposo» (cf. LG 4)2.
Esto que acabo de decir puede parecer muy teológico y muy poco concreto, sin embargo, considero
modestamente que si nos olvidamos de este cimiento o fundamento (o no lo tenemos suficientemen-
te en cuenta), hablar de Iglesia en salida o de Iglesia de puertas abiertas resulta harto complicado.
Únicamente adentrándonos en este dinamismo que nos hace comprender el misterio de la Iglesia a
la luz y como dimanando del misterio trinitario (cf. LG 2-4 y EG 25-26), es como resulta posible
alcanzar a entender qué se quiere decir con dicha expresión. Además, estoy igualmente convencido
de que solo así podremos encontrar las auténticas claves que nos ayudarán a traducirla en una orga-
nización de la vida y de la acción de la Iglesia que realmente respondan a lo que Dios quiere que sea
en este momento y en esta coyuntura en la que vivimos y en la que estamos.

Modos insuficientes de leer, entender y poner en práctica la expresión Iglesia en salida

 Es un eslogan
Corremos el riesgo, como en otras muchas ocasiones, de convertir una expresión realmente feliz en
un puro eslogan; sí, algo que se repite y se repite hasta convertirse en un lugar común que todos
citamos, pero vacío de contenido y que no dice nada.

2
Como nos dice el papa Francisco la Iglesia, cuyo fin no es otro sino llevar la alegría del Evangelio a todos, «tiene
la dinámica del éxodo y del don» (EG 21).

2
Sería realmente muy triste que así fuera; y lo sería porque la expresión, como acabamos de señalar,
toca una dimensión esencial de la naturaleza y del ser de la Iglesia; naturaleza y ser del que nace su
misión y que orienta necesariamente el modo de llevarla a cabo. No es, por tanto, una cuestión ba-
ladí, sino algo realmente muy serio.
Por eso no vale ni "salir por salir", ya que esa es la moda; peligro que señala el Papa en la EG cuan-
do advierte de que no se trata de «correr hacia el mundo sin rumbo y sin sentido» (EG 46);
ni tampoco vale aquello de hacer lo de siempre, pero añadiendo el término "salida" o "periferia" o
"puertas abiertas", y así nadie te dice nada.
Iglesia en salida supone que hay una verdadera voluntad de conversión, de cambio y
de transformación, no solo en las formas externas o en los términos de nuestros planes de pastoral,
sino algo que tiene que ir mucho más a lo hondo y profundo de nuestro ser y de nuestra realidad
personal y eclesial. Como dijo Nuestro Señor Jesucristo, no cabe meter el vino nuevo en odres vie-
jos, porque revientan el vino y los odres, y todo se echa a perder (cf. Mt 9,17 y paralelos). Por eso,
insiste Francisco, no hay Iglesia en salida si no hay disposición a la conversión personal y conver-
sión pastoral. Todo va de la mano. Esto no es una cuestión de términos a añadir o a repetir y repetir,
es cuestión de una verdadera y profunda renovación tanto de los corazones de las personas, como de
las estructuras y de las instituciones, que se ha de manifestar, por supuesto, en «las costumbres,
los estilos, los horarios, el lenguaje y en toda estructura eclesial», de manera que «se convierta en
un cauce adecuado para la evangelización del mundo actual más que para la auto preservación»
(EG 27).
Seguro que cualquier de nosotros, y nuestras comunidades y nuestros grupos, hemos sentido esta
doble tentación de "salir por salir" o de añadir sin más la expresión en salida o puertas abiertas a
nuestras programaciones y así cumplir con el expediente; puede que incluso hasta hayamos caído en
ellas. No pasa nada si así fuera; lo mejor es reconocerlo y tratar de afrontarlo.
Lo importante y lo necesario, a lo que somos llamados, es a determinarnos y decidirnos, personal y
comunitariamente, a entrar en un verdadero proceso de conversión, al que nos anima y empuja
el encuentro renovado con Cristo (cf. EG 264-267). Proceso que lógicamente comienza porque, a
la luz de la Palabra de Dios (que siempre es actual y nueva), y guiados por la fe de la Iglesia, dis-
cernamos qué es lo que el Señor nos pide para este momento (cf. EG 20); que seamos capaces de
reconocer los dones y gracias que ha sembrado en nosotros para que podamos responderle; y de qué
manera ya nos ha abierto caminos y nos primerea allí donde nos envía3. Que sepamos asimismo
reconocer las dificultades que experimentamos y las tentaciones que nos asaltan; que confesemos
todo aquello que planteamos mal o de forma insuficiente o no adecuada al momento actual.
Y que estemos dispuestos, con la gracia de Dios (que nunca nos va a faltar) a cambiar, para que
la Iglesia sea el instrumento que pueda servir hoy al Espíritu, de modo que se cumpla el designio
eterno del Padre celestial para con el hombre y con la creación entera.
3
Así se lo decía a catequistas de todo el mundo el 27 de septiembre de 2013 con motivo del jubileo del Año de la fe:
«¡Él está siempre el “primero”! ¡Es el primero! Esto es crucial para nosotros: Dios siempre nos precede. Cuan-
do pensamos que vamos lejos, a una extrema periferia, y tal vez tenemos un poco de miedo, en realidad él ya está allí:
Jesús nos espera en el corazón de aquel hermano, en su carne herida, en su vida oprimida, en su alma sin fe».

3
Así pues, no dudemos en incorporar a nuestros planes de pastoral el examen de conciencia.
Que no es solo ver si lo que habíamos programado se adecua o no a las directrices recibidas;
si el plan se ha ejecutado como teníamos previsto o no; si ha producido los efectos esperados o no.
Todo eso está bien, pero resulta insuficiente.
Hemos de preguntarnos, más bien, si como Iglesia de verdad estamos intentando responder genero-
sa y confiadamente a lo que Dios quiere y a lo que nos llama para que se cumpla Su plan;
si estamos haciendo el esfuerzo de seguir sus caminos y el modo propio de hacer Dios las cosas,
o las estamos llevando a cabo movidos, más bien, por nuestros propios criterios, algunos de
los cuales tienen poco de evangélicos; si estamos tratando de perseverar, más allá de las dificultades
que encontramos en el camino, movidos y sostenidos por el convencimiento de que Dios lo quiere;
o, por el contrario, ante las dificultades propias de la acción evangelizadora, rápidamente nos echa-
mos atrás y nos cuesta perseverar debido a los sacrificios y renuncias de toda índole que la obra de
Dios exige.

