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JOSÉ ANTONIO ULLATE FABO

ESPAÑOLES QUE NO
PUDIERON SERLO
La verdadera historia
de la independencia de A m érica
Santa Engracia, 18, l.° Izda.
2 8 0 10 Madrid (España)
Tl£: 34-91 594 09 22
Fax: 34-91 594 36 44
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www.libroslibres.com

© 2009, José Antonio Ullate Fabo


© 2009, ^

Diseño de cubierta: © 2009, Ricardo Salvador

Primera edición: noviembre de 2009

ISBN: 978-84-92654-18-5
Depósito Legal: M -43723-2009

Composición: Francisco J. Arellano


Coord. editorial: Miguel Moreno
Impresión: Cofas
Impreso en España — Printed in Spain

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporal ión .i iin sislema in
formático, ni su transmisión en cuali|u¡ci funua o poi cu.ili|tiiei medio, su ■nr 1 1<*i irónli o, me
Clínico, por fotocopia, poi p.rab.ición u olios iin iodos, sin el peimiso pievlo y pin esi i lio di' los
litulitrcs del r o f y r i j t f n .
A la Emperatriz de las Américas (*),
m i madre, la Santísima Virgen María de Guadalupe.
Ego sum tuus totus.

Y a los olvidados de la historia de España,


los españoles americanos que lucharon p a r serlo,
entre la traición de sus jefes
y la ingratitud de sus hermanos.
A los españoles que no pudieron serlo.

<') I II tilo ln OIUK itln rll I *1'» |m>1 i I I\i|>.i Mío X 11


ÍNDICE

sr.NTACIÓN ............................................................................................ 13

Primera Parte
l a A mérica española: afirmación y declive
de la H ispanidad política

I .1 envidia del mundo entero...................................................... 23


I ..i continuación del ideal de la Reconquista......................... 29
I I sentido de las bulas misionales de Alejandro V I.............. ' 37
I i forja de la identidad hispánica de A m érica....................... 41
, Los ilos vectores de la Hispanidad política............................. 47
I i simiente del despotismo.......................................................... 55
I i decadencia hispánica en tiempos de los A ustrias........... 61
I i dci adcncia hispánica en tiempos de los Borbones......... 73
I a expulsión de los jesuítas.......................................................... 79
1 I mloi me de Aranda.................................................................... 85
I I contexto en el que sucedió la independencia de las
\m éiicas......................................................... 91
\
S egunda Parte
La abolición de España y la invención
DE LAS NACIONES AM ERICAN AS

1. Planteamiento del problema...................................................... 97


2. Cómo explicar lo que pasó: los relatos de la indepen­
d en cia................................................................................................. 101
3. La influencia imposible de Francisco Suárez......................... 107
4. La condición previa: el cambio de concepción de la po­
lític a.................................................................................................... 115
5. Una América ilustrada antes de la independencia............... 123
6. La conciencia nacional americana: maleable, divisible y
política............................................................................................... 127
7. El factor predominante de la independencia......................... 135
8. El ambivalente factor del criollismo................................. 141
9. El drama del alm a española......................................................... 147
10. En América se rompe la inercia................................................. 153

T ercera Parte
U n JU IC IO SOBRE LA FO RM ACIÓ N DEL MITO
DE LA INDEPENDENCIA AM ERICAN A

1. El vértigo de la m en tira............................................................... 163


2. El mito capaz de crear naciones................................................. 171
3. El escarnio de Tupac Amaru o los criollos, hijos de los in­
d io s...................................................................................................... 175
4. La exasperación de los españoles americanos......................... 181
5. El abandono de la piedad patriótica......................................... 189
6. El rechazo de la propia historia.................................................. 193
7. Circunstancias: una máscara y dos ausencias......................... 197
8. La desmembración del Perú y Nicaragua y Panamá en
Las falsedades tienen verdaderas consecuencias: América
después de la independencia....................................................... 209
10. Naciones no había, pero ¿qué tiene que ver la nación con
la política?......................................................................................... 217

< i IN C LU SIÓ N .................................................................................................. 225

him [OGRAFÍA.................................................................................................. 241


PRESENTACIÓN

I lay problemas históricos cruciales para los pueblos y, como diría Hi-
líiire Belloc, «comprenderlos de un modo correcto es comprendernos
bien a nosotros mismos». Aceptar las explicaciones corrientes de esos
problemas comporta el riesgo de «interpretar erróneamente nuestra
propia naturaleza como pueblo». Parafraseando al genial Belloc, «de­
bemos saber lo que creó nuestro pueblo y lo que amenaza con des­
unirlo». Debemos conocer la piedra de la que fuimos tallados.
Ln Españoles que no pudieron serlo, abordo unos episodios decisivos
de la historia hispanoamericana: los que condujeron a la independen-
i ¡a política de casi toda la América española, de 1810 a 1825.
I lasta ahora no han faltado, y con ocasión de este bicentenario to­
davía vendrán muchos más, libros que relaten los pormenores de
aquellas insurrecciones, aquellos sucesos en los que la Corona españo­
la. en un goteo incesante, fue perdiendo la casi totalidad de sus territo­
nos americanos y fueron naciendo improvisados Estados. Incontables
son los libros dedicados a lo que se ha llamado la independencia, la
mancipación, las revoluciones, o la pérdida de América, según la
oiieniación que se adopte para observar el fenómeno. Aunque todavía
queden pumos oscuros esperando esclarecerse, en lo esencial conoce­
mos «los hechos» de aquellas rupturas, el «cómo» sucedieron. En lo
que no hay unanimidad es en la interpretación y la valoración de
iquellos acontecimientos. O quizás no sea tanta la desavenencia como
a simple vista pudiera parecer.
I os enlreni,limemos en el interior de las nacientes repúblicas fue-
ion sin duda enconados. I.o.s que vuelven la mirada liar ía aquel perío
do suelen expresar sus simpatías hacia las ideas de uno u otro de los
contendientes. Son m uy reales las disputas entre Mariano Moreno y
Cornelio Saavedra; los enfrentamientos entre Francisco de Paula San­
tander y Simón Bolívar o el destierro de éste ordenado por José Anto­
nio Páez; la pugna entre iturbidistas y republicanos. Son luchas inter­
nas cargadas de connotaciones ideológicas y de oposiciones personales
tenaces. Pero aquellas divisiones se dirimían sobre la tarima de un
acuerdo fundamental compartido, sobre un tácito sobreentendido,
zanjado con demasiada premura: los unos y los otros se enfrentan en­
tre sí una vez aceptada la premisa de la necesidad de ser independien­
tes de España.
La primera «garantía» que defiende el realista Iturbide en el Abrazo
de Acatempan es la independencia de México respecto de España, y
en eso no hay discordia con los republicanos. Los masones Santander,
Bolívar y Páez tienen por condición primera la abolición de la unión
ton España. Moreno y Saavedra, el extremado y el mesurado, el radi-
c.il y el moderado, no se distinguen en nada si se trata de certificar la
defunción de la 1 lispanidad política.
I lama la atención que las diferencias en los juicios y las tomas de
I’" " ">11 contemporáneas sobre la independencia generalmente se
limih n a pielcrcnc ¡as entre los actores de aquélla. Todo lo más hay
quien. rd iriah íten te conservadores hispanoamericanos— expre-
■iii sentimientos de alecto hacia la «M adre Patria» y una especie de
melancólico aprecio por el período «virreinal». Pero las emociones
pertenecen a un orden subordinado a la política. Políticam ente pa­
rece que sólo existieron los triunfantes independentistas; pareciera
que al inmenso número de los criollos, indios y negros que lucharon
por la causa de la unidad hispánica sólo es posible recuperarlos — en
el mejor de los casos— como objeto de afecto y simpatía.
Si la historia es maestra de la vida no lo es por atiborrar nuestras
mentes con datos sin glosa ni sentido. Ya dice la sabiduría popular que
muchas veces los árboles no dejan ver el bosque y así ocurre con la
historia que se lim ita a enumerar datos o que los presenta sesgados.
Los acontecimientos que narra una historia así pueden haber sucedi­
do, pero su mera existencia no es suficiente para permitir comprender
las razones que están detrás de ellos.
En 1810 la América que habla español es cspaiiol.i, mientras cine
en 1825 el 95% del imperio hispánico se ha desgajado: está dirim ien­
do el número y los límites de las nuevas repúblicas. El aspecto esencial
de aquellos acontecimientos es el de la ruptura de la comunidad polí­
tica hispánica y la fundación de los nuevos Estados. Todas las demás
facetas de esa realidad adquirirán sentido una vez aclarada la cuestión
política de la — pretendida— abolición de la vieja patria y la mágica
proliferación de las nuevas. Sin embargo, ése es el problema que sis­
temáticamente elude la historiografía habitual. Esa historia «oficial» en
los países hispanoamericanos, implantada a golpe de decreto en las
conciencias de generaciones sucesivas de escolares, prescinde de la rea­
lidad política e histórica que precedió a la independencia y se centra
en la historia posterior a ésta. Lo que no puede dar razón más que del
malestar de los criollos se presenta como razón suficiente de la disgre­
gación política de las Españas. No se considera que ese malestar,
igualmente existente pocos años antes, no impedía la cordial adhesión
a España y a la Corona.
Se recurre a las consignas nacionalistas de los «libertadores», pero
estas tampoco explican nada, salvo lo artificial que fue aquella solu-
i ¡ón. Ni había naciones americanas identificables, ni tampoco una na-
eión continental, ni — lo que es más grave— las naciones son realida­
des políticas.
Se echa mano del voluntarismo criollo de Bolívar pero, éste sí, al
l'm nos pone cara a cara con el auténtico problema eludido: sólo la
propaganda unida a la fuerza logró la independencia, una propaganda
que mezcló arteramente problemas de un orden con soluciones de
mío totalmente incongruente.
Los problemas políticos del régimen español que tuvieron incum-
ln tu ¡a en el malestar de América requerían una respuesta dirigida
......n a «el mal gobierno», como tantas veces se había hecho a un lado
il otro del Atlántico. En cambio, la patria hispánica era mucho
111 i . I ra sobre todo «la piedra de la que había sido tallada América»
■omo soc iedad política. La supresión de la patria como respuesta al
mal gobierno constituye un acto de im piedad política y las obliga-
. iones inflingidas pertenecen al derechoi natural, en el que ni el
inaupó m autoridad alguna pueden establecerdispensa. Como reza
el diilio norteamericano, liay que tener cuidado de no tirar al niño
ion el agua site la
España siempre se había distinguido por el escrúpulo en el examen
de sus justos títulos para sus empresas políticas. Ingleses y franceses no
se anduvieron con tanto remilgo. Esa marca de la casa, esa «delicadeza
de conciencia», es, sin embargo, una exigencia política universal, para
todas las sociedades. Los abusos que protagonizaron los españoles en
su historia y aun sus reyes, no por ser injustificables tienen nada de ex­
cepcional, salvo para los hipócritas que han justificado con la fuerza
todas sus obras. Lo que causa admiración es precisamente lo contrario,
que aquellos hombres lograran fundar una comunidad basada en el
derecho, en la que la ley natural, la costumbre y el pacto estuviesen
por encima de la ley escrita por el gobernante.
Los padres de la independencia, aprovechando los yerros de los re­
presentantes políticos de España, declararon inexistentes las obligacio­
nes hacia aquélla. Obraron de un mismo modo los que odiaban cor-
di.límente todo lo español y los que mojigatamente querían conservar
iodo lo accidental de España menos su esencia: la unidad política. Los
progresistas y los conservadores.
I transición, de una patria real a otra inventada, y todos los pro-
M' "i.i <spet íficainente políticos y de conciencia que acarreaba aquella
..... dan i . , lo que el discurso «histórico» habitual soslaya. Elude el au-
"•'««“ o drama histórico, que es lo que puede aportarnos efectivamente
•'bo hoy, v lo hace considerando suficientes las soflamas contradictorias
en sí y entre ellas de los padres de la independencia, que apelaban
•i un patriotismo imposible que en realidad era ideología.
El inmenso vacío que deja la historia habitual de las independen­
cias — que corresponde al vacío interior que suscita aquel episodio—
requiere ser cubierto. A esa piadosa tarea —la piedad es virtud de jus­
ticia— me he dedicado al escribir estas páginas.
Se me objetará que una realidad tan variada no se puede reducir
a un esquema, que hago una valoración conjunta de cosas que eran
diferentes, que es necesario incluir más detalles para hacer una
historia objetiva. A esto responderé de nuevo diciendo que los ár­
boles no deben im pedirnos ver el bosque. Es una obviedad señalar
las diferencias entre el proceso independentista mexicano y el ar­
gentino o el venezolano. Pero, como he dicho ya, el propósito de
este libro es el de contribuir a la tarea de colmar un v.u í<> esencial,
el que deja el olvido displicente y generalizado de le. e.pei tos de
derecho público, de filosofía social, de derecho natural. Todas las
independencias difieren en el modo, pero son idénticas en la esen­
cia: son la ruptura de la unidad española. Las motivaciones y las
lormas de obtenerse pueden diferir. Son cosas secundarias y a las
que de sobra se ha prestado atención ya. Todas las independencias
.nnericanas se «extraen» de España, de la patria española, y son su
negación. Eso les da una unidad formal a todas. Todos los procesos
independentistas operaron la misma transformación: de una patria
vieja real a una nueva, soñada e ideológica. Eso es lo que requiere
alguna justificación más que el simple discurso nacionalista o la
I.íctica victoria de las armas.
Se trata, pues, de hacer un esquema, un cuadro general que no se
vea desmentido por las peculiares vicisitudes de cada secesión.
I)entro de ese propósito sólo interesarán algunos detalles y forzosa­
mente se sobrevolará el resto. Por ejemplo, algunos echarán de me­
nos detalles sobre la difundida pertenencia masónica de los jefes in-
dependentistas, no menor entre los mandos del ejército realista. No
me detengo en ello porque ese interesante asunto pertenece al terre­
no de las motivaciones ideológicas subjetivas y también al de las es-
irategias para llevar a cabo un proyecto. Quien niegue su inmenso
inllujo en la difusión del independentismo y en el desarrollo de los
países americanos se equivoca. Pero ese influjo nada aporta a la
comprensión del problema político esencial: ¿por qué romper con
España y con qué legitim idad?
( )tra posible objeción que se puede hacer a este trabajo es la reite­
ración de las ideas que contiene. Para disipar este reparo tomo presta­
das de nuevo las palabras de Hilaire Belloc:

1'„s un rasgo en el que, tal vez, me he excedido. Sin embargo tengo la


i l isie experiencia de que equivocarme en el sentido opuesto hubiera si­
do peor para mis propósitos. Si un hombre cree que la tierra es plana,
puede ser que, después de oír por tercera vez las pruebas de que es re­
donda, empiece a tenerlas en cuenta. Si sólo las oye una vez y pertene-
, , ,il (i i mino medio moderno, creerá que se trata de una pura extrava­
gancia.

I'
que lia caído la inteligencia que la aceptación indiscutida que otorga
a los mitos oficiales y dudo que la m entira enclavada pueda aflojarse
con algo menos que con el martilleo de la verdad repetida hasta el
tedio».
Así que a los que se atrevan a desafiar los poderosos mitos oficiales
les animo a adentrarse en estas páginas con buen ánimo. Las discre­
pancias surgirán a cada paso, pues el efecto del adoctrinamiento en
esos mitos es la pasión, tanto más arraigada cuanto menos advertida.
Seguro que resultará un combate intenso, y quién sabe si mis reitera­
ciones e insistencias no producen alguna sorpresa.
Una observación semántica. Con la expresión «regalismo», y lue­
go cuando hable del «vector regalista» de la política hispánica, no me
refiero solamente a la injerencia del poder temporal en materias de
exclusiva competencia del poder espiritual. Dada la íntim a conexión
que en la doctrina política tradicional existe entre la sumisión del
poder a todas las leyes (divinas, naturales y constitucionales del rei­
no), utilizo regalismo como exageración de las regalías en sentido
lato y más histórico, es decir, atribuciones del poder real. Por lo
tanto, al hablar de «regalismo» lo hago equivaler al principio doctri­
nal del absolutismo.
No puedo dejar de agradecer la arriesgada confianza que mi buen
amigo y maestro M iguel Ayuso demostró al sugerir que yo me encar­
gase de la redacción de este libro. Agradezco también la acogida que la
propuesta tuvo en Alex Rosal y Carmelo López-Arias, de la editorial
LibrosLibres. Espero no haberles defraudado en exceso. Las ideas que
recojo en este libro proceden, sobre rodo, de impagables conversacio­
nes con M iguel Ayuso y con mi querido amigo don Hervé Belmont,
quien me ilustró sobre puntos esenciales de la filosofía social cristiana
y me proporcionó datos decisivos. Sólo por esas conversaciones ya va­
lía sobradamente la pena esta tarea. A mi impericia hay que atribuir
los fallos que pueda haber cometido en la presentación de esta tesis.
Humildemente pido a los amables lectores que detecten algún fallo o
quieran aportar cualquier dato que me lo comuniquen a esta dirección
de e-ma.il: gaudetesemper@gmail.com. Parafraseando de nuevo al
bueno de Hilaire Belloc, esas observaciones no me ofenderán: «Per­
miten que una segunda edición aparezca con la corrección de esos
errores».
A mi familia más próxima, a mis padres y a mi mujer les doy las
gracias por el sostén, la paciencia, la ayuda y la presencia continuas.
Dios se lo pagará.

J osé A ntonio U llate Fabo


Larraya, 30 de septiembre de 2009
Festividad de San Jerónim o
PRIMERA PARTE

LA AMÉRICA ESPAÑOLA:
AFIRMACIÓN Y DECLIVE
DE LA HISPANIDAD POLÍTICA
1
LA ENVIDIA DEL M UNDO ENTERO

A partir de la hazaña de Cristóbal Colón, en 1492, y más propiamen-


i<. desde la publicación al año siguiente de las bulas de Alejandro VI,
dio comienzo la aventura histórica más admirable que jamás haya
pmtagonizado cualquier pueblo: la evangelización y organización po­
llina de lo que iba a bautizarse como América.
Ivs la aventura más improbable que imaginarse pueda y ninguna le-
(aula, del color que sea, podrá distorsionar la gloria de aquellos pueblos
\ de aquellos hombres que forjaron en el curso de una vida humana,
ipenas con otros medios que su irrefrenable audacia, un casi genético
.cutido de la justicia y la ciega confianza en Dios, una civilización cris-
n.ma sobre un continente que, a su llegada, quince siglos después de la
l .in ai nación, todavía seguía entregado a sangrientos ídolos. Es lo que se
llamó la hispanización y su fruto fue la Hispanidad política.
( lomo dice Andrew Graham-Yooll, «desde la bula de Alejandro VI
•le 1193 que dividió el Nuevo Mundo entre España y Portugal, otor­
gando la mayor parte del continente a la primera, España se había
• oliven ¡do en objeto de envidia del resto de Europa». La envidia, so-
Iae todo de Inglaterra y de Francia, no tenía sólo por objeto las legen-
i la i ias riquezas que encellaban aquellas tierras recientemente descu­
biertas, Aquel sentimiento de envidia fue evolucionando y, sin dejar
mima de codiciar la opulenta producción americana, la codicia se
i oríviii ió también mi asombro poi la singulai fusión obrada en los te­
miónos ultrain.ii inos. en los que se ctearon verdaderas sociedades
autóctonas e hispanas a la vez. Ese carácter, común a todos los territo­
rios incorporados a la Corona hispana, jamás lo logró Inglaterra; y
Francia sólo pudo conseguirlo en m uy pequeña medida. Bien es ver­
dad que poco o nada hicieron por lograrlo, pero así y todo, no podían
dejar de asombrarse de esa intangible riqueza hispana: la de fundir
cristianas hispanidades en cualquier esquina del planeta.
M uy pronto aquella envidia se expresó en piratería, primero inglesa
y luego holandesa. En 1564, el corsario inglés John Hawkins ya viola­
ba las leyes españolas desembarcando clandestinamente en Santo Do­
mingo esclavos negros comprados en las colonias africanas de Portu­
gal. Comenzaba el siglo de la piratería inglesa contra los puertos y los
navios españoles, pero de eso hablaré más adelante.
Los 517 años que discurren entre 1493 y 1810 son años de pro-
fbtndn identificación con el ideal hispánico, de fusión, de desarrollo
propio y original de ese hispanismo. Aquella hispanidad se expresaba
lo mi'.iho en la lealtad al Rey, en las tradiciones locales o en los cabil­
do' mu uladorcs del bien común, que en las quejas por el mal gobier­
no, ni. luso en las insurrecciones, típicamente hispánicas, en defensa
tlr lus lucros y en protesta por la violación de la justicia a manos de
quienes debieran defenderla.
I n ■■siglos son muchos años y dan para mucho: para lo bueno, pa­
ra lo menos bueno y para lo pésimo. Pero es innegable que, a pesar de
las inverosímiles dificultades de comunicación y de tráfico entre la Pe­
nínsula Ibérica y el continente americano, a pesar de las diferencias le­
gales y de las instituciones entre las Españas del nuevo y del viejo con­
tinente, no se trataba de dos historias paralelas e independientes.
En cuanto reino de reinos, las Españas eran una unidad, dentro de
la cual cabía una secular diversidad, como la había habido entre los
reinos peninsulares sin detrimento del vínculo de la Corona.
Propiamente hablando, España nunca tuvo colonias en América.
Las colonias implican una patrimonialización de un determinado te­
rritorio extranjero ocupado por una nación. Pero las Américas nunca
fueron patrimonio de las naciones o de los pueblos ibéricos. El vínculo
que las unía ex aequo a los otros reinos lo era con la Corona española,
a título de nuevos reinos.
El método colonizador fue el usado siempre por los ingleses, y mo
dernamente por todas las naciones europeas que lian dominado dilr
rentes rincones del planeta con el solo objeto de proveerse de recursos
y materias primas.
Es, pues, precisamente la hispanidad de América la que plantea
mayores incógnitas a la hora de comprender la historia de la indepen­
dencia.
Este trabajo pretende arrojar luz sobre el origen y el significado del
proceso independentista americano, pero precisamente para compren­
der esos acontecimientos de tan gran trascendencia, no se pueden es­
tudiar aislados o recurriendo a tópicos ideológicos sobre las raíces de
los movimientos rupturistas. Sin adentrarnos mínimamente en la
comprensión de aquella Hispanidad, en sus caracteres formativos in­
tegrales (1492-1808), en su crisis política y cultural (1808-1825), y en
su inmediata perduración, que fue ya sólo cultural tras la escisión
americana y las guerras civiles del siglo XIX en la España peninsular,
careceremos de la perspectiva imprescindible para valorar la ruptura
del Imperio español en América.
Es esa Hispanidad la que en muchos aspectos permanece ensom­
brecida para los propios hispanos de ambos lados del océano, im pi­
diendo todavía una genuina identificación con la propia historia.
De la Hispanidad americana anterior a la independencia se tiene
una idea falsa y simplista, bien sea idílica o, más comúnmente, deni-
gratoria. Son ideas hechas de lugares comunes y, por ese motivo, ho­
mogéneas y sin matices, basadas en generalizaciones que utilizan como
excusas aspectos que, aun pudiendo contener algo de verdad, se des­
vi mían al convertirlos en explicaciones fáciles de un fenómeno com­
plejo, aunque de ningún modo enigmático. Complejo como es com­
pleja la vida, sin ser enigmática.
I,a piedra de toque es, pues, la Hispanidad, por utilizar un feliz vo-
e.iblo acuñado por el vizcaíno don Zacarías de Vizcarra, sancionado
por el catalán y cardenal primado de las Españas, don Isidro Gomá, y
propagado donosamente por el genio mestizo de Ramiro de Maeztu.
Pcm daremos al vocablo un sentido en algo distinto al que le otorgan
Vizcarra, Gomá y Maeziu, pues en su esencia colocaremos el carácter
polílico por encima del cultural, sin negar la importancia de éste, úni­
co que hoy se advierte.
No interesa lauto aquí una «esencia» de la I lispanidad. Lo más In­
tel esanle es el proceso político, mas aun que cultural (también iiiliu
ral, evidentemente), que condujo a la forja de esa Hispanidad, prime­
ro ibérica y luego americana. Si se alcanza a comprender el origen de
las Espadas se está en condiciones de comprender las dificultades que
plantean su crisis y su disminuida continuidad posterior a la escisión
independentista americana.
He mencionado las bulas — «el pergamino y los sellos plúmbeos»,
que dirá el padre Leturia— de Alejandro VI, que habían despertado
una envidia europea concentrada sobre España. Una envidia que no
había de cesar — más bien se irá acrecentando— hasta el descalabro de
la independencia. El hostigamiento comenzó con la piratería y el
contrabando, y, ya a finales del siglo XVI, pasó a la ocupación ilegítima
y progresiva de territorios americanos por parte de Inglaterra y de
Francia.
I ,a ambición de las potencias europeas no se satisfizo con esas rapi­
ñas y los umbrales del siglo XVIII ven nacer en Inglaterra los primeros
proyectos organizados para acabar completamente con el Imperio es-
pañol en América. Aquellas especulaciones inglesas se traducen en in­
clusiones más o menos aventureras, en las que se siguen aplicando los
métodos piratas, con la ambición de sacar provecho de la escasa pre-
senei.i militar en las Américas españolas. Juegan con la idea de iniciar
una ocu pación total del continente.
Malinterpretaban los ingleses el significado de aquella leve m ilitari­
zación hispanoamericana y la consideraron una oportunidad. Acos­
tumbrados a una forma de presencia colonial, desconocieron que era
la expresión — admirable y sorprendente— de la armonía, de la consi­
derable madurez y de la organicidad de las sociedades políticas ameri­
canas. Era una manifestación visible de su identificación con el ideal
hispánico.
La estabilidad y la relativa adultez política y social americana im pli­
caba que la población estuviera siempre dispuesta a tomar las armas
para defender la integridad de los territorios de la Corona frente a los
acechantes bucaneros y aventureros ingleses. Una y otra vez los ata­
ques británicos fracasaron durante un siglo. Se dejaban engañar por
sus propios espías que, sin embargo, no hacían más que contar la vn
dad sobre las exiguas guarniciones militares hispanas.
Se encontraban los ingleses con que los civiles aim iieauos no sola
mente no deseaban sacudirse el yugo imaginario de los . .panoles, sino
que lejos de aprovechar los envites ingleses o al menos considerarlos
amistosamente, se trocaban en fieros guerreros, unidos para defenderse
del extranjero. Extranjero que, por añadidura, era hereje.
Más de doscientos cincuenta años de provocaciones, de agresiones,
de incentivar el espíritu levantisco contra la Corona española no pro­
dujeron fisuras relevantes en el edificio hispano americano y, sin em­
bargo, en un corto lapso de quince años, con una simultaneidad
asombrosa, los habitantes de ese descomunal edificio político se vuel­
ven unos contra otros en facciones irreconciliables y, con las vicisitu­
des que explicaré, terminan por lograr la «humillación de España» por
la que tanto suspiraban los ingleses desde antaño.
El problema está planteado. Interesa, pues, conocer los procesos
interiores que padecieron las sociedades hispanoamericanas para de­
sembocar tan brevemente en un resultado que doscientos cincuenta
años de hostigamiento exterior no habían podido más que arañar.

Para leerm ás :

BAYl.E, Constantino. La expansión misional de España. Barcelona.


Editorial Labor. 1936.
( ¡RAI IAM-YOOLL, Andrew. Imperial Skirmishes: War and Gunboaf Di-
plomacy in Latín America. Oxford. Signal Books Limited. 2002.
Páginas 1-34.
I i curia, Pedro de. Relaciones entre la Santa Sede e Hispanoamérica.
( bracas. Sociedad Bolivariana de Venezuela. 1951. Tomo I.
MI RRA, Vicente D. El sentido misional de la conquista de América.
Madrid. Consejo de la Hispanidad. 1944.
2
LA CONTINUACIÓN DEL IDEAL
DE LA RECONQUISTA

En enero de 1492 los Reyes Católicos concluyen la Reconquista de la


Península Ibérica. En el mismo año, poco después, el 17 de abril, ru­
brican las Capitulaciones de Santa Fe y, en octubre, Cristóbal Colón
descubre las Indias occidentales: América.
p'l prolongado esfuerzo de la Reconquista había imprimido un neto
. aoícter misional a la tarea política hispana. Era lógico que así fuera.
I a monarquía visigótica había puesto las bases de la unidad política,
i •1ig¡.osa y cultural de la Hispania independiente. Aquellas señas de
identidad perduraron en la conciencia de los cristianos ibéricos,
. .brando como un referente ideal de los pueblos cristianos peninsulares
■n su combate contra la M edia Luna. Era un ideal genuino, que no se
limiiaba a mantener en vigor el legado de unidad visigótico, sino que
además integraba el valor específico de los distintos reinos nacidos al
. alor de la Reconquista.
Sancho el Mayor fue coronado rey de Pamplona en torno al año
I000 y se le denominó indistintamente como Sancius, Gratia Dei, His-
/•.niiíirum Hex, Rey de las Españas por la gracia de Dios, o como Impe-
nilor Tolins IHs/xmiae, es decir, Emperador de toda España. El abat
( (liba lo calificó tomo AV.v iheríais , y Bernardo, obispo de Palencia, lo
. usa Iza como Rey de los reyes españoles. El ideal hispánico no se
plasma tai una na. ion llamada España: lodos los reinos ibéricos son las
I”.palias () lo que es lo mismo i lato que existe España, pero decir
España debei.i quena det li simipn , aun implícitamente, las Españas.
Totius Hispaniae deberá querer decir totarum Hispaniarum. Es el lega­
do político de la Reconquista.
Casi ocho siglos de una lucha que desde el comienzo fue política al
tiempo que religiosa contribuyeron a unir todavía más estrechamente
el ideal político y religioso de los españoles hasta acrisolar ese inequí­
voco carácter político misional.
De no haber acontecido providencialmente la arribada de Colón a
las Indias occidentales, hubiera resultado previsible la prosecución de
la acción bélica de la Reconquista al otro lado del Estrecho de Gibral-
tar, hasta recobrar la totalidad de la Hispania visigótica, también la
tingitana, y hasta expulsar los estandartes verdes de Mahoma de los
últimos rincones de aquella tierra que fue cristiana y española, incor­
porándola a las Españas, Hispaniae.
Pero los designios de Dios eran otros y la inercia política misional
de España iba a encontrar de repente un nuevo horizonte que requería
todos los esfuerzos disponibles y aún más. Salvo unas pocas plazas es­
tratégicas en la costa norteafricana, el sueño de la Reconquista, para
España y para la Cruz, del interior de aquellas tierras, arrebatándoselas
a la morisma, quedaría como un ideal lejano, aunque nunca abando­
nado del todo. La fuerza de aquel ideal todavía fue capaz de inflamar
el ánimo excitable del joven rey portugués, y por eso hispano, Don
Sebastián, que se lanzó a tan dispar combate, acompañado por lo más
granado de la nobleza lusitana y por el buen fray Tomé de Jesús, con­
cluyendo la aventura en desastre y en mística leyenda.
En aquel preciso momento en que toda la Península Ibérica que­
daba en poder de los cristianos, surgió el problema de las tierras des­
cubiertas al oeste del océano. El asunto requería respuesta inaplazable.
Es importante advertir que el espíritu con el que los Reyes Católi­
cos se iban a lanzar a aquella aventura no se improvisó, sino que exis­
tía y venía de lejos. Era el resultado de aquel viejo ideal hispánico visi­
godo madurado y ennoblecido todavía más en ocho siglos de lucha
ibero-cristiana contra los mahometanos.
España llevaba muchos siglos en armas, en una lucha que hermanó
al pueblo, a los notables y a los reyes, en una solidaridad del todo par­
ticular, con unos vínculos cuya intensidad ni se soñaba en ningún olio
rincón de la Cristiandad medieval. Salvo excepciones, en iodo caso
muy atenuadas y localizadas en la Ma na I Ir, pana a. la I lispania mt

I I
1 1ieval no conoció las aplicaciones extremas del feudalismo ni sus abu­
sos institucionalizados, algo que era mucho más frecuente al norte de
los Pirineos.
No es un lugar común decir que esos ocho siglos de lucha compar-
nda y acomunada fueron el yunque en el que se forjó el espíritu ca­
balmente igualitario del español, una de sus señas de identidad perdu­
rables, así como el celo por el derecho propio, el fuero, expresado en
las leyes de sus ciudades, en los privilegios de sus gremios, en las regu­
laciones exactas e intangibles del derecho al disfrute del riego escaso.
I I mismo espíritu que disfruta de la capacidad excepcional de aunar la
devoción por el Rey con la defensa inquebrantable de aquellos sus de-
ici líos ferales, gremiales o comunales, ganados en la lucha de genera-
. Iones. El español ya entonces era mordaz respecto del poder, sin
« uestionarlo, consciente de que el poder trae un origen divino.
Los grandes lapsos de paz que hubo en esos 781 años permitían en
muchas ocasiones aspirar a un entendimiento con los reinos moros,
mía paz m uy conveniente. Sin embargo, aquellos siglos transcurrieron
siempre a la sombra del ideal de la cruzada por el rescate de tierras y
dmas hermanas que permanecían sometidas al alfanje y que pesaban
■n la conciencia de los reinos cristianos como un baldón acuciante.
En el momento en que irrumpe en el horizonte «el problema ame-
i a ano», ese espíritu de misión y de rescate es el que anima a las socie-
ilados hispánicas, a los reinos de las Españas. La ignorancia de esa cir-
■mis tanda determinante explica la — deliberada o no—
un omprensión de las motivaciones de la empresa americana de la que
ulolccen muchos historiadores.
( aintra lo que dice el padre Leturia, la toma de Granada no fue
h i mino — al menos inequívoco ni ideal, aunque sí de fa cto — de la
K« conquista. El impulso de la Reconquista propendía naturalmente
h ii i.i su continuación al otro lado del Estrecho y, por otro lado, la
i. mu ilel reino nazarí granadino no puso el broche a la unidad política
española.
I i unidad política hispana existió virtualmente desde el comienzo
n el reino visigodo y duranic los largos siglos de la invasión y de la
Eeconquista permaneció como un ideal continuo. En el año 1000 la
iiniil.iil política ya estaba sellada de nuevo y las circunstanciales sepa-
i u i o n e s posteriores se sentían como quiebros de una ley más alta. En

I 'I I
1469, si se quiere, con el matrimonio de Isabel de Castilla y Fernando
de Aragón se pone fin a esos vaivenes.
La toma de Granada fue un hito emblemático dentro de un proce­
so que iba a tener admirable, inmediata y sorprendente continuidad al
otro lado del Atlántico. Si, por el contrario, el matrimonio de Fernan­
do de Aragón con Germana de Foix hubiera producido durable poste­
ridad, el ideal político de las Espafias hubiera sufrido un nuevo que­
branto, aunque hubiera continuado ejerciendo su virtualidad ideal.
Dios no quiso que así fuera, y desde entonces, una sola cabeza había
de ceñir la corona de las Españas.
Aún después de la toma de Granada, en la península quedaban dos
reinos, Navarra y Portugal, inequívocamente hispánicos y cristianos,
que no se habían incorporado a la unidad política. Navarra tardará
todavía veinte años más en hacerlo y cuando se incorpore a la Corona
española, la empresa americana ya estará en pleno desarrollo y se ha­
brán trazado ya sus líneas maestras. Todavía más habrá de tardar
Portugal en perfeccionar esa unión, para volver a desmembrarse me­
nos de un siglo después.
El alma política española lleva dentro de sí la tragedia de incom­
prensibles divisiones fraternas y de los no más inteligibles intentos de
plagiar identidades entre naciones hermanas. La incomprensión luso-
castellana, luego traducida en rivalidad luso-«española» (¿cómo decir­
lo? ¿Cómo nombrar, distinguiendo, al todo y a la parte? Esto nos re­
conduce una vez más al problema de la improbable definición de Es­
paña), forma parte del alma española, siempre mirando más allá de sí
misma, hacia una superación no política y no resignada de sus íntimas
llagas políticas.
De modo que, en enero de 1492, toda la energía misional acumu­
lada de los pueblos cristianos de la península se debatía entre su re­
pliegue interior, al modo de lo que será la futura Europa, o su natural
continuidad militante, ad extra.
Las Capitulaciones de Santa Fe otorgaron a Colón derechos de se­
ñorío sobre las tierras «descubiertas e por descubrir» porque, como ex­
plica Vicente D. Sierra, probablemente en la conciencia de la reina
Isabel se trataba de incorporar a la Corona territorios sobre los cuales
tenía derecho, por hallarse a poniente de las ( dn.m.is y próximos a
ellas, previsiblemcntc formando parte del mismo an lupu-lago
El derecho del que disponía con tanta resolución en las Capitula­
ciones se había plasmado en los tratados de 1480, que zanjaban que­
rellas con Portugal sobre el dominio de territorios objeto de añejas
disputas. Estos tratados se habían visto confirmados, para mayor segu-
i idad, por bula del Papa Sixto IV, de 21 de junio de 1481.
En la mente de la reina la propuesta de Colón cuadraba perfecta­
mente, primero, por actualizar un derecho que permanecía inoperante
sobre unos hipotéticos territorios que le correspondían, y después
porque, sin solución de continuidad, se proseguía la consueta expan­
sión misional, por utilizar la expresión del padre Boyle, en un mo­
mento de cierta indeterminación de aquel impulso.
Colón más tarde quiso hacer valer el derecho que le otorgaban las
<Capitulaciones sobre todo el continente descubierto por él. La razón
jurídica que la Corona hizo valer para refrenar su ambición fue preci­
samente que aquellos derechos no eran de aplicación al caso, pues los
meritorios descubiertos habían sido hallados más allá de donde se los
esperaba y, por eso mismo, el eventual título de la Corona de Castilla
no se derivaba del tratado de 1480, sino que había de sobrevenir a
jwsteriori del descubrimiento.
En las Capitulaciones de Santa Fe, la Corona había dispuesto de lo
que — de haber existido donde los tratados le garantizaban el dere-
i lio— era suyo, pero dado que el territorio descubierto quedaba fuera
«lid objeto de los tratados (Portugal coincidía en esto con Cas lilla),, so-
bic ellos nada podía haber comprometido la Reina.
Que no se trataba de oportunismo regio queda claro por el inme-
■lulo recurso de los Reyes Católicos al Papa reinante, Alejandro VI,
mu- la inminente posibilidad de que el rey de Portugal aprovechase la
u n i instancia para disputar los derechos de Castilla sobre una res nu-
Ihns. Como dice Sierra:

Se planteó a los monarcas españoles un doble problema: político y de


i encienda. El primero consistió en no perder las ventajas del imprevisto
descubrimiento, amenazado de inmediato por la certeza de que el rey de
1‘ortugal apresuraba el apresamiento de una armada para conquistar en
la parle descubierta las nenas <pn pudieran existir al sijr de la línea de las
( ananas, el segundo, <l> índole moral, relacionado con el valor de los tí-
Iulos que España podía im 01 al paia empiender la conquista de las Iierras

I" I
descubiertas, de no encontrarse éstas dentro de las limitaciones acordadas
a su soberanía por los tratados con Portugal y las concesiones de la Santa
Sede.

Como señala el mismo Sierra, el problema de conciencia que se


plantea a los monarcas al darse cuenta de que ni los tratados de 1480,
ni la bula de 1481, les otorgan derechos sobre aquellas tierras, no es
fácilmente comprensible para la mentalidad «materialista y descreída
de nuestra época». Pero en realidad, ya en pleno renacimiento euro­
peo, aquellos escrúpulos empezaban a ser poco comprensibles para
muchos otros monarcas y teóricos contemporáneos suyos. Este escrú­
pulo moral constituye una de las bases de la pacificación y evangeliza-
ción de América, de la creación de las hispanidades americanas y,
ciertamente, de la feliz anomalía histórica que es la epopeya hispa­
noamericana.
Como veremos, en las múltiples vicisitudes políticas, bélicas y hasta
económicas, las potencias extranjeras que entran en liza en el cuadro
histórico americano jamás se detendrán para considerar la licitud mo­
ral de sus empresas. Ni los traficantes de esclavos, ni los bucaneros, ni
los expedicionarios ingleses, franceses u holandeses que por la fuerza
ocuparán asentamientos americanos, y azotarán las poblaciones coste­
ras españolas en América, ni los colonos ingleses cuando se rebelen
contra Jorge IV y declaren su independencia. Tampoco los indepen-
dentistas hispanoamericanos que consumarán la escisión del Imperio
español se van a preguntar seriamente por los justos títulos de sus em­
presas. A ojos de todos ellos, la causa de la libertad, la necesidad co­
mercial o la conveniencia política justificaba sobradamente unas deci­
siones que implicaban la arbitraria supresión de los derechos de
terceros. Más adelante observaremos detenidamente esa preciosa parti­
cularidad, esa anomalía hispánica, tan despreciada (motejada tantas
veces de hipócrita) por todos los que no supieron someterse a análogas
limitaciones. Resulta más admirable todavía y menos explicable que
esa excepcional grandeza de ánimo coexistiera con muchos otros abu­
sos innegables, operando como una virtud original, cuya potencia lo­
gró el asombroso resultado de la hispan ización y crisiianización, a pe­
sar de que, desde los mismos albores de- la presencia española caí
América, se hicieron notar los vicios (pie ac abarían pm piec ipitai o, si
se quiere, preparar la propia liquidación de la sociedad política hispa­
na en América.

PAR A LEER M ÁS:

BAYLE, Constantino. La expansión misional de España. Barcelona.


Editorial Labor. 1936.
LETURIA, Pedro de. Relaciones entre la Santa Sede e Hispanoamérica.
Caracas. Sociedad Bolivariana de Venezuela. 1951.
SIERRA, Vicente D. El sentido misional de la conquista de América.
Madrid. Publicaciones del Consejo de la Hispanidad. 1944.
1

'

.
3
EL SENTIDO DE LAS BULAS MISIONALES
DE ALEJANDRO VI

II 3 de mayo de 1493, el Papa Alejandro VI firmó la bula Inter caete-


ra, de donación de las tierras descubiertas y por descubrir, y con fecha
del día siguiente rubricó otra segunda, que lleva el mismo título, de
demarcación de los territorios donados. La interpretación del sentido
de la donación, gracias a Francisco de Vitoria, «quedó definitivamente
(onquistada para la Teología y el Derecho moderno», en palabras del
padre Leturia, al esclarecer

la concepción única con que podían y debían interpretarse las grandes


Indas de Alejandro VI: el Papa no pudo dar en ellas a los reyes de Castilla
el dominio y soberanía directas sobre los indios, sino la exclusiva de pre­
dicación sobre las tierras descubiertas y disfrute exclusivo de los benefi­
cios políticos y comerciales que de la protección y defensa de la fe en el
nuevo mundo se siguieran. Esa es la concepción básica que siguieron en
nuestro siglo de oro todos los grandes teólogos: Soto y Báñez entre los
dominicos, San Roberto Belarmino y Suárez entre los jesuitas, el insigne
Serafín Freitas entre los mercedarios; y ésa es la única que siguen hoy no
sólo los teólogos, sino los juristas y canonistas.

Aquella explicación se basa en la enseñanza de Santo Tomás de


Aquino (f 1275), según la cual,

la mlidrlnlad pm si misma no repugna a la soberanía y el dominio, pues


t I dominio proviene di I den a lio 1 1 ceníes, que es de lee lio humano, y la

I '/|
distinción entre fieles e infieles mira al derecho divino, que no destruye el
derecho humano (...) ni pertenece a la Iglesia castigar la infidelidad de
los paganos que nunca abrazaron la fe, según aquello el apóstol: ¿qué me
toca a mí juzgar de las cosas de fuera?

El dominico y cardenal español Juan de Torquemada (f 1468)


también expuso en su Summa ecclesiastica que el Papa no podía de­
nominarse «señor del orbe» (orbis dominus), ni ejercer en las cosas
temporales universales una potestad omnímoda, análoga a la que le
corresponde dentro de la Iglesia. Respecto a los infieles, el Papa, según
Torquemada, sólo puede «mover contra ellos la guerra y, castigarlos
cuando perturban la paz de los cristianos o les invaden las tierras o es­
carnecen la fe de Jesucristo o impiden la predicación».
Y con posterioridad al descubrimiento, pero no mucho después, el
cardenal Cayetano reconocía también la legítim a posesión que los in­
fieles tienen de sus tierras y no admitía que se les pudiera hacer guerra
a menos que impidiesen la libre predicación de la fe y el tránsito de los
misioneros: de otro modo «pecaríamos gravísimamente si quisiéramos
extender la fe de Jesucristo (con soldados armados) y no conseguiría­
mos sobre ellos jurisdicción legítima, sino que cometeríamos grandí­
simo latrocinio», dice el cardenal de Gaeta.
La bula alejandrina del 3 de mayo describe con exactitud la expedi­
ción de Colón como una prolongación de la conquista de Granada.
Poco se sabía en aquel momento de la disposición de los nativos ame­
ricanos, de si serían hostiles o favorables a la predicación, de si permi­
tirían o no el tránsito de los misioneros. Sin embargo, el ambiente
histórico en que se redactan las bulas recelaba que si bien por hipótesis
se puede aceptar que haya infieles pacíficos ante la predicación cristia­
na, en palabras del teólogo escocés M aior Qohn M air o Joannes Majo-
ris, |1540) «tales infieles tolerantes en ninguna parte se encuentran».
Teniendo en cuenta el contexto histórico, la interpretación del sig­
nificado y alcance de las bulas hace pensar más en la exclusión de po­
sibles derechos para otros príncipes cristianos sobre las tierras descu­
biertas que en una fundamentación doctrinal de los derechos de
conquista que, como vemos, es más dependiente de la rcllcxión teoló­
gica y canónica, aunque el referente más inmediaio s<a la previsión de­
que los infieles, como los entonces bien conocidos lanaio-, o los mu
sulmanes, presentarán resistencia a la predicación del Evangelio. Co­
mo dice el padre Leturia:

Tuvo sin duda España títulos justificativos de su conquista muy por en­
cima de los de cualquier otra potencia colonizadora; pero el sentido y al­
cance de la bula de Alejandro VI no están en habérselos prestado, sino en
haberlos rubricado y como canonizado — por encima de otras naciones—
para bien de las misiones y de la civilización (...). Es el significado de
aquellas expresiones de San Pío V a Felipe II, al alegrarse de que fuera
España — celosa y eminentemente católica— la señora del nuevo mundo,
y al recordarle también sus gravísimas obligaciones misioneras, por ha­
berle prestado los papas con esa condición expresa la investidura y dona­
ción de las Indias.

Conviene recordar, pues, el alcance de las bulas — que no fueron


esgrimidas como transmisión de la soberanía, sino como derecho prio­
ritario a la evangelización— , porque los escrupulosos monarcas espa­
ñoles del siglo XVI volverán a reflexionar sobre sus títulos para la con­
quista, planteándose incluso desistir de ella si no estuviesen
suficientemente fundados.
A comienzos del siglo XIX, los propagandistas de la independencia
de América pretenderán que España no había tenido justos títulos pa-
i i la conquista y que, por lo tanto, su presencia en América era abusi­
va ab origine. Después de las reflexiones de la Escuela de Salamanca y
del perfeccionamiento del ius gentium (derecho de gentes, preludio del
derecho internacional) en el siglo XVI, no cabe aducir seriamente abu­
so alguno, ni pretender que los españoles habían aceptado un poder de
quien no lo tenía, pues esas teorías que se imputan a los españoles ha­
bían sido rechazadas con más vigor y más rigor que en ningún lado
por juristas y teólogos ibéricos. Causa rubor intelectual pensar que
quienes no se atuvieron a ningún principio de derecho público ni de
)'.entes a la hora de realizar sus reclamaciones y todo lo redujeron a la
liu-tza pusieran en solfa la acreditada legitimidad de sus propios ante­
pasados. Ciertamente, en este asunto, como en otros, la monarquía
<-spañola no sale mal patada de la comparación con las adventicias re­
públicas americanas.
PARA LEER MÁS:

Bayle , Constantino. La expansión misional de España. Barcelona.


Editorial Labor. 1936.
L e t u r ia , Pedro de. Relaciones entre la Santa Sede e Hispanoamérica.
Caracas. Sociedad Bolivariana de Venezuela. 1951. Tomo I.
SIERRA, Vicente D. El sentido misional de la conquista de América.
Madrid. Consejo de la Hispanidad. 1944.

