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YO ELIJO COSNTRUIR PUENTES

Pensando en voz alta la realidad de nuestros pueblos

Tenía 10 años cuando ocurrió el golpe militar en Argentina. Aun recuerdo una madrugada de 1976,
cuando entre sueños y en la oscuridad, veo a mi hermana entrar al cuarto de los varones para
decirle a mi hermano mayor que había ocurrido el golpe. Sin entender del todo en ese momento
lo que implicaba, sí entendía que se trataba de algo que se veía venir, por que mi hermana había
dejado prendida la radio toda la noche, cosa que no era costumbre en la casa.

Pasados lo años de terror, y del miedo de la guerra de Malvinas, teniendo hermanos en edad para
ir a la guerra, en mi adolescencia, viví la vuelta de la democracia. Todavía no podía votar, ni tenía
mucha formación política (ni en mi familia, ni en la escuela, ni en la iglesia la he recibido) pero
comprendía la grandeza de ese día y la importancia de cuidar lo que habíamos recuperado como
pueblo.

En 1987, estando ya en el seminario, la mañana de un domingo de Pascua, fui llamado por el


Obispo para pedirme que fuera a buscar al P. Carlos donde estaba celebrando la misa y le dijera
que el Presidente quería ese domingo la misa en la Casa Rosada. La Quinta Presidencial de Olivos
queda en el territorio diocesano, y en esa época, se celebraba la misa para el personal de la casa y
para el Presidente y su esposa cuando estaban allí. Le di el mensaje al P. Carlos y, como pidió el
Obispo, lo acompañé. En el auto íbamos en silencio escuchando la radio para enterarnos sobre lo
qué estaba pasando. Llegamos a la casa de gobierno entre medio de fuertes operativos de
seguridad, exhaustivas revisiones y largas armas que, por primera vez veía en mi vida. Celebramos
la misa, yo con mucho miedo, y luego el sacerdote compartió unas breves palabras en privado con
el presidente Alfonsín. Al regresar al seminario, conduciendo por Panamericana, pasamos cerca
del cuartel militar de Villa Martelli con el panorama de tanques de guerra y fuertes operativos
militares. El temor de que lo recuperado se podía perder era muy fuerte y triste.

Ya siendo sacerdote tuve la suerte de ser enviado a Cuba como misionero. Viví cuatro años en la
isla disfrutando de su pueblo y de la belleza de su tierra. Fueron años gloriosos en medio de
grandes contradicciones, y conociendo de mano propia tanto los aciertos y logros, como las
mentiras y abusos de un sistema tan amado por unos y condenados por otros. Estando en Cuba,
en diciembre de 2001, vi por televisión y sin entender nada los desastres vividos en Argentina y la
sucesión de cinco presidentes en una semana sin poder tomar la dimensión de todo lo que ocurría.

Desde hace 10 años comencé a trabajar en Bolivia en la formación misionera, poco tiempo
después del comienzo del Proceso de cambio junto a Evo Morales y muy poco después de lo que
se llamó “La guerra del agua” y de los enfrentamientos de los de zona norte con los indígenas que
ocupaban la plaza principal en Cochabamba. He sido testigo de cómo Bolivia ha crecido y
mejorado en estos años. Hace cinco años que vivo acá en Bolivia, y en este tiempo presenciamos
nuevos brotes de polarización surgidos de lo que algunos llaman necesidad para sostener el
proceso de cambio y otros enfermedad de perpetuarse en el poder. No es fácil visualizar el futuro
en medio de peleas por el sí o por el no de la nueva postulación a la presidencia de Evo.

No se decir desde cuándo, ni cuántos años hace (serán doce?, serán catorce?, serán más o quizá
décadas?) pero en Argentina el lenguaje de polarización y enfrentamiento se va haciendo cada vez
más arduo: golpistas, destituyentes, antidemocráticos, que se vayan todos, hay que echarlos,
brechas, dictadores, corrupción, imposición, inseguridad, grieta. De cada lado de la supuesta
“brecha” unos demonizan a los opuestos y callan sus propios demonios. Los del otro lado hacen lo
mismo.