Creo que, con respecto a esto, nos ayuda mucho todo lo que nos plantea el Papa en los números 81 a
83 de EG, cuando nos habla de la tentación de la acedia egoísta. Me atrevo, humildemente, a pe-
diros que los releáis con calma y saquéis todas las consecuencias que esos pocos números tienen
para el planteamiento y la revisión de nuestra organización pastoral y de nuestras acciones pastora-
les.

 Vistas las consecuencias que ha tenido y tiene lo de "salir", mejor ¡volvamos a Egipto!
No faltan quienes, ante la inflación de "salidas", de cambios e innovaciones, de "experimentos"
(que dirían algunos) llevados a cabo en la Iglesia en las últimas décadas, ¿cuál ha sido su postura?
Pues, muy sencilla: ¡tranquilos y sigamos con lo nuestro de siempre, que esto ya se pasará!

¡Atención!, esta tentación de resistencia al ritmo de la historia no es solo de ahora, sino de siempre.
En las décadas pasadas la han sentido algunos pastores y fieles, también teólogos, que se empeña-
ban en reducir el tiempo del pontificado de Juan Pablo II y de Benedicto XVI a un oscuro paréntesis
en la vida de la Iglesia, que afortunadamente ha terminado con el papa Francisco.

En el fondo, ambas tentaciones cojean de un mismo pie, que no es ni el derecho ni el izquierdo,


sino la falta de confianza de que el Espíritu guía siempre a su Iglesia y que la asiste indefectible-
mente, aunque sea por caminos no esperados y sorprendentes para nuestras expectativas.
Pero volvamos a nuestra exposición:

Esta tentación de no querer seguir el camino de la historia para quedarnos anclados en


"lo de siempre", no solo la sienten personas que ya peinan canas, y que, por tanto, pueden tener sus
razones para añorar aquellos tiempos en que la Iglesia aún mantenía una significativa relevancia
social y moral: cuando había vocaciones; cuando la espiritualidad era fuerte; cuando
la participación en los sacramentos era alta y frecuente; cuando la formación cristiana (conocimien-
to del Catecismo) era sólida y la piedad sincera, etc. Curiosamente, esta tentación también la sienten
algunos jóvenes que nunca han vivido en ese clima, pero que, sin embargo, tienen idealizada esa
época, y no dudan en rescatar formas y modos del pasado, escarbando y rebuscando por los rinco-
4
nes cualquier cosa que huela a antigua. Esto es algo que deja perplejos a muchos mayores, que ya
no entienden nada. Pero es lo que hay, nos guste o no.
Con toda sinceridad os digo que considero que detrás de esta postura, sostenida por pastores y fieles
católicos de buena voluntad y que actúan con recta intención, hay un fondo de verdad y que,
por tanto, Dios le está queriendo decir algo a su Iglesia. Ahora bien, espiritualmente conviene estar
atentos, porque es fácil que, pegada a esta postura, se cuele una tentación muy peligrosa;
la tentación que, en definitiva, sintieron una y otra vez los israelitas en su peregrinación por
el desierto: la tentación de volver a Egipto (cf. Núm 14,3); o sea, arrepentirse de haber escuchado a
Moisés (de haberse dejado engañar —seducir— por él) y haber salido de aquella tierra donde tenían
de todo: «pescado gratis, pepinos y melones, puerros y cebollas, y ajos» (Ex 16,5), para terminar en
«este desierto y morir de hambre toda la comunidad» (Ex 16 3); «para que muramos en él nosotros
y nuestras bestias» (Núm 20,2).
Es una tentación, que si la analizamos bien, tiene como trasfondo una concepción de la salvación
que no es consecuente ni con el misterio de la Encarnación del Verbo ni con la fe en la asistencia
constante del Espíritu Santo a su Iglesia. Misterios a cuya luz entendemos que Dios ha querido sal-
var a la humanidad no borrando la historia y lo que hay en ella de mal y de pecado; o sea,
la tentación adamita o lo que es lo mismo: borrón y cuenta nueva; la falsa ilusión de que es posible
poner el contador a cero y empezar de nuevo. La ensoñación que crean en nosotros películas como
Regreso al futuro y otras parecidas (p.e., El día de la marmota, ¡Qué bello es vivir!), o series televi-
sivas como El ministerio del tiempo, que nos llevan a pensar que la única posibilidad de redimir
la historia y a la humanidad es contar con una máquina del tiempo, un artilugio que nos permita
colocarlos en el momento justo anterior a que suceda lo que no queremos que suceda, una vez que
sabemos las graves consecuencias que trajo consigo tal decisión, tal paso, etc., etc.

La máquina del tiempo ni existe ni existirá, y la salvación que Dios realiza no consiste en empezar
la historia de nuevo (aunque así se lo proponga alguna vez el Señor a Moisés [«de ti haré un gran
pueblo» Ex 34,104]), ni poner el reloj en el minuto cero, ni nada por el estilo; no queda más remedio
que asumir la historia5 —toda la historia (y no solo la etapa que a mí me gusta)— con lo que tiene
de bueno y malo, de luces y sombras, y seguir avanzando abiertos a lo impredecible, a
lo inmanejable y lo indeterminado (características propias del futuro), con la firme convicción de
que solo Dios es Señor de la historia. De hecho, el Papa nos dice que no «deberíamos entender
la novedad de la misión […] como un olvido de la historia viva que nos acoge y nos lanza hacia
adelante», sino «sobre el trasfondo de la memoria agradecida», porque «el creyente es fundamen-
talmente “memorioso”» (EG 13)6.

