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Himno a Cristo Luz

TE BENDECIMOS EN ESTA HORA,


OH CRISTO MÍO, VERBO DE DIOS;
LUZ DE LA LUZ SIN COMIENZO.
TE BENDECIMOS VERBO DE DIOS,
TE BENDECIMOS VERBO DE DIOS.

¡Te bendecimos oh triple luz de una indivisa gloria!


Has dominado las tinieblas,
has resurgido la luz resucitando de la noche.
Tú eres la eterna luz que ilumina nuestras vidas.
Tú eres la eterna luz que alboreas sobre el mundo.
Tú eres la eterna luz.
¡Te bendecimos Señor!

El hombre, que ha salido del agua bautismal o renovado su bautismo en la Vigilia pascual, vive la pentecostés
pascual, los cincuenta días de fiesta, como tiempo de gracia, simbolizado en la vestidura blanca de su bautismo,
que viste en la celebración eucarística. Es el tiempo gozoso de la mistagogia: catequesis sobre los «signos»,
gestos y palabras, experimentados en la celebración pascual. El OICA presenta «el último tiempo de la
iniciación cristiana como el tiempo de la mistagogia», es decir, el tiempo «en que se consigue una más plena y
fructuosa inteligencia de los misterios con la novedad de la catequesis y especialmente con la experiencia de los
sacramentos recibidos» (n.38).[1]

Esta catequesis se orienta a la iniciación a los signos litúrgicos, constituidos por hechos, cosas, gestos y
palabras, que introducen al neófito en la participación, mediante el Espíritu Santo, en el misterio salvífico de
Cristo, que se da al hombre concreto en todo su ser, como espíritu encarnado en el mundo, dinámicamente
inserto en la historia, en diálogo creador con los otros. La luz, la palabra creadora, el agua, el pan, el vino, el
aceite, la asamblea, el canto…. revelan el misterio de salvación, «que evocan y realizan».[2]

Al comienzo de la Vigilia, al encender el cirio pascual con la luz nueva sacada del pedernal, el bautizado ha
escuchado: «La luz de Cristo que resucita glorioso disipa las tinieblas del corazón y del espíritu». En vida se
actualiza la luz de la creación, que como columna de fuego le guiará en el camino hacia el Reino. El sabe por
experiencia que, por nacimiento, pertenece a las tinieblas, pero sabe también que Dios «le ha llamado de las
tinieblas a su luz admirable» (1Pe 2,9). En el bautismo «Cristo le ha iluminado» (Ef 5,14) y de tiniebla que era

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ha sido transformado en “luz en el Señor” (Ef 5,8). La catequesis mistagócica se lo ilumina y el Espíritu que ha
recibido en el bautismo se lo testimonia.

Emiliano Jiménez Hernández

[1]
OICA= Ordo initiationis christianae adultorum. Cfr. E. BARGELLINI, Catechesi e liturgia: é ancora attuale
il metodo mistagogico dei Padri?, Vita monastica 116 (1974)37-67;G. FRANCESCONI, Storia e simbolo,
Brescia 1981;T. FEDERICI, La mistagogia della Chiesa. Ricerca spirituale, en Mistagogia e direzione
spintuale, Milano 1985, p.162-245;D. SARTORE, La mistagogia, modello e sorgente di spiritualità cristiana,
Rivista liturgica 73(1986)508 73(1986)508-521;E. MAZZA, La mistagogia. Una teologia della liturgia in
epoca patristica, Roma 1988.

Las cuatro noches


Primera noche: la Creación

La Pascua es acción de gracias por la Creación de Dios.

“En el principio creó Dios cielo y tierra” (Gn 1, 1). La creación comienza con la irrupción de la luz divina en la
oscuridad caótica. La acción creadora de Dios, por medio de su Palabra, aparece como un acto ubre del Señor
que manifiesta la absoluta gratuidad con que actúa tanto en la historia de la salvación (Rom 9, 8.30) como en la
llamada del mundo a la existencia. Dios crea y se da por puro amor y por pura gracia. La Pascua, al resaltar la
alegría de la primavera, se convierte también en memorial de la creación.

Israel celebra con una misma alabanza el amor del Dios creador del universo y de la historia La Pascua es, en
principio, la fiesta de la primavera como celebración de la creación. Pero la gran primavera de Israel es aquella
en la que Dios lo libera de la esclavitud de Egipto. El Éxodo es el momento en que Dios engendra a Israel como
pueblo (Dt 32,5-10; Ez 16,4-7).

La creación anticipa la ”redención”. Este lazo entre Pascua y creación quedaba subrayado por las lecturas
bíblicas usuales en la liturgia sinagogal. El ciclo de lecturas era trienal. El primer año se empezaba el mes
pascual de nisán justamente con el relato de la creación según el capítulo primero del Génesis; y el año segundo
comenzaba con el capítulo decimosegundo del Éxodo. así pues, la liturgia enlazaba la fiesta de la creación y la
del Éxodo.

Segunda noche: Abraham

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La segunda noche que recuerda la Pascua hebrea es la del sacrificio de Abraham, noche en la que, como
proclama el Targum “apareció la fe sobre la tierra”. La tradición judía pone este acontecimiento en relación
directa con la Pascua. En el libro de los Jubileos se afirma que Isaac fue ofrecido el 14 de Nisán, a la misma
hora en que más tarde se inmolaría el cordero pascual, y la montaña del holocausto no fue otra que el monte
Sión, lugar del futuro templo de Jerusalén. Igual que Isaac fue rescatado con la sangre del camero, todos los
primogénitos hebreos serán salvados por la sangre del cordero pascual. Las promesas hechas a Abraham son
gratuitas; no se fundan en sus posibilidades ni en sus méritos. A la promesa no corresponde por parte del
hombre el “conocimiento”, sino la fe y la obediencia. Es el proceso opuesto al pecado original.

Yahveh es un Dios de vida; su presencia nunca es estática, es “paso”, pascua que pone al hombre en
movimiento sacándole de sus seguridades. Abraham, movido por la promesa, vive abierto a un futuro no
calculable, al proyecto de Dios que le es desconocido es inverosímil. Así la fe se presenta como un absoluto
apoyarse en Dios. La orden y la promesa aparentemente se contradicen, pero Abraham cree y entra en una
contradicción que llega a su culmen con la exigencia del sacrificio de Isaac, el hijo de la promesa. La fe vence
al absurdo, esperando frente a la aniquilación de toda esperanza.

Tercera noche: el Éxodo

La descendencia de Abraham llegó a convertirse en el pueblo de la promesa, pero sometido a esclavitud


quedaba reducido a la misma impotencia que su antepasado. Israel descubre a Dios en su actuar en la historia. a
través de su liberación de la esclavitud.

La tercera noche que se celebra en la Pascua judía, es la del Éxodo.

No se trata de un aniversario de la antigua liberación de Egipto, sino de un misterio actualizado cada primavera,
como si generación tras generación todo fiel fuera rescatado personalmente de la esclavitud. Los profetas
mantendrán vivo el recuerdo de los acontecimientos del primer éxodo para que, a la luz de este memorial se
haga eficaz en el presente de la historia la fuerza salvadora de Dios.

El culto, aquel que el faraón quería impedir a los israelitas, es el memorial conmemorativo de la intervención
salvadora de Dios en la historia. La Pascua revive la liberación de Israel de la esclavitud (Ex 12,23, 15; Dt 16,
1-8)

Dios que Libró una vez a su pueblo, lo salvará, lo recreará, en cada nueva situación de esclavitud. En la cena
pascual, cada uno de los comensales tiene la certeza de que, por medio de la liturgia, está compartiendo junto
con sus antepasados la salida de Egipto, experimentando de esa forma el paso de la esclavitud a la libertad, de la
tristeza al gozo, del llanto a la alegría festiva de la muerte a la vida.

Cuarta noche: la fiesta eterna

La cuarta noche que se celebra en la Pascua es la del final de los tiempos “cuando el mundo llegue a su fin para
ser rescatado… y el Rey Mesías venga de arriba” (Targum). Cada Pascua es profecía del día escatológico y
mesiánico. “En esta noche han sido salvados, en esta noche serán salvados”, se decía en la Liturgia judía.

Todas las intervenciones salvíficas de Dios, unidas a la celebración de la liberación de Egipto, hacen esperar su
intervención definitiva en el futuro con la llegada. Del Mesias. Esta salvación definitiva (escatología) aparece
como una nueva creación (Is 65, 17), un éxodo irreversible (Is 65,22), una victoria absoluta y definitiva sobre el
mal que recobra el paraíso de nuevo (Is 65,25). Por ello, en la noche pascual los judíos aguardan la llegada del
Mesías, dejando en su mesa una silla vacía para Elías, que le precederá anunciando su venida.

Emiliano Jiménez Hernandez

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Oh Señor, nuestro Dios (Salmo 8)

¡OH SEÑOR, NUESTRO DIOS,


QUÉ ADMIRABLE ES TU NOMBRE
POR TODA LA TIERRA, TU NOMBRE,
HASTA EL CIELO SE ELEVA TU AMOR!

Con la boca de los niños pequeños


afirmas tu gloria, oh Señor,
y reduces al silencio enemigos y rebeldes.

Si contemplo el cielo, obra de tus manos,


la luna y las estrellas, que has creado,
¿qué es el hombre para que te acuerdes de él,
el hijo del hombre para darle poder?

Lo hiciste, lo hiciste poco menos que los ángeles,


de gloria y honor lo has coronado;
todo lo has sometido bajo sus pies.

Este himno es una celebración del hombre, una criatura insignificante comparada con la inmensidad del
universo, una «caña» frágil, para usar una famosa imagen del gran filósofo Blas Pascal (Pensamientos, n. 264).
Y, sin embargo, se trata de una «caña pensante» que puede comprender la creación, en cuanto señor de todo lo
creado, «coronado» por Dios mismo (cf. Sal 8,6). Como sucede a menudo en los himnos que exaltan al Creador,
el salmo 8 comienza y termina con una solemne antífona dirigida al Señor, cuya magnificencia se manifiesta en
todo el universo: «Señor, dueño nuestro, ¡qué admirable es tu nombre en toda la tierra!» (vv. 2 y 10).

El cuerpo del canto parece suponer una atmósfera nocturna, con la luna y las estrellas encendidas en el cielo. La
primera estrofa del himno (cf. vv. 2-5) está dominada por una confrontación entre Dios, el hombre y el cosmos.
En la escena aparece ante todo el Señor, cuya gloria cantan los cielos, pero también los labios de la humanidad.
La alabanza que brota espontáneamente de la boca de los niños anula y confunde los discursos presuntuosos de
los que niegan a Dios (cf. v. 3). A estos se les califica de «adversarios», «enemigos» y «rebeldes», porque creen
erróneamente que con su razón y su acción pueden desafiar y enfrentarse al Creador (cf. Sal 13,1).

Inmediatamente después se abre el sugestivo escenario de una noche estrellada. Ante ese horizonte infinito,
surge la eterna pregunta: «¿Qué es el hombre?» (Sal 8,5). La respuesta primera e inmediata habla de nulidad,

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tanto en relación con la inmensidad de los cielos como, sobre todo, con respecto a la majestad del Creador. En
efecto, el cielo, dice el salmista, es «tuyo», «has creado» la luna y las estrellas, que son «obra de tus dedos» (cf.
v. 4). Es hermosa esa expresión, que se usa en vez de la más común: «obra de tus manos» (cf. v. 7): Dios ha
creado estas realidades colosales con la facilidad y la finura de un recamado o de un cincel, con el toque leve de
un arpista que desliza sus dedos entre las cuerdas.

Por eso, la primera reacción es de asombro: ¿cómo puede Dios «acordarse» y «cuidar» (cf. v. 5) de esta criatura
tan frágil y pequeña? Pero he aquí la gran sorpresa: al hombre, criatura débil, Dios le ha dado una dignidad
estupenda: lo ha hecho poco inferior a los ángeles o, como puede traducirse también el original hebreo, poco
inferior a un dios (cf. v. 6).

Entramos, así, en la segunda estrofa del Salmo (cf. vv. 6-10). El hombre es considerado como el lugarteniente
regio del mismo Creador. En efecto, Dios lo ha «coronado» como un virrey, destinándolo a un señorío
universal: «Todo lo sometiste bajo sus pies», y el adjetivo «todo» resuena mientras desfilan las diversas
criaturas (cf. vv. 7-9). Pero este dominio no se conquista con la capacidad humana, realidad frágil y limitada, ni
se obtiene con una victoria sobre Dios, como pretendía el mito griego de Prometeo. Es un dominio que Dios
regala: a las manos frágiles y a menudo egoístas del hombre se confía todo el horizonte de las criaturas, para
que conserve su armonía y su belleza, para que las use y no abuse de ellas, para que descubra sus secretos y
desarrolle sus potencialidades.

Como declara la constitución pastoral Gaudium et spes del concilio Vaticano II, «el hombre ha sido creado “a
imagen de Dios”, capaz de conocer y amar a su Creador, y ha sido constituido por él señor de todas las criaturas
terrenas, para regirlas y servirse de ellas glorificando a Dios» (n. 12).

Por desgracia, el dominio del hombre, afirmado en el salmo 8, puede ser mal entendido y deformado por el
hombre egoísta, que con frecuencia ha actuado más como un tirano loco que como un gobernador sabio e
inteligente. El libro de la Sabiduría pone en guardia contra este tipo de desviaciones, cuando precisa que Dios
«formó al hombre para que dominase sobre los seres creados (…) y administrase el mundo con santidad y
justicia» (Sb 9,2-3). También Job, aunque en un contexto diverso, recurre a este salmo para recordar sobre todo
la debilidad humana, que no merecería tanta atención por parte de Dios: «¿Qué es el hombre para que tanto de
él te ocupes, para que pongas en él tu corazón, para que lo escrutes todas las mañanas?» (Jb 7,17-18). La
historia documenta el mal que la libertad humana esparce en el mundo con las devastaciones ambientales y con
las injusticias sociales más clamorosas.

El autor de la carta a los Hebreos, al releer el salmo 8, descubrió en él una visión más profunda del plan de
Dios con respecto al hombre. La vocación del hombre no se puede limitar al actual mundo terreno. Cuando el
salmista afirma que Dios lo sometió todo bajo los pies del hombre, quiere decir que le quiere someter también
«el mundo futuro» (Hb 2,5), «un reino inconmovible» (Hb 12,28). En definitiva, la vocación del hombre es una
«vocación celestial» (Hb 3,1). Dios quiere «llevar a la gloria» celestial a «muchos hijos» (Hb 2,10). Para que se
cumpliera este designio divino, era necesario que la vida fuera trazada por un «pionero» (cf. Hb 2,10), en el que
la vocación del hombre encontrara su primera realización perfecta. Ese pionero es Cristo.

El autor de la carta a los Hebreos observó, al respecto, que las expresiones del salmo se aplican a Cristo de
modo privilegiado, es decir, de un modo más preciso que a los demás hombres. En efecto, el salmista utiliza el
verbo «abajar», diciendo a Dios: «Abajaste al hombre un poco con respecto a los ángeles, lo coronaste de gloria
y dignidad» (Sal 8,6; Hb 2,7). Para los hombres en general este verbo es impropio, pues no han sido «abajados»
con respecto a los ángeles, ya que nunca se han encontrado por encima de ellos. En cambio, para Cristo el verbo
es exacto, porque, en cuanto Hijo de Dios, se encontraba por encima de los ángeles y fue abajado cuando se
hizo hombre, pero luego fue coronado de gloria en su resurrección. Así Cristo cumplió plenamente la vocación
del hombre y la cumplió, precisa el autor, «para bien de todos» (Hb 2,9).

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A esta luz, san Ambrosio comenta el salmo y lo aplica a nosotros. Toma como punto de partida la frase en
donde se describe la «coronación» del hombre: «Lo coronaste de gloria y dignidad» (v. 6). Sin embargo, en
aquella gloria ve el premio que el Señor nos reserva para cuando hayamos superado la prueba de la tentación.

He aquí las palabras del gran Padre de la Iglesia en su Exposición del evangelio según san Lucas: «El Señor
coronó a su hijo predilecto también de gloria y dignidad. El mismo Dios que desea conceder coronas,
proporciona las tentaciones; por eso, has de saber que, cuando eres tentado, se te prepara una corona. Si se
eliminan las pruebas de los mártires, se eliminan también sus coronas; si se eliminan sus suplicios, se elimina
también su bienaventuranza» (IV, 41: SAEMO 12, pp. 330-333).

Dios nos tiene preparada la «corona de la justicia» (2 Tm 4,8), con la que recompensará nuestra fidelidad a él,
mantenida incluso en el tiempo de la tempestad, que agita nuestro corazón y nuestra mente. Pero él está atento,
en todo tiempo, a su criatura predilecta y quisiera que en ella resplandeciera siempre la «imagen» divina (cf. Gn
1,26), para que sepa ser en el mundo signo de armonía, de luz y de paz.

Juan Pablo II

El sábado es el día de la creación terminada; y el salmo 8 es un himno al Dios creador. El cosmos todo nos
invita a cantar la grandeza de Dios. En la tierra, son los hombres -incluso los más insignificantes de ellos, los
niños de pecho, por si entre los grandes hubiera rebeldes y soberbios- los encargados de entonar este canto; en
el cielo, son los astros quienes nos impelen a dilatar nuestro espíritu en un horizonte abierto y a proclamar la
grandeza de Dios.

Mañana, en el descanso y la paz del día del Señor, cantaremos la nueva creación, que perfecciona, con la
resurrección, la obra terminada el sábado. Que esta celebración del sábado nos introduzca ya en la
contemplación del domingo, que culminará, por unos caminos insospechados para el salmista, lo que ya él
cantaba contemplando la sola creación natural: ¿Qué es el hombre, Señor, para que te acuerdes de él? Todo,
incluso la muerte, lo sometiste bajo sus pies.

Pedro Farnés

Exultad, justos, en el Señor – Salmo 33 (32)


El salmo 32, dividido en 22 versículos, tantos cuantas son las letras del alfabeto hebraico, es un canto de
alabanza al Señor del universo y de la historia. Está impregnado de alegría desde sus primeras palabras:
«Aclamad, justos, al Señor, que merece la alabanza de los buenos. Dad gracias al Señor con la cítara, tocad en
su honor el arpa de diez cuerdas; cantadle un cántico nuevo, acompañando los vítores con bordones» (vv. 1-3).
Por tanto, esta aclamación (tern’ah) va acompañada de música y es expresión de una voz interior de fe y
esperanza, de felicidad y confianza. El cántico es «nuevo», no sólo porque renueva la certeza en la presencia
divina dentro de la creación y de las situaciones humanas, sino también porque anticipa la alabanza perfecta que
se entonará el día de la salvación definitiva, cuando el reino de Dios llegue a su realización gloriosa.

San Basilio, considerando precisamente el cumplimiento final en Cristo, explica así este pasaje: «Habitualmente
se llama “nuevo” a lo insólito o a lo que acaba de nacer. Si piensas en el modo de la encarnación del Señor,
admirable y superior a cualquier imaginación, cantas necesariamente un cántico nuevo e insólito. Y si repasas
con la mente la regeneración y la renovación de toda la humanidad, envejecida por el pecado, y anuncias los
misterios de la resurrección, también entonces cantas un cántico nuevo e insólito» (Homilía sobre el salmo 32,
2: PG 29, 327). En resumidas cuentas, según san Basilio, la invitación del salmista, que dice: «Cantad al Señor
un cántico nuevo», para los creyentes en Cristo significa: «Honrad a Dios, no según la costumbre antigua de la
“letra”, sino según la novedad del “espíritu”. En efecto, quien no valora la Ley exteriormente, sino que reconoce
su “espíritu”, canta un “cántico nuevo”» (ib.).

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El cuerpo central del himno está articulado en tres partes, que forman una trilogía de alabanza. En la primera
(cf. vv. 6-9) se celebra la palabra creadora de Dios. La arquitectura admirable del universo, semejante a un
templo cósmico, no surgió ni se desarrolló a consecuencia de una lucha entre dioses, como sugerían ciertas
cosmogonías del antiguo Oriente Próximo, sino sólo gracias a la eficacia de la palabra divina. Precisamente
como enseña la primera página del Génesis: «Dijo Dios… Y así fue» (cf. Gn 1). En efecto, el salmista repite:
«Porque él lo dijo, y existió; él lo mandó, y surgió» (Sal 32,9).

