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Ya adentrada la noche, en ese oscuro cuarto de la alta torre, bañado en la tenue luz de

moribundas velas. Una mesa en el centro con él encima, una serie de instrumentos, mi
delantal que montaba guardia en el perchero junto a la tosca puerta y un par de libros apilados
por aquí y por allá, con cátedras y discusiones silenciadas en el papel. Con el cuadernillo
vacío y la pluma en el tintero, con todo eso, contemplé ese pálido rostro. Parecía haberse
encontrado frente a una pequeña molestia o un pasajero disgusto, pero, a su vez, esos
profundos ojos mostraban más que una simple mueca. Esas ventanas vacías, que solo
reflejaban la oscura noche, imitaban esa última gota de ese río de expresiones que se secó
tras todos esos años, inmortalizándola como un difuso recuerdo destinado a caer en un rincón
olvidado de la mente.
No puede sino apartar los ojos de aquella mirada y volví a sumergir la pluma en el
tintero. Luego, la extraje, le quite el exceso, titule la página, extraje el cuchillo, evité su
mirada fija y le propine un lento, preciso y fino corte que recorría todo el abdomen. Fue lo
suficiente profundo como para despojarlo de su abrigo de piel, pero no para dañar nada de su
contenido. Esperaba que cambiara ese pérfido rostro, esos insensibles ojos. En silencio,
esperaba una reacción más humana, dolor al insertar la cruda hoja en su cuerpo, terror por la
situación o, incluso, frío al verse descubierto en esa gélida noche de invierno. Sin embargo,
ese sugerente rostro se mostraba solido frente a sus propios impulsos y a mis expectativas.
Desistí de mi envoltura de absurdos pensamientos, tomé un trapo, limpié mis manos
y volví a detallar todo lo acontecido, llenando el vacío de esas blancas páginas. Todo lo que
mis ojos podían ver eran transformados en sencillas palabras y oraciones de tinta húmeda.
No fue algo difícil, lo había hecho cientos de veces siguiendo las mudas instrucciones de
todos esos libros. Lo miraba nuevamente al rostro y lo imaginaba complementar mi informe,
yo escribía sobre el deterioro del hígado el respondía, a regañadientes, que no era ajeno a la
bebida. De esa manera continuaba con nuestra silenciosa conversación mientras yo realizaba
mi trabajo.
Al comenzar a explorar mis extremidades con el cuchillo, se mostró bastante
preocupado, reclamaba una y otra vez que sus manos las dejara en paz, pues las necesitaba
para trabajar en su tienda a primera hora mañana. También me rogaba no tocara sus piernas
ya que sin ellas no se podría largar de este lugar. Yo me mostraba tremendamente
comprensivo ante sus palabras, pero mis tareas eran realizadas diligentemente y sin pausa
alguna. Podía notar su cansancio al darse cuenta de la inutilidad de sus quejas.
Cuando empecé a remover sus órganos, cambio su estrategia, pues él los quería tal y
donde estaban, mientras yo, para estudiarlos por separado, los prefería aislados. Rápidamente
me proponía un precio justo por retenerlos, a lo que el silencio le respondía como mejor sabe
hacer. Por sus riñones, me ofrecía tres vacas, todas en buen estado gracias a un minucioso
cuidado de su esposa, pero la oscuridad de la noche era la que le decía una y otra vez que su
oferta era rechazada. Así fue por un largo tiempo, intentaba dar la mejor propuesta para una
demanda inexistente. El era un buen mercader, pero no lo suficiente como para conseguir la
proeza de mantenerse en una pieza sin que una sola palabra escapara de su boca.
Su desesperación se hizo evidente luego de no poder retener su estomago a cambio
de lujosos collares de oro con diamante incrustados que pertenecían a su familia desde hace
siglos. La razón de su actitud era clara, solo le restaba el corazón a ese cuerpo suyo. Se debatía
en su nerviosismo y luego, algo rendido, cambio el semblante al comenzar a contarme sobre
su hermosa hija. Era bellísima, su rostro, su figura, sus encantos, la abundante bondad,
simpatía y amabilidad, lo tenía todo. Decía él, que ni las altas damas de la corte, que tanto
ensalzan los poetas, no se podían equiparar a esta doncella. Me aseguró que ella sería mía en
santo matrimonio si es que dejaba intacto su corazón, pero, para su sorpresa, este último fue
arrancado de cuajo luego de terminadas sus palabras.
Ya no decía nada, pensé mientras volvía a limpiar mis manos con el trapo. Luego de
arrancarle el corazón dejó de dirigirme la palabra y cada ve que observo su rostro repite esa
mueca de disgusto que hizo cuando perdió su corazón. Solo que ahora tiene esa falsa mirada
de indiferencia que conserva desde el momento en que murió. Por alguna razón esperaba que
esa mueca anterior fuese bruscamente sustituida por una expresión que se debatiera entre el
pavor y el dolor. Incluso, llegue a imaginar que, en cualquier momento, una serie de alaridos
terminaran con el silencio de las velas, de los libros, de la pluma, de mi y del cadáver.
Esperaba ingenuamente que me implorara por sus riñones, sus vacas, los collares, su hija y
el corazón. Que me pidiera a gritos desenfrenados que una vez más lo abrigara con su propio
pellejo y lo dejara irse de esa mesa, ese cuarto, esa torre. Que no nos viéramos más al rostro,
que lo dejara volver a su tierra, a su familia, a sus ocupaciones, a sus problemas, a su cama,
a sus días, a sus noches, a su vida. Pero prevaleció el silencio y esos ojos apagados.

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