4
«De ti sacaré un pueblo grande y más numeroso que ellos» Núm 14,12.
5
Me gusta cuando en vuestro Plan de Pastoral decís: «La solidaridad se convierte así en un modo de hacer la historia,
en un espacio vivo donde los conflictos, las tensiones y los opuestos pueden alcanzar una unidad pluriforme que en-
gendra nueva vida» pág. 28.
6
Criterio que nos tiene que hacer reflexionar a todos y que debería tener un peso específico cuando somos destinados o
nos encargan una nueva tarea pastoral.

5
Dios salva y redime la historia entrando en ella, asumiéndola en toda su complejidad
(sin manipularla)7, y así es como la sana desde la raíz. Jesús tuvo que entrar dentro de esa historia,
entrañarse en ella (cf. Mt 1,1-17; Lc 3,23-37), caminar por ella «como uno de tantos» (Flp 2,7)8,
y llegar a ser víctima del mal, de la injusticia y del pecado que afecta a toda la humanidad (incluso
tuvo que hacerse pasar por un pecador más y ser tenido por tal), y de esta manera poder derramar
el Espíritu Santo sobre la humanidad pecadora y sobre el mundo entero, tan pecador y tan alejado
de Dios como estaba. Así es como Dios ha querido dar vida a lo que estaba muerto, renovar y res-
taurar lo que estaba caído, y conducir a su plenitud y a su meta todo lo que Él había creado.
Los santos padres, singularmente san Ireneo, en sus polémicas con los gnósticos, a quienes les re-
pugnaban estas ideas, nos han ayudado a tener esta concepción sobre el modo como se ha realizado
la redención del mundo y de la humanidad. Y hemos de hacer todo lo posible para no perderla de
vista.
Consecuentemente con todo ello, la Iglesia —cada una de las comunidades que la forman y todos
los fieles— debe ponerse al servicio del Plan de Dios y realizarlo del mismo modo como Dios
ha establecido llevar a cabo su obra salvadora. Por eso, una y otra vez debe vencer la tentación de
detenerse y de echar la vista atrás, y de querer regresar a ese pasado, del que falsamente nos hace-
mos la ilusión que siempre fue mejor, y repetir lo de siempre9. En verdad, el Espíritu, en todo tiem-
po y lugar, empuja a la Iglesia a seguir caminando, a seguir avanzando, asumiendo e insertándose
en la complejidad de la historia, sintiéndose parte de ella, y haciendo el esfuerzo de adaptarse a cada
cultura, a cada mentalidad, a cada lengua, de manera que el misterio de la Encarnación del Verbo se
prolongue y continúe en cada época y lugar. Cuenta para ello con la asistencia indefectible del Espí-
ritu Santo, que es quien le asegura una «renovación incesante» (LG 7 y 9) y en «una purificación
continua» (LG 8).

«La Iglesia, caminando en medio de tentaciones y tribulaciones, se ve confortada con el poder


de la gracia de Dios, que le ha sido prometida para que no desfallezca de la fidelidad perfecta
por la debilidad de la carne, antes, al contrario, persevere como esposa digna de su Señor y,
bajo la acción del Espíritu Santo, no cese de renovarse hasta que por la cruz llegue a aquella
luz que no conoce ocaso» (LG 9).

7
Palabras del Papa en Medellín en un encuentro vocacional: «Dios quiso hacerse vulnerable y quiso salir a callejear con
nosotros, quiso salir a vivir nuestra historia tal como era, quiso hacerse hombre en medio de una contradicción,
en medio de algo incomprensible, con la aceptación de una chica que no comprendía pero obedece y de un hombre
justo que siguió lo que le fue mandado, pero todo eso en medio de contradicciones. ¡No tengamos miedo en esta tierra
compleja!» (Medellín, 10 de septiembre de 2017).
8
Aunque ahora ya no se traduzca así sino: «reconocido como hombre por su presencia».
9
Fijaros lo que les dijo el papa Francisco a los obispos ordenados en el último año: «El discernimiento es un remedio
contra el inmovilismo del "aquí siempre se ha hecho así" o del "tomémonos el tiempo necesario". El discernimiento
es un proceso creativo que no se limita a aplicar esquemas; es un antídoto contra la rigidez, porque las mismas solu-
ciones no son válidas en todos los sitios. Existe siempre el hoy perenne del Resucitado que impone no resignarse a
la repetición del pasado y de tener el coraje de preguntarse si las propuestas de ayer son todavía válidas evangélica-
mente. Nos os dejéis aprisionar por la ilusión de poder tener una sola respuesta aplicable en todos los casos. Eso qui-
zás calme nuestra ansia de tener que estar siempre pensando y discerniendo, pero dejaría marginadas y convertiría en
áridas las vidas que tienen necesidad de ser regadas por la gracia que custodiamos [cf. Mc 3,1-6; Ez 37,4]», discurso
del 14 de septiembre de 2017.

6
Sin olvidar tampoco lo que dice la Gaudium et spes:

«A la Iglesia le toca hacer presentes y como visibles a Dios Padre y a su Hijo encarnado con
la continua renovación y purificación propias bajo la guía del Espíritu Santo» (GS 21).

Y, siguiendo el modo como Dios ha querido revelarse a los hombres de cada época, la Iglesia,
«consciente de la universalidad de su misión, ha de entrar en comunión con las diversas for-
mas de cultura», sabiendo que gracias a dicha "comunión (con las diversas formas de cultu-
ra)" «se enriquece ella misma y se enriquecen las diferentes culturas» (GS 58).

Planteémonos, por tanto, con seriedad en qué medida nos vemos afectados por esta grave tentación
de echar la vista atrás, de querer volver a Egipto y, por tanto, de pensar que hemos hecho el tonto o
que hemos sido demasiado ingenuos escuchando a esos que, como Moisés al pueblo de Israel,
nos invitaban a salir y a ponernos en camino hacia una supuesta tierra prometida, con todo lo que
eso exige de desinstalación, de riesgo, de sufrimientos, de frustración, de tensiones, etc. Abrámo-
nos, en cambio, decididamente al dinamismo de la Encarnación, y de todo lo que eso significa; y
abrámonos igualmente a la confianza cierta de que el Espíritu Santo asiste continuamente a
la Iglesia y la renueva y la purifica sin cesar para que siga adelante y avance en el camino hacia
la plenitud que el Señor le promete y le garantiza; una plenitud que ya puede gustar en medio de
las dificultades y las tensiones propias de la historia presente, pero que solo se realizará plenamente
al final de los tiempos.

