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Algunas relecturas del «Facundo» a fines

del siglo XIX 1

María Rosa Lojo

El Facundo o Civilización y barbarie, de Sarmiento, es, si los hay, un texto matriz de


la cultura argentina, un texto que escribe y la vez moldea, secularmente, la historia de la
nación. Su complejidad semántica, su densidad, su ambivalencia paradojal 2 -
simplificada, no obstante, en la manipulación política hasta el eslogan y el estereotipo-
permite encontrar en sus páginas el planteo de una tesis, y a la vez, su matiz disidente
o su contrario. Por ello, quizá, las más diversas orientaciones de pensamiento recurren
a él para re-significar sus formulaciones, para justificar, desde la afirmación o la
negación, su propia programática.

Desde su publicación en 1845 hasta los albores del siglo XX, el Facundo es
sometido a lecturas varias. Hay libros que entran implícitamente en diálogo con él para
plantear un debate: Una excursión a los indios ranqueles (1870), Pablo, o la vida en las
Pampas (1869), de Lucio y Eduarda Mansilla, respectivamente, y, por supuesto, el Martín
Fierro. Otras obras, en las dos últimas décadas del siglo, se apoyan en él de manera
explícita para intentar -a favor o en contra- una comprensión de lo argentino, desde un
amplio espectro ideológico: el positivismo (Ramos Mejía, Ingenieros), el pre-
nacionalismo (Joaquín V. González), el pre-revisionismo histórico (particularmente con
David Peña). Si puede decirse que en la obra de Sarmiento hay un héroe, un programa
político, y un paisaje, me referiré aquí, en particular, al eje que pasa por la imagen heroica
y que deriva hacia su problemático entrecruzamiento con la posterior recuperación del
gaucho y de la «barbarie» como iconos fundadores de una identidad nacional.
Sarmiento en diálogo con Facundo y con su Facundo

El primero en releer significativamente el Facundo es Sarmiento mismo. La revisión


crítica se dirige tanto al héroe, como al libro propio. En un artículo publicado en el diario El
Debate (4-11-1885) en oportunidad del Día de los Muertos, esboza un amplio gesto de
conciliación con la figura histórica del caudillo. Facundo (y en esto Sarmiento sigue una
línea de mitificación positiva iniciada en su libro3) resulta elevado a la categoría de héroe
originario, fundador de la nacionalidad. Es, a la Argentina, lo que los héroes primitivos,
como Ayax y Aquiles, a la Grecia clásica. Ya se ha transfigurado en perenne «forma
escultural», y eso, sobre todo, gracias al «arte literario» del mismo Sarmiento, que lo ha
condenado «a sobrevivirse a sí mismo y a los suyos». En lo que respecta a lo personal,
no quedan rencores ni furias: más bien, aceptación, identificación, reconocimiento del
otro en lo más íntimo: «mi sangre corre ahora confundida en sus hijos con la
de Facundo -dice Sarmiento, aludiendo a parentescos contraídos- y no se han repelido
sus corpúsculos rojos, porque eran afines».

Otra consideración -más concreta, menos lírica, menos estimativa- es la que aparece
en Conflicto y armonías de las razas en América, donde Sarmiento insiste sobre todo, en
la programática política -versión corregida y mejorada de lo expuesto en Facundo,
afirma4- y las perspectivas de desarrollo. No hay allí capítulo que se le dedique a Quiroga,
aunque su figura cruza, en ramalazos, el relato histórico-ensayístico. En aquel que se
consagra a los caudillos (Vol. II, póstumo), se dibuja un rápido retrato que confirma
rasgos ya señalados en la biografía. Facundo es aquí el bárbaro que se jacta de su
barbarie ante la tímida esposa de Dalmacio Vélez Sarsfield. También es
el «converso» que, en Buenos Aires y en contacto con los «doctores», se arrepiente, con
desaforada violencia, de haber hecho la guerra a Rivadavia5. Pero se lo contempla, sobre
todo, en su faz de turbulento hijo de la naturaleza («bárbaro, no más, que no sabe
contener sus pasiones», se ha dicho en el Facundo), y se le niega a él, y a los otros
caudillos, la condición plenamente humana y racional. Sería inútil -sostiene el autor-
buscar en estas figuras un móvil objetivo, un ideario. Artigas, Ramírez o Quiroga son
fuerzas ciegas6, «locomotoras escapadas de los rieles», no tienen pensamiento. Se
mueven por intuiciones y por instintos. Se dejan llevar por la incitación a la pelea y la
desobediencia. Se valen de las masas animales y humanas, tanto da, que se les ofrecen
como cosas y se entregan a su arbitrio en el momento adecuado: «Hay poblaciones
semi-bárbaras sin voluntad propia; hay caballos y gauchos en campos abiertos; un
momento de obrar llega...» (150). En el caso de Quiroga, la guerra contra Rivadavia
parece reducirse a las vanidades de una pelea entre guapos:

