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ESPAÑOLES QUE NO
PUDIERON SERLO
La verdadera historia
de la independencia de A m érica
Santa Engracia, 18, l.° Izda.
2 8 0 10 Madrid (España)
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ISBN: 978-84-92654-18-5
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Clínico, por fotocopia, poi p.rab.ición u olios iin iodos, sin el peimiso pievlo y pin esi i lio di' los
litulitrcs del r o f y r i j t f n .
A la Emperatriz de las Américas (*),
m i madre, la Santísima Virgen María de Guadalupe.
Ego sum tuus totus.
sr.NTACIÓN ............................................................................................ 13
Primera Parte
l a A mérica española: afirmación y declive
de la H ispanidad política
T ercera Parte
U n JU IC IO SOBRE LA FO RM ACIÓ N DEL MITO
DE LA INDEPENDENCIA AM ERICAN A
I lay problemas históricos cruciales para los pueblos y, como diría Hi-
líiire Belloc, «comprenderlos de un modo correcto es comprendernos
bien a nosotros mismos». Aceptar las explicaciones corrientes de esos
problemas comporta el riesgo de «interpretar erróneamente nuestra
propia naturaleza como pueblo». Parafraseando al genial Belloc, «de
bemos saber lo que creó nuestro pueblo y lo que amenaza con des
unirlo». Debemos conocer la piedra de la que fuimos tallados.
Ln Españoles que no pudieron serlo, abordo unos episodios decisivos
de la historia hispanoamericana: los que condujeron a la independen-
i ¡a política de casi toda la América española, de 1810 a 1825.
I lasta ahora no han faltado, y con ocasión de este bicentenario to
davía vendrán muchos más, libros que relaten los pormenores de
aquellas insurrecciones, aquellos sucesos en los que la Corona españo
la. en un goteo incesante, fue perdiendo la casi totalidad de sus territo
nos americanos y fueron naciendo improvisados Estados. Incontables
son los libros dedicados a lo que se ha llamado la independencia, la
mancipación, las revoluciones, o la pérdida de América, según la
oiieniación que se adopte para observar el fenómeno. Aunque todavía
queden pumos oscuros esperando esclarecerse, en lo esencial conoce
mos «los hechos» de aquellas rupturas, el «cómo» sucedieron. En lo
que no hay unanimidad es en la interpretación y la valoración de
iquellos acontecimientos. O quizás no sea tanta la desavenencia como
a simple vista pudiera parecer.
I os enlreni,limemos en el interior de las nacientes repúblicas fue-
ion sin duda enconados. I.o.s que vuelven la mirada liar ía aquel perío
do suelen expresar sus simpatías hacia las ideas de uno u otro de los
contendientes. Son m uy reales las disputas entre Mariano Moreno y
Cornelio Saavedra; los enfrentamientos entre Francisco de Paula San
tander y Simón Bolívar o el destierro de éste ordenado por José Anto
nio Páez; la pugna entre iturbidistas y republicanos. Son luchas inter
nas cargadas de connotaciones ideológicas y de oposiciones personales
tenaces. Pero aquellas divisiones se dirimían sobre la tarima de un
acuerdo fundamental compartido, sobre un tácito sobreentendido,
zanjado con demasiada premura: los unos y los otros se enfrentan en
tre sí una vez aceptada la premisa de la necesidad de ser independien
tes de España.
La primera «garantía» que defiende el realista Iturbide en el Abrazo
de Acatempan es la independencia de México respecto de España, y
en eso no hay discordia con los republicanos. Los masones Santander,
Bolívar y Páez tienen por condición primera la abolición de la unión
ton España. Moreno y Saavedra, el extremado y el mesurado, el radi-
c.il y el moderado, no se distinguen en nada si se trata de certificar la
defunción de la 1 lispanidad política.
I lama la atención que las diferencias en los juicios y las tomas de
I’" " ">11 contemporáneas sobre la independencia generalmente se
limih n a pielcrcnc ¡as entre los actores de aquélla. Todo lo más hay
quien. rd iriah íten te conservadores hispanoamericanos— expre-
■iii sentimientos de alecto hacia la «M adre Patria» y una especie de
melancólico aprecio por el período «virreinal». Pero las emociones
pertenecen a un orden subordinado a la política. Políticam ente pa
rece que sólo existieron los triunfantes independentistas; pareciera
que al inmenso número de los criollos, indios y negros que lucharon
por la causa de la unidad hispánica sólo es posible recuperarlos — en
el mejor de los casos— como objeto de afecto y simpatía.
Si la historia es maestra de la vida no lo es por atiborrar nuestras
mentes con datos sin glosa ni sentido. Ya dice la sabiduría popular que
muchas veces los árboles no dejan ver el bosque y así ocurre con la
historia que se lim ita a enumerar datos o que los presenta sesgados.
Los acontecimientos que narra una historia así pueden haber sucedi
do, pero su mera existencia no es suficiente para permitir comprender
las razones que están detrás de ellos.
En 1810 la América que habla español es cspaiiol.i, mientras cine
en 1825 el 95% del imperio hispánico se ha desgajado: está dirim ien
do el número y los límites de las nuevas repúblicas. El aspecto esencial
de aquellos acontecimientos es el de la ruptura de la comunidad polí
tica hispánica y la fundación de los nuevos Estados. Todas las demás
facetas de esa realidad adquirirán sentido una vez aclarada la cuestión
política de la — pretendida— abolición de la vieja patria y la mágica
proliferación de las nuevas. Sin embargo, ése es el problema que sis
temáticamente elude la historiografía habitual. Esa historia «oficial» en
los países hispanoamericanos, implantada a golpe de decreto en las
conciencias de generaciones sucesivas de escolares, prescinde de la rea
lidad política e histórica que precedió a la independencia y se centra
en la historia posterior a ésta. Lo que no puede dar razón más que del
malestar de los criollos se presenta como razón suficiente de la disgre
gación política de las Españas. No se considera que ese malestar,
igualmente existente pocos años antes, no impedía la cordial adhesión
a España y a la Corona.
Se recurre a las consignas nacionalistas de los «libertadores», pero
estas tampoco explican nada, salvo lo artificial que fue aquella solu-
i ¡ón. Ni había naciones americanas identificables, ni tampoco una na-
eión continental, ni — lo que es más grave— las naciones son realida
des políticas.
Se echa mano del voluntarismo criollo de Bolívar pero, éste sí, al
l'm nos pone cara a cara con el auténtico problema eludido: sólo la
propaganda unida a la fuerza logró la independencia, una propaganda
que mezcló arteramente problemas de un orden con soluciones de
mío totalmente incongruente.
Los problemas políticos del régimen español que tuvieron incum-
ln tu ¡a en el malestar de América requerían una respuesta dirigida
......n a «el mal gobierno», como tantas veces se había hecho a un lado
il otro del Atlántico. En cambio, la patria hispánica era mucho
111 i . I ra sobre todo «la piedra de la que había sido tallada América»
■omo soc iedad política. La supresión de la patria como respuesta al
mal gobierno constituye un acto de im piedad política y las obliga-
. iones inflingidas pertenecen al derechoi natural, en el que ni el
inaupó m autoridad alguna pueden establecerdispensa. Como reza
el diilio norteamericano, liay que tener cuidado de no tirar al niño
ion el agua site la
España siempre se había distinguido por el escrúpulo en el examen
de sus justos títulos para sus empresas políticas. Ingleses y franceses no
se anduvieron con tanto remilgo. Esa marca de la casa, esa «delicadeza
de conciencia», es, sin embargo, una exigencia política universal, para
todas las sociedades. Los abusos que protagonizaron los españoles en
su historia y aun sus reyes, no por ser injustificables tienen nada de ex
cepcional, salvo para los hipócritas que han justificado con la fuerza
todas sus obras. Lo que causa admiración es precisamente lo contrario,
que aquellos hombres lograran fundar una comunidad basada en el
derecho, en la que la ley natural, la costumbre y el pacto estuviesen
por encima de la ley escrita por el gobernante.
Los padres de la independencia, aprovechando los yerros de los re
presentantes políticos de España, declararon inexistentes las obligacio
nes hacia aquélla. Obraron de un mismo modo los que odiaban cor-
di.límente todo lo español y los que mojigatamente querían conservar
iodo lo accidental de España menos su esencia: la unidad política. Los
progresistas y los conservadores.
I transición, de una patria real a otra inventada, y todos los pro-
M' "i.i <spet íficainente políticos y de conciencia que acarreaba aquella
..... dan i . , lo que el discurso «histórico» habitual soslaya. Elude el au-
"•'««“ o drama histórico, que es lo que puede aportarnos efectivamente
•'bo hoy, v lo hace considerando suficientes las soflamas contradictorias
en sí y entre ellas de los padres de la independencia, que apelaban
•i un patriotismo imposible que en realidad era ideología.
El inmenso vacío que deja la historia habitual de las independen
cias — que corresponde al vacío interior que suscita aquel episodio—
requiere ser cubierto. A esa piadosa tarea —la piedad es virtud de jus
ticia— me he dedicado al escribir estas páginas.
Se me objetará que una realidad tan variada no se puede reducir
a un esquema, que hago una valoración conjunta de cosas que eran
diferentes, que es necesario incluir más detalles para hacer una
historia objetiva. A esto responderé de nuevo diciendo que los ár
boles no deben im pedirnos ver el bosque. Es una obviedad señalar
las diferencias entre el proceso independentista mexicano y el ar
gentino o el venezolano. Pero, como he dicho ya, el propósito de
este libro es el de contribuir a la tarea de colmar un v.u í<> esencial,
el que deja el olvido displicente y generalizado de le. e.pei tos de
derecho público, de filosofía social, de derecho natural. Todas las
independencias difieren en el modo, pero son idénticas en la esen
cia: son la ruptura de la unidad española. Las motivaciones y las
lormas de obtenerse pueden diferir. Son cosas secundarias y a las
que de sobra se ha prestado atención ya. Todas las independencias
.nnericanas se «extraen» de España, de la patria española, y son su
negación. Eso les da una unidad formal a todas. Todos los procesos
independentistas operaron la misma transformación: de una patria
vieja real a una nueva, soñada e ideológica. Eso es lo que requiere
alguna justificación más que el simple discurso nacionalista o la
I.íctica victoria de las armas.
Se trata, pues, de hacer un esquema, un cuadro general que no se
vea desmentido por las peculiares vicisitudes de cada secesión.
I)entro de ese propósito sólo interesarán algunos detalles y forzosa
mente se sobrevolará el resto. Por ejemplo, algunos echarán de me
nos detalles sobre la difundida pertenencia masónica de los jefes in-
dependentistas, no menor entre los mandos del ejército realista. No
me detengo en ello porque ese interesante asunto pertenece al terre
no de las motivaciones ideológicas subjetivas y también al de las es-
irategias para llevar a cabo un proyecto. Quien niegue su inmenso
inllujo en la difusión del independentismo y en el desarrollo de los
países americanos se equivoca. Pero ese influjo nada aporta a la
comprensión del problema político esencial: ¿por qué romper con
España y con qué legitim idad?
( )tra posible objeción que se puede hacer a este trabajo es la reite
ración de las ideas que contiene. Para disipar este reparo tomo presta
das de nuevo las palabras de Hilaire Belloc:
I'
que lia caído la inteligencia que la aceptación indiscutida que otorga
a los mitos oficiales y dudo que la m entira enclavada pueda aflojarse
con algo menos que con el martilleo de la verdad repetida hasta el
tedio».
Así que a los que se atrevan a desafiar los poderosos mitos oficiales
les animo a adentrarse en estas páginas con buen ánimo. Las discre
pancias surgirán a cada paso, pues el efecto del adoctrinamiento en
esos mitos es la pasión, tanto más arraigada cuanto menos advertida.
Seguro que resultará un combate intenso, y quién sabe si mis reitera
ciones e insistencias no producen alguna sorpresa.
Una observación semántica. Con la expresión «regalismo», y lue
go cuando hable del «vector regalista» de la política hispánica, no me
refiero solamente a la injerencia del poder temporal en materias de
exclusiva competencia del poder espiritual. Dada la íntim a conexión
que en la doctrina política tradicional existe entre la sumisión del
poder a todas las leyes (divinas, naturales y constitucionales del rei
no), utilizo regalismo como exageración de las regalías en sentido
lato y más histórico, es decir, atribuciones del poder real. Por lo
tanto, al hablar de «regalismo» lo hago equivaler al principio doctri
nal del absolutismo.
No puedo dejar de agradecer la arriesgada confianza que mi buen
amigo y maestro M iguel Ayuso demostró al sugerir que yo me encar
gase de la redacción de este libro. Agradezco también la acogida que la
propuesta tuvo en Alex Rosal y Carmelo López-Arias, de la editorial
LibrosLibres. Espero no haberles defraudado en exceso. Las ideas que
recojo en este libro proceden, sobre rodo, de impagables conversacio
nes con M iguel Ayuso y con mi querido amigo don Hervé Belmont,
quien me ilustró sobre puntos esenciales de la filosofía social cristiana
y me proporcionó datos decisivos. Sólo por esas conversaciones ya va
lía sobradamente la pena esta tarea. A mi impericia hay que atribuir
los fallos que pueda haber cometido en la presentación de esta tesis.
Humildemente pido a los amables lectores que detecten algún fallo o
quieran aportar cualquier dato que me lo comuniquen a esta dirección
de e-ma.il: gaudetesemper@gmail.com. Parafraseando de nuevo al
bueno de Hilaire Belloc, esas observaciones no me ofenderán: «Per
miten que una segunda edición aparezca con la corrección de esos
errores».
A mi familia más próxima, a mis padres y a mi mujer les doy las
gracias por el sostén, la paciencia, la ayuda y la presencia continuas.
Dios se lo pagará.
LA AMÉRICA ESPAÑOLA:
AFIRMACIÓN Y DECLIVE
DE LA HISPANIDAD POLÍTICA
1
LA ENVIDIA DEL M UNDO ENTERO
Para leerm ás :
I I
1 1ieval no conoció las aplicaciones extremas del feudalismo ni sus abu
sos institucionalizados, algo que era mucho más frecuente al norte de
los Pirineos.
No es un lugar común decir que esos ocho siglos de lucha compar-
nda y acomunada fueron el yunque en el que se forjó el espíritu ca
balmente igualitario del español, una de sus señas de identidad perdu
rables, así como el celo por el derecho propio, el fuero, expresado en
las leyes de sus ciudades, en los privilegios de sus gremios, en las regu
laciones exactas e intangibles del derecho al disfrute del riego escaso.
I I mismo espíritu que disfruta de la capacidad excepcional de aunar la
devoción por el Rey con la defensa inquebrantable de aquellos sus de-
ici líos ferales, gremiales o comunales, ganados en la lucha de genera-
. Iones. El español ya entonces era mordaz respecto del poder, sin
« uestionarlo, consciente de que el poder trae un origen divino.
Los grandes lapsos de paz que hubo en esos 781 años permitían en
muchas ocasiones aspirar a un entendimiento con los reinos moros,
mía paz m uy conveniente. Sin embargo, aquellos siglos transcurrieron
siempre a la sombra del ideal de la cruzada por el rescate de tierras y
dmas hermanas que permanecían sometidas al alfanje y que pesaban
■n la conciencia de los reinos cristianos como un baldón acuciante.
En el momento en que irrumpe en el horizonte «el problema ame-
i a ano», ese espíritu de misión y de rescate es el que anima a las socie-
ilados hispánicas, a los reinos de las Españas. La ignorancia de esa cir-
■mis tanda determinante explica la — deliberada o no—
un omprensión de las motivaciones de la empresa americana de la que
ulolccen muchos historiadores.
( aintra lo que dice el padre Leturia, la toma de Granada no fue
h i mino — al menos inequívoco ni ideal, aunque sí de fa cto — de la
K« conquista. El impulso de la Reconquista propendía naturalmente
h ii i.i su continuación al otro lado del Estrecho y, por otro lado, la
i. mu ilel reino nazarí granadino no puso el broche a la unidad política
española.
I i unidad política hispana existió virtualmente desde el comienzo
n el reino visigodo y duranic los largos siglos de la invasión y de la
Eeconquista permaneció como un ideal continuo. En el año 1000 la
iiniil.iil política ya estaba sellada de nuevo y las circunstanciales sepa-
i u i o n e s posteriores se sentían como quiebros de una ley más alta. En
I 'I I
1469, si se quiere, con el matrimonio de Isabel de Castilla y Fernando
de Aragón se pone fin a esos vaivenes.
La toma de Granada fue un hito emblemático dentro de un proce
so que iba a tener admirable, inmediata y sorprendente continuidad al
otro lado del Atlántico. Si, por el contrario, el matrimonio de Fernan
do de Aragón con Germana de Foix hubiera producido durable poste
ridad, el ideal político de las Espafias hubiera sufrido un nuevo que
branto, aunque hubiera continuado ejerciendo su virtualidad ideal.
Dios no quiso que así fuera, y desde entonces, una sola cabeza había
de ceñir la corona de las Españas.
Aún después de la toma de Granada, en la península quedaban dos
reinos, Navarra y Portugal, inequívocamente hispánicos y cristianos,
que no se habían incorporado a la unidad política. Navarra tardará
todavía veinte años más en hacerlo y cuando se incorpore a la Corona
española, la empresa americana ya estará en pleno desarrollo y se ha
brán trazado ya sus líneas maestras. Todavía más habrá de tardar
Portugal en perfeccionar esa unión, para volver a desmembrarse me
nos de un siglo después.
El alma política española lleva dentro de sí la tragedia de incom
prensibles divisiones fraternas y de los no más inteligibles intentos de
plagiar identidades entre naciones hermanas. La incomprensión luso-
castellana, luego traducida en rivalidad luso-«española» (¿cómo decir
lo? ¿Cómo nombrar, distinguiendo, al todo y a la parte? Esto nos re
conduce una vez más al problema de la improbable definición de Es
paña), forma parte del alma española, siempre mirando más allá de sí
misma, hacia una superación no política y no resignada de sus íntimas
llagas políticas.
De modo que, en enero de 1492, toda la energía misional acumu
lada de los pueblos cristianos de la península se debatía entre su re
pliegue interior, al modo de lo que será la futura Europa, o su natural
continuidad militante, ad extra.
Las Capitulaciones de Santa Fe otorgaron a Colón derechos de se
ñorío sobre las tierras «descubiertas e por descubrir» porque, como ex
plica Vicente D. Sierra, probablemente en la conciencia de la reina
Isabel se trataba de incorporar a la Corona territorios sobre los cuales
tenía derecho, por hallarse a poniente de las ( dn.m.is y próximos a
ellas, previsiblemcntc formando parte del mismo an lupu-lago
El derecho del que disponía con tanta resolución en las Capitula
ciones se había plasmado en los tratados de 1480, que zanjaban que
rellas con Portugal sobre el dominio de territorios objeto de añejas
disputas. Estos tratados se habían visto confirmados, para mayor segu-
i idad, por bula del Papa Sixto IV, de 21 de junio de 1481.
En la mente de la reina la propuesta de Colón cuadraba perfecta
mente, primero, por actualizar un derecho que permanecía inoperante
sobre unos hipotéticos territorios que le correspondían, y después
porque, sin solución de continuidad, se proseguía la consueta expan
sión misional, por utilizar la expresión del padre Boyle, en un mo
mento de cierta indeterminación de aquel impulso.
Colón más tarde quiso hacer valer el derecho que le otorgaban las
<Capitulaciones sobre todo el continente descubierto por él. La razón
jurídica que la Corona hizo valer para refrenar su ambición fue preci
samente que aquellos derechos no eran de aplicación al caso, pues los
meritorios descubiertos habían sido hallados más allá de donde se los
esperaba y, por eso mismo, el eventual título de la Corona de Castilla
no se derivaba del tratado de 1480, sino que había de sobrevenir a
jwsteriori del descubrimiento.
En las Capitulaciones de Santa Fe, la Corona había dispuesto de lo
que — de haber existido donde los tratados le garantizaban el dere-
i lio— era suyo, pero dado que el territorio descubierto quedaba fuera
«lid objeto de los tratados (Portugal coincidía en esto con Cas lilla),, so-
bic ellos nada podía haber comprometido la Reina.
Que no se trataba de oportunismo regio queda claro por el inme-
■lulo recurso de los Reyes Católicos al Papa reinante, Alejandro VI,
mu- la inminente posibilidad de que el rey de Portugal aprovechase la
u n i instancia para disputar los derechos de Castilla sobre una res nu-
Ihns. Como dice Sierra:
I" I
descubiertas, de no encontrarse éstas dentro de las limitaciones acordadas
a su soberanía por los tratados con Portugal y las concesiones de la Santa
Sede.
'
.
3
EL SENTIDO DE LAS BULAS MISIONALES
DE ALEJANDRO VI
I '/|
distinción entre fieles e infieles mira al derecho divino, que no destruye el
derecho humano (...) ni pertenece a la Iglesia castigar la infidelidad de
los paganos que nunca abrazaron la fe, según aquello el apóstol: ¿qué me
toca a mí juzgar de las cosas de fuera?
Tuvo sin duda España títulos justificativos de su conquista muy por en
cima de los de cualquier otra potencia colonizadora; pero el sentido y al
cance de la bula de Alejandro VI no están en habérselos prestado, sino en
haberlos rubricado y como canonizado — por encima de otras naciones—
para bien de las misiones y de la civilización (...). Es el significado de
aquellas expresiones de San Pío V a Felipe II, al alegrarse de que fuera
España — celosa y eminentemente católica— la señora del nuevo mundo,
y al recordarle también sus gravísimas obligaciones misioneras, por ha
berle prestado los papas con esa condición expresa la investidura y dona
ción de las Indias.