 Excursus: relación Iglesia—mundo; mundo—Iglesia


Permitidme que, antes de concluir la reflexión sobre esta tentación de regresar a Egipto (o del vol-
ver para atrás), haga una referencia a la cuestión de la relación Iglesia—mundo, mundo—Iglesia.
Todos sabemos que el término “mundo”, bíblicamente hablando, es polisémico, y, además,
que algunos de sus significados llegan a ser incluso antitéticos. De hecho, sabemos que una de
las más graves tentaciones a la que estamos sometidos es a la de la mundanización. El propio Papa,
en sus alocuciones y en todo su magisterio, nos advierte continuamente sobre ello; y en la EG le
dedica varios números y muy interesantes (cf. EG 93-97).

Ahora bien, el peligro real de la mundanización no debe, en absoluto, llevarnos a plantear


la relación Iglesia—mundo de manera no consecuente con el misterio de la Encarnación y con
el misterio de la asistencia indefectible del Espíritu Santo a su Iglesia.
La clave nos la proporciona una vez más la fe de la Iglesia, que el concilio Vaticano II se esforzó
por poner de manifiesto10. Según esa clave, la Iglesia ("entidad social visible y comunidad espiri-
tual" [LG 8 y GS 40]) no se puede entender fuera del mundo y ni siquiera en paralelo con él —y
mucho menos contra él11—, sino entrañada en el propio mundo12, con la necesidad de sentir que

10
Aspecto que está muy bien señalado en vuestro Plan de Pastoral: cf. págs. 27-28.
11
Está recogido en vuestro Plan de Pastoral, cuando, en el apartado donde reflexionáis sobre el tema de la acogida,
citáis a Juan XXIII y también la Ecclesiam suam de Pablo VI: cf. pág. 37.
12
Expresiones que encontramos, fundamentalmente, en la Lumen gentium: «La Iglesia o reino de Cristo, presente ac-
tualmente en misterio, por el poder de Dios crece visiblemente en el mundo» (LG 3). «Efectivamente, en este mundo

7
camina y «avanza juntamente con toda la humanidad, experimentando la suerte terrena del mundo»,
y comprendiendo que «su razón de ser es actuar como fermento y como alma de la sociedad, que
debe renovarse en Cristo y transformarse en familia de Dios» (GS 40).

Esto es muy necesario tenerlo en cuenta, porque el dinamismo de salida propio de la Iglesia no es
para sacarla del mundo, sino para entrañarla en él y desde ahí tratar de ser sal y luz (cf. Mt 5,13-16),
levadura que hace fermentar toda la masa (cf. Mt 13,33 y Lc 13,20 y ss.). Eso, evidentemente,
siempre supone el peligro de "contaminarse" con las cosas del mundo. Es un peligro que necesaria-
mente debemos asumir, porque querer ser levadura en medio de la masa sin tocar la masa es del
todo imposible. Con razón el Papa no se cansa de repetir eso de que prefiere una Iglesia accidenta-
da, herida y manchada, que no una Iglesia encerrada13.
Asumir esto es todo un reto espiritual y pastoral, pues nos lleva mantener una tensión nada fácil:
la de tener claro que tenemos que tirarnos a la piscina y mojarnos, pero teniendo siempre cuidado de
no caer en la trampa de tiramos para darnos un bañito y quedarnos ahí tranquilamente en el agua,
disfrutando de ella con toda placidez y comodidad. Nos tiramos al agua, antes que nada, porque
nosotros hemos sido salvados y también porque nuestra salvación definitiva y plena está ligada a
la salvación de todo el género humano14. Por tanto, nos tiramos al agua no porque nos sintamos
ni mejores ni perfectos (una especie de Superman o súper héroe), sino porque hemos comprendido y
abrazado el deseo de Dios que quiere que todos los hombres se salven (1 Tim 2,4), y con toda
la humanidad queremos alcanzar esa meta a la que, por gracia, hemos sido llamados. Se nos han de
conmover las entrañas por tantos hermanos nuestros que se están ahogando, y, una vez conocido
el plan de Dios, no nos debemos de cansar de recordar a todos y cada uno de los que están en
la piscina ——empezando por nosotros mismos—, que han de nadar hasta la orilla, que es donde
está su salvación.

Me encanta, por ello, esto que dice el papa Francisco en EG, porque creo humildemente que debe
ser uno de los elementos definidores del discípulo-misionero:

«En cualquier caso, todos somos llamados a ofrecer a los demás el testimonio explícito del
amor salvífico del Señor, que más allá de nuestras imperfecciones nos ofrece su cercanía,
su Palabra, su fuerza, y le da un sentido a nuestra vida. Tu corazón sabe que no es lo mismo

servimos, cual piedras vivas, para edificarla [cf. 1 P 2,5]. San Juan contempla esta ciudad santa y bajando, en
la renovación del mundo, de junto a Dios, ataviada como esposa engalanada para su esposo [Ap 21,1 s]» (LG 6). «Es-
ta Iglesia, establecida y organizada en este mundo como una sociedad…» (LG 8). «La Iglesia va peregrinando entre
las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios» (LG 8, que cita a san Agustín). «Este pueblo, sin dejar de ser
uno y único, debe extenderse a todo el mundo y en todos los tiempos, para así cumplir el designio de la voluntad de
Dios» (LG 13). «Saben los Pastores que no han sido instituidos por Cristo para asumir por sí solos toda la misión sal-
vífica de la Iglesia en el mundo» (LG 30). «La restauración prometida que esperamos, ya comenzó en Cristo, es im-
pulsada con la misión del Espíritu Santo y por El continúa en la Iglesia, en la cual por la fe somos instruidos también
acerca del sentido de nuestra vida temporal, mientras que con la esperanza de los bienes futuros llevamos a cabo la
obra que el Padre nos encomendó en el mundo y labramos nuestra salvación (cf. Flp 2, 12)» (LG 48).
13
«Prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por el encierro
y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades» (EG 48).
14
El concilio Vaticano II nos ha recordado aquello de: «Quiso Dios salvar y santificar a los hombres no individual y
aisladamente, sin conexión los unos con los otros, sino constituyéndolos en un pueblo que le buscara en verdad y le
sirviera con una vida santa» (LG 9).