I ■ll>I
4
LA FORJA DE LA IDENTIDAD
HISPÁNICA DE AMÉRICA

La coincidencia de «operarios» evangélicos como Jerónimo de Loaysa,


Santo Toribio de Mogrovejo, Vasco de Quiroga o fray Bernardino de
Sahagún, y una monarquía comprometida con las obligaciones asu­
midas con los nuevos pobladores, impulsora de una legislación de In­
dias admirable y que veló por los intereses de sus súbditos americanos,
de la raza que fueran, produjo en menos de un siglo la incorporación a
la Cristiandad del inmenso continente. Esto es: no sólo la predicación
de la fe evangélica hasta los últimos rincones, en los páramos inmen-
‘•os, en las vertiginosas cordilleras, sino la constitución de verdaderas
* ¡iidades, de núcleos de civilización y de transmisión de la sabiduría y
‘le la fe, de unidades de vida política y económica. «Donde quiera que
alcanzó la dominación de la raza conquistadora» se plantó la Cruz.
I'.xplica el padre Berthe: «América llegó a ser una nueva España donde,
i orno por arte de encantamiento, se fueron alzando ciudades numero­
sas, universidades florecientes, colegios, seminarios, escuelas, hospita­
les, y toda clase de institutos religiosos destinados a derramar en torno
l«»s beneficios de la instrucción y la ternura de la caridad».
Añade el redentorista francés: «Cundía la piedad notoriamente en
I'hI.in las clases de la sociedad al impulso de hermandades y cofradías
para hombres y mujeres». «De esta suerte, los monarcas españoles,
Heles a su divina misión, convinieron el Mundo desconocido en Tie-
ii i de Sania <áuz, tomo •« h llamaba en el siglo XVI», dice el religioso
galo y se pregunta l'oi qiii di .pin . de liabci pagado este iribuio de
justicia a los reyes de España [...] nos hemos de ver obligados a seña­
lar la gran falta que preparó la ruina de aquellos admirables territorios,
florón el más hermoso de su corona?». Efectivamente, en gran parte, la
causa de las desdichas del Imperio español es atribuible a aquellos
mismos que son responsables de su grandeza, como veremos más ade­
lante. Pero no nos precipitemos. Fiel a su vocación catolizadora y fiel
también a su peculiar modo de edificar la ciudad política, aprendido a
alto precio durante la Reconquista, la Corona española cumplió celo­
samente las exigencias que Alejandro VI impuso de subordinar toda
política americana a la evangelización.
Nunca se ha visto, ni los anales de la Historia guardan memoria de
nada semejante a lo que hicieron los reyes de España. No se recuerda
otro caso de unos reyes que, en la cúspide del ejercicio de su poder,
ante el estupor del mundo, se detengan a examinar escrupulosamente
su conducta, a escrutar sus propios derechos con rigor de juez, dis­
puestos a desprenderse de sus posesiones antes que dejar que la fuerza
realice, como acostumbra, su propia apología.
Nunca el poder, que tantos ejemplos ha dado de domeñar al dere­
cho, se sometió de forma tan voluntaria al dictamen de la justicia para
dar ejemplo de obediencia a la verdad. Ejemplo para sus ciudadanos y
ejemplo para el mundo entero. No volveremos a encontrarnos con esa
finura de conciencia nunca más — excepción hecha del jefe-mártir
Gabriel García Moreno— . En cambio, veremos cómo las potencias
extranjeras que menoscabaron la integridad de las posesiones america­
nas (ingleses, franceses, holandeses), con alegre desparpajo convertirán
la fuerza en argumento de derecho, sin preguntarse siquiera — tan ri­
dículo les parecía— si obraban o no conforme a la justicia.
Cuando, a comienzos del siglo XIX, los patriotas americanos despe­
dacen el Imperio español, no se sentirán capaces de im itar a sus insti­
gadores ingleses y norteamericanos, que entendían tener derecho a to­
do lo que se veían capaces de hacer y llegado el momento cubrían con
la toga praetexta todas sus rapiñas. A los padres de la independencia no
les parecerá suficiente decir «Nosotros, el pueblo», como legitimación
de su — objetivamente hablando— impiedad. Los criollos que hicie­
ron la independencia eran españoles y habían mamado, aunque en le­
che desleída ya, y eso no por culpa suya, la necesidad de los justos tí
lulos para (lindar la vida política. No liarían como sus antepasados, ni
como los norteamericanos: se verán abocados a imaginar mitos funda­
cionales.
Pero, antes de llegar ahí, hace falta consignar el milagro político, la
suspensión de las leyes cívicas del maquiavelismo que aconteció en el
nacimiento de la América española. Tan grande fue la virtud funda­
cional de la «ciudad americana», que fue capaz de contener y retrasar
casi doscientos años la maduración de los efectos perversos de la
tromba regalista.
He aquí la paradoja de la labor ecuménica de la Corona española:
aportó la bendición inaugural del derecho indiano, quintaesencia del
(uero castellano y del derecho público cristiano, sometiendo el poder a
las leyes divina, consuetudinaria y natural, y acto seguido comenzó
también a inocular el germen del despotismo que trescientos años más
tarde iba a dejar a los españoles americanos sin el brío necesario para
resistir el huracán independentista.
Que los hombres nos dejamos fácilmente cegar por la concupiscencia
es algo sabido. Que los poderosos abusen de su poder es lo que espera­
mos. En eso no hay novedad, y, en todo caso, los abusos de los monarcas
españoles se topaban con los mayores obstáculos en sus mismas leyes. Lo
asombroso, lo que no podemos pasar por alto sin conmovernos, es que
los reyes de España, providencialmente, en un momento en el que el
futuro de un continente entero estaba pendiente de la mano real y de la
pluma que estampaba la firma al pie de un pergamino, fueran capaces de
someter su victoriosa espada a la Cruz y al derecho.
No hay margen aquí para el recelo. Es la misma reina Isabel la que,
consciente de que aquellos indígenas que le presentan como siervos
<onstituyen la razón formal de su aventura americana, de que las al­
mas de aquellos desdichados son la justificación de su misión, no se
uniforma con un acto magnánimo hacia aquel pequeño grupo de
>.un ¡vos. La reina velará para que el fundamento todo de la acción ci-
\il ¡/adora en América se someta a la justicia y en particular se consagre
i l.i defensa de aquellos por cuya salvación dio comienzo la aventura.
I os escépticos no pueden desconocer las palabras del testamento de
aquella magnífica reina, madre de los americanos:

< liando nos Ilición ‘.munidas poi la Sania Sede apostólica las islas y tie-
na liimc del m.u ou ano, di m ubicuas y poi descubrir, nuestra principal
intención fue, al tiempo que lo suplicamos al Papa Alejandro VI, de bue­
na memoria, que nos hizo la dicha concesión, de procurar inducir y traer
los pueblos de ella y los convertir a nuestra Santa Fe católica, y enviar a
las dichas islas y tierra firme prelados y religiosos, clérigos y otras perso­
nas doctas y temerosas de Dios, para instruir a los vecinos y moradores de
ellas a la fe católica y los indoctrinar y enseñar buenas costumbres y po­
ner en ello la diligencia debida, según más largamente en las Letras de la
dicha concesión se contiene. Suplico al rey, mi señor, muy afectuosa­
mente, y encargo y mando a la princesa, mi hija, y al príncipe, su marido,
que así lo hagan y cumplan, y que éste sea su principal fin, y en ello pon­
gan mucha diligencia y no consientan ni den lugar a que los indios, veci­
nos y moradores de las dichas islas y tierra firme, ganados y por ganar, re­
ciban agravio alguno en sus personas y bienes; mas manden que sean bien
y justamente tratados, y si algún agravio han recibido, lo remedien y pro­
vean de manera que no se exceda cosa alguna lo que por las Letras apos­
tólicas de la dicha concesión no es inyungido y mandado.

Era el comienzo de esa etapa fundacional en la que se ponen las bases


de la Hispanidad política en América. Una etapa de autolimitación, de
escrúpulo, sin igual en la historia de los gobernantes. Luego, en 1511,
siete años después de la muerte de la reina, tuvo lugar la notable Junta de
Burgos, convocada por auspicios del rey regente don Fernando, en la
que teólogos y juristas disputaron sobre las condiciones de los indios y la
regulación de las encomiendas. Fruto de esos intercambios nacen las Le­
yes de Burgos de 1512, primeras específicas para las Indias occidentales.
La monarquía resiste una y otra vez los cantos de sirena de los juristas y
teólogos que, en razón del paganismo de los indios, se mostraban parti­
darios de un poder real omnímodo. Demostraron gran virtud de fortale­
za los reyes hispánicos al negarse a ceder a los aduladores, que hubieran
dado al traste con la gran misión hispánica en América.
Movido por las noticias de insuficiencia de las Leyes de Burgos,
Carlos I promulga las Leyes Nuevas de Indias, el 20 de noviembre de
1542. Visto el fracaso y los abusos en que habían derivado las enco­
miendas, se suprimen; se reitera y explicita la prohibición de la escla­
vitud. Pero, al suprimir las encomiendas, sufrió la rebelión de los en­
comenderos en el Perú, con lo que el monarca se vio forzado a anular
el capítulo 30 de aquellas leyes, aquel que diciaba la supresión de la
encomienda hereditaria.
En 1550, cuando el emperador Carlos se encontraba en la cima
de su poderío, decide dirim ir nuevamente la cuestión de la legitim i­
dad de sus títulos sobre América y determinar la verdad de las quejas
del inquieto fraile Las Casas. El vencedor de la batalla de M ühlberg
está dispuesto, si necesario fuese, a plegar velas y a retirarse del nuevo
continente. El monarca más poderoso de su tiempo se retira de todos
sus asuntos y concede a aquella disputa la prioridad: ha de saber qué
debe hacer en conciencia. La capilla del colegio de San Gregorio de
Valladolid acoge las virulentas controversias entre el dominico Bar­
tolomé de las Casas y Juan Ginés de Sepúlveda, ante un tribunal de
quince jueces, entre lo más granado de la Teología y el Derecho.
A raíz de estas disputas, se fueron introduciendo numerosas leyes
protectoras de los derechos de los indios y, en general, de los habi­
tantes de América. Bajo el reinado de Carlos II, último rey Austria,
en 1680, se acometió la publicación conjunta de todas las leyes que
Iormaban el derecho indiano. Es la conocida como Recopilación de
las Leyes de las Indias y recoge 6.385, con sus respectivas referencias
de promulgación.
La ciudad americana se edificó, pues, sobre el derecho público
<i istiano hispánico, síntesis de las leyes castellanas (las Partidas se­
guían siendo derecho vigente) y de la realidad indiana. La mentali-
tl id foralista medieval se trasplantó íntegra al solar americano y la
personalidad criolla heredó el impulso de los hombres de la Recon-
quista: una fe apostólica, un celo irrenunciable por los propios dere-
( líos, el amor por la monarquía que sintetizaba todo lo anterior.
Nosotros, hombres de esta infeliz edad, no tenemos la experiencia
del potencial vivificador del derecho público cristiano, del orden so-
■ni católico. Pero si nos cuesta trabajo figurarnos ese torrencial po-
1leí para generar una vida en común dichosa, volvamos al menos
mieslra vista a la Historia, y dejemos que nos muestre, que exhiba
los Im tos de aquel orden.
PARA LEER MÁS:

Las Siete Partidas. Reproduc. facsímil en pdf de la


ALFONSO X e l S a b i o .
ed. de 1807. (http://fama2.us.es/fde/lasSietePartidasEdl807T3.pdf).
BERTHE, R. P. A . García Moreno, Presidente de la República d el Ecua­
dor. Vengador y M ártir del Derecho Cristiano. París. Víctor Retaux é
hijo/ A . Roger y F. Chernoviz, Libreros-Editores. 1892. Tomo I.
Páginas 1-88.
PÉREZ BU STAM ANTE, Alfonso. Historia d el Imperio español. Madrid.
Atlas. 1945. Páginas 66-244.
5
LOS DOS VECTORES DE LA HISPANIDAD
POLÍTICA

l os hechos no son casuales. Las casualidades no son más que el en-


ucntro y el cruce de varios procesos causales distintos. El estallido del
proceso independentista americano es resultado de diferentes procesos
v, en particular, del encuentro de una minoritaria labor de propagan-
•l.t y de agitación secesionista con la conmoción política ocasionada
por la invasión napoleónica y la postrera fase del debilitamiento inter­
no de la sociedad política americana. El primer factor, sin los otros
«los, se había demostrado incapaz de obtener nada más allá del entu-
■usino de un puñado de aventureros. El último factor, antes de la
ni opción de los dos primeros, ya reclamaba a voces una urgente re-
lorma interna que rectificase la tendencia a la destrucción definitiva,
l i reforma no llegó y es ocioso preguntarse qué hubiese sucedido si
un proceso político regenerador hubiera intentado revertir una deca-
<li ncia que resulta evidente.
1)e estos factores presentes en el arranque del movimiento indepen-
li uiisia, la ambición del Gran Corso con su injerencia hispánica vino a
n Mili.ir el catalizador que propició una aceleración de la historia, hacien-
l<i que reaccionasen los otros dos elementos, hasta entonces estables.
IVio hay que insistir en que el proceso esclerotizador del Imperio
.panol no permitía que aquella situación se prolongase indefinida-
m. me: de un modo necesario debía desencadenar en un movimiento
iuedii ¡nal que vigori/ase mis alienas, o en la descomposición y el co­
lapso. Napoleón se eiu .ligó de sai amos de dudas.

I
El factor con más densidad política es, sin duda alguna, el proceso
de la decadencia interna de la Hispanidad política. Tal como se pre­
guntaba el padre Berthe, después de haber reconocido la grandeza de
la labor de los reyes de España, ¿por qué «nos hemos de ver obligados
a señalar la gran falta que preparó la ruina de aquellos admirables te­
rritorios, florón el más hermoso de su corona?».
La historia de la política de la monarquía española se puede descri­
bir gráficamente por la existencia de dos factores contrarios — dos
vectores, dos fuerzas contrapuestas— y que coexisten simultánea­
mente en el tiempo. El primer vector de este diagrama histórico de la
política de la monarquía española es la mencionada fuerza vivificante
de un régimen de derecho público cristiano, concretado histórica­
mente como constitución histórica de la monarquía hispánica. Lo
llamaremos, por recoger los principios jurídicos consuetudinarios en
los reinos españoles, «vector tradicional». El segundo factor es el del
absolutismo regalista, que irá adquiriendo progresivamente ribetes ga­
licanos y jansenistas políticos. A éste lo denominaremos «vector rega­
lista».
Se trata de dos fuerzas que se repugnan mutuamente, entre las
cuales no se puede realizar ninguna síntesis duradera, cuyos efectos
son contrarios y que, sin embargo, en proporciones variables han esta­
do presentes al mismo tiempo desde la inauguración hasta el fin de la
presencia política de España en América y que todavía después conti­
nuaron presentes en la vida política peninsular de un modo m uy pe­
culiar que veremos más adelante.
Se puede decir que el vector que llamamos «tradicional» es el de­
terminante en el momento inicial de la conquista, enmarcado por las
bulas alejandrinas, las disposiciones puntuales de la reina Isabel, las
Leyes de Burgos y las Nuevas Leyes de Indias. No obstante, al co­
mienzo mismo ya se detectan síntomas de un germinal regalismo, exi­
guo, y más práctico que teórico, sin duda. Conforme va discurriendo
el tiempo se va acentuando una tendencia menguante del vector tradi­
cional. Todo el terreno que va perdiendo el modo tradicional de con­
cebir la política es ocupado por ese «modo nuevo». Llamar regalismo a
los primeros síntomas de esa nueva concepción hasta el final del
reinado de Carlos I— resultará quizás exagerado. Pero entre los pri
meros ramalazos de la «razón de Estado», que son más bien caídas en
la tentadora concupiscencia del poder y no esconden ninguna justifi­
cación teórica, y el absolutismo regio de Carlos IV se puede trazar una
vinculación. El vector «regalista» es ese enlace que va desde los inicia­
les actos singulares contra derecho, los abusos singulares, hasta las
doctrinas del poder absoluto.
La elaboración teórica del absolutismo hispano fue m uy lenta, pro­
gresiva y subsidiaria de las reflexiones sobre todo francesas e inglesas.
Mientras que los teóricos franceses del absolutismo lo ensalzan sin ru­
bor, la introducción en España se hace pretendiendo dejar incólumes
los principios de la política y el derecho tradicionales.
En Francia, ya en 1609, Andró Duchesne publica Les antiquitez et
recherches de la grandeur et majesté des Roys de France. Como explica
llen ri Sée, Duchesne en su obra «reconoce a los reyes una autoridad
absoluta... Los reyes son “las vivas imágenes de Dios, porque han sido
seleccionados y elegidos”; son sus “tenientes sobre la tierra”. Duchesne
no hace mención ninguna a los Estados Generales».
En cambio, en España, todavía setenta años más tarde se sanciona­
ba legalmente la Recopilación de las Leyes de Indias. Aquellas leyes
u nían pleno vigor y estaban fundadas sobre los antagónicos principios
del derecho consuetudinario castellano, sobre el derecho público cris-
i ¡ano, sobre la limitación del poder.
Si se ignora la coexistencia de estos dos vectores, inversamente cre-
i ¡entes, y las transformaciones a que dieron lugar, no se entiende el
valor de la política hispánica en América. O bien se la conceptúa idíli-
i a y románticamente como una Arcadia feliz a la que incomprensi­
blemente le advino un final inopinado e imprevisible; o bien, mucho
más frecuentemente, de forma igualmente ideológica, se describe una
acción despótica y abusiva de la monarquía sobre una victimizada
América que, finalmente, se sacudió un yugo del que, cosa extraña, no
había querido desuncirse en trescientos años.
Advertir este dúplice influjo no quiere decir ni mucho menos equi-
IMiar la relevancia de ambos factores. El primero tiene el honor de ser
■I fundacional, el que determinó el ideal contra el que siempre se me-
.lii.in los éxitos y los fracasos de la política española. El segundo fue
....... u ro una falla tic loríale/,i, un pecado grave de incontinencia, de
latía de magnanimidad, pi to entonces no se pretendió presentarlo
como virtud l'l de.ui'ui del tiempo significó el oscurecimiento del
primer factor, pero siempre operó en la conciencia real y popular co­
mo un sello indeleble.
Igual que el pecador no puede borrar el signo y el carácter de su
bautismo, las políticas absolutistas — doctrinalmente apóstatas— se
intentaron imponer como compatibles con la constitución histórica de
las Españas. Aunque eran su negación teórica y práctica, nadie se sin­
tió tan seguro de sus nuevos derechos como para borrar los viejos
principios. Los viejos principios nunca fueron aniquilados ni abroga­
dos, aunque fueran aplicados cada vez menos. De este modo el peso
práctico de esos factores iba invirtiéndose. Lo que al principio fueron
disculpables excesos, al final constituyeron el tono de la política rega-
lista. Lo que inicialmente fue el motor de la política misional de Es­
paña, acabó siendo el viejo ideal inaplicado al que se aferraba la nos­
talgia política del pueblo.
El vector tradicional de esta historia es plenamente tangible y com­
probable. Tuvo su traducción estable en la legislación, médula de la
política cristiana. Las viejas leyes castellanas y leonesas, con todo el re­
gusto de la Reconquista en sus disposiciones, eran de aplicación en las
Españas americanas.
Las llamadas Leyes del Estilo, esas sentencias comprimidas del alma
del fuero, declaraban las fuentes del derecho cristiano castellano y
americano:

Cinco cosas son las que embargan los derechos escriptos. La primera, la
costumbre usada, que es llamada consuetudo en latín, si es razonable. La
segunda, es postura que hayan puesto las partes entre sí. La tercera es
perdón del Rey: cuando perdona la justicia. La cuarta es cuando faze ley
de nuevo que contraría el otro derecho escripto con voluntad de fazer
Ley. La quinta es cuando el Derecho Natural es contra el Derecho Positi­
vo que fizieron los hombres.

Como decía el mexicano López Monroy, queda aquí claro que «las
fuentes del derecho según la concepción española son: el derecho na­
tural, la costumbre razonable, la autonomía de la voluntad de las par­
tes, la equidad y, sólo al final, la ley escrita, con voluntad de que tenga
fuerza de tal».
Las leyes, en esta concepción, no deben multiplicarse hasta el iníi-
nito, pues la vitalidad social de las fuentes del derecho liendc a dai
respuesta a los problemas conforme a sus propios principios. La con­
cepción regalista del derecho es totalmente diversa y pretende la impo­
sición de la voluntad real explicitada en una abundante y detallada re­
gulación contra la que se tiende a no aceptar ningún criterio exterior,
es decir, el derecho natural y consuetudinario van desfigurándose,
cuando no se les niega explícitamente todo valor jurídico.
La Ley XXII (libro II, título I) de la Recopilación publicada en
1680 no deja lugar a dudas sobre el reconocimiento regio de los lím i­
tes de su acción política. Se titula «Que no se cumplan las cédulas en
que hubiese obrepción o subrepción» (abuso contra derecho, falsea­
miento de otros derechos). Dice así: «Los ministros y jueces obedezcan
y no cumplan nuestras cédulas y despachos en los que intervinieren los
vicios de obrepción y subrepción, y en la primera ocasión nos avisen
de la causa porque no lo hizieren».
Esta ley fue dada el 30 de junio de 1620 por Don Felipe III. La
Ley XXIV del mismo título primero lleva un encabezamiento que reza
así: «Que se ejecuten las Cédulas del Rey en Indias, sin embargo de
suplicación, no siendo el daño irreparable o escandaloso». Es ley dada
por el emperador Don Carlos en Monzón, el 5 de junio de 1528, y
reiterada por Don Felipe IV en Madrid, el 25 de junio de 1622. Esta
ley da licencia «a los Virreyes, Presidentes y Oidores, Alcaldes del
Crimen, Gobernadores, Corregidores y Alcaldes mayores de las In­
dias», para que no se cumplan los mandatos reales cuando «de su
cumplimiento se seguiría el escándalo conocido o daño irreparable,
que en tal caso permitimos que habiendo lugar de derecho, suplica­
ción, e interponiéndose por quien y como deba, pueda sobreseer en el
i umplimiento». Disposiciones nacidas de la preocupación por un bien
común al que deben conspirar de consuno reyes y súbditos.
De igual modo, los reyes españoles se obligan y obligan a sus repre­
sentantes a tener en cuenta lo legislado anteriormente, para actuar en
el mismo sentido, así como los intereses de los gobernados. Como ex­
pía a López Monroy: «La primera fuente del derecho era el derecho
nal mal y bajo su nombre podían dejarse de cumplir órdenes o despa­
chos sobre ciei las i ansas cuando de la ejecución de las mismas surgiera
escándalo ¡nave o daño ii reparable, y que para la elaboración de nuevo
derecho estrilo síempie se tuviera en consideración lo antes proveído y
las condiciones liisióileas y sociológicas del lugar y se lomara en
cuenta la opinión de los propios gobernados». Estamos en los antípo­
das del positivismo jurídico, nacido al calor de los jurisconsultos rega-
listas.
El espíritu que animaba al «vector tradicional» era de voluntaria
limitación en el ejercicio del poder reconociendo principios superiores
inviolables. En la concepción «regalista» aceptar una limitación seme­
jante se va a entender como un signo de debilidad para el poder ab­
soluto, que no admite ninguna instancia (fuera de Dios mismo: «Me
juzgará Dios») que restrinja un poder ilimitado concedido específica­
mente por Dios. La pretensión regalista será la de reducir el bien co­
mún de la sociedad a lo que disponga la voluntad del rey, por lo que
dentro de esa mentalidad ya no tendrían sentido normas que por pro­
pia iniciativa del rey admitan excepciones a la ley, puesto que cual­
quier incumplimiento de la ley significaría por sí mismo un perjuicio
para el bien común. La tradicional y la absolutista son dos visiones de
la sociedad y del poder completamente opuestas.
Hay que señalar que, tras la fragmentación de los territorios hispá­
nicos y la eclosión de nuevas repúblicas, éstas se injertan jurídicamente
en la tradición regalista y no en la iusnaturalista o tradicional. M uy
pronto se comienzan a redactar códigos civiles, penales, comerciales,
siguiendo la inspiración napoleónica y bebiendo de las fuentes positi­
vistas, en completa ruptura con el derecho indiano tradicional. La in­
dependencia trajo consigo la expansión y consolidación del regalismo
positivista, contra el que no se podía esgrimir el derecho natural ni las
costumbres razonables.
El bien común moderno se fabricará bajo la obediencia ciega a la
ley positiva y los jueces. En palabras de Montesquieu, serán «la boca
que pronuncia las palabras de la ley, seres inanimados que no pueden
moderar ni la fuerza ni el rigor» de las leyes («les ju ges de la nation ne
sont que la bouche qui prononce les paroles de la loi, des étres inanimés
qui n ’e n p eu ven t m odérer ni la fo rcé ni la rigueur»). Montesquieu dirá
que el poder de juzgar en realidad no será ningún poder («en quelque
sorte nulle»).
Prosigo todavía un poco más en la descripción de los principios
que regían el «vector tradicional», nunca abrogado, aunque gradual­
mente suplantado por los nuevos modos de gobcrnai En aquel régi
men se reconocía a la costumbre razonable el podrí de limiiai al go
bernante. Las Siete Partidas o Fuero de las Leyes, del rey castellano Al­
fonso X el Sabio, sentenciaban cómo el uso generaba la costumbre y
ésta el fuero, y cómo éstos pueden más que la ley escrita:

Embargar non puede ninguna cosa las leyes que non hayan la fuerza et el
poder que habernos dicho, sinon tres cosas: la primera uso, et la segunda
costumbre, et la tercera, fuero. Et estas nacen unas de otras et han dere­
cho natural en sí, segunt que en este libro se muestra. Ca bien como de
las letras nasce vierbo, e de los vierbos parte; et de la parte, razón; así nace
de uso tiempo, et de tiempo costumbre, et de la costumbre fuero.

La Primera Ley del título segundo de las Partidas define el uso como
«cosa que nace de aquellas cosas que home dice o face, et que siguen
continuadamente por gran tiempo et sin embargo ninguno», y la Ley
Segunda especifica que el uso debe ser favorable al común y sin daño;
que no debe ser hecho «a furto ni escondido». La costumbre no es pues
algo tolerado, sino que forma parte del derecho, del ius, y quien hace la
costumbre es el pueblo, por lo que el pueblo participa directamente en
la formación del derecho sin menoscabo de la dirección del gobernante,
[tero con actividad propia e inalienable. El sabio Alfonso X, en la Ley V
del segundo título de la Primera Partida, declara que «pueblo tanto
quiere dezir como ayuntamiento de gentes de todas maneras aquella tie­
rra do se allegan». Es decir: pueblo es una reunión de gentes de toda cla­
se en el territorio en que viven juntas. Pueblos y gobernantes al servicio
del bien común, que diría el padre Santiago Ramírez.
En la mentalidad política tradicional, el pueblo es, pues, una reali­
dad moral concreta que interviene directamente en la creación del de­
recho y contribuye a la justicia general y al bien común por derecho
propio. Cuando los ordenamientos modernos, retoños del derecho re-
ral ista, reconozcan a «la nación» o «al pueblo» la facultad de legislar se
estarán refiriendo a abstracciones que para operar necesitan de órganos
subalternos» como el Parlamento o el Gobierno. El pueblo concreto
habrá perdido toda participación propia y no «delegada» y la ley posi­
tiva ocupará toda la villa jurídica.
( ato las Partidas porque cían textos legales vigentes que contenían los
pt ¡ni ipit >s reí totes del 1 1<tei lio i astil latió y por ende del indiano. El con-
eepto de liten» es i lavt I I Rey Sabio nos ensena «qué cosa es hiero»:
Fuero es cosa en que se encierran estas dos maneras que habernos dicho,
uso et costumbre, que cada una de ellas ha de entrar en el fuero para ser
firme. El uso porque los homes se fagan a él et lo amen; et la costumbre
que les sea así como en manera de heredamiento para razonarlo et guar­
darlo. Ca si el fuero es fecho como conviene de buen uso et de buena cos­
tumbre, ha tan gran fuerza que se torna a tiempo así como ley, porque se
mantienen los homes et viven los unos con los otros en paz et en justicia.

Ahí yace la esencia política de las Españas. En palabras de José de


Jesús López Monroy, el fuero «hace referencia a la autonomía munici­
pal que elabora sus propios ordenamientos, su propio ius».
Como estrambote de este capítulo, no puedo dejar de observar lo ab­
surdo de la recuperación contemporánea de la palabra «fuero» en algu­
nos antiguos reinos hispánicos — hoy comunidades autónomas o «fora-
les»— , que cuentan con cuerpos legiferantes propios que producen leyes
conforme al más radical positivismo. Tras la destrucción de los cauces
típicamente forales de la sociedad, a esas legislaciones, plagadas de con­
trafueros, se las llama hipócritamente «fuero nuevo». Un nuevo fuero
que representa la negación práctica y teórica de la vieja foralidad.

Pa r a leer m á s .-

BERTHE, R. P. A . García M oreno, Presidente de la República d el Ecua­


dor. Vengador y M ártir del Derecho Cristiano. París. Víctor Retaux é
hijo/ A. Roger y F. Chernoviz, Libreros-Editores. 1892. Tomo I.
Páginas 1-88.
LÓPEZ M onroy , José de Jesús, «El Código Civil y las Ley es de In­
dias». En Libro d el cincuentenario d el Código civil (obra colectiva).
Universidad Nacional Autónoma de México. 1978.
ROMO, Judas José. Ensayo Sobre la Influencia d el Luteranismo y del
Galicanismo en la Política de la Corte de España. México. 1849.
Tomo I. Páginas 3-12.
SÉE, Henri. Les idées politiques en France au X V I Í siecle. París. Marccl
Girad. 1923. Páginas 45-146.
6
LA SIMIENTE DEL DESPOTISMO

Tal era la disposición de los ánimos a mediados del siglo decimoctavo;


pero, apresurémonos a reconocerlo: entre el adolescente que pide a su
madre un poco más de anchura y el rebelde que, con las armas en la ma­
no, reclamará luego independencia y separación, media un abismo. El
americano amaba a España, amaba a sus reyes y les dirigía humildes re­
presentaciones, pero sin ocurrírsele jamás declararse independiente de sus
soberanos, antes de que éstos se hubiesen declarado independientes de
Dios, de Cristo y de su Iglesia. El rey del cielo había dado la América a
los reyes católicos, y se la quitó a los reyes filósofos y regalistas.
Augustin Berthe

I■I rey del cielo había dado la América a los reyes católicos, y se la
quitó a los reyes filósofos y regalistas». Con visión providencialista de
l.i I listona, de este modo sintetizaba el padre Berthe las antagónicas
, onsecuencias políticas de esas dos fuerzas contrarias que operaron en
.1 interior de la monarquía católica. Es verdad que hizo falta la con-
llueiK 1.1 de- otros factores para consumar la destrucción del Imperio
' ,panol, pero los tleseiu alienantes, sin la 1 1esmedulacion social operada
poi ( I regalisnio y sus consecuencias desmoralizadoras en la sociedad,
no hubieran logrado nuiii a tan despropon ¡onado resultado.
Hemos visto los aspectos salientes de aquel viejo derecho castellano
e indiano que formaba el armazón de la ciudad cristiana americana, y
nos ha sorprendido la fecundidad, el potencial multiplicador y vivifi­
cante del orden social cristiano. Aplicado en su esplendor poco tiem­
po, y con discontinuidades, ha sido capaz de constituir un bien co­
mún acumulado del que aún hoy seguimos alimentándonos. Ese
«vector tradicional» político, por más que otras fuerzas pugnaran por
desplazarlo, y lo fueran arrinconando, siempre operó como faro y refe­
rente ideal de la vida común.
Resultaba bien difícil para un pueblo formado a las ubres de la
vieja ama nutricia de la Reconquista, idealizar al Rey y alborozarse con
la pérdida de sus rancios derechos consuetudinarios. Todo se hizo a
regañadientes, y si la adhesión cordial al Rey se mantuvo hasta el final
no fue por identificación con las políticas ilustradas y despóticas de los
últimos monarcas. Fue pervivencia de aquel orden viejo, herencia de
los mayores, que nunca fue abolido. Así y todo, ese afecto sincero que'
existió hasta el umbral de la escisión americana, intenso y emotivo,
que festejó el ascenso de Fernando VII y que lloró su cautiverio, era al
final puro sentimentalismo y como tal se disipó, como las brumas de
primavera, en cuanto otro sol empezó a quemar con sus revoluciona­
rios rayos.
Veamos ahora el desarrollo de ese segundo vector, el regalista, que
a la postre iba a imponerse.
En casi todo desempeño del poder temporal es relativamente sen­
cillo encontrar abusos. Las virtudes requeridas para el gobierno exigen
una ascesis personal continua, porque el poder, creado para el bien
común, por su misma virtualidad ofrece continuas seducciones a la
vanidad humana. Se comprende que los antiguos romanos, al recibir a
un general victorioso, lo vistieran como a Júpiter, con su toga picta y
su túnica palmata, con todo el boato y la pompa, representando el po­
der. Pero disfrazado de dios, transportado por la sensación de poder,
seguía siendo un hombre, y como tal, vulnerable, sobre todo ante sus
propias concupiscencias. Por eso demostraba sabiduría hacerle acom­
pañar durante su apoteosis de un esclavo que no cesaba de repetirle al
oído «hominem te esse memento », «recuerda que eres un hombre».
No hay, pues, que confundir las ocasionales debilidades por las que
un monarca abusa del poder conferido para el bien común ion un
sistema doctrinal que justifique la absolución del poder de todo con­
trol, con el absolutismo.
Los reinos españoles no escasearon tampoco en entuertos reales,
pero, como se ha visto, la solidaridad entre el gobernante y el pueblo,
la conciencia de que existen unas leyes divinas y humanas por encima
del poder, se acrisoló de un modo particular en los reinos ibéricos.
A Francia debe cederse el dudoso honor de haber intentado esta­
blecer una política en la que los designios reales se sobreponían a las
normas consuetudinarias del reino y a las divinas. A caballo entre los
siglos XIII y XIV, Felipe IV el Hermoso, rey de Francia, nieto del rey
santo Luis IX, emprendió una política «moderna» de centralización y
acumulación de poder y, por otro lado, de emancipación de la autori­
dad del Papa, auspiciando interpretaciones heretizantes como el con-
ciliarismo y el galicanismo incipiente. El Rey cristianísimo asumió una
forma de gobierno decididamente regalista, aunque todavía faltaran
muchos años hasta que aparecieran los sistemas teóricos acabados de
Pithou o de Duchesne.
Por muchos deslices e incluso apasionados desórdenes personales
que por entonces protagonizaran los reyes hispánicos, estaban com­
pletamente ajenos a cualquier teoría de un poder soberano, sin lim ita­
ciones intrínsecas de orden natural y sobrenatural.
La monarquía de los Reyes Católicos, dos siglos más tarde, todavía
se mueve por entero en el interior de la concepción tradicional. Su
mentalidad es completamente ajena al regalismo francés, el cual, justo
es decirlo, encontró numerosos adversarios interiores dentro de su pa­
tria, defensores del orden tradicional, que abogaron por su recupera­
ción, aunque con poco éxito.
Con Isabel y Fernando los abusos puntuales del poder todavía no
pretenden convertirse en principio jurídico. Eso no obstante, aparte
de otros errores políticos sin relevancia para este asunto, hubo algunas
decisiones políticas que, sin pretender establecer una independencia
respecto del orden divino ni eclesiástico y obedeciendo a circunstan-
iLis históricas específicas del momento, sin embargo, entreabrieron
una vía que más adelante, en un contexto doctrinal muy diferente, se-
i.i utilizada pata cniisolid.il el regalismo. Cuando en 1492 los Reyes
( alfolíeos solic itan al Papa Alejandro VI un documento que bendiga y
delimite sus drice líos sobte las urnas descubiertas, Isabel y Fernando
llevan casi veinticinco años de gobierno, de recomposición interior de
sus reinos, sobre todo de la desgarrada Castilla; de impulso determi­
nado a la Reconquista. La Reina acaba de llamar a su lado a fray Fran­
cisco Ximénez de Cisneros y tiene el decidido propósito de encomen­
darle una reforma de la vida religiosa española, regular y secular. Poco
antes, Inocencio VIII ya les había otorgado el derecho de patronato
sobre la Iglesia de Granada y de las Islas Canarias. Estamos, pues, ante
una monarquía imbuida de los ideales políticos y religiosos católicos y
en el caso de la Reina, especialmente celosa de unos y de otros. Ese
celo religioso, probablemente en aquel momento más constante y me­
nos sujeto a interferencias que el que adornaba a la Silla Apostólica,
explica que reclamasen para sí ciertas facultades — todavía m uy lim i­
tadas— en materia de gobierno de las iglesias, primero de Granada y
de las Canarias, y luego, de las Indias recién descubiertas. Ya en la bula
de demarcación de 4 de mayo de 1493, Alejandro VI les dice que les
manda que destinen «viros probes et Deum timentes, doctos, peritos et
expertos, a d instruendum Íncolas et habitatores praefatos in fid e catholica
et bonis moribus im buendum » («virones íntegros y temerosos de Dios,
doctos, expertos y preparados, pira que instruyan a los mencionados
moradores y habitantes en la fe católica y les comuniquen las buenas
costumbres»).
Como dice el padre Leturia, si es cierto que el mandato del Papa
«no comunicaba a los Reyes Católicos jurisdicción espiritual, también
lo es que les levantaba hasta cierro punto a la esfera de la evangeliza-
ción al concederles el derecho e imponerles la obligación de escoger,
enviar y sustentar a los obreros evangélicos, funciones que del siglo
XIII al XV ejercitaron sin intermediarios los papas y las órdenes y que
en el siglo XVII quedaron reservadas a la Propaganda {fide)».
Los privilegios que en aquel sentido otorgó Alejandro VI fueron
bien aplicados por los monarcas, que se mostraron celosos y exigentes
con los candidatos tanto a ocupar cargos eclesiásticos como a engrosar
las fdas de los misioneros en América. Sin embargo, este patronato re­
gio, con el devenir del tiempo y al agravarse del morbo regalista, llega­
rá a ocasionar el desarrollo de la peligrosa teoría del vicariato regio so­
bre América, con apropiación de facultades jurisdiccionales que sólo al
Papa pertenecen, impidiendo que los misioneros enviados por Propa
ga n d a fid e partieran pata América.
Vemos, pues, que el bienintencionado y celoso requerimiento del
Patronato regio, que tan admirables frutos de santidad y de evangeli-
zación dio, constituía una anomalía jurídico-canónica que sólo en
aquellas circunstancias podía producir felices resultados. Pero la ten­
dencia regalista se fue desarrollando y se encontró con una herra­
mienta como el Patronato regio que no iba a desaprovechar. El resul­
tado fue que la Iglesia americana del siglo XVIII se encontró en un
lamentable estado de postración y de sumisión al poder absoluto,
mientras que la Santa Sede se encontraba impedida para actuar con li­
bertad en el continente americano por el abuso de aquella institución.
El mismo razonamiento de oportunismo llevó a los Reyes Católi­
cos a obstaculizar el envío de un nuncio a los reinos descubiertos en
las Indias occidentales, tal como sugirió el propio Alejandro VI. Q ui­
zás en aquel momento la pretensión papal no tenía demasiado sentido
político, pero, en todo caso, el precedente ño dejó de ser utilizado y ni
San Pío V logró en 1568, como deseaba, enviar un nuncio para las
Indias, ni Gregorio XIII en 1579, ni Urbano VIII en 1629, que se en­
contró con la negativa del rey Felipe IV, quien le escribe al cardenal
Gaetani diciéndole que procure que «Su Santidad se sirva de no ad­
mitir las novedades que pudieren ofrecerse contra la posesión y auto­
ridad que mi Corona real tiene, favorecida de tantos breves y bulas de
la Sede Apostólica, a cuya mayor reverencia se encaminan siempre to­
dos mis designios» (Let. I, 147).
Letras que un católico español no puede leer sino con tristeza.

P a r a l f j e r m á S:

llERTI IE, R. P. A. García Moreno, Presidente de la República del Ecuador.


Vengador y Mártir del Derecho Cristiano. París. Víctor Retaux e hijo/
A. Rogery F. Chernoviz, Libreros-Editores. 1892. Páginas 1-88.
I,l' FURIA, Pedro de. Relaciones entre la Santa Sede e Hispanoamérica.
( airaras. Sociedad Bolivariana de Venezuela. 1951. Tomo I.
P o m o , Judas José Ensayo Sobre la Influencia d el Luteranismo y del
( ¡dUcanismo en la Eolítica de la Corle de España. México. 1849.
I orno I IMglnas I 75
7
LA DECADENCIA HISPÁNICA
EN TIEMPOS DE LOS AUSTRIAS

Con el objeto de entendernos bien y fijar exactamente el sentido de una


palabra que hace el fondo de este escrito, yo llamo despotismo al desacato
que se arroga un gobierno para infringir y atropellar las leyes y cánones
fundamentales del Estado y de la Iglesia. Esta definición breve y termi­
nante no se parece verdaderamente a las que han dado hasta ahora mu­
chos escritores; pero no por eso dejará de resolver todos los casos.
Judas Tadeo José Romo y Gamboa, arzobispo de Sevilla

El clérigo isabelino Romo y Gamboa tuvo la gallardía de examinar,


bajo el punto de vista del regalismo y del despotismo, los Gobiernos
de los reyes españoles desde Carlos I. Romo no carecía de intuiciones
geniales:

l,a moral de la religión católica, sentada sobre la base de la palabra de


Dios, guardaba a cada clase los derechos imprescriptibles de la justicia
universal, y eia un licuó saludable que contenía a los gobiernos y a los re-
ye, Pero luego que l<>\ pune ¡pe?, se escudaron en las Máximas de Lutero
al tope lia ton toda1. Ir, li yt , nulas la , i osl ti iubres, tardos los ritos, todas las
11 adicloni'1,, y a i i u j á n d o s t ,o b i i l a, propiedades d e la Iglesia, mancharon

I Al I
el nombre Real con el pillaje, e incorporando la potestad eclesiástica a la
soberanía del imperio, sentaron d solio sobre el despotismo.

No acepta Romo, con buen sentido, que para dirimir si un Go­


bierno es despótico o no se establezcan criterios irrelevantes, tales co­
mo si el rey gobierna asistido o no de un Parlamento, pues según ese
criterio, los reinados de San Luis o de San Fernando, sometidos a las
leyes divina, natural y consuetudinaria del reino, hubieran de calificar­
se como despóticos, mientras que los abusivos de Enrique VIII o de
Jacobo I, por contar con Parlamentos a su vera, pasarían por justos.
Siguiendo a Henri Sée, habrá que afirmar que el regalismo o despo­
tismo regio no se mide tanto por tomar de hecho decisiones arbitra­
rias, sino por una cuestión teórica: la concepción doctrinal de la natu­
raleza del poder y por la transformación de las instituciones conforme
a la doctrina de que el poder pertenece absolutamente al rey, que no
responde más que ante Dios y no ante ninguna autoridad humana, sea
religiosa o civil.
Conforme a lo visto en el capítulo anterior, hasta el reinado de
Carlos I, los abusos en el ejercicio del poder, más o menos abundan­
tes, no obedecían a un proyecto doctrinal de emanciparse de las leyes
fundamentales del Estado. A pesar de ello, al constituir un desorden
objetivo no dejaron de abrir el camino a otras consolidaciones poste­
riores. Hasta entonces, dice Romo,

España, gobernada por sus leyes fundamentales, civiles y canónicas, ca­


minaba progresivamente a la perfección de sus instituciones, sin que nada
se opusiese a su majestuosa marcha; pero desde el advenimiento de Car­
los I, cuyo reinado coincide con la época de la herejía de Lutero, princi­
pió a resentirse el sistema ministerial de la nación de un despotismo que
siempre ha ido en aumento.

La piedad política, ordenada ella misma al bien común, exige tratar


con delicadeza y con mesura estos temas, pero no permite distorsio­
narlos hasta impedirnos conocer la verdad. «Sensible me es — se la­
menta Romo— haber de censurar a un monarca tan excelso como
Carlos I, al que no sólo nuestra patria, sino toda Fu ropo, debe de jus
ticia el tributo de sus alabanzas y el principal influjo de la i ivili/.u ion;
y tanto más cuanto que el siglo de Luis XIV, tan fecundo en escritores
clásicos, parece que se conjuró para oscurecer la gloria del vencedor de
Pavía». Son incontables las glorias del césar Carlos, sus servicios a la
Cristiandad, su generosidad sin límites, su escrúpulo de conciencia en
cuanto a sus justos títulos sobre sus posesiones. A pesar de todo ello,
«sin embargo, las brillantes victorias y esclarecidos hechos de Carlos I
no le dispensan de la nota de haber introducido en el gabinete de Es­
paña un sistema fatal, que fue sumergiéndola poco a poco en el más
vergonzoso despotismo».
En cita un poco extensa, el arzobispo hispalense explica cómo, a
pesar del odio de Carlos I hacia la herejía, indirectamente, ciertos as­
pectos políticos de aquella infectaron su modo de gobernar:

Todo este movimiento y nuevo orden de dominar dimanaba de Lutero,


cuyas ideas, esparcidas ya por Alemania, habían adoptado muchos prín­
cipes cuando Carlos vino a España y fue jurado en Valladolid el año
1518. Carlos detestaba las novedades de Lutero, las condenó y persiguió
constantemente; pero va mucha diferencia de profesar una herejía a parti­
cipar de la influencia que arrastra en la política el mal ejemplo de los so­
beranos.
Prescindiendo de los errores puramente dogmáticos que caracteriza­
ban la herejía de Lutero, se anunciaban distintamente dos objetos muy
trascendentales, que lisonjeaban a los príncipes del siglo para extender sus
facultades y sentar el solio sin dependencia de ningún respeto.
El primero se dirigía principalmente contra el Papa, que como Cabeza
visible de la Iglesia, estaba en el derecho y posesión de ser acatado por los
soberanos, de servir muchas veces de árbitro en sus discordias, y ejercer la
supremacía espiritual sin obstáculo ni oposición alguna.
El segundo se refería a las propiedades eclesiásticas, contra las que
multiplica el heresiarca furibundamente sus declamaciones con el estilo
que acostumbra.
Esto supuesto, entre el rompimiento declarado de la herejía y la per­
lería subordinación a la voz infalible de la Iglesia, parece que se abrió pa­
so desde Carlos I en el gabinete ministerial de España a un sistema perni­
cioso de hosiili/ai a la Sania Sede y aprovecharse gradualmente de las
obras pías, deponiendo aquel respeto inviolable que guardaban los anti­
guos munan as al l’adn- común de los líeles, y sustituyendo en su lugar
tina lucha columna . on la autoridad inda Iinuble de la Iglesia.
Como lúcidamente explicaba el escritor ex comunista escocés Ha-
mish Fraser:

Una herejía nunca es más peligrosa que cuando sus ideas franquean la
entrada de las mentes de los fieles. Como evidencia de esta verdad, se
puede citar la influencia de las ideas protestantes dentro de las naciones
católicas de Europa. La teoría de la monarquía absoluta, el jansenismo, el
galicanismo, el liberalismo económico y la deificación del hombre, todos
eran productos secundarios de la Reforma; y eran mucho más eficaces pa­
ra debilitar a la Iglesia que la amenaza misma que venía de fuera (el Pro­
testantismo como tal).

Explica Fraser que cuando uno de los subproductos de la herejía es


aceptado por un gran número de los fieles y «parece así una tendencia
legítima del pensamiento católico, es cuando resulta más peligrosa y
difícil de combatir». La teoría de la monarquía absoluta es un subpro­
ducto doctrinal del luteranismo, pero para combatirlo no basta la me­
ra repetición del dogma, sino la adecuada comprensión de las conse­
cuencias de éste en todos los terrenos. De este modo, la monarquía
hispánica de Carlos I no suscribió la teoría como tal, pero sí que se
dejó contaminar por algunos de sus ingredientes, reforzando la ten­
dencia regalista.
«La reforma luterana — explica Henri Sée—, lejos de poner freno
al desarrollo de la doctrina (del absolutismo), contribuye a su triunfo,
porque nadie ha sido más reverente que él hacia la autoridad soberana
del Príncipe, que por efecto de la secularización, confunde en sí mis­
mo el poder espiritual y el poder temporal». El historiador galo con­
cluye que «se puede decir que k reforma luterana contribuyó, también
en los países católicos, a hacer predominar la doctrina del derecho di­
vino de los reyes, que es una consecuencia de la preeminencia del po­
der civil en materia religiosa». La doctrina del derecho divino de los re­
yes se presta aparentemente a confusión con la del origen divino del
poder. Pero el equívoco conlleva la sutil introducción de la designa­
ción divina y la absolución de los límites tradicionales del poder.
Estamos en la época de la mixtificación de la doctrina escolástico
tomista, minada por el nominalismo de Ocldiam y divulgada por el
entonces prestigioso (¡ab rid Biel. I.a misma época tute ve nacet las
teorías de Maquiavelo y su razón de Estado, perfectamente armoniosas
con el absolutismo regio.
Un factor adicional contribuyó a despejar el camino a las doctrinas
regalistas y absolutistas: las guerras de religión. «Las guerras religiosas
— explica Sée— habían producido tales desastres que, a fin de cuentas,
se hacía necesario aceptar la monarquía sin condicionamientos. Así el
absolutismo no hizo más que fortalecerse y la doctrina, poco a poco,
debió renunciar incluso a sus versiones atemperadas, tales como reco­
mendaban, por beneficiosas, Haillan y Bodino».
El reinado de Carlos I está jalonado de gestas legendarias y la valo­
ración conjunta que merece es excelente. Mientras que los reyes coe­
táneos, católicos o no, se dejaron arrastrar por aquel conjunto de cir­
cunstancias favorables al absolutismo, su monarquía se resistió
gallardamente a naturalizar aquella impiedad. Pero el influjo era im ­
petuoso y parecía que, de no ceder en algunos puntos, la monarquía
española quedaba en desventaja frente a sus adversarios, cuyos reyes se
aprestaban a concentrar todo el poder, sin límites, en sus manos.
El abominable episodio del saqueo de Roma dirigido por el Prínci­
pe Borbón en 1527 da muestra de la contradicción que anidaba ya en
la mente regia. Al conocer «tan espantosa nueva», el Emperador se
dolió tanto que mandó que se suspendieran los fastos en honor del
nacimiento del heredero Don Felipe. Pero «esto no obstante, se apro­
vechó de la rendición de Roma con ulteriores miras, y no se avergonzó
de retener al Papa en el castillo de San Angelo a fin de conseguirlas.
Semejante conducta de parte de un monarca católico anuncia clara­
mente que el sistema político de los gabinetes protestantes se abría pa­
so en los demás de Europa, y que Carlos I, tocado ya de tan funesto
contagio, se proponía introducirle en sus dominios», dice Romo.
En el tránsito de los Reyes Católicos a su nieto, ya no nos encontra­
mos sólo ante puntuales excesos en el ejercicio del poder, sometido a las
leyes del reino y al imperio del Papa. Hemos traspuesto el umbral de
una nueva concepción del poder, todavía confusa, todavía deseosa de
conservar la vieja mentalidad, pero incapaz de advertir que los nuevos
modos amenazaban con subvertir la esencia de la monarquía hispánica.
Cbellamente, el piadoso y sincero Carlos I dio un mal ejemplo a
mis pueblos v a los di m a s iiin ti.m as al «solicitar privilegios de la Santa

Sede poi lliei Ilo di las ai m a s

I <•'« I
Sin duda que al adoptar una medida tan extraña e incompetente, se con­
ducía con buena intención aquel monarca; pero cuanta más buena fe le
supongamos, más claramente se deduce que sus ideas sobre la real autori­
dad propendían a un abuso incógnito en España, principalmente tratán­
dose del respeto a la Santa Sede, y que no miraba con desagrado el ejem­
plo de los protestantes respecto a la política.