I ■ll>I
4
LA FORJA DE LA IDENTIDAD
HISPÁNICA DE AMÉRICA
< liando nos Ilición ‘.munidas poi la Sania Sede apostólica las islas y tie-
na liimc del m.u ou ano, di m ubicuas y poi descubrir, nuestra principal
intención fue, al tiempo que lo suplicamos al Papa Alejandro VI, de bue
na memoria, que nos hizo la dicha concesión, de procurar inducir y traer
los pueblos de ella y los convertir a nuestra Santa Fe católica, y enviar a
las dichas islas y tierra firme prelados y religiosos, clérigos y otras perso
nas doctas y temerosas de Dios, para instruir a los vecinos y moradores de
ellas a la fe católica y los indoctrinar y enseñar buenas costumbres y po
ner en ello la diligencia debida, según más largamente en las Letras de la
dicha concesión se contiene. Suplico al rey, mi señor, muy afectuosa
mente, y encargo y mando a la princesa, mi hija, y al príncipe, su marido,
que así lo hagan y cumplan, y que éste sea su principal fin, y en ello pon
gan mucha diligencia y no consientan ni den lugar a que los indios, veci
nos y moradores de las dichas islas y tierra firme, ganados y por ganar, re
ciban agravio alguno en sus personas y bienes; mas manden que sean bien
y justamente tratados, y si algún agravio han recibido, lo remedien y pro
vean de manera que no se exceda cosa alguna lo que por las Letras apos
tólicas de la dicha concesión no es inyungido y mandado.
I
El factor con más densidad política es, sin duda alguna, el proceso
de la decadencia interna de la Hispanidad política. Tal como se pre
guntaba el padre Berthe, después de haber reconocido la grandeza de
la labor de los reyes de España, ¿por qué «nos hemos de ver obligados
a señalar la gran falta que preparó la ruina de aquellos admirables te
rritorios, florón el más hermoso de su corona?».
La historia de la política de la monarquía española se puede descri
bir gráficamente por la existencia de dos factores contrarios — dos
vectores, dos fuerzas contrapuestas— y que coexisten simultánea
mente en el tiempo. El primer vector de este diagrama histórico de la
política de la monarquía española es la mencionada fuerza vivificante
de un régimen de derecho público cristiano, concretado histórica
mente como constitución histórica de la monarquía hispánica. Lo
llamaremos, por recoger los principios jurídicos consuetudinarios en
los reinos españoles, «vector tradicional». El segundo factor es el del
absolutismo regalista, que irá adquiriendo progresivamente ribetes ga
licanos y jansenistas políticos. A éste lo denominaremos «vector rega
lista».
Se trata de dos fuerzas que se repugnan mutuamente, entre las
cuales no se puede realizar ninguna síntesis duradera, cuyos efectos
son contrarios y que, sin embargo, en proporciones variables han esta
do presentes al mismo tiempo desde la inauguración hasta el fin de la
presencia política de España en América y que todavía después conti
nuaron presentes en la vida política peninsular de un modo m uy pe
culiar que veremos más adelante.
Se puede decir que el vector que llamamos «tradicional» es el de
terminante en el momento inicial de la conquista, enmarcado por las
bulas alejandrinas, las disposiciones puntuales de la reina Isabel, las
Leyes de Burgos y las Nuevas Leyes de Indias. No obstante, al co
mienzo mismo ya se detectan síntomas de un germinal regalismo, exi
guo, y más práctico que teórico, sin duda. Conforme va discurriendo
el tiempo se va acentuando una tendencia menguante del vector tradi
cional. Todo el terreno que va perdiendo el modo tradicional de con
cebir la política es ocupado por ese «modo nuevo». Llamar regalismo a
los primeros síntomas de esa nueva concepción hasta el final del
reinado de Carlos I— resultará quizás exagerado. Pero entre los pri
meros ramalazos de la «razón de Estado», que son más bien caídas en
la tentadora concupiscencia del poder y no esconden ninguna justifi
cación teórica, y el absolutismo regio de Carlos IV se puede trazar una
vinculación. El vector «regalista» es ese enlace que va desde los inicia
les actos singulares contra derecho, los abusos singulares, hasta las
doctrinas del poder absoluto.
La elaboración teórica del absolutismo hispano fue m uy lenta, pro
gresiva y subsidiaria de las reflexiones sobre todo francesas e inglesas.
Mientras que los teóricos franceses del absolutismo lo ensalzan sin ru
bor, la introducción en España se hace pretendiendo dejar incólumes
los principios de la política y el derecho tradicionales.
En Francia, ya en 1609, Andró Duchesne publica Les antiquitez et
recherches de la grandeur et majesté des Roys de France. Como explica
llen ri Sée, Duchesne en su obra «reconoce a los reyes una autoridad
absoluta... Los reyes son “las vivas imágenes de Dios, porque han sido
seleccionados y elegidos”; son sus “tenientes sobre la tierra”. Duchesne
no hace mención ninguna a los Estados Generales».
En cambio, en España, todavía setenta años más tarde se sanciona
ba legalmente la Recopilación de las Leyes de Indias. Aquellas leyes
u nían pleno vigor y estaban fundadas sobre los antagónicos principios
del derecho consuetudinario castellano, sobre el derecho público cris-
i ¡ano, sobre la limitación del poder.
Si se ignora la coexistencia de estos dos vectores, inversamente cre-
i ¡entes, y las transformaciones a que dieron lugar, no se entiende el
valor de la política hispánica en América. O bien se la conceptúa idíli-
i a y románticamente como una Arcadia feliz a la que incomprensi
blemente le advino un final inopinado e imprevisible; o bien, mucho
más frecuentemente, de forma igualmente ideológica, se describe una
acción despótica y abusiva de la monarquía sobre una victimizada
América que, finalmente, se sacudió un yugo del que, cosa extraña, no
había querido desuncirse en trescientos años.
Advertir este dúplice influjo no quiere decir ni mucho menos equi-
IMiar la relevancia de ambos factores. El primero tiene el honor de ser
■I fundacional, el que determinó el ideal contra el que siempre se me-
.lii.in los éxitos y los fracasos de la política española. El segundo fue
....... u ro una falla tic loríale/,i, un pecado grave de incontinencia, de
latía de magnanimidad, pi to entonces no se pretendió presentarlo
como virtud l'l de.ui'ui del tiempo significó el oscurecimiento del
primer factor, pero siempre operó en la conciencia real y popular co
mo un sello indeleble.
Igual que el pecador no puede borrar el signo y el carácter de su
bautismo, las políticas absolutistas — doctrinalmente apóstatas— se
intentaron imponer como compatibles con la constitución histórica de
las Españas. Aunque eran su negación teórica y práctica, nadie se sin
tió tan seguro de sus nuevos derechos como para borrar los viejos
principios. Los viejos principios nunca fueron aniquilados ni abroga
dos, aunque fueran aplicados cada vez menos. De este modo el peso
práctico de esos factores iba invirtiéndose. Lo que al principio fueron
disculpables excesos, al final constituyeron el tono de la política rega-
lista. Lo que inicialmente fue el motor de la política misional de Es
paña, acabó siendo el viejo ideal inaplicado al que se aferraba la nos
talgia política del pueblo.
El vector tradicional de esta historia es plenamente tangible y com
probable. Tuvo su traducción estable en la legislación, médula de la
política cristiana. Las viejas leyes castellanas y leonesas, con todo el re
gusto de la Reconquista en sus disposiciones, eran de aplicación en las
Españas americanas.
Las llamadas Leyes del Estilo, esas sentencias comprimidas del alma
del fuero, declaraban las fuentes del derecho cristiano castellano y
americano:
Cinco cosas son las que embargan los derechos escriptos. La primera, la
costumbre usada, que es llamada consuetudo en latín, si es razonable. La
segunda, es postura que hayan puesto las partes entre sí. La tercera es
perdón del Rey: cuando perdona la justicia. La cuarta es cuando faze ley
de nuevo que contraría el otro derecho escripto con voluntad de fazer
Ley. La quinta es cuando el Derecho Natural es contra el Derecho Positi
vo que fizieron los hombres.
Como decía el mexicano López Monroy, queda aquí claro que «las
fuentes del derecho según la concepción española son: el derecho na
tural, la costumbre razonable, la autonomía de la voluntad de las par
tes, la equidad y, sólo al final, la ley escrita, con voluntad de que tenga
fuerza de tal».
Las leyes, en esta concepción, no deben multiplicarse hasta el iníi-
nito, pues la vitalidad social de las fuentes del derecho liendc a dai
respuesta a los problemas conforme a sus propios principios. La con
cepción regalista del derecho es totalmente diversa y pretende la impo
sición de la voluntad real explicitada en una abundante y detallada re
gulación contra la que se tiende a no aceptar ningún criterio exterior,
es decir, el derecho natural y consuetudinario van desfigurándose,
cuando no se les niega explícitamente todo valor jurídico.
La Ley XXII (libro II, título I) de la Recopilación publicada en
1680 no deja lugar a dudas sobre el reconocimiento regio de los lím i
tes de su acción política. Se titula «Que no se cumplan las cédulas en
que hubiese obrepción o subrepción» (abuso contra derecho, falsea
miento de otros derechos). Dice así: «Los ministros y jueces obedezcan
y no cumplan nuestras cédulas y despachos en los que intervinieren los
vicios de obrepción y subrepción, y en la primera ocasión nos avisen
de la causa porque no lo hizieren».
Esta ley fue dada el 30 de junio de 1620 por Don Felipe III. La
Ley XXIV del mismo título primero lleva un encabezamiento que reza
así: «Que se ejecuten las Cédulas del Rey en Indias, sin embargo de
suplicación, no siendo el daño irreparable o escandaloso». Es ley dada
por el emperador Don Carlos en Monzón, el 5 de junio de 1528, y
reiterada por Don Felipe IV en Madrid, el 25 de junio de 1622. Esta
ley da licencia «a los Virreyes, Presidentes y Oidores, Alcaldes del
Crimen, Gobernadores, Corregidores y Alcaldes mayores de las In
dias», para que no se cumplan los mandatos reales cuando «de su
cumplimiento se seguiría el escándalo conocido o daño irreparable,
que en tal caso permitimos que habiendo lugar de derecho, suplica
ción, e interponiéndose por quien y como deba, pueda sobreseer en el
i umplimiento». Disposiciones nacidas de la preocupación por un bien
común al que deben conspirar de consuno reyes y súbditos.
De igual modo, los reyes españoles se obligan y obligan a sus repre
sentantes a tener en cuenta lo legislado anteriormente, para actuar en
el mismo sentido, así como los intereses de los gobernados. Como ex
pía a López Monroy: «La primera fuente del derecho era el derecho
nal mal y bajo su nombre podían dejarse de cumplir órdenes o despa
chos sobre ciei las i ansas cuando de la ejecución de las mismas surgiera
escándalo ¡nave o daño ii reparable, y que para la elaboración de nuevo
derecho estrilo síempie se tuviera en consideración lo antes proveído y
las condiciones liisióileas y sociológicas del lugar y se lomara en
cuenta la opinión de los propios gobernados». Estamos en los antípo
das del positivismo jurídico, nacido al calor de los jurisconsultos rega-
listas.
El espíritu que animaba al «vector tradicional» era de voluntaria
limitación en el ejercicio del poder reconociendo principios superiores
inviolables. En la concepción «regalista» aceptar una limitación seme
jante se va a entender como un signo de debilidad para el poder ab
soluto, que no admite ninguna instancia (fuera de Dios mismo: «Me
juzgará Dios») que restrinja un poder ilimitado concedido específica
mente por Dios. La pretensión regalista será la de reducir el bien co
mún de la sociedad a lo que disponga la voluntad del rey, por lo que
dentro de esa mentalidad ya no tendrían sentido normas que por pro
pia iniciativa del rey admitan excepciones a la ley, puesto que cual
quier incumplimiento de la ley significaría por sí mismo un perjuicio
para el bien común. La tradicional y la absolutista son dos visiones de
la sociedad y del poder completamente opuestas.
Hay que señalar que, tras la fragmentación de los territorios hispá
nicos y la eclosión de nuevas repúblicas, éstas se injertan jurídicamente
en la tradición regalista y no en la iusnaturalista o tradicional. M uy
pronto se comienzan a redactar códigos civiles, penales, comerciales,
siguiendo la inspiración napoleónica y bebiendo de las fuentes positi
vistas, en completa ruptura con el derecho indiano tradicional. La in
dependencia trajo consigo la expansión y consolidación del regalismo
positivista, contra el que no se podía esgrimir el derecho natural ni las
costumbres razonables.
El bien común moderno se fabricará bajo la obediencia ciega a la
ley positiva y los jueces. En palabras de Montesquieu, serán «la boca
que pronuncia las palabras de la ley, seres inanimados que no pueden
moderar ni la fuerza ni el rigor» de las leyes («les ju ges de la nation ne
sont que la bouche qui prononce les paroles de la loi, des étres inanimés
qui n ’e n p eu ven t m odérer ni la fo rcé ni la rigueur»). Montesquieu dirá
que el poder de juzgar en realidad no será ningún poder («en quelque
sorte nulle»).
Prosigo todavía un poco más en la descripción de los principios
que regían el «vector tradicional», nunca abrogado, aunque gradual
mente suplantado por los nuevos modos de gobcrnai En aquel régi
men se reconocía a la costumbre razonable el podrí de limiiai al go
bernante. Las Siete Partidas o Fuero de las Leyes, del rey castellano Al
fonso X el Sabio, sentenciaban cómo el uso generaba la costumbre y
ésta el fuero, y cómo éstos pueden más que la ley escrita:
Embargar non puede ninguna cosa las leyes que non hayan la fuerza et el
poder que habernos dicho, sinon tres cosas: la primera uso, et la segunda
costumbre, et la tercera, fuero. Et estas nacen unas de otras et han dere
cho natural en sí, segunt que en este libro se muestra. Ca bien como de
las letras nasce vierbo, e de los vierbos parte; et de la parte, razón; así nace
de uso tiempo, et de tiempo costumbre, et de la costumbre fuero.
La Primera Ley del título segundo de las Partidas define el uso como
«cosa que nace de aquellas cosas que home dice o face, et que siguen
continuadamente por gran tiempo et sin embargo ninguno», y la Ley
Segunda especifica que el uso debe ser favorable al común y sin daño;
que no debe ser hecho «a furto ni escondido». La costumbre no es pues
algo tolerado, sino que forma parte del derecho, del ius, y quien hace la
costumbre es el pueblo, por lo que el pueblo participa directamente en
la formación del derecho sin menoscabo de la dirección del gobernante,
[tero con actividad propia e inalienable. El sabio Alfonso X, en la Ley V
del segundo título de la Primera Partida, declara que «pueblo tanto
quiere dezir como ayuntamiento de gentes de todas maneras aquella tie
rra do se allegan». Es decir: pueblo es una reunión de gentes de toda cla
se en el territorio en que viven juntas. Pueblos y gobernantes al servicio
del bien común, que diría el padre Santiago Ramírez.
En la mentalidad política tradicional, el pueblo es, pues, una reali
dad moral concreta que interviene directamente en la creación del de
recho y contribuye a la justicia general y al bien común por derecho
propio. Cuando los ordenamientos modernos, retoños del derecho re-
ral ista, reconozcan a «la nación» o «al pueblo» la facultad de legislar se
estarán refiriendo a abstracciones que para operar necesitan de órganos
subalternos» como el Parlamento o el Gobierno. El pueblo concreto
habrá perdido toda participación propia y no «delegada» y la ley posi
tiva ocupará toda la villa jurídica.
( ato las Partidas porque cían textos legales vigentes que contenían los
pt ¡ni ipit >s reí totes del 1 1<tei lio i astil latió y por ende del indiano. El con-
eepto de liten» es i lavt I I Rey Sabio nos ensena «qué cosa es hiero»:
Fuero es cosa en que se encierran estas dos maneras que habernos dicho,
uso et costumbre, que cada una de ellas ha de entrar en el fuero para ser
firme. El uso porque los homes se fagan a él et lo amen; et la costumbre
que les sea así como en manera de heredamiento para razonarlo et guar
darlo. Ca si el fuero es fecho como conviene de buen uso et de buena cos
tumbre, ha tan gran fuerza que se torna a tiempo así como ley, porque se
mantienen los homes et viven los unos con los otros en paz et en justicia.
Pa r a leer m á s .-
I■I rey del cielo había dado la América a los reyes católicos, y se la
quitó a los reyes filósofos y regalistas». Con visión providencialista de
l.i I listona, de este modo sintetizaba el padre Berthe las antagónicas
, onsecuencias políticas de esas dos fuerzas contrarias que operaron en
.1 interior de la monarquía católica. Es verdad que hizo falta la con-
llueiK 1.1 de- otros factores para consumar la destrucción del Imperio
' ,panol, pero los tleseiu alienantes, sin la 1 1esmedulacion social operada
poi ( I regalisnio y sus consecuencias desmoralizadoras en la sociedad,
no hubieran logrado nuiii a tan despropon ¡onado resultado.
Hemos visto los aspectos salientes de aquel viejo derecho castellano
e indiano que formaba el armazón de la ciudad cristiana americana, y
nos ha sorprendido la fecundidad, el potencial multiplicador y vivifi
cante del orden social cristiano. Aplicado en su esplendor poco tiem
po, y con discontinuidades, ha sido capaz de constituir un bien co
mún acumulado del que aún hoy seguimos alimentándonos. Ese
«vector tradicional» político, por más que otras fuerzas pugnaran por
desplazarlo, y lo fueran arrinconando, siempre operó como faro y refe
rente ideal de la vida común.
Resultaba bien difícil para un pueblo formado a las ubres de la
vieja ama nutricia de la Reconquista, idealizar al Rey y alborozarse con
la pérdida de sus rancios derechos consuetudinarios. Todo se hizo a
regañadientes, y si la adhesión cordial al Rey se mantuvo hasta el final
no fue por identificación con las políticas ilustradas y despóticas de los
últimos monarcas. Fue pervivencia de aquel orden viejo, herencia de
los mayores, que nunca fue abolido. Así y todo, ese afecto sincero que'
existió hasta el umbral de la escisión americana, intenso y emotivo,
que festejó el ascenso de Fernando VII y que lloró su cautiverio, era al
final puro sentimentalismo y como tal se disipó, como las brumas de
primavera, en cuanto otro sol empezó a quemar con sus revoluciona
rios rayos.
Veamos ahora el desarrollo de ese segundo vector, el regalista, que
a la postre iba a imponerse.
En casi todo desempeño del poder temporal es relativamente sen
cillo encontrar abusos. Las virtudes requeridas para el gobierno exigen
una ascesis personal continua, porque el poder, creado para el bien
común, por su misma virtualidad ofrece continuas seducciones a la
vanidad humana. Se comprende que los antiguos romanos, al recibir a
un general victorioso, lo vistieran como a Júpiter, con su toga picta y
su túnica palmata, con todo el boato y la pompa, representando el po
der. Pero disfrazado de dios, transportado por la sensación de poder,
seguía siendo un hombre, y como tal, vulnerable, sobre todo ante sus
propias concupiscencias. Por eso demostraba sabiduría hacerle acom
pañar durante su apoteosis de un esclavo que no cesaba de repetirle al
oído «hominem te esse memento », «recuerda que eres un hombre».
No hay, pues, que confundir las ocasionales debilidades por las que
un monarca abusa del poder conferido para el bien común ion un
sistema doctrinal que justifique la absolución del poder de todo con
trol, con el absolutismo.
Los reinos españoles no escasearon tampoco en entuertos reales,
pero, como se ha visto, la solidaridad entre el gobernante y el pueblo,
la conciencia de que existen unas leyes divinas y humanas por encima
del poder, se acrisoló de un modo particular en los reinos ibéricos.
A Francia debe cederse el dudoso honor de haber intentado esta
blecer una política en la que los designios reales se sobreponían a las
normas consuetudinarias del reino y a las divinas. A caballo entre los
siglos XIII y XIV, Felipe IV el Hermoso, rey de Francia, nieto del rey
santo Luis IX, emprendió una política «moderna» de centralización y
acumulación de poder y, por otro lado, de emancipación de la autori
dad del Papa, auspiciando interpretaciones heretizantes como el con-
ciliarismo y el galicanismo incipiente. El Rey cristianísimo asumió una
forma de gobierno decididamente regalista, aunque todavía faltaran
muchos años hasta que aparecieran los sistemas teóricos acabados de
Pithou o de Duchesne.
Por muchos deslices e incluso apasionados desórdenes personales
que por entonces protagonizaran los reyes hispánicos, estaban com
pletamente ajenos a cualquier teoría de un poder soberano, sin lim ita
ciones intrínsecas de orden natural y sobrenatural.
La monarquía de los Reyes Católicos, dos siglos más tarde, todavía
se mueve por entero en el interior de la concepción tradicional. Su
mentalidad es completamente ajena al regalismo francés, el cual, justo
es decirlo, encontró numerosos adversarios interiores dentro de su pa
tria, defensores del orden tradicional, que abogaron por su recupera
ción, aunque con poco éxito.
Con Isabel y Fernando los abusos puntuales del poder todavía no
pretenden convertirse en principio jurídico. Eso no obstante, aparte
de otros errores políticos sin relevancia para este asunto, hubo algunas
decisiones políticas que, sin pretender establecer una independencia
respecto del orden divino ni eclesiástico y obedeciendo a circunstan-
iLis históricas específicas del momento, sin embargo, entreabrieron
una vía que más adelante, en un contexto doctrinal muy diferente, se-
i.i utilizada pata cniisolid.il el regalismo. Cuando en 1492 los Reyes
( alfolíeos solic itan al Papa Alejandro VI un documento que bendiga y
delimite sus drice líos sobte las urnas descubiertas, Isabel y Fernando
llevan casi veinticinco años de gobierno, de recomposición interior de
sus reinos, sobre todo de la desgarrada Castilla; de impulso determi
nado a la Reconquista. La Reina acaba de llamar a su lado a fray Fran
cisco Ximénez de Cisneros y tiene el decidido propósito de encomen
darle una reforma de la vida religiosa española, regular y secular. Poco
antes, Inocencio VIII ya les había otorgado el derecho de patronato
sobre la Iglesia de Granada y de las Islas Canarias. Estamos, pues, ante
una monarquía imbuida de los ideales políticos y religiosos católicos y
en el caso de la Reina, especialmente celosa de unos y de otros. Ese
celo religioso, probablemente en aquel momento más constante y me
nos sujeto a interferencias que el que adornaba a la Silla Apostólica,
explica que reclamasen para sí ciertas facultades — todavía m uy lim i
tadas— en materia de gobierno de las iglesias, primero de Granada y
de las Canarias, y luego, de las Indias recién descubiertas. Ya en la bula
de demarcación de 4 de mayo de 1493, Alejandro VI les dice que les
manda que destinen «viros probes et Deum timentes, doctos, peritos et
expertos, a d instruendum Íncolas et habitatores praefatos in fid e catholica
et bonis moribus im buendum » («virones íntegros y temerosos de Dios,
doctos, expertos y preparados, pira que instruyan a los mencionados
moradores y habitantes en la fe católica y les comuniquen las buenas
costumbres»).