8
la vida sin Él; entonces eso que has descubierto, eso que te ayuda a vivir y que te da una espe-
ranza, eso es lo que necesitas comunicar a los otros. Nuestra imperfección no debe ser una ex-
cusa; al contrario, la misión es un estímulo constante para no quedarse en la mediocridad y
para seguir creciendo. El testimonio de fe que todo cristiano está llamado a ofrecer implica
decir como san Pablo: No es que lo tenga ya conseguido o que ya sea perfecto, sino que con-
tinúo mi carrera [...] y me lanzo a lo que está por delante [Flp 3,12-13]», (EG 121).
La Iglesia (cada una de sus comunidades y de sus fieles) se ha de encarnar en el mundo, pero nunca
se podrá acomodar en el mundo, porque nuestra patria y nuestra meta no son de este mundo 15. Aho-
ra bien, la gracia y la salvación que Jesús trae, enviado por el Padre, son para que este mundo se
salve; por eso se han de anunciar en este mundo, han de sembrarse en este mundo, han de propagar-
se y han de fecundar este mundo, aun en medio de muchas debilidades y conscientes de que, en este
mundo, siempre van a crecer juntos el trigo y la cizaña; así lo dispuso el dueño del terreno
(cf. Mt 13,24-30; 37-43). Y el Espíritu, ciertamente, es la prenda y la garantía de los bienes futuros
y definitivos, que, gracias a Cristo, hemos heredado y de los que hemos sido hechos partícipes; pe-
ro el Espíritu ha sido derramado para habitar en este mundo y actuar en él; y nosotros hemos de
saber reconocer su obra haya donde se produzca, aunque sea en lugares sorprendentes, insospecha-
dos e inesperados para nosotros. Hemos de reconocer igualmente que la acción del Espíritu siempre
nos antecede (o primerea) y que es la verdadera garantía de que la obra llegará a feliz término y no
se frustrará.

Por eso solo podremos evangelizar si nos habituamos a mirar el mundo con sano realismo y con
verdadera esperanza16. Porque la creación, afectada como está por el misterio del mal y del pecado
de los hombres, sin embargo, está "preñada" por la presencia y la acción del Espíritu
(cf. Rom 8,18-25); y el mal, por fuerte y vigoroso que se presente, nunca logrará nada contra
el poder de Dios17. De hecho el Papa nos invita a que como «comunidad evangelizadora estemos
atentos a los frutos, cuidando el trigo y sin perder la paz por la cizaña»; y que, «cuando veamos
despuntar la cizaña en medio del trigo, no tengamos reacciones quejosas ni alarmistas», sino que
busquemos «la manera de que la Palabra se encarne en esa situación concreta y allí dé frutos de vida
nueva, aunque en apariencia sean imperfectos o inacabados» (cf. EG 24).
En estos fundamentos descansa asimismo ese otro consejo que nos da el Papa de cara a salir a
la batalla: que no lo hagamos como esos generales que van al combate con la seguridad de que van
a ser derrotados de antemano (cf. EG 96), sino con la convicción que nace de la fe en la Pascua de

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«El nuevo Israel camina en este mundo en busca de su ciudad futura permanente … La Iglesia se inserta en la historia
de los hombres destinada a extenderse por todos los países, y, sin embargo, desborda los límites de tiempo y lugar»
(LG 9).
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«Aunque nos duelan las miserias de nuestra época y estemos lejos de optimismos ingenuos, el mayor realismo
no debe significar menor confianza en el Espíritu ni menor generosidad» (EG 84). «El ideal cristiano siempre invitará
a superar la sospecha, la desconfianza permanente, el temor a ser invadidos, las actitudes defensivas que nos impone
el mundo actual» (EG 88). Este aspecto también está muy presente en vuestro Plan de Pastoral: cf. págs. 21-22.
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«La resurrección de Cristo provoca por todas partes gérmenes de ese mundo nuevo; y aunque se los corte, vuelven a
surgir, porque la resurrección del Señor ya ha penetrado la trama oculta de esta historia, porque Jesús no ha resucitado
en vano. ¡No nos quedemos al margen de esa marcha de la esperanza viva!» (EG 278).

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Cristo, por la cual sabemos que nuestra es la victoria; no por nuestros méritos ni capacidades, sino
porque es la obra de Dios y Él mismo se encargará de llevarla a feliz término (cf. Flp 1,6).
Si de verdad interiorizáramos estos criterios, el dinamismo de salida estaría garantizado;
de lo contrario, los miedos, los fracasos, las contradicciones, las complejidades, el hecho de que
siempre junto con el buen grano crezca la cizaña, etc., nos atenazarán y nos encerrarán una y otra
vez en nuestros cenáculos.