El orante atribuye una importancia particular al control de las aguas marinas, porque en la Biblia son el signo
del caos y el mal. El mundo, a pesar de sus límites, es conservado en el ser por el Creador, que, como recuerda
el libro de Job, ordena al mar detenerse en la playa: «¡Llegarás hasta aquí, no más allá; aquí se romperá el
orgullo de tus olas!» (Jb 38,11).

El Señor es también el soberano de la historia humana, como se afirma en la segunda parte del salmo 32, en los
versículos 10-15. Con vigorosa antítesis se oponen los proyectos de las potencias terrenas y el designio
admirable que Dios está trazando en la historia. Los programas humanos, cuando quieren ser alternativos,
introducen injusticia, mal y violencia, en contraposición con el proyecto divino de justicia y salvación. Y, a
pesar de sus éxitos transitorios y aparentes, se reducen a simples maquinaciones, condenadas a la disolución y al
fracaso.

En el libro bíblico de los Proverbios se afirma sintéticamente: «Muchos proyectos hay en el corazón del
hombre, pero sólo el plan de Dios se realiza» (Pr 19,21). De modo semejante, el salmista nos recuerda que Dios,
desde el cielo, su morada trascendente, sigue todos los itinerarios de la humanidad, incluso los insensatos y
absurdos, e intuye todos los secretos del corazón humano.

«Dondequiera que vayas, hagas lo que hagas, tanto en las tinieblas como a la luz del día, el ojo de Dios te
mira», comenta san Basilio (Homilía sobre el salmo 32,8: PG 29, 343). Feliz será el pueblo que, acogiendo la
revelación divina, siga sus indicaciones de vida, avanzando por sus senderos en el camino de la historia. Al final
sólo queda una cosa: «El plan del Señor subsiste por siempre; los proyectos de su corazón, de edad en edad»
(Sal 32,11).

Juan Pablo II

El autor del salmo 32 pudo tener como trasfondo de su himno alguna de las gloriosas liberaciones de su pueblo.
En su lenguaje se trasluce el eco de unos planes de las naciones deshechos, de unos proyectos frustrados, de
unos habitantes del orbe que tiemblan ante el poder de Dios, de un rey que no vence por su mucha fuerza, de
unos caballos que nada valen para la victoria…

Pero, frente a este trasfondo de debilidad humana, emerge la fuerza de la palabra creadora y de la providencia
solícita del Señor para con sus fieles. Por ello, el salmista invita a los justos a esta bella oración tan apropiada
para el comienzo del nuevo día. Del mismo modo que, al comienzo de la creación, Dios, por su palabra, mandó
que surgiera el mundo, así también, nuevamente, al comienzo de este nuevo día, Dios, por su palabracreadora,
mandará que surja el bien. Pero, si nuestra debilidad, siempre inclinada al mal, nos hace desconfiar, estamos
convencidos de que la fuerza providente del Señor está al lado de aquellos que, sabiendo que nada valen sus
caballos para la victoria, confiesan que sólo el Señor es su auxilio y escudo y que sólo en él se alegra su
corazón.

Pedro Farnés

Confianza ilimitada en el poder conquistador de Dios: Que resuene sinfónicamente, con la aportación peculiar
de cada uno de nosotros, la alabanza del Señor. Dios nos ha hablado. Cristo, que habita por la fe en nuestros
corazones, es su Palabra siempre interpeladora y convocadora. Por esta Palabra Dios hizo el cielo, sujetó a la

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creatura inestable del agua, conduce la historia; por ella hemos adquirido nuestra identidad carismática, nos
mantenemos unidos y congregados en el amor comunitario y lanzados hacia la misión.

Motivo de alabanza es la confianza ilimitada en el poder conquistador de Dios, porque su «plan subsiste por
siempre y los proyectos de su corazón de edad en edad». Tenemos la certeza de que nuestro servicio a la causa
del progresivo reinado de Dios tiene futuro y no es una ilusoria utopía. La certeza no nace de nuestro prestigio
social, de nuestras obras o empresas, de nuestras cualidades humanas, de nuestro número o de nuestras técnicas:
«No vence el rey por su gran ejército, no escapa el soldado por su mucha fuerza… ni por su gran ejército se
salva». La certeza brota de la seguridad de que Dios ha puesto sus ojos en nuestra pobre comunidad,
reanimándonos en nuestra escasez, alegrándonos en nuestras penas, auxiliándonos en las situaciones
desesperadas: «Dichosa la comunidad cuyo Dios es el Señor»

Ángel Aparicio y José Cristo Rey García

Aquedah – Del Targum Neofiti sobre el sacrificio de Isaac (Gn 22,1-


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Era todavía de noche cuando Abraham


se disponía a sacrificar a su hijo;
los dos se miraban fijamente
cuando le dijo su hijo Isaac:

AQUEDAH, AQUEDAH,
AQUEDAH, AQUEDAH.

Átame, átame fuerte, Padre mío,


no sea que por el miedo me resista
y no sea válido tu sacrificio
y los dos seamos rechazados.

ÁTAME, ÁTAME FUERTE,


PADRE MÍO,
QUE YO NO ME RESISTA.

Venid y ved la fe sobre la tierra,


venid y ved la fe sobre la tierra,
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el Padre que sacrifica a su hijo,
y el hijo querido,
que le ofrece su cuello.

Abraham seguía caminado en busca del lugar fijado por el Señor. El no lo conocía. Pero al tercer día, alzando
los ojos, Abraham descubrió el lugar que sin duda el Señor había elegido. En efecto, una columna de fuego se
elevaba desde la montaña hasta el cielo y una densa nube cubría la montaña, manifestando sobre ella la gloria
del Señor. Se dirigió al hijo:

-Hijo mío Isaac, ¿ves también tú un monte allá a lo lejos como le veo yo?

-Sí, padre mío.

-¿Y qué más ves?

-Veo una columna de fuego que llega hasta el cielo y una densa nube que cubre la montaña como si la cobijara
la gloria de Dios.

Abraham se dirigió entonces a los dos siervos y les preguntó:

-¿Veis vosotros un monte y algo sobre él?

-No, no vemos nada; sólo vemos el desierto, como aquí donde nos encontramos.

Abraham comprendió entonces que Isaac era la ofrenda agradable a Yahveh y que, en cambio, no le agradaba la
presencia de los dos siervos. Por ello dijo a los siervos:

-Quedaos aquí con el asno (vosotros sois como el asno, veis tan poco como él, pensó para sí Abraham). Yo y el
muchacho iremos hasta allí, haremos adoración y volveremos donde vosotros.[1]

Un espíritu de profecía hizo a Abraham, decidido a sacrificar a su hijo, anunciar que él e Isaac volverían del
monte:

Por la fe, Abraham, sometido a la prueba, presentó a Isaac como ofrenda, y el que había recibido las promesas,
ofrecía a su unigénito, respecto del cual se le había dicho: Por Isaac tendrás descendencia. Pensaba que
poderoso era Dios aún para resucitar de entre los muertos. Por eso lo recobró para que Isaac fuera también
figura (Hb 11,17-19).

Los dos siervos se quedaron allí, como les mandó Abraham. Entonces Abraham tomó la leña para el holocausto,
se la cargó a su hijo Isaac y él tomó el fuego y el cuchillo. Los dos caminaban juntos.

Isaac dijo a su padre Abraham:

-¡Padre mío!

Abraham sintió el frío del cuchillo en la invocación de su hijo y respondió solícito y trepidante:

-Aquí estoy, hijo mío.

Más helado, el cuchillo se le pegaba a las costillas. Isaac preguntó:

-Tenemos el fuego y la leña; pero, ¿dónde está el cordero para el holocausto?


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Abraham respondió:

-Dios proveerá el cordero para el holocausto, hijo mío.

Y agarraba fuerte el cuchillo con su mano, mientras contestaba.

Y siguieron caminando juntos. Pero la pregunta del hijo seguía mordiendo el corazón de Abraham. Como si no
la hubiera respondido, Abraham volvió a decir en un susurro:

-El Señor proveerá, si no… pienso que tú mismo podrías ser elegido como cordero del holocausto.

Abraham sintió un gran alivio al comunicar los planes de Dios, aunque sólo a medias, a su hijo. Isaac, que ya
había vencido su lucha con Satán, confortó a su padre, diciéndole:

-Haré con gozo y alegría de corazón todo cuanto te ha ordenado el Señor.

Abraham, animado por la respuesta del hijo, se atrevió a decirle aún:

-Hijo mío, no me escondas tus deseos o pensamientos, dime si tienes alguna duda al respecto.

-Te aseguro, padre mío, que no siento nada en mi interior que me pueda desviar de cuanto te ha mandado el
Señor. Ni un miembro, ni un músculo de mi cuerpo ni un hueso ni una pizca de mi carne, se ha rebelado ante el
mandato del Señor. Es más, me siento contento de cumplir la voluntad del Señor, a quien se eleva mi alma:
¡Bendito sea el Señor que me ha elegido hoy como holocausto suyo! Sólo me queda una preocupación, ¿qué
será de vosotros, de ti y de mi madre, viejos ya los dos? ¿Qué será de vosotros?

-¡Qué alegría me da, hijo mío, oír tus palabras! En cuanto a mí y a tu madre, cercanos ya ciertamente al final de
nuestros días, no te preocupes. El Señor, que hasta hoy ha estado con nosotros y nos ha asistido con su gran
bondad y misericordia, continuará haciéndolo durante los pocos días que aún nos quedan. Quien ha sido nuestro
consuelo antes de que tu nacieras, nos consolará ahora y por siempre.

Cuando llegaron al lugar que le había dicho Dios, Abraham se puso a levantar el altar. Se trataba del mismo
lugar en que Adán había construido un altar y que había sido destruido por el diluvio. Reconstruido después por
Noé, había vuelto a ser destruido por las generaciones malvadas que surgieron después del diluvio. Abraham
erigía el altar ayudado por Isaac, que le acercaba las piedras para su construcción. Una vez levantado el altar,
Abraham apiló la leña sobre él; luego ató a su hijo Isaac y le puso sobre el altar encima de la leña, mientras
Isaac le decía:

-Aquedá, aquedá: Atame fuerte, padre mío, no sea que por el miedo me mueva y entonces el cuchillo no penetre
como se debe en mi carne y no sea válido el sacrificio. Date prisa, padre mío, ¡cumple la voluntad del Señor!
Desnuda tu brazo y ata más fuerte mis manos y mis pies, mira que soy un hombre joven de treinta y seis años y
tú eres ya un hombre anciano. No quisiera que, cuando el cuchillo degollador esté sobre mi cuello, tal vez
temblando ante su brillo, me alce contra ti, ya que el deseo de la vida es incontrolable. En el forcejeo podría
herirme a mi mismo y hacer inválido el sacrificio. Te ruego, padre mío, date prisa, cumple la voluntad del
Señor, nuestro Dios. Levanta tu vestido, cíñete los lomos, y cuando me hayas degollado, quémame hasta
convertirme en cenizas. [2]

Abraham desnudó su brazo, se remangó los vestidos, tomó el cuchillo y apoyó sus rodillas sobre Isaac con toda
su fuerza. Sus ojos estaban fijos en los ojos de Isaac, que miraba y reflejaba el cielo, mientras ofrecía el cuello.
Isaac dijo aún a su padre:

10
-Cuando me hayas sacrificado y quemado en holocausto al Señor, toma un poco de mis cenizas, llévaselas a mi
madre y dile: “este es el suave aroma de Isaac”.

Al escuchar estas palabras, a Abraham se le saltaron las lágrimas, bañando con ellas a su hijo Isaac, quien
rompió también a llorar. Pero, sobreponiéndose, Isaac dijo a su padre:

-¡De prisa, padre mío, cumple ya la voluntad del Señor!

Abraham apretó el cuchillo y lo levantó para sacrificar a su hijo. Y Dios, sentado en su trono, alto y exaltado,
contemplaba cómo los corazones de padre e hijo formaban un solo corazón. Entonces los ángeles se
congregaron en torno al Señor y también ellos rompieron a llorar, diciendo:

-Santo, Santo, Señor del cielo y de la tierra, rey grande y misericordioso, que estás por encima de todos los seres
y das vida a todos, ¿por qué has ordenado a tu elegido hacer esto? Tú eres llamado el compasivo y
misericordioso, porque tu misericordia alcanza a todas tus obras. Ten compasión de Isaac, que es un hombre,
hijo de hombre, y se ha dejado atar como un animal. Tú, Yahveh, que salvas al hombre y al animal, como está
dicho: “Tu justicia es como las altas cordilleras, tus juicios como el océano inmenso. Tú, Yahveh, salvas al
hombre y a los animales” (Sal 36,7). Rescata a Isaac y ten piedad de Abraham y de Isaac que están obedeciendo
tus mandatos. Usa, Señor, tu misericordia con ellos.

El Señor, dirigiéndose a los ángeles, complacido, les dijo:

-¿Veis cómo Abraham, mi amigo fiel, proclama la unicidad de mi Nombre ante el mundo? Mirad y ved la fe
sobre la tierra: un padre que sacrifica a su hijo querido y el hijo que le ofrece su cuello. Si os hubiera escuchado
en el momento de la creación, cuando me decíais: “¿Qué es el hombre para que te fijes en él?”, si entonces os
hubiera escuchado, ¿quién hubiera proclamado la unicidad de mi Nombre en el mundo?

Los ángeles rompieron de nuevo a llorar. Sus lágrimas caían sobre el altar. Tres lágrimas de los ángeles cayeron
en los ojos de Isaac; por eso, desde entonces, la vista de Isaac fue tan débil, como está escrito: “Sus ojos
debilitados ya no veían” (Gn 27,1).

El Señor escuchó el llanto de sus ángeles y en el momento en que Abraham iba a descargar el cuchillo sobre el
cuello de Isaac, el alma de éste, como un relámpago, subió al cielo al tiempo en que se oyó una voz potente, que
descendía del cielo:

-¡Abraham, Abraham!

Abraham, reconociendo la voz, respondió como había hecho antes:

-¡Heme aquí!

El ángel del Señor le dijo:

-No alargues la mano contra el niño ni le hagas nada. Ahora ya sé que temes a Dios ya que no le has negado tu
hijo, tu único hijo.

En aquel momento el alma de Isaac descendió del cielo y animó de nuevo su cuerpo. Isaac exclamó:

-¡Bendito eres Tú, Señor, que devuelves la vida a los muertos!

Abraham hizo descender a Isaac del altar, lo desató y, elevando los ojos al cielo, dijo:

11
-Oh Señor, Dios mío, no te he negado mi hijo, el único, el ser más querido de mi vida, por eso, ahora, te ruego:
ten misericordia de todos los descendientes de Isaac, detén tu justa cólera cuando pequen, perdona sus pecados
y sálvalos cuando se hallen en peligro.

El Señor le respondió:

-Ya sé que, por desgracia, los descendientes de Isaac no me serán siempre fieles como él y harán lo que está mal
a mis ojos. Me sentiré obligado a juzgarles al comienzo de cada año. Pero en mi juicio, si ellos me piden
perdón, elevando hacia mí sus súplicas y sonando el shofar, el cuerno de un carnero, como el que está detrás de
ti…

Abraham se volvió y vio un carnero trabado en un zarzal por los cuernos. Abraham contempló cómo cuando el
carnero lograba liberar los cuernos de una zarza, se le enredaban en otra. El Señor continuó diciendo:

-Así sucederá a los descendientes de Isaac. Permanecerán trabados en muchos países, irán errando de un pueblo
a otro, de una nación a otra, hasta el día en que yo coja el cuerno de este carnero y lo toque en señal de rescate,
librándolos de todas las opresiones. Entonces ellos retornarán a su tierra.

El carnero, que entonces veía Abraham, era -según la tradición hebraica- el mismo que Dios había creado, con
otras cosas, al final del sexto día de la creación del mundo, al atardecer, en la vigilia del Sábado, destinándolo a
sustituir a Isaac. Le había hecho pastar en el Edén, bajo el árbol de la vida, había bebido el agua del Edén y su
aroma se había esparcido por todo el mundo.

Este carnero, pues, comenzó a caminar hacia Abraham, pero entonces apareció de nuevo Satán, que lo agarró y
lo enredó otra vez entre las zarzas para que no pudiera llegar hasta a Abraham, para que éste se viera obligado a
sacrificar a su hijo. Pero el carnero se desenredó rápidamente y corrió hasta donde estaba Abraham. Sentía la
alegría de ofrecerse en holocausto en lugar de Isaac. Para ello había sido creado.

Tomando Abraham el carnero lo sacrificó en lugar de su hijo. Con la sangre del carnero asperjó el altar,
diciendo:

-Esta sangre la ofrezco en lugar de mi hijo, que sea considerada como el sacrificio de mi hijo que habría debido
ofrecer.

El grato olor del carnero subió hasta el trono de la gloria de Dios y Dios aceptó el sacrificio del carnero,
considerándolo como si hubiera sido el sacrificio del mismo Isaac y juró bendecirlo en este mundo y en el
mundo futuro, como está escrito: “Bendecir te bendeciré y multiplicaré tu descendencia como las estrellas del
cielo” (Gn 22,17).

ISAAC FIGURA DE CRISTO

“Abraham recobró a Isaac para que fuera figura” (Hb 11,19) de Cristo. El Moria y el Gólgota están unidos en la
mente de Dios. En el Gólgota Dios Padre lleva a cumplimiento pleno el sacrificio del Moria:

Sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman, de aquellos que han sido llamados
según su designio. Pues a los que de antemano conoció, Dios los predestinó a ser imagen de su Hijo, para que El
fuera el primogénito de muchos hermanos. A los que predestinó, los llamó; a los que llamó, los justificó; a los
que justificó, los glorificó. ¿Qué decir a todo esto? Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? El
que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó a la muerte por todos nosotros, ¿como no nos dará con El
todo lo demás? ¿Quién se atreverá a acusar a los elegidos de Dios? Siendo Dios quien justifica, ¿quién podrá
condenar? ¿Acaso Cristo Jesús, el que murió por nosotros? Más aún, ¿el que fue resucitado y está a la diestra de
Dios intercediendo por nosotros? (Rm 8,28-34).
12
Cristo Jesús, después de celebrar, como Abraham, un banquete, salió con sus siervos, los apóstoles, hacia
Getsemaní. Abraham, manda a sus siervos que se queden a las faldas del monte, Jesús también dirá a los
apóstoles: “quedaos aquí, mientras yo voy allá a orar” (Mt 26,36). Isaac carga con la leña para su holocausto,
Cristo carga con el madero de la cruz (S. Cirilo de Alejandría). Isaac pide ser atado de pies y manos, Cristo es
clavado de pies y manos a la cruz. El verdadero cordero, que sustituye a Isaac, es Cristo, “el Cordero de Dios
que carga y quita el pecado del mundo” (Jn 1,29; Ap 5,6):

Sabéis que habéis sido rescatados de la conducta necia heredada de vuestros padres, no con algo caduco, oro o
plata, sino con una sangre preciosa, como de cordero sin tacha ni mancilla, Cristo, predestinado antes de la
creación del mundo y manifestado en los últimos tiempos a causa vuestra, los que por medio de El creéis en
Dios, que lo ha resucitado de entre los muertos y le ha dado gloria, de modo que vuestra fe y vuestra esperanza
estén en Dios (1P 1,18-21).

Detrás -después- de Isaac, aparece Cristo, el cordero inmaculado, enredado en el arbusto de la cruz, con su
frente coronada de espinas (S. Agustín). Dios Padre, que interrumpió el sacrificio de Isaac, “no perdonó a su
propio Hijo, antes bien lo entregó por todos nosotros” (Rm 8,32). “Porque tanto amó Dios al mundo que entregó
a su Hijo único” (Jn 3,16); “en esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su
hijo único para que vivamos por medio de El” (1Jn 4,9). San Ambrosio concluirá: “Isaac es, pues, el prototipo
de Cristo que sufre para la salvación del mundo”.