Como dice el padre Leturia, si es cierto que el mandato del Papa
«no comunicaba a los Reyes Católicos jurisdicción espiritual, también
lo es que les levantaba hasta cierro punto a la esfera de la evangeliza-
ción al concederles el derecho e imponerles la obligación de escoger,
enviar y sustentar a los obreros evangélicos, funciones que del siglo
XIII al XV ejercitaron sin intermediarios los papas y las órdenes y que
en el siglo XVII quedaron reservadas a la Propaganda {fide)».
Los privilegios que en aquel sentido otorgó Alejandro VI fueron
bien aplicados por los monarcas, que se mostraron celosos y exigentes
con los candidatos tanto a ocupar cargos eclesiásticos como a engrosar
las fdas de los misioneros en América. Sin embargo, este patronato re
gio, con el devenir del tiempo y al agravarse del morbo regalista, llega
rá a ocasionar el desarrollo de la peligrosa teoría del vicariato regio so
bre América, con apropiación de facultades jurisdiccionales que sólo al
Papa pertenecen, impidiendo que los misioneros enviados por Propa
ga n d a fid e partieran pata América.
Vemos, pues, que el bienintencionado y celoso requerimiento del
Patronato regio, que tan admirables frutos de santidad y de evangeli-
zación dio, constituía una anomalía jurídico-canónica que sólo en
aquellas circunstancias podía producir felices resultados. Pero la ten
dencia regalista se fue desarrollando y se encontró con una herra
mienta como el Patronato regio que no iba a desaprovechar. El resul
tado fue que la Iglesia americana del siglo XVIII se encontró en un
lamentable estado de postración y de sumisión al poder absoluto,
mientras que la Santa Sede se encontraba impedida para actuar con li
bertad en el continente americano por el abuso de aquella institución.
El mismo razonamiento de oportunismo llevó a los Reyes Católi
cos a obstaculizar el envío de un nuncio a los reinos descubiertos en
las Indias occidentales, tal como sugirió el propio Alejandro VI. Q ui
zás en aquel momento la pretensión papal no tenía demasiado sentido
político, pero, en todo caso, el precedente ño dejó de ser utilizado y ni
San Pío V logró en 1568, como deseaba, enviar un nuncio para las
Indias, ni Gregorio XIII en 1579, ni Urbano VIII en 1629, que se en
contró con la negativa del rey Felipe IV, quien le escribe al cardenal
Gaetani diciéndole que procure que «Su Santidad se sirva de no ad
mitir las novedades que pudieren ofrecerse contra la posesión y auto
ridad que mi Corona real tiene, favorecida de tantos breves y bulas de
la Sede Apostólica, a cuya mayor reverencia se encaminan siempre to
dos mis designios» (Let. I, 147).
Letras que un católico español no puede leer sino con tristeza.
P a r a l f j e r m á S:
I Al I
el nombre Real con el pillaje, e incorporando la potestad eclesiástica a la
soberanía del imperio, sentaron d solio sobre el despotismo.
Una herejía nunca es más peligrosa que cuando sus ideas franquean la
entrada de las mentes de los fieles. Como evidencia de esta verdad, se
puede citar la influencia de las ideas protestantes dentro de las naciones
católicas de Europa. La teoría de la monarquía absoluta, el jansenismo, el
galicanismo, el liberalismo económico y la deificación del hombre, todos
eran productos secundarios de la Reforma; y eran mucho más eficaces pa
ra debilitar a la Iglesia que la amenaza misma que venía de fuera (el Pro
testantismo como tal).
I <•'« I
Sin duda que al adoptar una medida tan extraña e incompetente, se con
ducía con buena intención aquel monarca; pero cuanta más buena fe le
supongamos, más claramente se deduce que sus ideas sobre la real autori
dad propendían a un abuso incógnito en España, principalmente tratán
dose del respeto a la Santa Sede, y que no miraba con desagrado el ejem
plo de los protestantes respecto a la política.
I f»
proceso del arzobispo Carranza, en contra de los cánones del recentí
simo concilio tridentino y contra la voluntad expresa de San Pío V,
que reclamaba para sí la causa judicial.
El resto de los reyes de la dinastía no se apartaron de esta senda,
contradictoria, que hacía pervivir el ideal vivificante del derecho con
suetudinario y, al mismo tiempo, daba cada vez mayor pábulo a las
regalías autónomas de la monarquía. Esta contradicción que contem
plamos en los hombres individuales, que profesan sinceramente una
creencia y no son capaces de advertir la incompatible condición de
otras doctrinas que sostienen a la vez, sucede en los Gobiernos y en las
épocas.
Felipe III, como todos los Austrias, fue hombre devoto, y, proba
blemente, el que más de todos, y sin embargo, entregado a la voluntad
despótica del Duque de Lerma, acometió la impía política de reduc
ción de la cantidad de conventos de religiosos, de uno y otro sexo, con
la desmesurada pretensión de compensar la caída de la población oca
sionada por la expulsión de los moriscos.
Felipe IV durante la primera parte de su reinado entregó las riendas
de la política al Conde-Duque de Olivares, modelo acabado de dés
pota absolutista, que mantuvo al Rey en la ignorancia de los proble
mas de los reinos. Olivares, pésimo estadista, pensó en compensar las
grandes pérdidas de sus erradas políticas echando mano de bienes ecle
siásticos, y, con semejante motivo, convocó Cortes que, conforme al
derecho, pidieron se elevara al Papa la cuestión, lo cual, forzoso es de
cirlo, aprobó el Rey.
El conde de Robres, autor de la Historia de las guerras civiles de Espa
ña, sintetizaba lapidariamente el anhelo absolutista de Olivares: «Que
los reyes de España fuesen independientes de toda otra ley que la de su
natural piedad». Que no respondieran ante ninguna autoridad, ni foral
en el reino, ni espiritual, en Roma: sólo ante su conciencia.
El Conde-Duque tenía ya en mente el centralismo más absoluto,
en unos términos tales que sólo llegarán a ponerse en práctica dos
cientos años más tarde, en pleno gobierno isabelino. En 1624 le diri
gía un Gran M em orial al monarca, que entonces tenía 19 años:
t.H
Vuestra Majestad con ser rey de Portugal, de Aragón, de Valencia,
conde de Barcelona, sino que trabaje y piense con consejo maduro y
secreto por reducir estos reinos de que se compone España al estilo y
las leyes de Castilla.
I f''» I
como ya se había ensayado en la Paz de Aubsburgo (1555), sino de un
modo pretendidamente definitivo, acababa con el ideal de la Cristian
dad política. Aquella capitulación doctrinal tenía que escandalizar in
teriormente a todas las inteligencias católicas del momento. Sus efec
tos de excitación del nacionalismo y de privatización de la fe fueron
demoledores. En el mundo católico preparó la división perdurable
entre quienes «digirieron» aquel nuevo statu quo (catolicismo liberal
germinal) y los que lo consideraron un revés inaceptable doctrinal
mente (ultramontanos).
Los firmantes de aquel tratado, negociado y firmado por orden de
Felipe IV, cometieron una última felonía llena de significado: llegado
el momento de la ceremonia de la firma, se impidió la entrada al lega
do pontificio. Por primera vez, España firmaba un tratado de paz sin
la intervención de la Silla Apostólica. El Papa no podía aceptar los
términos de aquellos acuerdos, ni sus falsas premisas doctrinales, y,
durante las negociaciones, el legado Fabio Chigi, futuro Alejandro
VII, había defendido tenazmente los intereses de la Iglesia. Todos los
países firmantes estuvieron de acuerdo en aquella exclusión, que para
España fue particularmente indigna. Todavía los reyes católicos fir
mantes de aquellos acuerdos iban a propinar una nueva humillación al
Soberano Pontífice. Aquel mismo año, el Papa Inocencio X promulgó
el breve Zelo domus Dei, denunciando los acuerdos y declarándolos
nulos en lo que tocase a los derechos de la Iglesia. El Emperador y los
reyes de Francia y de España, monarcas católicos, hicieron oídos de
mercader a las palabras del Papa.
Durante las negociaciones de la Paz de los Pirineos, el represen
tante del rey francés, el cardenal Mazarino, impidió personalmente
que el legado del Papa participara. El tratado entre Francia y España
también se firmó sin la intervención romana.
Tras el largo reinado de Carlos II, que en esta materia continuó por
inercia la senda trazada por sus mayores, el 15 de noviembre de 1700
aceptó la Corona española un miembro de la casa de Borbón, Felipe V.
Felipe V, nieto de Luis XIV de Francia, había nacido en 1683, tan
sólo un año después de la famosa Asamblea del Clero francés promo
vida a instancias del Rey Sol y cuyas conclusiones dieron forma defi
nitiva al galicanismo, tal como se recoge en los cuatro artículos redac
tados por el obispo de Meaux, Bossuet.
En cuanto a las relaciones con el papado, el clima doctrinal de su
educación fue el de que los reyes pueden intervenir en los asuntos reli
giosos del reino por derecho propio, y en lo tocante al derecho divino
de los reyes, las doctrinas en que fue instruido fueron las de Richelieu,
que «situando el poder real todopoderoso por encima de las leyes, no
admite ningún control de los Parlamentos y afirma la necesidad de la
tazón de Estado», en palabras de Henri Sée.
El reinado del abuelo del primer monarca Borbón de España, dice
Sée, se fundó en principios netamente declarados:
I 7\ |
Dios, sólo a la autoridad divina debe rendir cuentas. Y si tiene deberes, lo
que gustosamente reconoce, tales deberes quedan sin sanción alguna.
i
aun con divisiones notables, habían tomado partido por los derechos
del Archiduque Carlos de Austria. El 26 de abril de 1707 se riñó la
Batalla de Almansa, y en los días siguientes las tropas de Felipe V to
maron Requena, Valencia y Zaragoza. Tres días después de la entrada
en Zaragoza, el 29 de junio de 1707, Felipe V firmaba un decreto
histórico:
I 77 |
Hablando de la cortedad intelectual y la beatería de «devoción po
co ilustrada» en particular de Carlos III, pero aplicable a su hijo tam
bién y a algunos antecesores, Menéndez Pelayo da un juicio lapidario:
«Cuando tales beatos inocentes llegan a sentarse en un trono, tengo
para mí que son cien veces más perniciosos que Juliano el Apóstata o
Federico II de Prusia». Así es: Carlos III, el mismo rey que decía «no
sé cómo hay quien tenga valor para cometer deliberadamente un pe
cado aun venial», no sentía el reclamo de su conciencia ante los abusos
de sus ministros contra la Iglesia y contra los derechos consuetudina
rios, ni siquiera cuando desterró de sus reinos a los jesuitas y cuando
sus agentes maquinaban ante el Papa Clemente XIV para conseguir la
supresión de la orden.
El ministro irlandés Ricardo W all, heredado de su hermano Fer
nando VI, su asesor, el exaltado Marqués de Tanucci, los ministros,
también italianos, Grimaldi y Esquilache, don M anuel de Roda, m i
nistro de Gracia y Justicia, don Pedro Rodríguez Campomanes, fiscal
del Consejo... inician una larga lista de funcionarios regios antirro-
manos, furibundos centralistas y hostigadores de los derechos de la
Iglesia, que no cesarán hasta el cautiverio de Bayona.
Para leer m ás :
I '•» I
Un nuevo patriotismo se está fraguando, completamente indepen
diente de los viejos frenos y de la obediencia religiosa. Ya las clases
cultivadas pueden entusiasmarse hasta la emoción con «la idea de Es
paña», soñar planes de modernización y de progreso nacional, sin que
en aquellas emociones y en esos sueños se proyecte la sombra de Ro
ma. Este es el ideal intelectual que ha preparado el despotismo minis
terial durante siglos. En aquellos momentos de postración doctrinal,
todas esas corrientes antitradicionales se han encontrado ante un ba
luarte de los derechos del papado: los jesuitas. Aquella eclosión «pro
gresista» no tolera que en el interior de los reinos exista y actúe una
disciplinada corporación de hombres sabios dedicados a Dios, que in
culcan en sus centros educativos el amor a la Silla Apostólica, el res
peto a sus derechos, los límites del poder real.
No se trata de una disputa de escuela, se trata de atacar la orden
más disciplinada en aquel momento, por lo que significaba de obstá
culo al regalismo que por entonces todas aquellas corrientes diversas
— y que en el siglo XIX estallarán en facciones irreconciliables— de
fendían como símbolo de su hostilidad a los derechos del pontificado
romano. Eran regalistas por antirromanos. En la mayor parte de las
cabezas de aquel partido se aspiraba a nuevas formas de gobierno.
Primero se trataba de eliminar al papado y luego de eliminar la mo
narquía que había sido instrumental para sus siniestros designios. Las
fuerzas que acabaron con la monarquía de Luis XVI fueron la proge
nie de las víboras que los «catolicísimos» Luis XIV y Luis XV habían
incubado en su seno.
Había que acabar con la Compañía de Jesús. La primera piedra la
lanzó José I de Portugal, o su primer ministro, el Marqués de Pombal,
como se quiera. En 1759 habían extrañado del reino a todos los je
suitas, les confiscaron todas sus propiedades, expulsaron al nuncio y
rompieron relaciones con la Santa Sede. Tanto era lo mismo un nego
cio como el otro. Pombal llegó a dictar «la ridicula providencia de
mandar borrar en los calendarios los nombres de San Ignacio, San
Francisco Javier y San Francisco de Borja». Las cátedras ocupadas por
los jesuitas se confiaron a «maestros laicos, jansenistas o volterianos,
penetraron en la Universidad de Coimbra todo género de novedades,
hasta hacer de aquella Universidad un loco revolucionario», cuenta
Menéndez Pelayo.
Hit
En 1762, el Parlamento de París — el mismo que había mandado
quemar públicamente la obra del padre M ariana— dio un inverosímil
decreto condenatorio de los jesuitas, acusándolos de las faltas más ab
surdas y contradictorias: «Fautores del arrianismo, del socinianismo,
del sabelianismo, del nestorianismo... de los luteranos y calvinistas...,
de los errores de W icleff y de Pelagio, de los semipelagianos, de Fausto
y de los m aniqueos...».
Durante el reinado de Fernando VI, el ministro W all comenzó el
hostigamiento de la Compañía. Bajo Carlos III se les acusó de promo
ver el M otín de Esquilache y de otros desórdenes populares con los
que no tuvieron relación ninguna. Se trataba de preparar el ambiente.
Aquel mismo año de 1766, el presidente del Consejo de Castilla, Pe
dro Pablo Abarca de Bolea, el Conde de Aranda, íntimo de Voltaire y
de D’Alembert, promovió un consejo extraordinario, cuyo informe
redactó el fiscal Rodríguez Campomanes, plagado de infamias y me
dias verdades contra los jesuitas. La conclusión de los fiscales era la ne
cesidad de una «clemente providencia económica y tuitiva»: la expul
sión inmediata sin juicio.
En noviembre de 1765 había llegado a la Nueva España el teniente
general don Juan de Villalba con el encargo de organizar la defensa del
Virreinato. Hasta entonces, no había allí más que un puñado de sol
dados en tres destacamentos (para un territorio que abarcaba más de
cuatro millones de kilómetros cuadrados, más o menos la m itad de
Europa), los cuales habían sido suficientes para preservar el orden.
Con Villalba vinieron cinco mariscales de campo y dos m il soldados
extranjeros. Todo aquel despliegue de fuerza, sin objeto aparente,
obedecía, según Orozco y Berra, a otra finalidad oculta por entonces:
I NI |
El padre Trueba afirma que entre la soldadesca había «luteranos,
calvinistas, o simplemente renegados o blasfemos de Ñapóles y de Si
cilia».
El Rey promulgó la Pragmática que decretaba la expulsión el 2 de
abril de 1767, y en la península se comenzó a ejecutar aquel mismo
día. En América tardó un par de meses más.
En la ciudad de México, cuenta Trueba, durante
Del mismo modo sucedió en las treinta casas, once seminarios, y más
de cien misiones de los jesuitas en aquel virreinato.
Para acrecentar la indignación y la desorientación del pueblo, se
mandó fijar pasquines con un bando oficial:
Se hace saber a todos los habitantes de este imperio que el rey nuestro se
ñor, por causas que reserva en su real ánimo, se ha dignado mandar se
extrañen de las Indias a los religiosos de la Compañía, así sacerdotes co
mo coadjutores o legos, que hayan hecho la primera profesión y a los no
vicios que quisieren seguirles, y que se ocupen todas sus temporalidades.
Se previene a los habitantes de esta Nueva España, de que estando es
trechamente obligados todos los vasallos de cualquiera dignidad, clase y
condición que sean a respetar y obedecer las siempre justas resoluciones
de su soberano, deben venerar, auxili.it y i umplii esta con la mayol exat
S. M. declara incursos en su real indignación a los inobedientes o
remisos en coadyuvar a su cumplimiento, y se usará del último rigor de
ejecución militar contra los que en público o secreto, hicieren con este
motivo conversaciones, juntas, asambleas, corrillos o discursos, de pa
labra o por escrito; pues, de una vez para lo venidero deben saber los
súbditos del gran monarca que ocupa el trono de España, que nacieron
para callar y obedecer, y no para discutir ni opinar en los graves asun
tos del gobierno.
I M t |
Una vez ejecutada la orden de expulsión, el ministro de Justicia
(secretario de Gracia y Justicia) de Carlos III, el aragonés Manuel de
Roda y Arrieta, le escribió al Duque de Choiseul, ministro de Asuntos
Exteriores de Luis XV de Francia: «La operación nada ha dejado de
desear: hemos muerto al hijo, ya no nos queda más que hacer otro
tanto con la madre, nuestra Santa Iglesia Romana».
Prosiguieron insaciables los designios de las monarquías «católicas»,
pues no les satisfacía exterminar de sus pagos a los peligrosos jesuítas.
Aspiraban a un golpe mayor: erradicarlos por completo, y con ello
hum illar al Vicario de Cristo obligándole a dar ese terrible paso. Co
mo premio a esa infamante misión, Carlos III otorgó al embajador
Moñino el título de Conde de Floridablanca, pues sus manejos y pre
siones obtuvieron su objetivo, y Clemente XIV suprimió la orden en
1773.
m
crisis suscitada en Europa por la revolución francesa de 1789. [...] Su ex
periencia francesa y el conocimiento de los autores que inspiraban la ola
revolucionaria completó el cuadro de lo que necesitaba saber para orien
tarse en el complejo y vertiginoso panorama europeo. Cuando comenzó a
pensar en su patria venezolana ya soñaba en América como su verdadera
patria. La idea — casi la hipótesis— de que Hispanoamérica pudiera in
dependizarse de su metrópoli surgió en su espíritu indisolublemente uni
da a su imagen de la situación general del mundo. Visto desde Europa, el
imperio colonial español parecía ya un mundo anacrónico.
I H7 |
pen el trono después por jefes supremos de la familia, que el rey de Méxi
co pagase cada año como feudo por la cesión de aquel reino una contri
bución en plata de un número determinado de marcos, que se enviarían
en barras para acuñarlas en las casas de Moneda de Madrid y Sevilla. Lo
mismo haría el rey del Perú, pagando en oro de sus posesiones. El de
Costa Firme remitiría cada año su contribución en géneros coloniales,
sobre todo en tabaco, para abastecer los estancos del reino.
Estos soberanos y sus hijos deberían casarse siempre con infantes de
España o de su familia, y los príncipes españoles se enlazarían con prince
sas de los reinos de Ultramar. De este modo se establecería una unión ín
tima entre las cuatro coronas, y antes de sentarse en el trono, cualquiera
de estos soberanos debería jurar solemnemente que cumpliría con estas
obligaciones.
El comercio habría de hacerse bajo el pie de la más estricta reciproci
dad, debiendo considerarse las cuatro naciones como unidas por la más
estrecha alianza ofensiva y defensiva para su conservación y prosperidad.
Por disparatada que sea la fallida propuesta y por sesgado que re
sultase el análisis de las causas, no se puede negar que Aranda, y con él
cualquier observador objetivo, detectaba la endeblez de la condición
política americana. El vector absolutista copaba el panorama. Había
desmedulado políticamente a los reinos hispánicos y, durante el siglo
XVIII, había propagado institucionalmente —mediante los propios
gobernantes y mediante una Inquisición últimamente en manos de
jansenistas políticos, cordialmente volterianos— todas las filosofías
anticatólicas. Racionalismo, empirismo, idealismo, sensismo... todo
salvo la escolástica, que, por otra parte, se encontraba en una postra
ción patente. Una nueva forma de hacer política reclamaba sus dere
chos. Como siempre, los revolucionarios se veían superados por su
propia revolución.
Para, leer m ás :
LA ABOLICIÓN DE ESPAÑA
Y LA INVENCIÓN
DE LAS NACIONES AMERICANAS
1
PLANTEAMIENTO DEL PROBLEMA
I 101 I
El nacimiento de las bisoñas repúblicas americanas fue resultado de
guerras civiles en las que, en muchas ocasiones, se enfrentaron volte
rianos contra volterianos y, en no pocas, católicos ortodoxos también
entre sí. La línea divisoria que deslindaba lealtades fue una bandera
disputada, estrictamente política, de orden natural aunque con tre
mendas consecuencias más allá de él.