En este capítulo estamos describiendo el incremento del vector «re-


galista» en la política hispánica y por eso no pretendo sugerir un juicio
negativo sobre la persona de un rey como Carlos I, justa y particular­
mente estimado por los españoles venidos al mundo tras su reinado.
Los excesos que aquí señalo, como se deduce de su ejemplar con­
ducta en otras muchas ocasiones, en las que por razones de conciencia
actuó contra sus propios intereses, dan muestra de hasta qué punto
aquellas ideas se habían incorporado a la mentalidad común y se care­
cía de la claridad de juicio necesaria para advertir su malicia. En todo
caso, no interesan en cuanto medidas personales de un rey, sino en
cuanto muestra de la progresión de unas ideas que van a incorporarse
a los sucesivos Gobiernos monárquicos hasta Fernando VII.
En el orden meramente civil, Carlos I también propendió a relegar
el papel de las Cortes, en aras a esa misma eficacia que demandaba un
Imperio descomunal. El árbol de las leyes fundamentales del Estado
seguía en pie, pero los embates del ariete regalista hacían mella.
El reinado de Felipe II discurrió sobre el cauce labrado por su pa­
dre y con no menor grandeza, compatible con esa parcial ofuscación
que identificaba un poder más absoluto con un mejor reinado. Carlos
I y Felipe II desearon más poder para ponerlo al servicio de un ideal
católico que apremiaba sus conciencias. Por eso nadie puede juzgar
mezquinamente sus intenciones, visiblemente rectas. ¡Qué lección pa­
ra todos los tiempos, la de no fiarse sólo de la rectitud de intención y
someter humildemente nuestros criterios a la criba de la verdad! Tam-
bién en política no sólo se trata de hacer el bien, sino de hacerlo bien.
El rey Felipe II continuó demandando de la Silla Apostólica más
privilegios para el Patronato regio y los viejos fueros de los reinos ibé­
ricos sufrieron nuevos menoscabos, como sucedió en el lamoso cpiso
dio de Antonio Pérez. Pérez, antiguo sec retario de listado dr Felipe II,
estaba preso en Madrid por su implicación en el asesínalo del -.cuela
rio de don Juan de Austria, Escobedo. En 1590, logró huir de prisión
y se refugió en Zaragoza, acogiéndose a la protección de los fueros
aragoneses, e ingresó en la prisión del Justicia de Aragón. El Rey con­
siguió que la Inquisición procesara a Pérez, con lo que dejó de estar
protegido por el derecho foral, pero, finalmente, tras un motín popu­
lar, Pérez regresó a las prisiones y a la jurisdicción ferales. El Rey no
estuvo dispuesto a someterse a las obstructoras normas del fuero ara­
gonés y ocupó militarmente Zaragoza. El Justicia mayor de Aragón,
Juan Lanuza, se opuso a aquella vulneración de las leyes del reino, pe­
ro los ejércitos reales prendieron a Lanuza. Aquellos actos eran contra­
rios a derecho y a la constitución tradicional de la monarquía españo­
la. Incrédulo, Lanuza se dirigió a sus captores recordándoles que
conforme al filero, sólo el Rey, «junto en cortes» con las de Aragón,
podía mandar prender al Justicia mayor. El despotismo habló por la *
boca de aquel oficial: «El rey lo puede todo». Lo llevaron preso, lo
condujeron al patíbulo y lo ejecutaron.
Como un cuerpo extraño, inasimilable, operaba este germen de ab­
solutismo en la mentalidad y en la praxis política española. Eran éstos
los mismos reyes que reiteraban las tradicionales fuentes del derecho
hispánico, vigentes incluso contra legem scriptam y los que autorizaban
a los virreyes, oidores y demás funcionarios a dejar de aplicar sus regias
voluntades si de ellas se traía escándalo. El pueblo y la Iglesia seguían
firmes en la adhesión a la constitución tradicional. La adhesión a la
persona del Rey, jefe legítimo del reino, gobernante con un poder
proveniente de Dios, no significaba idolatría ni renuncia a la razón del
derecho. Así cuenta el mismo Antonio Pérez cómo, estando Felipe II
en la iglesia de San Jerónimo de M adrid, el orador sagrado, obsequio­
so y adulador, deliró diciendo «que el rey era absoluto». La frase es­
candalizó al auditorio y el clérigo fue denunciado a la Inquisición. El
padre fray Fernando del Castillo, del santo tribunal, calificó la malso­
nante proposición y dictaminó que el predicador debía retractarse
desde el mismo pulpito en el que había pronunciado semejantes bar­
baridades.
Reflexiona <1 .u /.obispo de Sevilla que «la invasión de la autoridad
inviolable de la Igli ua sirvió de estala al gobierno para atropellar des­
pués los principios di i nani a y la libertad noble de los pueblos», re­
cordando el poto no i.i i l.iio • pioiagom/ado por Don bel ipe con elI

I f»
proceso del arzobispo Carranza, en contra de los cánones del recentí­
simo concilio tridentino y contra la voluntad expresa de San Pío V,
que reclamaba para sí la causa judicial.
El resto de los reyes de la dinastía no se apartaron de esta senda,
contradictoria, que hacía pervivir el ideal vivificante del derecho con­
suetudinario y, al mismo tiempo, daba cada vez mayor pábulo a las
regalías autónomas de la monarquía. Esta contradicción que contem­
plamos en los hombres individuales, que profesan sinceramente una
creencia y no son capaces de advertir la incompatible condición de
otras doctrinas que sostienen a la vez, sucede en los Gobiernos y en las
épocas.
Felipe III, como todos los Austrias, fue hombre devoto, y, proba­
blemente, el que más de todos, y sin embargo, entregado a la voluntad
despótica del Duque de Lerma, acometió la impía política de reduc­
ción de la cantidad de conventos de religiosos, de uno y otro sexo, con
la desmesurada pretensión de compensar la caída de la población oca­
sionada por la expulsión de los moriscos.
Felipe IV durante la primera parte de su reinado entregó las riendas
de la política al Conde-Duque de Olivares, modelo acabado de dés­
pota absolutista, que mantuvo al Rey en la ignorancia de los proble­
mas de los reinos. Olivares, pésimo estadista, pensó en compensar las
grandes pérdidas de sus erradas políticas echando mano de bienes ecle­
siásticos, y, con semejante motivo, convocó Cortes que, conforme al
derecho, pidieron se elevara al Papa la cuestión, lo cual, forzoso es de­
cirlo, aprobó el Rey.
El conde de Robres, autor de la Historia de las guerras civiles de Espa­
ña, sintetizaba lapidariamente el anhelo absolutista de Olivares: «Que
los reyes de España fuesen independientes de toda otra ley que la de su
natural piedad». Que no respondieran ante ninguna autoridad, ni foral
en el reino, ni espiritual, en Roma: sólo ante su conciencia.
El Conde-Duque tenía ya en mente el centralismo más absoluto,
en unos términos tales que sólo llegarán a ponerse en práctica dos­
cientos años más tarde, en pleno gobierno isabelino. En 1624 le diri­
gía un Gran M em orial al monarca, que entonces tenía 19 años:

Tenga Vuestra Majestad por el negocio más importante de su monai


qnía el hacerse rey de España; quieto de» ir, Seítot qiti no m contente

t.H
Vuestra Majestad con ser rey de Portugal, de Aragón, de Valencia,
conde de Barcelona, sino que trabaje y piense con consejo maduro y
secreto por reducir estos reinos de que se compone España al estilo y
las leyes de Castilla.

Es lamentable que el influjo pedagógico — o deseducador, en este


caso— de la acción de gobierno hubiera penetrado ya en las mentali­
dades. La confusión fatal se extendía, y autores que por lo demás aus­
piciaban un sometimiento del poder a la ley, recelaban de la forma
histórica y propia del derecho ibérico, síntesis genuina de la ordena­
ción del poder al bien común, generada por nuestros antepasados y
vitalizada en la medida en que se mantengan vivas por las instituciones
locales e intermedias de los reinos. En 1642, Francisco de Quevedo
publicó La Rebelión de Barcelona, en la que hace ya una presentación
típicamente moderna y centralista de los fueros como privilegio odio­
so y superfluo, como concesión de un poder absoluto: «Dicen que sus
fueros y privilegios todos habían sido premisos de grandes y fidelísmos
servicios a sus condes, y esto blasonándolo. Pues yo digo con Aristó­
teles: Contrarium eadem est ratio, “una misma es la razón de los con­
trarios”; luego por deservicios e infidelidad se pierde lo que por fideli­
dad y servicios se gana».
En 1643 cayó Olivares, el hombre que probablemente más hizo
por im pulsar el «vector regalista» de la monarquía hispánica, y por
amenguar el «vector tradicional», foralista, federativo, tradicionalis-
ta. Cuatro años más tarde tuvo lugar la firm a de los Tratados de Paz
de W estfalia, que signaron el final de la Guerra de los T reinta Años
y de la hegemonía española. Estos tratados, radicalmente modernos
en su m entalidad, marcan una transición en la forma de hacer polí-
i ica en Occidente y consagran el absolutismo más descarnado. En
.iquellos acuerdos internacionales se sostiene el principio pacificador
y agnóstico de cuius regio, eius et religio. Es decir, cada país tendrá
una religión, y los habitantes seguirán la religión nacional, incluido
i I príncipe. Ese era el precio de la paz. Paz m uy relativa, puesto que
I i am ia y España scgnii.in en guerra hasta la Paz de los Pirineos
(l(>V)), momento en >1 cual España llevaba en guerra continua
oc henta altos.
l a aceptación T aquel piim lpln, no ya de letrina circunstancial,

I f''» I
como ya se había ensayado en la Paz de Aubsburgo (1555), sino de un
modo pretendidamente definitivo, acababa con el ideal de la Cristian­
dad política. Aquella capitulación doctrinal tenía que escandalizar in­
teriormente a todas las inteligencias católicas del momento. Sus efec­
tos de excitación del nacionalismo y de privatización de la fe fueron
demoledores. En el mundo católico preparó la división perdurable
entre quienes «digirieron» aquel nuevo statu quo (catolicismo liberal
germinal) y los que lo consideraron un revés inaceptable doctrinal­
mente (ultramontanos).
Los firmantes de aquel tratado, negociado y firmado por orden de
Felipe IV, cometieron una última felonía llena de significado: llegado
el momento de la ceremonia de la firma, se impidió la entrada al lega­
do pontificio. Por primera vez, España firmaba un tratado de paz sin
la intervención de la Silla Apostólica. El Papa no podía aceptar los
términos de aquellos acuerdos, ni sus falsas premisas doctrinales, y,
durante las negociaciones, el legado Fabio Chigi, futuro Alejandro
VII, había defendido tenazmente los intereses de la Iglesia. Todos los
países firmantes estuvieron de acuerdo en aquella exclusión, que para
España fue particularmente indigna. Todavía los reyes católicos fir­
mantes de aquellos acuerdos iban a propinar una nueva humillación al
Soberano Pontífice. Aquel mismo año, el Papa Inocencio X promulgó
el breve Zelo domus Dei, denunciando los acuerdos y declarándolos
nulos en lo que tocase a los derechos de la Iglesia. El Emperador y los
reyes de Francia y de España, monarcas católicos, hicieron oídos de
mercader a las palabras del Papa.
Durante las negociaciones de la Paz de los Pirineos, el represen­
tante del rey francés, el cardenal Mazarino, impidió personalmente
que el legado del Papa participara. El tratado entre Francia y España
también se firmó sin la intervención romana.

PARA LEER MÁS:

ROMO, Judas José. Ensayo Sobre la Influencia del l .uteranismo y del


Galicanismo en la Política, de Lt Goric de España. México. IH4b.
Tomo I. Páginas 12-74.
SEE, Henri. Les idées politiques en Frcnce au X V I I.0 siécle. París. Marcel
Girad. 1923. Páginas 15-44.
VOLTES, Pedro. «Felipe V y los fuer«s de la Corona de Aragón». Re­
vista de Estudios Políticos. N.° 8 4 .llov-dic, 1954.
8
LA DECADENCIA HISPÁNICA
EN TIEMPOS DE LOS BORBONES

Tras el largo reinado de Carlos II, que en esta materia continuó por
inercia la senda trazada por sus mayores, el 15 de noviembre de 1700
aceptó la Corona española un miembro de la casa de Borbón, Felipe V.
Felipe V, nieto de Luis XIV de Francia, había nacido en 1683, tan
sólo un año después de la famosa Asamblea del Clero francés promo­
vida a instancias del Rey Sol y cuyas conclusiones dieron forma defi­
nitiva al galicanismo, tal como se recoge en los cuatro artículos redac­
tados por el obispo de Meaux, Bossuet.
En cuanto a las relaciones con el papado, el clima doctrinal de su
educación fue el de que los reyes pueden intervenir en los asuntos reli­
giosos del reino por derecho propio, y en lo tocante al derecho divino
de los reyes, las doctrinas en que fue instruido fueron las de Richelieu,
que «situando el poder real todopoderoso por encima de las leyes, no
admite ningún control de los Parlamentos y afirma la necesidad de la
tazón de Estado», en palabras de Henri Sée.
El reinado del abuelo del primer monarca Borbón de España, dice
Sée, se fundó en principios netamente declarados:

Plegar a todos sus súbditos a la obediencia, arrasar toda oposición, enfren­


tarse a cualquiei tipo de entumí por parte de las corporaciones del Estado
(l’atlamento, I stados piovnn mi ), considerarse como único propietario de
los bienes de sus subditos I stos son pata él los dogmas intangibles sobre los
que se apoya la animidad di I sobeiailo que, al recibir lodo su poder de

I 7\ |
Dios, sólo a la autoridad divina debe rendir cuentas. Y si tiene deberes, lo
que gustosamente reconoce, tales deberes quedan sin sanción alguna.

La política de Felipe V, relativamente atemperada por su aclimata­


ción hispánica, se situará en un punto intermedio entre el considera­
ble regalismo de los Austrias y el insoportable despotismo de su abue­
lo. En todo caso, supondrá un nuevo avance y afianzamiento del
«vector regalista» en la política hispánica.
No haré un repaso de los jalones que marcan la escalada regalista
con la accesión de la dinastía borbónica al trono español. Esta tenden­
cia siguió acentuándose. De hecho, los reinados de Felipe V y de
Carlos IV, primer y último rey Borbón antes de la independencia de
América, contienen sendas acciones de naturaleza cismática inspiradas
por el galicanismo político de los Cuatro Artículos de 1682. En 1709,
Felipe V clausuró el tribunal de la nunciatura, desterró de España al
nuncio del Papa y cortó las relaciones de la Corona con Roma (mandó
a «los obispos, prelados de religiosas, iglesias, comunidades y demás
cabezas eclesiásticas» que «cualquiera breve, orden o carta que tuvieren
o recibieren de Roma no usen de ellas en manera alguna, ni permitan
se vean ni usen; sino que según llegaren a sus manos las pasen sin dila­
ción a las mías para conocer si de su práctica y ejecución puede resul­
tar inconveniente o perjuicio al bien común y al del Estado»). En
1799, al fallecimiento del Sumo Pontífice Pío VI, Carlos IV proyectó
una acción mucho más radical a instancias del ministro Urquijo: re­
clamar para el episcopado español jurisdicción sobre los recursos en
materia matrimonial y otros reservados al Papa y proveer él mismo a
cubrir las sedes episcopales vacantes, en lo que, de haber prosperado
hubiera constituido una «Iglesia ministerial hispánica».
Merced al progreso de las políticas absolutistas y de su guerra im­
placable contra los fueros y las competencias de las instituciones fora-
les, había llegado el momento de la difusión de completos sistemas de
pensamiento contrarios a la doctrina católica y al pensamiento jurídi
co tradicional. Pero antes de proseguir se debe señalar un momento de
gran valor histórico: la efectiva supresión de los fueros de los reinos cil­
la Corona de Aragón.
La Guerra de Sucesión terminó con el reí onoi imieulo general cil­
ios derechos de Don Felipe V. Los reinos di la ' otoña di Aragón,

i
aun con divisiones notables, habían tomado partido por los derechos
del Archiduque Carlos de Austria. El 26 de abril de 1707 se riñó la
Batalla de Almansa, y en los días siguientes las tropas de Felipe V to­
maron Requena, Valencia y Zaragoza. Tres días después de la entrada
en Zaragoza, el 29 de junio de 1707, Felipe V firmaba un decreto
histórico:

Considerando haver perdido los Reynos de Aragón y Valencia y todos sus


avitadores por la rebelión que cometieron faltando enteramente al jura­
mento de fidelidad que me hicieron como a su lexitimo Rey y Señor, to­
dos los fueros, privilegios, exempciones y livertades que gozavan y que
con tan liveral mano se les havian concedido así por mí como por los Se­
ñores Reyes mis predecesores particularizándolos en esto de los demás
Reynos de esta Corona, tocándome el dominio absoluto de los referidos
dos Reynos de Aragón y de Valencia, pues a la circunstancia de ser com-
prehendidos en los demás que tan lexitimamente poseo en esta Monar­
quía se añade ahora la del justo derecho de la conquista que de ellos han
hecho últimamente mis armas con el motivo de su rebelión y conside­
rando también que uno de los principales atributos de la soveranía es la
imposizion y derogación de leyes, las quales con la variedad de los tiem­
pos y mudanza de costumbres podría yo alterar aun sin los grandes y
fundados motivos y circunstancias que oy concurren para ello en lo to­
cante a los de Aragón y Valencia, he juzgado por conbeniente así por esto
como por mi deseo de reducir todos los Reynos de España a la uniformi­
dad de unas mismas leyes, usos, costumbres y tribunales gobernándose
igualmente todos por las leyes de Castilla, tan loables y plausibles en todo
el Uniberso, abolir y derogar enteramente (como desde luego doy por
abolidos y derogados) todos los referidos fueros, privilegios, prácticas y
costumbres hasta aquí observados en los referidos Reynos de Aragón y de
Valencia, siendo mi voluntad que estos se reduzcan a las leyes de Castilla
y al uso y práctica y forma de gobierno que se tiene y a tenido en ella y en
sus tribunales, sin diferencia alguna en nada.

El sueño uniformador de Olivares comenzaba a materializarse. La


destrucción de los lucros de Aragón supone el auténtico comienzo de
la España moderna. I'el i pe V aprovechó la coyuntura de una guerra
' ivil que nada tenía qu< v< i ron la perviveneia o no de los fueros, sino
con i irt unstaucias mi.tímenle pegadas .i aquel momento (el mismo
I'apa, durante la güeña, liahíu llegado a reconocer ionio monarca de
España al Archiduque Carlos, «Carlos III»), Toda una tendencia cen­
tralista, m uy extendida entre la clase dirigente castellana, pero que
también contaba con partidarios aragoneses, encontró la excusa en la
rebeldía de estos últimos.
Téngase en cuenta que si, como aducía Felipe V, la violación del
juramento de fidelidad por parte de las poblaciones rompe el pacto del
reino con la Corona y la pena de la abolición corresponde al delito, el
vínculo que resta a partir de entonces entre el pueblo y el Rey es de
mera fuerza. En palabras del Rey es «el justo derecho de conquista»,
inverosímil argumento que debilita de propósito la ligazón interna de
los reinos de la Corona, desplazándola de la simbiosis entre historia y
derecho público cristiano hacia un novedoso derecho derivado de la
fuerza. Esta falsa argumentación jurídica, cimentada sobre la erosión
de la tradicional constitución política de los reinos de España, despeja
el camino para que, un siglo más tarde, los independentistas america­
nos echen mano de un recurso unánime. Hablarán entonces los ame­
ricanos de «ruptura del pacto» entre el pueblo y la dinastía, por impo­
sibilidad de cumplimiento de la parte de aquélla, al estar el Rey
prisionero. Es el peligro de los argumentos oportunistas y a d homi-
nem\ que son de ida y vuelta.
Ochenta años antes de la supresión de los fueros de Aragón, Que-
vedo blandía el dictum aristotélico: contrarium eadern est vatio , «una
misma es la razón de lo contrario» contra los fueros. Cien años des­
pués, Mariano Moreno y Camilo Torres aplicarán el mismo razona­
miento del genial madrileño: «Luego por impedimento de ejercicio (o
más sencillamente, por rebelión) se pierde lo que por conquista se ga­
na».
Durante el siglo XVIII España «no produjo ningún teólogo de
cuenta, ni ortodoxo y ni heterodoxo», dice Menéndez Pelayo, y añade:
«En cambio, hormigueó de canonistas, casi todos adversos a Roma». A
éstos los llama el polígrafo jansenistas — políticos, añadamos— aun­
que no se adhirieran explícitamente a las doctrinas condenadas por
Clemente XI en la bula Unigenitus (1713):

Porque se parecían a los solitarios de Port-Royal en la alo iación de nimia


austeridad y de celo por la pureza de la antigua di:.i iplina. en el odio mal
disimulado a la soberanía poní illcia, en las elei me. di • lamai iones enni ra
los abusos de la curia romana; en las sofísticas distinciones y rodeos de
que se valían para eludir las condenaciones y decretos apostólicos; en el
espíritu cismático que acariciaba la idea de iglesias nacionales y, final­
mente, en el aborrecimiento de la Compañía de Jesús.

Ese jansenismo político (que, como dice Menéndez Pelayo, «más


bien debiera llamarse hispanismo , en el mal sentido en que decimos
galicanism o ») tenía una pluralidad de fuentes intelectuales diversas. Ni
todos eran iguales, ni pensaban lo mismo. Unos abogaban por un
episcopalismo conciliarista, otros por una preeminencia regalista del
monarca sobre la Iglesia española y, a decir también del gran santan-
derino, el mayor número, ni eran jansenistas ni regalistas,

sino volterianos puros y netos, hijos disimulados de la impiedad francesa


que, no atreviéndose a hacer pública ostentación de ella y queriendo diri­
gir más sobre seguro los golpes a la Iglesia, llamaron en su auxilio todo
género de antiguallas, de intereses y de vanidades, sacando a relucir tradi­
ciones gloriosas, pero no aplicables al caso, de nuestros concilios toleda­
nos y trozos mal entendidos de nuestros Padres, halagando a los obispos
con la esperanza de futuras autonomías, halagando a los reyes con la de
convertir la Iglesia en oficina del Estado y hacerles cabeza de ella y pontí­
fices máximos y despóticos gobernantes en lo religioso, como en todo lo
demás lo eran conforme al sistema centralista francés.

Se trató de una eclosión simultánea de estas doctrinas en toda Eu­


ropa. Pereira, Febronio, Campomanes, el sínodo de Pistoya, la política
josefista austríaca, todos dirigían sus diatribas hacia la misma direc­
ción: la constitución divina de la Iglesia y particularmente la monar­
quía pontifical. Diferentes escuelas, en ocasiones irreconciliables en su
estirpe intelectual, se aunaban en ese triste objetivo. Tales fueron las
inspiraciones de los gabinetes españoles, en particular a partir del rei­
nado de Fernando VI y llegando al paroxismo en los de Carlos III y
Carlos IV.
El cardenal Inguanzo se lamentaba en 1813: «En tiempos de Carlos
III se plantó el árbol, en el de Carlos IV echó ramas y frutos, y noso­
tros los cogimos: no hay un solo español que no pueda decir si son
dulces o amargo:v En c alidad el árbol se había plantado, como he­
mos visto, mui lio tiempo aun s

I 77 |
Hablando de la cortedad intelectual y la beatería de «devoción po­
co ilustrada» en particular de Carlos III, pero aplicable a su hijo tam­
bién y a algunos antecesores, Menéndez Pelayo da un juicio lapidario:
«Cuando tales beatos inocentes llegan a sentarse en un trono, tengo
para mí que son cien veces más perniciosos que Juliano el Apóstata o
Federico II de Prusia». Así es: Carlos III, el mismo rey que decía «no
sé cómo hay quien tenga valor para cometer deliberadamente un pe­
cado aun venial», no sentía el reclamo de su conciencia ante los abusos
de sus ministros contra la Iglesia y contra los derechos consuetudina­
rios, ni siquiera cuando desterró de sus reinos a los jesuitas y cuando
sus agentes maquinaban ante el Papa Clemente XIV para conseguir la
supresión de la orden.
El ministro irlandés Ricardo W all, heredado de su hermano Fer­
nando VI, su asesor, el exaltado Marqués de Tanucci, los ministros,
también italianos, Grimaldi y Esquilache, don M anuel de Roda, m i­
nistro de Gracia y Justicia, don Pedro Rodríguez Campomanes, fiscal
del Consejo... inician una larga lista de funcionarios regios antirro-
manos, furibundos centralistas y hostigadores de los derechos de la
Iglesia, que no cesarán hasta el cautiverio de Bayona.

Para leer m ás :

MENÉNDEZ PELAYO, Marcelino. Historia de los Heterodoxos Españoles


II. Protestantismo y sectas místicas. Regalismo y Enciclopedia. Hetero­
doxia en el siglo X IX . Madrid. Biblioteca de Autores Cristianos.
1956. Páginas 390-714.
SÉE, Henri. L ’é volution de la pensée politique en France au X V I1Í siécle.
París. Marcel Girad. 1925. Páginas 9-55.
9
LA EXPULSIÓN DE LOS JESUITAS

Dislocada la razón política de sus cauces tradicionales, de la armonía


entre la obediencia al poder civil, el respeto de las leyes viejas de los rei­
nos y la colaboración con la autoridad religiosa, particularmente con la
Sede de Pedro, a mediados del siglo XVIII la mentalidad antirromana se
había abierto paso en las inteligencias ilustradas de la época, en las clases
directoras de la sociedad. En semejante desquiciamiento, las cabezas de
intención recta — dejemos a un lado a los volterianos disimulados— no
veían obstáculo en proclamarse a un tiempo católicas fidelísimas y par­
tidarias de las nuevas filosofías; enemigas del rancio escolasticismo y
defensoras de un vicariato regio sobre las cuestiones religiosas. Las ma­
sas rurales quedan todavía al margen de estas corrientes, conservándose
en ellas el relicario de la vieja concepción de la unidad de doctrina polí­
tica y religiosa. Pero esas masas no cuentan ni con cauces eficaces de ex­
presión política ni, sobre todo, con otros medios de preservar su inte­
gridad que su misma humilde condición, lejana de los centros de
difusión de las ideas nuevas. En particular, el viejo ideal de las Españas,
tradicionalistas, federativas, se encontrará cada vez más desguarnecido
por ese aislamiento de los reductos populares. Sin acceso a la profundi-
zación y a la renovación intelectual, sólo contarán con unas cuantas lú­
cidas cabezas que mantendrán vivo el fuego de la doctrina tradicional.
Pero en aquel momeiiin cuas andan dispersas en celdas conventuales,
sin un relumbrón .................. llora, va a corresponder sólo a los enci-
( lopcdistas, volterianos, galli anos, jansenistas.,.

I '•» I
Un nuevo patriotismo se está fraguando, completamente indepen­
diente de los viejos frenos y de la obediencia religiosa. Ya las clases
cultivadas pueden entusiasmarse hasta la emoción con «la idea de Es­
paña», soñar planes de modernización y de progreso nacional, sin que
en aquellas emociones y en esos sueños se proyecte la sombra de Ro­
ma. Este es el ideal intelectual que ha preparado el despotismo minis­
terial durante siglos. En aquellos momentos de postración doctrinal,
todas esas corrientes antitradicionales se han encontrado ante un ba­
luarte de los derechos del papado: los jesuitas. Aquella eclosión «pro­
gresista» no tolera que en el interior de los reinos exista y actúe una
disciplinada corporación de hombres sabios dedicados a Dios, que in­
culcan en sus centros educativos el amor a la Silla Apostólica, el res­
peto a sus derechos, los límites del poder real.
No se trata de una disputa de escuela, se trata de atacar la orden
más disciplinada en aquel momento, por lo que significaba de obstá­
culo al regalismo que por entonces todas aquellas corrientes diversas
— y que en el siglo XIX estallarán en facciones irreconciliables— de­
fendían como símbolo de su hostilidad a los derechos del pontificado
romano. Eran regalistas por antirromanos. En la mayor parte de las
cabezas de aquel partido se aspiraba a nuevas formas de gobierno.
Primero se trataba de eliminar al papado y luego de eliminar la mo­
narquía que había sido instrumental para sus siniestros designios. Las
fuerzas que acabaron con la monarquía de Luis XVI fueron la proge­
nie de las víboras que los «catolicísimos» Luis XIV y Luis XV habían
incubado en su seno.
Había que acabar con la Compañía de Jesús. La primera piedra la
lanzó José I de Portugal, o su primer ministro, el Marqués de Pombal,
como se quiera. En 1759 habían extrañado del reino a todos los je­
suitas, les confiscaron todas sus propiedades, expulsaron al nuncio y
rompieron relaciones con la Santa Sede. Tanto era lo mismo un nego­
cio como el otro. Pombal llegó a dictar «la ridicula providencia de
mandar borrar en los calendarios los nombres de San Ignacio, San
Francisco Javier y San Francisco de Borja». Las cátedras ocupadas por
los jesuitas se confiaron a «maestros laicos, jansenistas o volterianos,
penetraron en la Universidad de Coimbra todo género de novedades,
hasta hacer de aquella Universidad un loco revolucionario», cuenta
Menéndez Pelayo.

Hit
En 1762, el Parlamento de París — el mismo que había mandado
quemar públicamente la obra del padre M ariana— dio un inverosímil
decreto condenatorio de los jesuitas, acusándolos de las faltas más ab­
surdas y contradictorias: «Fautores del arrianismo, del socinianismo,
del sabelianismo, del nestorianismo... de los luteranos y calvinistas...,
de los errores de W icleff y de Pelagio, de los semipelagianos, de Fausto
y de los m aniqueos...».
Durante el reinado de Fernando VI, el ministro W all comenzó el
hostigamiento de la Compañía. Bajo Carlos III se les acusó de promo­
ver el M otín de Esquilache y de otros desórdenes populares con los
que no tuvieron relación ninguna. Se trataba de preparar el ambiente.
Aquel mismo año de 1766, el presidente del Consejo de Castilla, Pe­
dro Pablo Abarca de Bolea, el Conde de Aranda, íntimo de Voltaire y
de D’Alembert, promovió un consejo extraordinario, cuyo informe
redactó el fiscal Rodríguez Campomanes, plagado de infamias y me­
dias verdades contra los jesuitas. La conclusión de los fiscales era la ne­
cesidad de una «clemente providencia económica y tuitiva»: la expul­
sión inmediata sin juicio.
En noviembre de 1765 había llegado a la Nueva España el teniente
general don Juan de Villalba con el encargo de organizar la defensa del
Virreinato. Hasta entonces, no había allí más que un puñado de sol­
dados en tres destacamentos (para un territorio que abarcaba más de
cuatro millones de kilómetros cuadrados, más o menos la m itad de
Europa), los cuales habían sido suficientes para preservar el orden.
Con Villalba vinieron cinco mariscales de campo y dos m il soldados
extranjeros. Todo aquel despliegue de fuerza, sin objeto aparente,
obedecía, según Orozco y Berra, a otra finalidad oculta por entonces:

La expatriación de la orden terrible y poderosa de los jesuitas. Para con­


seguirlo, era menester la fuerza armada en un país en que aquellos religio­
sos, por sus riquezas, por su influjo personal, por su manera de obrar ha­
ciendo el bien y repartiendo beneficios, eran dueños del ánimo del
pueblo fanático e ignorante, podiendo moverlo a su antojo. Por eso, el
núcleo ilc soldados era dr exuanjeros, o gringos, como el pueblo los ape­
llide'); ellos obed.. latí mu leplii ai i uanto si- les mandase y caso de una in-
stu i cu ion i leí pueblo, tem Ir ian que con iba Iirla con todas sus fuerzas, so
pena de mol ii Itn 'inhiba incnii

I NI |
El padre Trueba afirma que entre la soldadesca había «luteranos,
calvinistas, o simplemente renegados o blasfemos de Ñapóles y de Si­
cilia».
El Rey promulgó la Pragmática que decretaba la expulsión el 2 de
abril de 1767, y en la península se comenzó a ejecutar aquel mismo
día. En América tardó un par de meses más.
En la ciudad de México, cuenta Trueba, durante

la noche del 24 al 25 de junio, a favor de la oscuridad, las tropas fueron


puestas sobre las armas y con ellas los comisionados se dirigieron en se­
creto a cercar las casas ocupadas por los jesuitas, tomaron las calles veci­
nas y todas las salidas. A las cuatro de la mañana del 25, víspera de la
fiesta del Sagrado Corazón, un piquete de soldados llamó violentamente
a la casa profesa y mandó que se abriese por orden del rey. Abierta que
fue, dos soldados aseguraron al portero mientras ocupaban el campanario
y todas las entradas a la iglesia. El jefe, José Antonio Areche, mandó lue­
go que llamasen al Superior y que se reuniese toda la comunidad, sin to­
car campana, en la capilla interior. Una vez allí les leyó la Pragmática,
intimándoles a todos el destierro de sus dominios. El obedecimiento de­
bían firmarlo todos los sujetos de la casa, con sus nombres y grados. Es­
tupefactos, todos firmaron, sin oponer la menor objeción. Después se
procedió al inventario y secuestro de bienes inmuebles...

Del mismo modo sucedió en las treinta casas, once seminarios, y más
de cien misiones de los jesuitas en aquel virreinato.
Para acrecentar la indignación y la desorientación del pueblo, se
mandó fijar pasquines con un bando oficial:

Se hace saber a todos los habitantes de este imperio que el rey nuestro se
ñor, por causas que reserva en su real ánimo, se ha dignado mandar se
extrañen de las Indias a los religiosos de la Compañía, así sacerdotes co
mo coadjutores o legos, que hayan hecho la primera profesión y a los no
vicios que quisieren seguirles, y que se ocupen todas sus temporalidades.
Se previene a los habitantes de esta Nueva España, de que estando es
trechamente obligados todos los vasallos de cualquiera dignidad, clase y
condición que sean a respetar y obedecer las siempre justas resoluciones
de su soberano, deben venerar, auxili.it y i umplii esta con la mayol exat
S. M. declara incursos en su real indignación a los inobedientes o
remisos en coadyuvar a su cumplimiento, y se usará del último rigor de
ejecución militar contra los que en público o secreto, hicieren con este
motivo conversaciones, juntas, asambleas, corrillos o discursos, de pa­
labra o por escrito; pues, de una vez para lo venidero deben saber los
súbditos del gran monarca que ocupa el trono de España, que nacieron
para callar y obedecer, y no para discutir ni opinar en los graves asun­
tos del gobierno.

En esto había dado la monarquía católica hispánica, liberada de las


obstructoras ataduras de los fueros, de la ley natural y de la obediencia
a la Sede de Roma. La Corona se presentaba ante sus súbditos como
un espantajo en manos de los enemigos del bien común del reino.
Enemigos que la habían reducido a su dócil instrumento, tanto más
eficaz cuanto conservase mayor resto del prestigio antiguo y cuanto
más vacía estuviese de aquello que le había otorgado aquel prestigio.
Aquella monarquía, que ponía un trono a las premisas y ni siquiera
era capaz todavía de levantar un cadalso a las conclusiones, exigía a sus
hijos que obedeciesen «las siempre justas resoluciones de su soberano»,
cuando el soberano mandaba la máxima iniquidad.
El alcance del escándalo que operó esta medida en la ya herida y
debilitada alma de los españoles es imposible de calibrar, pero está cla­
ro que si en alguno excitó el afecto a la monarquía fue ya sólo en los
que habían perdido toda traza de la misión fundacional de aquellos
nuevos reinos.
En los que todavía, y eran mayoría, seguían venerando el tesoro de
piedad patria y política recibido de sus mayores, aquella monstruosa
decisión debilitó todavía más sus fundamentos políticos. «De una vez
para lo venidero deben saber los súbditos del gran m onarca... que na­
cieron para callar y obedecer». Se hacía saber a los ciudadanos que no
eran miembros de una comunidad política, que no les tocaba a ellos
contribuir con actos y virtud de justicia general al bien común. El go­
bernante mismo destruía la ciudad política y los súbditos, privados de
l>()l¡licidnd, sólo podían salvar el amor a España resguardándolo, re­
cluido, en las intangibles regiones del intenso y privado sentimiento,
bastaba ya solo una Im i/a mavoi que tote ¡ese aquel sentimiento, pues
la raí/, pollina se l.i .■gabau los gobernantes.

I M t |
Una vez ejecutada la orden de expulsión, el ministro de Justicia
(secretario de Gracia y Justicia) de Carlos III, el aragonés Manuel de
Roda y Arrieta, le escribió al Duque de Choiseul, ministro de Asuntos
Exteriores de Luis XV de Francia: «La operación nada ha dejado de
desear: hemos muerto al hijo, ya no nos queda más que hacer otro
tanto con la madre, nuestra Santa Iglesia Romana».
Prosiguieron insaciables los designios de las monarquías «católicas»,
pues no les satisfacía exterminar de sus pagos a los peligrosos jesuítas.
Aspiraban a un golpe mayor: erradicarlos por completo, y con ello
hum illar al Vicario de Cristo obligándole a dar ese terrible paso. Co­
mo premio a esa infamante misión, Carlos III otorgó al embajador
Moñino el título de Conde de Floridablanca, pues sus manejos y pre­
siones obtuvieron su objetivo, y Clemente XIV suprimió la orden en
1773.

PARA LEER MÁS:

MENÉNDEZ PELAYO, Marcelino. Historia de los Heterodoxos Españoles


II. Protestantismo y sectas místicas. Regalismo y Enciclopedia. Hetero­
doxia en el siglo X IX . Madrid. Biblioteca de Autores Cristianos.
1956. Páginas 500-542.
TRUEBA, Alfonso. La Expulsión de los Jesuítas o el Principio de la Revo­
lución. México. Editorial Jus. 1957.
10
EL INFORME DE ARANDA

Conforme avanzaba la segunda mitad del siglo XVIII, más se discutía


una eventual secesión de la América española... principalmente en
Europa. Edmund Burke, el abate Raynal, el embajador francés en
Londres, Durand, nuestro ministro de M arina, González de Castejón,
Grimaldi o Floridablanca, especulaban con la hipótesis. De un modo
particular anticipará la escisión el Conde de Aranda, como vamos a
ver.
De igual manera, fue en Europa donde Miranda, Bolívar, Belgra-
no, O’Higgins y la crema del movimiento independentista formaron y
maduraron sus proyectos sobre América. Doctrinal e ideológicamente,
no hay duda de que el independentismo hispanoamericano, triunfante
a la postre, es un producto del Viejo Continente, inoculado durante la
crisis de la invasión napoleónica a una masa social sentimentalmente
identificada con España, pero política, filosófica y religiosamente desa­
rraigada. Antes de 1810, los tímidos movimientos de carácter ideoló­
gicamente asimilable sólo han sido recuperados y magnificados a pos-
teriori como parte del mito fundacional de los nuevos Estados
americanos. El argentino José Luis Romero explica que Francisco de
Miranda estaba ausente de Venezuela desde 1771. En Europa,

viajó mucho, mivíó bajo cIímincas banderas, conoció de cerca a muchos


hotiihn |Mil>11• i.. ■ im lo en diversas aventuras y se fue haciendo una
c l.ii .i 11oi ■|ii >..... i di 111}■u n en a de las opiniones políticas que ofrecía la

m
crisis suscitada en Europa por la revolución francesa de 1789. [...] Su ex­
periencia francesa y el conocimiento de los autores que inspiraban la ola
revolucionaria completó el cuadro de lo que necesitaba saber para orien­
tarse en el complejo y vertiginoso panorama europeo. Cuando comenzó a
pensar en su patria venezolana ya soñaba en América como su verdadera
patria. La idea — casi la hipótesis— de que Hispanoamérica pudiera in­
dependizarse de su metrópoli surgió en su espíritu indisolublemente uni­
da a su imagen de la situación general del mundo. Visto desde Europa, el
imperio colonial español parecía ya un mundo anacrónico.

La idea — «casi la hipótesis»— de la independencia no nació, pues,


del interior de la sociedad americana, como fruto en sazón de un pro­
ceso propio de maduración política. El espíritu que había madurado
en América, una vez más hay que decirlo, era de independencia filo­
sófica y espiritual, lo cual, es cierto, vaciaba políticamente la adhesión
a la Corona hispánica; convertía esa adhesión en meramente senti­
mental e inercial, pero de ningún modo se puede hablar en sentido
positivo de un ideal independentista genuino americano. Este ideal
tomó cuerpo en Europa y se inoculó a América. Incluso en aquellos
jefes del movimiento que no frecuentaron Europa, como Mariano
Moreno, sus lecturas son netamente europeizantes: Montesquieu,
Voltaire, Diderot, Rousseau. El caso de Manuel Belgrano es una me­
táfora de la realidad americana. Su introducción en el pensamiento
anticristiano enciclopedista se obra merced a la «piadosa» disposición
que le llevó a pedir a su obispo la dispensa para poder leer los libros
prohibidos, dispensa que recibió en los más amplios términos «para
que pudiese leer todo género de libros condenados aunque fuesen he­
réticos», excepción hecha de los contrarios a la ley natural, los porno­
gráficos. De este reverente modo, el joven bonaerense se familiarizó
con el pensamiento racionalista, que acabó por minar los restos de su
piedad.
Dentro del Gobierno de Carlos III, el Conde de Aranda es quien
con mayor claridad advierte la probable pérdida de la América espa­
ñola. Él, que de modo particular había puesto un trono a las premisas
doctrinales de aquella España, comprende que éstas lian vaciado poli
ticamente el vínculo político de los americanos. I)e momento esta
mos en el decenio de 1780 todavía no lian allniado los movimien
tos secesionistas, pero Aranda inteligentemente comprende que el te­
rreno está abonado y sólo falta que se den cita las circunstancias histó­
ricas adecuadas para que se verifique la separación. Aranda es un enci­
clopedista y un nacionalista español al modo moderno — «Yo no
sueño sino en España, España, España», le escribía a Floridablanca en
1778— , pero también es hombre pragmático. En carta a Floridablan­
ca, en 1782, le informaba de que

de la América ha de imaginarse que más o menos tarde han de suceder en


ella revoluciones iguales a las de las colonias inglesas, y que su importan­
cia mayor es la de atenerse a las islas capitales de Cuba y Puerto Rico que,
aprovechadas con buen establecimiento, llegarán a ser las únicas alhajas
duraderas y entre tanto el freno del continente y el depósito de las fuerzas
en caso necesario.

Se ha discutido la veracidad del informe secreto de 1783, pero todo


apunta hacia su autenticidad, coherente con los pensamientos previa­
mente manifestados por el propio Aranda, y hasta Godoy, «el Príncipe
de la Paz», en sus memorias trae a colación el texto. En ese documen­
to, Aranda hace un elenco de las razones por las cuales considera in­
viable durante mucho más tiempo la presencia de la Corona en Amé­
rica. La lista contiene una mezcla de causas, de órdenes
completamente heterogéneo y ninguna de ellas es claramente de orden
político, cosa lógica en Aranda que, por m uy enciclopedista y volte­
riano que sea, es un absolutista, y para él el pueblo no tiene vínculos
de naturaleza política con el gobernante, sino de fuerza, sea física, psi­
cológica o afectiva. Abarca de Bolea no se engaña: esos vínculos tam­
bién se están relajando a ojos vistas.
La propuesta de Aranda se mueve en la línea del oportunismo y del
despotismo político que le caracterizan:

A fin de realizar este gran pensamiento de un modo que convenga a Es­


paña, deben establecerse fres infantes en América, uno como rey de Mé­
xico, olio como rey de l’ení, y otro como rey de Costa Firme, tomando
V. M. el titulo di eniperadoi
Le, tomliil.... di ' i i imiieir,.i cesión podrían ser que los tres nue­
vos reyi s \ sus sin i .un n i oí ii a Irmu a V. M. y a los príncipes que ocu

I H7 |
pen el trono después por jefes supremos de la familia, que el rey de Méxi­
co pagase cada año como feudo por la cesión de aquel reino una contri­
bución en plata de un número determinado de marcos, que se enviarían
en barras para acuñarlas en las casas de Moneda de Madrid y Sevilla. Lo
mismo haría el rey del Perú, pagando en oro de sus posesiones. El de
Costa Firme remitiría cada año su contribución en géneros coloniales,
sobre todo en tabaco, para abastecer los estancos del reino.
Estos soberanos y sus hijos deberían casarse siempre con infantes de
España o de su familia, y los príncipes españoles se enlazarían con prince­
sas de los reinos de Ultramar. De este modo se establecería una unión ín­
tima entre las cuatro coronas, y antes de sentarse en el trono, cualquiera
de estos soberanos debería jurar solemnemente que cumpliría con estas
obligaciones.
El comercio habría de hacerse bajo el pie de la más estricta reciproci­
dad, debiendo considerarse las cuatro naciones como unidas por la más
estrecha alianza ofensiva y defensiva para su conservación y prosperidad.

Por disparatada que sea la fallida propuesta y por sesgado que re­
sultase el análisis de las causas, no se puede negar que Aranda, y con él
cualquier observador objetivo, detectaba la endeblez de la condición
política americana. El vector absolutista copaba el panorama. Había
desmedulado políticamente a los reinos hispánicos y, durante el siglo
XVIII, había propagado institucionalmente —mediante los propios
gobernantes y mediante una Inquisición últimamente en manos de
jansenistas políticos, cordialmente volterianos— todas las filosofías
anticatólicas. Racionalismo, empirismo, idealismo, sensismo... todo
salvo la escolástica, que, por otra parte, se encontraba en una postra­
ción patente. Una nueva forma de hacer política reclamaba sus dere­
chos. Como siempre, los revolucionarios se veían superados por su
propia revolución.

Para, leer m ás :

LEWIN, Boleslao. Los m ovim ien tos de em an cip ación en ! lisp a n o a m e m a


y la in d ep en d en cia de Estados U nidos. Buenos Aires Ldiiori.il K.ii
gal. 1952. Páginas Ú3 56.
R omero , José Luis, R omero, mis Alberto. Pensamiento político de la
emancipación. Venezuela. Bblioteca Ayacucho. 1977. Paginas IX-
X X X V III.
11
EL CONTEXTO EN EL QUE SUCEDIÓ
LA INDEPENDENCIA DE LAS AMÉRICAS

Las noticias de la independencia de las colonias inglesas de América


del Norte, reconocida por Inglaterra en 1783, en el Tratado de París,
y de la inmediata Revolución Francesa conmovieron al mundo entero.
También a los virreinatos americanos. Los ánimos de los criollos esta­
ban en efervescencia. Los últimos días de 1788 trajeron la coronación
de Carlos IV y consigo la algazara popular y la esperanza de cambios
entre las clases más altas. El ascenso a finales de 1792 del guardia de
corps Godoy a «ministro universal» abrió un capítulo todavía más
errático en la decadencia española y por lo tanto americana. A la
mortal destrucción de la política tradicional y a la fermentación de las
doctrinas revolucionarias anticristianas se sumaron la incapacidad en
la gestión, los desaciertos continuos y el fomento de la corrupción. Los
virreyes, favorecidos por el valido, se aplicaban a sus propios negocios,
descuidados del bien común y de la suerte futura de sus gobernados.
«En tiempos de Carlos IV, el jansenismo había arrojado la máscara
y se encaminaba derechamente y sin ambages al cisma», como explica
Mcnéndez Pelayo. La muerte del heroico Pío VI, prisionero de los re­
volucionarios franceses, significó la oportunidad para la realización de
uno ilc los episodios más siniestros de la historia española: el proyecto
de secesión de la Iglesia hispánica. 1,1 5 de septiembre de 1799, ocho
días después de la muelle del benemérito pontífice, la Gaceta publica­
ba este decreto del rey ( latios IV:
La divina providencia se ha servido llevarse ante sí, el 29 de agosto último,
el alma de nuestro santísimo Padre Pío VI y, no pudiéndose esperar de las
circunstancias actuales de Europa y de las turbulencias que la agitan que la
elección de un sucesor en el pontificado se haga con aquella tranquilidad y
paz tan debidas, ni acaso tan pronto como necesitaría la Iglesia; a fin de que
entre tanto mis vasallos de todos mis dominios no carezcan de los auxilios
precisos de la religión, he resuelto que, hasta que yo les dé a conocer el nue­
vo nombramiento de papa, los arzobispos y obispos usen de toda la plenitud
de sus facultades, conforme a la antigua disciplina de la Iglesia, para dispen­
sas matrimoniales y demás que les competen [...]. En los demás puntos de
consagración de obispos y arzobispos [...] me consultará la Cámara por
mano de mi primer secretario de Estado y del despacho, y entonces, con el
parecer de las personas a quienes tuviere a bien pedirle, determinaré lo con­
veniente, siendo aquel supremo tribunal el que me represente y a quien
acudirán todos los prelados de mis dominios hasta una orden mía.

Este es el proyecto del ministro jansenista Urquijo: hacer una Igle­


sia nacional hispánica independiente de Roma. Antes de que la Provi­
dencia diera al traste con esta enormidad, un nutrido grupo de obis­
pos españoles y de clérigos habían alabado la magnífica idea «del
monarca». El estado de las Españas es comatoso. Mientras tanto, el
advenedizo Godoy, como cuenta Figuera,

tenía en sus manos los destinos de España; cada fracaso de gobierno y de


política exterior arruinaba a España y la postraba como nación. España
pagaba el desastre con ingentes sumas, con un pedazo del Imperio y con
una nueva obligación de servidumbre al extranjero, lo que significaba, sin
embargo, un título de mayor mérito para Godoy. La guerra contra la
Francia revolucionaria costó a España la mitad de la Isla de Santo Do­
mingo, pero Carlos IV atribuyó la paz a la sabiduría de Godoy y le dio el
título de P rín cip e d e la Paz el 4 de diciembre de 1804 y le entregó el la­
tifundio más pingüe del Estado, el Soto de Roma, cerca de Granada, con
una renta anual de un millón de reales. Con la Paz de Basilea, España
quedó sometida y subyugada por Francia. Por el Tratado de San lldefon
so, España se obligó a ceder a Francia el territorio de la Luisiana, más de
dos millones de kilómetros cuadrados.

Los despropósitos de Godoy parecían no lenei límite Por sumisión


a Napoleón y por un mezquino nacionalismo declaró a Portugal la
guerra, llamada burlescamente «de las Naranjas», en la que obtuvo una
resonante victoria que costó a España la pérdida definitiva de la colo­
nia del Sacramento y de las Misiones Orientales en la Banda Oriental
(después Uruguay). En la Paz de Amiens se reconoció la soberanía in­
glesa sobre la isla de Trinidad, poco antes ocupada ilegítimamente, y
se ratificó también la de Gibraltar, aunque Menorca volvio a soberanía
española. Uncido Godoy a la voluntad de Napoleón y a sus delirantes
sueños, la M arina española sufre los descalabros de Finisterre y de
Trafalgar. Godoy era consciente de que la población lo detestaba y de­
cide entregarse todavía más a los manejos de Bonaparte, desentendido
completamente de los intereses políticos de España, preparando el te­
rreno para la invasión de 1808. El Tratado de Fontaineblau de 1807
abrió las puertas de par en par al ocupante.
Tras el secuestro de la familia real española y la ocupación militar,
se abrió por primera vez un período en el que el gobierno dejó de rea­
lizarse por el poder designado por la legitimidad dinástica. Se abrieron
cauces extraordinarios para ejercer el poder de forma supletoria y tem­
poral. Las juntas, que espontánea y desordenadamente surgieron por
toda la Península, dieron anómala continuidad al Gobierno, pero
aquella misma anomalía abría flancos inusitados para el ensayo de
otras fórmulas.
La conciencia política — en sentido tradicional hispánico— de los
españoles americanos e ibéricos estaba m uy deteriorada después de
una acumulación de absolutismo y regalismo que había reducido al
pueblo a la categoría de objeto de la política. La formación religiosa,
también privada de su componente político esencial e influenciada por
las máximas de la época, languidecía en un eclecticismo estéril. La si­
tuación económica era de descalabro y era grande la desmoralización
tras las humillaciones internacionales.
En esto llegó Murat a Madrid. Empezó la Guerra de la Indepen­
dencia en España y fue la víspera de la independencia de las Américas.
PARA LEER MÁS:

ANDRÉ, M arius. El fin d el imperio español en América. Barcelona.


C u ltu ra Española. 19 3 9 .
FlGUERA, G uillerm o. La Iglesia y su doctrina en la independencia de
América. Caracas. Biblioteca de la Academ ia N acional de la H isto­
ria. 1 9 6 0 . Páginas 2 1 - 8 6 y 1 7 3 - 4 0 0 .
MENÉNDEZ PELAYO, M arcelino. Historia de los Heterodoxos Españoles
II. Protestantismo y sectas místicas. Regalismo y Enciclopedia. Hetero­
doxia en el sido X IX . M adrid. Biblioteca de A utores Cristianos.
1956.
SEGUNDA PARTE

LA ABOLICIÓN DE ESPAÑA
Y LA INVENCIÓN
DE LAS NACIONES AMERICANAS
1
PLANTEAMIENTO DEL PROBLEMA

En un pueblo a 50 leguas de México se suscitó una gran quimera entre el


Cura y el Subdelegado: llegó a tales términos, que uno y otro hicieron
reunión de gente armada de garrotes y se presentaron en la plaza cada
uno con su numerosa partida para ver cuál de los dos se había de entregar
preso. El Cura traía de su segundo a un tal B racho, mulato temible en
aquel pueblo por sus hazañas. En él libraba toda su confianza para salir
con aire de la empresa. Acercáronse los dos exércitos y los vecinos de ca­
rácter veían inútiles sus esfuerzos para evitar la batalla... Al tiempo de ir a
romper, grita el Subdelegado: F avor a l Rei. Bracho se pasa de un brinco al
lado del Subdelegado, diciendo: Ese es mi padre. Se sorprende el Cura y
grita: F avor a la Iglesia. Esa es mi madre, dixo B racho, pasándose al lado
del Cura.
Los dos competidores, al observar esto se avergüenzan mutuamente y
abandonan el campo de batalla con universal contento de los espectado­
res: hacen las amistades y protegieron de acuerdo al B racho en su oficio
de curtidor. Yo mismo le pregunté, pasado mucho tiempo del lance, por
qué había hecho aquello, y me respondió: Señor, contra nuestro Dios y
contra nuestro Rei no se puede pelear... He aquí el estado de la Nueva
España en 1807.