Abraham, que “vio el Día de Cristo y se alegró” (Jn 8,56), llamó con razón aquel lugar “Yahveh provee”, de
donde se sigue diciendo: “En el monte Yahveh provee”.

Pero, en realidad, no se llamó así aquel monte. Abraham quiso llamarle Hireh: Dios ve y provee. Pero el Señor
se dijo: Si confirmo el deseo de Abraham, Sem, hijo de Noé, sentirá tristeza, pues él ya le ha llamado Shalem:
monte de la paz. Y si confirmo el nombre de Sem, quien sentirá tristeza será Abraham. Mejor será llamar a este
lugar Jerushalajm, es decir Jireh-Shalem y, de este modo, los dos quedarán contentos. Así se llamó para
siempre: Jerusalén. En Cristo cobraron sentido los dos nombres: Dios ha provisto en Cristo, el Cordero
degollado, para todas nuestras pruebas, de aquí que Cristo sea nuestra paz.

Y en aquel día el Señor bendijo a Abraham y a toda su descendencia, diciendo:

-Juro por mí mismo que, por haber hecho esto, por no haberme negado tu hijo, tu único, te colmaré de
bendiciones y acrecentaré incontablemente tu descendencia como las estrellas del cielo y como las arenas de la
playa, y se adueñará tu descendencia de la puerta de sus enemigos. Por tu descendencia se bendecirán todas las
naciones de la tierra, por haber obedecido tú mi voz.

“Te bendeciré”, dijo el Señor, en este mundo y en el mundo futuro; “te multiplicaré”: en este mundo y también
en el mundo futuro multiplicaré “tu descendencia”; “como las estrellas del cielo”: resplandecerán como las
estrellas del cielo; “y como la arena de las playas de la tierra”: así como la arena de las playas del mar, aunque
sea pequeña, detiene las grandes olas del mar, así será la fuerza defensiva de las generaciones futuras. Está
escrito: “Si los quiero contar son más numerosos que la arena” (Sal 139,18), es decir, si quiero contar tus obras,
Señor, en favor del justo, son más numerosas que las arenas y si ya la arena, siendo pequeña, sirve de defensa,
cuánto más lo serán tus obras en favor del justo, siendo como son más numerosas que las arenas.

Los Sabios, bendita sea su memoria, podrán decir:

Abraham, padre insigne de una multitud de naciones, no se halló quien le igualara en gloria. El guardó la ley del
Altísimo, y con El entró en alianza. En su carne grabó la alianza y en la prueba fue hallado fiel. Por eso Dios le
prometió con juramento bendecir por su linaje a las naciones, multiplicarlo como el polvo de la tierra,
encumbrar como las estrellas su linaje, y darles una herencia de mar a mar, desde el Río hasta los confines de la
tierra (Si 44,19-21).
13
Abraham, después de escuchar la bendición de Dios, alzó sus ojos al cielo e imploró:

-Oh Señor, prométeme que no me someterás ni a mí ni a mi hijo a más pruebas. Un hombre, se comprende que
ponga a prueba a otro hombre, ya que no puede saber, de otro modo, lo que hay en su corazón. Pero Tú conoces
de antemano lo que hay en el corazón de cada hombre; ¿acaso no sabías ya antes de darme la orden de sacrificar
a mi hijo que no habría dudado en hacerlo?

Le respondió el Señor:

-Ciertamente, yo lo sabía, pero tú mismo no lo sabías. Y además, tú sabes muy bien que frecuentemente las
solas palabras sirven bien poco, más aún, a veces no sirven de nada, como las buenas intenciones. En cambio,
siempre sirven los hechos. Por ello yo he elegido el único modo válido para que el mundo entero, hoy y en el
futuro, sepa que no por casualidad te he elegido entre todos los hombres de la tierra como mi fiel servidor. Así
quedará escrito para siempre:

En la confusión que siguió a la común perversión de las naciones, la sabiduría conoció al justo, le conservó
irreprochable ante Dios y le mantuvo firme contra el entrañable amor a su hijo (Sb 10,5).

Durante estos diálogos entre Dios y Abraham, el fuego iba quemando el carnero puesto sobre el altar. Pero el
fuego no quemó todo el carnero; quedaron ilesos del fuego: diez tendones para el arpa de David, rey de Israel;
la piel, para la cintura del profeta Elías (2R 1,8); los dos cuernos: el izquierdo para sonar sobre el monte Sinaí el
día de la revelación de la Torá (Ex 19,19), y el derecho, que es más grande que el izquierdo, quedó escondido
hasta el día en que el Señor llame con él a todos los exiliados para que vuelvan a Sión. En aquel día se oirá el
sonido de este cuerno desde un extremo al otro del mundo y los hijos de Israel retornarán a su tierra. Entonces
“sonará el gran cuerno y retornarán los que estaban a punto de perecer en Asiria y también los de Egipto y
adorarán al Señor en la santa montaña de Jerusalén” (Is 27,13). Este cuerno es la trompeta de la liberación, que
anuncia el Mesías y la resurrección final (Mt 24,30-31; 1Ts 4,16; 1Co 15,52).

Mientras descendían del monte Moria, Abraham con el corazón dilatado, comentaba con su hijo Isaac:

-Ya has visto todo el bien que nos ha hecho el Señor, bendiciendo las obras de nuestro corazón y de nuestras
manos. Esto se lo debemos al hecho de que Sem me ha enseñado la Torá y, en particular, el modo de ponerla en
práctica cada día. Por ello me parece conveniente que tu vayas un tiempo a casa de este justo y sabio a
completar tus estudios de la Torá. Aprende con él cómo escuchar la Palabra de Dios y a guardarla en tu corazón,
rumiándola dentro de ti, para que en todos los hechos de tu vida descubras la voz del Señor. Así serás bendito
por siempre. De este modo podrás, además, transmitir la Torá fielmente a tus hijos de modo que la Palabra del
Señor no se aleje jamás de la boca de tus hijos y de los hijos de tus hijos por siempre jamás.

Isaac acogió gustosamente el consejo de su padre. Abrazando al padre, se despidió de él y se fue directamente
en busca de Sem. Por ello en la Escritura se lee: “Y luego volvió Abraham al lado de sus mozos y emprendieron
juntos la marcha hacia Berseba, donde se quedó Abraham” (Gn 22,19). Isaac ya no es nombrado. Abraham
podrá decir, con verdad, a Sara que le ha dejado en la escuela de Sem.

Emiliano Jiménez Hernández

[1]“En el tercer día, Abraham levantó sus ojos y divisó el lugar desde lejos. Él dijo a sus jóvenes hombres:
quédense con el asno”. Bastante interesante, Dios le dijo inicialmente: “toma ahora a tu hijo, tu único, a quien
amas, a Isaac y vete a la tierra de Moriá y ofrécelo allí como sacrificio sobre uno de los montes que Yo habré
de indicarte”.Dios no le dijo a Abraham sobre que montaña él tendrá que sacrificar a Isaac; esa información
tendría que seguir. Pero en el versículo dice que Abraham levantó sus ojos y divisó el lugar desde lejos. El
Midrash explica:
14
“Y vio el lugar desde lejos”: ¿Qué es lo que él vio? Él vio una nube que envolvía a la montaña, y dijo:
‘Parecería que ese es el lugar donde Dios me dijo que sacrificara a mi hijo’. Luego le dijo a él (Isaac): ‘Isaac,
mi hijo, ¿ves lo que yo veo?’. ‘Sí’ él respondió. Le dijo él a sus dos sirvientes: ‘¿Ven lo que yo veo?’ ‘No’ ellos
respondieron. Puesto que ustedes no ven, quédense aquí con el asno (Midrash Rabá – Génesis 56:1-2).

Sólo Abraham e Isaac vieron la nube, la entidad espiritual flotando sobre la montaña. Cuando Abraham le dice
a los jóvenes hombres que se queden con el asno, debemos notar que la palabra hebrea para asno es “jamor”,
que está relacionada con la palabra “jomer” (que significa físico/materia), como diciendo: ‘Si ustedes no
pueden ver la nube espiritual que flota sobre la montaña, su percepción es solamente de lo físico, y no tienen
otra opción que quedarse con lo físico’.

[2] Cuando el momento de la ejecución llegó, Isaac fue atado al altar. Nunca le fue ordenado a Abraham, atar
a Isaac; de hecho, la palabra hebrea para atar es “akedá”. El sacrificio de Isaac ha sido llamado a través de
las generaciones “akedat Isaac”, la atadura de Isaac. ¿Por qué Abraham ató a Isaac si Dios nunca le pidió
que lo haga? Los Sabios en el Midrash completan la información que falta. De acuerdo al Midrash, Isaac es un
participante voluntarioso y entusiasta en esta excursión. Él se apoya en el altar, estira su cuello, y luego le dice
a su padre: “Padre, el alma está dispuesta pero la carne es débil. Átame, para retenerme, para prevenir que
me estremezca al ver la espada”.
De acuerdo al Midrash, la idea de la atadura fue completamente de Isaac. Es por eso, que a lo largo de la
historia, nos referimos a este acto como “La Atadura de Isaac”.

Canto de Moisés – Éxodo 15,1-18

Este himno de victoria (cf. Ex 15,1-18), propuesto en las Laudes


del sábado de la primera semana, nos remite a un momento clave de la historia de la salvación: al
acontecimiento del Éxodo, cuando Israel fue salvado por Dios en una situación humanamente desesperada. Los
hechos son conocidos: después de la larga esclavitud en Egipto, ya en camino hacia la tierra prometida, los
hebreos habían sido alcanzados por el ejército del faraón, y nada los habría salvado de la aniquilación si el
Señor no hubiera intervenido con su mano poderosa. El himno describe con detalle la insolencia de los planes
del enemigo armado: «perseguiré, alcanzaré, repartiré el botín…» (Ex 15,9).

Pero, ¿qué puede hacer incluso un gran ejército frente a la omnipotencia divina? Dios ordena al mar que abra un
espacio para el pueblo agredido y que se cierre al paso de los agresores: «Sopló tu aliento y los cubrió el mar, se
hundieron como plomo en las aguas formidables» (Ex 15,10).

Son imágenes fuertes, que quieren expresar la medida de la grandeza de Dios, mientras manifiestan el estupor
de un pueblo que casi no cree a sus propios ojos, y entona al unísono un cántico conmovido: «Mi fuerza y mi
poder es el Señor, él fue mi salvación. Él es mi Dios: yo lo alabaré; el Dios de mis padres: yo lo ensalzaré» (Ex
15,2).

15
El cántico no habla sólo de la liberación obtenida; indica también su finalidad positiva, la cual no es más que el
ingreso en la morada de Dios, para vivir en comunión con él: «Guiaste con misericordia a tu pueblo rescatado;
los llevaste con tu poder hasta tu santa morada» (Ex 15,3). Así comprendido, este acontecimiento no sólo estuvo
en la base de la alianza entre Dios y su pueblo, sino que se convirtió también en un «símbolo» de toda la
historia de la salvación. Muchas otras veces Israel experimentará situaciones análogas, y el Éxodo se volverá a
actualizar puntualmente. De modo especial aquel acontecimiento prefigura la gran liberación que Cristo
realizará con su muerte y resurrección.

Por eso, nuestro himno resuena de un modo especial en la liturgia de la Vigilia pascual, para destacar con la
intensidad de sus imágenes lo que se ha realizado en Cristo. En él hemos sido salvados, no de un opresor
humano, sino de la esclavitud de Satanás y del pecado, que desde los orígenes pesa sobre el destino de la
humanidad. Con él la humanidad vuelve a entrar en el camino, en el sendero que lleva a la casa del Padre.

Esta liberación, ya realizada en el misterio y presente en el bautismo como una semilla de vida destinada a
crecer, llegará a su plenitud al final de los tiempos, cuando Cristo vuelva glorioso y «entregue el reino a Dios
Padre» (1 Co 15,24). Precisamente a este horizonte final, escatológico, la Liturgia de las Horas nos invita a
mirar, introduciendo nuestro cántico con una cita del Apocalipsis: «Los que habían vencido a la bestia cantaban
el cántico de Moisés, el siervo de Dios» (Ap 15,2-3).

Al final de los tiempos se realizará plenamente para todos los salvados lo que el acontecimiento del Éxodo
prefigura y la Pascua de Cristo ha llevado a cabo de modo definitivo, pero abierto al futuro. En efecto, nuestra
salvación es real y profunda, pero está entre el «ya» y el «todavía no» de la condición terrena, como nos
recuerda el apóstol san Pablo: «Porque nuestra salvación es en esperanza» (Rm 8,24).

«Cantaré al Señor, sublime es su vitoria» (Ex 15,1). Al poner en nuestros labios estas palabras del antiguo
himno, la Liturgia de las Laudes nos invita a situar nuestra jornada en el gran horizonte de la historia de la
salvación. Este es el modo cristiano de percibir el paso del tiempo. En los días que se acumulan unos tras otros
no hay una fatalidad que nos oprime, sino un designio que se va desarrollando, y que nuestros ojos deben
aprender a leer como en filigrana.

Los Padres de la Iglesia eran particularmente sensibles a esta perspectiva histórico-salvífica, pues solían leer los
hechos más destacados del Antiguo Testamento -el diluvio del tiempo de Noé, la llamada de Abraham, la
liberación del Éxodo, el regreso de los hebreos después del destierro de Babilonia,…- como «prefiguraciones»
de eventos futuros, reconociendo que esos hechos tenían un valor de «arquetipos»: en ellos se anunciaban las
características fundamentales que se repetirían, de algún modo, a lo largo de todo el decurso de la historia
humana.

Por lo demás, ya los profetas habían releído los acontecimientos de la historia de la salvación, mostrando su
sentido siempre actual y señalando la realización plena en el futuro. Así, meditando en el misterio de la alianza
sellada por Dios con Israel, llegan a hablar de una «nueva alianza» (Jr 31,31; cf. Ez 36,26-27), en la que la ley
de Dios sería escrita en el corazón mismo del hombre. No es difícil ver en esta profecía la nueva alianza sellada
con la sangre de Cristo y realizada por el don del Espíritu. Al rezar este himno de victoria del antiguo Éxodo a
la luz del Éxodo pascual, los fieles pueden vivir la alegría de sentirse Iglesia peregrina en el tiempo, hacia la
Jerusalén celestial.

Así pues, se trata de contemplar con estupor siempre nuevo todo lo que Dios ha dispuesto para su pueblo: «Lo
introduces y lo plantas en el monte de tu heredad, lugar del que hiciste tu trono, Señor; santuario, Señor, que
fundaron tus manos» (Ex 15,17). El himno de victoria no expresa el triunfo del hombre, sino el triunfo de Dios.
No es un canto de guerra, sino un canto de amor.

16
Haciendo que nuestras jornadas estén impregnadas de este sentimiento de alabanza de los antiguos hebreos,
caminamos por las sendas del mundo, llenas de insidias, peligros y sufrimientos, con la certeza de que nos
envuelve la mirada misericordiosa de Dios: nada puede resistir al poder de su amor.

Juan Pablo II

La salida de Egipto y el paso del mar Rojo fueron vividos e idealizados por Israel, como la epopeya nacional y
religiosa que dio nacimiento al pueblo de Dios. Siguiendo esta pedagogía que el mismo Dios nos dio al querer
que esta poética epopeya fuera incluida como parte de la Biblia, la Iglesia cristiana, desde la antigüedad, se ha
servido de esta narración, llena de imágenes, para cantar el triunfo de Cristo y de la Iglesia sobre el pecado y el
poder del mal. El Faraón y su ejército personifican el pecado y la muerte que esclavizan al hombre; mientras
que el pueblo de Israel que sale incólume de las aguas del mar Rojo, es símbolo del pueblo nacido en las aguas
del bautismo. Ya el autor del Apocalipsis, en su visión del triunfo de los santos sobre la idolatría del Imperio
romano, nos dice, refiriéndose a este himno de victoria, que «los que habían vencido a la bestia cantaban el
cántico de Moisés, el siervo de Dios» (Ap 15, 2-3).

Cantemos, pues, al Señor, sublime es su victoria, caballos y carros ha arrojado en el mar; ha vencido el
pecado, por el bautismo, y la muerte, por la resurrección de Jesucristo y la esperanza de la resurrección
universal. Que nuestro entusiasmo por la victoria de la mañana de Pascua no sea, pues, inferior al entusiasmo de
Israel en su cántico por la victoria sobre el Faraón y su ejército.

Pedro Farnés

Jerusalén reconstruida – Tobías 13, 11-17

Bendice, alma mía al Señor.


Bendice, alma mía, al gran Rey
porque será reconstruida,
Jerusalén, Jerusalén.

JERUSALÉN, JERUSALÉN
JERUSALÉN, JERUSALÉN.
JERUSALÉN, RECONSTRUIDA,
JERUSALÉN PARA SIEMPRE.

17
Jerusalén será reconstruida,
con zafiros y esmeraldas.
De piedras preciosas sus murallas,
sus torres de oro puro;
sus plazas son de rubí,
sus calles de oro de Ofir,
en sus puertas se exultará
y en sus casas se cantará.

Brillará tu luz hasta los confines de la tierra


vendrán a ti pueblos numerosos,
vendrán a ti todas las naciones,
hasta la casa de su Nombre.
Las generaciones te cantarán,
todos los pueblos exultarán
y en ti el nombre de tu Elegido
será para siempre, será para siempre.

Malditos sean, los que te dicen palabras crueles


malditos sean los que te destruyen,
todos los que derriban tus murallas
y tiran por tierra tus torres.
Mas sean benditos, benditos para siempre,
los que te construyen, los que te edifican.
Benditos los que te aman,
los que lloran por tus castigos,
porque en tus puertas se exultará,
porque en tus casas se cantará.

ALELUYA, ALELUYA, ALELUYA, ALELUYA.


ALELUYA, ALELUYA, ALELUYA, ALELUYA.

El libro de Tobías pone nuestro cántico en labios del anciano patriarca Tobit, tan probado por Dios. Al ver Tobit
que el Señor le ha devuelto la vista, después de los largos años de ceguera, siente crecer su esperanza. Como la
ceguera ha conocido el fin, también tendrá fin el destierro de Babilonia, y Jerusalén, la ciudad amada, recobrará
su antiguo esplendor, hasta tal punto que vendrán de lejos muchos pueblos, con ofrendas para el Rey del cielo.

A nosotros, cristianos, que vivimos ciegos, por nuestra ignorancia, y sumergidos en las dificultades del
destierro, este cántico nos ha de abrir a la esperanza. Experimentamos la propia limitación -ceguera de nuestro
espíritu- y las pruebas del destierro; con frecuencia, Dios nos ha castigado por nuestras obras, pero también
hemos probado, incluso ya ahora durante nuestro destierro, el amor a Cristo, nuestro esposo, quien, con su
palabra evangélica, ilumina nuestras tinieblas, como fueron iluminados los ojos de Tobit. Esta palabra nos hace
esperar, para el futuro, el consuelo de la Jerusalén definitiva, donde nos alegraremos con el pueblo justo reunido
en ella.

Pedro Farnés

Jerusalén, la esposa elegida: Jerusalén es la encrucijada del encuentro permanente de Dios con su pueblo.
Jerusalén es el nombre de la esposa elegida por Yahvé; y esta esposa ha recibido un nombre que desvela su
identidad imborrable, eterna: la Elegida.

18
Jerusalén es símbolo de la Iglesia, o la esposa elegida en perpetuidad por Jesús. La Iglesia es el cuerpo en cuyo
ámbito Jesucristo -cabeza- despliega toda su fuerza vital. Ek-klesía es el nombre de la reunión, con-gregación
de todos los con-vocados y elegidos por la Palabra eficaz del Padre y en la fuerza unificante del Espíritu.

Jerusalén, Iglesia, comunidad cristiana son tres nombres y tres momentos de la única realidad histórica en la que
se manifiesta el poder amoroso de Dios: su amor esponsal.