Se trataba objetivamente de dirim ir si el derecho sobre aquellas tie
rras correspondía al rey Fernando o bien a las todavía virtuales repú
blicas o a sus respectivos «pueblos soberanos», aunque las razones sub
yacentes para la elección personal de bando casi nunca provinieran del
ámbito político.
Quedan por definir las herramientas intelectuales políticas de que
disponían los habitantes de la América española al despuntar el alba de
la independencia, lo que facilitará la comprensión de aquellas tomas
de partido.
Ha habido gran controversia sobre si los insurgentes americanos
representaron o no el deseo de continuidad de la España tradicional
frente a los Gobiernos de la «metrópoli» des-hispanizados, entregados
al enciclopedismo francés y a las nuevas ideas. Es la tesis sostenida por
una historiografía conservadora hispanoamericana y europea. Tomo
como muestra un ejemplo, en el ámbito académico: el del venezolano
Guillermo Figuera con su La Iglesia y su doctrina en la independencia
de América (Caracas, 1960), en la que se sostiene la peregrina, pero
todavía hoy repetidísima teoría de que en realidad lo que motivó la
guerra fue la devota adhesión de los proceres independentistas a «las
enseñanzas político-sociales del pontificado». Dice Figuera:
I l'D |
miento fue poner un poco de ansiedad, de pasión, y facilitar quizá alguno
de los detalles, debido al movimiento intelectual y polémico en que yo
me movía. Pero aquellas cosas habían sido ya dichas admirablemente por
un mexicano y gran hispanista, don Justo Sierra. Dijo: «España, tal vez
sin quererlo, sin pensarlo, creó nacionalidades». Lo dijo también, al pare
cer, como una de las cosas buenas que se escapan entre un torrente de
habituales malevolencias y desencantos, un gran escritor argentino-
francés cuando afirmaba que la reforma de Carlos III había acentuado la
conciencia nacional en los países hispanoamericanos. Pero lo dijo mejor
aún don Andrés Bello, gloria de la cultura hispánica, defensor de la cultu
ra hispánica y de la cultura católica en Europa y en América, gloria de
Venezuela y gloria de Chile, y gloria hispánica, cuando dijo «que en la
guerra de la Independencia lucharon dos Iberias, y que era tan admirable
el heroísmo de una como de la otra». Quiere esto decir que en el mo
mento de la Independencia había surgido otra Iberia allende los mares,
que quería rivalizar con la otra Iberia del Viejo continente.
Y ésta es la verdad más grande de la Historia de América: la formación
de los pueblos, la formación de nacionalidades personales. Y hubo, desde
los comienzos de la conquista, la visión de que al extenderse el Imperio
español no iba a prolongarse, a que se repitiese España, a que se copiase
España, sino que iba a crear pueblos, a crear nacionalidades.
I !<>' |
segunda escolástica, la española, habrían proporcionado un baluarte
americano en el que resistir a la perfidia afrancesada y enciclopedista
introducida a contrapelo por los burócratas peninsulares y por los de
signios de los Gobiernos de Madrid.
Esta hipótesis pretende lograr un efecto balsámico y reparador del
trauma. En la práctica se viene a negar que hubiera trauma alguno, al
menos por razón de los americanos. Además, aspira a poner en sordina
la influencia de las doctrinas enciclopedistas e ilustradas en la génesis
de la independencia, soslayando de ese modo la tacha de impiedad re
ligiosa, a la par que política.
En esta benevolente hipótesis o leyenda, la escolástica viene a que
dar reducida a la obra del teólogo granadino Francisco Suárez, S.I., o
más bien al amparo de su autoridad, puesto que, como veremos, poco
se conocía entonces del sistema suareciano y lo que circulaba bajo su
nombre eran más bien tópicos sobre el origen del poder, que sus refle
xiones sobre la naturaleza de la vida política.
El hecho de que promotores de la independencia como Mariano
Moreno o Camilo Torres trajeran a colación frases como «establecido
el pacto social entre el Rey y los pueblos, la autoridad de los pueblos
se deriva de la reasunción del poder supremo que, por el cautiverio del
Rey, ha retrovertido al origen donde la M onarquía lo derivaba y el
ejercicio de éste es susceptible de nuevas formas que libremente quie
ran dársele», sólo demuestra, como señalamos, que algunas tesis suare-
cianas, deformadas hasta convertirse en consignas, tenían amplia cir
culación y prestigio en aquel tiempo. No por ello sirven para justificar
la secesión, ni para atribuir la causa intelectual de ella al granadino.
En efecto, Francisco Suárez (1548-1617), «el Doctor Eximio», tu
vo desde m uy temprano un gran influjo dentro y fuera de las fronteras
hispánicas. Sus doctrinas filosóficas se difundieron con asombrosa ve
locidad entre el mundo académico tanto católico como protestante.
Lo mismo en filosofía que en teología, su pensamiento fue general
mente asumido — por vía de recomendación— como propio de la
institución por sus hermanos de religión, los jesuítas, aunque no (alta
ran correligionarios que se distanciasen de él.
La gran extensión de la labor educativa de la ( lompañía de Jesús en
el continente americano, particularmente en la edm ación supetioi,
junto con la difusión del pensamiento suaita iano en el mundo araI
I ION |
démico hispánico allende las fronteras de su orden, justifican la enor
me popularidad de Suárez en la América española.
A pesar de esa amplia difusión, quienes pretenden encontrar en
Suárez (o en San Roberto Belarmino, y en m uy menor medida en
Francisco de Vitoria, en Domingo de Soto y el resto de la escolástica
ibérica) la piedra angular de la justificación teórica de la independen
cia recurren sin embargo a un «suarecianismo vulgarizado», que parece
más bien una reconstrucción artificial a posteriori y a d usum delphini.
Tomando como pie la descripción de las fuentes ideológicas del ex
jesuíta Vizcardo, el padre Batllorí señala cómo, en el cursus studiorum,
el programa de estudios de los propios jesuítas de la segunda mitad del
siglo XVIII, no se prestaba atención a las tesis suarecianas sobre el ori
gen del poder:
BATLLORÍ, M iguel (ob. col.). The Origins o fth e Latín American Revolu-
tions, 1808-1826. New York. A lfred A Knopf. 1967. Páginas 60-74.
D ell ’O r o M a in i , Adlio; FlORITO, M iguel; FRANCESCHI, G ustavo;
FURLONG, Guillermo; GÜEL, Oscar; LEGÓN, Faustino; MENOSSI,
D oncel; RAMOS, Juan y RUIZ MORENO, Isidoro. Presencia y suges
tión d el filósofo Francisco Suárez. Su influencia en la Revolución de
Mayo. Buenos Aires. Editorial G uillerm o K raft Lim itada. 1959.
Páginas 51-74.
La Iglesia y su doctrina en la independencia de
F ig u e r a , Guillermo.
América. Caracas. Biblioteca de la Academia Nacional de la Histo
ria. 1960. Páginas 87-128.
FURLONG, Guillermo. El General San Martín. ¿Masón-Católico-
Deísta? Buenos Aires. Club de Lectores. 1920.
LANSEROS, Mateo. La autoridad civil en Francisco Suárez. Madrid.
Instituto de Estudios Políticos. 1949.
4
LA CON DICIÓN PREVIA: EL CAMBIO
DE CONCEPCIÓN DE LA POLÍTICA
I I -M |
Inquisición a las colonias españolas de ultramar, restricciones que
existían más bien de nom ine que de facto». La investigadora del Cole
gio de México cita abundantes ejemplos de la extensa difusión de los
autores del nuevo pensamiento, autores que, si hubiéramos de creer a
los fautores de la leyenda dorada de la emancipación, eran práctica
mente desconocidos en la América española antes de la independen
cia. «Tanto Lanning como Hussey hacen la idéntica afirmación de que
en 1736 se enseñaban en Quito las doctrinas de Descartes, Newton y
Leibniz», por ejemplo.
La decisiva presencia de Locke — negada empecinadamente por Fi-
guera— es rastreada mucho más atrás de lo que se pensaba, al igual
que la de Voltaire, Condillac, Raynal y compañía:
Podemos afirmar que, aun cuando sólo fuera en la forma de una crítica,
las ideas del filósofo Locke ya circulaban en la Colonia en 1727; que
Voltaire aparecía en manos de un francés maestro de danza en 1765, esto
es, apenas tres años después de su prohibición general — Hussey fija la fe
cha del conocimiento de este autor en 17 6 9 — ; que la obra H istoire P hi-
losoph iqu e etP o litiq u e, etc., de Raynal, fue denunciada en Jalapa en 1774,
sólo un año después de su impresión en Amsterdam, y que fue censurada
en el año inmediato — Hussey afirma que su conocimiento data de
17 8 1— ; que Condillac era denunciado en Nueva España en 1778 — Lan
ning lo señala como conocido en todas las Indias en 1785— ; que Male-
branche ya aparece denunciado en Zacatecas, en 1727, mientras Lanning
no logra localizarlo hasta 1766; etcétera.
Para leer m ás :
I I ’M |
La proyección de la tendencia forjada en la Reconquista diseñó
unas instituciones que, adaptándose y teniendo en cuenta las condi
ciones del conjunto de la población del país americano, pretendían
reflejar la constitución política de los reinos peninsulares. Parte muy
significativa de aquellas condiciones tenía que ver con una composi
ción demográfica con una proporción cada vez menor de peninsulares
frente a la creciente de los criollos y naturales del territorio.
Como se ha visto, no se puede decir que la presencia española en
América fuera colonial. No es una cuestión de nombres — pues el
nombre de «colonia» llegó a usarse— cuanto de la realidad. En Améri
ca se formaron virreinatos como plasmación concreta de la aspiración
de formar reinos con plena madurez, unidos ex aequo a los demás
dentro del vínculo de la Corona. Como también he señalado, durante
toda la duración de la Hispanidad política americana, los más de tres
cientos años en que los territorios americanos estuvieron unidos a la
Corona española, operaron dos fuerzas simultáneas, constantes y con
tradictorias, provenientes ambas del Gobierno regio. Esas dos fuerzas
se pueden representar gráficamente como dos vectores en sentidos
contrarios y que crecen en direcciones opuestas. Es decir, que confor
me avanzaba la historia, el uno crecía mientras que el otro menguaba.
La primera fuerza era proveniente de la virtualidad vivificante de la
aplicación del derecho público cristiano, que había alcanzado una de
sus expresiones más altas en la cristiandad durante el proceso de la Re
conquista y que concretamente se ha llamado constitución de la mo
narquía tradicional, social y representativa de las Españas. Un poder re
gio fuerte se somete deliberadamente a las leyes divinas y de la
comunidad política. Ese mismo poder estaba limitado por las corpora-
c iones y cuerpos intermedios, celosos de sus prerrogativas y no por eso
menos identificados con la persona del rey. La limitación del poder no
se alcanzaba mediante extrínsecos sistemas de control, ni mediante
quilibrios de intereses, sino por el reconocimiento de la voluntad de
I )¡os, la ley natural, la constitución del reino y el derecho de gentes. El
poder constitucionalmente se ordenaba al derecho.
Este vec tor, el ele las libertades del pueblo y el de la limitación del
poder real, tristemente file decreciendo desde el albor de la aventura
americana. ¡Qué magnífica potencia civilizadora, pacificadora, benófi-
<a y, en definitiva, ordenadora al bien común, la del I )erct lio público
II I
cristiano! Aun su breve e imperfecta realización durante un período
tan lejano seguía, sin embargo, alimentando un bien común acum ula
do del que se nutrieron generaciones durante siglos. También para no
sotros, hijos del desorden político, aquella realización imperfecta y los
esfuerzos de todos los que en el pasado le dieron continuidad consti
tuyen nuestra Polar en el cumplimento de nuestros deberes de justicia
general.
Este primer vector es el esencial, el constitutivo, el que funda la so
ciedad. El segundo vector presente de continuo durante toda la unión
política de América y de España fue un compuesto disolvente formado
en torno a la hybris del poder: el regalismo y posteriormente también
el jansenismo político. Este factor, creciente sin cesar durante toda la
hispanidad política de América, propendía a desurdir el poder de sus
límites naturales, a convertir el poder, y aun su abuso, en un ídolo, a
desmedular las instituciones políticas intermedias y las corporaciones
profesionales, conservándolas tan sólo para mayor gloria del poder.
Hemos tratado ya el esquema de estas dos fuerzas contradictorias
que constituyen el trasfondo del drama político español. Queda por
ver qué luz pueden arrojar sobre el problema del nacimiento de las
conciencias nacionales americanas. Si tomamos esa expresión — la de
«conciencia nacional»— en el sentido menos ideológico posible, nadie
dudará de que los diferentes reinos ibéricos tenían una acendrada con
ciencia nacional, forjada virilmente en la gesta heroica de la Recon
quista.
El vector de la constitución política tradicional no podía menos
preciar el natural desarrollo de las instituciones que la Corona habió
plantado. En conformidad con las leyes castellanas fueron los reyes
quienes crearon en los territorios americanos los virrerinatos mismos,
las audiencias, las capitanías, pero, sobre todo, los cabildos y las repu
blicas (municipios). Existía la conciencia de que aquellos territorios y
sus instituciones eran de derecho iguales a los ibéricos. Sólo de hedió
las peculiares circunstancias de la conquista imponían una gradualidad
en el desarrollo de las corporaciones.
En nada podía ofender a la Corona que los naturales de Amerita
llegaran a tener un legítimo sentimiento común, lo que entra dentro
de los bienes que contribuyen al bien común temporal ( )tra cosa seta
determinar el grado de madure/ de ese sentimiento, peto indudable
mente existió y fue madurando, aunque no llegara a cuajar del mismo
modo que los sentimientos nacionales ibéricos. La culpa de esa inma
durez no es toda de la conmoción independentista ni del regalismo.
H ay condicionantes históricos que dificultan esa conformación. Hoy,
cuando quizas si se pueda hablar de una nacionalidad americana o de
varias, lo hacemos por analogía. No se trata de realidades idénticas a lo
que llamamos nacionalidades en Europa.
La inclinación progresiva de las políticas regias hacia el regalismo
frenó el desarrollo armónico de las instituciones políticas indianas
conforme a sus ideales genéticos fundacionales. Eso no impedía que se
acometieran reformas administrativas m uy eficaces y racionalizadoras
de la maquinaria estatal a un lado y al otro del océano, como hicieron
particularmente los reyes Borbones, en especial Carlos III. Pero se
trataba de racionalizar los recursos al servicio del llamado «despotismo
ilustrado», cuyas preocupaciones estaban completamente al margen
del desarrollo político de la sociedad y de sus instituciones interme
dias. Se ejecutaban, qué duda cabe, pensando en el bien del pueblo,
pero sin considerarlo un sujeto político. Se hacían grandes esfuerzos
por modernizar la administración, al tiempo que ésta se volvía más
centralista y, en el caso de América, adquiría un mayor sentido patri
monial, en detrimento de la expresividad y de la madurez de la socie
dad, y en daño, en definitiva, del verdadero bien común.
La tendencia regalista no decayó mientras la Corona tuvo poder
sobre America y lamentablemente una de las primeras preocupaciones
de los Gobiernos republicanos será subrogarse en ese papel regalista de
la Corona. Aquélla fue otra triste y paradójica consecuencia de la tur
bulenta situación. Los que habían padecido el regalismo original, al
sacudírselo de encima, no volvieron sus ojos hacia el benéfico caudal
doctrinal y práctico de la constitución tradicional política de los Esta
dos, sino que los regímenes constitucionales reclamaron para sí todas
las prerrogativas abusivas que significaron la decadencia de la Corona.
I )esde el derecho de presentación de obispos (con la aspiración de
nombrarlos di rectamente y de proveer las vacantes de los oficios ecle
siásticos) basta el adoctrinamiento ideológico de los pueblos: en todo
se excedieron las nuevas repúblicas.
Más que el des.n tollo de las tone ¡ene ¡as nacionales lo que truncó el
regalismo lite la maduración política En vísperas ele la proclamación
de la independencia de México, Aguirre, oidor de la Audiencia de
México, resumía el suicida propósito regalista, que había llegado a
desnaturalizar el propósito fundacional de las instituciones americanas
y de toda la aventura hispanizadora: «Mientras exista en España un
pedazo de tierra, debía España mandar en las Américas, mientras exista
un solo español en las Américas, ese español debe mandar a los ameri
canos, pudiendo sólo venir el mando a los hijos del país cuando ya no
hubiese un solo español en él». En 1767, reinando Carlos III y a más de
cuarenta años del comienzo de la Independencia, el virrey Croix había
expresado la misma extraña doctrina, al amenazar con la pena de
muerte a «aquellos súbditos del gran monarca que ocupaba el trono de
España, disconformes con la tesis de que nacieron para callar y obedecer
y no para discurrir ni opinar en los altos asuntos de gobierno».
A pesar de las dificultades naturales derivadas del peculiar proceso
de poblamiento, el afecto a la tierra natal, a las costumbres y la solida
ridad con los coterráneos — expresión afectiva de la sociabilidad— se
iban vigorizando. Llamar a eso «conciencia nacional» formada y «al
servicio de la idea de patria» es una astracanada trágica. No pudo serlo
y de haber existido nada hubiera significado políticamente. No hu
biera supuesto en sí misma nada contrario al bien común ni a la em
presa política de la Corona.
De modo que la conciencia o las conciencias nacionales no estaban
ni mucho menos maduras en la América de la independencia, aunque
había ya ingredientes que hubieran debido integrarla, como el folclo
re, las tradiciones locales, la solidaridad entre los naturales y los afectos
hacia el país.
Una fuerte conciencia nacional y, sobre todo, unas fuertes y vitales
instituciones políticas locales y virreinales hubieran significado la cul
minación y perfección de la obra misional y política de España en
América. De ninguna manera hubiera supuesto — por sí misma- ni
un principio secesionista ni un atentado al vínculo de la unidad liis
pana.
En ese sentido — radicalmente distinto al que pretendía justificar
Víctor Andrés Belaúnde— resulta cierto no lauto que España «creo
naciones», sino que «creó sociedades políticas intermedias» y se quedó
a medias en su tarea, por desmayo en su misión política y por la itai
ción de quienes acalcaron con la hispanidad política
I IU I
Pa r a le er m á s :
I I V |
playas de Coro en 1806. M iranda estaba convencido de que bastaría
una mecha para que prendiera la rebelión en todo el continente, pero
lo que provocó fue la indiferencia de sus coterráneos, que ni siquiera
se molestaron en echarlo. Pasados unos días sin que nada ocurriera y
sin visos de que tan benéfica proeza tuviera resultado ninguno, ni
prendiera mecha alguna, recogió a los aventureros que había reclutado
con su facundia y abandonó las costas de América, que no estaba ma
dura para comprender su filantrópica misión, rumbo a Londres.
La vida interna de las Españas americanas estaba esclerotizada des
de hacía decenios. Por debajo de la obediencia a los dictados reales,
cuando ésta existía, había una sociedad inorgánica, en la que pulula
ban con comodidad las nuevas ideas y que carecía de una fuerza ínti
ma a la que apelar en caso de crisis. En muchos casos se era español
porque no se era ninguna otra cosa y se era católico porque se pensaba
poder compaginar el Evangelio con las doctrinas de Bentham o de
Rousseau. Había una gran inercia que hubiera podido proseguir de-
igual modo más tiempo, pero la inercia es la gran fuerza de los cuerpos
sin vida y no es difícil aprovecharla si se la dirige hábilmente.
Las ideas independentistas nacieron fuera de la América española,
como reconoce Romero. Son un producto artificial que sólo podía fi
nalmente prender cuando el desarraigo latente bajo la inercia tópala
con un obstáculo que lo sacudiera y le forzara a tomar partido.
Es m uy significativo que con ese cuadro social, intelectual, moral,
tan desalentador, los propagadores del independentismo no fueran ca
paces con su propia actividad apostólica de difundir el movimiento en
América hasta no recibir el inesperado auxilio del Gran Corso.
Fue necesario el secuestro de la casa real española en Bayona y la
invasión de España por las tropas napoleónicas para que América sa
liera de su letargo y se viera obligada a elegir. En aquella tesitura de
incertidumbre quedaron al descubierto las superficiales raíces de la tan
maltratada comunidad política de América. Tras iniciales intentos de
constituir juntas análogas a las ibéricas con idénticas pretensiones di
fidelidad a la monarquía española y preservación del poder regio, la
falta de convicción íntima demostró la incapacidad de dirigir una
reacción popular. En grandes sectores criollos, en las clases m is pu
jantes, el vacío intelectual y sobre todo emocional encontró un balsa
nio en la misma propaganda independen!isla que basta ayet, bahía a
do vista con displicencia y desinterés. Ni mucho menos fue unánime
la defección, ni siquiera mayoritaria en la mayor parte de los virreina
tos. Comenzó una confrontación civil que, a partir de 1810, con los
vaivenes que hemos visto, condujo a la extinción política de la Hispa
nidad americana.
Pa r a leer m á s :
I l-l ' I
Estamos, pues, ante la representación del drama del alma española,
la encrucijada en la que unos y otros tuvieron que tomar partido en el
claroscuro del momento, con la intención de hacer posible el bien
común político. Yo afirmo que, en medio de aquella barahúnda, no
todas las decisiones eran equiparables. Había elementos que hacían
sumamente difícil la decisión, pero éstos no eclipsaban del todo la
continuidad de unos principios a los que la conciencia exigía perma
necer fiel. Es de todo punto injusto querer leer la historia a posteriori y
querer justificar decisiones que carecieron de suficiente fundamento o
incluso estuvieron motivadas por errores.