Juan López Cancelada

>s testimonios provenientes tic todos los extremos de la América es-


mol.i .oh un,mime, a li liou de dcscribit el sentii popular en los
años inmediatamente precedentes a la explosión independentista: el
pueblo se sentía cordialmente identificado con la Corona de España.
Hemos expuesto las razones de la fragilidad de ese sentimiento.
Todavía será necesario profundizar más sobre el modo en que unos
pueblos desorientados y desarraigados se abocaron hacia un proyecto
artificial y contradictorio. Un proyecto que, a cambio de sacudirse la
costra inerte de la Corona española, prometía otorgarles la necesaria
estabilidad interior y un sentido de arraigo a la par que un futuro de
gloria. L ejour de gloire arriverait.
La América española de hecho se independizó, se escindieron las
partes del todo, se quebró la unidad política secular, pero la estabili­
dad interior, el sentido de arraigo, y, desde luego, el futuro de gloria
quedaron como promesas incumplidas y pendientes.
Quedan muchas preguntas por contestar en este estudio sobre la
independencia americana. Son las más espinosas, las que tienen que
ver con la legitimidad original del impulso secesionista, las que tratan
sobre el momento en que se concibió y se comenzó a poner por obra
este designio centrífugo y, sobre todo, las que tienen que ver con el
drama interior de quienes tuvieron que elegir entre lealtades encon­
tradas, cuando hacer esa elección significaba abismarse en una sima de
negaciones: de la propia sangre, de la propia estirpe, de la propia his­
toria, de la sociedad que les había visto nacer.
Empecemos por decir que la independencia americana es el resul­
tado final de un proceso de vaciamiento político y doctrinal de la so­
ciedad española. No estamos tanto ante gestas políticas como ante
aventuras sentimentales y románticas, con necesarias y traumáticas
consecuencias políticas, movidas por la desazón y el desarraigo, que
diría Corsi Otálora.
El planteamiento, por tanto, es sencillo:
En primer lugar, ¿cómo pudo operarse la rápida separación de los
territorios americanos, si las sociedades hispanoamericanas antes de
1810 no daban muestras de cuestionamiento del vínculo político es­
pañol?
En segundo lugar, cabe preguntarse por las consecuencias de esa
vorágine sobre los nuevos Estados y, particularmente, sobre los nuevos
ciudadanos independientes. Pensemos que no se dató solamente de
un cambio de régimen político, sino que supuso la <ie.it ion de nuevas
naciones artificiales, con el diseño de un nuevo patriotismo que tenía
como ingrediente esencial el rechazo a la propia historia española. No
solamente se trataba de insertar la mentira (la negación y el rechazo de
lo español en países cuya historia era hispánica) en la médula del nue­
vo patriotismo, algo de suyo aberrante, sino que esa perversión conlle­
vaba un bárbaro ejercicio de impiedad hacia los propios ancestros, ha­
cia lo que se puede llamar el bien común acumulado en la historia
hispana, compartida por los distintos reinos, las diferentes nacionali­
dades hispánicas.
De la noche a la mañana, los padres españoles pasaban de ser ob­
jeto de virtuosa piedad a convertirse en monstruos cuya maldad justi­
ficaba la emancipación. Pero aquellos padres eran la estirpe misma de
los que, de este inicuo modo, buscaban una nueva identidad, lanzán­
dose al futuro, negando el pasado existente y exigente, y teniendo que
inventar continuamente un fantástico ayer poblado de indígenas enci­
clopedistas y benéficos.

PARA LEER MÁS:

CORSI OTÁLORA, Luis. Boyacá: Atlántida Andina. ¿Cómo ha vivido so­


cioeconóm icam ente en Colombiai M adrid. Anales de la Fundación
Francisco Elias de Tejada. Año XII/2006. Pág. 113.
—¡ Viva el Rei! Los negros en la Independencia. Buenos Aires. Edi­
ciones Nueva Hispanidad. 2006.
— Bolívar, la fuerza d el desarraigo. Buenos Aires. Ediciones Nueva
H ispanidad. 2005.
I.ÓPEZ CANCELADA, Juan. La Verdad Sabida y Buena Fe Guardada.
O rigen de la espantosa revolución de Nueva España comenzada el 15
d e setiem bre de 1810. Cádiz. 1811.
2
CÓM O EXPLICAR LO QUE PASÓ:
LOS RELATOS DE LA INDEPENDENCIA

La independencia de América es un fenómeno extremadamente com­


plejo, pero que en su esencia pertenece ante todo al ámbito de lo polí­
tico. La independencia debe interpretarse principalmente conforme a
los principios de la filosofía política y del derecho político, aun cuan­
do tenga implicaciones en muy distintos órdenes, asimismo necesarios
para comprender estos episodios y sus consecuencias.
Al segregarse de España, las nacientes repúblicas forzaron una re-
ilefinición política de la misma España, lo que también constituye un
lenómeno ante todo político, que se desborda en muchos otros órde­
nes. Para existir, las repúblicas americanas se veían obligadas a auto-
justificarse y a definirse. No les bastaba con «ponerse en marcha». La
España amputada también se veía obligada a repensarse para poder
reanudar su vida política, aunque, como veremos, lejos de repensarse
de un modo activo, ordenado e inteligente, España optó por el olvido,
por lo que ese re-pensamiento necesario se hizo de forma desordenada,
•márquica. Las consecuencias de aquellos dramáticos episodios, suma­
dos a los que se sucedieron tanto en la España ibérica como en las re­
públicas americanas sin solución de continuidad durante todo el siglo
ix y el XX, lian impedido la maduración de los respectivos procesos
polílicos e históricos. Se lia enquistado una situación política perma-
neiuemente anómala, que impide la serenidad requerida para sanar
lu í idas y rriompoiici los desbarajustes liisióricos, lo que exige la ad­
misión desapasionada de los yerros propios y ajenos.

I 101 I
El nacimiento de las bisoñas repúblicas americanas fue resultado de
guerras civiles en las que, en muchas ocasiones, se enfrentaron volte­
rianos contra volterianos y, en no pocas, católicos ortodoxos también
entre sí. La línea divisoria que deslindaba lealtades fue una bandera
disputada, estrictamente política, de orden natural aunque con tre­
mendas consecuencias más allá de él.
Se trataba objetivamente de dirim ir si el derecho sobre aquellas tie­
rras correspondía al rey Fernando o bien a las todavía virtuales repú­
blicas o a sus respectivos «pueblos soberanos», aunque las razones sub­
yacentes para la elección personal de bando casi nunca provinieran del
ámbito político.
Quedan por definir las herramientas intelectuales políticas de que
disponían los habitantes de la América española al despuntar el alba de
la independencia, lo que facilitará la comprensión de aquellas tomas
de partido.
Ha habido gran controversia sobre si los insurgentes americanos
representaron o no el deseo de continuidad de la España tradicional
frente a los Gobiernos de la «metrópoli» des-hispanizados, entregados
al enciclopedismo francés y a las nuevas ideas. Es la tesis sostenida por
una historiografía conservadora hispanoamericana y europea. Tomo
como muestra un ejemplo, en el ámbito académico: el del venezolano
Guillermo Figuera con su La Iglesia y su doctrina en la independencia
de América (Caracas, 1960), en la que se sostiene la peregrina, pero
todavía hoy repetidísima teoría de que en realidad lo que motivó la
guerra fue la devota adhesión de los proceres independentistas a «las
enseñanzas político-sociales del pontificado». Dice Figuera:

Los proceres de la Independencia se fundan en la doctrina de Santo Tomás


de Aquino, hacen profesión de fe católica y se orientan hacia el Vicario de
Cristo; corren parejas las batallas por la Independencia y las controversias
por recibir la bendición del Padre Común, desde 18 10 hasta 1830.
Los proceres de la Independencia de Venezuela, alumnos y profesores
de la Real y Pontificia Universidad de Santiago de León de Caracas, en
que se había convertido el Seminario Tridentino de Santa Rosa de Lima,
fundado por el obispo dominicano fray Antonio Con/.ále/, de Acuna,
proclaman con insistencia prolongada que justifican la emanc ipac ión con
la doctrina de Santo Tomás, Patrono y Doctoi <lc las esc uela', dónele es
tudiarori.
Sustancialmente sostienen la misma tesis muchos de los represen­
tantes del llamado «nacionalismo católico» en los diferentes países
americanos.
Otros muchos han querido interpretar la independencia, en pala­
bras irónicas del argentino Boleslao Lewin, como «una construcción
lógica o ideológica artificial atribuida a hechos que no tuvieron el ca­
rácter que se les adscribe. Lo sucedido — a juicio de esos historiado­
res— habría sido una separación pacífica y repentina, poco menos que
angelical, de las colonias llegadas a la mayoría de edad, de su madre
patria, de la misma manera que los hijos abandonan a sus padres en
determinadas circunstancias». Apostilla Lewin: «Cierto autor llega, in­
cluso, a decir que la propia España consideró conveniente cortar los
lazos que la unían con sus colonias». Quizás se estuviera refiriendo al
historiador peruano Víctor Andrés Belaúnde, rector que fue de la
Universidad Católica de Lima, representante ciertamente de esa inter­
pretación «angelical» cuando dice, con abundante lirismo:

Y entonces, amigos míos, se me ocurrió esta idea, y creí hacer un descu­


brimiento: la causa fundamental de la independencia de América fue que
España, en su gloriosa fecundidad, había creado una multitud de con­
ciencias nacionales; España había realizado un milagro que sólo puede
compararse al milagro del Creador, de Dios: había creado almas a su la­
do.
Y las creó, realmente; las creó porque el espíritu tiene esa fuerza crea­
dora. Estimo que ésta es la culminación de la obra de España. Se formó a
sí misma, se consolidó, difundió su territorio, difundió la fe, la universa­
lidad, la moral, la cultura y la Religión, amenazada con la aparición del
protestantismo; concibió la idea del Estado cristiano, sometido a la justi­
cia, cuando otros pueblos creían en el Estado absolutamente soberano.
Había hecho todo eso España, había completado el planeta con el descu­
brimiento, había difundido la fe entre las tribus primitivas, pero Dios le
había dado una misión más grande, una misión creadora, y creó entida­
des.
lisiaba orgulloso de mi descubrimiento, pero me había olvidado de la
ironía de los pseudo descubridores: ese descubrimiento había sido hecho
antes por otros ....... bies Eia simpático y agradable descubrir el Medite-
ir.ineo, pelo no cía yo el que lo descubría; lo que luce con mi descubri-I

I l'D |
miento fue poner un poco de ansiedad, de pasión, y facilitar quizá alguno
de los detalles, debido al movimiento intelectual y polémico en que yo
me movía. Pero aquellas cosas habían sido ya dichas admirablemente por
un mexicano y gran hispanista, don Justo Sierra. Dijo: «España, tal vez
sin quererlo, sin pensarlo, creó nacionalidades». Lo dijo también, al pare­
cer, como una de las cosas buenas que se escapan entre un torrente de
habituales malevolencias y desencantos, un gran escritor argentino-
francés cuando afirmaba que la reforma de Carlos III había acentuado la
conciencia nacional en los países hispanoamericanos. Pero lo dijo mejor
aún don Andrés Bello, gloria de la cultura hispánica, defensor de la cultu­
ra hispánica y de la cultura católica en Europa y en América, gloria de
Venezuela y gloria de Chile, y gloria hispánica, cuando dijo «que en la
guerra de la Independencia lucharon dos Iberias, y que era tan admirable
el heroísmo de una como de la otra». Quiere esto decir que en el mo­
mento de la Independencia había surgido otra Iberia allende los mares,
que quería rivalizar con la otra Iberia del Viejo continente.
Y ésta es la verdad más grande de la Historia de América: la formación
de los pueblos, la formación de nacionalidades personales. Y hubo, desde
los comienzos de la conquista, la visión de que al extenderse el Imperio
español no iba a prolongarse, a que se repitiese España, a que se copiase
España, sino que iba a crear pueblos, a crear nacionalidades.

Otros más, como el propio Lewin, piensan que «la independencia


de América es un proceso que se inicia de forma borrosa — como sen­
timiento de aversión a la prepotencia foránea y de apego incondicional
a lo telúrico— en los siglos XVI y XVII. Adquiere, en algunos casos,
netas características políticas en la primera mitad del siglo XVIII, llega a
su estado de conciencia en la segunda mitad de este siglo y a la etapa
de materialización en el siglo XIX». Para quienes así piensan se trata de
un proceso dialéctico y ciego por el que la conciencia nacional se va
formando gracias al influjo de elementos externos — el odio al pcnin
sular— e internos — un enigmático cajón de sastre de la identificación
y apego a lo «telúrico»— , hasta «materializarse» en la ruptura. En csu
interpretación propia del materialismo dialéctico, no hay explicación
ninguna, sino retroproyección de los hechos hacia el pasado, sin más:
de hecho han sucedido, luego es que venían formándose desde,
pongamos el siglo XVI.
Las interpretaciones disponibles, ya sea populin menle, ya sea en
forma institucional, académica o polemística, se pueden reducir a estas
tres grandes «narraciones» citadas, dentro de las cuales existe una am­
plia gama de variantes, con préstamos mutuos. A veces se acentúa más
la hipotética continuidad histórica de la historia política americana
(cargando sobre el Gobierno de la metrópoli la responsabilidad de la
ruptura, de la discontinuidad histórica y política); en otras ocasiones
se resalta la naturalidad de la independencia, como culminación ideal
de un proceso presente en la propia misión histórica de España; y aun
otras veces se insiste en la explicación materialista dialéctica, con ma­
yor o menor énfasis en los factores económicos, de alienación, o bien
en los indigenistas o telúricos.
Las tres explicaciones tienen mucho más en común de lo que apa­
renta su vistosa contradicción. No contienen ningún tipo de explica­
ción política ni histórica. Son «narraciones», son «relatos», que buscan
en realidad un objeto completamente distinto al de remontarse a las
causas reales de un hecho. Buscan justificar ese mismo hecho, inser­
tarlo dentro de un relato. Lo cual, siendo perfectamente comprensible
psicológicamente, demuestra el fracaso de las naciones americanas en
su tarea de comprender su propia historia en su fase más crítica: en su
génesis.
Las guerras civiles americanas condujeron a unos escenarios políti­
cos cuya trayectoria es patente y trazable hasta nuestros días. Las de­
claraciones de independencia tuvieron lugar y, con legitim idad mayor,
menor o nula, en todo caso, doscientos años de historia constituyen
una realidad obstinada y acumulada que nadie pretende disolver sim­
plemente cuestionando la falta de legitim idad de origen. Al menos
nadie desde el exterior. Esas leyendas líricas se elaboran defensiva­
mente contra un enemigo imaginario, que, en realidad, no es más que
esc déficit crónico de seguridad, de pacífica posesión de la propia
identidad política. Un morbo por otra parte compartido por los his-
p.moiberos, aunque, dado el letargo carpetovetónico, se manifieste
como desdén hacia la propia historia...
P a r a leer m á s :

ANDRÉ, Marius. El fin del imperio español en América. Barcelona.


Cultura Española. 1939.
FlGUERA, Guillermo. La Iglesia y su doctrina en la independencia de
América. Caracas. Biblioteca de la Academia Nacional de la Histo­
ria. 1960. Páginas 21-86.
LEWIN, Boleslao. Los movimientos de emancipación en Hispanoamérica
y la independencia de Estados Unidos. Buenos Aires. Editorial Rai­
gal. 1952. Páginas 57-118.
3
LA INFLUENCIA IMPOSIBLE
DE FRANCISCO SUÁREZ

La necesidad de justificarse ante uno mismo ha llevado, como hemos


visto, a la formulación de relatos fantasiosos sobre lo que pasó en la
independencia, con el objeto de que sea narrable. Es digno de refle­
xión notar que este fenómeno de recreación literaria es común a estu­
diosos que por razones ideológicas defienden una continuidad hispá­
nica tras la revolución independentista (incluso reivindican la
auténtica continuidad hispánica para América) y a quienes reclaman
exactamente lo contrario, la ruptura y la negación de lo español como
ingrediente constitutivo de las naciones americanas, dialécticamente
concebidas frente a lo español como lo extranjero.
Como hemos dicho, en realidad estas leyendas nada explican res­
pecto a aspectos fundamentales. Los mitos dejan sin aclarar los proce­
sos mentales de los hombres concretos y reales que tuvieron que tran­
sitar de un orden político a otro, de unas lealtades a otras, y que
debieron experimentar la transformación psicológico-traumática que
significa cambiar el objeto del ejercicio de su virtud de justicia políti­
ca, y de su piedad política.
En el medio clerical y conservador americano e ibérico goza de
particular predicamento la hipótesis de que las revoluciones america­
nas estuvieron Imuladas sobre las doctrinas escolásticas. Sin embargo,
esa hipótesis, según la cual los americanos habrían conservado celosa­
mente la esencia demou.ítica de las doctrinas políticas escolásticas,
está desmentid.i pm los Itn líos. Según esta teoría las doctrinas de la

I !<>' |
segunda escolástica, la española, habrían proporcionado un baluarte
americano en el que resistir a la perfidia afrancesada y enciclopedista
introducida a contrapelo por los burócratas peninsulares y por los de­
signios de los Gobiernos de Madrid.
Esta hipótesis pretende lograr un efecto balsámico y reparador del
trauma. En la práctica se viene a negar que hubiera trauma alguno, al
menos por razón de los americanos. Además, aspira a poner en sordina
la influencia de las doctrinas enciclopedistas e ilustradas en la génesis
de la independencia, soslayando de ese modo la tacha de impiedad re­
ligiosa, a la par que política.
En esta benevolente hipótesis o leyenda, la escolástica viene a que­
dar reducida a la obra del teólogo granadino Francisco Suárez, S.I., o
más bien al amparo de su autoridad, puesto que, como veremos, poco
se conocía entonces del sistema suareciano y lo que circulaba bajo su
nombre eran más bien tópicos sobre el origen del poder, que sus refle­
xiones sobre la naturaleza de la vida política.
El hecho de que promotores de la independencia como Mariano
Moreno o Camilo Torres trajeran a colación frases como «establecido
el pacto social entre el Rey y los pueblos, la autoridad de los pueblos
se deriva de la reasunción del poder supremo que, por el cautiverio del
Rey, ha retrovertido al origen donde la M onarquía lo derivaba y el
ejercicio de éste es susceptible de nuevas formas que libremente quie­
ran dársele», sólo demuestra, como señalamos, que algunas tesis suare-
cianas, deformadas hasta convertirse en consignas, tenían amplia cir­
culación y prestigio en aquel tiempo. No por ello sirven para justificar
la secesión, ni para atribuir la causa intelectual de ella al granadino.
En efecto, Francisco Suárez (1548-1617), «el Doctor Eximio», tu­
vo desde m uy temprano un gran influjo dentro y fuera de las fronteras
hispánicas. Sus doctrinas filosóficas se difundieron con asombrosa ve
locidad entre el mundo académico tanto católico como protestante.
Lo mismo en filosofía que en teología, su pensamiento fue general
mente asumido — por vía de recomendación— como propio de la
institución por sus hermanos de religión, los jesuítas, aunque no (alta
ran correligionarios que se distanciasen de él.
La gran extensión de la labor educativa de la ( lompañía de Jesús en
el continente americano, particularmente en la edm ación supetioi,
junto con la difusión del pensamiento suaita iano en el mundo araI

I ION |
démico hispánico allende las fronteras de su orden, justifican la enor­
me popularidad de Suárez en la América española.
A pesar de esa amplia difusión, quienes pretenden encontrar en
Suárez (o en San Roberto Belarmino, y en m uy menor medida en
Francisco de Vitoria, en Domingo de Soto y el resto de la escolástica
ibérica) la piedra angular de la justificación teórica de la independen­
cia recurren sin embargo a un «suarecianismo vulgarizado», que parece
más bien una reconstrucción artificial a posteriori y a d usum delphini.
Tomando como pie la descripción de las fuentes ideológicas del ex
jesuíta Vizcardo, el padre Batllorí señala cómo, en el cursus studiorum,
el programa de estudios de los propios jesuítas de la segunda mitad del
siglo XVIII, no se prestaba atención a las tesis suarecianas sobre el ori­
gen del poder:

Se ha querido presentar a Vizcardo como un ejemplo típico de la doctri­


na populista propia de los mayores pensadores jesuitas, sobre todo espa­
ñoles; Suárez y Mariana han sido alegados a este propósito. Pero, en rea­
lidad, Vizcardo no sólo no los cita, sino que es muy posible que ni
siquiera los conociera. Las discusiones suarecistas sobre el origen del poder no
llegaron a entrar normalmente en los cursos filosóficos o teológicos que se leían
en los Colegios de la antigua Compañía, al modo que se disputaba con calor
de escuela sobre la esencia y la existencia, elprobabilismo y la ciencia media.
Vizardo siguió a Rousseau y a Raynal. [Cursivas nuestras.]

El clérigo venezolano Figuera, en su voluminosa obra apologética


en la que pretende demostrar la coherencia católica de la independen­
cia, o más bien su estricta necesidad conforme a la misma doctrina
política escolástica, afirma sin ambages una teoría del todo fantasiosa:

La causa fundamental determinante de la emancipación fue una concien­


cia nacional al servicio de una idea de la patria. La tesis de la soberanía
popular, fundada en apotegmas aquinianos, en las Relecciones de Vitoria,
cu los tratados De Iustitia de Soto, en la doctrina de De Legibus, de Suá-
n /; arraigada cu la tradición hispánica de las antiguas Cortes de Castilla y
de Aragón, vencida, pero no muerta en la sangrienta acción de Villalar...
I I pueblo abdica del ejercicio de sus lucros, pero nunca renuncia a la
propiedad de sus de reí líos.
Para Figuera, todo resulta cristalino. La independencia de América
se reduce a un sencillo silogismo:

(Premisa mayor): El vínculo de las Indias era, no con la España metropo­


litana, sino con el legítimo rey de Castilla y de León.
(Premisa menor): Es así que, al renunciar Fernando VII al trono, quedó
roto para siempre aquel vínculo político.
(Conclusión): Luego las Indias quedaron libres para darse la forma de
gobierno que más les conviniera.

A este especioso razonamiento lo califica su autor — modestia


aparte— como

impecable planteamiento de argumentación, basado en la más clásica


doctrina escolástica de cristiana filosofía, de los grandes pensadores de los
dorados siglos de la España inmortal. En las disputas salmantinas y com­
plutenses se hubiera dicho que era un silogismo in barbara. En vano se
buscaría en él el influjo de El Contrato Social, o de El Espíritu de las Leyes;
para interpretarlo no es menester acudir a la Enciclopedia ilustrada, sino
a algún folio de olvidado códice escurialense, al tratado De Regimine
Principum del Aquinate, al tratado De Iustitia, de Soto, al tratado De Le-
gibus, conservado acaso en las Bibliotecas de Universidades y Colegios
que fundó en Indias la proscrita Compañía de Jesús.

En estas frases se dan la mano el lirismo romántico y la falta de es­


crúpulo científico o, al menos, la prestidigitación intelectual. Están es­
critas para pacificar conciencias.
Si en lugar de replegarnos tranquilamente a degustar el deleite de
saber que «todo está en orden» con nuestra historia, nos aplicamos con
un poco de rigor, de seguida advertimos que demasiados elementos no
encajan en tan idílico paisaje.
Para empezar, la larga cambiada que nos brinda al pretender que la
soberanía popular se fundamenta en la doctrina de Santo Tomás de
Aquino y de la Escuela de Salamanca. Atribuir al Aquinate la doctrina
de la soberanía es un anacronismo y, más sencillamente, una falsedad.
Santo Tomás, con toda la tradición doctrinal católica, considera
que el poder viene de Dios, que es quien lo colucionu <>confiere. Según
esa misma doctrina existen diferentes formas legítimas de gobierno, en
conformidad con las características de los pueblos y la más eficaz con­
secución del bien común político, fundamento de la vida política. Se­
gún sea la forma de gobierno legítimamente existente en cada socie­
dad, habrá una forma distinta de designar al gobernante. La forma de
designación del gobernante es algo de una extraordinaria importancia
para la sociedad y para sus miembros, pues el gobernante es el agente
principal del bien común político y su ejercicio del poder requiere
obediencia.
Según la doctrina política tradicional tomista, a la hora de concre­
tar el titular del gobierno, se distingue una potestad de designación
frente a una potestad de colación del poder. La facultad de designa­
ción sirve para especificar pacíficamente a la persona que va a ser el
gobernante, algo que se concreta en conformidad con las leyes vigen­
tes en la comunidad política. Según sea la forma política se tratará de
la ley sucesoria, en una monarquía sucesoria; de las leyes de la ciudad
para designar un colegio o corporación gobernante aristocrática; o de
las leyes electorales en una forma democrática.
La efectiva potestad de colación o de conferir el poder a la persona
legítimamente designada, la otorga Dios mismo: non estpotestas nisi a
Deo («no hay poder que no venga de Dios»).
El hecho de que en la sociedad política, pueblo y gobernantes de­
ban estar al servicio del bien común — cada uno conforme a su fun­
ción, potestad y correlativo deber de estado— tiene como conse­
cuencia que ese bien común sea la regla y medida de la acción
política. La acción política será o no buena en la m edida en que se
ajuste a la obtención del bien común. Por ese motivo, las formas
abusivas de gobierno, que buscan el logro del bien propio o particu­
lar en lugar del bien común, abren la posibilidad, siempre conforme
a ese bien común, de que la sociedad política reaccione para restable­
cer el orden.
Esta añeja doctrina política católica se opone por igual a la de la
soberanía popular como a la de la soberanía de los príncipes: al abso­
lutismo democrático como al absolutismo regio.
La doctrina política cristiana se opone a toda forma de absolutismo
porque el ejeu ii io del poder es la (acuitad de la sociedad política para
dirigit la virtud de la justicia política general, guiando así el ejercicio
de la virtud <I< la jii'.lliía política de los miembros de la sociedad, de
cuya armonía resulta el bien común temporal, la vida común pacífica,
autosuficiente y, sobre todo, según la virtud.
Apoyarse en el jesuita Francisco Suárez, al que tantos clericales han
querido hacer «padre intelectual» de la independencia, para sostener
que la Iglesia tiene un «sentido republicano democrático» resulta pa­
radójico. Sobre todo, por la indisimulada preferencia del doctor gra­
nadino por la monarquía hispana de su tiempo. Nuestros reyes la­
mentablemente ya manifestaban síntomas del regalismo, aunque
comparados con Jacobo I y sus juristas protestantes defensores del po­
der absoluto por designio divino, la monarquía hispana preservaba
aún con notable vitalidad la limitación del poder por las leyes divina,
natural y consuetudinaria. Cuando en una ocasión un obsequioso
predicador peroró delante de Felipe II sobre el ilimitado poder de los
reyes, la Inquisición con anuencia del Rey reprendió severamente al
religioso por haber predicado doctrinas heréticas.
Figuera, además, afirma que «la causa fundamental determinante
de la emancipación fue una conciencia nacional al servicio de una idea
de la patria». Asume con desenvoltura la vulgata, inventada e impuesta
a sus ciudadanos por las instituciones políticas de las distintas repúbli­
cas, con el perentorio objetivo de consolidar y justificar su existencia.
Es particularmente triste advertir cómo muchos clérigos católicos se
han plegado una y otra vez, ya sea primero a las exageraciones regalis-
tas de la monarquía borbónica, ya sea, después y con particular entu­
siasmo, a los mitos fundacionales de las repúblicas americanas, sin
demasiado escrúpulo por la verdad histórica.
Las ideas independentistas sólo empezaron a ser relativamente co­
rrientes entre la clase media y alta americana a partir de los dos últi­
mos decenios del siglo XVIII. Eso no quiere decir que fueran mayorita-
rias hasta bien avanzadas las sublevaciones, pero ciertamente fueron y
siguieron siendo m uy impopulares todavía durante mucho tiempo
después entre las clases populares.
PARA LEER MÁS:

BATLLORÍ, M iguel (ob. col.). The Origins o fth e Latín American Revolu-
tions, 1808-1826. New York. A lfred A Knopf. 1967. Páginas 60-74.
D ell ’O r o M a in i , Adlio; FlORITO, M iguel; FRANCESCHI, G ustavo;
FURLONG, Guillermo; GÜEL, Oscar; LEGÓN, Faustino; MENOSSI,
D oncel; RAMOS, Juan y RUIZ MORENO, Isidoro. Presencia y suges­
tión d el filósofo Francisco Suárez. Su influencia en la Revolución de
Mayo. Buenos Aires. Editorial G uillerm o K raft Lim itada. 1959.
Páginas 51-74.
La Iglesia y su doctrina en la independencia de
F ig u e r a , Guillermo.
América. Caracas. Biblioteca de la Academia Nacional de la Histo­
ria. 1960. Páginas 87-128.
FURLONG, Guillermo. El General San Martín. ¿Masón-Católico-
Deísta? Buenos Aires. Club de Lectores. 1920.
LANSEROS, Mateo. La autoridad civil en Francisco Suárez. Madrid.
Instituto de Estudios Políticos. 1949.
4
LA CON DICIÓN PREVIA: EL CAMBIO
DE CONCEPCIÓN DE LA POLÍTICA

La verborrea romántica es circular a la hora de presentar su hipótesis:


lo que justificaba el nacimiento de la patria era el patriotismo y la
conciencia nacional. El problema es que tanto el patriotismo como la
conciencia nacional, si algo significan, son virtudes o quizás senti­
mientos que tienen como objeto y fundamento la existencia misma de
la patria o nación, aunque la patria sea un concepto político y la na­
ción no lo sea. La «patria» no podrá ser el resultado del patriotismo, ni
la «nación», hija de la conciencia nacional, como quisieran Figuera y
tantos otros.
La difusión gradual y creciente, tanto en América como en Europa,
de los autores racionalistas e ilustrados había traído como fruto previ­
sible una transformación de los criterios en muchos ámbitos, entre
ellos, el político y el religioso.
De forma particular, se había desdibujado la doctrina sobre la na-
i maleza y constitución de la sociedad política.
Es pues la doctrina rousseauniana del contrato social y el agnosti-
i ¡smo político de Locke los que van conformando la mentalidad
preiiidependentista. Como se ve, estamos en los antípodas de las preo-
■ligaciones teóricas y prácticas de Francisco Suárez. Se puede seguir
discutiendo sobre las teorías del origen del poder en Suárez, sin prestar
aleni ión a que están íntimamente ligadas a las que explican la natura-
le/a de la sociedad política Sobre este asunto el influjo de Locke y
Rousseau es intenso v el de Slial't'/. titilo.
Cuando Suárez redacta sus teorías, como acertadamente expresa
Gustavo J. Franceschi, «en el siglo XVII, subsiste todavía una colectivi­
dad profundamente organizada, heredera en este punto de lo que ca­
racterizó a la Edad Media. Los municipios y las provincias no son
simples reparticiones administrativas, sino realidades sociales con sus
autoridades propias, con su vida independiente, con su personalidad
dentro del Estado». Apunta Franceschi: «Se comprende entonces que
los dirigentes de estos cuadros permanentes, personeros de las familias
allí inmemorialmente establecidas, 7 no simples diputados adventicios,
sean considerados por el padre Suárez como los representantes natu­
rales de la población llamados en un caso extremo a dictaminar acerca
de la tiranía del monarca».
Y co n cib e con verdad el profesor Franceschi: «H 0 7 día la situa­
ción es mu 7 diferente». El mismo autor prosigue su análisis de los
contextos políticos 7 sociales necesarios para comprender las tesis de
Suárez, apuntando a que el teólogo granadino vivió en una sociedad
que era «vital 7 no decorativamente cristiana, que reconoce en toda su
plenitud la autoridad pontificia en orden a la moral, no sólo privada,
sino también pública». Por lo que resulta lógico que el padre Suárez
vuelva «sus ojos hacia la tradición católica 7 aconseje que se lleve — a
ser posible— el caso al tribunal pontificio, quien sentenciará si existe
la tiranía de régimen 7 amonestará al príncipe, absolviendo, si fuere
necesario, a los súbditos de su juramento de fidelidad al jefe del Esta­
do».
Esta doctrina del «Doctor Eximio» no pone en primer lugar la
cuestión de las formas políticas (democracia o monarquía), como im ­
pertinentemente querría el doctor Figuera, ni la del origen divino del
poder, como insiste el padre Furlong, sino la cuestión esencial de la
constitución de la comunidad política.
La diferencia esencial con las mentalidades racionalistas 7 encielo
pedistas estriba en que para la escuela tradicional católica — con sus
innegables variantes— el bien común temporal constituye el quicio dé­
la vida política, mientras que para los modernos pensadores raciona
listas, el agnosticismo hace imposible la convicción de que exista real
mente un único bien común temporal, y el centro de la vida política
lo ocupa un consenso sobre el orden publico que permita la «peisecu
ción individual de la felicidad», al modo en que t mía tillo la <otu iba.
Los modernos habían conservado el nombre de «bien común» para
designar exactamente lo contrario a lo que estas palabras designaban
tradicionalmente, esto es, la mera acumulación e incremento de bienes
particulares o la mera remoción de obstáculos para el desarrollo de los
fines privados. Es decir, la «política» moderna consistía en la negación
de la «politicidad» tradicional. Ese es el ambiente intelectual en que
tienen lugar las revoluciones americanas.
Francisco Suárez, al igual que San Roberto Belarmino, habla de
que el poder político viene de Dios pero su transmisión pasa por la
comunidad, que especifica (potestad de designación) la persona y el
modo de ejercicio del poder. Una vez elegido el gobernante, la socie­
dad pierde «en acto» el poder, pero sigue conservando in habitu (como
disposición) esa potestad, con la consiguiente posibilidad de restringir
o abrogar el ejercicio concreto del poder por parte del gobernante
cuando se den circunstancias extraordinariamente graves. Indudable­
mente, hay aspectos de la teoría suareciana sobre el origen y la trans­
misión del poder que se prestan al equívoco o a la fácil tergiversación.
Por ejemplo, cuando trata del alcance de la mediación del pueblo en la
transmisión del poder o del «libre consentimiento» de éste como origen
de los títulos del gobernante; o el significado de la autodeterminación de
la comunidad política a la hora de establecer el régimen político.
En un ensayo dirigido precisamente a consignar la paternidad in­
telectual de Francisco Suárez sobre la Revolución de Mayo en la Ar­
gentina, el movimiento que condujo a la independencia del Río de la
Plata, el jesuíta Guillermo Furlong ofrece, sin embargo, una clave que
resulta dirimente. Se trata del confuso estado de la enseñanza teológica
en el virreinato de Río de la Plata durante el siglo XVII y comienzos del
XVIII. Al rey Carlos III «le fue posible desterrar a los jesuítas, pero no
le fue posible desterrar las doctrinas de los jesuítas, m uy en especial las
referentes al origen del poder de los reyes», dice Furlong. El jesuíta ar­
gentino demuestra cómo, antes y después de la expulsión, las doctri­
nas de inspiración suareciana sobre el origen del poder se enseñaron
corrientemente en los centros de estudios rioplatenses. No puede evi-
lar, sin embargo, baccr mención al estado de promiscuidad intelectual
de los profesores de aquella época. No se encuentran prácticamente
tomistas íntegros, aunque, poi lo tiernas, tampoco suarecianos ni cs-
cotisus d( esttiiia obseivaiuia Fu la generalidad de ellos se produce
un eclecticismo. El hecho de que gran número otorgue gran impor­
tancia a las enseñanzas suarecianas sobre el origen divino pero mediato
del poder político, no desdice la existencia de influjos intelectuales
que, en conjunto, resultan mucho más determinantes sobre la filosofía
y la teología católicas de aquel tiempo. En particular, el de los filósofos
políticos ingleses y, en general, el de los racionalistas y, rápidamente
en cuanto aparezca, del criticismo kantiano.
Permítaseme decir que estamos, pues, ante la típica añagaza de la
restricción mental. Es indudable que ideas cuyo matriz entronca con
el teólogo jesuita andaluz estuvieron presentes en el panorama inte­
lectual prerrevolucionario americano. Pero ni se trataba de las ideas
mismas de Suárez, sino de los destilados de sus pretendidos epígonos,
ni, lo que es aún más importante, resultaron el influjo determinante
intelectualmente para los «padres de la independencia».
Las tesis discutidas de Francisco Suárez hacen referencia, una vez
más, a la derivación u origen del poder y no a la constitución de las
sociedades. El problema de un cambio de régimen o, más todavía, de
un cambio de régimen y de una fundación de una comunidad política
ex novo (exactamente lo que sucedió en América a partir de la Revolu­
ción de Mayo de 1810), no se relaciona con las diferentes hipótesis
teológicamente aceptables sobre el origen del poder político, sino con
las que tratan sobre la constitución de las comunidades políticas.
Si en 1808, ante el secuestro y las abdicaciones de Bayona, nos hu­
biéramos movido todavía en las coordenadas del pensamiento tradi­
cional político, nuestros antepasados se hubieran preguntado sobre
cuáles eran los límites del ejercicio legítimo del poder. Si se prefiere, se
hubieran preguntado sobre los mecanismos supletorios de ejercicio
— necesariamente provisional— del poder ante la imposibilidad de
desempeño por sus titulares legítimos. Furlong da apresuradamente
por sentado — como Figuera y una gran mayoría— que el óbice en el
ejercicio del poder real secuestrado en Bayona es definitivo, por lo que
el hipotético pacto con la dinastía queda resuelto irremediablemente.
Tras este primer escamoteo histórico, se sucede el segundo, éste doc­
trinal: entonces la soberanía revierte al pueblo, que no había cedido
más que el actus y retenía el habitúa de aquélla.
Sin necesidad de aceptar la teoría suarcciana sobre el poder, es claro
que toda sociedad política, por su misma nauiralr/a, debe poder darse
un gobernante. Sobre esto no hay disputa posible. Otra cosa m uy di­
ferente es aceptar la liviandad con la que se zanja la cuestión de la au­
sencia de poder efectivo en 1808, saltándose los mecanismos consue­
tudinarios, en este caso sobre la constitución de la regencia o en su
caso sobre el ejercicio supletorio y transitorio del poder por corpora­
ciones aceptadas por el pueblo. No quiero decir con esto que la situa­
ción de vacancia, real o no, sucedida en 1808 no tuviese grandes con­
secuencias políticas. Señalo sencillamente que quienes se movían
intelectualmente en el mundo de la filosofía política católica tenían
clara conciencia de que lo relativo al gobierno, al poder, en una socie­
dad política, es materia delicadísima que no admite ligerezas de juicio,
puesto que el poder político es una especie de «sacramento natural»,
instituido por Dios para la consecución ordenada y efectiva del bien
común temporal y de los bienes particulares de los miembros de la so­
ciedad. Interferir ilegítimamente en este «sacramento natural» puede
comprometer la viabilidad misma de la comunidad y la consecución
de los bienes particulares de sus miembros.
El poder, pues, debe estar limitado por la ley divina y natural, y
conforme a éstas, regulado peculiarmente de acuerdo a las ordenanzas
consuetudinarias de la comunidad política. De este modo se evita toda
idolatría del poder, toda tiranía, todo regalismo o absolutismo. Pero el
reverso de esta moneda es que los miembros de la sociedad no son li­
bres de sacudirse una forma de gobierno o, más aún, dislocar una co­
munidad política, porque actuando así no sólo atentan civilmente
contra quien tiene la espada con legitimidad para reprimir a los que
atentan contra el bien común, sino que, de igual forma, pecan contra
la virtud de la justicia y la de la piedad.
No se insistirá lo suficiente en que hace falta situarse en la m entali­
dad política católica para comprender la relevancia de estos actos. Po­
co importa que, desde el lado emancipacionista o desde el realista, la
mayor parte de los artífices ideológicos se hallasen lejos de identificarse
con ella. Lo que importa aquí es señalar que si en efecto la doctrina
política de Stiárez hubiera sido el faro de la independencia, como
contra toda evidencia se empeñan en sostener numerosos estudiosos
católicos, no hubiera sido posible legitimar la aventura, puesto que «el
Docioi l'Aimin- exigía, como teórico católico que era, que los actos
políticos lucran siempre ttcioi de Lt m ied u i.
Por ejemplo, aunque para Suárez es posible que, en determinadas y
m uy graves circunstancias, la potestad gubernativa revierta a la comu­
nidad política, la certificación y constatación de la existencia y grave­
dad de esas circunstancias no puede quedar enigmáticamente confiada
a la apreciación de una etérea «conciencia nacional», sino que debe ser
efectuada por uno o varios órganos políticos inferiores con suficiente
legitimidad. Como señalaba Franceschi, «si es posible y al tratarse de
materias graves moralmente, debería hasta recurrirse al tribunal de la
Sede Apostólica». Solamente a posteriori, las nacientes repúblicas, en
nada guiadas por las preocupaciones suarecianas, sino por un espíritu
netamente pragmático, buscarán el reconocimiento de la Santa Sede.
Durante el pontificado de Pío VII no obtendrán resultado positivo al­
guno, sino todo lo contrario.
Estos requisitos no tienen el sentido de una exigencia arbitraria o
de una condición más o menos modificable. En la mente de Suárez,
que en esto no difiere de Santo Tomás de Aquino, estos requisitos tie­
nen el valor de constituir esos actos en actos de la sociedad política. Lo
mismo sucede por ejemplo con la exigencia de expectativa razonable
de éxito cuando se trata de poner fin a esas graves circunstancias me­
diante una sublevación armada. Es decir, si un ciudadano particular
advierte que una situación política es m uy grave, es perfectamente po­
sible que su juicio sea acertado y aun profético, pero, por sí solo, no
puede pretender traducirse en un acto de la comunidad política, un
acto d e la sociedad. No otra cosa reclama la doctrina política católica,
en palabras de León XIII {Quodapostolici muneris, 20):

Si alguna vez sucede que los príncipes ejercen su potestad temerariamente


y fuera de sus límites, la doctrina de la Iglesia católica no consiente suble­
varse particularmente y a capricho contra ellos, no sea que la tranquilidad
del orden sea más y más perturbada o que la sociedad reciba de ahí mayor
detrimento. Y si la cosa llegase al punto de no vislumbrarse otra esperanza
de salud, enseña que el remedio se ha de acelerar con los méritos de la
cristiana paciencia y las fervientes súplicas a Dios.

La misma doctrina católica en tales casos exige la expeeialiva pro


bable y razonable de éxito y el apoyo de una considerable pon ión de
la población, y eso no por pragmatismo, sino porque rs necesario que
la sociedad busque principalmente el bien común mediante actos de la
sociedad, y sólo secundariamente mediante actos particulares. Dicha
exigencia no significa que un uso inicuo del poder resulte menos grave
cuando no se dé esa perspectiva de éxito. Eso sería un pragmatismo
relativista y filisteo. Lo que esa exigencia pone en primer plano es que
las sociedades políticas pertenecen al orden natural de las cosas y el
ejercicio del poder en ellas tiene un origen divino, por lo que los actos
directivos de la sociedad los debe 'ealizar la sociedad misma.
La sociedad no puede tener dos cabezas: debe quedar suficiente­
mente claro ante sus miembros que la legitimidad, en un determinado
momento, ha cambiado de manes. Lo cual no equivale a una rigidez
inerte en cuanto a los órganos ejecutores de la sociedad, al contrario:
basta con que, en un determinada momento de ausencia de legitim i­
dad, la sociedad — a través de un respaldo suficiente, aun no mayori-
tario— refrende esa decisión. De otro modo, un proyecto justo, pero
sin refrendo, no ha pasado de ser un movimiento particular, y todavía
no de la sociedad. Un acto así no se constituye en acto de justicia ge­
neral de la sociedad misma. Si t pesar de todo, como ha sucedido
tantas veces en la historia, tuvieran lugar ese tipo de sublevaciones so­
bradamente justificadas por razones objetivas, pero carentes de respal­
do suficiente, podría hablarse de ictos macabaicos, testimoniales o he­
roicos, pero no propiamente de actos políticos, actos ordenados al
bien común, actos de la sociedad.
Sirva esta digresión para disipar la leyenda del protagonismo de las
doctrinas políticas de la escolástica española en el proceso indepen­
den tista americano. En aquellos trrbulentos años campeaban el racio­
nalismo y el naturalismo, las más de las veces maquillados bajo la no­
menclatura aparentemente católica de una teología y una filosofía
clerical ecléctica.
Cuando las juntas, surgidas en toda la Península Ibérica tras el
Motín de Aran juez, dan continuicad al poder político hispánico, están
haciendo un acto de la sociedad. Jn acto para el cual no gozaban de
una jurisdicción específica, pero úue es reconocido como tal p or el p u e­
blo. porque les reconoce la continuidad, aun transitoria, de la legiti­
midad. La Juma Suprema de Sevilla, el ó de agosto de 1808, proclama
en un manilieslo que «el Reino st halló icpenlinamente sin Rey y sin
( ¡obiefno H podei leuílimo, pues, lia quedado en las (unías Suprc-
mas y por este poder han gobernado y gobiernan con verdadera auto­
ridad». Así fue, y el pueblo reconoció esta suplencia de legitimidad
ante el poder ordinario impedido.
En América maduró primero no la idea de la independencia políti­
ca, sino la de la independencia intelectual. Después de un siglo XVIII
de mala teología y no mejor filosofía eclesiástica, un siglo de difusión
patrocinada más que consentida de los pensadores disolventes enciclo­
pedistas y escépticos, y tras el efecto destructor de la pedagogía perver­
sa de unos gobernantes jansenistas políticos, las clases cultas america­
nas sencillamente no podían ser impermeables a una acumulación de
estímulos que unánimemente trabajaban en la dirección opuesta a la
de la filosofía y teología tradicionales.

PARA LEER MÁS:

FlGUERA, Guillermo. La Iglesia y su doctrina en la independencia de


América. Caracas. Biblioteca de la Academia Nacional de la Histo­
ria. 1960. Páginas 55-86.
FURLONG, Guillermo. El General San Martín. ¿Masón-Católico-
Deísta? Buenos Aires. Club de Fectores. 1920.
Franceschi, Gustavo (ob. col.). Presencia y sugestión d el filósofo Fran­
cisco Sudrez. Su influencia en la Revolución de Mayo. Buenos Aires.
Editorial Guillermo Kraft Fimitada. 1959. Páginas 51 y 75-112.
FACHANCE, Fouis. Humanismo político. Pamplona. Eunsa. 2001. Pá­
ginas 93-284.
5
UNA AMÉRICA ILUSTRADA
ANTES DE LA INDEPENDENCIA

Se ha difundido la idea de que mediante la Inquisición los Gobiernos


españoles durante el siglo XVIII habían sometido la vida intelectual
americana a un escrutinio constante y, mediante sus influyentes tentá­
culos, se habían rastreado las bodegas de todo navio que arribaba a las
costas de las Indias occidentales dispuestos a erradicar cualquier volu­
men sedicioso o cualquier impreso que reflejase las ideas nuevas.
La investigadora puertorriqueña Monelisa Lina Pérez-Marchand
escudriñó a fondo los legajos que formaban los expedientes de la In­
quisición novohispana del siglo XVIII. Sus conclusiones son perfecta­
mente coherentes con la conocida influencia de los gobernantes rega-
listas y luego jansenistas políticos sobre el Santo Tribunal durante ese
siglo. Pérez-Marchand no duda en rechazar de plano «la deformada
apreciación acerca de la realidad cultural en la Nueva España» que un
historiador como Luis G. Urbina seguía aplicando al siglo XVIII cuan­
do decía frases como éstas: «M uy oculto, m uy cuidado, como sustan­
cia explosiva, iba y venía, bajo protesta de sigilo, entre dos o más
hombres de los más ilustrados, uno que otro libro escrito en francés,
que llevaba el nombre de un autor prohibido: Voltaire, Diderot,
Rousseau, Mirabeau».
«Por el contrario -escribe Pérez-Marchand— , se hacen evidentes
las repelidas manifestaciones de Irving A. I.conard, de Jefferson Rea
Sprll, de |osé l orie Revello, de W illiam l ate Lanning y de otros, con
respecto a la verdadeia iiaiinale/a de las restricciones impuestas por laI

I I -M |
Inquisición a las colonias españolas de ultramar, restricciones que
existían más bien de nom ine que de facto». La investigadora del Cole­
gio de México cita abundantes ejemplos de la extensa difusión de los
autores del nuevo pensamiento, autores que, si hubiéramos de creer a
los fautores de la leyenda dorada de la emancipación, eran práctica­
mente desconocidos en la América española antes de la independen­
cia. «Tanto Lanning como Hussey hacen la idéntica afirmación de que
en 1736 se enseñaban en Quito las doctrinas de Descartes, Newton y
Leibniz», por ejemplo.
La decisiva presencia de Locke — negada empecinadamente por Fi-
guera— es rastreada mucho más atrás de lo que se pensaba, al igual
que la de Voltaire, Condillac, Raynal y compañía:

Podemos afirmar que, aun cuando sólo fuera en la forma de una crítica,
las ideas del filósofo Locke ya circulaban en la Colonia en 1727; que
Voltaire aparecía en manos de un francés maestro de danza en 1765, esto
es, apenas tres años después de su prohibición general — Hussey fija la fe­
cha del conocimiento de este autor en 17 6 9 — ; que la obra H istoire P hi-
losoph iqu e etP o litiq u e, etc., de Raynal, fue denunciada en Jalapa en 1774,
sólo un año después de su impresión en Amsterdam, y que fue censurada
en el año inmediato — Hussey afirma que su conocimiento data de
17 8 1— ; que Condillac era denunciado en Nueva España en 1778 — Lan­
ning lo señala como conocido en todas las Indias en 1785— ; que Male-
branche ya aparece denunciado en Zacatecas, en 1727, mientras Lanning
no logra localizarlo hasta 1766; etcétera.

La conclusión de la investigadora deshace la visión de unas élites


americanas ingenuas y tradicionalistas, preservadas eficazmente de la
contaminación intelectual del pensamiento revolucionario:

No sólo se demuestra la verdad del aserto de Lanning de que, lejos de


existir una diferencia de un siglo entre el innovador europeo y el acadé
mico iberoamericano, sólo existía la diferencia de una generación; sino
que se señala, en nuestro caso, que tal conclusión no debe restringirse al
mexicano a ca d ém ico , sino que aun puede generalizarse al mexicano m e
dio, y que el lapso de tiempo transcurrido en algunos casos es todavía
m enor...
Es precisamente la penetración de la doctrina política de los pensa­
dores revolucionarios junto con las políticas absolutistas lo que princi­
palmente va operando la transformación social en América. Lo que
nuevamente contradice a quienes se aferraban a una pretendida conti­
nuidad de la doctrina política escolástica en la génesis de las revueltas
secesionistas. En palabras de Pérez-Marchand: «Para el medio acadé­
mico americano, para el hombre medio, en general, la nueva orienta­
ción ideológica se impuso en su carácter fdosófico-político. Y dejó
sentir su fuerza sobre todo a través de escritores como Voltaire,
Rousseau, Montesquieu, Raynal, Condillac, Filangieri, etc., según se
desprende de nuestra investigación».
Frente al cuadro idílico que nos presenta la escuela que propugna la
independencia americana catolizante, según la cual la difusión de los
pensadores revolucionarios, franceses e ingleses, fue escasa y tardía en
la América hispana (lo cual avalaría la tesis de que su influencia fue se­
cundaria), la realidad es diametralmente la contraria.

Para leer m ás :

FlGUERA, Guillermo. La Iglesia y su doctrina en la independencia de


América. Caracas. Biblioteca de la Academia Nacional de la Histo­
ria. 1960. Páginas 55-87.
HUMPHREYS, R . A ., y LYNCH, John. The Origins o f the Latín Ameri­
can Revolutions, 1808-1826. Nueva York. Alfred A Knopf. 1967.
Páginas 31-54.
PÉREZ-MARCHAND, Monelisa Lina. Dos etapas ideológicas d el siglo
X V III en México a través de papeles de la Inquisición. México, D.F. El

Colegio de México. 2005.