Mas la esposa nunca ha sido elegida, ni lo es en la actualidad, por sus buenas obras. Los castigos históricos, las
grandes infidelidades, la ingratitud, demuestran cuál ha sido la conducta de la esposa, de la comunidad. Se le
prometió la Tierra, mas ella ha hecho alianzas estableciéndose en otra tierra que sólo era de paso, auto-
desterrándose, expatriándose sin sentido y condenándose por ello a la desgracia, a sentirse sin patria, sin padre y
sin esposo. Esta es no sólo experiencia del pasado; nuestro presente está marcado por ella.

Pero la esposa, Jerusalén, Iglesia, comunidad cristiana, goza de la protección del Dios amoroso y celoso, del rey
imperecedero. Él hará de nosotros el maravilloso ámbito de su existencia, su templo; nos reconstruirá,
provocará una ingente explosión de alegría; nos repatriará. Y seremos una luz en el mundo, que iluminará el
universo. El amor apasionado hacia la esposa es sólo un pálido reflejo de aquello que nuestro Dios ha hecho por
nosotros en Jesús y sigue haciendo en el oculto misterio del tiempo, que ya desemboca en el futuro de Dios.

Ángel Aparicio y José Cristo Rey García

Gritad jubilosos (Isaías 12)


GRITAD JUBILOSOS:
«QUÉ GRANDE ES EN MEDIO DE TI
EL SANTO DE ISRAEL.»

El Señor es mi Dios y mi Salvador:


confiaré y no temeré,
porque mi fuerza y mi canto es el Señor,
él es mi salvación.

Sacaréis aguas con gozo


de las fuentes de la salvación.
Dad gracias al Señor,
invocad su nombre,
proclamad entre los pueblos sus hazañas.

Cantad al Señor, que hizo proezas,


anunciadlas por toda la tierra;
gritad jubilosos,
exultad habitantes de Sión.

Los estudiosos consideran que el himno al que nos estamos refiriendo (cf. Is 12,1-6), tanto por su calidad
literaria como por su tono general, es una composición posterior al profeta Isaías, que vivió en el siglo VIII
antes de Cristo. Casi es una cita, un texto de estilo sálmico, tal vez para uso litúrgico, que se incrusta en este
punto para servir de conclusión del «libro del Emmanuel». En efecto, evoca algunos temas referentes a él: la
salvación, la confianza, la alegría, la acción divina, la presencia entre el pueblo del «Santo de Israel», expresión
que indica tanto la trascendente «santidad» de Dios como su cercanía amorosa y activa, con la que el pueblo de
Israel puede contar.

19
El cantor es una persona que ha vivido una experiencia amarga, sentida como un acto del juicio divino. Pero
ahora la prueba ha pasado, la purificación ya se ha producido; la cólera del Señor ha dado paso a la sonrisa y a
la disponibilidad para salvar y consolar.

Las dos estrofas del himno marcan casi dos momentos. En el primero (cf. vv. 1-3), que comienza con la
invitación a orar: «Dirás aquel día», domina la palabra «salvación», repetida tres veces y aplicada al Señor:
«Dios es mi salvación… Él fue mi salvación… las fuentes de la salvación». Recordemos, por lo demás, que el
nombre de Isaías -como el de Jesús- contiene la raíz del verbo hebreo yša’, que alude a la «salvación». Por eso,
nuestro orante tiene la certeza inquebrantable de que en la raíz de la liberación y de la esperanza está la gracia
divina.

Es significativo notar que hace referencia implícita al gran acontecimiento salvífico del éxodo de la esclavitud
de Egipto, porque cita las palabras del canto de liberación entonado por Moisés: «Mi fuerza y mi canto es el
Señor» (Ex 15,2).

La salvación dada por Dios, capaz de suscitar la alegría y la confianza incluso en el día oscuro de la prueba, se
presenta con la imagen, clásica en la Biblia, del agua: «Sacaréis agua con gozo de las fuentes de la salvación»
(Is 12,3). El pensamiento se dirige idealmente a la escena de la mujer samaritana, cuando Jesús le ofrece la
posibilidad de tener en ella misma una «fuente de agua que salta para la vida eterna» (Jn 4,14).

Al respecto, san Cirilo de Alejandría comenta de modo sugestivo: «Jesús llama agua viva al don vivificante del
Espíritu, por medio del cual sólo la humanidad, aunque abandonada completamente, como los troncos en los
montes, y seca, y privada por las insidias del diablo de toda especie de virtud, es restituida a la antigua belleza
de la naturaleza… El Salvador llama agua a la gracia del Espíritu Santo, y si uno participa de él, tendrá en sí
mismo la fuente de las enseñanzas divinas, de forma que ya no tendrá necesidad de consejos de los demás, y
podrá exhortar a quienes tengan sed de la palabra de Dios. Eso es lo que eran, mientras se encontraban en esta
vida y en la tierra, los santos profetas y los Apóstoles y sus sucesores en su ministerio. De ellos está escrito:
Sacaréis aguas con gozo de las fuentes de la salvación» (Comentario al Evangelio de san Juan II, 4, Roma
1994, pp. 272.75).

Por desgracia, la humanidad con frecuencia abandona esta fuente que sacia a todo el ser de la persona, como
afirma con amargura el profeta Jeremías: «Me abandonaron a mí, manantial de aguas vivas, para hacerse
cisternas, cisternas agrietadas, que no retienen el agua» (Jr 2,13). También Isaías, pocas páginas antes, había
exaltado «las aguas de Siloé, que corren mansamente», símbolo del Señor presente en Sión, y había amenazado
el castigo de la inundación de «las aguas del río -es decir, el Éufrates- impetuosas y copiosas» (Is 8,6-7),
símbolo del poder militar y económico, así como de la idolatría, aguas que fascinaban entonces a Judá, pero que
la anegarían.

La segunda estrofa (cf. Is 12,4-6) comienza con otra invitación -«Aquel día diréis»-, que es una llamada
continua a la alabanza gozosa en honor del Señor. Se multiplican los imperativos para cantar: «dad gracias,
invocad, contad, proclamad, tañed, anunciad, gritad».

En el centro de la alabanza hay una única profesión de fe en Dios salvador, que actúa en la historia y está al lado
de su criatura, compartiendo sus vicisitudes: «El Señor hizo proezas… ¡Qué grande es en medio de ti el Santo
de Israel!» (vv. 5-6). Esta profesión de fe tiene también una función misionera: «Contad a los pueblos sus
hazañas… Anunciadlas a toda la tierra» (vv. 4-5). La salvación obtenida debe ser testimoniada al mundo, de
forma que la humanidad entera acuda a esas fuentes de paz, de alegría y de libertad.

Juan Pablo II

Para Israel el motivo de esta acción de gracias fue, pues, la llegada de este Rey mesiánico: «En los días de
nuestras infidelidades -dice el pueblo- estabas airado contra nosotros, pero con la venida del Rey justo -nos
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dice- ha cesado tu ira y nos has consolado». Para el pueblo cristiano que hoy repite esta oración, el gran motivo
de su acción de gracias es la venida del Libertador definitivo, Cristo, el Hijo de Dios. Israel confiaba en que
podría sacar aguas con gozo de las fuentes de la salvación, aludiendo al rito de derramar agua, como signo de
acción de gracias por la cosecha, cuando Israel, después del castigo, celebraría festivamente su liturgia en la
fiesta de los tabernáculos; el pueblo cristiano cree firmemente que, «como dice la Escritura: de las entrañas del
que cree en Dios manarán torrentes de agua viva» (Jn 7,38), y por esto da gracias al Señor, Dios y Salvador, que
es fuerza y poder, incluso para el pueblo que le ha sido infiel.—

Pedro Farnés

El nombre de Isaías («Dios-salva») simboliza y localiza la fuente salvadora de Israel. Salvación que si en el
pasado fue liberación de Egipto, en el presente es confianza sin temor. En uno y otro caso es lícito celebrar a
Dios como fortaleza, poder y salvación. La iniquidad de Israel consistió en haber abandonado a Dios, fuente
inagotable de agua viva, salvadora, y haber excavado cisternas agrietadas que no pueden retener el agua. A
pesar de todo, el mensaje de Isaías se abre hacia el futuro al invitar a los sedientos a beber gratuitamente. Quien
sienta sed está predispuesto a adherirse a Jesús, la roca de la que mana el agua, nuevo Templo y fuente abierta
en Jerusalén. Quien bebe en el costado del Traspasado recibe el Espíritu de la nueva Creación. Es un hombre
nacido de nuevo y de arriba; goza de la vida que caracteriza a la creación terminada. Este hombre nuevo forma
parte de la comitiva del Éxodo iniciado por Jesús.

La comunidad posexílica puede proclamar ante el mundo cuanto Dios hizo por ella en el pasado. Corresponde a
la comunidad restaurada celebrar jubilosamente las proezas de Dios, contar sus hazañas, proclamar la grandeza
del «Santo de Israel», dar gracias a Dios salvador. Es la misma misión confiada a la Iglesia: primero vive la
salvación que brota de sus fuentes y después la difunde por el mundo entero. Ser testigos del Resucitado en
Jerusalén, en Judea y Samaria y hasta los confines de la Tierra es el programa misionero de la Iglesia. La
finalidad del testimonio es llevar a otros hombres a la fe, a la adhesión personal a Jesús Mesías. Quienes
aceptan el testimonio eclesial poseen en sí mismos el testimonio de Jesús, que es la Profecía de los tiempos
nuevos. La sangre del Cordero y la Palabra del Testimonio son armas eficaces para vencer los poderes de la
Bestia. Ser testigos de Jesús es gritar la grandeza del Santo de Israel.

Ángel Aparicio y José Cristo Rey García

Me enseñarás el camino de la vida – Salmo 16 (15)


El salmo 15 desarrolla dos temas, expresados mediante tres símbolos. Ante todo, el símbolo de la «heredad»,
término que domina los versículos 5-6. En efecto, se habla de «lote de mi heredad, copa, suerte». Estas palabras
se usaban para describir el don de la tierra prometida al pueblo de Israel. Ahora bien, sabemos que la única tribu
que no había recibido un lote de tierra era la de los levitas, porque el Señor mismo constituía su heredad. El
salmista declara precisamente: «El señor es el lote de mi heredad. (…) Me encanta mi heredad» (Sal 15,5-6).
Así pues, da la impresión de que es un sacerdote que proclama la alegría de estar totalmente consagrado al
servicio de Dios.

San Agustín comenta: «El salmista no dice: “Oh Dios, dame una heredad. ¿Qué me darás como heredad?”, sino
que dice: “Todo lo que tú puedes darme fuera de ti, carece de valor. Sé tú mismo mi heredad. A ti es a quien
amo”. (…) Esperar a Dios de Dios, ser colmado de Dios por Dios. Él te basta, fuera de él nada te puede bastar»
(Sermón 334, 3: PL 38, 1469).

El segundo tema es el de la comunión perfecta y continua con el Señor. El salmista manifiesta su firme
esperanza de ser preservado de la muerte, para permanecer en la intimidad de Dios, la cual ya no es posible en
la muerte (cf. Sal 6,6; 87,6). Con todo, sus expresiones no ponen ningún límite a esta preservación; más aún,
pueden entenderse en la línea de una victoria sobre la muerte que asegura la intimidad eterna con Dios.

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Son dos los símbolos que usa el orante. Ante todo, se evoca el cuerpo: los exégetas nos dicen que en el original
hebreo (cf. Sal 15,7-10) se habla de «riñones», símbolo de las pasiones y de la interioridad más profunda; de
«diestra», signo de fuerza; de «corazón», sede de la conciencia; incluso, de «hígado», que expresa la
emotividad; de «carne», que indica la existencia frágil del hombre; y, por último, de «soplo de vida».

Por consiguiente, se trata de la representación de «todo el ser» de la persona, que no es absorbido y aniquilado
en la corrupción del sepulcro (cf. v. 10), sino que se mantiene en la vida plena y feliz con Dios.

El segundo símbolo del salmo 15 es el del «camino»: «Me enseñarás el sendero de la vida» (v. 11). Es el
camino que lleva al «gozo pleno en la presencia» divina, a «la alegría perpetua a la derecha» del Señor. Estas
palabras se adaptan perfectamente a una interpretación que ensancha la perspectiva a la esperanza de la
comunión con Dios, más allá de la muerte, en la vida eterna.

En este punto, es fácil intuir por qué el Nuevo Testamento asumió el salmo 15 refiriéndolo a la resurrección de
Cristo. San Pedro, en su discurso de Pentecostés, cita precisamente la segunda parte de este himno con una
luminosa aplicación pascual y cristológica: «Dios resucitó a Jesús de Nazaret, librándole de los dolores de la
muerte, pues no era posible que quedase bajo su dominio» (Hch 2,24).

San Pablo, durante su discurso en la sinagoga de Antioquía de Pisidia, se refiere al salmo 15 en el anuncio de la
Pascua de Cristo. Desde esta perspectiva, también nosotros lo proclamamos: «No permitirás que tu santo
experimente la corrupción. Ahora bien, David, después de haber servido en sus días a los designios de Dios,
murió, se reunió con sus padres y experimentó la corrupción. En cambio, aquel a quien Dios resucitó -o sea,
Jesucristo-, no experimentó la corrupción» (Hch 13,35-37).

Juan Pablo II

Literalmente, el salmo 15 es la plegaria de un justo que vive rodeado de paganos, que sirven a otros dioses, y de
israelitas, que, cediendo ante la tentación de la cultura superior del pueblo que les rodea, mezclan el culto al
Dios verdadero con los cultos idolátricos. Todos ellos multiplican las estatuas de dioses extraños; el autor de
nuestro salmo, en cambio, quiere permanecer total y únicamente fiel al Dios verdadero: Los dioses y señores de
la tierra no me satisfacen, no derramaré sus libaciones con mis manos.

Ya en este sentido original, nuestro salmo es una oración muy apropiada para quienes, en el bautismo, hemos
renunciado a todo para servir al único Dios verdadero y, en muchas ocasiones, hemos renovado nuestro
compromiso bautismal. También es una oración muy propia para los que, en la profesión religiosa, han dicho a
Dios: El Señor es el lote de mi heredad y mi copa.

Pero el salmo 15, sobre todo colocado como canto de inauguración del domingo en estas I Vísperas del día de la
resurrección, nos evoca de una manera muy intensa, como lo indica ya san Pedro el día de Pentecostés (cf. Hch
2,25-28), el recuerdo de Jesús, el plenamente fiel al Padre, el que no siguió dioses extraños ni cedió cuando se
trataba del amor al Padre. Por eso, el Padre no dejó a su fiel conocer la corrupción del sepulcro, sino que le
enseñó el sendero de la vida y le sació de gozo en su presencia. Que este salmo, pues, nos afiance en nuestra
fidelidad bautismal ante cualquier tentación, y, en este domingo, nos recuerde a Jesús resucitado de entre los
muertos, dándonos la esperanza de que también nosotros, como él, seremos saciados de gozo en la presenciade
Dios. Que, con esta esperanza, nuestra carne descanse serena.

Pedro Farnés

Tentaciones: espejismo de la fiesta


El camino a través del desierto es el itinerario de la fe que se resume en el Shemá: “Escucha, Israel: Yahveh
nuestro Dios es el único Dios. Amarás a Yahveh tu Dios con todo tu corazón, con toda tu mente y con todas tus
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fuerzas” (Dt 6,4). Esto “te hará feliz… en la tierra que mana leche y miel” (Dt 6, 3).
Pero frente a este camino de vida a la que aspira todo hombre se alzan tres tentaciones como espejismos de
felicidad, engañándole y arrastrándole a la muerte.

Hedonismo
La existencia del sufrimiento pone al hombre en la situación de decidir entre Dios, la promesa, la alianza… o el
placer inmediato, el presente, la alienación.
La tentación de la sensualidad empuja al hombre a la búsqueda del placer y a esquivar obsesivamente el dolor.

La autonomía moral
Es la tentación que lleva al hombre a constituirse como señor de su historia y a rechazar a Dios como creador y
fuente de toda vida. Ante la cruz, ante la prueba, el hombre reta a Dios para que ponga fin al sufrimiento. Si este
acto de rebeldía no produce el fruto deseado, el hombre adopta una de estas dos actitudes: abandonar a Dios y
volverse a los ídolos en busca de nuevos apoyos o negar la misma existencia de Dios (ateísmo).

El becerro de oro
Al apartarse de Dios, el hombre se siente solo, asustado y desnudo. Para paliar este caos interior opta por buscar
su seguridad en el dinero, fuente de gloria y poder, constituyéndolo como bien máximo de su vida.

Jesús vence las tentaciones


Jesús, el Hijo amado del Padre, bautizado en el Jordán, como Israel atravesando el mar Rojo, recibe el Espíritu
Santo para entrar en el desierto como Siervo que cumple una misión: llevar a cumplimiento las esperanzas
mesiánicas en la obediencia y sacrificio prefigurado en Isaac. Jesús es “arrojado al desierto” al encuentro del
diablo quien, según la significación griega del término, es el que divide, el que intenta separar al Hijo del Padre
y robarle la palabra recibida en el bautismo.

Jesús pasa en el desierto “cuarenta días y cuarenta noches sin comer pan ni beber agua” (Dt 9, 9-18), esperando
la Palabra del Señor que se convierte en su alimento por encima de la tentación de Satanás.
Pero el combate continúa. El demonio tiende una nueva trampa a Jesús. Le conduce al pináculo del templo
invitándole a desafiar el proyecto de vida que el Padre ha preparado para él. Mas Jesús se mantiene fiel: “No
tentarás al Señor tu Dios”. No necesita “signos” maravillosos para confiar en Él. La historia según el plan del
Padre es buena, aunque pase por el desierto, por la insignificancia de proceder de Nazaret y no ser escriba o
fariseo; es buena aunque pase por la cruz.

En la tercera tentación, Satanás le ofrece su ayuda por medio de la riqueza, el poder y la gloria humana a
cambio de recibir su adoración. Jesús rechaza la tentación: su reino no es de este mundo, su corona será una
corona de espinas y su trono será la cruz. Jesús acepta el camino y la misión encomendada por el Padre: “Al
Señor tu Dios adorarás y sólo a Él darás culto” (Mt 4,10)

Jesucristo ha cumplido el Shemá.


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Emiliano Jiménez Hernández

Como la cierva – Salmo 42-43 (41-42)

Una cierva sedienta, con la garganta seca, lanza su lamento ante el desierto árido, anhelando las frescas aguas
de un arroyo. Con esta célebre imagen comienza el salmo 41. En ella podemos ver casi el símbolo de la
profunda espiritualidad de esta composición, auténtica joya de fe y poesía. En realidad, según los estudiosos del
Salterio, nuestro salmo se debe unir estrechamente al sucesivo, el 42, del que se separó cuando los salmos
fueron ordenados para formar el libro de oración del pueblo de Dios. En efecto, ambos salmos, además de estar
unidos por su tema y su desarrollo, contienen la misma antífona: «¿Por qué te acongojas, alma mía?, ¿por qué te
me turbas? Espera en Dios, que volverás a alabarlo: Salud de mi rostro, Dios mío» (Sal 41,6.12; 42,5). Este
llamamiento, repetido dos veces en nuestro salmo, y una tercera vez en el salmo sucesivo, es una invitación que
el orante se hace a sí mismo a evitar la melancolía por medio de la confianza en Dios, que con seguridad se
manifestará de nuevo como Salvador.

En efecto, la cierva sedienta es el símbolo del orante que tiende con todo su ser, cuerpo y espíritu, hacia el
Señor, al que siente lejano pero a la vez necesario: «Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo» (Sal 41,3). En
hebraico una sola palabra, nefesh, indica a la vez el «alma» y la «garganta». Por eso, podemos decir que el alma
y el cuerpo del orante están implicados en el deseo primario, espontáneo, sustancial de Dios (cf. Sal 62,2). No
es de extrañar que una larga tradición describa la oración como «respiración»: es originaria, necesaria,
fundamental como el aliento vital.