¿Cómo poder perseverar en este dinamismo permanente de salida en el que tiene que vivir
la Iglesia?
Todo esto es muy bonito de predicar y de enseñar, pero supone un reto espiritual muy serio;
el reto de tener claro que, mientras vivimos, estamos de camino y que nunca alcanzaremos, aquí en
la tierra, el estado definitivo que anhelamos; el reto de tener que discernir en cada momento y situa-
ción lo que la Iglesia, fiel al Plan de Dios, ha de hacer, sin encerrarse en esquemas ni clichés que
enseguida se hacen viejos e inservibles, ya que Dios es siempre nuevo y creativo y no deja de reno-
var a su Iglesia, sus métodos y sus instituciones.
Por eso nunca podemos darnos por satisfechos ni personal ni comunitariamente hablando.
De hecho, como signo de salud espiritual, nuestro deseo ha de ser el de seguir caminando,
el de seguir avanzando, el de proponernos nuevas metas y caminar hacia ellas, el de seguir trans-
formándonos siempre.
Creo que a este respecto es muy ilustrativo y puede ayudar mucho lo que dice el papa Francisco a
los matrimonios sobre la necesidad de realizar «un camino de permanente crecimiento» (AL 134).
Y también esto otro: «El vínculo encuentra nuevas modalidades y exige la decisión de volver a
amasarlo una y otra vez. Pero no sólo para conservarlo, sino para desarrollarlo. Es el camino de
construirse día a día. Pero nada de esto es posible si no se invoca al Espíritu Santo, si no se clama
cada día pidiendo su gracia, si no se busca su fuerza sobrenatural, si no se le reclama con deseo que
derrame su fuego sobre nuestro amor para fortalecerlo, orientarlo y transformarlo en cada nueva
situación» (AL 164).
Nosotros, por nosotros mismos y con nuestras solas fuerzas, no podríamos aguantar un dinamismo
tan exigente. De hecho, lo experimentamos frecuentemente: los cambios, si son muchos (y sobre
todo si son muy rápidos), nos marean y, lo que es aún peor, nos acaban cansando y nos llevan al
escepticismo, al resentimiento, a la queja continua. Enfermedades de las que luego es muy difícil
curar a los afectados. De ahí que, racionalmente hablando, haya que tener cierto cuidado y saber
dosificar el esfuerzo, de modo que el ejercicio y la marcha no corrompan al sujeto, sino que le per-
mitan poder perseverar y llegar hasta el fin.
¿Cómo se puede hacer esto? El mismo papa Francisco, en la EG, nos ha dado pistas más que sufi-
cientes. Éstas son las que yo encuentro y que, con toda sencillez y sin ningún ánimo de ser exhaus-
tivo, os propongo:

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 Nunca nos declaremos muertos (EG 3)
Ni a nosotros mismos ni a los demás; ni a las personas ni a las instituciones. Todo lo que Dios
ha creado, todo lo que respira, todo lo que alienta (como dice el salmo 150,6), está llamado a vivir y
a vivir una vida plena, una vida para siempre; porque solo así es como Dios resulta glorificado.
Esa vida que ha sido regalada por Dios y la virtud que guarda dentro de sí cualquiera de los seres
vivientes es imborrable. Por eso, aunque la planta esté muy mortecina, si la volvemos a regar,
si la cuidamos adecuadamente, volverá a estar lozana y frondosa. Los mismos ecologistas nos dan
fe de ello: cualquier ecosistema, por muy deteriorado que esté, si le procuras los cuidados necesa-
rios, si le ayudas mínimamente, comienza rápidamente a recuperarse; y, si le das el tiempo necesa-
rio, puede volver a su esplendor; hay muchos ejemplos de ello. Humana, social y eclesialmente po-
demos decir lo mismo.

Hay que procurar, por tanto, que la vida vuelva a despertarse. Creamos en la obra de Dios,
en la potencialidad de la semilla (de la Palabra) que Él ha sembrado en el campo del mundo
(cf. EG 22), en el don que Él ha puesto en cada persona, en los grupos sociales, en la historia,
en la Iglesia. Confiados en esta verdad no deberíamos cansarnos nunca de volver a intentarlo,
de lanzar de nuevo la red, de seguir sembrando la semilla; porque, como nos dice el Papa,
«Dios siempre puede, con su novedad, renovar nuestra y vida y nuestra comunidad; y, aunque atra-
viese épocas oscuras y debilidades eclesiales, la propuesta cristiana nunca envejece» (EG 11).

Si estamos de verdad convencidos de esto en lo más profundo de nuestro ser, perseveraremos más
fácilmente en el dinamismo de tener que salir una y otra vez, a pesar o más allá de los aparentes
fracasos y frustraciones vividas y sufridas. Como Pedro, también nosotros podremos decir una y
otra vez: «Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no hemos recogido nada; pero, por tu
palabra, echaré las redes» (Lc 5,5).
Permitidme que os lea, a este respecto, uno de los números de EG que más me gusta; un número
que releo a veces antes de irme a dormir, sobre todo esos días en que las cosas se han torcido y te
preguntas: Pero todo esto, ¿de verdad sirve para algo?

Dice así:
«Como no siempre vemos esos brotes, nos hace falta una certeza interior y es la convicción de
que Dios puede actuar en cualquier circunstancia, también en medio de aparentes fracasos,
porque llevamos este tesoro en recipientes de barro [2 Co 4,7]. Esta certeza es lo que se lla-
ma “sentido de misterio”. Es saber con certeza que quien se ofrece y se entrega a Dios por
amor seguramente será fecundo [cf. Jn 15,5]. Tal fecundidad es muchas veces invisible, inafe-
rrable, no puede ser contabilizada. Uno sabe bien que su vida dará frutos, pero sin pretender
saber cómo, ni dónde, ni cuándo. Tiene la seguridad de que no se pierde ninguno de sus traba-
jos realizados con amor, no se pierde ninguna de sus preocupaciones sinceras por los demás,
no se pierde ningún acto de amor a Dios, no se pierde ningún cansancio generoso, no se pier-
de ninguna dolorosa paciencia. Todo eso da vueltas por el mundo como una fuerza de vida. A
veces nos parece que nuestra tarea no ha logrado ningún resultado, pero la misión no es un

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negocio ni un proyecto empresarial, no es tampoco una organización humanitaria, no es un
espectáculo para contar cuánta gente asistió gracias a nuestra propaganda; es algo mucho más
profundo, que escapa a toda medida. Quizás el Señor toma nuestra entrega para derramar
bendiciones en otro lugar del mundo donde nosotros nunca iremos. El Espíritu Santo obra
como quiere, cuando quiere y donde quiere; nosotros nos entregamos pero sin pretender ver
resultados llamativos. Sólo sabemos que nuestra entrega es necesaria. Aprendamos a descan-
sar en la ternura de los brazos del Padre en medio de la entrega creativa y generosa. Sigamos
adelante, démoslo todo, pero dejemos que sea Él quien haga fecundos nuestros esfuerzos co-
mo a Él le parezca», (EG 279).