«-Soy un gaucho bruto -decía-; soy un bárbaro, que no he


tenido más guía que mi capricho. Habría aceptado de mil
amores el nombramiento y hubiese ido a pelear al Brasil. ¡Qué
más me quería yo! Yo no soy federal, ni soy nada. Me gustaba
pelear y por pelear hice la guerra al gobierno. ¿Qué entendía
yo de federación? López, Ibarra, Bustos, me escribían; pero
yo lo que quería era pelear y vencer a Madrid que se tenía por
guapo. ¡Soy un bruto!».

(150)

Por otra parte, y más allá del personaje -cuya gravitación se


hipertrofia aquí hasta el punto de ignorar otros factores colectivos económicos y políticos
independientes del mero «capricho» individual-, Sarmiento volvió siempre a pensar en la
factura del Facundo como libro, a meditar sobre el balance y ajuste entre la «verdad
histórica», las necesidades políticas y el elemento estético. Defiende primero las
incorrecciones de su obra, en la dedicatoria a Valentín Alsina, que figura en la edición de
1851: si bien reconoce la justicia de las observaciones que Alsina le ha hecho, reivindica
al libro de combate como tal, y recalca, tanto su popularidad, que ha llegado hasta los
mismos gauchos, como «la lozana i voluntariosa audacia de la mal disciplinada
concepción»7 que prefiere dejar en su estado prístino. Treinta años más tarde, en el
comentario que le inspira la traducción al italiano del Facundo, sigue privilegiando, por
sobre la exactitud histórica, la vitalidad de la «verdad simbólica» que ha convertido al
libro en «un mito como su héroe»8 y a la Pampa en territorio poético9. No le falta razón.
Si el Sarmiento historiador y sociólogo cosecha críticos, Facundo como mito literario
conocerá una larga fortuna que ha durado hasta hoy.

Facundo Quiroga, el Facundo y la tradición nacional

En 1888, un riojano: Joaquín V. González, publica un libro decisivo 10 que busca esa
tradición propia en el paisaje, la literatura, los mitos, la religión, y finalmente, la historia
patria. Un capítulo del Libro IV se dedica a Facundo Quiroga. González recoge las
equiparaciones que ya están planteadas en los textos sarmientinos. Por un lado, la
vinculación del caudillo con el mundo antiguo: César, y más atrás aún, con el griego
Ayax, y los héroes de las primitivas epopeyas; a éstos llega a agregar, por su cuenta, la
comparación con un jefe supremo del Incario. Por otro lado, asociada con estas figuras
colosales, titánicas, surge la imagen del «hijo de la tierra» en toda su poderosa
animalidad; el Facundo de González responde así a los estereotipos del «bárbaro»,
diseminados en la literatura romántica11, que acentúan sus rasgos tremendos y brutales;
pero grandiosos, y su desmesurada, libérrima voluntad:

«Es el tipo perfecto de la naturaleza, con sus


desbordamientos, sus secretos fuegos, sus horizontes
reverberantes y sus misterios sombríos. Sus ideas brotan
precedidas por el rugido de las fieras, como el rayo es
anunciado por el estampido del trueno; y como éste, o
deslumbra o mata, o ensordece y abruma».
(258-59)

«Hay en él la fuerza salvaje de los héroes de las epopeyas


primitivas, impulsado por el instinto o por ideas caóticas
semejantes a las vislumbres intermitentes de un mundo en
formación».

(259)

Se suceden las identificaciones metafóricas de Facundo tanto con las


fieras, con lo animal salvaje (el «bramido siniestro» del Tigre que le ha dado su nombre
al caudillo, la furia del toro, la melena de león, los ojos del buitre, la «fiera cebada en la
matanza», la «bestia enfurecida»), como con los elementos naturales: el incendio que
devora y seca, los vientos y los ruidos nocturnos. Gracias a esa relación privilegiada el
héroe posee también un conocimiento sobrehumano, profundo, del «libro de la tierra»,
que le permite dominar tanto a la llanura como a los hombres (p. 268).