No parece que se pueda negar que los reyes españoles, al menos
desde Carlos III, fueron infieles a los principios doctrinales de la mo
narquía hispánica y fueron los últimos responsables (como diría sor
M aría de Agreda al rey Felipe IV, «ser rey es una carga, no sólo gran
deza») de la mala dirección que tomaron los pueblos hispánicos. El
gobernante está obligado, al igual que los ciudadanos, a cumplir con
sus graves deberes de justicia general. Pero la gravedad de la obligación
de los gobernantes es inmensamente mayor que la nada despreciable
de los ciudadanos. Los Borbones, al menos desde Fernando VI, mere
cieron no menos que los Merovingios el doliente título de «reyes hol
gazanes».
Sin embargo, no hago ningún malabarismo doctrinal si afirmo que,
aunque hubiera causas suficientes y sobradas para declarar la indigni
dad de Carlos IV o de Fernando VII, esa indignidad no fue jamás de
clarada como un acto de la sociedad. Las tachas de los monarcas son
objetivas y muchos contemporáneos suyos pudieron formarse una idea
cabal de la actuación de sus reyes. Seguro que muchos desaprobaron
tajantemente aquellas regias conductas. Pero una cosa es formarse un
juicio privado y otra m uy diferente que la sociedad como tal realice un
acto suyo.
La reprobación de un rey no es un acto ordinario, no hay prolo
coios para eso, pero debe ser realizada por órganos o por personas i n
yo juicio pueda ser reconocido socialmente. Esc reconocimiento con
vierte la reprobación en un acto de la misma sociedad. Un ejemplo de
un acto análogo, dirigido no a la reprobación pero sí a promovet ai los
necesarios para el bien común para los que no tenía aii ¡bm ion< no-,
lo ofrece el bando riel alcalde de Musióles: -I a patria esta en peligro.
M adrid perece víctima de la perfidia francesa; españoles, acudid a sal
varla».
En el contexto del secuestro de Bayona, de la ocupación francesa
y de los bárbaros enfrentamientos de los invasores con los españoles,
aquella llam ada dejó de ser el acto de un pobre regidor y se convir
tió en un acto verdaderamente político general. Como tal fue en
tendido. La prueba está en que, como dice el biógrafo de Napoleón,
Lanfrey,
todos se levantaron, sin saber el uno del otro; en aquel instante de su
premo peligro se atrevieron a mirar a la cara al tirano del mundo y decla
rarle la guerra por su cuenta. Miles de hombres acudieron, con las armas
en la mano, a la cabeza del partido. No sabían si hallarían imitadores y
auxiliares, sabían sólo que preferían la muerte a la dominación extranjera
impuesta bajos tales auspicios.
I M ‘> I
Fueron malos reyes, pero ni Carlos IV ni su hijo perdieron la legi
timidad de ejercicio y esto se puede afirmar sin aprobar hipócrita
mente sus indecorosas conductas. Se trata de pensar desde el interior
de la tradición política y legal católica.
Declarar la ilegitimidad de un gobernante es un acto de la máxima
trascendencia política y que coloca el bien común político en una si
tuación de vulnerabilidad. Un acto semejante no puede quedar al al
bur de subjetivas interpretaciones y menos aún de opiniones inciertas.
El bien común exige que sea declarada, con causas suficientes, por una
autoridad suficiente para que ese acto se convierta en un acto de la so
ciedad, como lo exige el bien común. Con la misma seguridad ese acto
debe garantizar la designación de un nuevo jefe. Que eso no sucedió
nunca con Fernando VII lo prueba el hecho de que durante el cautive
rio de seis años del monarca a manos de Bonaparte, tanto el alza
miento popular como las distintas juntas y la misma convocatoria de
las irregulares Cortes gaditanas se harán en nombre de una regencia
interina hasta que tuviera lugar la reintegración del monarca a España.
Los españoles no se plantearon sustituir el régimen ni a la persona del
monarca, que, a sus ojos, era depositario de la legitimad de origen y
no había perdido la de ejercicio.
Los pueblos españoles, azuzados por la ocupación física de su te
rritorio, dieron una respuesta que se limitaba a la defensa de la legiti
midad del monarca prisionero y a la apremiante expulsión de los ejér
citos invasores. Las viejas y legítimas querellas contra el abuso del
poder quedaron pospuestas ante la urgencia de agrupar las fuerzas ame
el enemigo extranjero. En realidad, los españoles ibéricos estaban
profundamente divididos entre sí. Hubo un grupo, el de los liberales
«patriotas» que, mientras la mayoría de sus compatriotas, alérgicos .1
las nuevas ideas liberales, se batían a muerte por expulsar al invasor,
aprovecharon para dar un verdadero golpe de mano, copando las irre
guiares Cortes de Cádiz y preparando la instauración de un régimen
liberal parlamentario.
La situación en las Españas americanas fue diversa pero no dejó de
guardar interesantes analogías con la peninsular. El común de los po
bladores de las Indias sintió fraternal solidaridad ame el atropello que
padecían sus hermanos peninsulares e inquietud filial ante la incierta
suerte del monarca prisionero en Valeucey. Se espetaban las nota ¡as
de la Península con avidez y los ánimos estaban pendientes de los re
latos de los navegantes que procedían de Europa. En un principio las
autoridades políticas delegadas de la Corona mantuvieron el orden,
pero m uy pronto los cabildos constituyeron juntas al modo peninsular
para preparar la defensa del orden político en aquellas anómalas cir
cunstancias. En éstas, como en las peninsulares y de un modo parti
cular en las Cortes de Cádiz, la presencia e influencia del elemento re
volucionario fue desproporcionada respecto al peso que tenía en la
población.
P a r a l e e r m á s -.
Apenas lile enterado de ello el pueblo mexicano por los repiques y salvas,
parecía liahci perdido el inicio. |am;is bahía visto México un torrente
igual de alegría en todos sus liablianles los malintencionados se admira
ron al vei que no bahía mas que una voz a lavoi del Kei y de la I .pana
No hubo remedio: todos recelaron hacerse sospechosos y todos tuvieron
que mezclarse con el pueblo en sus alegrías. Los buenos fundaron una
total esperanza de que habían acabado los proyectos. El virrey y el Cabil
do, testigos de vista por tres días, no podían menos que cambiar de de
signios por el cambio repentino de circunstancias.
La riqueza que rodeaba aquel retrato del Soberano sorprendía a los es
pectadores. Estos lloraban al considerar a su jovencito Rei cautivo. Yo
presencié estas tiernas lágrimas y juraré siempre que eran hijas del afecto
y de la sinceridad de aquellos habitantes. Siento por lo mismo la mayor
repugnancia en tener que explicar el extravío de una parte de ellos, aun
que fue movida (¡quién lo creyera!) por los mismos principales jefes.
I'-' I
clima de enfrentamiento entre los habitantes de la ciudad provenientes
de la Península y los criollos. Mientras tanto, en el interior del virrei
nato, se sucedían los festejos y demostraciones de afecto por el Rey.
El propósito de los separatistas encontró nueva ocasión favorable
con la visita de don M anuel Francisco de Jáuregui y de don Juan Ra-
bat, dos delegados de la Junta de Sevilla, que se había declarado Junta
Suprema de España. En nombre de una regencia de Fernando VII
instituida por esa Junta, traían facultades para sustituir a las autorida
des nombradas por el odiado Godoy que no se adhiriesen al nuevo
Rey y a la regencia. Así se iba a proceder a esa adhesión, cuando el 31
de agosto «llegaron pliegos de la Junta de Asturias, constituida en
Londres, solicitando también el reconocimiento como Junta Suprema.
En presencia del cisma, tanto el virrey como los criollos tuvieron ar
gumentos para convencer a los Oidores de la conveniencia del no re
conocimiento hasta tanto no se aclarase la situación», explica el histo
riador y magistrado mexicano Felipe Tena Ramírez. Cada una de estas
circunstancias era hábilmente aprovechada por los rebeldes. Llegados a
este punto, ya contaban a su favor con el anhelo del pueblo de que se
estableciese un Gobierno firme y estable, dadas las muestras de incer
tidumbre y de desgobierno que había dado el Virrey. Todas aquellas
disensiones debilitaban el entusiasmo popular por la causa real y ha
cían aflorar los viejos agravios no olvidados de los malos Gobiernos.
Los criollos secesionistas sabían que había que evitar reconocer a nin
guna Junta ibérica, lo que significaba escenificar una primera ruptura
política con España.
Mientras tanto, los novohispanos fieles a la Corona tampoco se es
taban quietos. Conocidos los manejos de los separatistas, propusieron
a un notable, don Gabriel de Yermo, que aceptara la arriesgada tarea
de acaudillar a los deseosos de continuar unidos a España y dar un
golpe de mano que arrebatase el poder al Virrey. Así lo efectuaron el
15 de septiembre, y el 16 se hacía una proclama pública en la que se
daba cuenta de los sucesos y se anunciaba al pueblo que el señor arzo
bispo y otras autoridades habían reconocido al mariscal de campo don
Pedro Garibay como jefe político y nuevo virrey: «Sosegaos, eslad
tranquilos, os manda por ahora un jefe arredilado y a quien conocéis
por su probidad». Una semana más larde enviaban al depuesto llu n i
gara y con sil lamilla al castillo de San |u,m J< Ulna, paia parlii deI
I ISH |
vuelta a Europa. En su camino a Veracruz, el pueblo le increpaba y
querían agredirle por su deslealtad con el Rey. El 6 de diciembre,
cuando se le unió su esposa, partieron definitivamente para la Penín
sula. El nuevo Gobierno, así constituido, se había formalizado contra
todas las Leyes de Indias y los derechos forales, de modo que este gol
pe de mano supuso una victoria pírrica. Los derrotados secesionistas,
que ya habían plantado en el pueblo el germen de su ideal, se presen
taban como víctimas de aquella violación de la legalidad, lo que iba a
incrementar su ascendiente popular. Luego vendrían «el grito de Do
lores» y la guerra sangrienta entre españoles en la Nueva España. Gue
rra inútil, pues finalmente los insurgentes lograron la independencia
tras el acuerdo del realista Iturbide y del insurgente Guerrero, de 2 1
de febrero de 1821, el Acuerdo de Iguala.
Este ejemplo ilustra la rápida evolución, en aquellas complejas cir
cunstancias, del sentimiento popular de los españoles americanos.
Sentimiento que en un breve lapso de tiempo transita del entusiasmo
y el delirio por la coronación de Fernando VII hasta el desasosiego y la
guerra a muerte contra lo español. Dos cosas quedan claras ante este
cuadro: que el independentismo no era un brote fatal ni genuino del
suelo americano, sino más bien inoculado y adventicio; y que el nervio
político del pueblo americano estaba exangüe y reducido en su mayor
parte a pasional sentimiento hispano.
Pa r a leer m á s :
I
1
EL VÉRTIGO DE LA MENTIRA
I Id.» I
Junta Suprema, que se refugia en Cádiz y afloja todavía más el débil
lazo con las juntas americanas.
En aquel momento, en 1810, las Juntas de Buenos Aires, Bogotá
y Caracas se declaran independientes de la Junta Suprema. Pero no
del ausente Fernando VII. Llevan todavía la máscara de Fernando
VII. Si su lealtad dinástica no hubiera sido una máscara, si al sacu
dirse la obediencia de la Junta Suprem a sólo hubieran primado el
bien común, ya que aquélla no podía ejercer ya el mando necesario,
¿quién podría acusarles de sediciosos? ¿Quién vería en una rencilla
entre legitim idades provisorias y suplentes como las de las juntas,
nada que apuntase al hispanicidio de América? A fin de cuentas, co
mo dice Encina: «El criollo del siglo X V III, obedeciendo a un m an
dato que venía también de la sangre, deseaba con toda su alm a que
el peninsular se quedara en España, que no se interpusiera entre él y
el Rey».
Y la cosa venía de antiguo, que ya Macanaz le había informado a
Felipe V, casi un siglo antes de la independencia, de «que en aquellos
países hay muchos descontentos, no por reconocer a España como ca
beza suya, que esto lo hacen gustosos [ ...], sino porque se ven abati
dos y esclavizados de los mismos que de España se remiten a ejercer
los oficios de la judicatura». Nada diferente se deduce de los meticulo
sos informes de Jorge Juan y de Ulloa. Como hemos visto, sólo la
propaganda tendenciosa hace equivaler legítimo celo por lo propio y
particular con independentismo político. El ejemplo fundacional de
los reinos ibéricos daba testimonio de lo contrario.
Por entonces, todavía en 1810, aún eran sólo unos pocos, m uy po
cos — como reconocían los mismos partidarios de la independencia—,
los entusiastas, los activistas del independentismo. La mayor parte iba
a ser seducida en aquel trance y se dejó persuadir por la borrachera de
aquel sueño prometeico. De repente, a muchas de aquellas atribuladas
cabezas les empezó a aparecer la advenediza consigna de «los precurso
res» como la única salida.
El rencor latente que generaba la ausencia de Gobierno se refoi
mulo como odio a una inexistente opresión española. Quisieron creer
que el destino se había fijado en aquella generación para confiarle la
tarea de poner fin a la claudicante opresión y de inaugural una nueva
época de esplendor.I
I<>I |
No se debe escatimar la comprensión hacia nadie y menos hacia
aquellos hombres que padecían un ir y venir de rumores, de bulos, de
intoxicaciones deliberadas, en medio de una ausencia tan hiriente co
mo es la del gobernante legítimo. Pero toda la comprensión del mun
do no puede ocultar que aquellos legítimos anhelos se deformaron al
abrazarse con un cúmulo de mentiras, después jamás admitidas como
tales. Mentiras que forman el pecado original de las naciones america
nas, pecado no confesado ni absuelto y que sigue ensombreciendo la
andadura política e individual de los hispanoamericanos. Como diría
Paul Bourget, «nuestros actos nos siguen».
No hubo ningún yugo español sobre unas naciones americanas que
comenzaron, no ya a existir, sino a imaginarse sólo cuando la monar
quía y el papado sufrían oprobioso cautiverio a manos del emperador
del progreso.
Simbólicamente, siguiendo el símil del mulato Bracho, la indepen
dencia de América se hizo estando fuera del hogar el padre y la madre,
cuando los ojos de los revoltosos no podían cruzarse con las censoras
miradas paterna y materna.
Estos son los ingredientes de esa falta nativa de las naciones ameri
canas: fabulación de un pasado inexistente, negación del pasado real y
de las obligaciones que genera, elección del momento menos gallardo
para consumar la ruptura, la máscara fernandina y, como síntesis de
todo ello, la violación del derecho público cristiano.
Han transcurrido doscientos años durante los cuales se han erigido
artificiales comunidades políticas, carentes de otra legitimidad de origen
que no sea el mito fundacional. Si ese mito se demostrase falso en su ini
cio, habría que decir, valientemente, que aquellas repúblicas no tienen
ninguna legitimidad originaria. Veremos si eso es así. Como si de una
maldición añadida se tratase, casi siempre durante esos turbulentos dos
siglos, además se ha podido echar en falta la legitimidad de ejercicio.
Esos doscientos años han cimentado un hecho social con ineludi
bles consecuencias políticas. Los actuales países americanos están ahí.
I odo luí uro que se pueda pensar para América deberá tener en cuenta
i¡des arbitrarias divisiones. Pero tenerlas en cuenta no quiere decir
perpetuarlas inalteradas, ni venerarlas como si de la obra fatal de un
demiurgo se Halase. Peto antes de hablar del futuro, hay que atreverse
a habí,u del pasado.
| lii'i
No me fijo en el amanecer de la América independiente «con ojos
de peninsular» de «gachupín», de «sarraceno» o de «chapetón»: no soy
un extraño, sino un huérfano de la Hispanidad política y, como tal,
hermano de mis hermanos de América. Digo de propósito «huérfano»,
porque la Hispanidad política murió a los dos lados del océano Atlán
tico, en una agonía postrera que dura de 1808 hasta 1833. Todo lo
que duró el reinado de Fernando VIL Cuando aquel Rey hereda el
trono, se ciernen negros nubarrones sobre España, en América y en
Iberia. A su muerte, en América ya no se puede hablar de Hispanidad
política, y en la España ibérica, tampoco. El viejo ideal de la monar
quía hispánica, federal y representativa, sólo lo mantendrá vivo el es
fuerzo macabeo del pueblo y de la dinastía carlista. El carlismo prota
gonizará un fenómeno político, único en la Historia, de transmisión
de una legitim idad y de un ideal político en una duradera y anómala
situación de confrontación y de clandestinidad. El descomunal y desi
gual combate de la causa carlista logró la continuidad esencial de la
monarquía hispánica, preservada como una llama sagrada.
Pero la Hispanidad, como concepto político, significa no sólo la
pervivencia, sino la plenitud de esa vida política española, su normal
ejercicio, y ése se había eclipsado en un repliegue, en un letargo inerte
del que no ha salido después. Pero si la América española tiene su pe
cado original, la España ibérica también tiene el suyo, no menos gra-
* Fernando VII intentó por todos los medios atajar el movimiento independen-
tista americano y mantener íntegra la Corona española (relativamente, pues se vio
obligado a ceder La Florida a los Estados Unidos). Desde su regreso efectivo al trono
en 1814 emprendió un esfuerzo bélico sorprendente buscando la pacificación de
América y en ningún momento dio por perdidos los reinos americanos.
Cuando murió, en 1833, Fernando VII no había reconocido oficialmente la in
dependencia de ninguna de las nacientes repúblicas. Después de ser derrotado en el
campo de batalla, había proseguido su guerra diplomática para prevenir el recono
cimiento internacional de aquellos Estados, sobre todo por parte de la Santa Setle.
Fernando VII representa el cénit del vector absolutista y del olvido práctico del
viejo derecho político español. Su política encarna, en estarlo puto, las cansas de la
postración política americana e ibérica, lacha de la monarquía que ha dejarlo sus
amargos frutos también en las dos orillas del Atlántico.
Una peculiaridad que malvara el llllllin de los españoles europeos es q u e la l’e
nínsula Ihérit a contó t on el revulsivo de la Invasión tiapoleónlt a, Aquí lia oc up.ic ionI
I l«'lt |
El pecado americano de la España ibérica es el anormal y ti el iIuta
do olvido, institucional y colectivo, de América (excepción hecha d>
Cuba y Puerto Rico). Una porción que representa menos del 5% (di
jando aparte las Filipinas) se olvida, cancela de su memoria, lo que du
rante más de tres siglos había sido más del 9 5 % del territorio espaiml
y que, en 1810, suponía más o menos el 60% de la población d< la
Corona: el 60% de los españoles.
Después de 1825, cuando se proclama la independencia drl ,\11 ..
Perú —a partir de entonces República de Bolívar o Bolivia , o si .
quiere tras el fallido intento de recuperar para la Corona la Nina . I
paña en 1829, la política americana de la monarquía queda icdin ida i
la rabia de Fernando VII, a los manejos de sus ministros aun i I l’.ip i
León XII para impedir el envío de nuncios y a la ominosa olea 111 ........>
a la provisión de las sedes episcopales vacantes en América.
I I'*/ I
Dos años después de la muerte de Fernando VII, la regencia de
M aría Cristina reconoce diplomáticamente a todas las repúblicas ame
ricanas y con ese mismo acto es como si «España» se quitase un peso
de encima. América parece esfumarse de la conciencia histórica de los
hispanoiberos, reducida sólo al lazo afectivo, en el mejor de los casos.
Si los Estados americanos «se inventan» un pasado y unos mitos
fundacionales, la España peninsular se repliega sobre sí misma y prosi
gue su trastabillada historia durante el turbulento siglo XIX sin haber
sido capaz de darse una explicación de lo que ha sucedido, sin hacer
un esfuerzo por comprender el pasado inmediato y su relación con los
antiguos reinos hermanos, ahora repúblicas distantes. La España pe
ninsular «reniega» de América. Ambos procesos, el americano y el ibé
rico, son respuestas falsas a un problema histórico, político y hasta
sentimental.
Pero hablamos ahora de las Españas, y en particular de Hispanoa
mérica. Sería de desear una reflexión sobre cómo y por qué la España,
replegada sobre Iberia, se quiso olvidar de América y no se tomó la
molestia de asimilar, con sus luces y sus sombras, las razones de la esci
sión.
Es comprensible que, ante una llaga que producía un inmenso do
lor, se optase por no hurgar en ella, esperando que el tiempo la sanase.
Pero el tiempo cerró en falso la herida, con una cicatriz doliente, que
separa y une a la vez a hispanoamericanos e iberoespañoles. Baste aquí
decir que la principal razón de ese olvido deliberado y vergonzante
está en la propia refundación política operada en la Corona española a
partir de 1833, que va a seguir los mismos principios políticos libera
les que inspiran a las nuevas repúblicas americanas. La única manera
de comprender la escisión americana era contemplarla dentro del cua
dro histórico y político de la vieja legitimidad, y aquello era lo último
que convenía a la España de M aría Cristina, de Espartero y de los es
padones liberales. Repensar y digerir el problema americano requería
regresar — aunque sólo fuera con el pensamiento— a un mundo que
se quería muerto y enterrado.
Todavía hoy es incomprensible que los escolares «españoles» tnm
siten superficialmente por el siglo XVIII y se planten en la ( ¡nena de la
Independencia, sobrevuelen el regreso de Fernando V il, el I nenio
liberal, el restablecimiento del absolutismo, para Ilegal a la Primera
Guerra Carlista, reparando sólo de pasada en que durante ese tiempo
se produjeron las declaraciones de independencia americanas. La pér
dida de un inmenso Imperio de más de 20 millones de kilómetros
cuadrados, sepultada bajo unas cuantas frases sin importancia. Pero
regresemos al pecado original de las repúblicas americanas.
Pa r a l e e r m á s :
II
No, un mito no es una explicación. Es eso, una narración, un cuento.