 Todos tienen derecho a recibir el evangelio y los cristianos tienen el deber de anunciarlo
sin excluir a nadie (EG 14 y 23)
Podemos tener muy claro que debemos salir y anunciar el evangelio, pero las motivaciones que nos
mueven a ello, a lo mejor, no son siempre suficientemente evangélicas, y esto es algo que necesa-
riamente debemos revisar.

De hecho, no es raro escuchar que está claro que tenemos que salir, entre otras razones, por-
que los que vienen a demandar nuestros servicios cada vez son menos, y, si no espabilamos, pronto
el chiringuito se nos quedará vacío. Algo que, además, repercute en nuestra economía y muy seria-
mente.
En otros casos, la principal razón para salir a evangelizar es la de pensar que, como en el mundo hay
tanto mal y tanta perversión, tanta mentira y tanta injusticia, nosotros, que somos poseedores del
bien, de la verdad y de la justicia, tenemos que salir para arreglar las cosas.

Y podríamos seguir enumerando otros muchos planteamientos parecidos, pero ni hay tiempo ni os
quiero cansar más de lo que ya estáis.
Está claro que este tipo de planteamientos resulta insuficiente, y quienes los asumen pronto experi-
mentan el cansancio y la tentación de abandonar, dado que inmediatamente chocan con la cruda
realidad. La que, por un lado, nos muestra que nadie se va apuntar a este club así como así (¿quién
quiere subirse a un barco que se hunde o invertir en una empresa que está en pérdidas?); y mucho
menos porque otro me líe, máxime cuando me huelo que más que interés por mí aquí lo que cuenta
es "la institución", que es el verdadero fin. Y, por otro lado, porque ir de "salvadores" por el mundo
y salir pensando que nosotros lo vamos a arreglar todo, es una aventura de muy corto recorrido; así
no llegamos ni a la puerta.

Por eso el Papa nos propone este criterio: Todos tienen derecho a recibir el evangelio. Es decir,
hemos de cambiar la perspectiva para llegar a comprender el por qué de la obligación de salir y
evangelizar. Ésta nace del derecho que cada ser humano —esté en la situación en que esté: frecuen-
te regular y asiduamente la comunidad, lo haga ocasionalmente y a su manera, tenga o no tenga
una pertenencia cordial con la Iglesia, o sea de esos que, en cualquier lugar del mundo, buscan
secretamente a Dios (cf. EG 14)—, tiene a recibir el evangelio.

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Si es un derecho para ellos, la Iglesia no puede entenderse sino como servidora de esa humanidad
que libremente, sin coacciones ni amenazas, y sin ningún tipo de manipulación, ha recibir
la Palabra; y la ha de recibir como lo que es en verdad, como una propuesta que trata de dar res-
puesta a los anhelos y búsquedas más profundas del corazón (cf. EG 114 y 265), que tiene sed de
Dios y que no descansará hasta que no halle paz en Él, como decía san Agustín al comienzo del
libro de Las Confesiones.
Por eso, el discípulo-misionero no puede salir a anunciar el evangelio como quien va a imponer
su verdad y su comprensión de las cosas, sino como quien, ante la alegría de haber encontrado
(a veces en los lugares y momentos más insospechados e insospechables) un tesoro maravilloso o
una perla de gran valor (cf. Mt 13,44-46), sale muy contento a compartirlo con todos, ofreciendo
«un horizonte bello y un banquete deseable» (EG 14). De ahí que, para asegurar la perseverancia en
el dinamismo de salida, lo importante será mantener siempre viva y ardiente esa llama del que se
ha encontrado con Cristo y lo ha reconocido como Mesías y como Salvador, porque ese siempre
estará dispuesto a darlo a conocer a cuantos vaya encontrando por el camino (cf. Jn 1,35-51).

 La comunidad evangelizadora se dispone a «acoger» (EG 114) y «acompañar» (EG 24)


Ambas son tareas que van de la mano. Ciertamente es muy importante acoger y el Papa en EG de-
nuncia en diferentes momentos las deficiencias que las comunidades cristianas tienen al respecto
(cf. EG 63, 70). Pero no basta con acoger. Quienes son acogidos se incorporan a un Pueblo que está
en camino, que se dirige a una meta, que tiene una misión en la sociedad y en el mundo. Por eso,
una y otra vez, se le plantea a la Iglesia la necesidad de incorporar (=hacer miembros vivos del
Cuerpo) a aquellos hijos que el Señor le hace concebir por la fe y los sacramentos, y de acompañar-
los pacientemente hasta alcanzar la plenitud a la que han sido destinados.

Pues bien, tanto el acoger como el acompañar resultan dos artes muy delicadas, que hemos de estar
aprendiendo continuamente y poniendo por obra. El referente primero y principal evidentemente no
puede ser otro sino Nuestro Señor Jesucristo, pero no hemos de desdeñar lo mucho que al respecto
nos aportan ciencias como la pedagogía y la psicología. Ahora bien, nunca perdamos de vista
lo específicamente cristiano, que debe ser el principal criterio que nos ha de orientar a la hora de
aprovechar lo que estas disciplinas nos pueden aportar.

Acojamos con amabilidad, con cordialidad, con cariño, con simpatía, con empatía, sin prejuzgar
nada ni a nadie, pacientemente, con espíritu de diálogo y aceptación, etc., pero, sobre todo, acoja-
mos como si fuera Cristo mismo quien lo hace y teniendo muy claro que es Él quien está presente y
vivo en el hermano.

