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rumbosidad fue que con esta ocasión hizo a la cocina del convento la limosna de 20 gúldenes,

cantidad que bastaba, según Scheel, para el sustento anual de dos estudiantes.

La primera misa
El domingo 2 de mayo de 1507, iluminado y adornado el templo conventual como en los días
de gran fiesta, se fue llenando de invitados, amigos, parientes, frailes y universitarios. Fray
Martín, revestido de alba nívea y de espléndida casulla, se acercó al altar, con profunda emoción
y recogimiento, acompañado de un presbítero asistente.
Hizo la señal de la cruz y empezó a recitar el salmo 42 de la Vulgata latina. Fundadamente
podemos sospechar que le saldrían de lo más hondo del corazón aquellas palabras: Introibo ad
altare Dei. —Ad Deum qui laetificat iuventutem meam, etc. Es una animosa exhortación del
salmista a deponer cualquier tristeza y pusilanimidad, para regocijarse en el Señor y poner en Él
toda la confianza.
¿Será verdad que Fr. Martín en aquellas circunstancias, poseído de inconcebible pavor, no
atendía a las palabras de aliento y de consuelo?
Hay que tener siempre en cuenta que Lutero en sus años tardíos miraba los hechos de su época
católica con lentes coloreadas por su nueva teología, y sin darse cuenta los deformaba. A esto se
añade su afán de dramatizar y su modo hiperbólico de expresarse. Veamos, pues, cómo evocaba
en su edad madura la celebración de su primera misa, sin que pongamos las manos en el fuego
por la perfecta historicidad del hecho.
Alrededor de 1540 escribía: «En otro tiempo, cuando yo era monje, al celebrar por primera
vez y leer en el canon estas palabras: Te igitur, ciernentissime Pater, y estas otras: Offerimus tibi
vivo, vero et aeterno, me quedé atónito y sobrecogido de horror. Pues pensaba: ¿cómo puedo yo
dirigir mi palabra a tan inmensa majestad, siendo así que a la presencia y conversación de
cualquier príncipe o monarca todos tiemblan de respeto?»
¿Horror ante el Padre clementísimo?
Una versión más particularizada se nos da en las Charlas de sobremesa de 1537: «Aquel día
en que canté la primera misa, empezando a recitar el canon, me horroricé de tal forma, que
hubiera huido de allí si no fuera por la amonestación del prior; pues cuando leí aquellas palabras:
Te igitur, ciementissime Pater, etc., me di cuenta que estaba hablando con Dios sin mediador, y
quise huir, como Judas, ante toda la gente. ¿Porque quién puede soportar la majestad de Dios sin
Cristo Mediador?»
En otra versión se dice que se volvió al prior con estas palabras: «Señor prior, tengo miedo,
quiero huir del altar». Y el prior le animó: «¡Adelante! ¡Adelante! ¡Siempre adelante!»
Un historiador tan severamente crítico como O. Scheel opina que relegar este episodio al
campo de las fábulas no es posible, porque la tradición textual es precisa y terminante. Con todo,
se empeña él en examinarlo con lupa y despinzarlo cuidadosamente para reducirlo a modestas
dimensiones, negando que proceda de Lutero todo lo que en el relato hay de terror y de angustia.
Desconfía del relato que nos ofrecen las Charlas de sobremesa, porque, a su juicio, dramatizan la
escena demasiado; y abriga ciertos recelos contra el primer texto, tomado de las prelecciones al
Génesis, porque las palabras Tibi vivo, vero et aeterno no se hallan —según dice— en el canon,
sino en el ofertorio, o «pequeño canon».
Es verdad que en el ofrecimiento del pan en la patena pronunciaba el sacerdote unas palabras
casi iguales, pero también se encuentran, en el verdadero canon, poco después de la consagración
(Tibi offerimus... aeterno Deo, vivo et vero), y a éstas se refiere Martín siempre que alude al
episodio de su primera misa. Es de maravillar que se le escapase esto a un historiador tan
minucioso y prolijo —de una prolijidad plúmbea—, que se gloría de conocer mejor que otros el

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