Sirve para sustituir la comprensión por la imaginación. Por eso no im
porta que el mito tenga lagunas, huecos, o zonas oscuras, porque no pre
tende dar cuenta de lo que pasó, sino satisfacer los quebrantos emocio
nales, el sentido de orfandad, que desata toda revolución. Si alguien,
cándidamente —-y no es un caso excepcional— , en lugar de tomarse los
mitos como ese bálsamo tranquilizador de la conciencia, se pregunta por
su consistencia, se topa con otro problema irresoluble: ¿cuántos mitos
fundacionales hay? Miranda o Bolívar, que aspiraban, de modos incom
patibles entre sí, a una América independiente unida, no podían defender
los mismos mitos fundantes que las distintas juntas que fueron procla
mando la independencia de fracciones del Imperio. Además, no estaba
claro ni el número ni los límites territoriales de las nacientes naciones, o
de los nacientes Estados, más exactamente. Este problema, sin embargo,
no resultaba insoluble para los poetas épicos, que irán adaptando los mi
tos a las necesidades que imponga la realidad. Piénsese cómo la mitología
nacionalista peruana incorpora como héroes nacionales, por encima de
los de la independencia (todos «extranjeros»), a los soldados de la Guerra
del Pacífico, cuando se dirimió la ominosa determinación de los límites
entre los hermanos Perú, Bolivia y Chile. O fijémonos en la duda metó
dica de Guayaquil, entre el naciente Perú y la Gran Colombia, para aca
bar formando parte del tardío Ecuador. Los bardos improvisaban, raudos
como bertsolaris, las leyendas que hiciera falta.
Pero un mito es, objetivamente hablando, una mentira y no im
porta cuántas verdades vengan detrás de él en su socorro: permanecerá
siempre falso.
Pa r a leer m á s:
I l/á I
3
EL ESCARNIO DE TUPAC AMARU
O LOS CRIOLLOS, HIJOS DE LOS INDIOS
7H
La política de las repúblicas surgidas en América, en el mejor de los
casos, mostró indiferencia por la suerte de los indígenas y m uy fre
cuentemente institucionalizó el expolio de sus tierras. Incluso en los
casos en que los indios participaron más activamente en el movi
miento secesionista, como sucedió en México, el nuevo Estado res
tringió las culturas autóctonas, imponiendo rigurosamente el uso del
español, y acometió una voraz política confiscatoria de terrenos, lo
que empujó a los indígenas a continuas revueltas contra estas medidas,
hasta entrado el siglo X X , cuando su población había sido ya reducida
a una mínima parte del país. Políticas institucionales que se llevaron a
cabo incluso cuando al frente del Estado se encontró algún mestizo
como Porfirio Díaz.
Las «independencias» fueron criollas en su génesis y en su resulta
do. Del indio no necesitaban más que su colaboración para una causa
que les era extraña y el uso mitificado de su identidad para elaborar el
imaginario de los nuevos Estados. No podía ser de otro modo, pues
para que indios, cholos, mulatos y criollos hubieran podido compartir
un mismo ideal político, previamente hubiera debido existir una fu
sión política entre ellos, cosa que sólo sucedió, con sus limitaciones,
dentro del ideal político hispánico.
Pero el odio real a lo indígena fue parejo con esa instrumentaliza-
ción mítica que nada tenía que ver con ellos, sino con la necesidad de
crear una leyenda que sustituyese la historia que se quería negar:
I 179 I
los aztecas y sus impuestos de sangre lo que unificó a los m uy diversos
pueblos sometidos bajo su tiranía, y que esas tropas multinacionales
fueron empleadas por Cortés para conquistar la capital imperial».
PA R A LEER M ÁS:
I I»" I
4
LA EXASPERACIÓN DE LOS ESPAÑOLES
AMERICANOS
I IHI |
no más bien gradual y parcial, y se adentró hasta tiempo después de
consumadas las secesiones.
Lo sorprendente, dadas las circunstancias, es que el amor a España
se resistiese a morir en tantos americanos. Esa misma resistencia, que
significaba el libre ejercicio de venerar una realidad que iba más allá de
aquellos monarcas, da testimonio de la fortaleza de aquel vínculo.
Entre la gente humilde se vivió el drama de la elección: o abrazar el
nuevo ideal patriótico, que nacía sin mandato del pasado, o perseverar
religiosamente aferrados a la hispanidad de los ancestros.
No nos dejemos engañar: si los unos aborrecían a Fernando V il y a
causa de él a España, los otros seguían siendo españoles a pesar de los
desafueros de aquellos borbones. El amor patrio de éstos demostraba un
ejercicio de fortaleza admirable. Sólo entre los funcionarios y los milita
res circulaba, tal cual, el disparatado discurso absolutista del Marqués de
Croix, Virrey de Nuevo México: «Los súbditos del gran monarca que
ocupa el trono de España nacieron para callar y obedecer».
J-El pueblo español de América y de Iberia, dañado durante genera
ciones por las políticas absolutistas de los reyes, seguía obstinado en su
fidelidad. ¡Qué gran injusticia la de los iberos que olvidaron nuestra
historia común, y con ella a tantos hermanos españoles americanos,
contemporáneos suyos, a los que se les heló la piedad y que fueron en
gullidos por la historia republicana de América!
Grandes porciones del pueblo americano, escandalizadas y desen
cantadas ya de tanto oprobio, desistían desilusionadas. Aquél fue el
rastrojo en el que prendió el fuego independentista. Nuestros amados
reyes habían contribuido a secar aquel campo feraz.
Tan es así, que el tiro de gracia lo disparó el propio Fernando VIL
Al terminar 1819, los realistas de la Nueva España, que habían acaba
do con M ina, «el Mozo», y su expedición liberal, tenían controlado
casi todo el territorio y los insurgentes estaban sumidos en una tre
menda crisis. En Nueva Granada la guerra estaba estabilizada, con
Bogotá en manos insurgentes y Caracas realista. En el Perú, que en su
mayor parte seguía siendo realista, las perspectivas no eran malas para
los ejércitos del Rey. Chile tenía focos leales a la Corona que impedían
la consolidación de su independencia.
De modo que en Nueva España el fin de la insurrección parecía
próximo; prácticamente no quedaba ejército organizado independen
tista, tan sólo algunas partidas maltrechas. En Nueva Granada, el ge
neral realista Morillo tenía un ejército mejor equipado y avituallado
que Bolívar. El jefe realista, sin entrar en combate, aguanta la tensión
a sabiendas de que el tiempo corre en su favor, con un ejército bien
alimentado y con adiestramiento profesional: la inacción desmoraliza
a los soldados de Bolívar que, sin apenas intendencia, enferman o de
sertan en gran número. El venezolano escribe a su todavía compañero
el general Francisco de Paula Santander, describiéndole su desesperada
situación: «Casi todos los soldados se han ido a sus casas; las provisio
nes de boca se han reducido; los hombres están cansados de comer
plátano: plátano en mañana, plátano en tarde y plátano en noche [...]
Los enfermos se mueren de hambre [...] Nos vamos a ver en un con
flicto del demonio».
Morillo, sabedor de esta circunstancia, evitaba reñir batallas, cons
ciente de la desesperación que minaba a los rebeldes. También en
Nueva Granada, al comenzar 1820, todo apuntaba hacia una victoria
realista a no mucho tardar.
La rebelión de Riego en el municipio sevillano de Cabezas de San
Juan en 1820 impidió la llegada de unos refuerzos que previsible
mente hubieran consolidado el poder real en América. Las noticias de
la sublevación llegaron a América y al principio no se las consideró
más que un contratiempo sin decisiva influencia en el desarrollo de la
guerra. Cuando poco después se supo que Fernando V il juraba la
Constitución de Cádiz, el desánimo cundió entre el grueso de los rea
listas de corazón.
La decepción de la población en el Perú y la Nueva España, bastio
nes del realismo en América fue decisiva para el cambio de rumbo de
la guerra. El absolutismo era una lacra que parasitaba el ideal monár
quico, pero que el Rey absolutista abrazase el progresismo de «la Pepa»
significaba a sus ojos dar la razón a los independentistas. El mexicano
Armando Fuentes Aguirre, «Catón», lo resume así:I
I,a ( '.onsi ¡un ión liberal jurada por Fernando VII hizo lo que no pudieron
conseguir I I¡dalgo, Allende y Aldama; Rayón, Múrelos y Galeana; Victo
ria, (¡ucrrero, Mina y bravo: la consumación de la independencia mexi
cana ( osa muy paradójica pairee que los insurgentes, aliados por sus
Ideas a los e spañoles libélale s, eonsrgulnín aliena su propósito trabando
I IH H
alianza con el sector más conservador y absolutista de la «gachupinería»
peninsular, y mayor paradoja resultará que ese sector, formado por los
más ricos comerciantes, por los más cerrados miembros del alto clero, por
los más altos burócratas de la colonia, sea el que con mayor ansiedad
busque y propicie la definitiva separación de México respecto de la Ma
dre España.
Así lo relata Fuentes, que añade: «En la Nueva España, todos esos
decretos causaron sorpresa y espanto [...] Por su parte, los insurgentes
vieron la ocasión de llegar a la independencia sin efusión de sangre, en
acuerdo con los acérrimos enemigos, los gachupines».
La confusión de quienes luchaban por un ciego sentido del deber,
idolatrando la figura real, produjo transformaciones fulgurantes. El
coronel del ejército realista Juan de los Reyes Vargas, apodado «el In
dio», era un mestizo indígena de Siquisique, Capitanía de Venezuela.
Reyes Vargas se había distinguido por sus abnegados servicios a la cau
sa del Rey. El 12 de octubre de 1820 dejó constancia escrita de su
transformación:
Cuando yo, enajenado de la razón, pensé con mis mayores que el rey es el
señor legítimo de la nación, expuse en su defensa mi vida con placer.
Ahora que los inmortales Quiroga y Riego lian descubierto con sus amias
libertadoras los títulos imprescriptibles de la nación, lie logrado conven
cerme de que tanto el pueblo español como el americano tienen detecho
para establecer un gobio no según su cotu ietu ia y propia Iel¡c idad,I
I 1H-I |
Durante diez años, no le habían faltado al indio Reyes Vargas, ni el
roce ni la predicación de gran parte de los oficiales del ejército del rey,
liberales convencidos y en muchos casos francmasones. Cuando el
idealizado Fernando VII cambió de bandera, «el Indio», como tantos
otros compañeros oficiales, también estaba maduro para cambiar la
suya.
Hasta 1820, los obispos del Patronato regio habían predicado en su
mayoría la legitimidad del Gobierno de Fernando VII, sobre todo tras
la publicación de la encíclica legitimista de Pío VII en 1816. Pero, tras
la jura regia de la constitución,
un
jurada la constitución por el rey católico, la soberanía volvió a la fuente
de la que salió, a saber: el consentimiento y disposición de los ciudada
nos. Volvió a los españoles. ¿Por qué no a nosotros? Fuera de esto, horro
rizan los decretos que cada día allí [en Madrid] salen, a la verdad, no
aprobados por esta América, ni que los aprobará. Extended hasta noso
tros vuestra santísima bendición.
I !H7 |
.
■
5
EL ABANDONO DE LA PIEDAD
PATRIÓTICA
I IH'I I
El ser humano es social por naturaleza. Eso quiere decir que su
naturaleza le lleva a buscar sus fines propios en sociedad. No es un ca
pricho o un factor que dependa de lo «sociable» que sea o se sienta ca
da cual. Es algo que está dentro de nosotros. Ese es el fundamento de
la vida política: que existe un bien común, superior a los bienes parti
culares, que se debe alcanzar en común. La virtud que dirige la obten
ción de ese bien se llama justicia general. Tanto los gobernantes como
el pueblo tienen obligaciones graves de justicia general para colaborar
en el logro del bien común. ,
Pero el bien común no se lim ita a las acciones que en un momento
dado realizan el gobernante y el pueblo. Ése es el bien común actual.
Hay también un aspecto del bien común que nos precede, que ante
cede tanto al pueblo como al gobernante de este momento actual: es el
bien común acumulado por la historia. De hecho, el bien común acu
mulado en el pasado imprime una dirección a la actividad actual ende
rezada a procurar y mantener el bien común. Del mismo modo que
en un barco el rumbo trazado permite gobernar la travesía con leves
toques de timón, el bien común acumulado encamina la acción actual
de gobierno y la orienta.
Resulta un poco difícil pensar en estas cosas hoy, cuando el empe
ño de los gobernantes, desde hace demasiadas generaciones, consiste
en rebelarse contra el bien común acumulado y en destruirlo. Pero in
cluso para comprender nuestra desolada situación actual conviene ha
cer un esfuerzo por entender estos principios inmutables de la natura
leza y de la política humana.
La comunidad política, el territorio, las gestas de nuestros antepa
sados, los pacientes y cotidianos esfuerzos precedentes por alcanzar el
bien de la sociedad que generaciones antes que nosotros han realizado,
forman parte de ese bien acumulado. Pero no sólo: también las plas-
maciones concretas del derecho público, las leyes y fueros, las costilm
bres, y algo eterno que está por encima de las particularidades nació
nales: el derecho natural y la ley diviná. Ese bien común acumulado
subsiste también incluso cuando una generación o varias desfallecen
de su misión y prevarican, descuidando sus obligaciones liada el bien
común actual. También boy, incluso cuando los (¡obiem ns militan
contra todo lo que constituye nuestra beretu ¡a de bien común bu 1 a
sos como éste, el peligro es exasperarse Es pcnsai que el bien común
I I'»" I
ha desaparecido porque todo conspira para acallarlo. En momentos
como éstos, a la virtud de la justicia general se le debe añadir un ejer
cicio doliente de la virtud de fortaleza. Fortaleza que nos permite re
cordar que existe una virtud olvidada, que es la piedad política.
Corrientemente se entiende por piedad la devoción, o la misericor
dia. En el sentido de devoción religiosa es un uso exacto, aunque re-
ductivo: es la piedad cuyo objeto es Dios creador y providente. El
otro, el de conmiseración, es un sentido impropio y derivado. En sen
tido estricto, la piedad es una virtud que forma parte de la justicia ge
neral. Consiste en satisfacer una obligación de justicia: de dar a cada
uno lo suyo. Pero es una obligación peculiar, la que nace cuando «lo
suyo» que debemos, «la razón especial de la deuda» a la que estamos
obligados es la «calidad de principio generador y gobernador de nues
tro ser» que tienen Dios, los padres y la patria. A ellos les debemos la
existencia entera:
I•>1 |
Por «atenciones» «se refiere a toda clase de cuidados y con la palabra
culto al honor o reverencia» (11.a Ilae, q. 101 a. 2. resp). En razón de
esto el socorro «al superior» es un deber de piedad. El culto y las aten
ciones se deben también a la patria, en sus miembros, «según las pro
pias posibilidades y la dignidad de las personas».
«La piedad es cierto testimonio de la caridad con que uno ama a
sus padres y a su patria». Sabiendo lo mal que sus padres se portaron
con Santo Tomás, resulta más impresionante todavía leer estas refle
xiones del Doctor Angélico.
La viciosa disposición actual de los padres o de los gobernantes no
nos exime de ese «testimonio de la caridad con la que uno ama a sus
padres y a su patria». Esto es así, precisamente, porque tanto en la pa
ternidad como en la patria, el don que recibimos es previo a todo lo
que pueda venir más tarde. Los padres y la patria nos dan el ser y con
eso adquirimos una obligación que jamás podremos equilibrar. Si des
pués los padres o la patria en sus gobernantes cometen actos inicuos,
ninguna virtud nos exige aprobarlos. Al contrario, estamos especial
mente obligados a buscar, conforme a nuestra dignidad, enderezar
esos entuertos. Pero nunca un mal actual, por grande que sea, prove
niente de los padres o de la patria, cancelará nuestros deberes de pie
dad, que tienen un origen más alto y más profundo. En tales circuns
tancias, esos deberes se volverán, qué duda cabe, más arduos. Para
cumplirlos, seguramente tendremos necesidad, incluso heroica, de la
virtud de la fortaleza.
Los gobernantes españoles habían subido los peldaños de una peli
grosa escalera absolutista. Se habían portado como padres que provo
caron la ira de sus hijos, por utilizar el recio lenguaje de San Jerónimo.
Pero el bien común acumulado seguía obligando a los españoles, ame
ricanos e ibéricos, a la piedad patriótica.
Los teóricos del independentismo pertenecían ideológicamente al
mundo liberal. El contrato social o conceptos análogos sustituían en
sus discursos a la piedad patria. '
6
EL RECHAZO DE LA PROPIA HISTORIA
De nada sirvió tampoco un llamado que hizo Hidalgo a los criollos prin
cipales de la ciudad para que formaran una junta que gobernara Guana-
juato. Ninguno quiso formar parte de ella, y todos dijeron que al hacerlo
traicionarían el juramento de fidelidad hecho al rey Fernando VII. Furio
so, Hidalgo les gritó que Fernando ya no existía y que su nombre no de
bía mencionarse más.
Armando Fuentes Aguirre
I l'M |
encontramos alguna causa para todo lo que hacemos. Que se trate de
una causa proporcionada o no es otro asunto.
Muchos fueron los agravios, aunque quizás menos de los que bom
básticamente proclamaban los padres de la independencia, silogizando
taimadamente, sin permitir las distinciones debidas. No había tiempo
para eso. Si lo hubieran permitido, alguien les hubiera podido recor
dar que «ninguna virtud se opone o contradice a otra virtud» (S. Th.
q. 101. art 4, resp). Luchar, conforme a nuestra condición, contra los
abusos del absolutismo (y los no menores del liberalismo), no puede
ser incompatible con pagar el tributo de la piedad patriótica.
Conscientes de que esa pietas existía y era exigente, los hijos del
contrato social inventaron un nuevo patriotismo. El proceso revolu
cionario consistió en aprovechar la ira del pueblo para cambiar el cau
ce de sus sentimientos patrios y trasvasarlos a ese nuevo y campanudo
patriotismo. Eran mañas de embaucador, porque el asunto del patrio
tismo verdadero, la pietas patriótica, no es ante todo cosa de emocio
nes intensas, de himnos excitantes o de sensibilidad lacrimógena, sino
una cuestión de justicia, de deber.
La Hispanidad, España, el bien común político acumulado, perte
nece al orden de la constitución política de las Españas, del derecho
consuetudinario y natural, del fuero, del ideal misional y de recon
quista. Eso es lo que vivificó y todavía virtualmente vivifica a España,
mientras exista.
La iracundia, el cansancio y el hartazgo provenían, quién dudará en
admitirlo, del contrafuero, del despotismo, de las regalías abusivas, del
entorpecimiento de la formación nacional en América, de la frivolidad
caprichosa y cambiante en el ejercicio del poder, y de las malas dispo
siciones de los humanos, también entre el pueblo. Se trata de dos ór
denes diferentes y jerarquizados.
En la piedad violada no sólo se repudió la obligación con la patria,
sino también los deberes políticos hacia los padres. El culto a los ante
pasados se tuvo que abandonar por fel amor a la nueva patria improvi
sada. «Patria» e «improvisada» son dos palabras incompatibles, be allí
el sofisma. No se crea la Patria del mismo modo en que uno no se
causa a sí mismo.
El absurdo de un nuevo patriotismo obligaba .1 dar tullo .1 M orir
zuma y a ( aiaubtétnoe al tiempo que se rxrt taba a I leí nan I otlés y a
ui
la Malinche. ¡Qué culpa tndría Cortés de los excesos de Carlos MI.
del IV, o de «el Deseado»! ¡e denostaba a los padres, para exaltar este
reotipos inexistentes, pues tunca existieron ni un humanitario y hrm
fic o Moctezuma ni un p reersor Tupac Amaru, I o II.
Los vínculos de la piedd son, insisto, de justicia, no del c o i .i /<hi
Por eso perduran, aun cuando el sentimiento se haya extinguido o ■
haya pervertido impíamene en odio. Cauterizar la herida no «111 o i <
decir cancelar la obligación
I 197 |
en algunos, era claramente buscada o tolerada para engañar el senti
miento realista del pueblo, en otros era sincera manifestación de ese
mismo sentimiento. El cura Hidalgo excitaba a los criollos y a los
indios asociando a la Guadalupana con Fernando VII y con el odio a
los gachupines. No tardó muchos días, cuando su movimiento em
pezó a tomar cuerpo, en prohibir bajo amenaza de muerte dar vivas a
Fernando VII.
Los independentistas, presentes en las Juntas rioplatenses o novo-
granadinas, probablemente se limitaron a excitar el celo criollo de sus
colegas realistas, mayoritarios todavía. Esperaban recoger los frutos de
aquella ruptura con la regencia. Mientras tanto, se iba debilitando la
referencia ideal a un monarca cautivo y que no se sabía si llegaría
efectivamente a reinar jamás.
La «máscara de Fernando VII» tuvo expresiones m uy diferentes.
No obedeció a una coordinación unánime e hipócrita de todos los in
surgentes americanos, pero en muchos de ellos fue utilizada con una
manifiesta falta de escrúpulos. En el caso de Nueva España, en la tra
ma de Allende y de Hidalgo «el alférez real don Pedro Setién robuste
ció sus opiniones diciendo que si se hacía inevitable la revolución,
como los indígenas eran indiferentes al verbo libertad, era necesario
hacerles creer que el levantamiento se lleva a cabo únicamente para fa
vorecer al rey Fernando». En 1811, Rayón le dijo a Morelos: «Nues
tros planes, en efecto, son de independencia, pero creemos que no nos
ha de dañar el nombre de Fernando que, en suma, viene a ser un ente
de razón».
Semejante era el ánimo en otros revolucionarios. No les molestaba
— al contrario, comprendían que era m uy conveniente— que el ejer
cicio efectivo del poder autónomo fuera de la mano de solemnísimas
protestas de fidelidad a «un ente de razón». Sabían bien que para
prender el fuego de la independencia debían introducir sus doctrinas
«a favor de la corriente». ¿De qué otro modo se podía persuadir de ¡n
dependentismo a los mismos criollo^ que en 1806 y 1807, en el Río
de la Plata, habían defendido con su vida la integridad española de
aquellos territorios ante las invasiones inglesas, del cusa que habían lu
cho supliendo, a iniciativa propia, al ejército del Rey?
