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parecidas emociones.

Sirva de ejemplo aquel gran pecador y gran poeta Lope de Vega, que
prorrumpía, lleno de pasmo y humildad, en estos versos:

«Cuando en mis manos, Rey eterno, os miro


y la cándida Víctima levanto,
de mi atrevida indignidad me espanto
y la piedad de vuestro pecho admiro», etc.

Lo singular es que el neosacerdote de Erfurt se quedase en el tercer verso, del espanto, y no


pasase al cuarto, de la piedad y del amor. ¿Es que el afecto confiado y filial no lograba hacer su
nido en aquel ardiente corazón, más apto para las apocalípticas maldiciones que para la ternura,
más semejante al de un antiguo profeta que al de un místico cristiano?
Si hubiéramos de prestar fe a posteriores declaraciones del interesado, no sólo en la misa
primera, sino también en las sucesivas, le asaltaban espantos y terrores. «Eso me sucedía
perpetuamente aunque fuese bien preparado con la confesión», escribirá el 29 de enero de 1536.
Perpetuamente, no. El mismo nos asegura —refutándose o contradiciéndose sin querer— que
eso no le acontecía en los primeros años de su sacerdocio. «Si alguien hace veinte años —decía
en 1538— me hubiese querido arrebatar la misa, hubiéramos llegado a las manos, porque yo la
adoraba con todo el corazón».
Tal era su devoción a la misa, que ni un solo día podía pasar sin ella, aunque nadie le obligaba
a tanta frecuencia. «Recuerdo que, siendo monje, yo no tranquilizaba mi espíritu si no celebraba
diariamente».
«Una misa bien celebrada, ¡cuánto aliento me infundía!» «La secuencia que se canta en la
segunda misa de Navidad: Lux fulgebit nobis hodie, quia natus est nobis Dominus, me era muy
querida». «Me espanto al pensar cómo yo y otros de aquel tiempo celebrábamos la misa privada
con tanta devoción».
Si es verdad que con tanta piedad y devoción celebraba la misa diaria, no es posible lo que
antes ha afirmado: que siempre (perpetuamente) la celebraba poseído de horror.
Así en este caso concreto como en otros muchos, el historiador debe estar prevenido para
dudar de la objetividad de Lutero y no admitir sin crítica sus tendenciosas afirmaciones,
históricas o doctrinales, relativas a los años en que era monje.

Hans Luder en el banquete de Erfurt


Las angustias y temblores del espíritu estaban ya muy lejanas y desvanecidas a la hora del
jovial convite, al que asistieron, además de su padre y tal vez otros familiares, algunos amigos
venidos de Mansfeld y de Eisenach, algunos frailes agustinos y alguna representación de los
maestros de la Universidad. Hacía dos años que el neosacerdote se había graduado en artes, y ten-
dría amistad con no pocos universitarios; es de creer que los invitaría a la fiesta, la cual sería
pomposa y alegre dentro y fuera del templo.
La comida —como se acostumbraba en tales ocasiones— sería copiosa y suculenta, más
abundante en platos fuertes y guisos apetitosos que en manjares exquisitos y caros. El vino y la
cerveza, a discreción. Seguramente que Hans Luder quedó contento del cocinero del monasterio.
El barullo de los alegres comensales se debió de suspender unos instantes por un leve
altercado, al que Lutero atribuyó, catorce años más tarde, singular importancia. Sentado junto a
su padre, el festejado disertó en elogio de la vida monástica y evocó la escena de Stotternheim,
cuando, aterrado por el rayo, hizo voto de hacerse fraile. Con familiaridad y casi bromeando, le
preguntó a su padre por qué se había ofendido de tal determinación. Hans Luder, sintiendo

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