Orígenes, gran autor cristiano del siglo III, explicaba que la búsqueda de Dios por parte del hombre es una
empresa que nunca termina, porque siempre son posibles y necesarios nuevos progresos. En una de sus homilías
sobre el libro de los Números, escribe: «Los que recorren el camino de la búsqueda de la sabiduría de Dios no
construyen casas estables, sino tiendas de campaña, porque realizan un viaje continuo, progresando siempre, y
cuanto más progresan tanto más se abre ante ellos el camino, proyectándose un horizonte que se pierde en la
inmensidad» (Homilía XVII in Numeros, GCS VII, 159-160).

Tratemos ahora de intuir la trama de esta súplica, que podríamos imaginar compuesta de tres actos, dos de los
cuales se hallan en nuestro salmo, mientras el último se abrirá en el salmo sucesivo, el 42, que comentaremos
seguidamente. La primera escena (cf. Sal 41,2-6) expresa la profunda nostalgia suscitada por el recuerdo de un
pasado feliz a causa de las hermosas celebraciones litúrgicas ya inaccesibles: «Recuerdo otros tiempos, y
desahogo mi alma conmigo: cómo marchaba a la cabeza del grupo hacia la casa de Dios, entre cantos de júbilo
y alabanza, en el bullicio de la fiesta» (v. 5).

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«La casa de Dios», con su liturgia, es el templo de Jerusalén que el fiel frecuentaba en otro tiempo, pero es
también la sed de intimidad con Dios, «manantial de aguas vivas», como canta Jeremías (Jr 2,13). Ahora la
única agua que aflora a sus pupilas es la de las lágrimas (cf. Sal 41,4) por la lejanía de la fuente de la vida. La
oración festiva de entonces, elevada al Señor durante el culto en el templo, ha sido sustituida ahora por el llanto,
el lamento y la imploración.

Por desgracia, un presente triste se opone a aquel pasado alegre y sereno. El salmista se encuentra ahora lejos de
Sión: el horizonte de su entorno es el de Galilea, la región septentrional de Tierra Santa, como sugiere la
mención de las fuentes del Jordán, de la cima del Hermón, de la que brota este río, y de otro monte,
desconocido para nosotros, el Misar (cf. v. 7). Por tanto, nos encontramos más o menos en el área en que se
hallan las cataratas del Jordán, las pequeñas cascadas con las que se inicia el recorrido de este río que atraviesa
toda la Tierra prometida. Sin embargo, estas aguas no quitan la sed como las de Sión. A los ojos del salmista,
más bien, son semejantes a las aguas caóticas del diluvio, que lo destruyen todo. Las siente caer sobre él como
un torrente impetuoso que aniquila la vida: «tus torrentes y tus olas me han arrollado» (v. 8). En efecto, en la
Biblia el caos y el mal, e incluso el juicio divino, se suelen representar como un diluvio que engendra
destrucción y muerte (cf. Gn 6,5-8; Sal 68,2-3).

Esta irrupción es definida sucesivamente en su valor simbólico: son los malvados, los adversarios del orante, tal
vez también los paganos que habitan en esa región remota donde el fiel está relegado. Desprecian al justo y se
burlan de su fe, preguntándole irónicamente: «¿Dónde está tu Dios?» (v. 11; cf. v. 4). Y él lanza a Dios su
angustiosa pregunta: «¿Por qué me olvidas?» (v. 10). Ese «¿por qué?» dirigido al Señor, que parece ausente en
el día de la prueba, es típico de las súplicas bíblicas.

Frente a estos labios secos que gritan, frente a esta alma atormentada, frente a este rostro que está a punto de ser
arrollado por un mar de fango, ¿podrá Dios quedar en silencio? Ciertamente, no. Por eso, el orante se anima de
nuevo a la esperanza (cf. vv. 6 y 12). El tercer acto, que se halla en el salmo sucesivo, el 42, será una confiada
invocación dirigida a Dios (cf. Sal 42, 1.2a.3a.4b) y usará expresiones alegres y llenas de gratitud: «Me acercaré
al altar de Dios, al Dios de mi alegría, de mi júbilo».

Ahora, en la continuación del salmo 42, ante los ojos del salmista está a punto de aparecer la solución tan
anhelada: el regreso al manantial de la vida y de la comunión con Dios. La «verdad», o sea, la fidelidad
amorosa del Señor, y la «luz», es decir, la revelación de su benevolencia, se representan como mensajeras que
Dios mismo enviará del cielo para tomar de la mano al fiel y llevarlo a la meta deseada (cf. Sal 42,3).

Es muy elocuente la secuencia de las etapas de acercamiento a Sión y a su centro espiritual. Primero aparece «el
monte santo», la colina donde se levantan el templo y la ciudadela de David. Luego entra en el campo «la
morada», es decir, el santuario de Sión, con todos los diversos espacios y edificios que lo componen. Por
último, viene «el altar de Dios», la sede de los sacrificios y del culto oficial de todo el pueblo. La meta última y
decisiva es el Dios de la alegría, el abrazo, la intimidad recuperada con él, antes lejano y silencioso.

En ese momento todo se transforma en canto, alegría y fiesta (cf. v. 4). En el original hebraico se habla del
«Dios que es alegría de mi júbilo». Se trata de un modo semítico de hablar para expresar el superlativo: el
salmista quiere subrayar que el Señor es la fuente de toda felicidad, la alegría suprema, la plenitud de la paz.

La traducción griega de los Setenta recurrió, al parecer, a un término arameo equivalente, que indica la
juventud, y tradujo: «al Dios que alegra mi juventud», introduciendo así la idea de la lozanía y la intensidad de
la alegría que da el Señor. Por eso, el Salterio latino de la Vulgata, que es traducción del griego, dice: «ad Deum
qui laetificat juventutem meam». De esta forma el salmo se rezaba al pie del altar, en la anterior liturgia
eucarística, como invocación de introducción al encuentro con el Señor.

El lamento inicial de la antífona de los salmos 41-42 resuena por última vez al final (cf. Sal 42,5). El orante no
ha llegado aún al templo de Dios; todavía se halla en la oscuridad de la prueba; pero ya brilla ante sus ojos la

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luz del encuentro futuro, y sus labios ya gustan el tono del canto de alegría. En este momento la llamada está
más marcada por la esperanza. En efecto, san Agustín, comentando nuestro salmo, observa: «Espera en Dios,
responderá a su alma aquel que por ella está turbado. (…) Mientras tanto, vive en la esperanza. La esperanza
que se ve no es esperanza; pero, si esperamos lo que no vemos, por la paciencia esperamos (cf. Rm 8,24-25)»
(Exposición sobre los salmos I, Roma 1982, p. 1019).

Entonces el salmo se transforma en la oración del que es peregrino en la tierra y se halla aún en contacto con el
mal y el sufrimiento, pero tiene la certeza de que la meta de la historia no es un abismo de muerte, sino el
encuentro salvífico con Dios. Esta certeza es aún más fuerte para los cristianos, a los que la carta a los Hebreos
proclama: «Vosotros os habéis acercado al monte Sión, a la ciudad del Dios vivo, a la Jerusalén celestial, y a
miríadas de ángeles, reunión solemne y asamblea de los primogénitos inscritos en los cielos, y a Dios, juez
universal, y a los espíritus de los justos llegados ya a su consumación, y a Jesús, mediador de la nueva Alianza,
y a la aspersión purificadora de una sangre que habla mejor que la de Abel» (Hb 12,22-24).

Juan Pablo II

La imagen de la cierva, jadeante de sed, es un clamor vital para quien encuentra satisfacción sólo en Dios. Se
acumulan los recuerdos del pasado en el corazón del salmista: cómo desahogaba su vida con el «Tú» divino,
cómo marchaba a la cabeza del grupo que subía a Sión… Pero ¿dónde está ahora el Amado de mi alma? Tal vez
se imponga un silencio que traiga el eco de aquellas palabras: «Los sedientos, id por agua» (Is 55,1). ¿Dónde
buscar el agua cuando los ríos se han secado? «El que beba del agua que yo le dé, jamás tendrá sed», dice el
Señor. El agua que brota del costado abierto de Cristo harta las sequedades de la vida. Es el agua de la nueva
Ciudad. Busquemos a Dios en Cristo. Busquémosle en los bosques y espesuras. Busquémosle en la jungla de
cada día, que por esos sotos ha pasado.

La lejana Galilea, medio pagana, quema el alma del fervoroso judío con ascuas de nostalgia: quisiera estar junto
a Dios, salud de su rostro. Más tarde será un galileo, Jesús, quien suspire por la casa del Padre, donde se
entretiene y la purifica. Con gusto hubiera habitado en los aledaños del templo, pero los judíos no le dejaron. Su
última peregrinación a Jerusalén le proporciona la ocasión de exponer el ardiente deseo de gozar nuevamente
del Padre. Cuando retorna al Padre, dejando el mundo, levanta un nuevo templo sobre su carne e introduce en
nuestro mundo el tenso anhelo de estar-con-Cristo, ya que «mientras moramos en este cuerpo, estamos ausentes
del Señor porque caminamos en fe y no en visión» (2 Cor 5,6-7). Nuestra nostalgia es un vehemente deseo de
retorno a Casa. No olvidemos nuestro destino: ¡Vamos al Padre!

El desterrado salmista debe soportar la burlona pregunta de los incrédulos: «¿Dónde está tu Dios?».
Sencillamente no existe, piensan quienes preguntan, porque es inoperante. No basta con que el salmista se
refugie en su pasado ni saboree el polvo de la humillación presente; un aliento de esperanza futura es el bálsamo
de su herida. Prueba similar experimentó Jesús cuando los judíos le preguntaron: «¿Dónde está tu Padre?» Si es
Dios, que te libere en la hora fatal. Hasta los discípulos le piden que les muestre al Padre. Pero he aquí que
quien murió con una plegaria de confianza en los labios, entró en la presencia de Dios. Si hoy se nos formula tal
zahiriente pregunta, derramemos sobre nuestra herida el aceite de la esperanza, procedente de la nube de
testigos que nos rodea. Traigamos a consideración que Jesús sufrió la contradicción para que no decaigamos de
ánimo rendidos por la fatiga y caminemos con la plegaria: «Después de este destierro, muéstranos a Jesús».

Mi alma tuvo siempre sed de Ti: Hay un ansia irrefrenable de Dios en lo más íntimo de nuestro ser. Todo lo que
somos está secretamente imantado por Aquel que nos creó y redimió. Hay, sin embargo, un complicado
entramado de mediaciones, que nos impide la unión con el Dios vivo y la visión de su rostro cautivador. Y por
eso sufrimos como un desgarro interior: vivimos en dos mundos, entre dos polos de atracción.

«¿Dónde está tu Dios?», nos preguntan incesantemente quienes conviven con nosotros, aunque no comparten
nuestra fe, al constatar que nuestro Dios todavía no ha permitido que se agote el manantial de nuestras lágrimas
y deja que se rompan nuestros huesos por las burlas de nuestros adversarios.

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La sed de Dios no es una ilusión utópica, que nos droga y descompromete. Tenemos sed de un agua que hemos
probado alguna vez: «Recuerdo otros tiempos…». Ha habido momentos de inolvidable e indescriptible
encuentro con Dios; sabemos que El no sólo es capaz de apaciguar nuestra sed, sino que «sus torrentes y sus
olas nos han arrollado». Hay motivos para seguir alentando nuestra sed de Dios. Ese es justamente el itinerario
de nuestra vocación personal y comunitaria: el camino de un grupo de sedientos, que no olvidan su sed, porque
su alma tuvo siempre sed de Dios. Sacramentalizamos con ello al Jesús que en la cruz también clamó: «Tengo
sed».

Ángel Aparicio y José Cristo Rey García

Por qué esta noche es diferente – Canto de los niños para la Noche de
Pascua – de la Hagadá de Pésaj hebrea

N. ¿Por qué esta noche es diferente


de todas las otras noches?
A. DE TODAS LAS OTRAS NOCHES.
N. Que todas las otras noches
nos vamos a la cama pronto
y no nos quedamos levantados.
A. Y NO NOS QUEDAMOS LEVANTADOS.
N. Mas esta noche, esta noche
estamos levantados.
A. MAS ESTA NOCHE, ESTA NOCHE
ESTAMOS LEVANTADOS.

N. ¿Por qué esta noche es diferente


de todas las otras noches?
A. DE TODAS LAS OTRAS NOCHES.
N. Que todas las otras noches
nos vamos a la cama pronto
después de haber cenado.
A. DESPUÉS DE HABER CENADO.
N. Mas esta noche, esta noche hemos ayunado.

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A. MAS ESTA NOCHE, ESTA NOCHE
HEMOS AYUNADO.

N. ¿Por qué esta noche es diferente


de todas las otras noches?
A. DE TODAS LAS OTRAS NOCHES.
N. Que todas las otras noches
nos vamos a la cama pronto
y no esperamos nada.
A. Y NO ESPERAMOS NADA.
N. Mas esta noche, esta noche
estamos esperando.
A. MAS ESTA NOCHE, ESTA NOCHE
ESTAMOS ESPERANDO.
A. ¿POR QUÉ ESTA NOCHE ES DIFERENTE
DE TODAS LAS OTRAS NOCHES,
DE TODAS LAS OTRAS NOCHES?
N. Para estar levantados,
para haber ayunado,
para estar todos esperando.
A. PARA ESTAR LEVANTADOS,
PARA HABER AYUNADO,
PARA ESTAR TODOS ESPERANDO.

¡Cuán diferente es esta noche de las demás noches!

PREGUNTA 1: En todas las noches podemos comer jametz o matzá. ¿Por qué esta noche comemos solamente
matzá?

La matzá es harina, agua y fuego. Además de un poco de trabajo.


La matzá llena el estómago y sacia (pues tarda en digerirse), sin alimentar realmente.
Era el “manjar” de los esclavos en Mitzraim.
Es el lajma ania -pan de la pobreza.
Es la humilde masa hecha a las apuradas, que ni siquiera tuvo tiempo de leudar.
Y, sin embargo, este mismo objeto se erige como símbolo de la salvación.

Pues, es la demostración del poder de Dios.


Los hebreos no dependieron de la fuerza física, ni de armas, ni de logística…ni siquiera supieron como preparar
la más escueta vianda para su “escape”.

Pero, su escudo es Dios, y Él salva.


Si “Hashem está conmigo; no temeré” (Tehilim / Salmos 118:6).
Ni al hambre, ni al Faraón, ni a nada…a nada más que a mi desconocimiento de H’.
En todas las otras noches, parece que confiamos en nuestra “mano”.
El resto del año tomamos para nosotros el título de los “libertadores”.

Pero, en Pesaj- la Libertad proviene de Dios.


Él nos hace libres, en una noche.
Pero, nosotros nos hacemos libres todas las otras noches.
Cuando, emerge algo que quizás nos quita la confianza.

28
PREGUNTA 2: En todas las noches comemos cualquier tipo de verduras, ¿por qué esta noche sólo maror
(verdura amarga)?

La verdura seguramente es fuente de energía y vitalidad, pero, es más agradable preparada con condimentos,
con aceite, aderezada.

¿Por qué magnificar la amargura de este alimento saludable?


Porque, la riqueza también atrae amarguras.
Es por eso que el korbán Pesaj -ofrenda pascual- el “asado” de la libertad, debía ser acompañado
obligatoriamente con maror.

Para recordar que incluso en la alegría más excelsa, algo desagradable puede estar presente.
Para aprender que aun de lo “malo” es posible encontrar una enseñanza, un valor.

Pero, además, porque nosotros fuimos esclavos en Mitzraim (simbólicamente la angustia, cuando en realidad es
Egipto).
Y entonces, hacemos patente la angustia, no la esbozamos, no la olvidamos, la mencionamos, la mostramos, la
ingerimos.

Todo esto no por masoquismo, sino por demostración de ser libres.


Libres incluso en nuestro dolor.

Porque todas las noches escondemos el áspero sabor de la vida.


Pero, el ocultamiento aleja la libertad, y esta noche, queremos ser libres, realmente libres.
Y la libertad, conlleva el acre sabor de la verdad a ultranza.

Probamos el maror para recordar la inmensa y terrible amargura de la esclavitud.


Probamos el maror para aprender que las probables amarguras de la libertad son preferibles a cualquier
esclavitud, incluso a la que se disfraza detrás de los aderezos, de los gratos sabores.

Comemos maror, porque tamrurim (de la misma etimología que maror) significa “amargura”, pero, también
“mojón” – “poste indicador”.
Deseamos que este maror nos sea indicador de que estamos avanzando en el camino del mejoramiento, y no
estáticos como difuntos, o retrocediendo.

Y por último, así como la noche precede al amanecer.


Así como nuestro días comienzan con la puesta del sol.
Nuestra amargura deseamos que sea preludio de la Redención.

Que el maror de este año sea el último de la dispersión, y el que anuncia un verdadero leshana haba
biIerushalaim habenuia -para el año entrante en la reconstruida Iersuhalaim.
Y de pronto, surge una acción contradictoria que nos hace preguntar:

PREGUNTA 3: En todas las noches no sumergimos las verduras ni siquiera una vez, ¿por qué esta noche
debemos hacerlo dos veces?

Como aristócratas no nos contentamos con una sola especie vegetal.


Como potentados, antes del plato principal, tenemos una ensalada como entrada, para abrirnos el apetito, para
deleitarnos con los goces del placer carnal.

29
Como afortunados, remojamos nuestras verduras en sazones, jugamos con los sabores, recreamos el sabor
perdido de otras ocasiones.
Esta noche somos “magnates”, gourmettes.

Actuamos como soberanos orientales, mientras ante nuestra vista se hallan los emblemas de la opresión: matzá
y maror.
Esta contradicción quizás nos puede aleccionar en qué poner el acento en nuestras vidas.

Si lloramos siempre por la mitad vacía de la botella, y olvidamos beber de la mitad llena, ¿no estamos siendo
esclavos – difuntos, de la ambición y el pesimismo?

Aprendamos a ser reyes aun en las más deplorables condiciones.


Reconozcámonos como monarcas en el papel de siervos.
Somos hijos de Dios.

Nuestro padre aderezó ante nosotros manjares.


¿Por qué perder nuestras vidas lamentando las pérdidas cuando podemos construir?
Recordar el pasado es parte del judaísmo.
Rememorarlo y refrescarlo, también.
Y edificar, y vivir es básico.

Remojar en salsas las verduras, como hacen los adinerados, como hacen los que saben extraer las “ganancias”
para su provecho.

Remojar en dos ocasiones los alimentos.


Una oportunidad para los bienes en esta vida.
Otra, para nuestra porción en el Gan Eden.
Sepamos hallar las chispas de Dios en cada circunstancia.
Incluso en el pozo.
Incluso en el olvido.

Pues, las chispas de divinidad pueden encender una lumbre majestuosa.


Iluminar nuestro sendero para la Libertad.
Somos libres en realidad, o al menos, eso pretendemos, y por eso:

PREGUNTA 4: En todas las noches comemos sentados o reclinados, ¿por qué esta noche nos reclinamos?

Otra costumbre de amos, comer reclinados sobre el lado izquierdo.


Los esclavos comían de pie, rápidamente.
Los libres de escasos recursos, se sentaban frente a una frugal comida.
Pero, los señores libres de toda preocupación material yacían cómodamente en mullidos divanes, gozando del
servicio de otras personas, de las delicadezas para el paladar.

Esta noche, debemos estar libres de angustias materiales.


Pues, sabemos que Dios provee a todas las criaturas.
En Pesaj hemos sido liberados de nuestra opresión de Mitzraim.
Nos deleitamos.
Bebemos cuatro copas de vino.
Ingerimos golosinas de príncipes.

Se comía carne completamente asada (korbán Pesaj), tal como era la costumbre de los millonarios derrochones.
Nos acodamos como nobles.
30
Pero, apartamos de nuestras vidas la modorra de la auto-complacencia.
Estamos atentos.
Somos despiertos.
Preguntamos.

Pues, más que los manjares. Que los sillones. Que los sabores. Que los festines.
Amamos nuestra libertad.
Y, aprendimos que para conseguirla, sostenerla y ampliarla, nuestro deber es preguntar.
¿Existe una quinta pregunta?