6
LA CONCIENCIA NACIONAL AMERICANA:
MALEABLE, DIVISIBLE Y POLÍTICA

IJna de las pretensiones más arraigadas en las conciencias americanas


es la de que, con anterioridad a las revoluciones secesionistas, existían
conciencias nacionales americanas. Esas conciencias nacionales ha-
Urían adquirido por entonces tal grado de madurez que exigían pe­
rentoriamente la independencia política nacional, anticipando el grito
nacionalista que se había de hacer famoso en la posteridad de estas re­
públicas: «¡Patria o muerte!».
Para quien observe el fenómeno desde fuera, éste adquiere el ca­
rácter de una ficción más, necesaria dentro del esquema legitimador
de las revoluciones. Esa ficción tiene una remota base indudablemente
i cal, pero está tan distorsionada que de ningún modo se la puede con­
siderar una realidad histórica.
Este expediente no sólo jugó un papel propagandístico de primer
orden durante las guerras de secesión americanas, sino que todavía
lioy sigue asociado con firmeza a su virulenta contrapartida: el odio a
lo español. Más o menos soterrados en las conciencias de la mayoría
<l< los americanos, ese nacionalismo y ese antiespañolismo suelen coe-
i••i ir en la misma persona junto con afectuosos e intensos sentimien-
ios de filiación (más bien sería de hermanamiento) con la «madre pa­
ma» (que tiene mucho tle hermana). Sin embargo, estos sentimientos
mil'n ¡ales, pero con i.ir.u teres ya atávicos, suelen permanecer latentes,
•lempie dispuestos a aíloi.u pata defenderse .suspicazmente de reales o
imaginados actos de paternalismo ibérico, continuaciones actuales de
las míticas rapiñas españolas en América.
El problema afecta pues a una tergiversación de la historia, aunque
tiene también una relevancia sobre lo que podríamos denominar la
«psicología política»: la definición de un «tú» político ajeno frente a
un «yo» nacional y propio, que sirva de referente dialéctico. Se efectúa
así un deslinde arbitrario donde hasta la víspera todos constituían un
«nosotros» comunitario: un «nosotros» en el que cabían todas las dife­
rencias que hoy se quieren irreconciliables.
Era necesario inventar un nuevo «nosotros» social, aboliendo y
sustituyendo el anterior «nosotros» político, y transformando el
resto desechado, los «europeos», que son degradados: de un ante­
rior y amigable «nosotros» descienden a la categoría de «ellos» hos­
til. Esa invención resultaba completamente necesaria para apuntalar
dialécticam ente la fabricación de las nuevas nacionalidades. Pero su
eficacia como argamasa para el nuevo nacionalismo no puede eclip­
sar la injusticia de esa táctica. Además, los aprendices de brujo no
calibraron el desorden que introducían al abrir aquella caja de Pan
dora. El odio artificial que reverberaba el nuevo patriotismo artifi
cial se dislocó en m últiples nuevos odios menores, pero no menos
intensos.
La fragmentación política de los antiguos virreinatos alimentó nue­
vos recortes al recién estrenado «nosotros», expeliendo de su seno ;i
nuevos «otros», esta vez a circunvecinos americanos que atomizaban
cada vez más la América con la creación de nuevos Estados, retran
queando fronteras, desgajando partes que a su vez volvían a escindirse
en un proceso incontrolado.
Deslindemos la realidad de la ideología en este tema. Como en
tantos otros asuntos relacionados con la independencia americana, da
la sensación de que deliberadamente se quiso ladear la explicación más
sencilla. Cuando la Corona española emprendió la conquista y la
evangelización de América, la firme voluntad de la reina Isabel, com
partida por Don Fernando, fue la de tratar a sus nuevos súbditos (li­
las Indias occidentales como vasallos cuya dignidad era inviolable y a
quienes había que brindar los medios necesarios para que adquiriese n
el ejercicio pleno de sus libertades, para lo cual cía menesiei la cdiiia
ción política y religiosa ríe los indígenasI

I I ’M |
La proyección de la tendencia forjada en la Reconquista diseñó
unas instituciones que, adaptándose y teniendo en cuenta las condi­
ciones del conjunto de la población del país americano, pretendían
reflejar la constitución política de los reinos peninsulares. Parte muy
significativa de aquellas condiciones tenía que ver con una composi­
ción demográfica con una proporción cada vez menor de peninsulares
frente a la creciente de los criollos y naturales del territorio.
Como se ha visto, no se puede decir que la presencia española en
América fuera colonial. No es una cuestión de nombres — pues el
nombre de «colonia» llegó a usarse— cuanto de la realidad. En Améri­
ca se formaron virreinatos como plasmación concreta de la aspiración
de formar reinos con plena madurez, unidos ex aequo a los demás
dentro del vínculo de la Corona. Como también he señalado, durante
toda la duración de la Hispanidad política americana, los más de tres­
cientos años en que los territorios americanos estuvieron unidos a la
Corona española, operaron dos fuerzas simultáneas, constantes y con­
tradictorias, provenientes ambas del Gobierno regio. Esas dos fuerzas
se pueden representar gráficamente como dos vectores en sentidos
contrarios y que crecen en direcciones opuestas. Es decir, que confor­
me avanzaba la historia, el uno crecía mientras que el otro menguaba.
La primera fuerza era proveniente de la virtualidad vivificante de la
aplicación del derecho público cristiano, que había alcanzado una de
sus expresiones más altas en la cristiandad durante el proceso de la Re­
conquista y que concretamente se ha llamado constitución de la mo­
narquía tradicional, social y representativa de las Españas. Un poder re­
gio fuerte se somete deliberadamente a las leyes divinas y de la
comunidad política. Ese mismo poder estaba limitado por las corpora-
c iones y cuerpos intermedios, celosos de sus prerrogativas y no por eso
menos identificados con la persona del rey. La limitación del poder no
se alcanzaba mediante extrínsecos sistemas de control, ni mediante
quilibrios de intereses, sino por el reconocimiento de la voluntad de
I )¡os, la ley natural, la constitución del reino y el derecho de gentes. El
poder constitucionalmente se ordenaba al derecho.
Este vec tor, el ele las libertades del pueblo y el de la limitación del
poder real, tristemente file decreciendo desde el albor de la aventura
americana. ¡Qué magnífica potencia civilizadora, pacificadora, benófi-
<a y, en definitiva, ordenadora al bien común, la del I )erct lio público

II I
cristiano! Aun su breve e imperfecta realización durante un período
tan lejano seguía, sin embargo, alimentando un bien común acum ula­
do del que se nutrieron generaciones durante siglos. También para no­
sotros, hijos del desorden político, aquella realización imperfecta y los
esfuerzos de todos los que en el pasado le dieron continuidad consti­
tuyen nuestra Polar en el cumplimento de nuestros deberes de justicia
general.
Este primer vector es el esencial, el constitutivo, el que funda la so­
ciedad. El segundo vector presente de continuo durante toda la unión
política de América y de España fue un compuesto disolvente formado
en torno a la hybris del poder: el regalismo y posteriormente también
el jansenismo político. Este factor, creciente sin cesar durante toda la
hispanidad política de América, propendía a desurdir el poder de sus
límites naturales, a convertir el poder, y aun su abuso, en un ídolo, a
desmedular las instituciones políticas intermedias y las corporaciones
profesionales, conservándolas tan sólo para mayor gloria del poder.
Hemos tratado ya el esquema de estas dos fuerzas contradictorias
que constituyen el trasfondo del drama político español. Queda por
ver qué luz pueden arrojar sobre el problema del nacimiento de las
conciencias nacionales americanas. Si tomamos esa expresión — la de
«conciencia nacional»— en el sentido menos ideológico posible, nadie
dudará de que los diferentes reinos ibéricos tenían una acendrada con­
ciencia nacional, forjada virilmente en la gesta heroica de la Recon­
quista.
El vector de la constitución política tradicional no podía menos
preciar el natural desarrollo de las instituciones que la Corona habió
plantado. En conformidad con las leyes castellanas fueron los reyes
quienes crearon en los territorios americanos los virrerinatos mismos,
las audiencias, las capitanías, pero, sobre todo, los cabildos y las repu
blicas (municipios). Existía la conciencia de que aquellos territorios y
sus instituciones eran de derecho iguales a los ibéricos. Sólo de hedió
las peculiares circunstancias de la conquista imponían una gradualidad
en el desarrollo de las corporaciones.
En nada podía ofender a la Corona que los naturales de Amerita
llegaran a tener un legítimo sentimiento común, lo que entra dentro
de los bienes que contribuyen al bien común temporal ( )tra cosa seta
determinar el grado de madure/ de ese sentimiento, peto indudable
mente existió y fue madurando, aunque no llegara a cuajar del mismo
modo que los sentimientos nacionales ibéricos. La culpa de esa inma­
durez no es toda de la conmoción independentista ni del regalismo.
H ay condicionantes históricos que dificultan esa conformación. Hoy,
cuando quizas si se pueda hablar de una nacionalidad americana o de
varias, lo hacemos por analogía. No se trata de realidades idénticas a lo
que llamamos nacionalidades en Europa.
La inclinación progresiva de las políticas regias hacia el regalismo
frenó el desarrollo armónico de las instituciones políticas indianas
conforme a sus ideales genéticos fundacionales. Eso no impedía que se
acometieran reformas administrativas m uy eficaces y racionalizadoras
de la maquinaria estatal a un lado y al otro del océano, como hicieron
particularmente los reyes Borbones, en especial Carlos III. Pero se
trataba de racionalizar los recursos al servicio del llamado «despotismo
ilustrado», cuyas preocupaciones estaban completamente al margen
del desarrollo político de la sociedad y de sus instituciones interme­
dias. Se ejecutaban, qué duda cabe, pensando en el bien del pueblo,
pero sin considerarlo un sujeto político. Se hacían grandes esfuerzos
por modernizar la administración, al tiempo que ésta se volvía más
centralista y, en el caso de América, adquiría un mayor sentido patri­
monial, en detrimento de la expresividad y de la madurez de la socie­
dad, y en daño, en definitiva, del verdadero bien común.
La tendencia regalista no decayó mientras la Corona tuvo poder
sobre America y lamentablemente una de las primeras preocupaciones
de los Gobiernos republicanos será subrogarse en ese papel regalista de
la Corona. Aquélla fue otra triste y paradójica consecuencia de la tur­
bulenta situación. Los que habían padecido el regalismo original, al
sacudírselo de encima, no volvieron sus ojos hacia el benéfico caudal
doctrinal y práctico de la constitución tradicional política de los Esta­
dos, sino que los regímenes constitucionales reclamaron para sí todas
las prerrogativas abusivas que significaron la decadencia de la Corona.
I )esde el derecho de presentación de obispos (con la aspiración de
nombrarlos di rectamente y de proveer las vacantes de los oficios ecle­
siásticos) basta el adoctrinamiento ideológico de los pueblos: en todo
se excedieron las nuevas repúblicas.
Más que el des.n tollo de las tone ¡ene ¡as nacionales lo que truncó el
regalismo lite la maduración política En vísperas ele la proclamación
de la independencia de México, Aguirre, oidor de la Audiencia de
México, resumía el suicida propósito regalista, que había llegado a
desnaturalizar el propósito fundacional de las instituciones americanas
y de toda la aventura hispanizadora: «Mientras exista en España un
pedazo de tierra, debía España mandar en las Américas, mientras exista
un solo español en las Américas, ese español debe mandar a los ameri­
canos, pudiendo sólo venir el mando a los hijos del país cuando ya no
hubiese un solo español en él». En 1767, reinando Carlos III y a más de
cuarenta años del comienzo de la Independencia, el virrey Croix había
expresado la misma extraña doctrina, al amenazar con la pena de
muerte a «aquellos súbditos del gran monarca que ocupaba el trono de
España, disconformes con la tesis de que nacieron para callar y obedecer
y no para discurrir ni opinar en los altos asuntos de gobierno».
A pesar de las dificultades naturales derivadas del peculiar proceso
de poblamiento, el afecto a la tierra natal, a las costumbres y la solida­
ridad con los coterráneos — expresión afectiva de la sociabilidad— se
iban vigorizando. Llamar a eso «conciencia nacional» formada y «al
servicio de la idea de patria» es una astracanada trágica. No pudo serlo
y de haber existido nada hubiera significado políticamente. No hu­
biera supuesto en sí misma nada contrario al bien común ni a la em­
presa política de la Corona.
De modo que la conciencia o las conciencias nacionales no estaban
ni mucho menos maduras en la América de la independencia, aunque
había ya ingredientes que hubieran debido integrarla, como el folclo­
re, las tradiciones locales, la solidaridad entre los naturales y los afectos
hacia el país.
Una fuerte conciencia nacional y, sobre todo, unas fuertes y vitales
instituciones políticas locales y virreinales hubieran significado la cul
minación y perfección de la obra misional y política de España en
América. De ninguna manera hubiera supuesto — por sí misma- ni
un principio secesionista ni un atentado al vínculo de la unidad liis
pana.
En ese sentido — radicalmente distinto al que pretendía justificar
Víctor Andrés Belaúnde— resulta cierto no lauto que España «creo
naciones», sino que «creó sociedades políticas intermedias» y se quedó
a medias en su tarea, por desmayo en su misión política y por la itai
ción de quienes acalcaron con la hispanidad política

I IU I
Pa r a le er m á s :

Guillermo. La Iglesia y su doctrina en la independencia de


FlG U E R A,
América. Caracas. Biblioteca de la Academia Nacional de la Histo­
ria. 1960. Páginas 323-401.
LACH AN CE, Louis. Humanismo político. Pamplona. Eunsa. 2001. Pá­
ginas 277-305.
LETURIA, Pedro de. Relaciones entre la Santa Sede e Hispanoamérica.
Caracas. Sociedad Bolivariana de Venezuela. 1951. Tomo II.
.
7
EL FACTOR PREDOMINANTE
DE LA INDEPENDENCIA

Un una realidad histórica tan poliédrica como es el proceso indepen-


dentista americano es comprensible que se produzca una confluencia
de afluyentes, unos coadyuvantes y otros, m uy pocos, determinantes
de la gran rambla revolucionaria.
Escuelas ideológicamente contrarias, pero igualmente parciales, han
pretendido atribuir la independencia, ya sea a un proceso necesario e
imparable provocado por la presencia de unas causas de orden mate­
rial (la pretendida represión hispánica, la tendencia a abrir nuevos
mercados sin las cortapisas burocráticas de la Corona, la pugna de las
( u huras indígenas contra la imposición europea o bien del proletaria­
do contra la oligarquía burguesa), ya sea por unas razones ideales, con
indiferencia de esas mismas condiciones materiales (la conciencia na-
i ¡onal y su supuesta exigencia de traducción política).
I,a realidad humana es siempre compleja y no encaja en los moldes
ideológicos preconcebidos. Como toda realidad creada, la historia es
analógica y, por lo tanto, en ella subsisten, simultáneamente, distintos
planos del ser, jerarquizados. Esta analogía permite afirmar un orden y
i tazar una distinción en cuanto al influjo de las causas, sin tener que
esi In i i ninguna; sin tener que minimizarlas o desnaturalizarlas para
que encajen en un esquema abstracto previo.
Es comprensible que si la independen! ¡a lúe un acto político — o si
•>e quiere, un desorden político . las causas últimas determinantes
deban busctu.se en el niden de la política. Eso no empece que existan
otras causas que hayan influido en esa causa política desde niveles más
altos (el religioso) e inferiores (la economía o el resentimiento entre
grupos humanos).
El principal factor del ambiente de desarraigo en el que se realizará
la independencia lo consituyen las malas políticas regias que, progresi­
vamente, desde el comienzo de la presencia hispana, avanzan en un
sentido de debilitación y confusión del bien común político. Ese ejer­
cicio de un poder absoluto interpretaba la religión como instrumentum
regni, medio subordinado al poder político. Ese nuevo modo de go­
bernar llevaba de la mano la difusión de ideas que lo justificaran. Ideas
nuevas completamente contrarias a la vieja doctrina católica que había
sido el armazón doctrinal de la añeja unidad hispánica.
El absolutismo hispánico adquirió siempre la forma del llamado
«despotismo ilustrado» y nunca perdió de vista la idea del beneficio
del pueblo. Aun con políticas regalistas y jansenistas, la monarquía
siempre se proclamó católica y declaró la religión católica como la
única de los reinos españoles. Pero no por eso escapa al juicio de dis­
torsión esencial de la acción política y religiosa. El régimen monárqui­
co español fue arrinconando su propia esencia política, lo cual llevaba
pareja una nueva definición del bien común político. Tales modos de
gobernar fomentaron el nacimiento de nuevas actitudes por parte del
pueblo hacia ese bien común.
El celo por el propio fuero, por la propia integración como miem
bros de la comunidad dentro de la acción política, es decir, por la
contribución necesaria al bien común conforme a los propios deberes
y a los propios derechos consuetudinarios, fue dando paso a un mero
positivismo exterior: el cumplimiento de los cambiantes mandatos le­
gales impuestos por los sucesivos gabinetes de un rey desvinculado de
otros límites que no fueran los de su conciencia. Aquellas políticas lia
bían estrangulado la actividad de las instituciones políticas intermedias
propias de los reinos.
Era una tendencia que venía de m uy lejos. Era el declive de lo que
he llamado el vector decreciente de la política hispánica, y que era, sin
embargo, su fuente de vitalidad. El vector que logró que la hispanidad
política americana durase más de tres siglos y dejase plantadas en los
pueblos segregados las simientes de un bien común pasado y ariuiili
lado que todavía ofrece posibilidades de futuro.
Mientras decaía ese factor vivificante de los pueblos, el factor exte­
nuante, el regalismo y el positivismo político iba ocupando mayores
cotas en una labor constante de trituración de instituciones, de cos­
tumbres, de derechos.
El español americano de comienzos del siglo XIX era cordialmente
español y monárquico, como reconocerán los mismos promotores de
la independencia, y como queda patente en el inmarcesible testimonio
de sus proclamas o señuelos, según se vea, con los que se quería orde­
ñar el descontento popular levantando el pendón de «¡Viva el Rei,
abajo el mal gobierno!».
Los revolucionarios sabían bien, y la historia lo confirmó, que la
monarquía seguía despertando en las conciencias americanas los viejos
anhelos de libertad y de dignidad política, transmitidos piadosa y celo­
samente de generación en generación. También sabían que ese sím­
bolo del ideal, durante demasiado tiempo traicionado, era una débil
fuerza a la que se podía dar la vuelta a su favor, pues los pechos ameri­
canos también nutrían un profundo desapego a las políticas efectivas
que se realizaban en nombre de esa misteriosa figura real.
Un historiador tan inequívocamente favorable a la independencia
como el argentino José Luis Romero habla de los «modelos» políticos
que animaron las guerras de la independencia, cuya «génesis hay que
buscarla fuera de Latinoamérica». Al describir la situación del pensa­
miento independentista político, Romero afirma que

desde el estallido de la Revolución francesa aparecieron signos de que se


empezó a pensar en ella, y cuando Miranda inició sus arduas gestiones
ante el Gobierno inglés se aseguraba que vastos grupos criollos estaban
dispuestos a la acción. Pero era un pensamiento tenue, que sin duda
arraigaba en los grupos criollos de las burguesías urbanas sin que pueda
saberse, en cambio, el grado de resonancia que tenía en otros sectores.

Entre la Revolución Francesa (1789-93) y las gestiones de M iranda


"lie el Gobierno inglés comenzadas en la misma época, «aparecieron
signos de que empezó a hablarse» de independencia. Mientras tanto, el
l.iniasioso Miranda hablaba di' «vastos grupos de criollos dispuestos a
la acción», pero con el poco luudamciUo que se puede deducir del in-
icnto de iuii i.u la revolución ion ai es porpeni ico desembarco en las

I I V |
playas de Coro en 1806. M iranda estaba convencido de que bastaría
una mecha para que prendiera la rebelión en todo el continente, pero
lo que provocó fue la indiferencia de sus coterráneos, que ni siquiera
se molestaron en echarlo. Pasados unos días sin que nada ocurriera y
sin visos de que tan benéfica proeza tuviera resultado ninguno, ni
prendiera mecha alguna, recogió a los aventureros que había reclutado
con su facundia y abandonó las costas de América, que no estaba ma­
dura para comprender su filantrópica misión, rumbo a Londres.
La vida interna de las Españas americanas estaba esclerotizada des­
de hacía decenios. Por debajo de la obediencia a los dictados reales,
cuando ésta existía, había una sociedad inorgánica, en la que pulula­
ban con comodidad las nuevas ideas y que carecía de una fuerza ínti­
ma a la que apelar en caso de crisis. En muchos casos se era español
porque no se era ninguna otra cosa y se era católico porque se pensaba
poder compaginar el Evangelio con las doctrinas de Bentham o de
Rousseau. Había una gran inercia que hubiera podido proseguir de-
igual modo más tiempo, pero la inercia es la gran fuerza de los cuerpos
sin vida y no es difícil aprovecharla si se la dirige hábilmente.
Las ideas independentistas nacieron fuera de la América española,
como reconoce Romero. Son un producto artificial que sólo podía fi­
nalmente prender cuando el desarraigo latente bajo la inercia tópala
con un obstáculo que lo sacudiera y le forzara a tomar partido.
Es m uy significativo que con ese cuadro social, intelectual, moral,
tan desalentador, los propagadores del independentismo no fueran ca
paces con su propia actividad apostólica de difundir el movimiento en
América hasta no recibir el inesperado auxilio del Gran Corso.
Fue necesario el secuestro de la casa real española en Bayona y la
invasión de España por las tropas napoleónicas para que América sa
liera de su letargo y se viera obligada a elegir. En aquella tesitura de
incertidumbre quedaron al descubierto las superficiales raíces de la tan
maltratada comunidad política de América. Tras iniciales intentos de
constituir juntas análogas a las ibéricas con idénticas pretensiones di
fidelidad a la monarquía española y preservación del poder regio, la
falta de convicción íntima demostró la incapacidad de dirigir una
reacción popular. En grandes sectores criollos, en las clases m is pu
jantes, el vacío intelectual y sobre todo emocional encontró un balsa
nio en la misma propaganda independen!isla que basta ayet, bahía a
do vista con displicencia y desinterés. Ni mucho menos fue unánime
la defección, ni siquiera mayoritaria en la mayor parte de los virreina­
tos. Comenzó una confrontación civil que, a partir de 1810, con los
vaivenes que hemos visto, condujo a la extinción política de la Hispa­
nidad americana.

Pa r a leer m á s :

H u m ph r e y s, R. A., y John. The Origins o f the Latín Ameri­


Lyn ch ,
can Revolutions, 1808-1826. Nueva York. Alfred A Knopf. 1967.
Páginas 113-150 y 269-300.
LACH AN CE, Louis. Humanismo político. Pamplona. Eunsa. 2001. Pá­
ginas 337-446.
ROM ERO, José Luis y R o m e r o , Luis Alberto. Pensamiento político de
la emancipación. Caracas. Biblioteca Ayacucho. 1977 Páeinas IX-
XXXVIII. 5
8
EL AMBIVALENTE FACTOR
DEL CRIOLLISMO

Otros muchos factores suelen considerarse relevantes para este cuadro.


Políticamente hablando, sin embargo, se advierte que todos ellos están
ligados a la decadencia de los sucesivos Gobiernos de la monarquía y a
la difusión de las nuevas filosofías. El problema del criollismo es uno
de los principales factores presentes en la crisis, pero, si se lo examina
de cerca, queda subordinado a la causa general, al deterioro de la cali­
dad de la vida política española.
Criollos se llama a los españoles nacidos ya en suelo americano. Se
ha repetido mil veces que los criollos eran sistemáticamente preteridos
a los peninsulares a la hora de ocupar los puestos de la Administración
Pública, lo que creó un resentimiento de aquéllos hacia éstos y a la
larga preparó el camino de la independencia. La realidad no fue exac­
tamente así. Como decía el alemán Richard Konetzke, «la legislación
española no hace distinción entre españoles nacidos en Europa o en
fas Indias, paridad legal demostrada por Juan de Solórzano, fundán­
dose en el carácter de verdaderos españoles que tenían los criollos, que
no siguen el domicilio, sino el origen natural de sus padres ». Añade el
historiador que «desde el comienzo de la conquista, la Metrópoli se
preocupa de mantener este principio de paridad, que si se rompe es en
beneficio de los nacidos en América».
luí cnanto a la postergación de los criollos a favor de los península-
íes en la provisión de varantes en la Administración) en la mayoría ríe
los i asos no n a tal I n las olu inas de la Keal I lacínula, el número de
criollos triplicaba al de peninsulares. En los juzgados de primera ins­
tancia superaban los criollos en número a los venidos de la península y
lo mismo pasaba en las audiencias y en los demás tribunales. En la ca­
rrera de las armas tampoco estaban discriminados, como lo atestigua el
caso del novohispano Iturbide, que llegó a brigadier en el real ejército;
el del rioplatense San M artín, que alcanzó el grado de teniente coro­
nel, y el del venezolano Bolívar, que fue coronel. Otros criollos, como
el chileno Fermín Francisco de Carvajal Vargas, el Duque de San
Carlos, o el tlaxcalteca Manuel de Lardizábal llegaron a ocupar cargos
importantes en los Gobiernos del Rey y el primero recibió incluso la
grandeza de España.
La tensión entre criollos y peninsulares no se ciñó al terreno civil.
Entre los clérigos, los criollos se sentían marginados a la hora de cubrir
las vacantes de los puestos de responsabilidad y honoríficos. La cosa,
llegado el tiempo de la secesión, alcanzó tintes cismáticos. José María
Morelos, cabecilla rebelde de Nuevo México y cura de Carácuaro, de­
claró en el proceso que contra él tuvieron las autoridades españolas en
1813 que ni el clero de la diócesis ni él mismo reconocían al obispo
electo de Valladolid, Abad y Queipo, ni a ninguno de los que recono
cían al Rey, pues los tenían por enemigos. El también mexicano fray
Servando Teresa de M ier, dominico regiomontano, les decía a los de­
más eclesiásticos para animarles a la sedición, que las excomuniones y
demás sanciones eclesiásticas impuestas por los obispos fieles a la Co­
rona no tenían valor ninguno, por «ser impuestas por gachupines».
Volvamos al asunto de la discriminación, que realmente no exis­
tió en cuanto veto de los criollos, pero una cosa es la realidad y otra
m uy diferente la percepción emocional de ésta. Abundan los dócil
mentos de todo tipo que atestiguan que, efectivamente, el sentí
miento generalizado de los criollos desde la segunda m itad del siglo
XVIII es de estar marginados en beneficio de los peninsulares. Está
claro que ellos conocían la realidad de su tiempo, por eso se deduce
que para la m entalidad criolla cualquier proporción de presenc ia pe­
ninsular en la administración pública americana resultaba agraviante
Como dice Konetzke, «los hijos patrim oniales de la corona, nacidos
en América, gozaban de prerrogativas reconocidas para los olí» ios d<
gobierno y de justicia, así como en el i ampo c( lesiási u o, en un sen
tic!o de prioridad, pero no con car.íc leí <-vi Ilesivo IVio los criollos no
se contentaban con ello, sino que se esfuerzan en excluir a los penin­
sulares de los altos cargos».
Conviene ponerse en el contexto para comprender una reacción
que, de suyo, no era en absoluto contraria a la Corona. El desarrollo
de las conciencias nacionales no supone por sí mismo ningún atentado
contra la unidad política. La ecuación nación igual a Estado es fruto
del romanticismo nacionalista. Es una realidad felizmente demostrada
por la historia que varias naciones pueden encontrar su más conve­
niente realización del bien común bajo un solo gobernante. Además,
esta fórmula ha sido la española hasta el primer tercio del siglo XIX.
Las secesiones americanas y la imposición del régimen isabelino se
orientaron en sentido nacionalista. Por eso mismo, antihispánico.
Las sociedades americanas habían formado un sentimiento de co­
munidad, de solidaridad entre los coterráneos. Como bien decía el
chileno Julio Alemparte Robles «las quejas de los nacidos en Perú,
Colombia, Chile, etc., contra los altos funcionarios de afuera no dife­
rían esencialmente de las que se escuchaban en Galicia, Vascongadas,
Aragón y otras regiones de la misma España, donde ocurría lo mis­
mo».
El deseo de que los funcionarios reales fueran provenientes del
mismo territorio en el que actuaban en absoluto equivalía a un im pul­
so secesionista. Era más bien lo contrario: un crecimiento en el senti­
do fundacional, impreso por la Corona, de una realidad política «no
colonial», sino «foral».
El concepto de uniformidad política, parejo al de ciudadanía única
para todos los súbditos, no era el propio de la concepción política
histórica española. Sólo se impuso a raíz del triunfo de la Revolución.
En lo que se equivoca Konetzke es en pensar que los americanos reco­
nocían al «mismo monarca unidos a otros reinos de la Península, pero
en lo demás son conscientes de su personalidad propia frente a la na­
ción española». Konetzke exagera el grado de unidad — «personalidad
propia», lo llama—* que habían alcanzado los que todavía eran dife­
rentes virreinatos; además atribuye esa afirmación de la personalidad
americana a una oposición dialéctica frente a una inexistente «nación
española», l as Españas, todas igual de españolas, no constituían una
sola nación más que en el imaginario legalista, algo que heredarán los
independeniislas anu ía anos y los coiistitueionalisias ibéritos. Seguían
siendo, salvo para los ministros del Rey, una unión personal de dis­
tintos reinos y naciones en una sola Corona que ciertamente encarna­
ba el más fuerte y radical vínculo político.
Un gallego se sentía claramente diferente de un andaluz o de un
navarro, y lo eran cultural y jurídicamente, pero en últim a instancia
política, el vínculo más profundo — que no anulaba esas reales dife­
rencias— lo constituía la Corona. Por esa razón, en cuanto a la con­
tribución y participación en la empresa común — el bien común polí­
tico— , España fue siempre una, pero, en cuanto a los modos de
contribución y participación, fue siempre plural.
Como explicaré más adelante, la confusión entre nación, patria y
Estado es falsa y, aplicada al caso de los reinos americanos, anacrónica.
Las naciones no son realidades políticas, mientras que patria y Estado
sí lo son. Los americanos, sin formar una nación, fueron siempre es­
pañoles porque participaban en igualdad con los peninsulares en el
ideal político hispánico, dentro de la misma patria y del mismo Esta­
do. Estaban obligados por los mismos deberes políticos. Dentro de
este esquema, la progresiva adquisición de una conciencia cultural
unificada y diferenciada — el criollismo— no pertenece ni afecta al
orden político y en sustancia no difiere de los análogos lazos culturales
que se habían formado dentro de los distintos reinos peninsulares. Se
debe recordar que dentro de cada reino coexistían diversas áreas cultu­
rales (en Navarra vascoparlantes y castellanohablantes; en Aragón los
que hablaban en catalán y los que se expresaban en castellano o nava­
rro-aragonés), lo cual no mermaba su unidad política. No se insistirá
lo suficiente en que se trata de órdenes diversos.
El regalismo veía las diferencias forales entre los distintos reinos
que conformaban España como una amenaza, como un signo de fra­
gilidad, de falta de cohesión. No es de ningún modo invención bor
bonica, pues la tendencia estaba presente en las políticas de los prime
ros Austrias y se acentuó en los últimos.
El 5 de mayo de 1768 tuvo lugar una sesión del Consejo Extraoi
dinario del Rey. Lo presidía el Conde de Aranda y actuaban como lis
cales del Consejo Rodríguez Campomanes y el ( anide de lloridablan
ca, que informan sobre las medidas que debieran lomarse para eviiai
«el distanciamiento y el desamor de las Indias" hacia la mciiúpoli.
«Proponen dice Koneizke una unión de ¡unieses cuite uiuerira
nos y españoles que evite los inconvenientes de la distancia, haciéndo­
les percibir la dulzura y participación de las utilidades, honores y gracias.
Consideran que aquellos países no pueden mirarse como una colonia,
sino como provincias poderosas y considerables del Imperio». Es
cierto que no se quiere tratar a América como una colonia, pero como
dice el hispanófilo alemán, «empieza a perder fuerza el (concepto) de
reino distinto, unido directamente a la corona, para pasar al de pro­
vincias de una misma monarquía».
A partir de la Constitución de Cádiz la tendencia unitaria y centra­
liz ad o s con folclóricos matices regionalistas llega a su desarrollo com­
pleto y el carlismo encarnará frente a ella el anhelo de perduración de
la constitución tradicional de las Españas.
Así pues, el criollismo se constituyó en una fuerza decisiva que será
utilizada por los partidarios de la independencia. Pero no por una cie­
ga necesidad natural, como quería Vizcardo («la independencia se de­
riva de la misma naturaleza de las cosas»), sino merced a la quiebra
operada en la vida política española por el regalismo. Esa vida política
disminuida, al producirse la drástica ruptura de la inercia social por la
incertidumbre de los sucesos de 1808, fue terreno favorable para la
epidemia independentista.

PAR A LEER M ÁS:

y LYN CH , John. The Origins o fth e Latín Ameri­


H u m p h r e y s , R . A .,
can Revolutions, 1808-1826. Nueva York. Alfred A Knopf. 1967.
Páginas 243-269.
KO N ETZ KE , Richard (ob. col.). C O N G R E SO IdlSPAN O AM ER ICAN O DE
H IST O R IA . Causas y caracteres de la independencia hispanoamerica­
na. Madrid. Ediciones Cultura Hispánica. 1953. Páginas 250 y ss.:
/legem onía d el mando de los españoles peninsulares, que dio lugar al
odio de los criollos.
9
EL DRAM A DEL ALM A ESPAÑOLA

La situación política era ciertamente insostenible durante mucho


más tiempo. Un estudio de la aceleración de la degradación política
bajo el funesto «Príncipe de la Paz» nos muestra que las tensiones y
las contradicciones doctrinales y políticas acumuladas de un modo
particular durante el siglo XVIII se exasperaron a partir de 1 7 9 2 con
el ascenso de Godoy. Aparte de la ínfim a catadura personal del indi­
viduo, sus afinidades, que no conocimientos, escoraban sin duda ha­
cia el liberalismo doctrinario, aspecto en el que se daban la mano re­
volucionarios y regalistas extremos. El pueblo, víctim a de unos
abusos y de una desorientación intolerables, concibió un fiero senti­
miento de odio al tirano, en quien encarnaba la culpa de sus desdi­
chas. Al mismo tiempo volvía sus ojos esperanzados al Príncipe de
Asturias, Don Fernando.
La invasión francesa de la península se vio precedida por un bo­
chornoso y prolongado espectáculo de miserias humanas protagoniza­
do por los depositarios de la legitimidad política. El Rey y el Príncipe
de Asturias, Godoy y Ezcóiquiz, guiados, o más bien cegados por su
torpe ambición y olvidados del bien común, cuya dirección corres­
pondía a la monarquía católica, se devoraban mutuamente, con el re­
gocijo y la colaboración de Bonaparte.
Lxaminados aquellos episodios con imparcialidad, no cabe sino
dolerse por. el pueblo español, que padeció (ales gobernantes que lo
uboi aion a iaii 11 isles i oiisei nene iax,

I l-l ' I
Estamos, pues, ante la representación del drama del alma española,
la encrucijada en la que unos y otros tuvieron que tomar partido en el
claroscuro del momento, con la intención de hacer posible el bien
común político. Yo afirmo que, en medio de aquella barahúnda, no
todas las decisiones eran equiparables. Había elementos que hacían
sumamente difícil la decisión, pero éstos no eclipsaban del todo la
continuidad de unos principios a los que la conciencia exigía perma­
necer fiel. Es de todo punto injusto querer leer la historia a posteriori y
querer justificar decisiones que carecieron de suficiente fundamento o
incluso estuvieron motivadas por errores.
No parece que se pueda negar que los reyes españoles, al menos
desde Carlos III, fueron infieles a los principios doctrinales de la mo­
narquía hispánica y fueron los últimos responsables (como diría sor
M aría de Agreda al rey Felipe IV, «ser rey es una carga, no sólo gran­
deza») de la mala dirección que tomaron los pueblos hispánicos. El
gobernante está obligado, al igual que los ciudadanos, a cumplir con
sus graves deberes de justicia general. Pero la gravedad de la obligación
de los gobernantes es inmensamente mayor que la nada despreciable
de los ciudadanos. Los Borbones, al menos desde Fernando VI, mere­
cieron no menos que los Merovingios el doliente título de «reyes hol
gazanes».
Sin embargo, no hago ningún malabarismo doctrinal si afirmo que,
aunque hubiera causas suficientes y sobradas para declarar la indigni
dad de Carlos IV o de Fernando VII, esa indignidad no fue jamás de
clarada como un acto de la sociedad. Las tachas de los monarcas son
objetivas y muchos contemporáneos suyos pudieron formarse una idea
cabal de la actuación de sus reyes. Seguro que muchos desaprobaron
tajantemente aquellas regias conductas. Pero una cosa es formarse un
juicio privado y otra m uy diferente que la sociedad como tal realice un
acto suyo.
La reprobación de un rey no es un acto ordinario, no hay prolo
coios para eso, pero debe ser realizada por órganos o por personas i n
yo juicio pueda ser reconocido socialmente. Esc reconocimiento con
vierte la reprobación en un acto de la misma sociedad. Un ejemplo de
un acto análogo, dirigido no a la reprobación pero sí a promovet ai los
necesarios para el bien común para los que no tenía aii ¡bm ion< no-,
lo ofrece el bando riel alcalde de Musióles: -I a patria esta en peligro.
M adrid perece víctima de la perfidia francesa; españoles, acudid a sal­
varla».
En el contexto del secuestro de Bayona, de la ocupación francesa
y de los bárbaros enfrentamientos de los invasores con los españoles,
aquella llam ada dejó de ser el acto de un pobre regidor y se convir­
tió en un acto verdaderamente político general. Como tal fue en­
tendido. La prueba está en que, como dice el biógrafo de Napoleón,
Lanfrey,

todos se levantaron, sin saber el uno del otro; en aquel instante de su­
premo peligro se atrevieron a mirar a la cara al tirano del mundo y decla­
rarle la guerra por su cuenta. Miles de hombres acudieron, con las armas
en la mano, a la cabeza del partido. No sabían si hallarían imitadores y
auxiliares, sabían sólo que preferían la muerte a la dominación extranjera
impuesta bajos tales auspicios.

Es el retrato de una acción de justicia general desencadenada por


una autoridad ínfima, pero reconocida como tal por el pueblo. El
bando del alcalde de Móstoles fue un acto de la sociedad. Un acto que,
como explica Federico Suárez, tenía «tanto de resistencia al invasor
como de resistencia a las innovaciones políticas».
No se puede dudar por lo tanto de que ningún rey hasta Fernando
VII perdió la legitim idad de ejercicio. Por m uy descontentos que los
españoles estuvieran con el Gobierno de Carlos IV, piadosamente
tendían a culpabilizar de todos sus males al infame Godoy: reclama­
ban su cabeza sin cuestionar ni la institución ni la persona del monar­
ca que toleraba tales desmanes.
Es cierto que cuando el día de San José de 1808 se conoció la abdi­
cación de Carlos IV, la gente lo festejó con una alegría no exenta de
;ilivio, pues era ya difícil no encontrar culpable la incapacidad del mo­
narca. Sin embargo, ni las causas objetivas, ni el malestar popular ante
<1 mal gobierno, eran suficientes para declarar individualmente la pér­
dida de legitimidad de ejercicio por parte de Carlos IV. En los años
venideros, los españoles padecerán de igual modo las incoherencias de
«el Deseado». Femando Vil será siempre un celoso legalista, sin sensi­
bilidad bar ia sus obliga* iones dei ¡vacias de la tradicional constitución
políliia de la monarquía espadóla

I M ‘> I
Fueron malos reyes, pero ni Carlos IV ni su hijo perdieron la legi­
timidad de ejercicio y esto se puede afirmar sin aprobar hipócrita­
mente sus indecorosas conductas. Se trata de pensar desde el interior
de la tradición política y legal católica.
Declarar la ilegitimidad de un gobernante es un acto de la máxima
trascendencia política y que coloca el bien común político en una si­
tuación de vulnerabilidad. Un acto semejante no puede quedar al al­
bur de subjetivas interpretaciones y menos aún de opiniones inciertas.
El bien común exige que sea declarada, con causas suficientes, por una
autoridad suficiente para que ese acto se convierta en un acto de la so­
ciedad, como lo exige el bien común. Con la misma seguridad ese acto
debe garantizar la designación de un nuevo jefe. Que eso no sucedió
nunca con Fernando VII lo prueba el hecho de que durante el cautive­
rio de seis años del monarca a manos de Bonaparte, tanto el alza­
miento popular como las distintas juntas y la misma convocatoria de
las irregulares Cortes gaditanas se harán en nombre de una regencia
interina hasta que tuviera lugar la reintegración del monarca a España.
Los españoles no se plantearon sustituir el régimen ni a la persona del
monarca, que, a sus ojos, era depositario de la legitimad de origen y
no había perdido la de ejercicio.
Los pueblos españoles, azuzados por la ocupación física de su te­
rritorio, dieron una respuesta que se limitaba a la defensa de la legiti
midad del monarca prisionero y a la apremiante expulsión de los ejér
citos invasores. Las viejas y legítimas querellas contra el abuso del
poder quedaron pospuestas ante la urgencia de agrupar las fuerzas ame
el enemigo extranjero. En realidad, los españoles ibéricos estaban
profundamente divididos entre sí. Hubo un grupo, el de los liberales
«patriotas» que, mientras la mayoría de sus compatriotas, alérgicos .1
las nuevas ideas liberales, se batían a muerte por expulsar al invasor,
aprovecharon para dar un verdadero golpe de mano, copando las irre
guiares Cortes de Cádiz y preparando la instauración de un régimen
liberal parlamentario.
La situación en las Españas americanas fue diversa pero no dejó de
guardar interesantes analogías con la peninsular. El común de los po
bladores de las Indias sintió fraternal solidaridad ame el atropello que
padecían sus hermanos peninsulares e inquietud filial ante la incierta
suerte del monarca prisionero en Valeucey. Se espetaban las nota ¡as
de la Península con avidez y los ánimos estaban pendientes de los re­
latos de los navegantes que procedían de Europa. En un principio las
autoridades políticas delegadas de la Corona mantuvieron el orden,
pero m uy pronto los cabildos constituyeron juntas al modo peninsular
para preparar la defensa del orden político en aquellas anómalas cir­
cunstancias. En éstas, como en las peninsulares y de un modo parti­
cular en las Cortes de Cádiz, la presencia e influencia del elemento re­
volucionario fue desproporcionada respecto al peso que tenía en la
población.

P a r a l e e r m á s -.

LACH AN CE, Louis. Humanismo político. Pamplona. Eunsa. 2001. Pá­


ginas 277-305.
S u Á R E Z V ER D EG U E R, Federico. El problem a de la independencia de
América. Madrid. Anales de la Fundación Francisco Elias de Teja­
da. Año XII/2006. Páginas 47 y ss.
—La crisis política del Antiguo Régimen en España. M adrid. Edicio­
nes Rialp. 1950. Páginas 9-26.
10
EN AMÉRICA SE ROMPE LA INERCIA

El ejemplo de la Nueva España es significativo. El virrey, don José de


Iturrigaray y Aréstegui, había tomado posesión cuatro años antes, en
1804. Al conocer la noticia del Motín de Aranjuez, de la abdicación a
favor de Fernando VII y del estallido de la guerra contra el francés en
la Península, opta por no decantarse. La inmensa mayoría del pueblo
de la Nueva España manifiesta sin disimulo su adhesión al monarca
cautivo y su apoyo a la causa de sus hermanos peninsulares. H ay tu­
multos callejeros.
Veamos cómo narra los hechos un testigo presencial, «el Gachu­
pín», don Juan López Cancelada, por entonces redactor de la Gaceta
de México. López Cancelada fue desde el comienzo enemigo acérrimo
no sólo de la independencia, sino de los cabildeos del virrey. Eso no
obstante, no cuestiona la objetividad de sus crónicas. Fray Servando
Teresa de Mier, acérrimo independentista novohispano, polemizó
agriamente con López Cancelada. En particular contra la obra de Ló­
pez titulada La verdad sabida y buena f e guardada. Origen de la espan­
tosa revolución de la Nueva España, comenzada en 15 de septiem bre de
1510. Defensa de su fidelidad. En La verdad sabida, López Cancelada,
además de explicar su punto de vista, hace una narración de los hechos
que precedieron a los movimientos independentistas de Morelos y de
I lid.il]>,o. Incluso Cliristophei Domínguez Michael, biógrafo y com­
patriota del Ira ¡ le revolucionario, sin a proba i las tesis de López C an­
celarla, se pronuncia lavoiaNemenlc en cnanto a su Habilidad como
cronista de los hechos: «El conservador (López) tenía un conocimiento
de México m uy superior al de M ier y al de los diputados americanos
(en las Cortes de Cádiz), una prosa ilustrada y una visión realista y
profética de los hechos». Así era: cuando salió de Nuevo México, Ló­
pez Cancelada había pasado treinta de sus cincuenta años de vida en
aquel virreinato y lo había recorrido de punta a cabo con afán investi­
gador y, por su competencia nada común, había sido uno de los pro­
veedores de inaccesibles informaciones para el trabajo del barón Von
Humboldt.
Veamos cómo describe el periodista berciano la llegada a América de
las noticias del Motín de Aranjuez y de la coronación de Fernando VII:

El 8 de junio llegaron a Nueva España las noticias de lo ocurrido en


Aranjuez los días 18 y 19 de marzo. Como por lo regular es allí el Co­
mercio el primero que las recibe, y este gremio las celebró de un modo
extraordinario, el pueblo atraído de la novedad se instruyó brevemente
del motivo. Si los comerciantes celebraron con el mayor entusiasmo la
exaltación de Fernando séptimo al trono y la caída de Godoy, el resto del
pueblo no lo hizo menos. Por todas las calles y plazas no se oía otra cosa
que vivas y aclamaciones. La curiosidad más placentera se notaba hasta en
la misma plebe: al oír los papeles públicos que contenían aquellos suce­
sos, [gritar] Viva F ernando séptim o, Viva España, era común hasta en los
niños.

«En este estado de general alegría — continúa el redactor de la Ga­


ceta de México— dexé a México y partí para San Agustín de las Cue­
vas, donde se hallaba el Virei Don José Iturrigaray». El Virrey no qui
so darle autorización para que publicase las noticias en la Gaceta. Era
comprensible, pues había sido favorecido por Godoy y no tenía nin
guna seguridad del futuro que le esperaba en las nuevas circunstancias.
Iturrigaray quería ganar tiempo. La gente estaba extrañada de que no
se hubiera mandado celebrar oficialmente las buenas noticias y «se
murmuraba sobre eso». A los tres días, «hubo repique y Misa de gra
cias» y se mandó publicar en la Gaceta «que, por ocupaciones de- la
santa catedral, no se había hecho antes...». l,o cual era falso, y los ea
nónigos protestaron. No se había celebrado antes por las vac ilac iones
del Virrey. «Desde aquella fecha comenzó a opinarse sobre la fidelidad
del Virei. Las gentes que carecían de conoc imienios políticos decían
sencillamente: El virei no quiere a nuestro Soberano...». Mientras tan­
to, Iturrigaray «no se explicaba en sus tertulias en el orden que se espe­
raba como primer Jefe». Pero nuevas noticias iban a dar oxígeno al V i­
rrey en su estrategia dilatoria: «Por desgracia llegó la barca Ventura
con las Abdicaciones de Bayona». Los jefes del partido independentista
empezaron a moverse rápidamente. Se dieron situaciones estrambóti­
cas: «No pasaron muchos días sin que se presentase un Indio diciendo
que era descendiente por línea recta del Emperador Moctezuma; que
en virtud de no haber ya Soberano en España, le tocaba la corona del
Imperio Mexicano».
Apostilla López: «Los malos criollos querían dar grande importan­
cia a esa solicitud». Pero pocos días después se vio que los indios no
querían saber nada de aquel pretendido monarca: «La cosa quedó en
nada en punto a los indios». Continuaron los manejos. «La tarde del
18 de julio vimos salir de las Casas Capitulares al Ayuntamiento [la
corporación]. Dirigióse al palacio virreinal rodeado de una numerosa
plebe que vitoreaba». El gentío daba gritos de ¡ Viva el Rey\ ¡ Viva Espa­
ña)., «prueba evidente de que la masa del pueblo estaba sana», concluye
López. «El 20 se supo que el Cabildo había llevado una representa­
ción, la que contenía en sustancia que respecto de faltar el Soberano,
había recaído la soberanía en el pueblo: que la nobilísima ciudad lo
representaba, y así debían quedar abolidas todas las autoridades, hasta
no recibir nueva investidura del Cabildo».
Como apunta López Cancelada, el Virrey, al escuchar la despro­
porcionada declaración, completamente ajena al sentir popular, le dio
alas. Si interiormente no hubiera desistido, «con sólo amenazarles hu­
biera sido bastante para cortar al primer paso los daños que después se
lian experimentado en contra de la España». Las cosas estaban en ese
punto muerto «hasta que el 29 de julio llegaron las agradables noticias
de haberse levantado en masa la Nación española contra los franceses».
¿( luál fue la reacción popular de los mexicanos al conocer las noveda­
des?:

Apenas lile enterado de ello el pueblo mexicano por los repiques y salvas,
parecía liahci perdido el inicio. |am;is bahía visto México un torrente
igual de alegría en todos sus liablianles los malintencionados se admira
ron al vei que no bahía mas que una voz a lavoi del Kei y de la I .pana
No hubo remedio: todos recelaron hacerse sospechosos y todos tuvieron
que mezclarse con el pueblo en sus alegrías. Los buenos fundaron una
total esperanza de que habían acabado los proyectos. El virrey y el Cabil­
do, testigos de vista por tres días, no podían menos que cambiar de de­
signios por el cambio repentino de circunstancias.

Pero añade el periodista: «¡Ah! Si desde aquel momento no hubiera


dado un paso el Virei que no fuese en todo conforme con la inocente
fraternidad de aquel leal pueblo que él mismo había observado, no llo­
raríamos ahora la sangre que derrama».
El cabildo, dirigido por la minoría revolucionaria, estaba resuelto a
no cejar, aunque tuviera que cambiar de estrategia. Pidió la constitu­
ción de una junta, lo que en principio no ofrecía dificultad alguna,
dadas las excepcionales circunstancias. Sin embargo, los oidores, co­
nociendo los propósitos del cabildo, «contestaron que jamás consenti­
rían se formase la Junta bajo los principios que solicitaba el Cabildo».
El Virrey los ignoró y los oidores «protestaron no ser responsables de
sus resultas». Explica el autor de La verdad sabida que

la solicitud del cabildo era puntualmente en aquella fecha lo que pusieron


en práctica Caracas, Buenos Aires y Santa Fe: que se convocase una Junta
de todos los cuerpos principales. Que ésta debía de dar todos los empleos
civiles, militares y eclesiásticos, y que había de ejercer la soberanía en to­
dos los asuntos que estaban sujetos a la decisión del Rei durante su impe­
dimento.

