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Paulo Freire, conceptualizó e impulsó un nuevo tipo de vínculo pedagógico.

Como
pedagogo, escritor, político y pensador del siglo XX, concibió la educación como una
acción política, capaz de liberar a los oprimidos.

Promovió la participación crítica, de padres y alumnos, sobre las cuestiones que hacen
a la vida de la escuela y de la sociedad. También se preocupó porque los trabajadores
reflexiones y tomen conciencia sobre sus problemas educativos, sindicales, laborales y
familiares.

Entendió que el educador debía involucrarse en las problemáticas y procesos históricos


de los sectores populares y emprendió un camino de lucha contra lo que denominó una
pedagogía bancaria y vinculada a una escuela más tradicional, en la que el profesor sabe
todo y el alumno no sabe nada; el alumno sería el depositario de aquellos conocimientos
que serían transmitidos por una persona que lo sabe todo.

Sabemos que su obra ha sido traducida a diversos idiomas y que se extiende a más de
veintisiete libros propios y colectivos. En esta oportunidad, en el eje de nuestro análisis se
encontrarán dos de las “Cartas a quien pretende enseñar” (1993), de cuyo libro, sus
páginas son expresamente dirigidas a los maestros sobre los aspectos más delicados de
la práctica educativa, y lo hace con la firmeza y la generosidad que caracterizan su estilo.

Específicamente, comenzaremos realizando el análisis de la sexta carta, que desarrolla


cuestiones “De las relaciones entre la educadora y los educandos”. Y proseguiremos
con su séptima carta, concerniente ha “De hablarle al educando a hablarle a él y con
él; de oír al educando a ser oído por él”.

Comenzando, podemos decir que la sexta carta, sobre las relaciones entre la educadora
y los educandos, incluye tanto la cuestión de la enseñanza, del aprendizaje, del
proceso de conocer-enseñar-aprender, de la autoridad, de la libertad, de la lectura,
de la escritura, de las virtudes de la educadora, de la identidad cultural de los
educandos como la del debido respeto hacia ella.
Sobre la cuestión de la enseñanza, cabe indagar acerca de cuál es nuestra
comprensión del acto de enseñar y cuál es nuestra comprensión del acto de aprender.

Para Freire, no podemos enseñar a nadie a amar, tenemos que amar. La única forma
que tenemos de enseñar a amar, es amando. Y el amor es la transformación definitiva. Lo
que nos dice que hay que partir, hay que saber partir del nivel donde el educando está;
este nivel es el cultural, ideológico, político, social.

Y ese punto de partida nos permite transitar un proceso, un proceso de transformación;


en el que el educador debe ser respetuoso de los límites del educando como persona,
respetuoso de sus sueños y de sus miedos, pero sabiendo a su vez, que no debemos
dejarlo pasar por alto.

En la carta se menciona con respecto al educador, lo referente a la diversidad de


testimonios que este puede ejercer- aquel discurso al que considera que en una
educadora progresista, es coherente, permanente y debe ser manifestado con el
propósito de llamar la atención del educando “hacia la validez de lo que esta propone”.

¿Pero qué sucede cuando lo que la maestra dice, no es coherente con lo que hace
y por lo tanto, su discurso se torna inestable?

Para Freire, concluye en un desastre. ¿Por qué razones? Porque entre el testimonio de
decir y del hacer, el más fuerte es el de hacer, porque tiene o puede tener efectos
inmediatos. Pero lo peor de esta incoherencia es la práctica educativa, es la desconfianza
naciente de los educandos ante el débil discurso del educador; así como el posterior
deterioro de esta relación pedagógica.

Considera que otro testimonio que no debe faltar en nuestras relaciones educativas
con los alumnos, es el de la permanente, bella y ética lucha, en favor de la justicia, de la
libertar y del derecho de ser. Esto, independientemente del contexto en el que uno y
nuestros alumnos se encuentren inmersos, pues, nuestra intención debe ir mucho más
allá de él, lo debe trascender. No importando si está hecho a perder, nuestro deber será
conocer su realidad y en consecuencia, la de nuestros alumnos. Así, percibiremos como
piensan, lo que saben y cómo lo saben.

Comprenderemos que el lenguaje que utilizan para expresarse, para hablar, está
atravesado por las condiciones sociales, culturales e históricas de ese contexto.

¿Pero cómo trascender ese contexto? Para trascenderlo y poder llegar a pensar en
una profunda transformación de nuestra sociedad, además de la seriedad y la
competencia con la que enseñamos contenidos, debemos también trascender su
enseñanza mediante la militancia y la lucha, en favor de la superación de las injusticias
sociales y de la libertad. No podemos permitir que la escuela, por estar ubicada en cierto
contexto vulnerable, se convierta en lo que Martinis (2004) expresa como “un espacio de
construcción de biografías sociales anticipadas”, una escuela “contextualizada para
pobres”.

Otra de las cuestiones de las que Paulo Freire nos escribe en su carta, es sobre la
autoridad, proyectada como la capacidad de imponer orden e interpretada su ausencia,
como falta de respeto y negación a sí mismo, además de una demostración de debilidad,
en este caso, ante nuestros educandos.

No solo su ausencia no contribuye al fortalecimiento de la relación educador-educando


sino que también el exceso de la misma. Lo ideal es ejercer lo que Giroux (1997)
denomina en “La Pedagogía y política de la esperanza. Teoría, cultura y enseñanza”: una
autoridad emancipatoria, una visión que cuestiona la concepción dominante de los
docentes como técnicos o funcionarios públicos, cuyo papel es implementar la práctica
pedagógica antes que conceptualizarla.