Esta polarización no se vive solamente en Argentina. Muchos de nuestros países se han visto
envueltos en situaciones semejantes. Golpe constitucional por un lado, acusaciones de corrupción
por el otro; una izquierda que ha defraudado en medio de acusaciones de corrupción y la derecha
que avanza para imponer su programa de exclusión; países que intentan reeditar sistemas de otras
épocas con dudosa capacidad de llevarlos adelante y de mejorar lo que ya se sabe que no ha
servido; líderes personalistas que no saben preparar futuros liderazgos y se instalan en el poder;
alternancias de izquierdas y derechas que no son producto de proyectos convincentes sino de
cansancios y frustraciones; problemáticas sociales que todos atacan a su modo sin soluciones y
aumentando las mismas problemáticas. En un tiempo gobernaban los partidos tradicionales, en
otro líderes de un color u otro odiados ciegamente por una mitad y amados, también ciegamente,
por la otra mitad.

En los mensajes que puedo leer en las redes o escuchar en los medios, tanto de un lado como del
otro de la “grieta”, el tono de agresión va subiendo cada vez más. Ya no se dice solamente el suave
“que se vayan todos”, sino que se pasa a “hijo o hija de….”, “hay que echarlo o echarla”, incluso he
escuchado con entusiasmo sugerir que “venga el helicóptero”. Por nombrar solamente algunas de
las más nombrables de las expresiones. Pero me pregunto cuando escucho esto: ¿Qué nos
diferencia de aquella madrugada de 1976 en la que mi hermana dejó prendida la radio toda la
noche? O qué diferencia hay con aquella mañana de 1987 cuando tuve que ir a buscar al
sacerdote? ¿O de aquel diciembre de 2001 en el que veía, por televisión cubana, sucederse uno
tras otros presidentes de Argentina? ¿No son estas expresiones, sentimientos, y acciones de las
últimas décadas parecidas a esos momentos en que el sentimiento de poder perder algo que nos
había costado tanta sangre recuperar era tan fuerte?

Todos y todas nos escandalizamos cuando Trump empezó a hablar de construir un muro en la
frontera con México, o cuando escuchamos sus mensajes racistas, discriminadores, misóginos y
violentos. En ocasión de eso, el Papa Francisco dijo que ya estábamos en un tiempo de “construir
puentes y no muros”. ¿No será el momento de parafrasearlo para decir que estamos en un tiempo
de “construir puentes y no de ensanchar grietas”?

Recuerdo que cuando era niño, en la casa vieja donde vivíamos, era común que una pared se
rajara. Cuando veía a mi hermano Carlos o a un albañil trabajar, notaba que lo que hacía era picar
lo necesario para poder colocar un fierro fuerte que uniera las dos partes, luego rellenaba la
brecha abierta con material nuevo y, cuando se secaba, revocaba esa parte y finalmente volvía a
pintar toda la pared (no sólo la grieta, ni sólo de cada lado, sino toda la pared junta). Todos y todas
en la familia sabíamos que la grieta seguía allí y que la pared no era todo lo fuerte que podría ser
pero estaba unida y eso hacía que se sostuviera.
El mismo Jesús sabía de esto, cuando decía que “nadie remienda una tela vieja con un pedazo de
tela nueva, porque lo nuevo tironea de lo viejo y el roto se hace mayor”. Está en el mismo texto
donde dice “A vino nuevo, odres nuevos”. ¿No será tiempo de repensarnos como pueblos desde
un nuevo paradigma? ¿Podrá la lógica de enfrentamiento ayudarnos en este tiempo de la historia?

A esta altura de la vida, se muy bien que la diferencia es una bendición, aún cuando nos sea difícil
vivirla en armonía. También he aprendido que acoger la diferencia y alimentar el diálogo entre
diferentes es el único camino en un mundo que exacerba la violencia, la exclusión, y el imponerse
a lo otro.

No espero responderme estas preguntas, sólo estoy pensando en voz alta, pero, si la realidad se
tratara de grietas, muros o puentes, yo elijo los puentes y me comprometo a construirlos sin
descanso.

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