Y acompañemos; pero teniendo muy claro que la Iglesia sale no para coger de la mano a la gente y
llevarla a rastras y de cualquier modo a la meta que yo he pensado, siguiendo las etapas que
yo he decidido, en los momentos y en los tiempos que yo he programado; y el que lo pueda seguir,

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bien; y el que no, que se vaya a su casa. Con el agravante de que, si no consigo que lleguen a
la meta, me frustro y me quedo hecho polvo18.
La Iglesia, las comunidades, cada uno de los fieles sale para acompañar, para ser pedagogo,
es decir, para llevar pacientemente de la mano al que está siendo iniciado. Por eso es muy importan-
te aprender a respetar los límites (sin maltratarlos [cf. EG 24]); respetar asimismo los ritmos y los
tiempos de las personas, de los grupos y de los respectivos procesos, sabiendo aguardar como hace
el labrador con la lluvia temprana y tardía (cf. St 5,7).

De hecho, el Papa nos habla de la superioridad que tiene tiempo con respecto al espacio:
«Este principio permite trabajar a largo plazo, sin obsesionarse por resultados inmediatos.
Ayuda a soportar con paciencia situaciones difíciles y adversas, o los cambios de planes que
impone el dinamismo de la realidad. Es una invitación a asumir la tensión entre plenitud y lí-
mite, otorgando prioridad al tiempo. Uno de los pecados que a veces se advierten en
la actividad sociopolítica [y yo añadiría en la eclesial] consiste en privilegiar los espacios de
poder en lugar de los tiempos de los procesos. Darle prioridad al espacio lleva a enloquecerse
para tener todo resuelto en el presente, para intentar tomar posesión de todos los espacios de
poder y autoafirmación. Es cristalizar los procesos y pretender detenerlos. Darle prioridad al
tiempo es ocuparse de iniciar procesos más que de poseer espacios. El tiempo rige
los espacios, los ilumina y los transforma en eslabones de una cadena en constante crecimien-
to, sin caminos de retorno. Se trata de privilegiar las acciones que generan dinamismos nue-
vos en la sociedad e involucran a otras personas y grupos que las desarrollarán, hasta que
fructifiquen en importantes acontecimientos históricos. Nada de ansiedad, pero sí conviccio-
nes claras y tenacidad» (EG 223).
Permitidme algunos subrayados, las cosas que según mi experiencia más nos cuestan:

 Trabajar a largo plazo, sin obsesionarse por resultados inmediatos.


 Soportar con paciencia situaciones difíciles y adversas.
 Soportar los cambios de planes que impone el dinamismo de la realidad.
 Cristalizar los procesos y pretender detenerlos.
 Eslabones de una cadena en constante crecimiento, sin caminos de retorno.
 Acciones que generan dinamismos nuevos e involucran a otras personas y grupos que
las desarrollarán, hasta que fructifiquen.
 Nada de ansiedad, pero sí convicciones claras y tenacidad.

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«¡Cuántas veces soñamos con planes apostólicos expansionistas, meticulosos y bien dibujados, propios de generales
derrotados! Así negamos nuestra historia de Iglesia, que es gloriosa por ser historia de sacrificios, de esperanza,
de lucha cotidiana, de vida deshilachada en el servicio, de constancia en el trabajo que cansa, porque todo trabajo es
sudor de nuestra frente. […] Cultivamos nuestra imaginación sin límites y perdemos contacto con la realidad sufrida
de nuestro pueblo fiel» (EG 96).

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El papa Francisco nos indica algunas cosas muy interesantes sobre cómo debemos acompañar:

 «Con misericordia y paciencia, [respetando] las etapas posibles de crecimiento de


las personas que se van construyendo día a día» (EG 44).
 Dándole a nuestro caminar «el ritmo sanador de projimidad, con una mirada respetuosa y
llena de compasión pero que al mismo tiempo sane, libere y aliente a madurar en la vida
cristiana» (EG 169).

Más aún, nos muestra cómo ha de ser la mística propia del buen acompañante:

 Desde «la cercanía real y cordial» (EG 199). Creando ambiente de hogar y de familia.
 Saber valorar «un pequeño paso, en medio de grandes límites humanos, puede ser más agra-
dable a Dios que la vida exteriormente correcta de quien transcurre sus días sin enfrentar
importantes dificultades. A todos debe llegar el consuelo y el estímulo del amor salvífico de
Dios, que obra misteriosamente en cada persona, más allá de sus defectos y caídas» (EG 44).
Para ello nada mejor que aprender a tener «la mirada cercana para contemplar, conmoverse
y detenerse ante el otro cuantas veces sea necesario» (EG 169).
 Saber «detener el paso, dejar de lado la ansiedad para mirar a los ojos y escuchar,
o renunciar a las urgencias para acompañar al que se quedó al costado del camino» (EG 46).
Es necesario aprender «el arte de esperar», «el arte de escuchar, que es más que oír»
(EG 171).
 Saber acompañar, cuidar y dar aliento a los otros hermanos (EG 99); y también dejarnos
cuidar, acompañar y alentar (EG 172). «Los discípulos-misioneros acompañan a
los discípulos-misioneros» (EG 173).
 Estar dispuestos a aprender del alma y el genio femenino (cf. EG 103), porque las mujeres
tienen un especial don para saber acompañar.
 Saber que «la situación de cada sujeto ante Dios y su vida en gracia es un misterio que nadie
puede conocer plenamente desde afuera» (EG 172).
 Saber acompañar y secundar iniciativas que parten de otros: del Estado y de los organismos
públicos, de las entidades sociales y políticas, de otras confesiones cristianas y de otras reli-
giones (cf. EG 241), con tal de que supongan un posible camino de solución a los graves
problemas que afectan a las personas y a la sociedad, que promuevan la dignidad y contri-
buyan al bien común.

Como os decía al comienzo, estoy seguro de que cualquiera de vosotros lo habría hecho mucho me-
jor. Simplemente confío y espero que el Espíritu Santo, con esto que os he dicho,
os dé un empujoncito más y os siga alentando en el camino que estáis realizando con tanta ilusión y
con tanto esfuerzo.

Que Santa María, la Virgen del Pilar, os ayude a conseguirlo.


Muchas gracias por vuestra escucha y atención.

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