Según el periodista, una medida dehesa envergadura tenía sentido


en zonas donde la gravedad de la situación lo demandase, pero dada la
tranquilidad y unidad del pueblo novohispano en el sostenimiento de
los derechos del Rey y en apoyo a los españoles alzados en la penínsu­
la, no sólo no había fundamento para establecerla, sino que significaba
crear artificialmente el desconcierto en la población. En apariencia se
echaba mano de una medida exteriorménte conforme con la tradición
política castellana, pero bajo ese expediente se escondía la intenciona
lidad de una minoría que deseaba hacer prender la mecha de la seee
sión.
Al constituirse finalmente l;i jim ia de México, los componemos,
«un crecido mímelo de personas emolirás y americanas", no resolvió
ron otra cosa «que la pronta jura de Fernando séptimo». Sin embargo,
el acta de lo acordado «no es en nada conforme con lo que se acordó
(a excepción de que se proclamase al Rei). El Virei fue el dictador de
todas aquellas palabras sueltas». Comenzaba a aplicarse la táctica de
«ahogar a favor de la corriente» por parte del Virrey y de la minoría
separatista. Resultaba imposible negar abiertamente la obediencia — por
lo demás, mera disponibilidad— al Rey cautivo, pero se trataba de ir
guiando el cambio de la opinión general con sutiles añagazas.
El 13 de agosto se juró fidelidad al monarca prisionero. «El pueblo
repitió la sinceridad de sus afectos: su amado Fernando séptimo hacía
las delicias de sus diversiones. En el pecho o en el sombrero no había
ninguno que quisiera andar sin esta real divisa. Los adornos de las ca­
sas y las iluminaciones fueron magníficas». La gente había identificado
en el nuevo Rey todas sus esperanzas tras años de desgobierno y el he­
cho de saberlo cautivo lo aureolaba todavía más. En las Fiestas de la
Jura, los plateros de México habían realizado un majestuoso retrato de
Fernando VII, que presidía los actos:

La riqueza que rodeaba aquel retrato del Soberano sorprendía a los es­
pectadores. Estos lloraban al considerar a su jovencito Rei cautivo. Yo
presencié estas tiernas lágrimas y juraré siempre que eran hijas del afecto
y de la sinceridad de aquellos habitantes. Siento por lo mismo la mayor
repugnancia en tener que explicar el extravío de una parte de ellos, aun­
que fue movida (¡quién lo creyera!) por los mismos principales jefes.

Sospechosamente, comenzaron a sucederse puntuales tumultos y


aparecieron pasquines contra los europeos. El Virrey daba todas las se­
guridades de palabra, pero interiormente estaba persuadido de que
«España no podía resistir al poder de Bonaparte. Fernando séptimo
jamás volvería a su trono. La nación española no tenía cabezas que la
pudiesen gobernar y los que pensaban lo contrario eran unos locos».
El escepticismo y la pusilanimidad de Iturrigaray sirvieron para dar
calor y cuerpo al partido secesionista. Conocedores de la pusilánime
condición del Virrey, los miembros del cabildo le recordaban que en
cualquier momento podía llegar de la Península el nombramiento de
un nuevo virrey, ya litera por Mural o por la juntas. Conforme pasa­
ban los días, la pasividad del Virrey alimentaba un sentimiento de do*
sampuro que lúe aprovei liado poi los provocadores, generando un

I'-' I
clima de enfrentamiento entre los habitantes de la ciudad provenientes
de la Península y los criollos. Mientras tanto, en el interior del virrei­
nato, se sucedían los festejos y demostraciones de afecto por el Rey.
El propósito de los separatistas encontró nueva ocasión favorable
con la visita de don M anuel Francisco de Jáuregui y de don Juan Ra-
bat, dos delegados de la Junta de Sevilla, que se había declarado Junta
Suprema de España. En nombre de una regencia de Fernando VII
instituida por esa Junta, traían facultades para sustituir a las autorida­
des nombradas por el odiado Godoy que no se adhiriesen al nuevo
Rey y a la regencia. Así se iba a proceder a esa adhesión, cuando el 31
de agosto «llegaron pliegos de la Junta de Asturias, constituida en
Londres, solicitando también el reconocimiento como Junta Suprema.
En presencia del cisma, tanto el virrey como los criollos tuvieron ar­
gumentos para convencer a los Oidores de la conveniencia del no re­
conocimiento hasta tanto no se aclarase la situación», explica el histo­
riador y magistrado mexicano Felipe Tena Ramírez. Cada una de estas
circunstancias era hábilmente aprovechada por los rebeldes. Llegados a
este punto, ya contaban a su favor con el anhelo del pueblo de que se
estableciese un Gobierno firme y estable, dadas las muestras de incer­
tidumbre y de desgobierno que había dado el Virrey. Todas aquellas
disensiones debilitaban el entusiasmo popular por la causa real y ha­
cían aflorar los viejos agravios no olvidados de los malos Gobiernos.
Los criollos secesionistas sabían que había que evitar reconocer a nin­
guna Junta ibérica, lo que significaba escenificar una primera ruptura
política con España.
Mientras tanto, los novohispanos fieles a la Corona tampoco se es­
taban quietos. Conocidos los manejos de los separatistas, propusieron
a un notable, don Gabriel de Yermo, que aceptara la arriesgada tarea
de acaudillar a los deseosos de continuar unidos a España y dar un
golpe de mano que arrebatase el poder al Virrey. Así lo efectuaron el
15 de septiembre, y el 16 se hacía una proclama pública en la que se
daba cuenta de los sucesos y se anunciaba al pueblo que el señor arzo­
bispo y otras autoridades habían reconocido al mariscal de campo don
Pedro Garibay como jefe político y nuevo virrey: «Sosegaos, eslad
tranquilos, os manda por ahora un jefe arredilado y a quien conocéis
por su probidad». Una semana más larde enviaban al depuesto llu n i
gara y con sil lamilla al castillo de San |u,m J< Ulna, paia parlii deI

I ISH |
vuelta a Europa. En su camino a Veracruz, el pueblo le increpaba y
querían agredirle por su deslealtad con el Rey. El 6 de diciembre,
cuando se le unió su esposa, partieron definitivamente para la Penín­
sula. El nuevo Gobierno, así constituido, se había formalizado contra
todas las Leyes de Indias y los derechos forales, de modo que este gol­
pe de mano supuso una victoria pírrica. Los derrotados secesionistas,
que ya habían plantado en el pueblo el germen de su ideal, se presen­
taban como víctimas de aquella violación de la legalidad, lo que iba a
incrementar su ascendiente popular. Luego vendrían «el grito de Do­
lores» y la guerra sangrienta entre españoles en la Nueva España. Gue­
rra inútil, pues finalmente los insurgentes lograron la independencia
tras el acuerdo del realista Iturbide y del insurgente Guerrero, de 2 1
de febrero de 1821, el Acuerdo de Iguala.
Este ejemplo ilustra la rápida evolución, en aquellas complejas cir­
cunstancias, del sentimiento popular de los españoles americanos.
Sentimiento que en un breve lapso de tiempo transita del entusiasmo
y el delirio por la coronación de Fernando VII hasta el desasosiego y la
guerra a muerte contra lo español. Dos cosas quedan claras ante este
cuadro: que el independentismo no era un brote fatal ni genuino del
suelo americano, sino más bien inoculado y adventicio; y que el nervio
político del pueblo americano estaba exangüe y reducido en su mayor
parte a pasional sentimiento hispano.

Pa r a leer m á s :

Marius. El fin d el imperio español en América. Barcelona.


AN D R É ,
Cultura Española. 1939. Páginas 77-90.
LÓPEZ C a n c e l a d a , Juan. La Verdad Sabida y Buena Fe Guardada.
Origen de la espantosa revolución de Nueva España comenzada el 15
de setiem bre de 1810. Cádiz. 1811.
TERCERA PARTE

UN JUICIO SOBRE LA FORMACIÓN


DEL MITO DE LA INDEPENDENCIA
AMERICANA
.

I
1
EL VÉRTIGO DE LA MENTIRA

Pocas ideas más falsas, insostenibles y dañinas que la de una nación


oprimida durante 300 años por el invasor español y restablecida por la
fuerza de las armas, del derecho y de la justicia.
En el territorio que hoy es México no hubo una, sino decenas de na­
ciones indígenas. Todas con culturas, idiomas, religiones, usos y costum­
bres, grados de civilización y organización social más diversas entre sí que
la diversidad entre España, Italia y Francia durante el Renacimiento.
¿De dónde sacamos, entonces, la idea de que hubo una nación recu­
perada luego de 300 años de opresión extranjera?
Luis González de Alba

Era una novedad tremenda, embriagadora, fascinante, tentadora. Un


mundo, el del Imperio español, se venía abajo a ojos vistas, arrancan­
do con su caída las raíces de América, someras ya, a fuer de tanto de­
safuero, aunque vivas.
Primero, l.i prisión del veimeañero Fernando, luego la rúbrica de la
vacancia con l.i invasión de l.i Península, la entronización del usurpa­
do! Bouapartc, las jumas improvisadas, capaces sólo de gobernar por­
que el pueblo respondía con entusiasmo a su legitimidad suplente y,
luego aun, las tropas di Napoleón, que i (insiguen la desbandada de la

I Id.» I
Junta Suprema, que se refugia en Cádiz y afloja todavía más el débil
lazo con las juntas americanas.
En aquel momento, en 1810, las Juntas de Buenos Aires, Bogotá
y Caracas se declaran independientes de la Junta Suprema. Pero no
del ausente Fernando VII. Llevan todavía la máscara de Fernando
VII. Si su lealtad dinástica no hubiera sido una máscara, si al sacu­
dirse la obediencia de la Junta Suprem a sólo hubieran primado el
bien común, ya que aquélla no podía ejercer ya el mando necesario,
¿quién podría acusarles de sediciosos? ¿Quién vería en una rencilla
entre legitim idades provisorias y suplentes como las de las juntas,
nada que apuntase al hispanicidio de América? A fin de cuentas, co­
mo dice Encina: «El criollo del siglo X V III, obedeciendo a un m an­
dato que venía también de la sangre, deseaba con toda su alm a que
el peninsular se quedara en España, que no se interpusiera entre él y
el Rey».
Y la cosa venía de antiguo, que ya Macanaz le había informado a
Felipe V, casi un siglo antes de la independencia, de «que en aquellos
países hay muchos descontentos, no por reconocer a España como ca­
beza suya, que esto lo hacen gustosos [ ...], sino porque se ven abati­
dos y esclavizados de los mismos que de España se remiten a ejercer
los oficios de la judicatura». Nada diferente se deduce de los meticulo­
sos informes de Jorge Juan y de Ulloa. Como hemos visto, sólo la
propaganda tendenciosa hace equivaler legítimo celo por lo propio y
particular con independentismo político. El ejemplo fundacional de
los reinos ibéricos daba testimonio de lo contrario.
Por entonces, todavía en 1810, aún eran sólo unos pocos, m uy po­
cos — como reconocían los mismos partidarios de la independencia—,
los entusiastas, los activistas del independentismo. La mayor parte iba
a ser seducida en aquel trance y se dejó persuadir por la borrachera de
aquel sueño prometeico. De repente, a muchas de aquellas atribuladas
cabezas les empezó a aparecer la advenediza consigna de «los precurso­
res» como la única salida.
El rencor latente que generaba la ausencia de Gobierno se refoi
mulo como odio a una inexistente opresión española. Quisieron creer
que el destino se había fijado en aquella generación para confiarle la
tarea de poner fin a la claudicante opresión y de inaugural una nueva
época de esplendor.I

I<>I |
No se debe escatimar la comprensión hacia nadie y menos hacia
aquellos hombres que padecían un ir y venir de rumores, de bulos, de
intoxicaciones deliberadas, en medio de una ausencia tan hiriente co­
mo es la del gobernante legítimo. Pero toda la comprensión del mun­
do no puede ocultar que aquellos legítimos anhelos se deformaron al
abrazarse con un cúmulo de mentiras, después jamás admitidas como
tales. Mentiras que forman el pecado original de las naciones america­
nas, pecado no confesado ni absuelto y que sigue ensombreciendo la
andadura política e individual de los hispanoamericanos. Como diría
Paul Bourget, «nuestros actos nos siguen».
No hubo ningún yugo español sobre unas naciones americanas que
comenzaron, no ya a existir, sino a imaginarse sólo cuando la monar­
quía y el papado sufrían oprobioso cautiverio a manos del emperador
del progreso.
Simbólicamente, siguiendo el símil del mulato Bracho, la indepen­
dencia de América se hizo estando fuera del hogar el padre y la madre,
cuando los ojos de los revoltosos no podían cruzarse con las censoras
miradas paterna y materna.
Estos son los ingredientes de esa falta nativa de las naciones ameri­
canas: fabulación de un pasado inexistente, negación del pasado real y
de las obligaciones que genera, elección del momento menos gallardo
para consumar la ruptura, la máscara fernandina y, como síntesis de
todo ello, la violación del derecho público cristiano.
Han transcurrido doscientos años durante los cuales se han erigido
artificiales comunidades políticas, carentes de otra legitimidad de origen
que no sea el mito fundacional. Si ese mito se demostrase falso en su ini­
cio, habría que decir, valientemente, que aquellas repúblicas no tienen
ninguna legitimidad originaria. Veremos si eso es así. Como si de una
maldición añadida se tratase, casi siempre durante esos turbulentos dos
siglos, además se ha podido echar en falta la legitimidad de ejercicio.
Esos doscientos años han cimentado un hecho social con ineludi­
bles consecuencias políticas. Los actuales países americanos están ahí.
I odo luí uro que se pueda pensar para América deberá tener en cuenta
i¡des arbitrarias divisiones. Pero tenerlas en cuenta no quiere decir
perpetuarlas inalteradas, ni venerarlas como si de la obra fatal de un
demiurgo se Halase. Peto antes de hablar del futuro, hay que atreverse
a habí,u del pasado.

| lii'i
No me fijo en el amanecer de la América independiente «con ojos
de peninsular» de «gachupín», de «sarraceno» o de «chapetón»: no soy
un extraño, sino un huérfano de la Hispanidad política y, como tal,
hermano de mis hermanos de América. Digo de propósito «huérfano»,
porque la Hispanidad política murió a los dos lados del océano Atlán­
tico, en una agonía postrera que dura de 1808 hasta 1833. Todo lo
que duró el reinado de Fernando VIL Cuando aquel Rey hereda el
trono, se ciernen negros nubarrones sobre España, en América y en
Iberia. A su muerte, en América ya no se puede hablar de Hispanidad
política, y en la España ibérica, tampoco. El viejo ideal de la monar­
quía hispánica, federal y representativa, sólo lo mantendrá vivo el es­
fuerzo macabeo del pueblo y de la dinastía carlista. El carlismo prota­
gonizará un fenómeno político, único en la Historia, de transmisión
de una legitim idad y de un ideal político en una duradera y anómala
situación de confrontación y de clandestinidad. El descomunal y desi­
gual combate de la causa carlista logró la continuidad esencial de la
monarquía hispánica, preservada como una llama sagrada.
Pero la Hispanidad, como concepto político, significa no sólo la
pervivencia, sino la plenitud de esa vida política española, su normal
ejercicio, y ése se había eclipsado en un repliegue, en un letargo inerte
del que no ha salido después. Pero si la América española tiene su pe­
cado original, la España ibérica también tiene el suyo, no menos gra-

* Fernando VII intentó por todos los medios atajar el movimiento independen-
tista americano y mantener íntegra la Corona española (relativamente, pues se vio
obligado a ceder La Florida a los Estados Unidos). Desde su regreso efectivo al trono
en 1814 emprendió un esfuerzo bélico sorprendente buscando la pacificación de
América y en ningún momento dio por perdidos los reinos americanos.
Cuando murió, en 1833, Fernando VII no había reconocido oficialmente la in­
dependencia de ninguna de las nacientes repúblicas. Después de ser derrotado en el
campo de batalla, había proseguido su guerra diplomática para prevenir el recono
cimiento internacional de aquellos Estados, sobre todo por parte de la Santa Setle.
Fernando VII representa el cénit del vector absolutista y del olvido práctico del
viejo derecho político español. Su política encarna, en estarlo puto, las cansas de la
postración política americana e ibérica, lacha de la monarquía que ha dejarlo sus
amargos frutos también en las dos orillas del Atlántico.
Una peculiaridad que malvara el llllllin de los españoles europeos es q u e la l’e
nínsula Ihérit a contó t on el revulsivo de la Invasión tiapoleónlt a, Aquí lia oc up.ic ionI

I l«'lt |
El pecado americano de la España ibérica es el anormal y ti el iIuta
do olvido, institucional y colectivo, de América (excepción hecha d>
Cuba y Puerto Rico). Una porción que representa menos del 5% (di
jando aparte las Filipinas) se olvida, cancela de su memoria, lo que du
rante más de tres siglos había sido más del 9 5 % del territorio espaiml
y que, en 1810, suponía más o menos el 60% de la población d< la
Corona: el 60% de los españoles.
Después de 1825, cuando se proclama la independencia drl ,\11 ..
Perú —a partir de entonces República de Bolívar o Bolivia , o si .
quiere tras el fallido intento de recuperar para la Corona la Nina . I
paña en 1829, la política americana de la monarquía queda icdin ida i
la rabia de Fernando VII, a los manejos de sus ministros aun i I l’.ip i
León XII para impedir el envío de nuncios y a la ominosa olea 111 ........>
a la provisión de las sedes episcopales vacantes en América.

despertó a muchos españoles de la modorra del despotismo y galvanizó una-. ............


renovadoras que, a la muerte de Fernando VII, lucharán de nuevo poi l.i n g, n. t.i
ción de la monarquía. Durante la regencia y los reinados de la hija de Iern.mdn Vil
y de sus sucesores, la política española seguirá siempre las guías manadas cu 6
Constitución de 1812. Las seis constituciones que llegaron a estar vigenn s din mi,
el siglo XIX y las dos del XX, a pesar de sus diferencias, consagran la supresión, tu»
sólo d e fa c t o sino legal, de los principios tradicionales de la monarquía española
tanto en lo que hace a la esencia del poder monárquico, como a los límin s di , ,
poder, ley natural y consuetudinaria, y a la constitución histórica tic las Iv.pan.e ■■■
mo comunidades políticas originales. Como sucederá en América, el piíniipm u
premo del bien común temporal (regulado por aquellas leyes divinas, naiiiial
consuetudinarias), la vida virtuosa de la comunidad política, en paz y pros|.....lid ,
sustituido por un nuevo principio rector: el de la soberanía nacional S o l................ ..
se expresa en un poder legislativo compuesto por representantes elegidos , n aih *¡
más o menos universal, y cuya acción no tiene más limitaciones objetivas nin la
enigmática «voluntad popular». No es momento de hacer la crítiia de i sa sustituí imi
del marco constitucional histórico por el moderno. Sólo dejo el aptiuti paia , nm u
car otro aspecto de lo que llamo «pecado original» de la Kspaña ibérii a ai oh ido ;
hasta su reniego de América.
Los españoles peninsulares vivieron con preocupación los aconta huidnos mu
ricanos, pero, hasta I8M, sus energías estaban voleadas en la llheiaelón ilel teiilioilo
ocupatlo pul los Iranccscs. I'l sentir general era de indignación ante lo qm se vela
como tina ti.tu ion en el momento en que la Corona y híspana misma estallan en
mayóles api nos, No o si iItalia comprensible que i...... españoles no solo un ayinliisi n
a sus hmn.iiios en tatt giavr i ranee, sino que apmvet liasen la slttiai lón pata toinpi t
de modo alo oso los I i os que les unían a ellosI

I I'*/ I
Dos años después de la muerte de Fernando VII, la regencia de
M aría Cristina reconoce diplomáticamente a todas las repúblicas ame­
ricanas y con ese mismo acto es como si «España» se quitase un peso
de encima. América parece esfumarse de la conciencia histórica de los
hispanoiberos, reducida sólo al lazo afectivo, en el mejor de los casos.
Si los Estados americanos «se inventan» un pasado y unos mitos
fundacionales, la España peninsular se repliega sobre sí misma y prosi­
gue su trastabillada historia durante el turbulento siglo XIX sin haber
sido capaz de darse una explicación de lo que ha sucedido, sin hacer
un esfuerzo por comprender el pasado inmediato y su relación con los
antiguos reinos hermanos, ahora repúblicas distantes. La España pe­
ninsular «reniega» de América. Ambos procesos, el americano y el ibé­
rico, son respuestas falsas a un problema histórico, político y hasta
sentimental.
Pero hablamos ahora de las Españas, y en particular de Hispanoa­
mérica. Sería de desear una reflexión sobre cómo y por qué la España,
replegada sobre Iberia, se quiso olvidar de América y no se tomó la
molestia de asimilar, con sus luces y sus sombras, las razones de la esci­
sión.
Es comprensible que, ante una llaga que producía un inmenso do­
lor, se optase por no hurgar en ella, esperando que el tiempo la sanase.
Pero el tiempo cerró en falso la herida, con una cicatriz doliente, que
separa y une a la vez a hispanoamericanos e iberoespañoles. Baste aquí
decir que la principal razón de ese olvido deliberado y vergonzante
está en la propia refundación política operada en la Corona española a
partir de 1833, que va a seguir los mismos principios políticos libera­
les que inspiran a las nuevas repúblicas americanas. La única manera
de comprender la escisión americana era contemplarla dentro del cua­
dro histórico y político de la vieja legitimidad, y aquello era lo último
que convenía a la España de M aría Cristina, de Espartero y de los es
padones liberales. Repensar y digerir el problema americano requería
regresar — aunque sólo fuera con el pensamiento— a un mundo que
se quería muerto y enterrado.
Todavía hoy es incomprensible que los escolares «españoles» tnm
siten superficialmente por el siglo XVIII y se planten en la ( ¡nena de la
Independencia, sobrevuelen el regreso de Fernando V il, el I nenio
liberal, el restablecimiento del absolutismo, para Ilegal a la Primera
Guerra Carlista, reparando sólo de pasada en que durante ese tiempo
se produjeron las declaraciones de independencia americanas. La pér­
dida de un inmenso Imperio de más de 20 millones de kilómetros
cuadrados, sepultada bajo unas cuantas frases sin importancia. Pero
regresemos al pecado original de las repúblicas americanas.

Pa r a l e e r m á s :

ENCINA, Francisco. Bolívar y la independencia de la América Española.


El Imperio Hispano hacia 1810 y la génesis de su emancipación. San­
tiago de Chile. Editorial Nascimento. 1957.
LACHANCE, Louis. Humanismo político. Pamplona. Eunsa. 2001. Pá­
ginas 93-244.
G O N Z ÁL E Z d e A l b a , Luis. «Mentiras de la Independencia». Revista
Nexos. Lima. 1 de septiembre de 2009.
2
EL MITO CAPAZ DE CREAR NACIONES

Hasta 1810, toda América es España. Toda la América que permane­


cía unida a la Corona, claro está. El despojo había comenzado desde
finales del siglo XVI, todavía bajo el reinado de Felipe II, con los asen­
tamientos «a la inglesa» de Guatarrds o W alter Raleigh, en lo que se
llamó Virginia, y bajo Felipe III, en M aine. Luego vinieron muchos
más, y para 1810, al norte de California y de Tejas no se ejercía poder
efectivo español.
Todavía en el año del Señor de 1810, los novohispanos no eran
mexicanos, ni los novogranadinos eran panameños, colombianos o
ecuatorianos. Venezuela era una capitanía general. Nadie podía ima-
g¡ nar en el Alto Perú que acabarían siendo Bolivia.
En los trescientos años de hispanidad política los criollos america­
nos habían progresado en la conciencia de su particularidad. Esa ma­
duración no era plena, por lo que genéricamente existía una cierta so­
lidaridad con los connaturales de las unidades administrativas
españolas (capitanías, audiencias, virreinatos), pero, de un modo m u­
cho más íuerte, articulada en torno al municipio y el cabildo.
Como dice el chileno Francisco Encina, «al criollo le irrita todo lo
que viene del chapetón; su economía, sus maneras, su inhabilidad de
jinete, su l.tlt.i de destreza en las modalidades de la vida criolla y hasta
mi receptividad para las tercianas, la puna y los demás males america­
nos». «I I criollo del pueblo» se mola con desprecio de todo forastero
"tío familiara/,ido con la vid.t criolla» Nada extraño, nada anómalo
hay en eso. Lo mismo, exactamente lo mismo, sucedía y sucede en los
pueblos ibéricos con cualquier forastero, y más si viene con pretensio­
nes, con «aires». Ya decía en 1799, diez años antes, el virrey de la
Nueva España, don M iguel Azanza, que «existe en esta América una
antigua división y arraigada enemistad entre europeos y criollos, ene­
mistad capaz de los más funestos resultados». Pero aquellos criollos
que se irritan con los «gachupines» no les ceden en nada en españoli­
dad, ni en afecto a la Corona. Cosa distinta es la calidad política de
ese afecto, como hemos visto.
Una vez prendido el fuego de la secesión, qué duda cabe de que esa
antipatía hacia el forastero se convertirá en el principal motor de la re­
vuelta. Pero tampoco se debe despreciar la antipatía del indio por el
criollo, principal fautor de sus desdichas, y ese recelo también ali­
mentará, en sentido contrario, el fuego de la guerra.
Pero en 1810, aunque ha habido conatos, aunque hay españoles
americanos que quieren la independencia de España, y aunque las
rencillas con los «gachupines» y «chapetones» no han aflojado lo más
mínimo, América es y se siente española.
Once años más tarde casi toda ella, y para 1825 toda ella menos
Cuba y Puerto Rico, ha suprimido a España y ha fundado en su lugar
nuevos Estados. Resulta una obviedad decir que lo que separa 1810 de
1 8 2 5 son quince años de guerras. Ésa fue la condición, el modo de
ejecución y de implantación de un designio que es lo verdaderamente
interesante y asombroso.
¿Cómo se cancela la memoria, cómo se decide que el pasado fue-
una pesadilla y cómo se improvisa una nación? O también, ¿cómo se
logra reducir la herencia de los antepasados al mero dato biológico,
negando que traiga un legado político que nos vincule? Para todo eso
resulta imprescindible, insustituible, la creación de un mito fundado
nal, que recoja todos los elementos que justificaron, más aún, hicieron
necesaria la independencia, otorgándole el carácter de epopeya.
El mito será una narración, no una explicación. El mito es un re­
lato que sustituye la investigación desapasionada y, sobre todo, es un
relato balsámico y pacificador: permite dedicarse al luí un», a las laica-,
de cada cual, con la tranquilidad de pensar que somos hijos de una
gran gesta, aunque no nos quede clara la fisonomía de los enemigos
contra los que triunfamos.

II
No, un mito no es una explicación. Es eso, una narración, un cuento.
Sirve para sustituir la comprensión por la imaginación. Por eso no im­
porta que el mito tenga lagunas, huecos, o zonas oscuras, porque no pre­
tende dar cuenta de lo que pasó, sino satisfacer los quebrantos emocio­
nales, el sentido de orfandad, que desata toda revolución. Si alguien,
cándidamente —-y no es un caso excepcional— , en lugar de tomarse los
mitos como ese bálsamo tranquilizador de la conciencia, se pregunta por
su consistencia, se topa con otro problema irresoluble: ¿cuántos mitos
fundacionales hay? Miranda o Bolívar, que aspiraban, de modos incom­
patibles entre sí, a una América independiente unida, no podían defender
los mismos mitos fundantes que las distintas juntas que fueron procla­
mando la independencia de fracciones del Imperio. Además, no estaba
claro ni el número ni los límites territoriales de las nacientes naciones, o
de los nacientes Estados, más exactamente. Este problema, sin embargo,
no resultaba insoluble para los poetas épicos, que irán adaptando los mi­
tos a las necesidades que imponga la realidad. Piénsese cómo la mitología
nacionalista peruana incorpora como héroes nacionales, por encima de
los de la independencia (todos «extranjeros»), a los soldados de la Guerra
del Pacífico, cuando se dirimió la ominosa determinación de los límites
entre los hermanos Perú, Bolivia y Chile. O fijémonos en la duda metó­
dica de Guayaquil, entre el naciente Perú y la Gran Colombia, para aca­
bar formando parte del tardío Ecuador. Los bardos improvisaban, raudos
como bertsolaris, las leyendas que hiciera falta.
Pero un mito es, objetivamente hablando, una mentira y no im ­
porta cuántas verdades vengan detrás de él en su socorro: permanecerá
siempre falso.

Pa r a leer m á s:

I.N( :iNA, francisco. Bolívar y la independencia de la América Española,


í í Imperio /hispano hacia 1810 y la génesis de su emancipación. San-
liago de Clfile, itditorial Nascimento. 1957.
I llJMI’l IRI1VS, R. A., y I ,YN( :i i, John. /he O rig in s o f t h e L a tín A m e ri­
can R evolntions. 1 8 0 8 1 8 2 6 >
, Nueva York. Alfrcd A Knopf. 1967.
Páginas 269 100,

I l/á I
3
EL ESCARNIO DE TUPAC AMARU
O LOS CRIOLLOS, HIJOS DE LOS INDIOS

Acordaos de que sois descendientes de aquellos ilustres indios que, no


queriendo sobrevivir a la esclavitud dé su patria, prefirieron una muerte
gloriosa a una vida deshonrosa.

Francisco de Miranda. Manifiesto de 18 0 1.

Ingrediente esencial de los mitos fundacionales americanos es el de la


existencia de naciones oprimidas por los españoles o, lo que es lo
mismo, el reclamo de un vago indigenismo. Los casos, como el argen­
tino, en que este ingrediente quedó solapado, lo recuperan con poste­
rioridad, y este aspecto actualmente ha pasado a ocupar un primer
plano destacado. Como es un mito, parece que importa poco su total
falsedad.
José Gabriel Condorcanqui Noguera fue un indio del Perú, caci­
que de noble estirpe incaica. Hombre diestro para los negocios, pros­
peró notablemente y, por esa razón, empezó a sufrir los abusos, prin-
cipalmcntc, de criollos que pretendían tener la exclusiva del negocio
del mineral, listos criollos le causaron la malquerencia de las autorida­
des, y en 1780, ( Andón anquí, que también se autodenominó Tupac
Amani II. .cometizó un levantamiento armado de los indios. Tupac
Amam lite t apunado en I /HI y se le ejet tilo, lor/titulole antes, en una
acción bárbara, a contemplar la ejecución de su mujer y de sus cuatro
hijos, así como de los otros cabecillas de la sublevación. La revuelta
continuó todavía unos meses y finalmente los indios capitularon.
Es un anacronismo atribuir a Condorcanqui-Tupac Amaru un pro­
yecto secesionista político. Su movimiento es la exteriorización del des­
contento de los indios por los abusos a los que se les estaba sometiendo.
La guerra de Tupac Amaru está más emparentada con los levanta­
mientos peninsulares por los contrafueros que con las futuras guerras de
la independencia. El litigio de Condorcanqui, pese a las diferencias que
impone la cuestión étnica, también guarda más semejanzas con las re­
vueltas de los comuneros en Paraguay (1721) o en Zipaquirá (Nueva
Granada, 1781), o las de los estancos en Quito (1761) que con las gue­
rras de Bolívar, cuyo ideologismo le es totalmente extraño.
Condorcanqui-Tupac Amaru no tenía un proyecto definido, más
allá de forzar desesperadamente el fin de los abusos contra los indios,
encumbrarse personalmente, lograr el rebajamiento de los impuestos y
garantías para la actividad comercial. El caudillo indio lanzó bandos y
publicó proclamas en las que manifestaba su sumisión al Rey y su de­
seo de que se castigase a los malos funcionarios y se pusiese fin a los
abusos. Escribió al Virrey y al mismo Carlos III haciendo protesta de
fidelidad a la Corona española. En sus arengas a los indios exacerba el
aspecto del odio al europeo y reclama para sí el título de Inca-rey, lo
cual da más muestras de desesperación y de megalomanía que de un
proyecto político, del cual a todas luces carecía el desdichado y orgu­
lloso José Gabriel Condorcanqui.
El resentimiento de Tupac Amaru estaba dirigido principalmente
contra los criollos, y los criollos no vieron en él más que un rebelde y
un alborotador de indios. Cuando, más de treinta años después, los
criollos San M artín y Bolívar lleguen al Perú para «liberarlo», la gran
masa de los indios se sentirá indiferente a la causa independentista.
Advirtiendo la pasividad de los indios peruanos — los mismos que po­
co antes se habían inflamado por Tupac Amaru— , Bolívar no vaciló
en restablecer el «tributo indígena» para todos los indios. Un impuesto
cuyo «hecho imponible», determinante de la obligación contributiva
es, sencillamente, ser indio.
Hasta en los últimos momentos de la ( lucí i.t de la Indepeiidem u.
hasta la misma capitulación de Ayactieho, encontramos el testimonio
de la mayoritaria desafección indígena por la causa secesionista, vista
por ellos como causa criolla. El ejército realista que se rinde en Ayacu-
cho está compuesto por unos quinientos soldados blancos y por unos
nueve mil soldados «cholos» (mestizos) e indios: quechuas, aimaras y
chilotes. El último gran ejército que defendió la causa de España en
América es un ejército indígena.
Durante el período que siguió al establecimiento de la república del
Perú, los indios quedarán completamente marginados de la vida polí­
tica. Su situación personal fue de enfeudamiento a los hacendados lo­
cales. Nada de eso impidió que Tupac Amaru fuese integrado oficial­
mente en el mito fundacional peruano y que, todavía hoy, en las
instituciones públicas y en la educación obligatoria sea denominado
«precursor de la independencia del Perú». La paradójica posteridad de
Tupac Amaru trascendió los límites de la república peruana. En gene­
ral toda ideología independentista se apropió de su figura, convertida
en profeta de la «emancipación» del continente y convenientemente
desligada de cualquier traza de realidad histórica.
Bolívar despreciaba profundamente a los indios y no tenía m uy
alto concepto de los criollos a los cuales estaba «liberando»: «Los blan­
cos [se refiere a los criollos del Perú] tienen el carácter de los indios, y
los indios son todos truchimanes, todos ladrones, todos embusteros,
todos falsos, sin ningún principio de moral que los guíe». Pero al me­
nos Bolívar no pretendió apelar a un falso ideal indigenista, al modo
de Miranda.
«El Precursor», hijo de tinerfeño y de criolla blanca caraqueña, ha­
bía querido explotar (bien es verdad que con escaso éxito personal) el
falso mito de la continuidad con los pueblos precolombinos, procla­
mándose sin rubor descendiente de «aquellos ilustres indios», de los
cuales no corría ni una sola gota de sangre por sus venas. Todavía hoy,
los incondicionales del mito indígena afirman que «la descendencia
indígena de Miranda es cultural», no de sangre. ¿Miranda, cultural-
mcnte indígena? «El Precursor» tuvo una infancia urbana y frecuentó
los establecimientos de enseñanza más selectos de Caracas y siempre
vivió en un ambiente relativamente acomodado. Cuando a los veinte
años zarpó rumbo a Cádiz, no parece probable que hubiera tenido
ningún trato siguí lie ai ivo con indio alguno. ( lita lulo en 1810 lo llama
bolívar, Miranda dejando a un lado el iolleiineseo y luga/ episodio
de la toma del puerto de la Vela de Coro— había pasado fuera de Ve­
nezuela cuarenta de sus sesenta años de vida, entre la Península Ibéri­
ca, Francia, Inglaterra, Estados Unidos y Rusia, codeándose con la
aristocracia de todos esos países, M iranda fue un romántico y él, a di­
ferencia de Bolívar, comprendió las dimensiones políticas, éticas y
hasta psicológicas de su aventura independentista. Aunque en el orden
práctico fue un fracasado, su concepción mitológica de la secesión se
impondrá sobre la voluntarista de Bolívar, triunfador en los campos
de batalla y a la postre también derrotado en los despachos.
Bolívar, en la Carta de Jamaica, deja bien claro su proyecto: «No
somos indios ni europeos, sino una especie media entre los legítimos
propietarios del país y los usurpadores españoles: en suma, siendo no­
sotros americanos por nacimiento y nuestros derechos los de Europa,
tenemos que disputar éstos a los del país y mantenernos en él contra la
invasión de los invasores».
Pero el voluntarismo de BohVar no puede prosperar. A los pueblos
no les basta, como a los ideólogos, con la legitim idad de la fuerza. Ne­
cesitan además una historia que contar. Si, como es el caso, la historia
real no es conveniente, es necesrrio inventar un mito. Simón Bolívar
pretende que los indios sean lo; legítimos propietarios de América y
los europeos, los invasores. ¿Qté son los criollos, entonces? Carecen
de los privilegios de los «usurptdores» y de los «derechos» de los in­
dios: sólo les queda lanzarse a convertir su fuerza en derecho. La mis­
ma doctrina la repetirá en el Congreso de Angostura y se mantendrá
fiel a ella.
En resumen: en general, los indios tendieron a interpretar las pro­
clamas independentistas — correctamente, por otra parte— como un
negocio criollo, que a ellos ninguna ventaja iba a reportar, como así
fue. Salvo los reclutamientos fogosos, su inclinación fue la de no par­
ticipar en la guerra o hacerlo de lado de las autoridades realistas, co­
mo hicieron masivamente los inlios chilotes, provenientes del chileno
archipiélago de Chiloé, que se irantuvo unánimemente fiel a la Coro­
na y resistió independiente de lo; independentistas hasta 1 8 2 6 , más dé
siete años después de la Declaraáón de O ’l liggins. También los ma
puches (en Chile y Argentina) oios indios pastusos de Nueva ( ¡rana
da, entre muchos otros, se inc lintrcui con dci ¡sióu por la i ansa realista
y contribuyeron heroicamente a u dclciisa

7H
La política de las repúblicas surgidas en América, en el mejor de los
casos, mostró indiferencia por la suerte de los indígenas y m uy fre­
cuentemente institucionalizó el expolio de sus tierras. Incluso en los
casos en que los indios participaron más activamente en el movi­
miento secesionista, como sucedió en México, el nuevo Estado res­
tringió las culturas autóctonas, imponiendo rigurosamente el uso del
español, y acometió una voraz política confiscatoria de terrenos, lo
que empujó a los indígenas a continuas revueltas contra estas medidas,
hasta entrado el siglo X X , cuando su población había sido ya reducida
a una mínima parte del país. Políticas institucionales que se llevaron a
cabo incluso cuando al frente del Estado se encontró algún mestizo
como Porfirio Díaz.
Las «independencias» fueron criollas en su génesis y en su resulta­
do. Del indio no necesitaban más que su colaboración para una causa
que les era extraña y el uso mitificado de su identidad para elaborar el
imaginario de los nuevos Estados. No podía ser de otro modo, pues
para que indios, cholos, mulatos y criollos hubieran podido compartir
un mismo ideal político, previamente hubiera debido existir una fu­
sión política entre ellos, cosa que sólo sucedió, con sus limitaciones,
dentro del ideal político hispánico.
Pero el odio real a lo indígena fue parejo con esa instrumentaliza-
ción mítica que nada tenía que ver con ellos, sino con la necesidad de
crear una leyenda que sustituyese la historia que se quería negar:

No hubo un México prehispánico, salvo en nuestro lenguaje actual: para


entendernos, así le decimos a este territorio antes de Hernán Cortés. Pero
no había una nación, un pueblo, una lengua, un México. Los tlaxcaltecas
y otomíes no eran meshicas, sino enemigos de éstos, mucho menos eran
mexicanos, nombre que fue necesario crear, con el de México, y nos con­
denó a ser un país centralizado no sólo en lo político y económico, sino
hasta en la historia, al darnos como herencia cultural indígena a la más
reciente y menos importante de las culturas mesoamericanas. No olvide­
mos que meshicas o aztecas, en pleno año del Señor de 1300, todavía
eran mu Iribú de cazadores-recolectores, nómadas que avanzaba hacia el
sur biisc ando un águila que devorara una serpiente.

Quien así se expresa es el mexicano Luis Cioir/álcz ele Alba, que


altado: «Nuestra historia ha dei ¡dido olviilai que lúe el odio infinito a

I 179 I
los aztecas y sus impuestos de sangre lo que unificó a los m uy diversos
pueblos sometidos bajo su tiranía, y que esas tropas multinacionales
fueron empleadas por Cortés para conquistar la capital imperial».

PA R A LEER M ÁS:

G O N Z ÁLE Z DE A l b a , Luis. «Mentiras de la Independencia». Revista


Nexos. Lima. 1/9/2009.
ROM ERO, José Luis y R O M E R O , Luis Alberto. Pensamiento político de
la emancipación. Caracas. Biblioteca Ayacucho. 1977.

I I»" I
4
LA EXASPERACIÓN DE LOS ESPAÑOLES
AMERICANOS

«Padres, no exasperéis a vuestros hijos».


Paires nolite ad iracundiam provocare filios vestros.
(Epístola a los Efesios 6, 4)

D e todos los aspectos de la independencia, el de m ayor espesor p olíti­


co es precisamente el del cambio de lealtades; el paso de una com uni­
dad política — patria— a otra: de ser hijos de España a ser padres de
nuevas repúblicas.
Para valorar la gravedad de este tránsito no son significativos los ca­
sos aislados de los caudillos independentistas, fuertem ente doctrina­
rios, las más de las veces masones, en quienes el proceso de cam bio fue
ideológico.
En el pueblo, que pasa de una lealtad a otra, el proceso requería
previamente el vaciamiento político de esa lealtad, su reducción a puro
sentimentalismo. El golpe de gracia que facilita el trasvase de lealtades
hay que atribuírselo a la misma Corona. Fueron las políticas de los
monarcas las que acabaron por luuei' antipática la hispanidad. El ho-
rroi .il vat io y la militante propaganda de los agitadores se encargaron
de it ni.it.u la obla, en un proceso que ni lúe fulgurante ni masivo, siI

I IHI |
no más bien gradual y parcial, y se adentró hasta tiempo después de
consumadas las secesiones.
Lo sorprendente, dadas las circunstancias, es que el amor a España
se resistiese a morir en tantos americanos. Esa misma resistencia, que
significaba el libre ejercicio de venerar una realidad que iba más allá de
aquellos monarcas, da testimonio de la fortaleza de aquel vínculo.
Entre la gente humilde se vivió el drama de la elección: o abrazar el
nuevo ideal patriótico, que nacía sin mandato del pasado, o perseverar
religiosamente aferrados a la hispanidad de los ancestros.
No nos dejemos engañar: si los unos aborrecían a Fernando V il y a
causa de él a España, los otros seguían siendo españoles a pesar de los
desafueros de aquellos borbones. El amor patrio de éstos demostraba un
ejercicio de fortaleza admirable. Sólo entre los funcionarios y los milita­
res circulaba, tal cual, el disparatado discurso absolutista del Marqués de
Croix, Virrey de Nuevo México: «Los súbditos del gran monarca que
ocupa el trono de España nacieron para callar y obedecer».
J-El pueblo español de América y de Iberia, dañado durante genera­
ciones por las políticas absolutistas de los reyes, seguía obstinado en su
fidelidad. ¡Qué gran injusticia la de los iberos que olvidaron nuestra
historia común, y con ella a tantos hermanos españoles americanos,
contemporáneos suyos, a los que se les heló la piedad y que fueron en­
gullidos por la historia republicana de América!
Grandes porciones del pueblo americano, escandalizadas y desen­
cantadas ya de tanto oprobio, desistían desilusionadas. Aquél fue el
rastrojo en el que prendió el fuego independentista. Nuestros amados
reyes habían contribuido a secar aquel campo feraz.
Tan es así, que el tiro de gracia lo disparó el propio Fernando VIL
Al terminar 1819, los realistas de la Nueva España, que habían acaba­
do con M ina, «el Mozo», y su expedición liberal, tenían controlado
casi todo el territorio y los insurgentes estaban sumidos en una tre­
menda crisis. En Nueva Granada la guerra estaba estabilizada, con
Bogotá en manos insurgentes y Caracas realista. En el Perú, que en su
mayor parte seguía siendo realista, las perspectivas no eran malas para
los ejércitos del Rey. Chile tenía focos leales a la Corona que impedían
la consolidación de su independencia.
De modo que en Nueva España el fin de la insurrección parecía
próximo; prácticamente no quedaba ejército organizado independen
tista, tan sólo algunas partidas maltrechas. En Nueva Granada, el ge­
neral realista Morillo tenía un ejército mejor equipado y avituallado
que Bolívar. El jefe realista, sin entrar en combate, aguanta la tensión
a sabiendas de que el tiempo corre en su favor, con un ejército bien
alimentado y con adiestramiento profesional: la inacción desmoraliza
a los soldados de Bolívar que, sin apenas intendencia, enferman o de­
sertan en gran número. El venezolano escribe a su todavía compañero
el general Francisco de Paula Santander, describiéndole su desesperada
situación: «Casi todos los soldados se han ido a sus casas; las provisio­
nes de boca se han reducido; los hombres están cansados de comer
plátano: plátano en mañana, plátano en tarde y plátano en noche [...]
Los enfermos se mueren de hambre [...] Nos vamos a ver en un con­
flicto del demonio».
Morillo, sabedor de esta circunstancia, evitaba reñir batallas, cons­
ciente de la desesperación que minaba a los rebeldes. También en
Nueva Granada, al comenzar 1820, todo apuntaba hacia una victoria
realista a no mucho tardar.
La rebelión de Riego en el municipio sevillano de Cabezas de San
Juan en 1820 impidió la llegada de unos refuerzos que previsible­
mente hubieran consolidado el poder real en América. Las noticias de
la sublevación llegaron a América y al principio no se las consideró
más que un contratiempo sin decisiva influencia en el desarrollo de la
guerra. Cuando poco después se supo que Fernando V il juraba la
Constitución de Cádiz, el desánimo cundió entre el grueso de los rea­
listas de corazón.
La decepción de la población en el Perú y la Nueva España, bastio­
nes del realismo en América fue decisiva para el cambio de rumbo de
la guerra. El absolutismo era una lacra que parasitaba el ideal monár­
quico, pero que el Rey absolutista abrazase el progresismo de «la Pepa»
significaba a sus ojos dar la razón a los independentistas. El mexicano
Armando Fuentes Aguirre, «Catón», lo resume así:I

I,a ( '.onsi ¡un ión liberal jurada por Fernando VII hizo lo que no pudieron
conseguir I I¡dalgo, Allende y Aldama; Rayón, Múrelos y Galeana; Victo­
ria, (¡ucrrero, Mina y bravo: la consumación de la independencia mexi­
cana ( osa muy paradójica pairee que los insurgentes, aliados por sus
Ideas a los e spañoles libélale s, eonsrgulnín aliena su propósito trabando

I IH H
alianza con el sector más conservador y absolutista de la «gachupinería»
peninsular, y mayor paradoja resultará que ese sector, formado por los
más ricos comerciantes, por los más cerrados miembros del alto clero, por
los más altos burócratas de la colonia, sea el que con mayor ansiedad
busque y propicie la definitiva separación de México respecto de la Ma­
dre España.

No contento con haber contribuido pródigamente a resfriar el


afecto a España en los corazones de los insurgentes, Fernando VII,
seccionaba el fino hilo de la lealtad de los realistas. De pronto, de la
Corte de M adrid comenzaban a llegar decisiones inauditas que eran
como dagas en las entrañas de los españoles americanos:

Entre esos acuerdos, muchos atentaron contra los privilegios de la reli­


gión: se suprimió una vez más la Compañía de Jesús, los diezmos de la
Iglesia fueron reducidos a la mitad; se abolió el Tribunal de la Inquisi­
ción... A más de eso se destruyó el fuero eclesiástico; se prohibió que los
pueblos tuviesen más de un convento y se acordó la venta de numerosos
bienes pertenecientes a las órdenes religiosas.

Así lo relata Fuentes, que añade: «En la Nueva España, todos esos
decretos causaron sorpresa y espanto [...] Por su parte, los insurgentes
vieron la ocasión de llegar a la independencia sin efusión de sangre, en
acuerdo con los acérrimos enemigos, los gachupines».
La confusión de quienes luchaban por un ciego sentido del deber,
idolatrando la figura real, produjo transformaciones fulgurantes. El
coronel del ejército realista Juan de los Reyes Vargas, apodado «el In­
dio», era un mestizo indígena de Siquisique, Capitanía de Venezuela.
Reyes Vargas se había distinguido por sus abnegados servicios a la cau­
sa del Rey. El 12 de octubre de 1820 dejó constancia escrita de su
transformación:

Cuando yo, enajenado de la razón, pensé con mis mayores que el rey es el
señor legítimo de la nación, expuse en su defensa mi vida con placer.
Ahora que los inmortales Quiroga y Riego lian descubierto con sus amias
libertadoras los títulos imprescriptibles de la nación, lie logrado conven
cerme de que tanto el pueblo español como el americano tienen detecho
para establecer un gobio no según su cotu ietu ia y propia Iel¡c idad,I

I 1H-I |
Durante diez años, no le habían faltado al indio Reyes Vargas, ni el
roce ni la predicación de gran parte de los oficiales del ejército del rey,
liberales convencidos y en muchos casos francmasones. Cuando el
idealizado Fernando VII cambió de bandera, «el Indio», como tantos
otros compañeros oficiales, también estaba maduro para cambiar la
suya.
Hasta 1820, los obispos del Patronato regio habían predicado en su
mayoría la legitimidad del Gobierno de Fernando VII, sobre todo tras
la publicación de la encíclica legitimista de Pío VII en 1816. Pero, tras
la jura regia de la constitución,

¿Cómo mantener esa postura cuando empezaron a conocerse y a propa­


larse en Ultramar, con intencionadas glosas de las gacetas patrióticas, los
decretos de las Cortes sobre expropiación de bienes eclesiásticos, expul­
sión de obispos y declaración de sus sedes vacantes, supresión de con­
ventos y secularización de monjas, trato indecoroso dado al nuncio, y fi­
nalmente su expulsión del reino con las amargas protestas de Pío VII?,

se preguntaba Pedro de Leturia. Y apostilla el jesuita vasco:

Es sabido que el levantamiento nacional de México contra la España


constitucionalista de 1821 fue, en buena parte, una reacción ante ese es­
píritu anticatólico de las Cortes. Espíritu que acabó por deshacer en la
Gran Colombia el último sostén que quedaba a la causa realista: la unión
de la obediencia al rey con los deberes de religión, tal como la había pre­
sentado Pío VII en la encíclica de 1816.

De un modo análogo al indio Reyes Vargas y a sus compañeros


militares, también el obispo más emblemático en su sostén de la causa
realista frente a Bolívar cambió fulminantemente con el advenimiento
de la monarquía constitucional de Fernando VII. Don Rafael Lasso de
la Vega, obispo titular de Mérida de Maracaibo, defendió tenazmente
la obligación de los ciudadanos americanos de permanecer fieles al
Rey, arriesgando en ello su propia vida, sobre todo durante el período
conocido como «guerra a muerte» (1813-14). Sin embargo, Lasso de
la Vega, el 20 de oí tubre de 1821, le escribió a S. S. Pío V il declarán­
dole que

un
jurada la constitución por el rey católico, la soberanía volvió a la fuente
de la que salió, a saber: el consentimiento y disposición de los ciudada­
nos. Volvió a los españoles. ¿Por qué no a nosotros? Fuera de esto, horro­
rizan los decretos que cada día allí [en Madrid] salen, a la verdad, no
aprobados por esta América, ni que los aprobará. Extended hasta noso­
tros vuestra santísima bendición.

La actitud del Gobierno era odiosa y la confusión era insoportable.