Dejando aparte las motivaciones siluetas en unos, maliciosas en
otros —, el resultado de la «máscara lernaiulina» lúe el deseado por'los
independentistas, lo cual sitúa un acto objetivo de engaño en l;i ¡7 n<
sis misma de las nuevas repúblicas.
Pero a la ausencia de Fernando VII se suma la del Papa Pío V il,
también desde 1809 prisionero de Napoleón e impedido de c jn ........ ..
gobierno regular sobre la Iglesia. Es difícil imaginarse el efecto di de
samparo que estos cautiverios produjeron en las conciencias d< lo
fieles hijos de la Iglesia y de España.
La caída en 1814 del déspota corso significó la liberación <1. I Ki
del Papa. Ambos se reintegraron al ejercicio normal de sus lu in ......
Aquel mismo año, Fernando VII inicia la contraofensiva amn u ma ■|n<
invierte el sentido de la guerra. Menos de dos años más t.mli , en .m m
de 1816, Pío VII publica la encíclica Etsi longissimo , en la que ■I Sol»
rano Pontífice pide a los obispos y a los sacerdotes de Anua na I’.......
rad, pues, Venerables Hermanos e Hijos queridos, correspondí 1 ■■■. 1 ..
sos a Nuestras paternales exhortaciones y deseos, rccomeiulundi...........I
mayor ahínco la fidelidad y obediencia debidas a vuestro Monun a ha
ced el mayor servicio a los pueblos que están a vuestro cuidado n o
centad el afecto que vuestro Soberano y Nos os profesamos».
Estas consignas exacerbaron a los independentistas, pero di>..... un
nuevo impulso a los realistas, al confirmarles en la rectitud de mi <ama
Merece atención aparte la respuesta del cardenal < <>1 i-..iI\ 1 . u
nombre del Papa Pío VII, a la carta del obispo Lasso de la \ <ga 1 I
obispo venezolano le había solicitado un cambio en los de-anuo ó. I
Papa para América. El Papa responde en carta lechada el ih p
tiembre de 1822:
I I'»'» I
de los independentistas y luego oficializada en las repúblicas ameri
canas, sostiene que estas palabras del Papa «significaban la revoca
ción del Breve Etsi longissimo». Leturia luego pretende matizar algo
su afirmación, pues sostiene que la carta de 1822, «sin condenar la
conducta pasada [la encíclica Etsi longissimo y la exigencia de lealtad
al Rey], fijaba con prudencia la presente y anunciaba con previsión
la futura».
Los independentistas explotaron la carta presentándola como una
verdadera revocación de la encíclica, y el efecto propagandístico, en el
contexto de la gran decepción provocada por el Rey constitucional,
fue grande.
Sin embargo, una cosa es la propaganda y otra la realidad de las
cosas. La encíclica Etsi longissimo de 1816 personificaba en el Rey los
deberes populares de pietas de todos los españoles, americanos e ibé
ricos. Fernando VII llevaba apenas un año y medio en el poder y
exteriormente todavía parecía que podría rectificar su política en el
sentido tradicional y del derecho cristiano. La pietas política se diri
gía efectivamente, en primer lugar, al Monarca, tal como lo señala la
encíclica. Los delirios del Monarca, primero absolutistas, luego libe
rales, hicieron que, en tanto que era responsable del bien común ac
tual , pudiera incluso nacer la obligación de resistir a Fernando VIL
Los ejemplos citados de la inicua legislación del Trienio Constitu
cional se m ultiplicaban. La Corte de Fernando VII intentó enviar
como embajador ante Pío VII a Joaquín Lorenzo Villanueva, «el más
encarnizado enemigo que el Papado tenía entonces entre los janse
nistas españoles». Cuando el secretario de Estado, Consalvi, rechazó
la propuesta, el ministro de Estado, Evaristo San M iguel, expulsó al
nuncio G iustiniani.
La doctrina que contiene la encíclica de 1816 es la de que la piedad
política impone a los gobernados una grave obligación y la Iglesia no
varió su enseñanza. El Papa no podía permanecer insensible a las an
gustiosas llamadas de los obispos ultrarharinos, que pedían que se ga
rantizara la asistencia espiritual al pueblo americano. El ejercicio del
Patronato regio en manos de Fernando V il obstaculizaba el cubrí
miento de las vacantes de las sedes episcopales y de los principales olí
cios eclesiásticos, cuando éstos estaban en territorio dominado por los
insurgentes. Por otra parte, en manos de un (hibierno anticristiano,I
I .'00 |
aquel instrumento del Patronato regio, ya anacrónico, resultaba tre
mendamente peligroso.
La carta de Pío VII en 1822 no modifica ni un ápice las obligacio
nes de ley natural en materia política. Lo único que hace es, admitien
do indirectamente el pésimo gobierno de Fernando VII, reconocer
que los americanos tienen necesidades espirituales inaplazables y que
no pueden desatenderse, para lo cual reclama un mayor conocimiento
de la situación. Lo cual no significaba sino un embate al Patronato re
gio tal como se estaba utilizando entonces.
La interpretación habitual, la que sigue el padre Leturia, descuida
los principios de derecho público cristiano y natural. Se fija sólo en el
aspecto pastoral y de él saca conclusiones políticas. Pío VII procuró
por todos los medios garantizar la asistencia espiritual de los católicos
americanos, pero nunca revocó su encíclica de 1816 ni, lo que es más
importante, los principios que aquélla contenía.
Por lo tanto, no se puede invocar la carta de 7 de septiembre de
1822 como legitimación ni siquiera remota de la escisión americana.
Una vez más nos hallamos ante una confusión interesada: el bien co
mún acumulado, la patria, impone unas obligaciones que son compa
tibles con una excepcional resistencia al ejercicio del poder actual. En
palabras de León XIII: «Por la ley de la naturaleza estamos obligados a
amar especialmente y defender la sociedad en que nacimos, de tal ma
nera que todo buen ciudadano esté pronto a arrostrar hasta la misma
muerte por su patria» (Sapientiae christianae 7, 10 de enero de 1890).
La patria, tal como la comprende la filosofía social cristiana, no es el
ideal artificial creado por una decisión política, tal como quisieron los
promotores de la independencia y los gobernantes de las nuevas repú
blicas. La patria es la sociedad política que nos dio la vida: es el bien
común acumulado. Estamos, pues, ante un uso equívoco de la palabra
patria. ,
Para i i .i■
k más:
C< MSI ( > I AI.OUA, Luis, liollvar, la fuerza dei'desarraigo. Buenos Aires.
Id k ¡unes Nueva I Iispanidad. IDOS,
LETURIA, Pedro. La Encíclica de Pío VII sobre la Revolución Hispanoa
mericana. Sevilla. Consejo Superior de Investigaciones Científicas.
Escuela de Estudios Hispano-Americanos de Sevilla. 1948.
—Relaciones entre la Santa Sede e Hispanoamérica. Caracas. Sociedad
Bolivariana de Venezuela. 1951. Tomo II.
8
LA DESMEMBRACIÓN DEL PERÚ
Y NICARAGUA Y PANAMÁ EN ALMONEDA
MI I
México le correspondía naturalmente la Nueva España? O bien M éxi
co preexistía a la Nueva España, cosa absurda, o nació con la extinción
de la Nueva España, en cuyo caso, la «naturaleza» se estaba haciendo,
y difícilmente podía engendrar el derecho a esa posesión, «con los lí
mites y fronteras que la circunscribían».
La transgresión del sagrado deber de piedad política significaba ex
plícito rechazo a la historia de los antepasados y a los vínculos con la
comunidad política, con la patria. Además, esa transgresión, al no te
ner fundamento de derecho más allá de la bolivariana voluntad de po
der, generaba crecientes problemas que afloraban sin cesar. Por ejem
plo, el de determinar quién se estaba independizando. Lo que los
apologistas de la secesión llaman la creación de un nosotros fraternal
supuso en realidad la multiplicación de muchos ellos, enfrentados en
tre sí.
La traducción política del sueño voluntarista de Bolívar resultaba
poco práctica y «el Libertador», como buen revolucionario, se fue
adaptando sobre la marcha. Como una sola entidad política paname
ricana no tendría viabilidad, pensó que lo mejor sería crear unidades
políticas independientes más pequeñas. Para ello, Bolívar echa mano
de un viejo principio de derecho de gentes, el llamado utipossidetis iu-
re («en virtud del derecho según el cual poseías»). Este principio se
usaba para retrotraer situaciones territoriales al momento anterior a la
disputa entre dos reinos: para dejar los límites o las fronteras donde se
encontraban antes de la guerra.
Una vez mas, Bolívar no iba a dejar que la realidad le estropease su
sueño. Poco importaba que este axioma sirviera para zanjar desacuer
dos entre Estados, no para crearlos. Ni tampoco que ese defecto origi
nal diese pie a las mayores de las arbitrariedades.
Es interesante señalar que la invocación de esta fórmula jurídica
significaba un involuntario homenaje a la virtualidad generadora de
realidades políticas que tenía la Corona española. Pues, en el colmo de
la creatividad, Bolívar reclamaba que los* nacientes Estados se ciñesen a
los límites que las reales cédulas del Rey de España hubieran marcado
en 1810.
Ya se sabe que los límites de las circunscripciones variaron a lo lar
go de los Gobiernos reales. El Virreinato de Río de la Plata, por ejcm
pío, se había creado sólo en 1776. Ln I 787 los n i morios t en anos a
La Paz que formarán la intendencia de Puno se transfirieron del V i
rreinato del Perú al recién creado del Río de la Plata. En 1796 la in
tendencia de Puno pasó a integrar, de nuevo, el Virreinato del Perú.
Según las ideas de Bolívar, Puno debía formar parte de la naciente re
pública del Perú porque en 1810 pertenecía al virreinato español del
mismo nombre. Curiosamente, quien más se esforzó por ignorar aquel
improcedente principio del uti possidetis fue, claro esta, el mismo Bolí
var. Como cuenta Herbert Morote, Bolívar decidió la independencia
del Alto Perú — que fugaz y desinteresadamente se iba a denominar
«república de Bolívar»— . Obrando de aquel modo despreciaba la afi
nidad racial e histórica de aquellas tierras con el resto del Perú, no
menos que los imaginarios derechos del Rio de la Plata sobre aquel te
rritorio que él mismo había alentado con su fantasiosa aplicación del
uti possidetis. Pero no sólo: quiso además arrebatar parte de la costa del
Bajo Perú, para agrandar el país que llevaba su nombre.
Aunque desde 1806 Guayaquil dependía del Virreinato del Perú,
Bolívar se apoderó de él para incorporarlo a la Gran Colombia en
1822, haciendo caso omiso de la independencia que la provincia libre
de Guayaquil había proclamado en 1820, con su presidente Olmedo
al frente.
La trayectoria de Bolívar es la mejor demostración de que la inde
pendencia no fue una cuestión de derecho, pues ningún derecho se ha
esgrimido para ella, más allá de la fuerza. Él hizo y deshizo a su antojo
mientras pudo, y cuando las: circunstancias le obligaban a modificar
sus proyectos, sacaba el partido que le era posible.
No había, pues, como pretendía Elguero, territorios que «natural
mente correspondían» a los nuevos Estados. Hubo situaciones de he
dió derivadas de la fuerza, cuyos protagonistas anhelaban desespera
damente cubrir con una apariencia de derecho.
En el caso de México, el imperio-república tenía mucha prisa por
consolidar sus fronteras. Los gobernantes mexicanos advirtieron que, a
pesar de contar con un ejército muy superior al que había guarnecido
la Nueva España antes tic la independencia, les resultaban difíciles de
retener abundantes y extensos territorios casi despoblados. Se promul
gó rápidamente una «imprudente» ley de colonización con la q u e — en
palabras del enlomes embajador de México en los Estados Unidos
«México había abierto sus puertas a sus enemigos naturales |H)i reí i
.Mñ
gión, lengua y costumbres». Aquella disparatada ley facilitó el asenta
miento de una quinta columna de los Estados Unidos que estableció
fuertes vínculos con el territorio. Los argumentos independentistas
que los gringos téjanos esgrimieron frente a los mexicanos no diferían
demasiado de los que quince años antes habían utilizado los mismos
mexicanos contra la Corona de España. Once años después de la in
dependencia de México, en 1836, Tejas se independizó. En la guerra
de 1847, los Estados Unidos se anexionaron la naciente república de
Texas. Se apoderaron «de más de la mitad de nuestro territorio», se
lamenta Elguero.
Luego vendrían la multiplicación cainita de repúblicas en Centro-
américa, la Guerra del Pacífico entre Bolivia, Perú y Chile, la de la
Triple Alianza de Brasil, Argentina y Uruguay contra Paraguay y otros
enfrentamientos, guerras y escaramuzas entre países hermanos y veci
nos. Pero, para entonces, nadie se acordaba de qué diantres significa
ban aquellas extrañas palabras: utipossidetis iure.
Tanto le apremiaba la liberación de América, que Bolívar no duda
ba en entrar en tratos con quien pudiera ayudarle en su objetivo.
Aunque el precio de esa ayuda fuera enajenar la soberanía de una bue
na porción de esa América de sus desvelos. Morote recoge un frag
mento de una carta de «el Libertador» a un hombre de negocios inglés
llamado Maxwell Hyslop. Bolívar le presenta la golosa oferta. A cam
bio de un relativamente pequeño desembolso inglés se podría llevar a
cabo la independencia, a cambio de «entregar al gobierno británico las
provincias de Panamá y Nicaragua»:
Ventajas tan excesivas pueden ser obtenidas por los más débiles medios:
veinte o treinta mil fusiles; un millón de libras esterlinas; quince o veinte
buques de guerra; municiones, algunos agentes y los voluntarios militares
que quieran seguir las banderas americanas [...]. Con estos socorros pone
a cubierto el resto de América del Sur y al mismo tiempo se puede entre
gar al gobierno británico las provincias 4e Panamá y Nicaragua, para que
forme de estos países el cetro del comercio del universo por medio de la
apertura, que rompiendo los diques de uno y otro mar, acerque distancias
más remotas y hagan permanente el imperio de Inglaterra sobre el cu
mercio.
Bolívar podía decidir caprichosas normas del reparto del país ame
ricano; podía infringir esas mismas normas sin dar explicaciones; po
día modificar fronteras a su antojo, arrancando territorios de un Esta
do y adjudicándoselos a otro; podía incluso inventarse un país y
ponerle su nombre; podía eliminar adversarios políticos de su bando
que entorpeciesen sus proyectos; y podía también mercadear con la
soberanía de Nicaragua o de Panamá, ofreciéndoselas al inglés a cam
bio de apoyo para sus propósitos.
Bolívar ensayó en sí mismo el modelo del déspota que iba a ser en
démico en las germinales repúblicas americanas. Bolívar, sin embargo,
sigue alimentando el sueño huérfano de los americanos españoles, y a
él seguirán recurriendo hasta que hagan las paces con su pasado. Esa
paz les permitirá descubrir la dimensión de la impiedad que se oculta
en su historia.
Para leer m ás :
Mal, muy mal comienza un país que falsea su acta de nacimiento mis
ma. .. Y no es asunto menor eso de no tener certeza.
'il'l
volver al centro de la vida de donde un día — ¿en la Conquista o en la In
dependencia?— fue desprendido. Nuestra soledad tiene las mismas raíces
que el sentimiento religioso. Es una orfandad, una oscura conciencia de
que hemos sido arrancados del Todo y una ardiente búsqueda: una fuga y
un regreso, tentativa por restablecer los lazos que nos unían a la creación.
Los excesos de los democráticos del Cauca pasaron la medida de todos los
atentados conocidos. Los conservadores fueron allí víctimas de una perse
cución tenaz, cruel y feroz; algunos, como los señores Pinto y Morales, en
Cartago, fueron atormentados, divididos sus cuerpos, mutilados de un
modo que el pudor impide describir. Las propiedades quedaron a merced
de los dominadores de la situación; los cercos divisorios de las heredades
fueron destruidos y, lo que es peor, las personas azotadas sin misericordia.
No quiero continuar [...]. Estas atrocidades fueron apellidadas, no por
persona anónima o desconocida, sino por el Ministerio mismo, retozos
[juegos] d em ocrá ticos.
I n |
vidirse en cinco Repúblicas independientes, también liberales, que a su
vez se dividen y subdividen en los más enconados localismos. Nicaragua
pude ser presentada entre ellas como el tipo ideal, pues sobre ella se
abatieron tanto más perfectas las inevitables e históricas y constantes
consecuencias de estas leyes [...]. El período histórico de los Directores
supremos [Jefes de Estado constitucionales] abarca catorce años, y en
ese corto lapso pasan por la dirección suprema 23 personas [...]. La
cultura se ve amenazada con el cierre de todos los centros de enseñanza
que nos legara el régimen colonial, se establece la anarquía de tal mane
ra que bandas de malhechores asolan las propiedades y las vidas, cegan
do las fuentes de la agricultura y del comercio [...] las personas de
arraigo económico son vistas como enemigos públicos y son perseguidas
si se atreven a transitar por barrios populares. La costa atlántica — que
habíamos recibido rescatada del inglés por el Gobierno colonial— vuel
ve a poder de Inglaterra [parece que Cabrales ignora que su estimado
Bolívar había ofrecido Nicaragua y Panamá enteras a los ingleses]; las
provincias de Nicoya y Guanacaste son anexionadas a Costa Rica y
ejércitos de salvadoreños y de hondureños invaden el territorio, toman
la capital y la incendian y saquean.
I ' I P’ I
nacidos del Imperio español no han hallado la estabilidad, fabricando
sin cesar, a ritmo de dos por año, efímeras constituciones que ambi
cionaban durar indefinidamente.
El desorden primordial republicano, la falsificación del «acta de na
cimiento de un país» es un «muy mal comienzo». M al comienzo que
trae como consecuencias el carecer de certeza — que, como dice Gon
zález de Alba «no es asunto menor»— y un desasosiego que se intenta
tapar con violencia. La historia es testigo de ese desasosiego y de esa
violencia. También de aquella falsedad impía.
Estrambote: dice Femado Iwasaki, peruano, nieto de japonés: «¿Y
el siglo XIX español fue m uy diferente del latinoamericano? ¿La España
del siglo XIX estuvo a salvo de guerras civiles, golpes de Estado y cau
dillos militares de profesión sus pronunciam ientos ?» La respuesta es no.
El mal de América es simétrico del mal de Iberia. En ambos casos la
hispanidad política es un ideal ausente, encerrado en un armario.
/I
I -Mí. |
10
NACIONES NO HABÍA, PERO ¿QUÉ TIENE
QUE VER LA NACIÓN CON LA POLÍTICA?
Fernando Iwasaki
I .'IV I
Y prosigue entusiasmado en su narración.
Todo lo que dice Romero en ese párrafo es falso. Si la nacionalidad
hubiera madurado en la lucha no podía haber sido el motor de la lu
cha. Si la nación es «un estado de conciencia colectivo, difuso en
cuanto a sus contenidos concretos», ¿cómo puede ser una «idea abs
tracta»? ¿Y cómo esa idea abstracta de nación, «difusa en cuanto a sus
contenidos concretos», puede nutrirse de la idea de patria que más que
una idea es un sentimiento? A pesar de todos estos disparates, según
Romero, cada nuevo virtual país se concentró «en su propia personali
dad colectiva» y «se sintió seguro no sólo de ella, sino también de
cuanto la diferenciaba de los demás». Risum teneatis ? A esto lleva la
obsequiosidad con el poder, al envilecimiento de la inteligencia, so
metida a una orgía de la imaginación. Cuando algo no se puede expli
car, al menos se pueden elaborar largas y rimbombantes frases, sub
vencionadas por el Gobierno.
Al segundo ardid de los libertadores, sin embargo, no se le ha
prestado la debida atención y políticamente es determinante. El 15 de
febrero de 1819, Simón Bolívar pronunció su famoso Discurso de
Angostura, en el que dijo: «He tenido el honor de reunir a los repre
sentantes del pueblo de Venezuela en este augusto congreso, fuente de
la autoridad legítima, depósito de la voluntad soberana y árbitro del
destino de la Nación».
En 1820, el medellinense Francisco Antonio Zea, en su Manifiesto
a los Pueblos de Colombia, habla de una sola gran nación colombiana
formada por lo que más tarde serán los Estados independientes de
Colombia, Venezuela y Ecuador:
))I
los Reinos de Castilla y de Navarra, y luego en los de España y de
Francia. Eran miembros de diferentes comunidades políticas y tenían
sus respectivos deberes políticos irreductibles, pero los lazos que entre
ellos existían no se resentían por ello, no siendo de naturaleza política.
En aquel mismo mensaje, Pío XII recuerda parte de los deberes de
piedad hacia el Estado y la patria: «Se ha olvidado demasiado pronto
el enorme cúmulo de sacrificios de vidas y bienes que ha costado este
tipo de Estado y los agobiantes pesos económicos y espirituales que ha
impuesto». Recuerda el Pontífice que «la vida nacional no llegó a ser
principio de disolución de la comunidad de los pueblos sino cuando
comenzó a ser aprovechada como medio de fines políticos [...]. Nació
entonces el Estado nacionalista, germen de rivalidades e incentivo de
discordias».
Los padres de las independencias americanas fueron hijos de una
época en la que el absolutismo y el regalismo habían dado la espalda a
la doctrina política tradicional y habían adormecido el ideal del bien
común político. Los revolucionarios franceses no hicieron más que sa
car partido y llevar a las últimas consecuencias las premisas puestas por
los jurisconsultos regalistas. Pero ese abandono generalizado de una
doctrina que nace de la misma naturaleza humana no puede significar
la mutación de esa naturaleza. La doctrina política católica hunde sus
raíces en el derecho natural.
Los «libertadores» inventaron naciones, las multiplicaron y las divi
dieron a su antojo y, siendo nacionalistas, reclamaron la constitución
de Estados independientes para esas fabulosas naciones.