Esa Naturaleza que Facundo representa y de la que él emerge (como «traducción


humana de los perfiles que retratan la tierra donde nació», p. 258) no es alegre,
luminosa, liviana, sino sombría, tremebunda. Facundo ha heredado de ella «todo lo árido,
lo abrasador, lo desolado, y ha desterrado de sí toda nota apacible, todo color resaltante,
toda influencia moderadora...» (262). A este perfil oscuro corresponden (y esto González
lo agrega de su cosecha) los héroes de la tragedia (prefiere la identificación con Macbeth)
o de las óperas de Wagner, que compendian toda la hybris, la violencia tenebrosa de la
pasión humana, pero bajo especie nacional, y reafirma en ese sentido el carácter
de representante antropológico de lo argentino que le ha adjudicado Sarmiento:

«Facundo es el gran personaje de la tragedia argentina,


destinado en su vida a una obra inmortal, porque lleva en su
alma a aquella terrible grandeza que confunde la mente y
aturde los sentidos. El crimen es su estado natural, la
ambición concentrada su móvil permanente, y una chispa de
fuego incendiario, el anuncio de sus tempestades interiores».

(261-262)

También mantiene González la ambivalencia del héroe marcada por Sarmiento, lo


más alto y lo más bajo, lo más luminoso y lo más oscuro caben por igual en el alma de
Facundo, incapaz de términos medios. Recoge, asimismo, la leyenda del amor lujurioso
por Severa Villafañe (a la que habría amado, sin «un rayo de luz», como un tirano y un
bruto, «bestia feroz» que codicia la «carne inmaculada y tersa de la virgen», p. 266).

González no deja, por su parte, de notar un hecho que lo sorprende. En el recinto de


las ciudades se recuerda a Facundo como vándalo invasor; para el ciudadano, Quiroga
es el nuevo Alarico, el Atila que se presenta ante las puertas de Roma y contrasta
violentamente con el apolíneo General Paz, hijo de Córdoba, la «ciudad clásica». Pero
en cambio es el único caudillo que ha logrado imponerse en el corazón de la campaña,
que lo admira y que compadece una muerte indigna de su grandeza. Este pueblo rural
no canta al asesino, sino que cubre «sus crueldades con una atmósfera de armonías que
aparta la maldición de su cabeza» (269), lo exalta como «genio de la tierra», «genio
sobrenatural», fantástico, misterioso, irresistible. ¿Qué visión prevalecerá: ¿ésta, o el frío
juicio de la «verdad histórica» -esto es, la historia letrada, escrita en las ciudades, juicio
que para el autor resultaría inexorablemente negativo-? González elige un texto
mediador: el Facundo sarmientino. Sarmiento aparece como el poeta de la raza, capaz
de sacrificar la «verdad histórica» para salvar el encanto estético. Es el precursor del
Dante criollo, y «de todos los grandes poetas que crearán en el futuro la epopeya
nacional» (286).
David Peña: Facundo, o la barbarie de la
«civilización»
El libro de Peña12 es el primero en dedicarse íntegramente al caudillo riojano luego del
texto sarmientino a partir de un contrapunto escrupuloso y directo con la voz de Sarmiento. Su
estrategia apunta a dos objetivos fundamentales:

1. Reparación de la imagen personal de Facundo como héroe, despojándola de los


estigmas negativos de crueldad, irracionalidad y barbarie;
2. Reivindicación de Facundo como representante lúcido de la causa de la Federación, y
de la legitimidad de esa causa en tanto defiende los justos reclamos y derechos de las
provincias.