En las palabras del prelado, ex furibundo realista, se mezclan razona­
mientos de órdenes distintos e incompatibles. El obispo se atropella,
indignado, pero el resultado es obvio: le pide al Papa que revoque su
voluntad de que los españoles americanos sigan fieles a la Corona.
El terremoto que había provocado la monarquía al abrazar el libe­
ralismo produjo la percepción de hundimiento total, del fin de una
época. Fue precisamente el escándalo provocado por el Rey el que
permitió que la reacción fuera desmesurada. Tan unida estaba en la
conciencia de los españoles la figura del Rey y de la patria que la de­
fección del primero significó para muchos la desaparición de la últi­
ma.
Al regidor de Veracruz, don José Dávila, un grupo de comerciantes
y de soldados de la ciudad, gachupines furiosamente liberales, le con­
minaron a jurar también él la Constitución de Cádiz. A regañadientes,
el regidor, que no tenía madera de héroe, pero tampoco era liberal, hi­
zo lo que exigían aquellos ciudadanos. Sin ser profeta, supo anticipar
las consecuencias de aquel acto. En palabras del mexicano Fuentes:

Firmó don José el pliego que se le presentaba, volvió la pluma al tintero y


luego, poniéndose de pie, dijo con voz pausada a los que le acababan de
aplaudir:
— Señores, ya ustedes me han obligado a proclamar y jurar la nueva
Constitución. Esperen ustedes ahora la independencia, que es lo que va a ser
el resultado de todo esto.
P a r a le er m á s :

FUENTES A G U IR R E ,Armando. La otra historia de México. Hidalgo e


Iturbide. La gloria y el olvido. México, D.F. Editorial Diana. 2008.
LETURIA, Pedro. La Encíclica de Pío VII sobre la Revolución Hispanoa­
mericana. Sevilla. Consejo Superior de Investigaciones Científicas.
Escuela de Estudios Hispano-Americanos de Sevilla. 1948.
ROM ERO, José Luis y R O M E R O , Luis Alberto. Pensamiento político de
la emancipación. Caracas. Biblioteca Ayacucho. 1977. Tomo I.

I !H7 |
.


5
EL ABANDONO DE LA PIEDAD
PATRIÓTICA

Había atenuantes, y aun eximentes, no se puede dudar, pero renegar


o cancelar las deudas con los antepasados y con la patria es siempre
una impiedad. N ingún país de los que surge en la independencia de
América hace un esfuerzo por entroncar con sus verdaderos antepa­
sados. Al contrario, en todos los nuevos países el vértigo les empuja
a intentar arrancar de sí «lo español», igual que intentaron los algua­
ciles arrancar las facultades sacerdotales de las manos del cura H i­
dalgo, raspándoselas con un cuchillo. Pero ni «lo español» de Amé­
rica ni el carácter sacerdotal de Hidalgo se esfumaron. Lo que sí
había terminado era la España política en América, pero eso era ya
matar a un muerto, pues al nacer los nuevos Estados habían desalo­
jado al español.
La parte comprensible de ese hartazgo ya la hemos visto, era la po­
lítica ya errática de la Corona española, que últimamente se confor­
maba con unos súbditos obedientes sin activa participación en el bien
común.
Pero si España o cualquier otro Estado, en cuanto realidad política,
se redujese a las concretas y singulares decisiones que en cada mo­
mento tomasen sus gobernantes, las comunidades políticas sencilla­
mente no existirían. La consecuencia de eso sería que el bien común
no sería nada o sería imposible de conseguir. Quedaría siempre al al­
bín del priinet desliz de un jele tic* Estado. Aquí no me queda más
remedio que haici olía i riles ¡ún de lilosolía política.I

I IH'I I
El ser humano es social por naturaleza. Eso quiere decir que su
naturaleza le lleva a buscar sus fines propios en sociedad. No es un ca­
pricho o un factor que dependa de lo «sociable» que sea o se sienta ca­
da cual. Es algo que está dentro de nosotros. Ese es el fundamento de
la vida política: que existe un bien común, superior a los bienes parti­
culares, que se debe alcanzar en común. La virtud que dirige la obten­
ción de ese bien se llama justicia general. Tanto los gobernantes como
el pueblo tienen obligaciones graves de justicia general para colaborar­
en el logro del bien común. ,
Pero el bien común no se lim ita a las acciones que en un momento
dado realizan el gobernante y el pueblo. Ése es el bien común actual.
Hay también un aspecto del bien común que nos precede, que ante­
cede tanto al pueblo como al gobernante de este momento actual: es el
bien común acumulado por la historia. De hecho, el bien común acu­
mulado en el pasado imprime una dirección a la actividad actual ende­
rezada a procurar y mantener el bien común. Del mismo modo que
en un barco el rumbo trazado permite gobernar la travesía con leves
toques de timón, el bien común acumulado encamina la acción actual
de gobierno y la orienta.
Resulta un poco difícil pensar en estas cosas hoy, cuando el empe­
ño de los gobernantes, desde hace demasiadas generaciones, consiste
en rebelarse contra el bien común acumulado y en destruirlo. Pero in­
cluso para comprender nuestra desolada situación actual conviene ha­
cer un esfuerzo por entender estos principios inmutables de la natura­
leza y de la política humana.
La comunidad política, el territorio, las gestas de nuestros antepa­
sados, los pacientes y cotidianos esfuerzos precedentes por alcanzar el
bien de la sociedad que generaciones antes que nosotros han realizado,
forman parte de ese bien acumulado. Pero no sólo: también las plas-
maciones concretas del derecho público, las leyes y fueros, las costilm
bres, y algo eterno que está por encima de las particularidades nació
nales: el derecho natural y la ley diviná. Ese bien común acumulado
subsiste también incluso cuando una generación o varias desfallecen
de su misión y prevarican, descuidando sus obligaciones liada el bien
común actual. También boy, incluso cuando los (¡obiem ns militan
contra todo lo que constituye nuestra beretu ¡a de bien común bu 1 a
sos como éste, el peligro es exasperarse Es pcnsai que el bien común

I I'»" I
ha desaparecido porque todo conspira para acallarlo. En momentos
como éstos, a la virtud de la justicia general se le debe añadir un ejer­
cicio doliente de la virtud de fortaleza. Fortaleza que nos permite re­
cordar que existe una virtud olvidada, que es la piedad política.
Corrientemente se entiende por piedad la devoción, o la misericor­
dia. En el sentido de devoción religiosa es un uso exacto, aunque re-
ductivo: es la piedad cuyo objeto es Dios creador y providente. El
otro, el de conmiseración, es un sentido impropio y derivado. En sen­
tido estricto, la piedad es una virtud que forma parte de la justicia ge­
neral. Consiste en satisfacer una obligación de justicia: de dar a cada
uno lo suyo. Pero es una obligación peculiar, la que nace cuando «lo
suyo» que debemos, «la razón especial de la deuda» a la que estamos
obligados es la «calidad de principio generador y gobernador de nues­
tro ser» que tienen Dios, los padres y la patria. A ellos les debemos la
existencia entera:

Y así, después de a Dios, a quien más debe un hombre es a sus padres y a


la patria.
Et ideo post Deum, máxime est homo debitorparentibus etpatriae.
(S. Th. 11.a Ilae, q. 101.a. 1 resp.)

La piedad obliga siempre, puesto que todo lo que tenemos lo he­


mos recibido de Dios, a través de los padres y de la patria. Por lo tan­
to, por mucho honor que les tributemos y por más que seamos escru­
pulosos en el cumplimiento de esas obligaciones, nunca podremos
saldar la deuda.
Específicamente, a la virtud de la obligación para con Dios la lla­
mamos «religión». En un sentido más restringido reducimos la pietas a
la virtud de justicia hacia los padres y hacia la patria. En uno y otro
caso, la piedad es una virtud política. Los deberes hacia los padres, en
cuanto que les debemos el ser, no son algo privado y, además, como
explica Santo Tomás, «en el culto de los padres se incluye el de todos
los consanguíneos», y en el cubo tic la patria «está incluido el de los
conciudadanos y el de todos los amigos de la patria».
( litando a Marco l’ulio ( acerón, Santo Tomás señala el contenido
de la piedad diciendo que esta vitiud «tiene atenciones y da culto»,I

I•>1 |
Por «atenciones» «se refiere a toda clase de cuidados y con la palabra
culto al honor o reverencia» (11.a Ilae, q. 101 a. 2. resp). En razón de
esto el socorro «al superior» es un deber de piedad. El culto y las aten­
ciones se deben también a la patria, en sus miembros, «según las pro­
pias posibilidades y la dignidad de las personas».
«La piedad es cierto testimonio de la caridad con que uno ama a
sus padres y a su patria». Sabiendo lo mal que sus padres se portaron
con Santo Tomás, resulta más impresionante todavía leer estas refle­
xiones del Doctor Angélico.
La viciosa disposición actual de los padres o de los gobernantes no
nos exime de ese «testimonio de la caridad con la que uno ama a sus
padres y a su patria». Esto es así, precisamente, porque tanto en la pa­
ternidad como en la patria, el don que recibimos es previo a todo lo
que pueda venir más tarde. Los padres y la patria nos dan el ser y con
eso adquirimos una obligación que jamás podremos equilibrar. Si des­
pués los padres o la patria en sus gobernantes cometen actos inicuos,
ninguna virtud nos exige aprobarlos. Al contrario, estamos especial­
mente obligados a buscar, conforme a nuestra dignidad, enderezar
esos entuertos. Pero nunca un mal actual, por grande que sea, prove­
niente de los padres o de la patria, cancelará nuestros deberes de pie­
dad, que tienen un origen más alto y más profundo. En tales circuns­
tancias, esos deberes se volverán, qué duda cabe, más arduos. Para
cumplirlos, seguramente tendremos necesidad, incluso heroica, de la
virtud de la fortaleza.
Los gobernantes españoles habían subido los peldaños de una peli­
grosa escalera absolutista. Se habían portado como padres que provo­
caron la ira de sus hijos, por utilizar el recio lenguaje de San Jerónimo.
Pero el bien común acumulado seguía obligando a los españoles, ame­
ricanos e ibéricos, a la piedad patriótica.
Los teóricos del independentismo pertenecían ideológicamente al
mundo liberal. El contrato social o conceptos análogos sustituían en
sus discursos a la piedad patria. '
6
EL RECHAZO DE LA PROPIA HISTORIA

De nada sirvió tampoco un llamado que hizo Hidalgo a los criollos prin­
cipales de la ciudad para que formaran una junta que gobernara Guana-
juato. Ninguno quiso formar parte de ella, y todos dijeron que al hacerlo
traicionarían el juramento de fidelidad hecho al rey Fernando VII. Furio­
so, Hidalgo les gritó que Fernando ya no existía y que su nombre no de­
bía mencionarse más.
Armando Fuentes Aguirre

Por mucha aversión que M iranda o Bolívar, Belgrano o Monteagudo,


O ’Higgins o Sucre sintieran hacia España, España, no menos que sus
padres biológicos — españoles— les había dado la vida y las prósperas
condiciones materiales que utilizaban para revolverse contra ella.
Airados y cansados, ya no quisieron distinguir entre el bien común
acumulado y la traición al bien común efectuada por Fernando VII;
entre la patria y el gobernante; entre la piedad y la intolerancia del mal
aunque provenga del propio padre.
Cuando íntimamente el hombre decide un acto sin justificación
suficiente, concentra en él sus fuerzas y desestima todo lo que pueda
rondín ni» a di asín de él. I amenlablemenic, nos resulta muy sencillo
i oitíiindii lo todo paia jiistilhai mustias decisiones previas y siempreI

I l'M |
encontramos alguna causa para todo lo que hacemos. Que se trate de
una causa proporcionada o no es otro asunto.
Muchos fueron los agravios, aunque quizás menos de los que bom­
básticamente proclamaban los padres de la independencia, silogizando
taimadamente, sin permitir las distinciones debidas. No había tiempo
para eso. Si lo hubieran permitido, alguien les hubiera podido recor­
dar que «ninguna virtud se opone o contradice a otra virtud» (S. Th.
q. 101. art 4, resp). Luchar, conforme a nuestra condición, contra los
abusos del absolutismo (y los no menores del liberalismo), no puede
ser incompatible con pagar el tributo de la piedad patriótica.
Conscientes de que esa pietas existía y era exigente, los hijos del
contrato social inventaron un nuevo patriotismo. El proceso revolu­
cionario consistió en aprovechar la ira del pueblo para cambiar el cau­
ce de sus sentimientos patrios y trasvasarlos a ese nuevo y campanudo
patriotismo. Eran mañas de embaucador, porque el asunto del patrio­
tismo verdadero, la pietas patriótica, no es ante todo cosa de emocio­
nes intensas, de himnos excitantes o de sensibilidad lacrimógena, sino
una cuestión de justicia, de deber.
La Hispanidad, España, el bien común político acumulado, perte­
nece al orden de la constitución política de las Españas, del derecho
consuetudinario y natural, del fuero, del ideal misional y de recon­
quista. Eso es lo que vivificó y todavía virtualmente vivifica a España,
mientras exista.
La iracundia, el cansancio y el hartazgo provenían, quién dudará en
admitirlo, del contrafuero, del despotismo, de las regalías abusivas, del
entorpecimiento de la formación nacional en América, de la frivolidad
caprichosa y cambiante en el ejercicio del poder, y de las malas dispo­
siciones de los humanos, también entre el pueblo. Se trata de dos ór­
denes diferentes y jerarquizados.
En la piedad violada no sólo se repudió la obligación con la patria,
sino también los deberes políticos hacia los padres. El culto a los ante­
pasados se tuvo que abandonar por fel amor a la nueva patria improvi
sada. «Patria» e «improvisada» son dos palabras incompatibles, be allí
el sofisma. No se crea la Patria del mismo modo en que uno no se
causa a sí mismo.
El absurdo de un nuevo patriotismo obligaba .1 dar tullo .1 M orir
zuma y a ( aiaubtétnoe al tiempo que se rxrt taba a I leí nan I otlés y a

ui
la Malinche. ¡Qué culpa tndría Cortés de los excesos de Carlos MI.
del IV, o de «el Deseado»! ¡e denostaba a los padres, para exaltar este
reotipos inexistentes, pues tunca existieron ni un humanitario y hrm
fic o Moctezuma ni un p reersor Tupac Amaru, I o II.
Los vínculos de la piedd son, insisto, de justicia, no del c o i .i /<hi
Por eso perduran, aun cuando el sentimiento se haya extinguido o ■
haya pervertido impíamene en odio. Cauterizar la herida no «111 o i <
decir cancelar la obligación

PARA LEER MÁS:

LACHANCE, Louis. Humanismo político. Pam plona, l un a .'<>() I l'a


ginas 2 1 - 9 2 .
F uen tes AGUIRRE, A rm aido. La otra historia de México. Ilid.dyo .
Iturbide. La gloria y el ovido. México D. F. Editorial I Lana ’<>().'i
Página 5 0 y ss.
'
7
CIRCUNSTANCIAS: UNA M ÁSCARA
Y DOS AUSENCIAS

El ejercicio del poder en virtud de una legitimidad suplente, como les


sucedía a las juntas y la regencia de la Junta Suprema, es por naturale­
za menos pacífico que el ejercicio normal de la legitimidad. La caída
de la Junta Suprema de Sevilla en 1809 y su refugio en Cádiz ante el
avance de las tropas de Napoleón abría una nueva brecha de debilidad
para las autoridades virreinales en América, que derivaban su autori­
dad de la regencia de la Junta Suprema. Aquellos momentos fueron
aprovechados por algunas juntas americanas para proclamarse inde­
pendientes de aquella Junta Suprema, para deponer virreyes. Al mis­
mo tiempo declaraban que reconocían a Fernando VII y que asumían
ellas mismas la im plícita delegación del poder del monarca cautivo.
En 1810 tuvieron lugar una cadena de hechos de gran relevancia:
en la primavera, la constitución de las Juntas de Cartagena de Indias y
de Caracas; la llamada Revolución de Mayo de aquel mismo año en
Buenos Aires; en septiembre, el alzamiento del cura Hidalgo en Dolo­
res, el Día de la Patrona. Todos esos actos, una vez que las revolucio­
nes americanas triunfaron y se consolidaron, han sido considerados el
comienzo de aquéllas. Todos aquellos actos, sin embargo, llevaban
asociados dos factores: el reconocimiento de la legitimidad del rey
fem ando V il y el rechazo de las autoridades locales nombradas por la
regencia.
Mucho se ha discutido sobre la sinceridad o no de esas protestas
de fidelidad a fem ando Vil I loy se puede decir que mientras que,

I 197 |
en algunos, era claramente buscada o tolerada para engañar el senti­
miento realista del pueblo, en otros era sincera manifestación de ese
mismo sentimiento. El cura Hidalgo excitaba a los criollos y a los
indios asociando a la Guadalupana con Fernando VII y con el odio a
los gachupines. No tardó muchos días, cuando su movimiento em­
pezó a tomar cuerpo, en prohibir bajo amenaza de muerte dar vivas a
Fernando VII.
Los independentistas, presentes en las Juntas rioplatenses o novo-
granadinas, probablemente se limitaron a excitar el celo criollo de sus
colegas realistas, mayoritarios todavía. Esperaban recoger los frutos de
aquella ruptura con la regencia. Mientras tanto, se iba debilitando la
referencia ideal a un monarca cautivo y que no se sabía si llegaría
efectivamente a reinar jamás.
La «máscara de Fernando VII» tuvo expresiones m uy diferentes.
No obedeció a una coordinación unánime e hipócrita de todos los in­
surgentes americanos, pero en muchos de ellos fue utilizada con una
manifiesta falta de escrúpulos. En el caso de Nueva España, en la tra­
ma de Allende y de Hidalgo «el alférez real don Pedro Setién robuste­
ció sus opiniones diciendo que si se hacía inevitable la revolución,
como los indígenas eran indiferentes al verbo libertad, era necesario
hacerles creer que el levantamiento se lleva a cabo únicamente para fa­
vorecer al rey Fernando». En 1811, Rayón le dijo a Morelos: «Nues­
tros planes, en efecto, son de independencia, pero creemos que no nos
ha de dañar el nombre de Fernando que, en suma, viene a ser un ente
de razón».
Semejante era el ánimo en otros revolucionarios. No les molestaba
— al contrario, comprendían que era m uy conveniente— que el ejer­
cicio efectivo del poder autónomo fuera de la mano de solemnísimas
protestas de fidelidad a «un ente de razón». Sabían bien que para
prender el fuego de la independencia debían introducir sus doctrinas
«a favor de la corriente». ¿De qué otro modo se podía persuadir de ¡n
dependentismo a los mismos criollo^ que en 1806 y 1807, en el Río
de la Plata, habían defendido con su vida la integridad española de
aquellos territorios ante las invasiones inglesas, del cusa que habían lu­
cho supliendo, a iniciativa propia, al ejército del Rey?
Dejando aparte las motivaciones siluetas en unos, maliciosas en
otros —, el resultado de la «máscara lernaiulina» lúe el deseado por'los
independentistas, lo cual sitúa un acto objetivo de engaño en l;i ¡7 n<
sis misma de las nuevas repúblicas.
Pero a la ausencia de Fernando VII se suma la del Papa Pío V il,
también desde 1809 prisionero de Napoleón e impedido de c jn ........ ..
gobierno regular sobre la Iglesia. Es difícil imaginarse el efecto di de
samparo que estos cautiverios produjeron en las conciencias d< lo
fieles hijos de la Iglesia y de España.
La caída en 1814 del déspota corso significó la liberación <1. I Ki
del Papa. Ambos se reintegraron al ejercicio normal de sus lu in ......
Aquel mismo año, Fernando VII inicia la contraofensiva amn u ma ■|n<
invierte el sentido de la guerra. Menos de dos años más t.mli , en .m m
de 1816, Pío VII publica la encíclica Etsi longissimo , en la que ■I Sol»
rano Pontífice pide a los obispos y a los sacerdotes de Anua na I’.......
rad, pues, Venerables Hermanos e Hijos queridos, correspondí 1 ■■■. 1 ..
sos a Nuestras paternales exhortaciones y deseos, rccomeiulundi...........I
mayor ahínco la fidelidad y obediencia debidas a vuestro Monun a ha
ced el mayor servicio a los pueblos que están a vuestro cuidado n o
centad el afecto que vuestro Soberano y Nos os profesamos».
Estas consignas exacerbaron a los independentistas, pero di>..... un
nuevo impulso a los realistas, al confirmarles en la rectitud de mi <ama
Merece atención aparte la respuesta del cardenal < <>1 i-..iI\ 1 . u
nombre del Papa Pío VII, a la carta del obispo Lasso de la \ <ga 1 I
obispo venezolano le había solicitado un cambio en los de-anuo ó. I
Papa para América. El Papa responde en carta lechada el ih p
tiembre de 1822:

Nos ciertamente estamos muy lejos de mezclarnos en aque|||r. raí.....


que pertenecen al estado político de interés público No. iiildam"
solamente por la religión, por la Iglesia de I )¡o.s que gobernaioie v pm
la salud de las almas, cosas que miran a nuestro miniMerio Al mi .....
tiempo que muy amargamente lloramos tantas lleudas dada . 1 la 111411<
sia en las Lspafias, y que procuramos del modo posible 111 raí, d> amu
así también vehementemente provecí en esas regiones de Aini rii a 1 la
necesidades de los líeles, y por tanto anhelamos conoieil r. puní nal
mente.

I I padlt I el 1111.1, siguiendo en el loudo la ¡nieipiciut 1011 loiiteiili

I I'»'» I
de los independentistas y luego oficializada en las repúblicas ameri­
canas, sostiene que estas palabras del Papa «significaban la revoca­
ción del Breve Etsi longissimo». Leturia luego pretende matizar algo
su afirmación, pues sostiene que la carta de 1822, «sin condenar la
conducta pasada [la encíclica Etsi longissimo y la exigencia de lealtad
al Rey], fijaba con prudencia la presente y anunciaba con previsión
la futura».
Los independentistas explotaron la carta presentándola como una
verdadera revocación de la encíclica, y el efecto propagandístico, en el
contexto de la gran decepción provocada por el Rey constitucional,
fue grande.
Sin embargo, una cosa es la propaganda y otra la realidad de las
cosas. La encíclica Etsi longissimo de 1816 personificaba en el Rey los
deberes populares de pietas de todos los españoles, americanos e ibé­
ricos. Fernando VII llevaba apenas un año y medio en el poder y
exteriormente todavía parecía que podría rectificar su política en el
sentido tradicional y del derecho cristiano. La pietas política se diri­
gía efectivamente, en primer lugar, al Monarca, tal como lo señala la
encíclica. Los delirios del Monarca, primero absolutistas, luego libe­
rales, hicieron que, en tanto que era responsable del bien común ac­
tual , pudiera incluso nacer la obligación de resistir a Fernando VIL
Los ejemplos citados de la inicua legislación del Trienio Constitu­
cional se m ultiplicaban. La Corte de Fernando VII intentó enviar
como embajador ante Pío VII a Joaquín Lorenzo Villanueva, «el más
encarnizado enemigo que el Papado tenía entonces entre los janse­
nistas españoles». Cuando el secretario de Estado, Consalvi, rechazó
la propuesta, el ministro de Estado, Evaristo San M iguel, expulsó al
nuncio G iustiniani.
La doctrina que contiene la encíclica de 1816 es la de que la piedad
política impone a los gobernados una grave obligación y la Iglesia no
varió su enseñanza. El Papa no podía permanecer insensible a las an­
gustiosas llamadas de los obispos ultrarharinos, que pedían que se ga­
rantizara la asistencia espiritual al pueblo americano. El ejercicio del
Patronato regio en manos de Fernando V il obstaculizaba el cubrí
miento de las vacantes de las sedes episcopales y de los principales olí
cios eclesiásticos, cuando éstos estaban en territorio dominado por los
insurgentes. Por otra parte, en manos de un (hibierno anticristiano,I

I .'00 |
aquel instrumento del Patronato regio, ya anacrónico, resultaba tre­
mendamente peligroso.
La carta de Pío VII en 1822 no modifica ni un ápice las obligacio­
nes de ley natural en materia política. Lo único que hace es, admitien­
do indirectamente el pésimo gobierno de Fernando VII, reconocer
que los americanos tienen necesidades espirituales inaplazables y que
no pueden desatenderse, para lo cual reclama un mayor conocimiento
de la situación. Lo cual no significaba sino un embate al Patronato re­
gio tal como se estaba utilizando entonces.
La interpretación habitual, la que sigue el padre Leturia, descuida
los principios de derecho público cristiano y natural. Se fija sólo en el
aspecto pastoral y de él saca conclusiones políticas. Pío VII procuró
por todos los medios garantizar la asistencia espiritual de los católicos
americanos, pero nunca revocó su encíclica de 1816 ni, lo que es más
importante, los principios que aquélla contenía.
Por lo tanto, no se puede invocar la carta de 7 de septiembre de
1822 como legitimación ni siquiera remota de la escisión americana.
Una vez más nos hallamos ante una confusión interesada: el bien co­
mún acumulado, la patria, impone unas obligaciones que son compa­
tibles con una excepcional resistencia al ejercicio del poder actual. En
palabras de León XIII: «Por la ley de la naturaleza estamos obligados a
amar especialmente y defender la sociedad en que nacimos, de tal ma­
nera que todo buen ciudadano esté pronto a arrostrar hasta la misma
muerte por su patria» (Sapientiae christianae 7, 10 de enero de 1890).
La patria, tal como la comprende la filosofía social cristiana, no es el
ideal artificial creado por una decisión política, tal como quisieron los
promotores de la independencia y los gobernantes de las nuevas repú­
blicas. La patria es la sociedad política que nos dio la vida: es el bien
común acumulado. Estamos, pues, ante un uso equívoco de la palabra
patria. ,

Para i i .i■
k más:

C< MSI ( > I AI.OUA, Luis, liollvar, la fuerza dei'desarraigo. Buenos Aires.
Id k ¡unes Nueva I Iispanidad. IDOS,
LETURIA, Pedro. La Encíclica de Pío VII sobre la Revolución Hispanoa­
mericana. Sevilla. Consejo Superior de Investigaciones Científicas.
Escuela de Estudios Hispano-Americanos de Sevilla. 1948.
—Relaciones entre la Santa Sede e Hispanoamérica. Caracas. Sociedad
Bolivariana de Venezuela. 1951. Tomo II.
8
LA DESMEMBRACIÓN DEL PERÚ
Y NICARAGUA Y PANAMÁ EN ALMONEDA

El liberalismo romántico quería convertir las naciones en Estados o,


mejor todavía, los Estados en naciones. Tal fue la mentalidad que ge­
neró a las repúblicas americanas. Dentro de la comunidad política
hispánica, nada hubiera debido impedir el desarrollo y la concreción
de naciones ultramarinas en América. Una y mil veces se ha dicho:
aquellas naciones se estaban formando. Pero no se suele decir algo
igualmente importante: no se habían formado todavía. El lenguaje de
los insurgentes inicialmente habla de nación americana o de naciones
americanas, sin especificar. Sólo el decurso de las guerras y de los ma­
nejos políticos conducirá a la plasmación de Estados sin nación que,
celosamente, se volcarán desde el primer instante en la creación artifi­
cial de naciones a medida de sus Estados. No había naciones en el
mismo sentido en que se podía hablar de naciones en el Viejo Conti­
nente, identificables, con lazos culturales que las diferenciaban neta­
mente de otras. Las referencias que dotaban de alguna unidad a aque­
llas tendencias culturales perfectamente legítimas eran las unidades
políticas y administrativas hispánicas. Fuera de eso no había sino teo­
rías contrapuestas en los ideólogos. No había nación mexicana, ni co­
lombiana, ni mucho menos boliviana.
«I legó la independencia de México — dice el mexicano José Elgue-
io y, al emanciparse éste de la Madre Patria, recibió el territorio que
nado,límenle le correspondía: el de Nueva España, con los límites y
liouteias tine la i irt iinsi libíaii". ¿Pot qué .1 esta nueva entidad llamada

MI I
México le correspondía naturalmente la Nueva España? O bien M éxi­
co preexistía a la Nueva España, cosa absurda, o nació con la extinción
de la Nueva España, en cuyo caso, la «naturaleza» se estaba haciendo,
y difícilmente podía engendrar el derecho a esa posesión, «con los lí­
mites y fronteras que la circunscribían».
La transgresión del sagrado deber de piedad política significaba ex­
plícito rechazo a la historia de los antepasados y a los vínculos con la
comunidad política, con la patria. Además, esa transgresión, al no te­
ner fundamento de derecho más allá de la bolivariana voluntad de po­
der, generaba crecientes problemas que afloraban sin cesar. Por ejem­
plo, el de determinar quién se estaba independizando. Lo que los
apologistas de la secesión llaman la creación de un nosotros fraternal
supuso en realidad la multiplicación de muchos ellos, enfrentados en­
tre sí.
La traducción política del sueño voluntarista de Bolívar resultaba
poco práctica y «el Libertador», como buen revolucionario, se fue
adaptando sobre la marcha. Como una sola entidad política paname­
ricana no tendría viabilidad, pensó que lo mejor sería crear unidades
políticas independientes más pequeñas. Para ello, Bolívar echa mano
de un viejo principio de derecho de gentes, el llamado utipossidetis iu-
re («en virtud del derecho según el cual poseías»). Este principio se
usaba para retrotraer situaciones territoriales al momento anterior a la
disputa entre dos reinos: para dejar los límites o las fronteras donde se
encontraban antes de la guerra.
Una vez mas, Bolívar no iba a dejar que la realidad le estropease su
sueño. Poco importaba que este axioma sirviera para zanjar desacuer­
dos entre Estados, no para crearlos. Ni tampoco que ese defecto origi­
nal diese pie a las mayores de las arbitrariedades.
Es interesante señalar que la invocación de esta fórmula jurídica
significaba un involuntario homenaje a la virtualidad generadora de
realidades políticas que tenía la Corona española. Pues, en el colmo de
la creatividad, Bolívar reclamaba que los* nacientes Estados se ciñesen a
los límites que las reales cédulas del Rey de España hubieran marcado
en 1810.
Ya se sabe que los límites de las circunscripciones variaron a lo lar
go de los Gobiernos reales. El Virreinato de Río de la Plata, por ejcm
pío, se había creado sólo en 1776. Ln I 787 los n i morios t en anos a
La Paz que formarán la intendencia de Puno se transfirieron del V i­
rreinato del Perú al recién creado del Río de la Plata. En 1796 la in­
tendencia de Puno pasó a integrar, de nuevo, el Virreinato del Perú.
Según las ideas de Bolívar, Puno debía formar parte de la naciente re­
pública del Perú porque en 1810 pertenecía al virreinato español del
mismo nombre. Curiosamente, quien más se esforzó por ignorar aquel
improcedente principio del uti possidetis fue, claro esta, el mismo Bolí­
var. Como cuenta Herbert Morote, Bolívar decidió la independencia
del Alto Perú — que fugaz y desinteresadamente se iba a denominar
«república de Bolívar»— . Obrando de aquel modo despreciaba la afi­
nidad racial e histórica de aquellas tierras con el resto del Perú, no
menos que los imaginarios derechos del Rio de la Plata sobre aquel te­
rritorio que él mismo había alentado con su fantasiosa aplicación del
uti possidetis. Pero no sólo: quiso además arrebatar parte de la costa del
Bajo Perú, para agrandar el país que llevaba su nombre.
Aunque desde 1806 Guayaquil dependía del Virreinato del Perú,
Bolívar se apoderó de él para incorporarlo a la Gran Colombia en
1822, haciendo caso omiso de la independencia que la provincia libre
de Guayaquil había proclamado en 1820, con su presidente Olmedo
al frente.
La trayectoria de Bolívar es la mejor demostración de que la inde­
pendencia no fue una cuestión de derecho, pues ningún derecho se ha
esgrimido para ella, más allá de la fuerza. Él hizo y deshizo a su antojo
mientras pudo, y cuando las: circunstancias le obligaban a modificar
sus proyectos, sacaba el partido que le era posible.
No había, pues, como pretendía Elguero, territorios que «natural­
mente correspondían» a los nuevos Estados. Hubo situaciones de he­
dió derivadas de la fuerza, cuyos protagonistas anhelaban desespera­
damente cubrir con una apariencia de derecho.
En el caso de México, el imperio-república tenía mucha prisa por
consolidar sus fronteras. Los gobernantes mexicanos advirtieron que, a
pesar de contar con un ejército muy superior al que había guarnecido
la Nueva España antes tic la independencia, les resultaban difíciles de
retener abundantes y extensos territorios casi despoblados. Se promul­
gó rápidamente una «imprudente» ley de colonización con la q u e — en
palabras del enlomes embajador de México en los Estados Unidos
«México había abierto sus puertas a sus enemigos naturales |H)i reí i

.Mñ
gión, lengua y costumbres». Aquella disparatada ley facilitó el asenta­
miento de una quinta columna de los Estados Unidos que estableció
fuertes vínculos con el territorio. Los argumentos independentistas
que los gringos téjanos esgrimieron frente a los mexicanos no diferían
demasiado de los que quince años antes habían utilizado los mismos
mexicanos contra la Corona de España. Once años después de la in­
dependencia de México, en 1836, Tejas se independizó. En la guerra
de 1847, los Estados Unidos se anexionaron la naciente república de
Texas. Se apoderaron «de más de la mitad de nuestro territorio», se
lamenta Elguero.
Luego vendrían la multiplicación cainita de repúblicas en Centro-
américa, la Guerra del Pacífico entre Bolivia, Perú y Chile, la de la
Triple Alianza de Brasil, Argentina y Uruguay contra Paraguay y otros
enfrentamientos, guerras y escaramuzas entre países hermanos y veci­
nos. Pero, para entonces, nadie se acordaba de qué diantres significa­
ban aquellas extrañas palabras: utipossidetis iure.
Tanto le apremiaba la liberación de América, que Bolívar no duda­
ba en entrar en tratos con quien pudiera ayudarle en su objetivo.
Aunque el precio de esa ayuda fuera enajenar la soberanía de una bue­
na porción de esa América de sus desvelos. Morote recoge un frag­
mento de una carta de «el Libertador» a un hombre de negocios inglés
llamado Maxwell Hyslop. Bolívar le presenta la golosa oferta. A cam­
bio de un relativamente pequeño desembolso inglés se podría llevar a
cabo la independencia, a cambio de «entregar al gobierno británico las
provincias de Panamá y Nicaragua»:

Ventajas tan excesivas pueden ser obtenidas por los más débiles medios:
veinte o treinta mil fusiles; un millón de libras esterlinas; quince o veinte
buques de guerra; municiones, algunos agentes y los voluntarios militares
que quieran seguir las banderas americanas [...]. Con estos socorros pone
a cubierto el resto de América del Sur y al mismo tiempo se puede entre­
gar al gobierno británico las provincias 4e Panamá y Nicaragua, para que
forme de estos países el cetro del comercio del universo por medio de la
apertura, que rompiendo los diques de uno y otro mar, acerque distancias
más remotas y hagan permanente el imperio de Inglaterra sobre el cu
mercio.
Bolívar podía decidir caprichosas normas del reparto del país ame­
ricano; podía infringir esas mismas normas sin dar explicaciones; po­
día modificar fronteras a su antojo, arrancando territorios de un Esta­
do y adjudicándoselos a otro; podía incluso inventarse un país y
ponerle su nombre; podía eliminar adversarios políticos de su bando
que entorpeciesen sus proyectos; y podía también mercadear con la
soberanía de Nicaragua o de Panamá, ofreciéndoselas al inglés a cam­
bio de apoyo para sus propósitos.
Bolívar ensayó en sí mismo el modelo del déspota que iba a ser en­
démico en las germinales repúblicas americanas. Bolívar, sin embargo,
sigue alimentando el sueño huérfano de los americanos españoles, y a
él seguirán recurriendo hasta que hagan las paces con su pasado. Esa
paz les permitirá descubrir la dimensión de la impiedad que se oculta
en su historia.

Para leer m ás :

CORSI OTÁLORA, Luis. Bolívar, la fuerza del desarraigo. Buenos Aires.


Ediciones Nueva Elispanidad. 2005.
ELGUERO, José. España en los destinos de México. M adrid. Publicacio­
nes del Consejo de la Hispanidad. 1942. Páginas 11-22 y 125-136.
MOROTE, Herbert. Bolívar, Libertador y enemigo n.° 1 d el Perú. Lima.
Jaim e Campodónico Editor. 2007.
/
9
LAS FALSEDADES TIENEN VERDADERAS
CONSECUENCIAS: AMÉRICA DESPUÉS
DE LA INDEPENDENCIA

Mal, muy mal comienza un país que falsea su acta de nacimiento mis­
ma. .. Y no es asunto menor eso de no tener certeza.

Luis González de Alba

Decía el mexicano Octavio Paz, citando a Malraux, que «los mitos no


acuden a la complicidad de nuestra razón, sino a la de nuestros ins­
tintos». No es el amor a la verdad el que forja el mito, sino la necesi­
dad de la imaginación y del sentimiento, la necesidad de tener raíces,
aunque sean inventadas. Pero el mito que suplanta deliberadamente a
la historia lleva el estigma de la mentira en sus entrañas. Igual que la
falsa coartada no puede evitar traer a la memoria siempre el delito que
encubre.
La historia de los Estados americanos deriva fatalmente hacia el
mito. En el simbólico verbo de Octavio Paz:

La historia de México es la del hombre que busca su filiación, su origen.


Sucesivamente afrancesado, hispanista, indigenista, «pocho», cruza la histo­
ria coiuo un <tunela de jade, que de ve/ en cu.indo relampaguea. Un su ex
i cni i u a t ai leí a amé persigue!1 Va iras su i ai asi role: «miele volvi'i a sei sol,

'il'l
volver al centro de la vida de donde un día — ¿en la Conquista o en la In­
dependencia?— fue desprendido. Nuestra soledad tiene las mismas raíces
que el sentimiento religioso. Es una orfandad, una oscura conciencia de
que hemos sido arrancados del Todo y una ardiente búsqueda: una fuga y
un regreso, tentativa por restablecer los lazos que nos unían a la creación.

Este lenguaje poético penetra sugestivamente en la profundidad del


problema: «Es una orfandad, una oscura conciencia de que hemos si­
do arrancados del Todo... una tentativa por restablecer los lazos que
nos unían a la creación». Ahí yace la razón del desasosiego americano.
Debe volver los ojos al pasado con deseo de comprender, pero se lo
impide su ansia de justificar. Necesita regresar con docilidad hacia la
historia, pero vuelve a ella con fiera ansiedad fabuladora. Hasta no
remediar ese obstáculo el confuso esfuerzo de hacer «historia» de cual­
quier país americano para «restablecer lazos con la creación» traerá ca­
da vez mayor frustración, más odio acumulado, más desintegración.
A partir de 1821 se consolidó definitivamente la independencia de
las repúblicas americanas. Los primeros gobernantes se encontraron
con que, una vez suprimida la dominación española, un inmenso va­
cío se abría ante ellos. No solamente se habían sacudido la férula de
Fernando VII, sino que con él habían expulsado toda la historia pro­
pia, para acallar la exigencia hispánica que el pasado les imponía.
Una ciclópea tarea se les venía encima a aquellos primeros gober­
nantes independientes. Tenían que fundar, a posteriori, los Estados
que habían impuesto por las armas, o por las astucias de la logia, más
frecuentemente. Tenían que crear el plagio de un patriotismo e impo­
nerlo sobre las ruinas del patriotismo hispánico que se resistía a morir.
El cura chileno José Ignacio Víctor Eyzaguirre, fundador en 1857
del colegio romano Pío Latinoamericano, había nacido en 1817, el
año siguiente de la proclamación de la independencia por O ’Higgins.
Por España ya no sentía más que la romántica y roma nostalgia que se
extendió entre los americanos que aceitaron la independencia como
un hecho fatal sin identificarse con la ideología anticatólica en boga.
En 1851 emprendió un viaje que le llevó por algunas de las nuevas re­
públicas americanas.
Eyzaguirre es un observador curioso tic la realidad de aquellos pri
meros decenios de independencia. El caos que sobrevino tras los les
tejos iniciales fue generalizado. La vorágine de las luchas por el poder,
el espíritu anárquico inoculado a los pobladores en las soflamas anti­
monárquicas, el desembarco masivo de las logias masónicas creaban en
todas las repúblicas un clima de inestabilidad y de inseguridad. La
ideología oficial echaba la culpa del embrollo a los males acumulados
durante la dominación de España, en paradójica y simétrica oposición
al bien común acumulado que ellos rechazaron. Todos los achaques
de los jóvenes Estados se debían a la holgazanería alimentada por Es­
paña, al espíritu servil inoculado por la monarquía y, finalmente, a la
religión católica que habían traído los españoles. Arreció una ola co­
mún de anticristianismo. «Las convulsiones políticas — dice Eyzagui-
rre— que durante medio siglo conmueven sin cesar los Estados de
América dilatando su acción, han sacudido también el majestuoso
edificio de su religión, procurando emancipar las conciencias del im ­
perio de la fe, del mismo modo que libertaron a la sociedad civil de
sus antiguas instituciones». Más adelante, el cura y diputado chileno
dirá eufemísticamente: «La mayoría de los hombres a quienes la revo­
lución colocó por desgracia al frente de la instrucción pública estaba
iniciada en los principios que derramó profusamente la prensa de
Francia después de sus trastornos políticos».
Desde entonces ha sido frecuente el recurso de identificar un cul­
pable, un chivo sobre el que colocar toda la responsabilidad de los
males que afligen a la sociedad. La independencia devoró a sus propios
hijos y hasta a sus propios padres. Iturbide, que había sido firmemente
realista, al final fue quien hizo la independencia de México. Fue re­
gente del primer Gobierno independiente mexicano y durante menos
de un año también fue «Agustín I de México», emperador. Iturbide
era todo menos un anticlerical o un progresista, pero las fuerzas que
desató con la independencia poco dependían de la buena intención de
su principal artífice. Fue derrocado y finalmente, cuando regresó del
destierro, fusilado. Como dice el mexicano Armando Fuentes Aguirre:
«I labia dado a los mexicanos independencia y libertad, y ellos lo per­
siguieron, lo desterraron, lo proscribieron, lo llamaron traidor, lo fu­
silaron en nn cadalso deshonroso, y por lili lo sepultaron y cubrieron
de (ierra su cuerpo y de lodo su memoria».
Imi 1921, siendo presidente de México el general Alvaro Obre-
gón, cien alios después de que Iturbide consiilililia la secesión de la
Nueva España y fundara México, el Gobierno del Estado mandó que
su nombre fuera arrancado de los muros de la Cám ara de Represen­
tantes. «Varios diputados hicieron traer coñac de una cantina cerca­
na para celebrar la patriótica medida y brindaron, dijo un cronista de
la época, en torno de una charola con copas, mientras las letra iban
cayendo una tras otra con una extraña sonoridad», relata Fuentes. Era
un gesto completamente inútil y cobarde, pero en perfecta coheren­
cia con la ideología independentista que escenifica continuamente
un culto a sí misma para encubrir las verdaderas causas del malestar
presente.
Unos y otros están de acuerdo en que la historia de las repúblicas
americanas ha sido y es un escenario de desórdenes y de caos. Es como
si una maldición política que vedara el orden y la estabilidad se cernie­
ra sobre el continente. En lo que dista mucho de haber unanimidad es
en la explicación de las causas.
El historiador y poeta nicaragüense Luis Alberto Cabrales sintetiza­
ba la situación tras la independencia: «Durante largas décadas —y en
algunos casos hasta nuestros días— , la historia de Hispanoamérica no
es más que la crónica escandalosa de los partidos, el relato de hechos
casi inverosímiles que fueron nuestro dolor y nuestra vergüenza y nos
convirtieron en el ludibrio de todas las naciones».
Tampoco el poeta nicaragüense logra eludir la fascinación de Bolí­
var e incomprensiblemente exculpa al caraqueño de responsabilidad
en su fatídica posteridad. Eso no obstante, resulta ilustrativo seguir
por encima el rastreo de Cabrales en «el caos producido por las bellas
doctrinas importadas» con las declaraciones de independencia:

Las provincias unidas del Río de la Plata, desde 18 19 , fueron el arquetipo


de la desunión y de la anarquía [...]. Federalistas y unitarios, en sus en­
conadas luchas, lograban conquistar una siniestra fama en todo el conti­
nente.
Chile, de 18 18 a 1833, se debate p n ensayos liberales cada vez más
enconados. Ideólogos y generales se dedican a conspirar. En diez años se
dan el lujo inusitado de redactar cinco constituciones |... j. 1.os resultados
fueron la pobreza general, el bandolerismo triunfante y libre por todos los
caminos reales y los ejércitos sin paga; en suma, el país conquistado por
una fama legendaria de ingobernable y manifiestamente destinado a la
ruina, sin esperanzas ni reden» ion
Bolivia se daba una serie de constituciones liberales y una serie de go­
bernantes cavernarios [...]. En el ambiente teórico de las sublimes liber­
tades se alzaron triunfantes de los más recónditos y bajos senos del pue­
blo soberano una gavilla de gobernantes asesinos borrachos, como Belzú,
Morales, Melgarejo y Daza. Hez de la hez, cuyos crímenes corren parejos
con sus extravagancias. Las anécdotas innumerables de estos gobernantes
van desde pasar a caballo sobre el presidente rival, que yace en tierra he­
rido, hasta mandar fusilar bajo influjo del d eliriu m trem en s a su propia
camisa.
El Perú, el Ecuador y Venezuela, con más o menos rigor, con más o
menos suerte, de la libertad del papel impreso se precipitaban en la cono­
cida cascada de Constituciones y revoluciones.
Colombia, de tumbo en tumbo, de Constitución federal extrema y
constitución federal moderada, de motín en motín, llega al estado más li­
beral y democrático con el caudillo de la más desenfrenada chusma, don
José Hilario López. Es el tiempo de las trascendentales reformas [...]. Pe­
ro al mismo tiempo, y como por magia de un hada maligna, enemiga de
la democracia y de los sacrosantos principios liberales, ese mismo tiempo
marca la época de la más terrible barbarie y del más desenfrenado desor­
den.

Intercala aquí Cabrales el testimonio del general Joaquín Posada


Gutiérrez:

Los excesos de los democráticos del Cauca pasaron la medida de todos los
atentados conocidos. Los conservadores fueron allí víctimas de una perse­
cución tenaz, cruel y feroz; algunos, como los señores Pinto y Morales, en
Cartago, fueron atormentados, divididos sus cuerpos, mutilados de un
modo que el pudor impide describir. Las propiedades quedaron a merced
de los dominadores de la situación; los cercos divisorios de las heredades
fueron destruidos y, lo que es peor, las personas azotadas sin misericordia.
No quiero continuar [...]. Estas atrocidades fueron apellidadas, no por
persona anónima o desconocida, sino por el Ministerio mismo, retozos
[juegos] d em ocrá ticos.

Pero ( labralc-s prosigue su balance, llegando a su tierra natal:

I I antiguo 1 * 1 1 1 * 1 de Guatemala se n.mslorma en la República ele Cen


t mu i né rica y '.*' dan las ion subillas leyes liberales, con el resollado de *Ii

I n |
vidirse en cinco Repúblicas independientes, también liberales, que a su
vez se dividen y subdividen en los más enconados localismos. Nicaragua
pude ser presentada entre ellas como el tipo ideal, pues sobre ella se
abatieron tanto más perfectas las inevitables e históricas y constantes
consecuencias de estas leyes [...]. El período histórico de los Directores
supremos [Jefes de Estado constitucionales] abarca catorce años, y en
ese corto lapso pasan por la dirección suprema 23 personas [...]. La
cultura se ve amenazada con el cierre de todos los centros de enseñanza
que nos legara el régimen colonial, se establece la anarquía de tal mane­
ra que bandas de malhechores asolan las propiedades y las vidas, cegan­
do las fuentes de la agricultura y del comercio [...] las personas de
arraigo económico son vistas como enemigos públicos y son perseguidas
si se atreven a transitar por barrios populares. La costa atlántica — que
habíamos recibido rescatada del inglés por el Gobierno colonial— vuel­
ve a poder de Inglaterra [parece que Cabrales ignora que su estimado
Bolívar había ofrecido Nicaragua y Panamá enteras a los ingleses]; las
provincias de Nicoya y Guanacaste son anexionadas a Costa Rica y
ejércitos de salvadoreños y de hondureños invaden el territorio, toman
la capital y la incendian y saquean.

La ignom inia y el caos llegaron a tal punto que hasta Inglaterra


— bien familiarizada con piratas y bucaneros— se niega a recibir em­
bajadores de la república nicaragüense porque considera que aquellos
Gobiernos no tienen ningún control efectivo sobre el Estado. Ha­
blando de México, Cabrales recuerda que

Tras la caída del Emperador Iturbide, de 1824 a 1864, en treinta y nueve


años pasan por el solio presidencial, en medio de conmociones populares,
revoluciones y cuarteladas, veintidós presidentes [...]. Se proclaman los
«Estados Unidos» [de México] y cada Estado se gobierna — si al caos
puede llamarse gobierno— de manera cerrada y egoísta, casi como reinos
enemigos, y se dividen y subdividen en banderías enconadas. Se decreta
la enseñanza gratuita hasta para «los más apartados rincones del país», y
los colegios, las escuelas y las universidades se cierran [...|. En las bocas y
en los diarios oficiales hay un perpetuo elogio para la filantropía, y los
hospitales, los hospicios y los asilos corren la suerte de los colegios I I
Se proclama la libertad de conciencia y la libertad de eolios, y los obis
pos, las religiosas, los misioneros y los párrocos son perseguidos, nuierios
o expal liados. Se proclama la libeiiad de los indios, y los Indios son iv
clutados para la muerte, o vuelven a las selvas, o se convierten en saltea­
dores de caminos y se les despoja de sus terrenos comunales.

Resulta imposible ocultar «este desorden crónico de los Estados his­


panoamericanos», así que se le han buscado las más dispares causas,
siempre fatídicas, irremediables. La culpa, como he señalado, se atribu­
ye con prioridad al período español: el mestizaje, los mulatos, las «taras
coloniales», el exacerbado individualismo español. Es el mecanismo re­
volucionario de culpar siempre a otro. Pero de ser ciertas esas causas
atribuibles a la hispanidad hay que convenir que más presentes estaban
durante la vigencia de aquella hispanidad que tras la independencia. Sin
embargo la paz social, el orden y el respeto al derecho fueron la norma
durante los trescientos años de política española y el alboroto la excep­
ción, como cualquier historiador desapasionado confirma.
Sería más exacto localizar la causa de su crónico desorden político
en la génesis de las repúblicas hispanoamericanas. Todo lo que ante­
cede ha mostrado cómo la independencia se desentendió de vínculos
que obligaban a los americanos lo mismo que a los ibéricos. Eran vín­
culos de justicia con una patria común, lazos que permanecieron
inalterables incluso cuando los pueblos de las Españas pudieron legí­
timamente alzarse contra un Gobierno inicuo. Aquella negación sig­
nificó el desmentido de la propia historia y el destierro de los funda­
mentos de una convivencia política ordenada. En su lugar se
entronizaron enigmáticas voluntades populares, sin pueblos definidos,
y no menos ocultas conciencias nacionales confeccionadas a medida
de las caprichosas fronteras.
Para concluir este capítulo reflexionemos sobre lo que dice el pe­
ruano Fernando Iwasaki sobre la posteridad de la independencia. Su
irónica reflexión sobre el desorden de estos doscientos años no deja
fuera a la España ibérica: «Uno comprueba perplejo que en menos de
doscientos años España y los países hispanoamericanos acumulamos
un total de 403 textos constitucionales o de índole constitucional, lo
que significa que a cada uno de los 193 países del planeta le tocarían
dos constituciones en español y todavía quedarían diecisiete para los
que pudieran surgir».
Los días de oprobio absolutista habían pasado y amanecía el día de
gloria. Pero esa gloria es extraña: diñante estos dos siglos los Estados

I ' I P’ I
nacidos del Imperio español no han hallado la estabilidad, fabricando
sin cesar, a ritmo de dos por año, efímeras constituciones que ambi­
cionaban durar indefinidamente.
El desorden primordial republicano, la falsificación del «acta de na­
cimiento de un país» es un «muy mal comienzo». M al comienzo que
trae como consecuencias el carecer de certeza — que, como dice Gon­
zález de Alba «no es asunto menor»— y un desasosiego que se intenta
tapar con violencia. La historia es testigo de ese desasosiego y de esa
violencia. También de aquella falsedad impía.
Estrambote: dice Femado Iwasaki, peruano, nieto de japonés: «¿Y
el siglo XIX español fue m uy diferente del latinoamericano? ¿La España
del siglo XIX estuvo a salvo de guerras civiles, golpes de Estado y cau­
dillos militares de profesión sus pronunciam ientos ?» La respuesta es no.
El mal de América es simétrico del mal de Iberia. En ambos casos la
hispanidad política es un ideal ausente, encerrado en un armario.