No.
El número es cuatro.
Tal como las copas prescritas de vino.
Tal como los cuatro hijos sobre los cuales habló la Torá.
En Pesaj las preguntas del ma nishtaná son solamente cuatro.

Pero, si nos quedamos en un número limitado de interrogantes, encarcelamos nuestra vida.


Petrificamos nuestra libertad.
Aprender a preguntar.
Que eso sea el motivo de estas preguntas.

Y, luego, cada cual de acuerdo a su capacidad, que comience a investigar, a aprender, a enseñar, las probables
respuestas que abran a nuevas dudas.

Porque, sino, continúa la hagadá:


avadim hainu leFaro beMitzraim -esclavos fuimos del Faraón en Mitzraim.
Y a cada instante puede volver a ocurrir…

Yehuda Ribco

Las cuatro preguntas

Cuatro preguntas, cuatro tipos de personas

Introducción

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Una de las panes fundamentales del Séder pascual judío era la Haggadá o relato referido al capítulo 12 del
Éxodo en el que se narra la salida de los israelitas de Egipto y la celebración de la primera Pascua. Su inclusión
en la liturgia de esta noche viene dispuesta expresamente por la Escritura: “Y cuando el día de mañana te
pregunte tu hijo: ¿qué significa esto?, le dirás: “Con mano fuerte nos sacó Yahveh de Egipto, de la casa de
servidumbre…” (Ex 13, 14)”

Este relato de carácter didáctico es realizado por el padre o, en su ausencia, la persona que desempeña la
autoridad dentro de la comunidad familiar o del grupo celebrante. Es la respuesta a las preguntas de los más
pequeños y constituye toda una catequesis cuya finalidad es transmitir la fe a la próxima generación.

Estas preguntas reciben en hebreo el nombre de “Ma Nishtaná“(“¿Qué hay de diferente… ? “). Su forma y
contenido han variado con el paso del tiempo. En principio son cuatro preguntas fijas a las que se añaden las
interrogantes espontáneas derivadas de la curiosidad infantil.

Ya en antiguos textos judíos como la “Misná” (colección de tradiciones que recogen la Torá oral) o la ”Mekilta
de Rabbí Yismael”, las cuatro preguntas fijas del canto infantil se relacionan con los cuatro tipos de hijos y las
cuatro actitudes diferentes que los participantes en la Pascua pueden mantener ante el paso salvador de Dios.

Basada en esta antigua tradición judía, sin ninguna duda plenamente válida para una catequesis cristiana actual
sobre la Pascua, se desarrolla a continuación un breve comentario dirigido a los protagonistas más jóvenes de
esta celebración fundamental para la fe.

Valga añadir que el hecho de que un niño haga una pregunta determinada no implica que se identifique con la
actitud que la misma manifiesta. Es fácilmente comprensible que la finalidad de este diálogo es ayudar al
entendimiento de los misterios y significados que contiene la Pascua.

¿Por qué esta noche estamos levantados?

A los niños que hacen esta pregunta, lo que más les llama la atención es el hecho de estar levantados y no
acostados en la cama como es habitual a esas horas de la noche.

Estar despierto, de pie, levantado, es una postura normal en aquellos que sienten la proximidad de algo
importante.

Basta con fijarse en el patio de cualquier colegio el día en que se inicia un nuevo curso. Será difícil encontrar un
solo niño que permanezca sentado. La emoción y los nervios hacen que todos griten, corran y salten sin parar.

¿Qué niño permanecerá echado en la cama durante la mañana de la fiesta de los Reyes Magos?

Es imposible descansar o tumbarse cuando sentimos que algo maravilloso se acerca. Nuestra alma obliga al
cuerpo a estar atento.

Cuando alguien se encuentra sufriendo o sumergido en la tristeza no tiene fuerzas ni para permanecer en pie. No
quiere levantarse de la cama; prefiere estar tumbado. ¿Habéis escuchado esta palabra? “Tumbado” ¿Os dais
cuenta de que “tumbado” viene de tumba? ¿Y quién está en la tumba? ¿No es acaso el que está muerto, aquel
que no tiene vida?

La fe no puede tumbarse. La fe nos mantiene levantados porque sabe que se acerca la Pascua. Es el mismo
Jesucristo quien viene a nuestro encuentro para hacemos sentir la verdadera felicidad. Es el mismo Jesús
resucitado de la “tumba” quien se acerca para demostramos su amor.

¿Por qué hemos ayunado?


32
Esta es la típica pregunta de los que viven la Pascua enfadados. Es la duda de los rebeldes.

Durante las horas anteriores a la Pascua, la Iglesia proclama un ayuno en el que se nos invita a participar a fin
de estar bien dispuestos para la fiesta y el banquete pascual que disfrutaremos durante la madrugada del
Domingo de Resurrección.

El ayuno hace sufrir .al cuerpo: el estómago molesta, las piernas se cansan, aparece un gusto desagradable en la
boca. ¿Por qué tenemos que pasar este mal rato? En esta pregunta van incluidas muchas quejas, pero todas se
podrían resumir en una sola: ¿Por qué tenemos que sufrir?

Es la gran duda de los que se creen listos y los sabios Cuando hacen la pregunta no les interesa para nada la
respuesta que se les pueda dar. Lo que quieren en el fondo es interrumpir de una vez el ayuno para que les deje
de molestar el estómago. Como quienes hacen esta pregunta son muy inteligentes, ellos mismos han encontrado
la solución al problema: el ayuno es una exageración que no sirve para nada. No es necesario hacer cosas tan
dolorosas y molestas para participar en la Pascua. ¿No repetimos continuamente que la Pascua es una fiesta7 ¿A
qué viene entonces pasarse toda la noche con esa sensación tan desagradable causada por el ayuno? ¿No sería
mucho mejor acudir a la Pascua bien cenado y con el cuerpo entonado? Todo lo demás es fanatismo y sacar las
cosas de quicio.

Los que así piensan, los que así sienten, no tienen ningún interés por nada: ni Abraham, ni el Éxodo, ni las
promesas, ni la cruz, ni los cantos, ni la resurrección… Lo único que interesa es que todo vaya rápido y que la
iglesia esté caliente. Cuanto antes acabemos, mejor. Fuera sufrimiento, fuera pruebas, fuera todo. ¿No es una
estupidez sufrir a lo tonto cuando se puede evitar de una forma tan sencilla?

¿Por qué esta noche esperamos?

Esta es la pregunta de los resignados, de los que viven la fe como un montón de mandamientos que hay que
cumplir a la fuerza, sin alegría, sin entusiasmo, sin esperanza. ¿Qué nos puede traer la vida que ya no
conozcamos? ¿Qué diablos esperamos de la Pascua si ya nos lo sabemos todo de memoria? ¿Es que por
casualidad se van a solucionar nuestros problemas después de estar rezando o escuchando los mismos rollos
durante tanto rato?

Ese niño está triste porque no es lo suficientemente listo. Aquél, porque no es lo suficientemente guapo. Este
otro porque no se lleva bien con su padre. Aquél de camisa azul porque nadie le hace caso. “Pues yo te aseguro
-dice el niño que hace esta pregunta- que después de la Pascua ni el tonto va a ser más listo, ni el feo más guapo,
ni el padre del otro muchacho va a cambiar, y ese que estaba sólo va a seguir exactamente igual”.

Para ser tan jóvenes, estos niños ya saben que no hay otra solución más que aguantarse y fastidiarse. La lección
se la saben muy bien: Jesucristo ha sufrido mucho por los pecadores, ha muerto y ha resucitado. Pero es que Él
era Dios y Dios es muy bueno y muy fuerte. Y Él está en el cielo pero nosotros tenemos que vivir en la tierra.
Es cierto que a veces ayuda algo, pero a quien le toca la china, que se aguante.

Este niño, al igual que los listos que siempre están enfadados, no canta, ni pide, ni toca instrumentos, ni hace
nada. El listo porque está en rebeldía. Éste, porque le da todo igual. Cumple lo que se le manda para que Dios
no le castigue. Y se acabó.

Los que preguntan “¿qué esperamos?” es porque se asombran de que a estas alturas todavía haya alguien que
mantenga la esperanza de que las cosas cambien, de que la felicidad y la vida verdadera aun sean posibles.

¿Por qué esta noche estamos levantados, hemos ayunado y estamos esperando?”

33
Ahora les toca el tumo a los que todo les llama la atención porque ni se han esmerado, ni entienden nada de lo
que sucede a su alrededor.

Si estos niños en vez de personas fuesen animales, se les podría comparar con una tortuga. Tienen un caparazón
duro como el cemento; se meten dentro y se apartan de todo lo que les rodea.

En su cabeza sólo habita un pensamiento: “Dejadme en paz”. ¿A qué viene tanto jaleo? Yo no comprendo nada,
ni me interesa nada. No quiero que me molestéis.

Es fácil que quienes tienen esta actitud tan apática, hayan pasado en las hayan pasado en las Pascuas anteriores
por todas las formas posibles de estar: primero, por la del niño rebelde que no quiere sufrir y después por la de
aquel otro que no tiene esperanza. De esa forma ha acabado por no fiarse de nada ni de nadie. Él va a su aire y
tal como entra en la celebración, sale de ella.

Emiliano Jiménez Hernandez

Este es el día en que actuó el Señor – Salmo 117


Cuando el cristiano, en sintonía con la voz orante de Israel, canta el salmo 117, experimenta en su interior una
emoción particular. En efecto, encuentra en este himno, de intensa índole litúrgica, dos frases que resonarán
dentro del Nuevo Testamento con una nueva tonalidad. La primera se halla en el versículo 22: «La piedra que
desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular». Jesús cita esta frase, aplicándola a su misión de muerte y
de gloria, después de narrar la parábola de los viñadores homicidas (cf. Mt 21,42). También la recoge san Pedro
en los Hechos de los Apóstoles: «Este Jesús es la piedra que vosotros, los constructores, habéis desechado y que
se ha convertido en piedra angular. Porque no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que
nosotros debamos salvarnos» (Hch 4,11-12). San Cirilo de Jerusalén comenta: «Afirmamos que el Señor
Jesucristo es uno solo, para que la filiación sea única; afirmamos que es uno solo, para que no pienses que existe
otro (…). En efecto, le llamamos piedra, no inanimada ni cortada por manos humanas, sino piedra angular,
porque quien crea en ella no quedará defraudado» (Le Catechesi, Roma 1993, pp. 312-313).

Este espléndido himno bíblico está incluido en la pequeña colección de salmos, del 112 al 117, llamada el
«Hallel pascual», es decir, la alabanza sálmica usada en el culto judío para la Pascua y también para las
principales solemnidades del Año litúrgico. Puede considerarse que el hilo conductor del salmo 117 es el rito
procesional, marcado tal vez por cantos para el solista y para el coro, que tiene como telón de fondo la ciudad
santa y su templo. Una hermosa antífona abre y cierra el texto: «Dad gracias al Señor porque es bueno, porque
es eterna su misericordia» (vv. 1 y 29).

La palabra «misericordia» traduce la palabra hebrea hesed, que designa la fidelidad generosa de Dios para con
su pueblo aliado y amigo. Esta fidelidad la cantan tres clases de personas: todo Israel, la «casa de Aarón», es
decir, los sacerdotes, y «los que temen a Dios», una expresión que se refiere a los fieles y sucesivamente
también a los prosélitos, es decir, a los miembros de las demás naciones deseosos de aceptar la ley del Señor
(cf. vv. 2-4).

La procesión parece desarrollarse por las calles de Jerusalén, porque se habla de las «tiendas de los justos» (v.
15). En cualquier caso, se eleva un himno de acción de gracias (cf. vv. 5-18), que contiene un mensaje esencial:
incluso cuando nos embarga la angustia, debemos mantener enarbolada la antorcha de la confianza, porque la
mano poderosa del Señor lleva a sus fieles a la victoria sobre el mal y a la salvación.

El poeta sagrado usa imágenes fuertes y expresivas: a los adversarios crueles se los compara con un enjambre
de avispas o con un frente de fuego que avanza reduciéndolo todo a cenizas (cf. v. 12). Pero la reacción del
justo, sostenido por el Señor, es vehemente. Tres veces repite: «En el nombre del Señor los rechacé» y el verbo
hebreo pone de relieve una intervención destructora con respecto al mal (cf. vv. 10-12). En efecto, en su raíz se
34
halla la diestra poderosa de Dios, es decir, su obra eficaz, y no ciertamente la mano débil e incierta del hombre.
Por esto, la alegría por la victoria sobre el mal desemboca en una profesión de fe muy sugestiva: «el Señor es mi
fuerza y mi energía, él es mi salvación» (v. 14).

La procesión parece haber llegado al templo, a las «puertas del triunfo» (v. 19), es decir, a la puerta santa de
Sión. Aquí se entona un segundo canto de acción de gracias, que se abre con un diálogo entre la asamblea y los
sacerdotes para ser admitidos en el culto. «Abridme las puertas del triunfo, y entraré para dar gracias al Señor»,
dice el solista en nombre de la asamblea procesional. «Esta es la puerta del Señor: los vencedores entrarán por
ella» (v. 20), responden otros, probablemente los sacerdotes.

Una vez que han entrado, pueden cantar el himno de acción de gracias al Señor, que en el templo se ofrece
como «piedra» estable y segura sobre la que se puede edificar la casa de la vida (cf. Mt 7,24-25). Una bendición
sacerdotal desciende sobre los fieles, que han entrado en el templo para expresar su fe, elevar su oración y
celebrar su culto.

El salmo 117 estimula a los cristianos a reconocer en el evento pascual de Jesús «el día en que actuó el Señor»,
en el que «la piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular». Así pues, con el salmo pueden
cantar llenos de gratitud: «el Señor es mi fuerza y mi energía, él es mi salvación» (v. 14). «Este es el día en que
actuó el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo» (v. 24).

Este canto revela claramente un uso litúrgico en el interior del templo de Jerusalén. En efecto, en su trama
parece desarrollarse una procesión, que comienza entre las «tiendas de los justos» (v. 15), es decir, en las casas
de los fieles. Estos exaltan la protección de la mano de Dios, capaz de tutelar a los rectos, a los que confían en él
incluso cuando irrumpen adversarios crueles. La imagen que usa el salmista es expresiva: «Me rodeaban como
avispas, ardiendo como fuego en las zarzas; en el nombre del Señor los rechacé» (v. 12).

Al ser liberado de ese peligro, el pueblo de Dios prorrumpe en «cantos de victoria» (v. 15) en honor de la
«poderosa diestra del Señor» (cf. v. 16), que ha obrado maravillas. Por consiguiente, los fieles son conscientes
de que nunca están solos, a merced de la tempestad desencadenada por los malvados. En verdad, Dios tiene
siempre la última palabra; aunque permite la prueba de su fiel, no lo entrega a la muerte (cf. v. 18).

3. En este momento parece que la procesión llega a la meta evocada por el salmista mediante la imagen de la
«puerta de la justicia» (v. 19), es decir, la puerta santa del templo de Sión. La procesión acompaña al héroe al
que Dios ha dado la victoria. Pide que se le abran las puertas, para poder «dar gracias al Señor» (v. 19). Con él
«entran los justos» (v. 20). Para expresar la dura prueba que ha superado y la glorificación que ha tenido como
consecuencia, se compara a sí mismo a la «piedra que desecharon los arquitectos», transformada luego en «la
piedra angular» (v. 22).

Cristo utilizará precisamente esta imagen y este versículo, al final de la parábola de los viñadores homicidas,
para anunciar su pasión y su glorificación (cf. Mt 21,42).

Aplicándose el salmo a sí mismo, Cristo abre el camino a una interpretación cristiana de este himno de
confianza y de acción de gracias al Señor por su hesed, es decir, por su fidelidad amorosa, que se refleja en todo
el salmo (cf. Sal 117,1.2.3.4.29).

Los símbolos adoptados por los Padres de la Iglesia son dos. Ante todo, el de «puerta de la justicia», que san
Clemente Romano, en su Carta a los Corintios, comentaba así: «Siendo muchas las puertas que están abiertas,
ésta es la puerta de la justicia, a saber: la que se abre en Cristo. Bienaventurados todos los que por ella entraren
y enderezaren sus pasos en santidad y justicia, cumpliendo todas las cosas sin perturbación» (48, 4: Padres
Apostólicos, BAC, Madrid 1993, p. 222).

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El otro símbolo, unido al anterior, es precisamente el de la piedra. En nuestra meditación sobre este punto nos
dejaremos guiar por san Ambrosio, el cual, en su Exposición sobre el evangelio según san Lucas, comentando
la profesión de fe de Pedro en Cesarea de Filipo, recuerda que «Cristo es la piedra» y que «también a su
discípulo Cristo le otorgó este hermoso nombre, de modo que también él sea Pedro, para que de la piedra le
venga la solidez de la perseverancia, la firmeza de la fe».

Juan Pablo II

El salmo 117 evoca la historia de la victoria de un rey e incluye una liturgia de acción de gracias. Un personaje
importante -probablemente, el rey o el pueblo entero, personificado en este personaje- ha tenido que librar una
fuerte batalla contra el enemigo. El combate ha sido recio y el peligro grande; la misma vida ha estado en
trance: Todos los pueblos me rodeaban, cerrando el cerco; me rodeaban como avispas y empujaban para
derribarme. Ante tales dificultades, se acudió al Señor, y el Señor mostró su poder: En el peligro grité al Señor.
El Señor me castigó, pero no me entregó a la muerte, me escuchó.

Por ello se celebra esta fiesta de acción de gracias, esta procesión jubilosa al templo, que constituye el segundo
tema del salmo. Todo el pueblo se dirige al templo con cantos de acción de gracias. El Señor manifiesta
realmente su poder en la guerra: Éste es el día en que actuó el Señor; dad, pues, gracias al Señor, porque es
eterna su misericordia. Al son de estos cantos de acción de gracias, la procesión llega al templo, para celebrar
una liturgia de acción de gracias: Abridme las puertas del triunfo (del templo), y entraré para dar gracias al
Señor. Israel era, ciertamente, insignificante ante el poder de los enemigos, pero la piedra que desecharon los
arquitectos es ahora la piedra angular. Dios ha bendecido con la victoria al débil, y por ello los sacerdotes,
desde el templo, repiten esta bendición sobre la procesión que avanza: Bendito el que viene en nombre del
Señor.

Para los cristianos, esta lucha y esta victoria evocan el misterio pascual de Jesús, luchando en la pasión y
triunfando en la resurrección. El Señor mismo, a las puertas de su muerte, aplicó este salmo a su persona: «¿No
habéis leído nunca en la Escritura: “La piedra que desecharon los arquitectos…”?» (Mt 21, 42). Las turbas
aplicaron a Jesús este canto en el domingo de ramos: «Bendito el que viene en nombre del Señor» (Mt 21, 9).
Los apóstoles, en su predicación, confirmaron esta interpretación (cf. Hch 4,11; cf. 1 Pe 2,4).

No es extraño, pues, que en todas las liturgias este salmo haya venido a ser un salmo dominical y pascual. A
nosotros, recitado en la primera hora del domingo, debe invitarnos a una oración contemplativa del triunfo
pascual y a la acción de gracias por el mismo. El salmo nos evoca la voz del Señor en la lucha de su
pasión:«Todos los pueblos me rodeaban, cerrando el cerco; me rodeaban como avispas y empujaban para
derribarme, pero acudí con lágrimas y súplicas al Padre (Hb 5,7), y el Señor, si bien me castigó en la cruz,
cargando sobre mí el pecado del mundo, no me entregó a la muerte definitiva, y me escuchó». Por eso, el
domingo resuena en todas las comunidades cristianas con cantos de victoria y acción de gracias. Escuchad, hay
cantos de victoria: «La diestra del Señor es poderosa». No he de morir, viviré; porque el Señor, cual vencedor,
sube al templo, a su gloria, a dar gracias al Padre -abridme las puertas del triunfo, ordenad una procesión con
ramos, que la piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular-; y la Iglesia, con Cristo, evoca
este triunfo y se une a esta acción de gracias.

Pedro Farnés

Aleluya, bendecid al Señor – Salmo 134 (133)

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ALELU, ALELU, ALE E LU U YA,
ALELU, ALELU, ALE E LU U YA.