-1-
La reparación de la imagen heroica supone dos movimientos. Uno de ellos es defensivo,
apologético: el señalamiento de las virtudes que detentó el general de la República Juan
Facundo Quiroga y la desestimación, como calumnias, de las tachas que la «leyenda
aterradora», le ha endilgado. A lo largo del texto se van enumerando cualidades:
caballerosidad, lealtad, generosidad, valentía (116, 139-140, 145-146), franqueza, talento
natural, aptitud para penetrar en las almas humanas. Algunas de ellas han sido reconocidas por
Sarmiento (generosidad, valor, perspicacia). Pero otras se oponen a su texto: Facundo, en
contra de los rumores que Sarmiento recoge, es descripto por Peña como un buen hijo, sensible
a la opinión y a los sentimientos de sus padres, y como un buen esposo y padre de familia,
exento -aquí se afirma en Vicente Fidel López- de los actos de «torpe lujuria» que han
manchado a otros héroes americanos, como Bolívar. También desestima Peña la presentación
de Quiroga como un gaucho y un montonero. Hijo de un hombre de fortuna, Facundo se enrola,
no en la montonera, sino en el ejército de la Independencia, y lo hace por vergüenza de
presentarse a su padre luego de haber cedido a su único vicio (el juego) y de haber perdido una
tropa de aguardiente que llevaba para vender. Aunque posee en grado superlativo todas las
habilidades ecuestres y las destrezas guerreras de los gauchos, no es un gaucho más: lleva su
propio rancho, y come aparte, con cubierto de plata. Se asocia con ricos propietarios, como
Braulio Costa, y desposa a una señorita de la mejor sociedad riojana. Sin ser un «doctor» tiene
instrucción y clarividencia, es capaz de escribir cartas inteligentes y proclamas de asentados
fundamentos, que Peña adjunta como fuente documental.
Por otra parte, la reivindicación de Facundo recurre al ataque, materializado en
argumentos ad hominem, dirigidos hacia el propio Sarmiento, su adversario de la pluma, y
hacia sus contrincantes en el campo de batalla, como el general Paz, y sobre todo, Gregorio
Aráoz de La Madrid. Como en un psicoanálisis avant la lettre, Peña afirma la posibilidad de
«descifrar» el Facundo a partir de la vida y la personalidad de su autor. Se remonta así al
Sarmiento que precede a su gloria de prócer. Vuelve en su contra las mismas calificaciones y
argumentos que el sanjuanino ha esgrimido contra Facundo. Recuerda al joven borrascoso,
peleador, arrebatado; al hijo calavera, y también -con una intencionada preterición- al hombre
de gobierno que ha cometido actos de barbarie13. Por fin, su elogio permanente del valor
estético del Facundo («infinita belleza literaria») tiene como contrapartida la acusación,
también permanente, de falta de veracidad histórica. Es un libro -recuerda- nacido como arma
de combate contra Rosas, donde una «excepcional fantasía literaria» convierte la historia local
en una «novela monstruosa»14 (23).
En cuanto a sus rivales militares, Paz, el guerrero matemático, el jefe-libro, puro cálculo,
soldado de la Europa (110), sólo legitima su acción en tanto lucha contra la tiranía de Rosas.
Cuando busca dominar Córdoba, luego del asesinato de Dorrego, ni él ni Lavalle -recuerda
Peña- representan causa popular alguna. Tampoco Paz y los suyos son inocentes de crímenes
y ensañamientos, como la muerte de los veintitrés oficiales y más de cien soldados prisioneros
que Deheza manda fusilar después de La Tablada, acto que representa para Peña, como
ejemplo emblemático, «la barbarie de la civilización»15. Pero, frente a Facundo, el arquetipo
de la crueldad bárbara, lo encarna La Madrid. Peña no se cansa de enumerar la desmesura y
las atrocidades que ha perpetrado en su condición de jefe unitario (91, 112, 131-33, 134, 141),
entre ellos -y esto añade vileza y venalidad a los hechos- la tortura y la vejación al tío y a la
madre de Quiroga para hacerlos confesar el sitio de tesoros escondidos.