En el mismo «empezar a ser» de los Estados americanos se oculta el
engaño y la impiedad. Este mérito no es patrimonio exclusivo de los
lerritorios de América: el «empezar a ser» de la Constitución española
de 1812 y de la residual España ibérica esconde los mismos delitos.
Nada de lo que vino después puede esgrimirse para sanar esa falta
primera, que sigue reclamando justicia.
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Pa r a leer m á s :
I )*
mirar al norte, embobados por el imperialismo inglés y gringo, buca
nero el uno y cuatrero el otro, si hemos de estar a la historia.
Los ingleses, en siglo y medio, pocos indios dejaron en sus colo
nias, y los norteamericanos, al expandirse hacia el oeste, en menos de
un siglo acabaron con millones de ellos, apoderándose de sus tierras y
de sus recursos naturales. Ni los unos ni los otros soñaron en algo co
mo el mestizaje, como tampoco dieron mucho pensamiento a la legi
timidad de su presencia americana. Hoy, doscientos treinta y cuatro
años después de la independencia de los Estados Unidos de América
del Norte, sólo el 1,4% de su población es indígena, y tan sólo cua
renta años después de su independencia, aquel país tenía ya un 82%
de la población blanca y el 18% restante se repartía entre negros e in
dios. En la España americana, en el momento de consumarse la sece
sión, en 1825, el porcentaje de indios era al menos el 36.%, y el de
mestizos (inexistente en los Estados Unidos) ascendía al 27% . Sólo un
19% de los pobladores eran blancos, después de más de tres siglos de
Hispanidad.
En mi recorrido no me he detenido ni en la inhumana condición
de los indios americanos a la llegada de los españoles, ni en los abusos
que cometieran algunos de los blancos que allí se establecieron. Ni el
paganismo privaba absolutamente a los indios de derechos políticos,
ni los circunstanciales excesos de los españoles pasaban de ser materia
de aplicación de la ley penal o del confesionario. Quienes no quieren
examinar la cuestión de la Hispanidad política en su orden propio, el
del derecho público y la filosofía social, se empeñan en soñar absurdos
paraísos prehispánicos donde — rigurosos cronistas resultaron los bue
nos frailes— campeaban la sordidez y la muerte. También hacen mu
chos aparatos con cuadros de codiciosos europeos sometiendo y ultra
jando la mansa candidez de las culturas indígenas. Todo eso, claro
está, sostenido una vez más por el «todo el mundo lo sabe» y el «no
me lo negarás». Pues aparte de que ni hubo Arcadia feliz antes de que
los españoles trajeran la civilización cristiana ni los blancos presentes
en América portaron otro estigma que el del pecado original y otro
abanico de faltas que el de los siete pecados capitales, todo lo que se
diga en ese sentido es mejor demostrarlo.
Me he fijado ríe propósito sólo en los áspenos que lienen que ver
con la misión de España en América, la cousuiiicióu de una dudad
cristiana, y con su decadencia y su abrupto final, al menos como reali
dad activa. En otras palabras, he observado aquella realidad desde el
punto de vista que, desde Bartolomé de las Casas hasta hoy, se suele
eludir y, sin embargo, es el más propio: el mencionado de la doctrina
política. Lógico es que algunos no quieran verlo desde ese ángulo,
pues es el que deja mejor parada la labor de España y, por otra parte,
ofrece una sugerente posibilidad de futuro para toda Hispanoamérica.
La explicación razonable para la hipersensibilidad de gran parte de
los hispanoamericanos ante el tema de la historia de América y de las
independencias es la inquietante y confusa percepción de cosas que no
encajan en el discurso habitual. Como diría el mexicano Luis Gonzá
lez Alba, la falsificación de su acta de nacimiento es un mal comienzo
para un país. Deja a sus ciudadanos sin la paz que otorgan las certezas
y en manos de la violencia del voluntarismo, que percibe cualquier in
dagación como una amenaza.
Aunque no podamos decir que lo conocemos todo en torno a la
independencia de América, los hechos principales son bien sabidos.
No son éstos, sin embargo, los que nos sacarán de la perplejidad, sino
la correcta interpretación de aquellos hechos.
Los hechos, en su condición mostrenca, fácilmente sirven para en
cubrir arraigadas y falsas explicaciones. He aquí el más palmario ejem
plo: se habla, una y otra vez, de las causas de la independencia de
América. Se enumeran agravios, circunstancias autóctonas y cambios
como explicación de aquel proceso. Los hechos recogidos en esos in
ventarios suelen ser reales, al menos cuando estamos ante historiadores
serios, no meramente ideólogos. El engaño no está ahí, sino en una
inconsecuencia lógica: se confunde lo que son causas del malestar
criollo con las causas de la independencia. Las causas de aquel desaso
siego no dan razón más que de la disposición levantisca de los criollos,
l omar la resolución, cambiar las convicciones, abolir la piedad políti-
ca, renegar del propio pasado, no se explica con esas causas. A menos
que deliberadamente nos interese simplificar aquel proceso, convir-
iiéndolo en necesario, en fatal, inevitable fruto de unas condiciones
malei ules.
I o que durante estos doscientos años complacientemente se ha pre
sentado poi historiadores y políticos como «causas de la independen
lia de América” son, en realidad, sólo algunas de las causas del pro
fundo malestar y desasosiego de los criollos en las postrimerías del si
glo XVIII y comienzos de XIX. Aquel desasosiego operó como un factor
de presión, de predisposición al cambio, pero no portaba en sí mismo
necesariamente un modo predeterminado de resolver aquella desazón.
La labor de justificación posterior de las nuevas repúblicas ha trabaja
do en la dirección de presentar esas causas como origen necesario y
fatídico de un proceso que no podía concluir sino en la ruptura con
España. Hay, sin embargo, tal diferencia de órdenes entre el plano
político y el psicológico que la mera transformación de éste no conlle
va la modificación de aquél. En el fondo, esta interpretación corriente
pretende dejar a un lado el análisis del hecho más traumático. Se con
sidera que la destrucción de la unión hispánica era algo irremediable,
dados los cambios que se habían dado en la sociedad americana.
La prueba psicológica de que esta explicación no es satisfactoria es
esa anómala hiperestesia, hipersensibilidad que rodea a los temas his
tóricos americanos. Más todavía si quien los suscita es un «peninsu
lar».
Por poner una analogía traída de la moral, las condiciones en las
que se encuentra un hombre cuando realiza un acto pueden condicio
nar su responsabilidad, su grado de culpa o de mérito, pero no expli
can, no agotan en sí mismas la razón del acto. Del mismo modo, la
zozobra en la que se encontraban los criollos — bien explicada por lo
que llaman «causas de la independencia»— influye sobre la decisión
política, pero no elimina la necesidad de buscar una razón específica
para ese acto.
Los argumentos que utilizaron en su momento todos los libertado
res americanos, por variados que aparezcan a primera vista, son tre
mendamente unilaterales. Ninguno tiene en cuenta razones de orden
propiamente político-natural, como son el bien común, acumulado y
actual. Se apela a motivos como la supuesta disolución del pacto entre
la dinastía y el pueblo, a la pretendida falta de títulos de dominación
de España sobre América, y, sobre todo, a una supuesta o supuestas
conciencias nacionales que legitimarían por sí solas la secesión.
El somero análisis de estos argumentos demuestra que no son tales,
sino meras apariencias, sofismas, con la intención de suscitai moví
mientos pasionales, más que racionales. Lo que, en cambio, sí era vei
dad era el abuso en el cjeri i( io del gobierno real I lentos visto que, en
sana doctrina política católica (la generalidad de los insurgentes se
«declaraban» católicos), la mera existencia de abusos no legitim a la in
surrección. Sólo es así cuando éstos se hacen intolerables y se dan las
suficientes condiciones sociales. Los independentistas hubieran podido
protagonizar alzamientos contra los abusos del Gobierno, avalados por
la doctrina de la Iglesia, pero de ninguna manera ésta hubiera ampa
rado la violación de los deberes sagrados de piedad política.
La triste realidad es que lo que aconteció en América entre 1810 y
1825 fue exactamente lo contrario de lo que la filosofía social y el de
recho público cristianos avalan.
Los alzamientos no se hicieron contra el abuso cometido en detri
mento del bien común actual — el despotismo— y en defensa del bien
común acumulado, la patria. Las máscaras de Fernando VII en apa
riencia se apoyaban en el gobernante actual para mejor disimular la
intención de inmolar la patria, el bien común heredado. Incluso,
cuando se dejaron caer las máscaras fernandinas, los republicanos
americanos sostuvieron los mismos principios de gobierno que el Rey.
Las independencias se consolidan durante el Trienio Liberal de Fer
nando VII (1820-23), y las repúblicas se cimentarán sobre la base del
liberalismo político, con sus facciones moderadas y progresistas, igual
que en «la península». Tan subvertidos estaban los criterios que hasta
los «trigarantistas» llegan a plantearse ofrecer el trono de México al
denostado Fernando VII, a condición de que sea un país completa
mente independiente. A condición de negar el bien común acum ula
do, se está incluso dispuesto a entronizar al máximo responsable de la
decadencia del bien común actual, muera la patria y viva el mal go
bierno. Absolutismo y liberalismo, como se ha visto, por encima de
sus palpables diferencias, están íntimamente identificados en su recha
zo de la doctrina política católica.
La decisión de despedazar la comunidad política es una fórmula
que arraiga en el campo abonado de la América levantisca. Como de
cía Richard Weavcr, «las ideas tienen consecuencias», intuición que
desarrollaba |acques Maritain:
|
mente nada en cuanto al volumen y en cuanto a la masa. La celda donde
Lutero discutió con el diablo, la estufa junto a la cual tuvo Descartes su
famoso sueño, el paraje del bosque de Vincennes donde Juan Jacobo, al
pie de una encina, mojó de lágrimas su chaleco al descubrir la bondad del
hombre natural, son los lugares en donde ha nacido el mundo moderno.
I ' '! I
ba M iguel Ayuso, se ha obrado la confusión «entre las dos patrias — la
tradicional tierra de los padres y la nación revolucionaria— tras la re
volución de 1789». Ayuso va más allá y señala que la «nación-patria»
revolucionaria ha suplantado en muchas mentalidades el lugar que
ocupaba la vieja patria, captando «en su exclusivo provecho lo que
quedaba» de aquélla. Como bien concluye Ayuso, esa suplantación y
captación ha «engullido» incluso «a los que se profesan contrarrevolu
cionarios y dicen acogerse a las banderas de la tradición».
La única manera de que un católico «nacionalista» pueda reivindi
car las figuras de San M artín, de O’Higgins, de M iranda o de Bolívar,
es la de renunciar a examinar su obra con los criterios del derecho pú
blico y de la filosofía social cristianos y aceptar tácitamente el criterio
voluntarista de la voluntad popular en lugar de la tradicional primacía
del bien común.
Este «nacionalismo católico» de hoy proviene del «nacionalismo
católico» de tiempos de las revoluciones. La historia de la indepen
dencia está tachonada de votos religiosos por el triunfo de la causa
secesionista, de Te Deums y de procesiones tras la toma de ciudades,
de proclamas en nombre de la Trinidad, de pendones con la enseña
de M aría Santísim a y, para rematar, de confesiones de fe en los tex
tos constitucionales. En algunos casos poca duda cabe de que fueron
instrumenta regni : utilización interesada de la religión con fines polí
ticos, al más puro modo regalista. Pero en la mayoría de las ocasiones
no hay motivos para dudar de la devota intención, lo mismo que hoy
no se puede dudar de la bondad de intención de los nacionalistas
católicos. No por ello la colaboración objetiva con la destrucción de
los restos del orden político cristiano es menos grave, en unos y en
otros.
Incluso entre los católicos que en las nacientes repúblicas van a ser
considerados «conservadores» se interiorizan «los principios raciona
listas de tal manera» que «hay m ultitud de católicos adheridos a ellos:
como cristianos tienen a la Iglesia poP madre y consienten en obede
cerla; pero como ciudadanos la reputan extraña y no aceptan su su
premacía. Les parece cosa buena que la Iglesia católica sea libre como
el protestantismo, el judaismo y el mahometismo; pero que el Estado
sea libre también y absolutamente independiente», dei í.i el padre Au
guste Berilu\
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Es curiosa la parcialidad con la que algunos de estos católicos nacio
nalistas miran la historia. El venezolano Guillermo Figuera critica áspe
ramente —y con toda la razón del mundo— la hipocresía de los re
dactores de la Constitución de Cádiz, que «comenzaba invocando el
nombre de Dios; declaraba que la Religión Católica, Apostólica y Ro
mana sería perpetuamente la de la Nación española». Añade Figuera:
I' M |
respeto a los cuerpos intermedios, la primacía de la costumbre, del
pacto y del derecho natural sobre la ley escrita.
El nacionalismo, lleve el apellido que lleve, colisiona frontalmente
con la doctrina política de la Iglesia. Esencializa la nación, una reali
dad que no es política. Luego, esa ficción nacional, esa idea bastarda
hecha de símbolos, exaltación pasional, himnos y proclamas, se quiere
identificar con realidades que sí son políticas como son el Estado y la
patria. Como diría De Viguerie, más que identificarse las suplanta.
Más de uno se preguntará adonde quiero llegar. Sencillamente a
suscitar una reflexión sobre estos temas, habitualmente blindados por
la pasión. M i afán no es destructor, salvo de escombros que impiden
que descubramos y palpemos los cimientos sólidos sobre los que re
edificar la comunidad política. Poco me importa y poco debería im
portar la improbabilidad de esta aspiración. Lo importante es que se
funda en la verdad de las cosas, la que nos hará libres. Si llegamos a
ver o no restaurado un orden cristiano hispánico es secundario. En las
anómalas situaciones en las que la ciudad queda sin jefe que dirija las
voluntades hacia el bien común, no por eso decae la obligación de con
currir excepcionalmente al bien común. Sigue vigente. Sigue obligando a
cumplir fiel y exactamente nuestros deberes de justicia general.
España ha sido una comunidad política identificable al menos des
de la profesión pública de fe del rey Recaredo en el año 589. La uni
dad católica y las leyes del Reino son el constitutivo de esa comuni
dad. La unidad católica como principio perfecto, inmodificable; las
leyes fundamentales del Reino, como principio perfectible, dinámico y
castizo, forman la expresión ideal de España, Hispania, como comu
nidad política, vinculada físicamente, pero no encajonada en unos lí
mites territoriales. Que España se conformase en el año 589 no quiere
decir que se inventase entonces. La unidad política hispánica ya exis
tía, heredera de las pugnas celtíberas, romanas y visigodas. Al menos
desde la caída del Imperio Romano, con una legitimidad política in
dependiente. Legitimidad transm itida'y heredada que llega hasia el
arriano Leovigildo — que no por hereje dejaba de ser jefe- y de él a
su hijo, que incorpora a esa legitimidad sustancial e ¡ndiscutida el ac
cidente sagrado e inamisible de la fe católica.
Inicialmente, la 1 lispania, acuñada en el troquel de Recaredo uní
dad católica y constitución del reino , existió c o m o realidad activa y
I■
’H I
continuada sólo durante ciento veintidós años, o ciento treinta, según
se mire. Solamente. La invasión comenzada por Tariq en el 711 había
dominado prácticamente la Península entera para el año 720, salvo al
gunas zonas montañosas en Asturias y el Pirineo. Comenzó entonces
la Reconquista. No como un cálculo ni como un proyecto, sino como
un deber. Fue fácil, después del siglo XIII y sobre todo después de
1492, pensar en la Reconquista como un proyecto, pero no lo fue en
su momento. España, después de poco más de un siglo de andadura
política definida, desaparecía bajo la jaim a mahometana.
Casi ochocientos años duró la presencia ismaelita en la Península.
Setecientos ochenta y un años, para ser más precisos, hasta la destruc
ción del reino nazarí. Claudio Sánchez Albornoz lo dice con exactitud:
la historia de la Reconquista aportó «la diferenciación estatal de las
comunidades políticas nacidas de la local resistencia originaria contra
los musulmanes. Pero la idea de la unidad de Hispania había sobrevi
vido a todos los fraccionamientos políticos de la Península». La reali
dad política del 589, del Tercer Concilio Toledano, de la abjuración y
profesión pública de fe por parte del rey Recaredo, no se extinguió
con la invasión. Tan perfecta y potente fue aquella síntesis que,
transformada provisionalmente de realidad política en ideal de uni
dad, siguió ejerciendo una virtualidad política. Los hispanos, cristia
nos, se sentían obligados por aquel ideal. El bien común actual se veía
confiado a instancias provisionales, pero el bien común acumulado se
guía reclamando la piedad patria de los españoles. Todos los reyes de
los distintos reinos, forjados al calor de la lucha político-religiosa, se
reclaman herederos y transmisores del legado godo. U na herencia que
apetece, que demanda, una unidad política, sin aminorar toda la ri
queza política de cohesión, de foralidad, ganada durante la lucha.
I ,a Reconquista no fue un proyecto: fue un deber. Fue la ejecución
de un deber político que provenía del pasado, del bien común com
pan ¡do y acumulado. Quien piense que esto es una simplificación,
dehe enfocar el problema: no es la I listona, ni la literatura, sino la po-
líiita la que nos da la clave de una realidad política como fue la lucha
por el restablecimiento de la unidad hispánica.
I.n un momento, ese ideal parece recuperar su realidad con la co-
ronación de Sancho el Maym de Navarra, pero a su muelle esa uni
dad, Ir.iuil todavía v celebrada como un reeneuenii o , se vuelve a peí
I •’ I
der. En 1469 el matrimonio de Isabel y Fernando sella establemente la
unidad. Como he dicho más arriba, esa estabilidad pudo desvanecerse
si Juan, el hijo habido entre Fernando y Germana de Foix, hubiese
sobrevivido. Pero también está dicho que eso no hubiera cancelado la
virtualidad del ideal de unidad política para las Españas. Se hubiera
retrasado en el tiempo.
Con altibajos, con los dos vectores contradictorios de la monarquía
hispánica, aquel ideal tuvo traducción concreta — traducción en un
bien común actual— durante más de tres siglos y medio, hasta la
muerte de Fernando VII. El hecho de que de la monarquía brotasen
ambos vectores no quiere decir ni que ambos tuvieran la misma rele
vancia objetiva ni que los monarcas vivieran una esquizofrenia.
El vector tradicional es el constitutivo, el esencial. El vector despó
tico es defectivo, parasitario. El primero es el que da continuidad al
ideal, mientras que el segundo nos recuerda que todas las realizaciones
históricas de este ideal son imperfectas. El vector tradicional es el ideal
aplicado.
Cuando el régimen político de la vieja Hispanidad de nuevo deja
de tener traducción política con el advenimiento y consolidación del
nacionalismo liberal, lo que hasta entonces denominábamos el vector
tradicional vuelve a convertirse en el ideal hispánico.
Desde el período de 1810-25 en América y ciertamente desde 1833
en Europa, hasta hoy, los territorios españoles, fragmentados en veinte
unidades políticas distintas, discurren por caminos extraños a ese ideal
español. Sin embargo, la desazón que acompaña ese discurrir da testi
monio de una ausencia.
De un modo análogo a como el recuerdo de la monarquía española
visigoda ejerció un influjo sobre los españoles privados del dominio de
sus territorios durante la Reconquista, hoy el viejo ideal de la constitu
ción política de las Españas, desterrado de las conciencias por dos si
glos de «instrucción pública» antiespañola, debe erigirse en faro de
nuestro actuar político. '
N i entonces fue, ni ahora es un proyecto político. Entonces fue,
como ahora es, el reconocimiento de un deber. Siempre ha sido así.
Los españoles americanos que se vieron atrapados por las guerras de la
secesión, indios, negros, criollos y «gachupines», lucharon sin el entu
siasmo de un proyecto, que l'cruando V il no podía ofrecerles, hucha
I ■' M» I
ron con la resignación y la determinación del deber. El deber que im
ponían los ancestros les empujaba a luchar contra los advenedizos que
prometían un sueño edificable sobre la tumba de la patria. Ésa era la
lucha del pueblo, no la de los masones como Morillo o de los liberales
como de la Serna y tantos otros jefes militares y políticos. Por ser una
lucha que nace del deber y no de un proyecto ni un interés, convierte
a sus protagonistas, como dice el testamento político de S. M . Carlos
VII, en «obreros de lo por venir»: «Trabajamos para la historia, no pa
ra el medro personal de nadie. Poco nos importaban los desdenes de la
hora presente, si el grano de arena que cada uno llevaba para la obra
común podía convertirse mañana en base monolítica para la grandeza
de la Patria».
Durante casi ocho siglos, el viejo ideal apremió el combate de los
españoles contra el alfanje. Desde que hace dos siglos se volviera a
romper la Hispanidad, la piedad patria espera la satisfacción de sus de
rechos. De igual modo en que los ocho siglos de la Reconquista apor
taron la articulación castiza y foral al ideal, los dos siglos del actual
destierro político habrán necesariamente de hacer sus aportes a ese
ideal. Permanecerán la sustancia y sus accidentes propios del ideal: la
unidad católica y la armonía de naciones en una comunidad política.
Pero la Hispanidad integra ya las expresiones nacionales o paranacio
nales americanas.
Hace ahora ochenta años, en el marco de la Exposición Universal
celebrada en 1929 en Barcelona, en la misma ciudad tuvo lugar un
Congreso Misional. Un fraile cundinamarqués de Bogotá, el reveren
dísimo padre fray Bernardo Merizalde del Carmen, pronunció una
conferencia sobre «La hegemonía religiosa en las Misiones de los paí
ses iberoamericanos». La crónica periodística de aquella intervención,
redactada por Manuel Grana y publicada en El Debate, decía así:
I UH I
tamento político al instar a los españoles, en 1897, a realizar una confe
deración de los territorios hispánicos americanos y europeos.
El verbo poético de Juan Ramón Jiménez retrata la maldición que
persigue a la América española republicana y a la apóstata España eu
ropea, confiadas en la razón de su fuerza, pero en busca de una paz
que hallarán sólo volviendo a su raíz. El aparente triunfo contra la
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