PARA LEER MÁS:

CABRALES, Luis Alberto. «Desastre demoliberal y supervivencias boli-


varianas». Revista de Estudios Políticos. n.° 51. 1950, mayo-junio.
FUENTES A guirre , Armando. La otra historia de México. Hidalgo e
Iturbide. La gloria y el olvido. México, D.F. Editorial Diana. 2008.
GONZÁLEZ D e A lba , Luis. «Mentiras de la Independencia». Revista
Nexos. Lima. 1 de septiembre de 2009.
PAZ, Octavio. El laberinto de la soledad. Madrid. Ediciones Cátedra.
2004.

/I

I -Mí. |
10
NACIONES NO HABÍA, PERO ¿QUÉ TIENE
QUE VER LA NACIÓN CON LA POLÍTICA?

¿Qué era ser peruano — por ejemplo— en 1821, año de la declaración de


la independencia del Perú? Sin duda, lo mismo que ser de cualquier otro
país vecino, ya que un azar caprichoso quiso que el mariscal José La Mar
— primer presidente peruano y natural de la ciudad de Cuenca— naciera
como grancolombiano en 1778 y muriera como ecuatoriano en 1830.
No obstante, La Mar fue la primera víctima política de aquel patrioteris-
mo de campanario, pues falleció en su destierro costarricense repudiado
por los peruanos y malquerido por los ecuatorianos. Y como sí hay males
que duran más de cien años, dos siglos más tarde existe una versión pe­
ruana y otra versión ecuatoriana del pasado incaico, de la conquista espa­
ñola, del descubrimiento del río Amazonas y de las áreas de influencia de
las antiguas gobernaciones coloniales. Por desgracia, la historia de las
nuevas repúblicas latinoamericanas abunda en conflictos como los que
han desangrado a Perú y Ecuador, generalmente promovidos por caudi­
llos autoritarios, más bien energúmenos y a menudo estrafalarios.

Fernando Iwasaki

Una de tres: o en 1810 había una sola nación americana, oprimida; o


bahía diecinueve, tantas como Estados acabaría habiendo; o lo que
bahía era un conjunto de elementos culturales, aleclivos e históricos,
un criollismo ion diferente:, expresiones, que apuntaba hacia la Im
mación de auténticas naciones, pero sin haber alcanzado todavía esa
madurez. Una de esas tres opciones puede ser la realidad y no las tres
posibilidades a la vez.
Por todo lo explicado anteriormente, llamar nación o naciones a la
mezcolanza que existía en 1810 es un abuso interesado del lenguaje.
«Libertadores» como San Martín, Miranda o Iturbide eran la primera
generación de sus familias que nacía en el continente. Igual que ellos,
una gran porción de los criollos eran hijos de la reciente emigración pe­
ninsular, con lo que eso conlleva de conformación del imaginario per­
sonal, de herencia de recuerdos y de nostalgias transmitidas por los pa­
dres, hasta de conformación de los gustos del paladar. Los progenitores
de San Martín tintaron el criollismo de su hijo de recios sabores palen­
tinos, y el emperador Iturbide escucharía los cantos bárbaros del peral-
tés que fue su padre o las dulces tonadas eúskaras de su madre mientras
imaginaba la ribera y la montaña de Navarra de sus progenitores, y el
niño Francisco de Miranda aprendería lo que es el gofio y el Teide de
las conversaciones paternas. No eran ninguna excepción. Lo comparti­
do, lo común entre aquellos criollos era la religión, el idioma, la lealtad
al Rey y las costumbres que iban surgiendo de la afinidad con los que
vivían en el mismo pueblo, como diría el Rey Sabio, del «ayuntamiento
de gentes de todas maneras aquella tierra do se allegan».
Sin dar tiempo a que madurasen las nacionalidades se llamó nacio­
nes a los proyectos megalómanos de unos soñadores. Como dice el pe­
ruano Iwasaki, ser peruano en 1821 era «lo mismo que ser de cual­
quier otro país vecino, ya que un azar caprichoso quiso que el mariscal
José La M ar — primer presidente peruano y natural de la ciudad de
Cuenca— naciera como grancolombiano en 1778 y muriera como
ecuatoriano en 1830». El argentino Juan Bautista Sejean reconoce que
desde un viaje realizado a Chile en su etapa de joven estudiante, «pude
corroborar que los chilenos y los argentinos tenemos la misma idiosin­
crasia, las mismas costumbres y que las diferencias salientes no son
nada más que matices, igual que las qüe pueden existir entre un por­
teño y un cordobés o entre un mendocino y un pampeano». ¿Qué di­
ferencias nacionales pueden existir entre Honduras, Guatemala, Nica
ragua o El Salvador?
El mexicano Octavio Paz trazaba hace cincuenta años un diagnós
Las nuevas Repúblicas fueron inventadas por necesidades políticas y mi­
litares del momento, no porque expresasen una real peculiaridad históri­
ca. Los «rasgos nacionales» se fueron formando más tarde; en muchos ca­
sos, no son sino consecuencia de la prédica nacionalista de los gobiernos.
Aún ahora, un siglo y medio después, nadie puede explicar satisfactoria­
mente en qué consisten las diferencias «nacionales» entre argentinos y
uruguayos, peruanos y ecuatorianos, guatemaltecos y mexicanos.

Ahora, después de doscientos años de «laberinto de la soledad», pa­


rece que se pueda hablar de una nación hispanoamericana, pero hace
dos siglos, ni siquiera eso.
Naciones, por lo tanto, no había, so pena de llamar naciones a «ne­
cesidades políticas y militares del momento», pero ¿qué tendrían que
ver las naciones con crear Estados?
Doble fue el engaño de los libertadores a los pobladores de Améri­
ca. El primero, de orden moral: apelar a naciones que no existían; y
otro, mucho más grave, de orden político: utilizar esas ficticias nacio­
nes como justificante de la creación de Estados.
El primero de los engaños ya ha quedado suficientemente en evi­
dencia. Como diría Paz, ni entonces ni ahora nadie puede explicar sa­
tisfactoriamente en qué consisten las diferencias nacionales en el inte­
rior de América. Nadie ha explicado tampoco en qué habría consistido
una hipotética y bolivariana nación panamericana, aunque hoy sí que
podría hablarse con algún sentido de una nación hispanoamericana.
Siempre que se ha intentado «explicar» esas naciones, una y otra vez se
ha «incurrido» en la «poesía», en el abuso de imágenes y en la falta de
conceptos. Es pura retórica hueca. Un buen ejemplo es el intento del
historiador argentino José Luis Romero:

I,ii pocos años, el sentimiento de la nacionalidad había despertado, había


madurado en la lucha y se convirtió en una fuerza irreprimible. Fue un
oslado dt conciencia colectivo, acaso difuso en cuanto a sus contenidos
concretos, pero de una tremenda vehemencia. La idea de nación, un poco
abstrae la, se nutrió de la ¡dea de patria, tanto más vivida cuanto que era,
más que una idea, un sentimiento. Cada nuevo país —países apenas vir-
lu.lies todavía min líos de ellos se concentró en su propia personalidad
colectiva, en sus Ilumines y en su paisaje, y se sintió seguro no sólo de
ella, sino también de i llamo la dileieni ¡aba de los demas

I .'IV I
Y prosigue entusiasmado en su narración.
Todo lo que dice Romero en ese párrafo es falso. Si la nacionalidad
hubiera madurado en la lucha no podía haber sido el motor de la lu­
cha. Si la nación es «un estado de conciencia colectivo, difuso en
cuanto a sus contenidos concretos», ¿cómo puede ser una «idea abs­
tracta»? ¿Y cómo esa idea abstracta de nación, «difusa en cuanto a sus
contenidos concretos», puede nutrirse de la idea de patria que más que
una idea es un sentimiento? A pesar de todos estos disparates, según
Romero, cada nuevo virtual país se concentró «en su propia personali­
dad colectiva» y «se sintió seguro no sólo de ella, sino también de
cuanto la diferenciaba de los demás». Risum teneatis ? A esto lleva la
obsequiosidad con el poder, al envilecimiento de la inteligencia, so­
metida a una orgía de la imaginación. Cuando algo no se puede expli­
car, al menos se pueden elaborar largas y rimbombantes frases, sub­
vencionadas por el Gobierno.
Al segundo ardid de los libertadores, sin embargo, no se le ha
prestado la debida atención y políticamente es determinante. El 15 de
febrero de 1819, Simón Bolívar pronunció su famoso Discurso de
Angostura, en el que dijo: «He tenido el honor de reunir a los repre­
sentantes del pueblo de Venezuela en este augusto congreso, fuente de
la autoridad legítima, depósito de la voluntad soberana y árbitro del
destino de la Nación».
En 1820, el medellinense Francisco Antonio Zea, en su Manifiesto
a los Pueblos de Colombia, habla de una sola gran nación colombiana
formada por lo que más tarde serán los Estados independientes de
Colombia, Venezuela y Ecuador:

Es gloria pertenecer a un grande y poderoso pueblo cuyo solo nombre


inspira altas ideas y un sentimiento de consideración. «Yo soy inglés» se
puede decir con orgullo sobre toda la tierra, y con orgullo podrá decirse
un día «yo soy colombiano» [...]. Ninguno de vuestros tres grandes de­
partamentos, Quito, Venezuela, Cuncjinamarca, ninguno de ello, pongo
al cielo por testigo, ninguno absolutamente, por más vasto que sea y más
rico su territorio, puede ni en todo un siglo constituir por sí solo una
potencia firme y respetable. Pero reunidos, ¡gran Dios! Ni el imperio de
los Medos, ni el de los Asirios, ni el de Augusto, ni el de Alejandro pudie
ra jamás compararse con esa colosal república...! | | I levados a la dig
nidad de nación | | pendraos bien de esi.e. ideas, lujos de ( áilombia,
para dar al Estado una Constitución practicable y un gobierno justo, be­
néfico y liberal.

El rioplatense José de San M artín, tras ejercer el «protectorado» so­


bre el Perú, el 22 de septiembre de 1822 se despide de sus protegidos:
«Mis promesas para con los pueblos en que he hecho la guerra están
cumplidas: hacer su independencia y dejar a su voluntad la elección de
sus gobiernos [...]. Os dejo establecida la representación nacional».
El 20 de diciembre de 1822, José Hipólito Unanue pronunció su
discurso de investidura como primer presidente del congreso constitu­
yente del Perú. El había nacido en Arica, en la costa sur del Perú y era
hijo de vasco: «Peruanos: ya tenéis patria. Levantad esa cabeza que vo­
sotros y vuestros padres habéis llevado hum illada por tres siglos de
cautiverio. Nada fuimos, y ahora empezamos a ser».
Contradictorias y confusas son todas estas declaraciones, prove­
nientes de las cuatro esquinas del continente, y no es necesario m ulti­
plicarlas. Todas son semejantes. En ellas se admite, im plícita o explí­
citamente, que naciones y patrias no existían antes de la
independencia, antes del mito fundador de las repúblicas. En ellas se
invoca la nación, sin saber cuál es — al pobre Zea le despreciaron sus
consejos y crearon tres donde él vio una— , para fundar sobre ella el
Estado.
Políticamente, todos los movimientos independentistas americanos
son nacionalistas. El nacionalismo es una doctrina racionalista que se
difunde a partir de las revoluciones americana y francesa, en franca
oposición a la concepción tradicional y católica de la política y del or­
den social. En esta nueva concepción nación, patria y Estado se iden-
tifican. La «nación» en este contexto es un concepto idealista y ro-
mántico. Como dice M iguel Ayuso, el nacionalismo surge «de la
exasperación de ese concepto de nación, concebida al modo jacobino,
y del agregado filosófico formado por la concepción bodiniana del
poder soberano y su ulterior identificación con la voluntad general
roiisseauniana». I loy, esos conceptos políticos, siempre confusos e
in.ileirabies, se lian difundido umversalmente y han desplazado a la
concepción iradidoual. Por esa razón, en palabras de francisco Ca­
líais, debemos «ir.iiai do li.uei comprcndci a nuestros coniemporá
líeos, en medio de la aludida confusión de irruimos, uu lenguaje más
tradicional y más respetuoso con la tradición histórica de España». De
forma felizmente sintética, Pío XII, en su mensaje de Navidad de
1954 explicaba la raíz de la confusión:

La sustancia del error consiste en confundir la vida nacional, en sentido


propio, con la política nacionalista: la primera, derecho y honor de un
pueblo, puede y debe promoverse; la segunda, como germen que es de
infinitos males, nunca se rechazará suficientemente. La vida nacional es
por sí misma el conjunto operante de todos aquellos valores de la civiliza­
ción que son propios y característicos de un determinado grupo, de cuya
unidad espiritual constituyen como el vínculo. Al mismo tiempo, esa vi­
da enriquece, con su propia contribución, la cultura de toda la humani­
dad.

La nación o vida nacional es un vínculo cultural y espiritual, que


incluye «valores» compartidos de civilización, concretados en formas
peculiares y propias, distintas a otras. Su Santidad Pío XII ofrece la
clave que permite comprender la perversidad de toda política nacio­
nalista, del cuño que sea: «En su esencia, pues, la vida nacional es algo
no político ; de tal manera que, como lo demuestra la historia y a expe­
riencia, p u ed e desarrollarse ju n to a otras, dentro d el mismo Estado, como
también puede extenderse más allá de los confines políticos de éste». [Las
cursivas son nuestras.]
El Estado es una realidad política, como lo es la patria. El Estado es
el instrumento del poder legítimo para la dirección del bien común
actual. La patria es el bien común acumulado. Ambos son bienes co­
munes políticos.
En cambio, la nación o vida nacional no guarda una relación uní­
voca con ninguna forma política. La nación es una serie de relaciones
sociales y de memorias compartidas, pero no específicamente políticas.
A lo largo de la historia, las naciones — precisamente— sirvieron para
evitar la idolatría del Estado. En un Estado podían coexistir varias na­
ciones, como siempre sucedió en España, en las Españas. Pero además,
algunas de estas naciones, algunos de estos vínculos compartidos entre
comunidades, se derramaban en dos o más Estados. La nación era un
factor de arraigo y de amistad y eso impedía que el Estado pretendiese
absorber en sí la humanidad, enfrentando 1 sus ciudadanos tonda los
de otro Estado, por el solo lita lio de serlo Vastos los lutbo .1 la vez en

))I
los Reinos de Castilla y de Navarra, y luego en los de España y de
Francia. Eran miembros de diferentes comunidades políticas y tenían
sus respectivos deberes políticos irreductibles, pero los lazos que entre
ellos existían no se resentían por ello, no siendo de naturaleza política.
En aquel mismo mensaje, Pío XII recuerda parte de los deberes de
piedad hacia el Estado y la patria: «Se ha olvidado demasiado pronto
el enorme cúmulo de sacrificios de vidas y bienes que ha costado este
tipo de Estado y los agobiantes pesos económicos y espirituales que ha
impuesto». Recuerda el Pontífice que «la vida nacional no llegó a ser
principio de disolución de la comunidad de los pueblos sino cuando
comenzó a ser aprovechada como medio de fines políticos [...]. Nació
entonces el Estado nacionalista, germen de rivalidades e incentivo de
discordias».
Los padres de las independencias americanas fueron hijos de una
época en la que el absolutismo y el regalismo habían dado la espalda a
la doctrina política tradicional y habían adormecido el ideal del bien
común político. Los revolucionarios franceses no hicieron más que sa­
car partido y llevar a las últimas consecuencias las premisas puestas por
los jurisconsultos regalistas. Pero ese abandono generalizado de una
doctrina que nace de la misma naturaleza humana no puede significar
la mutación de esa naturaleza. La doctrina política católica hunde sus
raíces en el derecho natural.
Los «libertadores» inventaron naciones, las multiplicaron y las divi­
dieron a su antojo y, siendo nacionalistas, reclamaron la constitución
de Estados independientes para esas fabulosas naciones.
En el mismo «empezar a ser» de los Estados americanos se oculta el
engaño y la impiedad. Este mérito no es patrimonio exclusivo de los
lerritorios de América: el «empezar a ser» de la Constitución española
de 1812 y de la residual España ibérica esconde los mismos delitos.
Nada de lo que vino después puede esgrimirse para sanar esa falta
primera, que sigue reclamando justicia.

I ' 1
Pa r a leer m á s :

AYUSO, M iguel. El agora y la pirám ide. Una visión problem ática de la


Constitución española. Madrid. Criterio Libros. 2000. Páginas 250-
262.
CABRALES, Luis Alberto. «Desastre demoliberal y supervivencias boli-
varianas». Revista de Estudios Políticos. N.° 51. 1950, mayo-junio.
CAN AL S V ID A L , Francisco. Política Española: Pasado y futuro. También
en política, la verdad es la realidad de las cosas. Barcelona. Ediciones
Acervo. 1977.
C olección de Encíclicas y D ocumentos P ontificios . Madrid.
Publicaciones de la Junta Nacional de Acción Católica. 1968. Pá­
ginas 452 y ss. Ver índice, voz Nacionalismo.
FUENTES A guirre , Armando. La otra historia de México. Hidalgo e
Iturbide. La gloria y el olvido. México, D.F. Editorial Diana. 2008.
IW A SA K I, Fernando. Republicanos. Cuando dejamos de ser realistas.
M adrid. Ediciones Algaba. 2008. Página 97.
P A Z , Octavio. El laberinto de la soledad. Madrid. Ediciones Cátedra.
2004
R O M E R O , José Luis, R O M E R O , Luis Alberto. Pensamiento político de la
emancipación. Caracas. Biblioteca Ayacucho. 1977.
CONCLUSIÓN

«Mirad la roca de la que habéis sido tallados


y el manantial del que habéis salido».

Adtendite adpetram unde excisi estis


et ad cavernam laci de qua praecisi estis.
(Isaías 51, 1)

Hemos realizado un recorrido por lo que fue el nacimiento de la His­


panidad, de la comunidad política de pueblos hispánicos, hasta su
suspensión en 1810-1833. La síntesis nacida al aliento del Tercer
Concilio de Toledo perduró como ideal durante la Reconquista, y en
aquellos trabajosos siglos fue fijando sus contornos definitivos. Aque­
lla síntesis no era planta delicada que no admitiese trasplantes a otras
latitudes. Con la gesta de Colón y los auspicios de Alejandro VI, los
Reyes Católicos llevaron sobre las aguas aquel perfeccionado principio
civilizador de la política española. Al otro lado del océano encontraron
mi panorama abigarrado de sociedades, religiones y culturas, pero
también de ignorancia de las verdades supremas, de costumbres abo­
minables, de opresión despótica.
Siguiendo los rigurosos dictámenes de Vitoria se abrió paso la pre­
dicación del Lvangelio y comenzó a florecer por vez primera la ciudad
americana, como lugar tic procura del bien común. El mestizaje es una
obra, como diría Maeztn, de la I lispanidad. Convendría que se ocu-
paran en petisai sobre ese mestizaje hispano aquellos hijos suyos y de
Espada que, desde el siglo \IX, lian agairado una tortícolis de tanto

I )*
mirar al norte, embobados por el imperialismo inglés y gringo, buca­
nero el uno y cuatrero el otro, si hemos de estar a la historia.
Los ingleses, en siglo y medio, pocos indios dejaron en sus colo­
nias, y los norteamericanos, al expandirse hacia el oeste, en menos de
un siglo acabaron con millones de ellos, apoderándose de sus tierras y
de sus recursos naturales. Ni los unos ni los otros soñaron en algo co­
mo el mestizaje, como tampoco dieron mucho pensamiento a la legi­
timidad de su presencia americana. Hoy, doscientos treinta y cuatro
años después de la independencia de los Estados Unidos de América
del Norte, sólo el 1,4% de su población es indígena, y tan sólo cua­
renta años después de su independencia, aquel país tenía ya un 82%
de la población blanca y el 18% restante se repartía entre negros e in­
dios. En la España americana, en el momento de consumarse la sece­
sión, en 1825, el porcentaje de indios era al menos el 36.%, y el de
mestizos (inexistente en los Estados Unidos) ascendía al 27% . Sólo un
19% de los pobladores eran blancos, después de más de tres siglos de
Hispanidad.
En mi recorrido no me he detenido ni en la inhumana condición
de los indios americanos a la llegada de los españoles, ni en los abusos
que cometieran algunos de los blancos que allí se establecieron. Ni el
paganismo privaba absolutamente a los indios de derechos políticos,
ni los circunstanciales excesos de los españoles pasaban de ser materia
de aplicación de la ley penal o del confesionario. Quienes no quieren
examinar la cuestión de la Hispanidad política en su orden propio, el
del derecho público y la filosofía social, se empeñan en soñar absurdos
paraísos prehispánicos donde — rigurosos cronistas resultaron los bue­
nos frailes— campeaban la sordidez y la muerte. También hacen mu­
chos aparatos con cuadros de codiciosos europeos sometiendo y ultra­
jando la mansa candidez de las culturas indígenas. Todo eso, claro
está, sostenido una vez más por el «todo el mundo lo sabe» y el «no
me lo negarás». Pues aparte de que ni hubo Arcadia feliz antes de que
los españoles trajeran la civilización cristiana ni los blancos presentes
en América portaron otro estigma que el del pecado original y otro
abanico de faltas que el de los siete pecados capitales, todo lo que se
diga en ese sentido es mejor demostrarlo.
Me he fijado ríe propósito sólo en los áspenos que lienen que ver
con la misión de España en América, la cousuiiicióu de una dudad
cristiana, y con su decadencia y su abrupto final, al menos como reali­
dad activa. En otras palabras, he observado aquella realidad desde el
punto de vista que, desde Bartolomé de las Casas hasta hoy, se suele
eludir y, sin embargo, es el más propio: el mencionado de la doctrina
política. Lógico es que algunos no quieran verlo desde ese ángulo,
pues es el que deja mejor parada la labor de España y, por otra parte,
ofrece una sugerente posibilidad de futuro para toda Hispanoamérica.
La explicación razonable para la hipersensibilidad de gran parte de
los hispanoamericanos ante el tema de la historia de América y de las
independencias es la inquietante y confusa percepción de cosas que no
encajan en el discurso habitual. Como diría el mexicano Luis Gonzá­
lez Alba, la falsificación de su acta de nacimiento es un mal comienzo
para un país. Deja a sus ciudadanos sin la paz que otorgan las certezas
y en manos de la violencia del voluntarismo, que percibe cualquier in­
dagación como una amenaza.
Aunque no podamos decir que lo conocemos todo en torno a la
independencia de América, los hechos principales son bien sabidos.
No son éstos, sin embargo, los que nos sacarán de la perplejidad, sino
la correcta interpretación de aquellos hechos.
Los hechos, en su condición mostrenca, fácilmente sirven para en­
cubrir arraigadas y falsas explicaciones. He aquí el más palmario ejem­
plo: se habla, una y otra vez, de las causas de la independencia de
América. Se enumeran agravios, circunstancias autóctonas y cambios
como explicación de aquel proceso. Los hechos recogidos en esos in­
ventarios suelen ser reales, al menos cuando estamos ante historiadores
serios, no meramente ideólogos. El engaño no está ahí, sino en una
inconsecuencia lógica: se confunde lo que son causas del malestar
criollo con las causas de la independencia. Las causas de aquel desaso­
siego no dan razón más que de la disposición levantisca de los criollos,
l omar la resolución, cambiar las convicciones, abolir la piedad políti-
ca, renegar del propio pasado, no se explica con esas causas. A menos
que deliberadamente nos interese simplificar aquel proceso, convir-
iiéndolo en necesario, en fatal, inevitable fruto de unas condiciones
malei ules.
I o que durante estos doscientos años complacientemente se ha pre­
sentado poi historiadores y políticos como «causas de la independen
lia de América” son, en realidad, sólo algunas de las causas del pro
fundo malestar y desasosiego de los criollos en las postrimerías del si­
glo XVIII y comienzos de XIX. Aquel desasosiego operó como un factor
de presión, de predisposición al cambio, pero no portaba en sí mismo
necesariamente un modo predeterminado de resolver aquella desazón.
La labor de justificación posterior de las nuevas repúblicas ha trabaja­
do en la dirección de presentar esas causas como origen necesario y
fatídico de un proceso que no podía concluir sino en la ruptura con
España. Hay, sin embargo, tal diferencia de órdenes entre el plano
político y el psicológico que la mera transformación de éste no conlle­
va la modificación de aquél. En el fondo, esta interpretación corriente
pretende dejar a un lado el análisis del hecho más traumático. Se con­
sidera que la destrucción de la unión hispánica era algo irremediable,
dados los cambios que se habían dado en la sociedad americana.
La prueba psicológica de que esta explicación no es satisfactoria es
esa anómala hiperestesia, hipersensibilidad que rodea a los temas his­
tóricos americanos. Más todavía si quien los suscita es un «peninsu­
lar».
Por poner una analogía traída de la moral, las condiciones en las
que se encuentra un hombre cuando realiza un acto pueden condicio­
nar su responsabilidad, su grado de culpa o de mérito, pero no expli­
can, no agotan en sí mismas la razón del acto. Del mismo modo, la
zozobra en la que se encontraban los criollos — bien explicada por lo
que llaman «causas de la independencia»— influye sobre la decisión
política, pero no elimina la necesidad de buscar una razón específica
para ese acto.
Los argumentos que utilizaron en su momento todos los libertado­
res americanos, por variados que aparezcan a primera vista, son tre­
mendamente unilaterales. Ninguno tiene en cuenta razones de orden
propiamente político-natural, como son el bien común, acumulado y
actual. Se apela a motivos como la supuesta disolución del pacto entre
la dinastía y el pueblo, a la pretendida falta de títulos de dominación
de España sobre América, y, sobre todo, a una supuesta o supuestas
conciencias nacionales que legitimarían por sí solas la secesión.
El somero análisis de estos argumentos demuestra que no son tales,
sino meras apariencias, sofismas, con la intención de suscitai moví
mientos pasionales, más que racionales. Lo que, en cambio, sí era vei
dad era el abuso en el cjeri i( io del gobierno real I lentos visto que, en
sana doctrina política católica (la generalidad de los insurgentes se
«declaraban» católicos), la mera existencia de abusos no legitim a la in­
surrección. Sólo es así cuando éstos se hacen intolerables y se dan las
suficientes condiciones sociales. Los independentistas hubieran podido
protagonizar alzamientos contra los abusos del Gobierno, avalados por
la doctrina de la Iglesia, pero de ninguna manera ésta hubiera ampa­
rado la violación de los deberes sagrados de piedad política.
La triste realidad es que lo que aconteció en América entre 1810 y
1825 fue exactamente lo contrario de lo que la filosofía social y el de­
recho público cristianos avalan.
Los alzamientos no se hicieron contra el abuso cometido en detri­
mento del bien común actual — el despotismo— y en defensa del bien
común acumulado, la patria. Las máscaras de Fernando VII en apa­
riencia se apoyaban en el gobernante actual para mejor disimular la
intención de inmolar la patria, el bien común heredado. Incluso,
cuando se dejaron caer las máscaras fernandinas, los republicanos
americanos sostuvieron los mismos principios de gobierno que el Rey.
Las independencias se consolidan durante el Trienio Liberal de Fer­
nando VII (1820-23), y las repúblicas se cimentarán sobre la base del
liberalismo político, con sus facciones moderadas y progresistas, igual
que en «la península». Tan subvertidos estaban los criterios que hasta
los «trigarantistas» llegan a plantearse ofrecer el trono de México al
denostado Fernando VII, a condición de que sea un país completa­
mente independiente. A condición de negar el bien común acum ula­
do, se está incluso dispuesto a entronizar al máximo responsable de la
decadencia del bien común actual, muera la patria y viva el mal go­
bierno. Absolutismo y liberalismo, como se ha visto, por encima de
sus palpables diferencias, están íntimamente identificados en su recha­
zo de la doctrina política católica.
La decisión de despedazar la comunidad política es una fórmula
que arraiga en el campo abonado de la América levantisca. Como de­
cía Richard Weavcr, «las ideas tienen consecuencias», intuición que
desarrollaba |acques Maritain:

l*(»i la mente empieza iodo; y todos los grandes acontecimientos de la


historia moderna se han Iragnado en el fondo del alma de algunos hom
Inés, en la v i d a « le este V O Ú l, que, eolito diie Aristóteles, no es absoluta

|
mente nada en cuanto al volumen y en cuanto a la masa. La celda donde
Lutero discutió con el diablo, la estufa junto a la cual tuvo Descartes su
famoso sueño, el paraje del bosque de Vincennes donde Juan Jacobo, al
pie de una encina, mojó de lágrimas su chaleco al descubrir la bondad del
hombre natural, son los lugares en donde ha nacido el mundo moderno.

El juramento de Bolívar en el monte Sacro ante su mentor Simón


Rodríguez, las cavilaciones gringas de Francisco de M iranda en New
Bern, o las tormentosas noches del destierro itálico de Vizcardo con­
densan largas crisis y cambios «fraguados en el fondo del alma». Aque­
llos episodios reflejan recomposiciones intelectuales de hombres que
hasta entonces seguían moviéndose dentro de los parámetros de un
mundo para el que carecían de claves. El viejo orden se les había
vuelto incomprensible y sus límites insoportables. Ninguno de aque­
llos sueños tenía nada de político en sí mismo, aunque estuviera pre­
ñado de consecuencias políticas.
Por la mente comienza todo, no sólo en los «precursores». El desa­
sosiego campeaba en unos pueblos que habían sido constituidos polí­
ticamente por la misma Corona que estaba contribuyendo a desme-
dularlos. Lo que se fraguó en el fondo del alma de todo un pueblo no
fue un proyecto definido (eso es patrimonio de los M iranda, los Bolí­
var, los Moreno y otros tantos), sino la independencia intelectual y
moral respecto de los viejos principios religiosos, políticos y morales.
América era un barco con una tripulación confusa y sin piloto que
continuaba todavía su ruta por inercia, pero políticamente a la deriva.
Éste es el barco que sufrió el abordaje de los independentistas y no en­
contró auxilio del mundo tradicional. Para todos era evidente que ur­
gía un timonel que gobernase con mano firme.
El cambio de lealtades, aunque traumático, resultó asombrosa­
mente rápido: en su mayoría ya no había mentalidades sólidamente
asentadas en los principios de la piedad política, del deber sagrado ha­
cia la patria. Eran y se sentían españqles, sí, por sincero sen ti menta
lismo. El sentimiento sin raíces pronto se trasvasa si es dirigido por
manos hábiles. De igual modo se convirtieron en sinceros y pasionales
argentinos, peruanos, mexicanos, ecuatorianos o uruguayos.
Las comunidades políticas tienen un origen cuya sombra se pro
yecta sobre el presente de cada país. El tiempo transcurrido no es deci
sivo, ni la historia acumulada después, tampoco. Nada de eso com­
pensa la necesidad de sentir orgullo por la fuente de la que uno brota.
El estudio de los orígenes de las repúblicas hispanoamericanas deja al
descubierto insalvables fallas en cuanto a la legitimidad (como, por
otra parte, el de los regímenes de la España ibérica moderna, pero eso
merece análisis aparte). La subversión de la relación entre patria (bien
común acumulado) y Gobierno (agente principal del bien común ac­
tual), y la confusión jacobina entre patria, Estado y nación constitu­
yen cada una por su lado graves faltas: al hacer memoria de su origen,
estos países levantan hitos en recuerdo de impiedades y de engaños.
Nadie ha explicado satisfactoriamente, ante todo a los propios
americanos, por qué se destruyó la comunidad política hispánica.
Enmarañada y confusamente se han presentado un cúmulo de causas
que, como hemos visto, sólo dan razón de un grave descontento. Pero
esas razones no satisfacen, no aquietan la inteligencia con la paz nece­
saria para fundar un patriotismo sereno.
Atención aparte merece la propagación de ese pensamiento jacobi­
no y voluntarista, contagiado al pensamiento católico de muchos ame­
ricanos. Causa tristeza leer las loas a los libertadores salidas de plumas
católicas. Somos, sin embargo, hijos de nuestro tiempo. Uno de los
principales morbos que afligen a la Iglesia después de la Edad Moder­
na es el olvido de la doctrina política católica por parte de sus fieles.
Reducida para muchos de ellos la fe a un credo sólo de realidades tras­
cendentales y a un código de conducta privada, los católicos no ad­
vierten la incompatibilidad de los principios políticos modernos con
los propios de la Iglesia. De este modo se fijan en aspectos m uy se­
cundarios — como la verbal declaración de confesionalidad católica
contenida en la mayor parte de las constituciones americanas— de-
jando pasar en ominoso silencio los insalvables delitos contra el dere­
cho político cristiano y el derecho natural que manchan la secesión.
Esia no es una disputa entre «peninsulares» y «criollos», entre euro­
peos y americanos, pues análogos delitos se encuentran en el devenir
posterior tic la política hispanoibérica.
I os nacionalistas hispanoamericanos, lo mismo que los españoles
europeos (que abusivamente se arrogan en exclusiva el nombre de «es­
pañoles»), han stt(litio el contagio de la ¡dea de «nación patria» típi
cántente i evolucionaría ( lomo denunciaba (can de Vlguerie y rciici a

I ' '! I
ba M iguel Ayuso, se ha obrado la confusión «entre las dos patrias — la
tradicional tierra de los padres y la nación revolucionaria— tras la re­
volución de 1789». Ayuso va más allá y señala que la «nación-patria»
revolucionaria ha suplantado en muchas mentalidades el lugar que
ocupaba la vieja patria, captando «en su exclusivo provecho lo que
quedaba» de aquélla. Como bien concluye Ayuso, esa suplantación y
captación ha «engullido» incluso «a los que se profesan contrarrevolu­
cionarios y dicen acogerse a las banderas de la tradición».
La única manera de que un católico «nacionalista» pueda reivindi­
car las figuras de San M artín, de O’Higgins, de M iranda o de Bolívar,
es la de renunciar a examinar su obra con los criterios del derecho pú­
blico y de la filosofía social cristianos y aceptar tácitamente el criterio
voluntarista de la voluntad popular en lugar de la tradicional primacía
del bien común.
Este «nacionalismo católico» de hoy proviene del «nacionalismo
católico» de tiempos de las revoluciones. La historia de la indepen­
dencia está tachonada de votos religiosos por el triunfo de la causa
secesionista, de Te Deums y de procesiones tras la toma de ciudades,
de proclamas en nombre de la Trinidad, de pendones con la enseña
de M aría Santísim a y, para rematar, de confesiones de fe en los tex­
tos constitucionales. En algunos casos poca duda cabe de que fueron
instrumenta regni : utilización interesada de la religión con fines polí­
ticos, al más puro modo regalista. Pero en la mayoría de las ocasiones
no hay motivos para dudar de la devota intención, lo mismo que hoy
no se puede dudar de la bondad de intención de los nacionalistas
católicos. No por ello la colaboración objetiva con la destrucción de
los restos del orden político cristiano es menos grave, en unos y en
otros.
Incluso entre los católicos que en las nacientes repúblicas van a ser
considerados «conservadores» se interiorizan «los principios raciona­
listas de tal manera» que «hay m ultitud de católicos adheridos a ellos:
como cristianos tienen a la Iglesia poP madre y consienten en obede­
cerla; pero como ciudadanos la reputan extraña y no aceptan su su
premacía. Les parece cosa buena que la Iglesia católica sea libre como
el protestantismo, el judaismo y el mahometismo; pero que el Estado
sea libre también y absolutamente independiente», dei í.i el padre Au
guste Berilu\

I ’' ’ I
Es curiosa la parcialidad con la que algunos de estos católicos nacio­
nalistas miran la historia. El venezolano Guillermo Figuera critica áspe­
ramente —y con toda la razón del mundo— la hipocresía de los re­
dactores de la Constitución de Cádiz, que «comenzaba invocando el
nombre de Dios; declaraba que la Religión Católica, Apostólica y Ro­
mana sería perpetuamente la de la Nación española». Añade Figuera:

Los mismos legisladores que así lo declaran solemnemente, atentaban


contra ella [la religión católica], la perseguían con leyes sectarias y mina­
ban con astucia satánica la unidad católica de España, conquistada con
hazañosas luchas, posesión indiscutible entonces de la nación española.
La supresión del Santo Oficio era una invasión total de la potestad ecle­
siástica [...]. Espiga [clérigo jansenista constituyente] terminaba su dis­
curso: Yo creo que deben hacerse todos los sacrificios posibles por la fe, pero no
los que sean contrarios a la Constitución.

Análogas acusaciones se han de hacer a los gobiernos surgidos al


amparo de las constituciones confesionalmente católicas de América,
que llevaron a cabo políticas de persecución contra la educación cató­
lica, que permitieron la opulenta floración de logias masónicas (la
puntual prohibición de 1828 en la Gran Colombia es una historia de
rencillas entre Bolívar y Santander, pero el propio Bolívar siguió vin­
culado a la logia) y que ambicionaron no ya la separación, sino la re-
galista sumisión de la Iglesia al Estado. Para los liberales puros, la con­
signa oportunista fue la de que el catolicismo era conveniente porque
las masas eran católicas y permitir abiertamente la proliferación de
sectas hubiera generado un fermento social en un momento en que se
Halaba de tranquilizar a las masas soliviantadas y anarquizadas por las
i;tierras independentistas. Para los moderados o conservadores se tra­
taba de «hacer políticas católicas» en el sentido de políticas «éticas» y
de favorecer a la Iglesia, pero ya no de aplicar el derecho público cris-
i iano, no sólo en cuanto a la tesis religiosa, sino a la estructura de la
sociedad.
Un catolicismo devoto, sentimental y privado no ofrecía problema
alguno a los liberales y parecía set el programa de los conservadores.
I ejos quedan la constitución católica de las Españas, la expresión de la
justicia general populat a través de su autonomía municipal y (oral, el

I' M |
respeto a los cuerpos intermedios, la primacía de la costumbre, del
pacto y del derecho natural sobre la ley escrita.
El nacionalismo, lleve el apellido que lleve, colisiona frontalmente
con la doctrina política de la Iglesia. Esencializa la nación, una reali­
dad que no es política. Luego, esa ficción nacional, esa idea bastarda
hecha de símbolos, exaltación pasional, himnos y proclamas, se quiere
identificar con realidades que sí son políticas como son el Estado y la
patria. Como diría De Viguerie, más que identificarse las suplanta.
Más de uno se preguntará adonde quiero llegar. Sencillamente a
suscitar una reflexión sobre estos temas, habitualmente blindados por
la pasión. M i afán no es destructor, salvo de escombros que impiden
que descubramos y palpemos los cimientos sólidos sobre los que re­
edificar la comunidad política. Poco me importa y poco debería im­
portar la improbabilidad de esta aspiración. Lo importante es que se
funda en la verdad de las cosas, la que nos hará libres. Si llegamos a
ver o no restaurado un orden cristiano hispánico es secundario. En las
anómalas situaciones en las que la ciudad queda sin jefe que dirija las
voluntades hacia el bien común, no por eso decae la obligación de con­
currir excepcionalmente al bien común. Sigue vigente. Sigue obligando a
cumplir fiel y exactamente nuestros deberes de justicia general.
España ha sido una comunidad política identificable al menos des­
de la profesión pública de fe del rey Recaredo en el año 589. La uni­
dad católica y las leyes del Reino son el constitutivo de esa comuni­
dad. La unidad católica como principio perfecto, inmodificable; las
leyes fundamentales del Reino, como principio perfectible, dinámico y
castizo, forman la expresión ideal de España, Hispania, como comu­
nidad política, vinculada físicamente, pero no encajonada en unos lí­
mites territoriales. Que España se conformase en el año 589 no quiere
decir que se inventase entonces. La unidad política hispánica ya exis­
tía, heredera de las pugnas celtíberas, romanas y visigodas. Al menos
desde la caída del Imperio Romano, con una legitimidad política in­
dependiente. Legitimidad transm itida'y heredada que llega hasia el
arriano Leovigildo — que no por hereje dejaba de ser jefe- y de él a
su hijo, que incorpora a esa legitimidad sustancial e ¡ndiscutida el ac
cidente sagrado e inamisible de la fe católica.
Inicialmente, la 1 lispania, acuñada en el troquel de Recaredo uní
dad católica y constitución del reino , existió c o m o realidad activa y

I■
’H I
continuada sólo durante ciento veintidós años, o ciento treinta, según
se mire. Solamente. La invasión comenzada por Tariq en el 711 había
dominado prácticamente la Península entera para el año 720, salvo al­
gunas zonas montañosas en Asturias y el Pirineo. Comenzó entonces
la Reconquista. No como un cálculo ni como un proyecto, sino como
un deber. Fue fácil, después del siglo XIII y sobre todo después de
1492, pensar en la Reconquista como un proyecto, pero no lo fue en
su momento. España, después de poco más de un siglo de andadura
política definida, desaparecía bajo la jaim a mahometana.
Casi ochocientos años duró la presencia ismaelita en la Península.
Setecientos ochenta y un años, para ser más precisos, hasta la destruc­
ción del reino nazarí. Claudio Sánchez Albornoz lo dice con exactitud:
la historia de la Reconquista aportó «la diferenciación estatal de las
comunidades políticas nacidas de la local resistencia originaria contra
los musulmanes. Pero la idea de la unidad de Hispania había sobrevi­
vido a todos los fraccionamientos políticos de la Península». La reali­
dad política del 589, del Tercer Concilio Toledano, de la abjuración y
profesión pública de fe por parte del rey Recaredo, no se extinguió
con la invasión. Tan perfecta y potente fue aquella síntesis que,
transformada provisionalmente de realidad política en ideal de uni­
dad, siguió ejerciendo una virtualidad política. Los hispanos, cristia­
nos, se sentían obligados por aquel ideal. El bien común actual se veía
confiado a instancias provisionales, pero el bien común acumulado se­
guía reclamando la piedad patria de los españoles. Todos los reyes de
los distintos reinos, forjados al calor de la lucha político-religiosa, se
reclaman herederos y transmisores del legado godo. U na herencia que
apetece, que demanda, una unidad política, sin aminorar toda la ri­
queza política de cohesión, de foralidad, ganada durante la lucha.
I ,a Reconquista no fue un proyecto: fue un deber. Fue la ejecución
de un deber político que provenía del pasado, del bien común com­
pan ¡do y acumulado. Quien piense que esto es una simplificación,
dehe enfocar el problema: no es la I listona, ni la literatura, sino la po-
líiita la que nos da la clave de una realidad política como fue la lucha
por el restablecimiento de la unidad hispánica.
I.n un momento, ese ideal parece recuperar su realidad con la co-
ronación de Sancho el Maym de Navarra, pero a su muelle esa uni
dad, Ir.iuil todavía v celebrada como un reeneuenii o , se vuelve a peí

I •’ I
der. En 1469 el matrimonio de Isabel y Fernando sella establemente la
unidad. Como he dicho más arriba, esa estabilidad pudo desvanecerse
si Juan, el hijo habido entre Fernando y Germana de Foix, hubiese
sobrevivido. Pero también está dicho que eso no hubiera cancelado la
virtualidad del ideal de unidad política para las Españas. Se hubiera
retrasado en el tiempo.
Con altibajos, con los dos vectores contradictorios de la monarquía
hispánica, aquel ideal tuvo traducción concreta — traducción en un
bien común actual— durante más de tres siglos y medio, hasta la
muerte de Fernando VII. El hecho de que de la monarquía brotasen
ambos vectores no quiere decir ni que ambos tuvieran la misma rele­
vancia objetiva ni que los monarcas vivieran una esquizofrenia.
El vector tradicional es el constitutivo, el esencial. El vector despó­
tico es defectivo, parasitario. El primero es el que da continuidad al
ideal, mientras que el segundo nos recuerda que todas las realizaciones
históricas de este ideal son imperfectas. El vector tradicional es el ideal
aplicado.
Cuando el régimen político de la vieja Hispanidad de nuevo deja
de tener traducción política con el advenimiento y consolidación del
nacionalismo liberal, lo que hasta entonces denominábamos el vector
tradicional vuelve a convertirse en el ideal hispánico.
Desde el período de 1810-25 en América y ciertamente desde 1833
en Europa, hasta hoy, los territorios españoles, fragmentados en veinte
unidades políticas distintas, discurren por caminos extraños a ese ideal
español. Sin embargo, la desazón que acompaña ese discurrir da testi­
monio de una ausencia.
De un modo análogo a como el recuerdo de la monarquía española
visigoda ejerció un influjo sobre los españoles privados del dominio de
sus territorios durante la Reconquista, hoy el viejo ideal de la constitu­
ción política de las Españas, desterrado de las conciencias por dos si­
glos de «instrucción pública» antiespañola, debe erigirse en faro de
nuestro actuar político. '
N i entonces fue, ni ahora es un proyecto político. Entonces fue,
como ahora es, el reconocimiento de un deber. Siempre ha sido así.
Los españoles americanos que se vieron atrapados por las guerras de la
secesión, indios, negros, criollos y «gachupines», lucharon sin el entu
siasmo de un proyecto, que l'cruando V il no podía ofrecerles, hucha

I ■' M» I
ron con la resignación y la determinación del deber. El deber que im ­
ponían los ancestros les empujaba a luchar contra los advenedizos que
prometían un sueño edificable sobre la tumba de la patria. Ésa era la
lucha del pueblo, no la de los masones como Morillo o de los liberales
como de la Serna y tantos otros jefes militares y políticos. Por ser una
lucha que nace del deber y no de un proyecto ni un interés, convierte
a sus protagonistas, como dice el testamento político de S. M . Carlos
VII, en «obreros de lo por venir»: «Trabajamos para la historia, no pa­
ra el medro personal de nadie. Poco nos importaban los desdenes de la
hora presente, si el grano de arena que cada uno llevaba para la obra
común podía convertirse mañana en base monolítica para la grandeza
de la Patria».
Durante casi ocho siglos, el viejo ideal apremió el combate de los
españoles contra el alfanje. Desde que hace dos siglos se volviera a
romper la Hispanidad, la piedad patria espera la satisfacción de sus de­
rechos. De igual modo en que los ocho siglos de la Reconquista apor­
taron la articulación castiza y foral al ideal, los dos siglos del actual
destierro político habrán necesariamente de hacer sus aportes a ese
ideal. Permanecerán la sustancia y sus accidentes propios del ideal: la
unidad católica y la armonía de naciones en una comunidad política.
Pero la Hispanidad integra ya las expresiones nacionales o paranacio­
nales americanas.
Hace ahora ochenta años, en el marco de la Exposición Universal
celebrada en 1929 en Barcelona, en la misma ciudad tuvo lugar un
Congreso Misional. Un fraile cundinamarqués de Bogotá, el reveren­
dísimo padre fray Bernardo Merizalde del Carmen, pronunció una
conferencia sobre «La hegemonía religiosa en las Misiones de los paí­
ses iberoamericanos». La crónica periodística de aquella intervención,
redactada por Manuel Grana y publicada en El Debate, decía así:

Es Agustino Recoleto y colombiano. El delicado y elocuentísimo saludo


que nos trae allende los mares, suscita en el vasto salón, lleno de gente,
oleadas de simpatía. Su melifluo acento americano no desvirtúa la elo­
cuencia magistral de sus párrafos documentados y emotivos, en que nos
plantea la Iihha por la hegemonía entre las grandes naciones riel mundo
p.ua venii al conflicto seiulai entre el protestantismo y catolicismo. Su
entusiasmo y las cosas hondas que va diciendo con estilo elocuentísimo,
sugestionan a la Asamblea, que no le deja acabar los párrafos [...]. Se
atreve a proponer que el Congreso solicite del Rey y del Gobierno una reu­
nión de representantes de países hispano-americanos, para tratar de la forma­
ción de unos Estados Unidos de España y de la América española. Los perio­
distas ya no escriben: el público no acaba de aplaudir. Creemos que
pocos se librarán de la sugestión cálida del ambiente, para pensar que el
entusiasmo nos ha llevado demasiado lejos. [Cursivas nuestras.]

No fue un arrebato del momento. Pocos días más tarde, Alfonso


XIII y Victoria Eugenia de Battenberg presidieron la sesión de clausu­
ra del congreso. Estaban también presentes el cardenal de Tarragona,
otros dieciocho obispos, y el ministro de Gobernación, Martínez Ani­
do. El auditorio lo formaban más de veinte m il personas. En aquella
ocasión, el obispo de Vitoria, Mateo Múgica, recordó en su discurso la
propuesta que días antes había hecho el prefecto de Tumaco, el padre
Merizalde, de que «el Rey y el Gobierno debían reunir en M adrid a
los representantes de las naciones hispano-americanas para difundir la
obra civilizadora de España en América, y formar los Estados Unidos
de España y las naciones hispano-americanas».
Un gacetillero escribe: «El Dr. M úgica pide entusiasmado que se
levante el citado prefecto de Tumaco y repita aquellas palabras ante el
Rey. Sale el Rmo. P. Merizalde, se acerca al estrado real y repite breví-
simamente su proposición. En la m ultitud se levanta entonces una
ovación enorme». Poco importa que Don Alfonso, aparte de aplaudir
como el que más, no fuera el hombre para aquella misión, que no se
podía limitar a una organización externa, sino que demandaba la apli­
cación de los sanos principios tradicionales. Tampoco parece que
Martínez Anido hiciera más gestiones que las de batir palmas. Poco
importa o nada.
Lo importante de aquel episodio es que un prelado colombiano y
otro guipuzcoano recordaron públicamente el ideal de la Hispanidad
política, la obligación del bien común compartido y acumulado, la exi­
gencia incumplida de reintegrar la efectividad a aquel ideal. Lo hicieron,
además, con una propuesta que asumía en lo posible las consecuencias
políticas de la impiedad de ciento veinte años antes. Una propuesta bis
pánica, magnánima, aplaudida y desoída. Pero quedó dic ha. Treinta y
dos años antes, ( lados Vil ya había expresado la misma idea en su tes

I UH I
tamento político al instar a los españoles, en 1897, a realizar una confe­
deración de los territorios hispánicos americanos y europeos.
El verbo poético de Juan Ramón Jiménez retrata la maldición que
persigue a la América española republicana y a la apóstata España eu­
ropea, confiadas en la razón de su fuerza, pero en busca de una paz
que hallarán sólo volviendo a su raíz. El aparente triunfo contra la
piedad patriótica:

Es verdad ya. Mas fue


tan mentira, que sigue
siendo imposible siempre.

Tiempo es de ayudarnos a distinguir, porque distinguir es a veces el


comienzo de la virtud de fortaleza. «Los desdenes de la hora presente»
son imponentes, nadie lo duda, pero nada pueden contra el legado de
la Hispanidad, que pertenece a un orden más alto. Sólo pueden incitar
el desánimo, la desesperanza. Esa ha sido hasta ahora su victoria. Pero
en los momentos de desaliento es bueno recordar que no nos guía un
sueño caprichoso y vano, urdido por cabezas calenturientas. Es nuestra
naturaleza política, «la roca de la que hemos sido tallados» los hispanos
americanos e ibéricos, «el manantial del que hemos salido», el que si­
gue diciéndonos: «Llega a ser lo que eres».

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