-2-
Por otra parte, Peña reivindica la representatividad legítima y racional que ha ejercido
Facundo con respecto a los intereses provinciales. Nunca lo guía una «fuerza ciega» (117) sino
intereses concretos: reacciona ante el ataque perpetrado por Rivadavia a las economías locales,
como la conversión de las minas provinciales riojanas en minas nacionales que sólo podrían
ser explotadas por el gobierno central, asociado con los ingleses, y la acuñación de moneda
también a cargo exclusivo del Banco Nacional; no acepta el avasallamiento que implica
imponer, desde Buenos Aires, una Constitución con la que las provincias no acuerdan. Si
Quiroga triunfa contra Rivadavia tal vez se deba a que es él, y no el estadista porteño -dice
Peña- el genuino «exponente de la civilización de aquella hora» (96). Peña impugna, tanto la
deliberada alteración de los hechos por parte de una historiografía parcial, unitaria (que
también justifica crueldades siempre que vengan del bando «civilizado»), como su uso abusivo
del término «bárbaro», que extiende esta calificación de época dada primariamente a los
aborígenes, a «los partidarios del federalismo, a Rosas, caudillos y demás gente del
interior» (22, al pie).
Se aplica también a esclarecer la relación con Rosas y niega que Facundo se haya rebajado
a ser su satélite (esta rebeldía sería, justamente, una de las causales de su presunto asesinato
por parte del caudillo bonaerense), y que exista entre ambos una continuidad política. Quiroga
aparece como el gran promotor -a pesar de Rosas- de una Constitución nacional que respete
las voluntades de los pueblos16. No es «el mito aterrador que el nombre de Facundo
evoca» sino el «general Juan Facundo Quiroga, nervio, centro, fuerza, pensamiento y acción
representativos de esas entidades humildes, candorosas y lozanas que se llaman las provincias,
en la hora crepuscular de su incorporación a este núcleo incontrastable que formara la patria».
Facundo representa el ideal que, «unido al del vasto laboreo da origen -dice Peña- a la
organización de que hoy gozamos» (205).
Sin embargo, el minucioso libro de Peña no borra de la imagen facúndica los elementos
míticos y la sobrecarga histórico-literaria, presentes en Sarmiento y reelaborados por
González. Reaparece la comparación con el «héroe primitivo» (Ayax) y también con César
(aunque Facundo no es para él, como para Sarmiento, un prócer malogrado sino un César «más
puro»), con todos los grandes capitanes de la antigüedad, que han amado a sus caballos como
Facundo a su moro. También lo compara a Macbeth, en su insaciable ambición. Pero sobre
todas las otras, vuelve la imagen del «hijo de la naturaleza», aunque no asociada
preferentemente a lo sombrío sino a lo idílico pastoril, y también a lo sagrado y lo sublime:
«Como viajeros metódicos recorramos por partes el trecho de
esta existencia, que si la tradición de las ciudades se esfuerza en
presentar más pavorosa que los personajes de la tragedia
shakespeariana [es clara la alusión a González, citado luego al
pie], adelántase a recibirla la musa de los campos, pura como sus
flores y sus aires, musa tierna y bella, elemento de enseñanza con
su sencilla trova».

(34)

La «naturaleza» que engendra a Facundo, aparece a menudo como libertad y luz:


«[...] genuino reflejo de la tierra inconmensurable, del espacio
infinito, del claro cielo, de la montaña ruda, del río como mar, del
viento errante y libre, de la naturaleza, en fin, cálida o suave,
armoniosa o abierta en su grandeza a la mirada y bendición de
Dios»17.

(87)

Pero también puede ser terrible y Facundo es el único dotado para medirse con ella. Frente
a Paz, el matemático, Facundo aparece como:
«el denuedo originario de la tierra, genial expresión de lo que
fuimos en la hora del heroísmo primitivo, más fuerte que el acero,
más rápido que el rayo, más arrebatador que el turbión que alza y
encrespa las olas de los mares»; «¡Facundo es grande como la
cólera humana, en pugna con la del mismo infinito!».
(110-111)

«[...] venga la fatalidad a batirse con su lanza, que allí está él,
sombra de la desesperación, centauro centelleante, colérico como
un dios; él -¡el hombre!- a disputar con el sol, con los vientos, con
las noches, con las lluvias, con el frío y con el fuego».

(137.- Cfr. también 169-170)

Si alguna fiera puede asimilárselo, es sólo al león, rey de las criaturas, prototipo de valentía
y nobleza (109, 193). Peña mantiene, por lo demás -aunque la incline a la afirmación positiva-
la ambivalencia que caracteriza al personaje en el texto sarmientino: Facundo es hidalgote y
feroz, primitivo y culto, implacable y magnánimo, cruel y generoso (114).
En suma: aun en el libro de Peña, donde se reivindica en parte un programa político (el de
la Federación interior, no el de Rosas) y un caudillo, este caudillo sigue conservando elementos
míticos de «barbarie», que provienen sobre todo, de la irradiación numinosa, aterradora y
fascinante, atribuida a la naturaleza primordial. A pesar de los rasgos racionales que se le
reconocen al héroe (entendido aquí no sólo como guerrero, sino como ciudadano, patriota y
político), en cierto registro Quiroga (sobre quien se proyectan también, seguramente,
los «fantasmas del deseo» comunitario) sigue formando parte de la saga poética del «bárbaro»:
un ser nunca del todo humano, que no acaba de salir de un fondo inmemorial, atávico, que, si
bien supera al hombre «civilizado» en su fuerza titánica y en su conexión con el misterio
cósmico, está por debajo de él en su capacidad de abstracción, autorregulación y sujeción a la
ley.