Volviendo a la cuestión de la relación entre educadoras y educandos, a la fuerza y a la


importancia del testimonio de la educadora como factor de formación para los educandos,
el cual tanto más eficaz será cuanto más lúcido y objetivo sea. Dejándoles en claro a los
educandos, que el cambiar de posición, de postura, es legítimo así como las razones que
le hicieron cambiar.
De esta forma, los educandos participarán efectivamente y terminarán por así decirlo,
compartiendo y considerando dicho testimonio, como auténtico. Auténtico porque al
ponerlo a prueba, seremos incapaces de modificarlo, al menos con malicia. Claro que,
como seres inacabados e imperfectos, podremos al cuestionar nuestro propio testimonio,
modificarlo con buena intención y válido propósito.

En conclusión, las relaciones entre educadores y educandos encierran una


complejidad en la que debemos pensar constantemente. Y bueno sería que
incorporáramos el hábito de evaluarla y de evaluarnos en ella. Fundarla en la conciliación
de los polos educador-educando, de tal manera que ambos, simultáneamente, nos
construyéramos educadores y educandos. Educándonos en comunión, al margen del
diálogo y los sentidos. Enriqueciéndola con la observación, comparación, discrepancia y
las relaciones entre los hechos y las cosas.

Independientemente de si nuestros alumnos escriben o no, debemos valorar y alzar sus


voces, pues con ellas, florecerá la escritura.

Nuestros educandos, saben con qué tipo de escuela sueñan y con qué tipo de maestros
quieren encontrarse en ella. Esperan de nosotros, lo que también nosotros
primordialmente esperamos de ellos, respeto, mutuo respeto.

La séptima carta “De hablarle al educando a hablarle a él y con él; de oír al


educando a ser oído por él”, para nosotros tiene una fuerte conexión con la anterior
carta analizada, debido a que también contribuye a entender las relaciones entre la
educadora y los educandos.

Esta carta nos deja en claro la marcada diferencia entre el “hablarle al estudiante” a
“hablar con el estudiante”, e insta a que haya cierto equilibrio entre ambas.

Cuando la educadora, desde la autoridad que le confiere su rol- sin confundirla con el
autoritarismo-, le indica al educando lo que debe ser hecho, le está asignando
responsabilidades y a su vez, de esta forma, estableciendo límites de permisividad.
Y así como ellos necesitan de dichos límites, nosotros como educadores, necesitamos
los de tipo éticos para no deslizarnos hacia lo absurdo.

Dependiendo de si la maestra adopta una postura coherentemente autoritaria;


espontaneísta; o democrática, el hablar al educando a hablarle a este o con él, el oírlo al
educando a ser oído por él, podrá tener o una característica u otra.

Por ejemplo, si la educadora es coherentemente autoritaria, es ella quien será el


sujeto del habla y sus alumnos, la incidencia de su discurso. Su preocupación circulará en
torno a evaluar a sus alumnos.

En cambio, si la educadora sustantivamente llamada democrática y progresista, se


adentrara a la difícil pero posible y placentera experiencia de hablarles a los educandos y
de hablar con los educandos, trascendiendo el diálogo sobre la enseñanza de los
contenidos y valorando también, el diálogo sobre la vida misma. Contribuyendo a la
formación de ciudadanos y ciudadanas responsables y críticos, así como el desarrollo de
una democracia que nos pertenece. Decimos “contribuyendo”, porque es lo que dentro de
sus funciones, es lo debe hacer una escuela, contribuir mas no ser la salvación a todo
problema que acongoje al país.

Y en una marcada contraposición con esta, al adoptar una postura espontaneísta, la


educadora abandona a los educandos a sí mismos y acaba por no hablar a ni con los
educandos.

Con respecto a escuchar al educando a ser escuchado por él, podemos decir que
debemos ser nosotros, como educadores, quienes nos preparemos para ser escuchados
por nuestros alumnos a la vez que ellos aprenden a escucharnos a nosotros. Debemos
hacerles percibir y hacer visible su derecho a hablar, para que comprometidos con la
lucha de su derecho, puedan actuar de forma crítica y responsable.
Encontrando nexos con la sexta carta, en la que concluimos, entre otras cuestiones,
en que debemos educarnos al margen del diálogo con nuestros educandos, podemos
decir que tenemos que incluir en la vida normal político-pedagógica de la escuela, a la
discusión. Pero ¿Qué tipo de discusión debemos emplear con nuestros alumnos?

Debemos emplear una discusión sobre lo que representan para nosotros las injusticias,
así como su significante desvergüenza; y que no porque existan debemos darle nosotros,
más réplica y supervivencia mas sí construirles cercos. Si pretendemos y queremos vivir
democráticamente tenemos que saber que no se construye sin previa y simultáneamente
trabajar gustos democráticos y exigencias éticas.

Por último, otro de los nexos que encontramos entre ambas cartas, es el que trata
sobre el momento en que descubrimos la incoherencia entre lo que decimos y lo que
hacemos; entre lo que hacemos y no hacemos cuando la descubrimos. La notable
diferencia entre cuando adoptamos una postura reflexiva ante ella y cuando asumimos
con cinismo, su presencia.

Creemos que las últimas palabras de esta carta, reflejan claramente también,
nuestro pensamiento: “Si soñamos con la democracia- o a nuestro parece, un
mundo mejor-, debemos luchar día y noche por una escuela en la que le hablemos
a los educandos y con los educandos, para que escuchándolos podamos también
ser oídos por ellos”.

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