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los superiores le quitaron de las manos la Sagrada Escritura, eso quiere decir que no estudiaba

teología. En cambio, se comprende perfectamente que dejase a un lado la Biblia si su principal


tarea era la de enseñar filosofía aristotélica.
¿Qué tratado de Aristóteles enseñó? Sin duda, la Física y, probablemente antes, la Lógica.
Pero, siendo para él un año de profundo recogimiento, porque a lo largo de él había de recibir
todas las órdenes sagradas, es natural que leyese previamente algunos libros teológicos.
Fundadamente podemos imaginar que, sin detrimento de su oficio de novel maestro, aquel joven
fraile lleno de fervor y de entusiasmo por el ideal monástico perseguía afanosamente la
perfección religiosa en el exacto cumplimiento de sus votos y de sus reglas.
Un adversario de Lutero, el teólogo polemista Jerónimo Dungersheym, profesor de Leipzig,
testificará haber oído al regente de estudios, Fr. Juan Nathin, que la conversión de Martín a la
vida religiosa tenía algo de maravilloso, como la de San Pablo. No diría esto si Fr. Martín no se
hubiese comportado en el convento como ferviente religioso.
Y otro ardoroso antagonista, Juan Cocleo, escribirá de él: «Durante cuatro años militó
esforzadamente al servicio de Dios en los estudios y ejercicios espirituales».
Fray Martín aspiraba a la santidad; a una santidad mal comprendida, porque la fundaba —si
hemos de creer a posteriores declaraciones— más en los ejercicios ascéticos que en el amor y en
la entrega de la voluntad a Dios. Una santidad de tipo estoico y pelagiano imaginable en
cualquier otro antes que en un hijo de San Agustín. Pero él repite mil veces —verdad es que ten-
denciosa y apasionadamente— que ésa era su religiosidad monacal. «Yo quería alcanzar la
justicia o santidad por mis propias obras», no por la fe y la gracia divina.
Ciertamente no era eso lo que sus maestros agustinos le enseñaban, por más que él traiga
siempre en la boca esa acusación de pelagianismo contra todos los frailes y contra todos los
doctores de la Iglesia católica.
De todos modos, convengamos en que aspiraba a la santidad, tal como entonces la entendía:
observando los numerosos preceptos de las constituciones y de las costumbres monásticas, y,
desde luego, cumpliendo los mandamientos de Dios y de la Iglesia, aunque sin amor y
generosidad, o, como él dice, sin confianza en Cristo.
No le faltarían sus escrúpulos, sus ansiedades, sus melancolías; ni tampoco alguna vez
negligencias en la oración, en la guarda del silencio: o estallidos subitáneos de iracundia, cosas
todas inseparables de su temperamento; pero se esforzaba por cumplir religiosamente sus
deberes, sobre todo desde que el prior —con autorización del vicario general— le avisó que debía
prepararse a recibir muy pronto las órdenes sagradas y el sacerdocio.

Leyendo a Gabriel Biel


Para todo aspirante al ministerio sacerdotal suelen ser los días precedentes a la consagración
los más serios y de mayor responsabilidad de su vida, también los de mayor humildad y
agradecimiento al Señor, que le ha elegido, sin mérito alguno propio, a dignidad tan
sobrehumana.
Como Fr. Martín no había cursado aún, según queda dicho, los estudios teológicos, necesitaba
alguna instrucción particular acerca del sacramento del orden y del sacrificio eucarístico, para lo
cual le recomendaron, con muy buen acuerdo, que leyese el clásico libro, del famoso teólogo
tubingense Gabriel Biel, Sobre el canon de la misa. Estampado por primera vez en 1488 y
acogido en todas partes con aplausos y alabanzas, este libro está cuajado de doctrina teológica,
canónica y litúrgica, con abundantes citas de los Santos Padres y de los escolásticos, como
Alejandro de Hales, Santo Tomás, Escoto, Ockham y Gerson; libro tan instructivo como
rebosante de jugosa espiritualidad sacramental.

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