Conclusiones
Estamos en el albor de un nuevo siglo. Luego del Martín Fierro, del Juan Moreira,
del Santos Vega, un flujo continuo de literatura de cordel sucede y emula a estos héroes
perseguidos, circula en las casas más humildes. Prestará el servicio de llenar huecos
identitarios en la inmigración que se acriolla. Se fundirá en la gran operación mistificadora del
Centenario, cuando el gaucho vencido y mantenido a una conveniente distancia épica, sea
exaltado como paladín de la nacionalidad18. Aunque las plataformas políticas de los libros sean
muy diferentes, los protagonistas de Sarmiento y José Hernández, unidos por ese hilo
conductor del «gaucho» como representante antropológico de lo argentino por excelencia19,
terminan soldados en el mismo molde, que los acepta como héroes fundadores, no como
prójimos. El mito literario triunfa: Facundo y Fierro no se despegan ya del «círculo mágico» de
una «barbarie» ahora neutralizada y sacralizada, convertida en tradición y raíz, en piedra
liminar. Se exalta en ellos al héroe primitivo y numen de la tierra, «genio de lo autóctono».
Pero mientras tanto, otros nuevos bárbaros ocupan el escenario histórico -un proletariado
creciente, en su mayor parte de origen Inmigratorio- cuyos derechos, conculcados o ignorados,
el poder sigue resistiéndose a tomar en cuenta20.

Bibliografía Consultada

De los autores analizados

 GONZÁLEZ, Joaquín V., La tradición nacional, Buenos Aires, Hachette, 1957.


 PEÑA, David, Juan Facundo Quiroga, Buenos Aires, Hyspamérica, 1986.
 SARMIENTO, D. F. Facundo. Prólogo y notas de Alberto Palcos, Tomo I, Buenos
Aires, ECA, 1962.
 ——, Conflicto y armonías de las razas en América, vol. II, Obras Completas,
XXXVIII, Buenos Aires, Luz del Día, 1953.

Bibliografía secundaria

 ALFIERI, Teresa, Una brecha en el umbral. Ciencia y literatura en Groussac y Ramos


Mejía, Buenos Aires, Losada, 1987.
 ELIADE, Mircea, El mito del buen salvaje, Buenos Aires, Almagesto, 1991.
 FERNÁNDEZ RETAMAR, Roberto, Algunos usos de civilización y barbarie, Buenos
Aires, 1993 (2.ª ed.)
 INGENIEROS, José, Sociología Argentina, Obras Completas, Tomo VI, Buenos
Aires, Mar Océano, 1961.
 LOJO, María Rosa, «Facundo: la 'barbarie' como poesía de lo original/originario»,
en La 'barbarie' en la narrativa argentina (siglo XIX), Buenos Aires, Corregidor,
1994, pp. 45-78.
 LUNA, Félix y otros, Facundo Quiroga, Colección Grandes Protagonistas de la
Historia Argentina, Buenos Aires, Planeta, 1999.
 LUGONES, Leopoldo, El Payador, Buenos Aires, Huemul, 1972 (4.ª ed.).
 MICHEL, Pierre, Un mythe romantique: les Barbares (1789-1848), Lyon, Presses
Universitaires de Lyon, 1981.
 PELLICER, Jaime, El Facundo: significante y significado, Buenos Aires, Trilce, 1990.
 PÍO DEL CORRO, Gaspar, Facundo y Fierro: la proscripción de los héroes, Buenos
Aires, Castañeda, 1977.
 PRIETO, Adolfo, El discurso criollista en la formación de la Argentina moderna,
Buenos Aires, Sudamericana, 1988.
 RAMOS MEJÍA, José María, Las multitudes argentinas. Estudio de psicología
colectiva, Buenos Aires, Editorial de Belgrano, 1977.
 RODRÍGUEZ PÉRSICO, Adriana, «Sarmiento y la biografía de la
barbarie», Cuadernos Hispanoamericanos, Los Complementarios, 3, Abril 1989.

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