¡Bendecid al Señor, bendecid al Señor


vosotros los siervos del Señor.
Bendecid al Señor, bendecid al Señor
vosotros que estáis en la casa del Señor!
Alzad a él las manos,
alzad a él las manos y bendecid al Señor.
Vosotros que estáis
en la casa del Señor durante la noche.

ALELUYA, ALELUYA, A A LE E LU U YA,


ALELUYA, ALELUYA, A A LE E LU U YA,
ALELU, ALELU, ALE E LU U YA,
ALELU, ALELU, ALE E LU U YA.
Una exhortación a bendecir al Señor (vs. 1-2) y un augurio de bendición divina (v. 3), componen este breve
Salmo, que es a la vez un himno y una plegaria.

La alusión a “las horas de la noche” (v. 1) deja entrever que el Salmo era cantado en una celebración nocturna.

Este salmo 133, es el último de los 15 Salmos de las Subidas o “Salmos de Peregrinación”. Al caer la noche,
después de la última “fiesta nocturna”, los peregrinos abandonarán Jerusalén. Han vivido días privilegiados en
“La Casa” de Dios, el Templo. Al partir, con gran nostalgia, se despiden de los “servidores” de la “Casa” del
Señor, los sacerdotes y levitas, personas que tienen la felicidad de quedarse, de “permanecer” en esta Casa y
continuar “alabando” al Señor. ¡Felices los ministros que pasan la noche en el Templo montando guardia!

El perfecto “Servidor” de Dios es Jesús, pues El pasó noches enteras orando al Padre. “Pasó toda la noche sobre
la montaña, orando a Dios”. (Lucas 6,12 – Mateo 5,1 – Marcos 3,13). Los peregrinos de Jerusalén invitaban a
los sacerdotes a no cesar nunca en la alabanza. No sabían que una incesante oración perdura día y noche ante el
Padre: Es Jesús, “siempre vivo para interceder en favor vuestro”. (Hebreos 7,25).

¡Vosotros todos, bendecid al Señor, decid gracias al Señor! Los cristianos de hoy descubren la oración de
“alabanza”, la oración “gratuita”. Confesémoslo, nuestra oración espontánea es “Señor, danos…” más que
“Bendito seas. Señor…”. Con mayor frecuencia somos ante Dios “pedigüeños”, aceptemos, pues, la sugerencia
de este salmo, que nos invita a “bendecir a Dios”, a agradecerle, a alzar las manos hacia El no solamente para
recibir, sino para alabar, ofrecer, exultar… Como las manos que se tienden alegremente hacia “aquel que uno
ama”, hacia “aquella que uno ama”…

Antonio García Polo

37
Tú has cubierto de vergüenza la muerte (Homilía de Melitón de
Sardes sobre la Pascua – Oficio de Lecturas de Jueves Santo)

Tú has cubierto de vergüenza la muerte,


tú has llenado de luto el infierno.

Has golpeado la iniquidad,


has privado a la injusticia de sus hijos,
como Moisés al Faraón,
como Moisés al Faraón.

Tú nos has pasado


de la esclavitud a la libertad,
de las tinieblas a la luz,
de la muerte a la vida,
de la tiranía al reino eterno.

Tú eres la pascua de la salvación;


tú eres el cordero nacido de María.

MARÍA, CORDERA SIN MANCHA,


MARÍA, LA INOCENTE CORDERA.

Tú has sido asesinado en Abel,


tú fuiste atado en Isaac,
vendido en José,
abandonado sobre las aguas en Moisés,
perseguido en David
y despreciado en todos los profetas.

Tú eres el cordero que no abre boca;


tú eres el cordero nacido de María.

Tú fuiste cogido del rebaño,


conducido al sacrificio, inmolado por la tarde,
sepultado en la noche; sobre la cruz
38
no te fue roto ningún hueso, ni en la tierra
experimentaste la corrupción.

Tú resucitando de la muerte
has hecho resurgir a la humanidad
de lo profundo del sepulcro.

Tú eres el cordero que no abre boca;


tú eres el cordero nacido de María.

La Pascua canta la victoria de Cristo sobre el pecado y sobre la muerte. Canta al Crucificado exaltado y
glorificado en la cruz. Canta la pasión que nos libró de nuestra pasión. Es lo que recogen las homilías pascuales
de Melitón de Sardes y la atribuida a Hipólito.[1]

Ambas homilías son un canto al Cristo de la pasión. Cristo ha asumido la condición de «pasión» que
caracteriza la existencia del hombre pecador

Notad bien quien es el que padece y quien el que compadece junto con el que padece; por qué el Señor ha
descendido sobre la tierra, por qué se ha revestido de aquel que padecía y lo ha llevado consigo a lo más alto de
los cielos (Melitón).

El Señor, habiéndose revestido del hombre y habiendo padecido por aquel que padecía…, resucitó de los muer-
tos (Melitón).

Esta era la pascua que Jesús deseaba padecer por nosotros. Con la pasión nos ha librado a nosotros de la pasión
(Pseudo-Hipólito).

Al asumir la situación de pasión del hombre en el mundo, Cristo está presente, sufriendo, en todos los
personajes del Antiguo Testamento:

Cristo es la Pascua de nuestra salvación,


El es quien tuvo que padecer mucho en la persona de muchos,
El es quien fue:

asesinado en la persona de Abel,


maniatado en Isaac,
exiliado en Jacob,
vendido en José,
expuesto en Moisés,
inmolado en el cordero,
perseguido en David,
vilipendiado en los profetas (Melitón).

Pero, sobre todo, Cristo está presente en el cordero:

Cristo es el cordero sin voz,


éste es el cordero degollado,
éste es el mismo que nació de María,
la hermosa cordera;
el mismo que fue arrebatado del rebaño,
empujado a la muerte,
inmolado al atardecer,
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y sepultado de noche;
que no fue quebrantado en el leño,
ni se descompuso en la tierra;
el mismo que resucitó de entre los muertos
e hizo que el hombre surgiese desde
lo más hondo del sepulcro (Melitón).

Cristo es, pues, el verdadero cordero pascual, inmolado por los hombres. Pero el acontecimiento pascual, que
culmina en la muerte del cordero, no termina ahí. Termina gloriosamente en la resurrección:

Este es aquel

que se encarnó en una virgen,


que fue colgado del madero,
que fue sepultado en la tierra,
que resucitó de entre los muertos,
que fue elevado a lo alto de los cielos (Melitón).

Con la resurrección Cristo inicia la ascensión, su retorno glorioso al Padre. Es su glorificación. Pero Cristo no
retorna al Padre en solitario. La humanidad, rescatada de la muerte, inicia su proceso pascual de retorno al
Padre con Cristo:

Venid pues todas las razas humanas,


sumergidas en el pecado.
Recibid el perdón de los pecados,
porque yo soy vuestro perdón,
yo la Pascua de la salvación.
Yo os llevo a las alturas de los cielos.
Yo os mostraré al Padre que existe desde los siglos.
Yo os resucitaré por medio de mi diestra (Melitón).

Habiéndose, pues, revestido de la imagen perfecta, Cristo transformó al hombre, que había revestido, en hombre
celeste; entonces la imagen incorporada a El subió también al cielo (Pseudo-Hipólito).

Esta transformación nos la describen como una existencia en la luz y en la plenitud de vida, libre de toda
opresión, especialmente libre del pecado y de la muerte:

El es el que nos ha hecho pasar

de la esclavitud a la libertad,
de las tinieblas a la luz,
de la muerte a la vida,
de la tiranía al reino eterno (Melitón).

¿Qué es la venida de Cristo?

liberación de la esclavitud,
liberación de la antigua fatalidad,
inicio de la libertad,
honor de la adopción,
fuente de la remisión de los pecados,
verdadera vida inmortal para todos (Hipólito).
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Que un muerto vuelva a la vida no es una novedad en el ámbito bíblico. Pero no es esto lo que quiere decir la
resurrección de Jesús. Jesús resucitado de entre los muertos pasa a un tipo de existencia que ha dejado tras sí la
muerte de una vez para siempre (Rom 6,10), que ha llegado a Dios superando para siempre las frontera de este
tiempo (Heb 9,26;1Pe 3,18). Al contrario de David, y de todos los resucitados por El mismo, Jesús se ve libre
de la corrupción (He 13,34), vive para Dios vive, «por los siglos y tiene las llaves de la muerte y del hades»
(Apo 1,17s). Rompe de una vez todo nuestro mundo de vida y muerte y así nos abre un camino nuevo hacia la
vida eterna de Dios (1Cor 15,12s). Cristo entra en el mundo nuevo, en el tiempo eterno.[2]

Emiliano Jiménez Hernández

[1]
J. IBAÑEZ-F. MENDOZA, Melitón de Sardes. Homilía sobre la pascua, Pamplona 1975;P. NAUTIN,
Homelies pascales, París 1950; R. CANTALAMESSA, La Pasqua nella Chiesa antica, Torino 1978.
[2]
H. SCHLIER, De la Resurrección de Jesucristo, Bilbao 1970; F. MUSSNER, La Resurrección de Jesús,
Santander 1971; X. LEON-DUFOUR, Resurrección de Jesús y mensaje pascual, Salamanca 1987.

A la víctima pascual (Secuencia de Pascua)

by Niccolo di Pietro Gerini

A la víctima pascual
ofrecemos hoy
el sacrificio de alabanza.

El cordero ha redimido el rebaño,


el inocente ha reconciliado
los pecadores al Padre.

Muerte y vida se han enfrentado


en un prodigioso duelo
el autor de la Vida estaba muerto,
mas ahora está vivo y triunfa.

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Dinos tú, María:
¿qué has visto en el camino?
«He visto: la tumba de Cristo vacía,
la Gloria del Señor y vivo a Cristo,
los ángeles, las vendas y el sudario.»

PORQUE CRISTO, MI ESPERANZA,


¡HA RESUCITADO!
Y NOS PRECEDE EN GALILEA,
Y NOS PRECEDE EN GALILEA.

SÍ QUE ES CIERTO,
CRISTO HA RESUCITADO.
SÍ QUE ES CIERTO,
CRISTO HA RESUCITADO.

Y NOS PRECEDE EN GALILEA,


Y NOS PRECEDE EN GALILEA.

Tú, Rey victorioso, danos tú la salvación.

“Muerte y vida se han enfrentado en un prodigioso duelo: el Señor de la vida estaba muerto, pero ahora está
vivo y reina”. La vida ha triunfado sobre la muerte: sucedió a Cristo y así nos sucederá un día también a
nosotros.

Rainero Cantalamessa

«Dinos, María, ¿qué has visto en el camino?»

Una de las piezas maestras del canto gregoriano es, sin duda, la secuencia de la fiesta de hoy: Victimae paschali
laudes, «Alabanzas a la víctima pascual». Con anterioridad al concilio de Trento existían numerosas secuencias
litúrgicas medievales, un canto que precedía a la proclamación del evangelio. Desde ese Concilio, quedan sólo
unas pocas en la liturgia que tienen una gran calidad musical: recordemos, por ejemplo, el famoso Veni Creator
del día de Pentecostés, el Stabat Mater del Viernes de Dolores, o el Dies irae de la misa de difuntos.

El texto latino de la secuencia de hoy, que es del siglo Xl, no tiene especial valor, pero incluye un diálogo lleno
de lirismo e ingenuidad con María Magdalena. La traducción oficial española lo versifica con dignidad: “¿Qué
has visto de camino, María en la mañana?”. Y María responde: «A mi Señor glorioso, la tumba abandonada, los
ángeles testigos, sudarios y mortaja. ¡Resucitó de veras mi amor y mi esperanza! Venid a Galilea, allí el Señor
aguarda; allí veréis los suyos la gloria de la pascua».

María Magdalena, la que los cuatro evangelios presentan al pie de la cruz, es la gran protagonista de las
primeras apariciones del Resucitado. Su nombre está recogido por los tres sinópticos dentro del grupo de
mujeres que fueron a embalsamar el cuerpo de Jesús y se encontraron con la tumba vacía y el anuncio de que
Jesús había resucitado. En el evangelio de Juan, María Magdalena acude sola al sepulcro, lo encuentra vacío y
vuelve corriendo a comunicarlo a los discípulos, como hemos escuchado en el relato de hoy. Inmediatamente
después continúa con la aparición de Jesús a Magdalena en la que ésta le confunde con el hortelano.

María Magdalena pudo haber sido aquella mujer que experimentó, en aquella comida convencional ofrecida por
el fariseo al maestro, que nadie la había mirado con tanta pureza y comprensión y nadie había sabido reconocer
la existencia de su mucho amor en su corazón como lo hizo el maestro. Y fue ese amor nuevo, que la limpieza
de Jesús había hecho surgir dentro de su ser, el que le empujó a derramar aquella libra de nardo puro, intuyendo
42
de alguna manera que no lo iba a poder hacer en el día de su sepultura. Y aquella mujer nueva, que amaba
mucho porque sentía que se la había perdonado mucho, será la que estará firme junto a la cruz y la protagonista
del anuncio inesperado de que el maestro había resucitado.

En este día de pascua en que, como dice la vieja secuencia, los cristianos presentan «ofrendas de alabanza», nos
dirigimos a esta mujer que fue primer testigo del centro de nuestra fe: la muerte y la resurrección de Cristo. Y,
podemos preguntarle también con esa vieja e ingenua secuencia de pascua: «¿Qué has visto de camino, María,
en la mañana?». Ojalá nuestra fe nos pueda decir, en esta mañana de la pascua siempre florida -porque el grano
de trigo ha comenzado a dar vida- lo que sintió aquella mujer que quizá había sido pecadora, de cuyo corazón
Jesús había expulsado muchos demonios y que, fue fiel a su Señor en la cruz y en la resurrección.

«Dinos, María», en esta mañana de pascua, que nadie hablaba tan de verdad al corazón como aquel a quien tú
escuchabas sentada a sus pies. Dinos que tenemos que trabajar, que entregarnos a la lucha de la vida, a las
personas a las que queremos… Pero que nunca nos olvidemos de lo que es últimamente lo único necesario:
estar a la escucha de nuestro yo, en donde pueda resonar la palabra del Señor resucitado.

«Dinos, María», que Jesús resucitado puede expulsar de nosotros todos esos demonios que están como
agarrados a nuestro corazón; que él puede cambiar nuestro corazón de piedra por uno de carne y hacer que nos
nazca una carne nueva sobre nuestra carne vieja y podrida.

«Dinos, María», lo que sentiste cuando Jesús te miraba a los ojos y al corazón en aquella fría comida del
fariseo. Dinos que podemos encontrar en Jesús a alguien que nos mira siempre con limpieza; que espera de
nosotros lo mejor; que sabe descubrir en los escondrijos de nuestro ser y de nuestra vida ese poso de bondad que
todos llevamos dentro. Dinos que es más importante amar mucho que errar mucho, que al que mucho se le
perdona, mucho ama. Dínoslo hoy, María, al corazón…

“Dinos, María”, que cuando se vive en el amor se está más allá de esas lógicas fariseas que siempre calculan
todo; que la fuerza del amor es inseparable del riesgo y la generosidad, hasta de cierta locura… Es lo que tú
hiciste derramando sobre los pies de Jesús esa libra de nardo puro.

“Dinos, María”, que valió la pena estar junto a la cruz del Señor, intentándole dar aunque sólo sea tu compañía
y tu amor, y que el seguidor del maestro tiene que estar junto a las cruces del hombre de nuestro tiempo.

Y «dinos, sobre todo, María», en esta mañana de pascua, que podemos sentir que Cristo resucitado nos llama
por nuestro propio nombre y nos dice siempre al corazón una palabra de aliento y esperanza. Dinos que hay
siempre una Galilea, una patria de bondad, en la que Cristo nos aguarda. Dinos que Cristo debe ser nuestro
amor y nuestra esperanza. Dinos que ese Cristo resucitó de veras que sigue hoy vivo ante mi propia vida.
«Dinos, María», que ha resucitado Cristo nuestra esperanza y nos llama por nuestro nombre, con el mismo
cariño con el que pronunció el tuyo; que el amor es más fuerte que el pecado y la vida más fuerte que la muerte.

«Dinos, María», en esta mañana de pascua, lo que decía la vieja secuencia medieval: “¡Resucitó de veras mi
amor y mi esperanza! Venid a Galilea, allí el Señor aguarda; allí veréis los suyos la gloria de la pascua.

Javier Gafo

¡Cristo ha resucitado verdaderamente y trae a todos la paz!

Esta es la “buena noticia” de la Pascua. Hoy es el día nuevo “hecho por el Señor” (Sal 117, 24) que en el cuerpo
glorioso del Resucitado devuelve al mundo, herido por el pecado, su belleza inicial, radiante de nuevo
esplendor. Es la victoria sobre la muerte

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“Muerte y vida se han enfrentado en un prodigioso duelo” (Secuencia). Tras la durísima batalla, Cristo vuelve
victorioso y avanza en la escena de la historia anunciando la Buena Noticia: “Yo soy la resurrección y la vida”
(Jn 11, 25), “Yo soy la luz del mundo” (Jn 9, 5), Su mensaje se resume en una palabra: “Pax vobis –paz con
vosotros”. Su paz es el fruto de la victoria, lograda por Él a un precio muy alto, sobre el pecado y la muerte.
Cristo ha muerto y resucitado, y ha dejado como silencioso pero elocuente testimonio la tumba vacía.
Destruyendo en sí mismo la enemistad, muro de separación entre los hombres, reconcilió a todos por medio de
la Cruz (Cfr. Ef 2, 14-16), y ahora nos compromete a nosotros, sus discípulos, a eliminar cualquier causa de
odio y venganza.

¡Y tú, Señor resucitado, que has vencido la tribulación y la muerte, danos tu paz!

Sabemos que esa se manifestará plenamente al final, cuando vendrás en la gloria. Paz que, no obstante, donde
Tu estás presente, está ya ahora actuando en el mundo. Esta es nuestra certeza, fundada en Ti, hoy resucitado de
la muerte. ¡Cordero inmolado por nuestra salvación!

Tú nos pides que mantengamos viva en el mundo la llama de la esperanza. Con fe y con gozo, la Iglesia canta
en este día radiante: “Surrexit Christus, spes mea!”

Sí, Cristo ha resucitado, y con Él ha resucitado nuestra esperanza. Aleluya.

Juan Pablo II

Eres hermoso – Salmo 45 (44)

ERES HERMOSO, EL MÁS HERMOSO


DE LOS HIJOS DE ADÁN,
DE LOS HIJOS DE ADÁN,
LA GRACIA ESTÁ EN TUS LABIOS.
ERES BENDITO,
EL BENDITO PARA SIEMPRE.

Ciñe la espada a tu flanco, oh valiente,


y marcha lleno de gloria y esplendor,

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cabalga por la verdad,
la mansedumbre, la justicia.

¡Tensa tu arco,
que hace temible tu derecha!
Agudas son tus flechas,
te han sido entregados los pueblos.
TE HAN SIDO ENTREGADOS LOS PUEBLOS.

Desde los palacios de marfil


las cítaras cantan para ti.
Hijas de reyes son tus favoritas;
a tu derecha está la reina,
en oro de Ofir.
A TU DERECHA ESTÁ LA REINA,
EN ORO DE OFIR.

Escucha, hija y mira, inclina el oído,


olvida tu pueblo y la casa de tu padre,
y el rey se prendará de tu belleza.
Y EL REY SE PRENDARÁ DE TU BELLEZA.

Él es tu Señor, ¡entrégate a él!


Y en lugar de padres, tendrás hijos,
que serán príncipes sobre la tierra.

El judaísmo ha reconocido en el salmo 44 un canto nupcial, que exalta la belleza y la intensidad del don de
amor entre los cónyuges. En particular, la mujer puede repetir con el Cantar de los cantares: «Mi amado es
para mí, y yo soy para mi amado» (Ct 2,16). «Yo soy para mi amado y mi amado es para mí» (Ct 6,3).

