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JULIO-CLAUDIA
JULIO CÉSAR
Y es que Julio César fue único. Por eso le quedaba corto el título de
rex (rey): los primeros monarcas romanos (y aún los griegos y
macedonios, con excepción de Alejandro Magno) languidecen a su
lado. Rómulo ni siquiera fue dueño de Italia, por ejemplo. Cada ciudad
o pequeño país tenía su reyezuelo. Pero sólo hubo un césar cuando
apareció él, el César.
¿Cómo pudo llegar tan lejos? No sólo hay que buscar las causas en
sus aptitudes como militar, ni en su carisma político. Tampoco hay que
achacarle solamente al declive de la República o al debilitamiento del
Senado (que aún contaba con formidables integrantes, como Marco
Tulio Cicerón) el surgimiento tan colosal de su figura. Ni siquiera al
grueso apoyo popular con el que contaba (pues Julio César era, o al
menos aparentaba ser, abanderado de los derechos de la plebe
sometida por la rancia aristocracia de patricios romanos), pues
personajes como Lucio Sila, protectores del status quo republicano,
tradicional y jerárquico, ya habían mostrado cómo se podía sofocar la
plebe por medio de las armas. Es más, muchas veces los propios
senadores (pertenecientes a la clase acomodada y terrateniente)
habían asesinado a defensores de los derechos de los oprimidos
(como los hermanos Graco, tribunos del pueblo que intentaron sin
éxito reformas agrarias y sociales de largo alcance). No. Hay que
entender el temperamento y la conducta de Julio César para
explicarse de manera más completa su meteórico ascenso, su
sacrificio y su influencia.
AUGUSTO
Es una lástima que se hayan perdido los dos libros de Claudio (su
sobrino-nieto y también emperador) referentes a la historia de Augusto
en la Guerra Civil (enfrentado con Marco Antonio, el esbirro de Julio
César, también sediento de poder) y en la consolidación del Imperio.
Suetonio, que sí alcanzó a consultarlos, refiere que el emperador
Augusto buscó en su madurez, afanosamente, ocultar todos los vicios
y actos indecorosos de su juventud, cuando aún se llamaba
simplemente Octavio: una ambición desmedida, una conducta
oportunista y sinuosa, una libido incontrolada y, sobretodo, una infinita
doblez. Así fue como, aún adolescente, usó a su mentor en el Senado
(el anciano Cicerón, ya abanderado de una realpolitik al constatar la
decadencia de la República y el inminente cambio institucional que
experimentaría Roma) para escalar rápidamente en la vida pública, y
le pagó vendiéndolo a la ira de Marco Antonio (que se vengó de las
Filípicas ciceronianas haciendo degollar al ex cónsul), sólo para hacer
parte del Triunvirato.
Y fue justamente el Triunvirato (una alianza non sancta entre los tres
hombres más fuertes del Imperio, él, Marco Antonio y Lépido;
imitación del formado por Julio César, Pompeyo y Craso años antes) lo
que le permitió desplegar todo su oportunismo. A Lépido lo fue
debilitando lentamente, sustrayéndole todo el poder militar y
relegándolo al cargo de Pontifex Maximus (aunque eso sí, tuvo
siempre la prudencia de mantenerlo ahí, sin eliminarlo, para proseguir
con la mascarada de hombre democrático). A Marco Antonio le fue
retirando paulatinamente su afecto, lo traicionó y lo denigró
públicamente, aprovechando el amorío del general con Cleopatra: así
fue como su rival quedó ridiculizado ante el pueblo, como una
marioneta de la tirana egipcia, del que además inventó que había
abandonado las costumbres y la religión romanas. Al final, y gracias a
la pericia militar de Agripa, el futuro Augusto (aún un codicioso e
inmoral Octavio), que se mareaba cuando iba en barco, venció en la
batalla naval de Actium. Marco Antonio se suicidó, y Cleopatra, que
esperaba seducirlo (ignorando que él amaba más el poder que la
belleza, y que le tenía cierto odio a ella por haberse aliado a su
archirrival), vio a Egipto anexionado a Roma y optó también por la
muerte.
TIBERIO
CALÍGULA
Además hay que tener en cuenta que este atormentado engendro tuvo
que presenciar el envenenamiento de su padre mientras servía de
gobernador en Siria, el destierro de su madre y sus hermanos, y la
sordidez del reinado de Tiberio. Es más, tuvo que hacer acopio de una
enorme capacidad de disimulo para no enojarse en presencia de éste,
que al parecer lo sometía a distintas vejaciones, y que era el
responsable directo de la caída en desgracia de sus hermanos.
El resultado: un césar que en varias ocasiones confundió realidad con
fantasía, inestable e impredecible, que durante su corto reinado puso
todo de cabeza. Dión Casio, Juvenal, Tácito y Suetonio recogieron
algunas de sus calaveradas: sus salidas nocturnas (en busca de
prostitutas o de víctimas a las cuales atracar), su gusto por travestirse,
sus numerosas payasadas, incluso su firme propósito de nombrar
cónsul a su caballo. También narran sus amores incestuosos con sus
hermanas, en especial con Drusila (su favorita). Y sus baladronadas
tan indecorosas como inmorales, como violar a las esposas de sus
invitados o hacer prostituir a las hijas de los senadores
(acondicionando el palacio imperial como burdel).
CLAUDIO
Pero el joven Claudio, que era tartamudo y tenía una voz débil, sabía
observar, escuchar y escribir. Y como tuvo la oportunidad de conocer
directamente a los protagonistas de esa tragedia griega que fue la
dinastía Julio-Claudia, redactó dos libros interesantes sobre el reinado
de Augusto: en uno abordaba los días finales de la República y la
guerra civil entre su abuelo adoptivo y Marco Antonio, en el otro
narraba las acciones de Augusto como emperador (de manera menos
idealizada y menos propagandística que las Res Gestae redactadas
por el propio Augusto). Dichos libros fueron revisados por Plinio y
Suetonio, pero se perdieron alrededor del siglo IV d.C. y aún no se han
encontrado.
REFERENCIAS