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«Devoto monje no quiero ser, ni que me tengan por tal, como no quiero ser
un piadoso bandido, un leal salteador de caminos, un honesto burdelero, un casto adúltero o un
santo demonio».
Nadie se apresure a interpretar estas palabras como de un fedífrago libertino; son simplemente
la consecuencia lógica y natural de un cambio de doctrina y de mente, según veremos.
En 1506, Fr. Martín estaba firmemente persuadido de que la forma mejor y más perfecta de
complacer a Dios, de entregarse totalmente a Cristo y de aspirar a la perfección evangélica, eran
los votos religiosos. Y los pronunció con íntima devoción, con plena conciencia y libertad de
espíritu, como solían hacerlo los buenos monjes y frailes de entonces, que no eran escasos a pesar
de las deficiencias de muchos.
Ya tenemos a Martín Lutero hecho fraile profeso. Yo diría, sin intención ninguna despectiva,
que la frailería (die Möncherei en lenguaje luterano) se le convirtió en carne y sangre de su
cuerpo y en forma de su espíritu, influyó en toda su educación, en sus modales, en su lenguaje, en
su carácter, en su conversación social, en su religiosidad y espiritualidad cristiana, que tienen
mucho de fraile observante aun en los momentos de mayor violencia antimonástica. Algo de
«frailuno», en todos los sentidos de la palabra, se revela siempre en la personalidad de Lutero.
Lutero, tanto como alemán, fue siempre fraile aun después de su matrimonio.
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