El perfil del esposo real está trazado de modo solemne, con el recurso a todo el aparato de una escena de corte.
Lleva las insignias militares (Sal 44,4-6), a las que se añaden suntuosos vestidos perfumados, mientras en el
fondo brillan los palacios revestidos de marfil, con sus salas grandiosas en las que suena música (cf. vv. 9-10).
En el centro se encuentra el trono, y se menciona el cetro, dos signos del poder y de la investidura real (cf. vv.
7-8).

Al llegar aquí, quisiéramos subrayar dos elementos. Ante todo, la belleza del esposo, signo de un esplendor
interior y de la bendición divina: «Eres el más bello de los hombres» (v. 3). Precisamente apoyándose en este
versículo la tradición cristiana representó a Cristo con forma de hombre perfecto y fascinante. En un mundo
caracterizado a menudo por la fealdad y la descortesía, esta imagen es una invitación a reencontrar la via
pulchritudinis en la fe, en la teología y en la vida social para ascender a la belleza divina.

Sin embargo, la belleza no es un fin en sí misma. La segunda nota que quisiéramos proponer se refiere
precisamente al encuentro entre la belleza y la justicia. En efecto, el soberano «cabalga victorioso por la verdad
y la justicia» (v. 5); «ama la justicia y odia la impiedad» (v. 8), y su cetro es «cetro de rectitud» (v. 7). La
belleza debe conjugarse con la bondad y la santidad de vida, de modo que haga resplandecer en el mundo el
rostro luminoso de Dios bueno, admirable y justo.

Ahora, nuestra atención se fija en el perfil de la reina que el poeta de corte, autor del salmo (cf. Sal 44,2), traza
con gran delicadeza y sentimiento. La indicación de la ciudad fenicia de Tiro (cf. v. 13) hace suponer que se
trata de una princesa extranjera. Así asume un significado particular la invitación a olvidar el pueblo y la casa
paterna (cf. v. 11), de la que la princesa se tuvo que alejar.
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La vocación nupcial es un acontecimiento trascendental en la vida y cambia la existencia, como ya se constata
en el libro del Génesis: «Dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y vendrán a ser una
sola carne» (Gn 2,24). La reina esposa avanza ahora, con su séquito nupcial que lleva los dones, hacia el rey,
prendado de su belleza (cf. Sal 44,12-13).

Es notable la insistencia con que el salmista exalta a la mujer: está «llena de esplendor» (v. 14), y esa
magnificencia se manifiesta en su vestido nupcial, recamado en oro y enriquecido con preciosos brocados (cf.
vv. 14-15).

La Biblia ama la belleza como reflejo del esplendor de Dios mismo; incluso los vestidos pueden ser signo de
una luz interior resplandeciente, del candor del alma.

El pensamiento se remonta, por un lado, a las páginas admirables del Cantar de los cantares (cf. capítulos 4 y
5) y, por otro, a la página del Apocalipsis donde se describen «las bodas del Cordero», es decir, de Cristo, con la
comunidad de los redimidos, destacando el valor simbólico de los vestidos nupciales: «Han llegado las bodas
del Cordero, y su esposa se ha engalanado y se le ha concedido vestirse de lino deslumbrante de blancura. El
lino son las buenas acciones de los santos» (Ap 19,7-8).

Además de la belleza, se exalta la alegría que reina en el jubiloso «séquito de vírgenes», o sea, las damas que
acompañan a la esposa «entre alegría y algazara» (cf. Sal 44,15-16). La alegría genuina, mucho más profunda
que la meramente externa, es expresión de amor, que participa en el bien de la persona amada con serenidad de
corazón.

Ahora bien, según los augurios con que concluye el salmo, se vislumbra otra realidad radicalmente intrínseca al
matrimonio: la fecundidad. En efecto, se habla de «hijos» y de «generaciones» (cf. vv. 17-18). El futuro, no sólo
de la dinastía sino también de la humanidad, se realiza precisamente porque la pareja ofrece al mundo nuevas
criaturas.

Se trata de un tema importante en nuestros días, en el Occidente a menudo incapaz de garantizar su futuro
mediante la generación y la tutela de nuevas criaturas, que prosigan la civilización de los pueblos y realicen la
historia de la salvación.

Muchos Padres de la Iglesia, como es sabido, han interpretado el retrato de


la reina aplicándolo a María, desde la exhortación inicial: «Escucha, hija, mira, inclina el oído…» (v. 11). Así
46
sucedió, por ejemplo, en laHomilía sobre la Madre de Dios de Crisipo de Jerusalén, un monje capadocio de los
fundadores del monasterio de San Eutimio, en Palestina, que, después de su ordenación sacerdotal, fue guardián
de la santa cruz en la basílica de la Anástasis en Jerusalén.

«A ti se dirige mi discurso -dice, hablando a María-, a ti que debes convertirte en esposa del gran rey; mi
discurso se dirige a ti, que estás a punto de concebir al Verbo de Dios, del modo que él conoce. (…) “Escucha,
hija, mira, inclina el oído”. En efecto, se cumple el gozoso anuncio de la redención del mundo. Inclina el oído y
lo que vas a escuchar te elevará el corazón. (…) “Olvida tu pueblo y la casa paterna”: no prestes atención a tu
parentesco terreno, pues tú te transformarás en una reina celestial. Y escucha -dice- cuánto te ama el Creador y
Señor de todo. En efecto, dice, “prendado está el rey de tu belleza”: el Padre mismo te tomará por esposa; el
Espíritu dispondrá todas las condiciones que sean necesarias para este desposorio. (…) No creas que vas a dar a
luz a un niño humano, “porque él es tu Señor y tú lo adorarás”. Tu Creador se ha hecho hijo tuyo; lo concebirás
y, juntamente con los demás, lo adorarás como a tu Señor» (Testi mariani del primo millennio, I, Roma 1998,
pp. 605-606).

Juan Pablo II

Cuando Israel ya no tuvo reyes, aplicó este antiguo salmo al desposorio del pueblo elegido con Yahvé, su nuevo
y único Rey. La Iglesia cristiana, en esta misma línea y desde muy antiguo, usó este canto nupcial para cantar
las bodas de Cristo con su Iglesia y también para describir la vocación de María y de las vírgenes cristianas,
personalización la más acabada del amor nupcial de la Iglesia hacia Cristo.

Hoy este salmo, pues, nos ha de servir de poema de amor en honor de Cristo, nuestro esposo. En su primera
parte -aquella que, en su sentido original, estaba consagrada al esposo-, cantaremos, con las palabras del salmo,
la belleza y la victoria pascual de Cristo y el amor con que el Padre lo ama: Eres el más bello de los hombres;
los pueblos se te rinden, se acobardan los enemigos del rey (la muerte y el pecado); el Señor, tu Dios, te ha
ungido. La segunda parte del salmo -la que en el texto original se dedicaba a la esposa- la hemos de escuchar
como una exhortación a la fidelidad y al amor de Cristo, el esposo verdadero de la Iglesia, dirigida a la Iglesia y
a cada uno de nosotros: Olvidemos nuestro pueblo y la casa paterna; a cambio de nuestros padres (los bienes
que habremos dejado) tendremos hijos, que serán príncipes, es decir, que serán bienes imperecederos.

Pedro Farnés

Poseídos por la fuerza conquistadora de Cristo: Nuestra comunidad fija esta tarde sus ojos en Cristo Jesús, «el
más bello de los hombres», el «Bendito de Dios por excelencia». Él nos ha seducido y captado para su
seguimiento; es el objetivo primordial de nuestro vivir. Misteriosa y poderosa es esta relación de amor entre Él
y nosotros. Estamos convencidos de su fuerza conquistadora, de su entrega victoriosa a la causa de la verdad y
de la justicia, de la perennidad de su reino y de su Iglesia.

Por eso, las alabanzas de la comunidad eclesial a Cristo son como un concierto deleitoso de arpas al que
nosotros, pequeña comunidad, nos unimos armónicamente. Mas vana sería la alabanza si no nos dejáramos
transformar por la gracia de Jesús, por su valentía, su espíritu de lucha en favor de la verdad y de la justicia, si
nos vacunáramos contra el contagio de su irrefrenable esperanza por dilatar el mundo nuevo, que ya existe entre
nosotros y que perdurará para siempre.

Comunidad, esposa del Rey: En cuanto comunidad de Jesús hemos entrado en un ámbito nuevo, hemos sido
transferidos a la casa del Rey. Esto ha supuesto muchas renuncias: a nuestro pueblo, a formar una casa, a un
proyecto autónomo de vida. Ahora nuestra comunidad está llamada a ser la princesa bellísima de cuya belleza
está prendado el Rey. Sin mérito alguno por nuestra parte, el Señor nos concede graciosamente una identidad,
que todavía no se ha desvelado: la identidad de la comunidad de los hijos de Dios. Y nos ha elegido para ser
suyos: «Jesucristo, de cuya humanidad no podía existir la menor duda, no ha tenido otra amada, novia, esposa u
hogar fuera de su comunidad» (K. Barth).

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Se nos ocurre la misma pregunta de Pedro: «He aquí que nosotros hemos dejado todo y te seguimos. ¿Qué
tendremos, pues?» El salmista responde: «A cambio de tus padres tendrás hijos, que nombrarás príncipes por
toda la tierra».

Nuestra vida comunitaria tiene vocación de fecundidad; se nos promete una peculiar paternidad y maternidad
que establecerá por toda la tierra un nuevo estilo de libertad y dignidad humana. La virginidad de nuestra
comunidad es el espacio abierto a la Gracia de Dios, capaz de crear y engendrar la Nueva Humanidad. Teniendo
a Jesús, como Esposo, nuestra comunidad nunca será estéril.

Angel Aparicio

Aleluya, alabad al Señor – Salmo 150

ALELUYA, ALELUYA, ALELUYA,


ALELUYA, ALELUYA, ALELUYA.

Alabad al Señor en su templo,


alabadlo en su fuerte firmamento.
Alabadlo por sus obras estupendas,
alabadlo por su inmensa grandeza.

Alabadlo al son de trompetas,


alabadlo con arpas y guitarras,
alabadlo con tambores y danzas,
alabadlo con trompas y flautas.

Alabadlo con platillos sonoros,


alabadlo con platillos vibrantes.

TODO SER ALABE AL SEÑOR,


ALABE, ALABE AL SEÑOR.

El salmo 150 parece desarrollarse en tres momentos. Al inicio, en los primeros dos versículos (vv. 1-2), la
mirada se dirige al «Señor» en su «santuario», a «su fuerza», a sus «grandes hazañas», a su «inmensa
grandeza». En un segundo momento -semejante a un auténtico movimiento musical- se une a la alabanza la
orquesta del templo de Sión (cf. vv. 3-5), que acompaña el canto y la danza sagrada. En el tercer momento, en el
último versículo del salmo (cf. v. 6), entra en escena el universo, representado por «todo ser vivo» o, si se
quiere traducir con más fidelidad al original hebreo, por «todo cuanto respira». La vida misma se hace alabanza,
una alabanza que se eleva de las criaturas al Creador.

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La primera sede en la que se desarrolla el hilo musical y orante es la del «santuario» (cf. v. 1). El original
hebreo habla del área «sagrada», pura y trascendente, en la que mora Dios. Por tanto, hay una referencia al
horizonte celestial y paradisíaco, donde, como precisará el libro del Apocalipsis, se celebra la eterna y perfecta
liturgia del Cordero (cf., por ejemplo, Ap 5,6-14). El misterio de Dios, en el que los santos son acogidos para
una comunión plena, es un ámbito de luz y de alegría, de revelación y de amor. Precisamente por eso, aunque
con cierta libertad, la antigua traducción griega de los Setenta e incluso la traducción latina de la Vulgata
propusieron, en vez de «santuario», la palabra «santos»: «Alabad al Señor entre sus santos».

Desde el cielo el pensamiento pasa implícitamente a la tierra al poner el acento en las «grandes hazañas»
realizadas por Dios, las cuales manifiestan «su inmensa grandeza» (v. 2). Estas hazañas son descritas en el
salmo 104, el cual invita a los israelitas a «meditar todas las maravillas» de Dios (v. 2), a recordar «las
maravillas que ha hecho, sus prodigios y los juicios de su boca» (v. 5); el salmista recuerda entonces «la alianza
que pactó con Abraham» (v. 9), la historia extraordinaria de José, los prodigios de la liberación de Egipto y del
viaje por el desierto, y, por último, el don de la tierra. Otro salmo habla de situaciones difíciles de las que el
Señor salva a los que «claman» a él; las personas salvadas son invitadas repetidamente a dar gracias por los
prodigios realizados por Dios: «Den gracias al Señor por su piedad, por sus prodigios en favor de los hijos de
los hombres» (Sal 106, 8.15. 21.31).

Así se puede comprender la referencia de nuestro salmo a las «obras fuertes», como dice el original hebreo, es
decir, a las grandes «hazañas» (cf. v. 2) que Dios realiza en el decurso de la historia de la salvación. La alabanza
se transforma en profesión de fe en Dios, Creador y Redentor, celebración festiva del amor divino, que se
manifiesta creando y salvando, dando la vida y la liberación.

El texto es de una sencillez y transparencia admirables. Sólo debemos dejarnos llevar por la insistente invitación
a alabar al Señor: «Alabad al Señor (…), alabadlo (…), alabadlo». Al inicio, Dios se presenta en dos aspectos
fundamentales de su misterio. Es, sin duda, trascendente, misterioso, distinto de nuestro horizonte: su morada
real es el «templo» celestial, su «fuerte firmamento», semejante a una fortaleza inaccesible al hombre. Y, a
pesar de eso, está cerca de nosotros: se halla presente en el «templo» de Sión y actúa en la historia a través de
sus «obras magníficas», que revelan y hacen visible «su inmensa grandeza» (cf. vv. 1-2).

Así, entre la tierra y el cielo se establece casi un canal de comunicación, en el que se encuentran la acción del
Señor y el canto de alabanza de los fieles. La liturgia une los dos santuarios, el templo terreno y el cielo infinito,
Dios y el hombre, el tiempo y la eternidad.

Durante la oración realizamos una especie de ascensión hacia la luz divina y, a la vez, experimentamos un
descenso de Dios, que se adapta a nuestro límite para escucharnos y hablarnos, para encontrarse con nosotros y
salvarnos. El salmista nos impulsa inmediatamente a utilizar un subsidio para nuestro encuentro de oración: los
instrumentos musicales de la orquesta del templo de Jerusalén, como son las trompetas, las arpas, las cítaras, los
tambores, las flautas y los platillos sonoros. También la procesión formaba parte del ritual en Jerusalén (cf. Sal
117,27). Esa misma invitación se encuentra en el Salmo 46,8: «Tocad con maestría».

Por tanto, es necesario descubrir y vivir constantemente la belleza de la oración y de la liturgia. Hay que orar a
Dios no sólo con fórmulas teológicamente exactas, sino también de modo hermoso y digno.

A este respecto, la comunidad cristiana debe hacer un examen de conciencia para que la liturgia recupere cada
vez más la belleza de la música y del canto. Es preciso purificar el culto de impropiedades de estilo, de formas
de expresión descuidadas, de músicas y textos desaliñados, y poco acordes con la grandeza del acto que se
celebra.

Es significativa, a este propósito, la exhortación de la carta a los Efesios a evitar intemperancias y desenfrenos
para dejar espacio a la pureza de los himnos litúrgicos: «No os embriaguéis con vino, que es causa de
libertinaje; llenaos más bien del Espíritu. Recitad entre vosotros salmos, himnos y cánticos inspirados; cantad y

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salmodiad en vuestro corazón al Señor, dando gracias continuamente y por todo a Dios Padre, en nombre de
nuestro Señor Jesucristo» (Ef 5,18-20).

El salmista termina invitando a la alabanza a «todo ser vivo» (cf. Sal 150,5), literalmente a «todo soplo», «todo
respiro», expresión que en hebreo designa a «todo ser que alienta», especialmente «todo hombre vivo» (cf. Dt
20,16; Jos 10,40; 11,11.14). Por consiguiente, en la alabanza divina está implicada, ante todo, la criatura
humana con su voz y su corazón. Juntamente con ella son convocados idealmente todos los seres vivos, todas
las criaturas en las que hay un aliento de vida (cf. Gn 7,22), para que eleven su himno de gratitud al Creador por
el don de la existencia.

A este respecto, san Agustín, en sus Exposiciones sobre los


salmos, ve simbolizados en los instrumentos musicales a los santos que alaban a Dios: «Vosotros, santos, sois la
trompeta, el salterio, el arpa, la cítara, el tambor, el coro, las cuerdas y el órgano, los platillos sonoros, que
emiten hermosos sonidos, es decir, que suenan armoniosamente. Vosotros sois todas estas cosas. Al escuchar el
salmo, no se ha de pensar en cosas de escaso valor, en cosas transitorias, ni en instrumentos teatrales». En
realidad, «todo espíritu que alaba al Señor» es voz de canto a Dios (Esposizioni sui Salmi, IV, Roma 1977, pp.
934-935).

Llegamos así al último versículo del salmo 150 (cf. v. 6). El término hebreo usado para indicar a los «vivos»
que alaban a Dios alude a la respiración, como decíamos, pero también a algo íntimo y profundo, inherente al
hombre.

Aunque se puede pensar que toda la vida de la creación es un himno de alabanza al Creador, es más preciso
considerar que en este coro el primado corresponde a la criatura humana. A través del ser humano, portavoz de
la creación entera, todos los seres vivos alaban al Señor. Nuestra respiración vital, que expresa autoconciencia y
libertad (cf. Pr 20,27), se transforma en canto y oración de toda la vida que late en el universo.

Por eso, todos hemos de elevar al Señor, con todo nuestro corazón, «salmos, himnos y cánticos inspirados» (Ef
5,19).

50
Los manuscritos hebraicos, al transcribir los versículos del
salmo 150, reproducen a menudo el Menorah, el famoso candelabro de siete brazos situado en el Santo de los
Santos del templo de Jerusalén. Así sugieren una hermosa interpretación de este salmo, auténtico Amén en la
oración de siempre de nuestros «hermanos mayores»: todo el hombre, con todos los instrumentos y las formas
musicales que ha inventado su genio -«trompetas, arpas, cítaras, tambores, danzas, trompas, flautas, platillos
sonoros, platillos vibrantes», como dice el Salmo- pero también «todo ser vivo» es invitado a arder como el
Menorah ante el Santo de los Santos, en constante oración de alabanza y acción de gracias.

En unión con el Hijo, voz perfecta de todo el mundo creado por él, nos convertimos también nosotros en
oración incesante ante el trono de Dios.

Juan Pablo II

Alabar al Señor por sus obras magníficas es particularmente apropiado a esta hora y en este día, domingo por la
mañana, en que celebramos la mayor de estas obras magníficas, que nosotros conocemos mejor aun que el
salmista, es decir, la resurrección de Cristo, manifestación y comienzo de la resurrección universal.

Pedro Farnés

El jacal de los pastores – Cantar de los Cantares 1,2-8

¡Que me bese con los besos de su boca!


Mejores son que el vino tus amores;
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tu nombre es ungüento que se vierte,
por eso te aman las doncellas.

LLÉVAME EN POS DE TI: ¡SALGAMOS!


LLÉVAME TRAS DE TI: ¡CORRAMOS!
CELEBRAREMOS TUS AMORES MÁS QUE EL VINO;
¡CON CUÁNTA RAZÓN ERES AMADO!

HAZME SABER, AMADO DE MI ALMA,


DÓNDE APACIENTAS EL REBAÑO,
PARA QUE YO NO ANDE VAGABUNDA
DETRÁS DE OTROS COMPAÑEROS.

Si no lo sabes, ¡oh bella entre las bellas!,


sigue la senda de mis ovejas,
y lleva por allí tus cabras
hasta el jacal de los pastores.

El Cantar de los Cantares fue escrito, dicen los rabinos, en el Sinaí; por eso comienza: “Que me bese con besos
de su boca”. La Palabra decía: ¿Aceptáis como Dios al Santo? Ellos respondían: Sí, sí. Al punto la Palabra les
besaba en la boca, grabándose en ellos: “para no olvidarte de las cosas que tus ojos han visto” (Dt 4,9), es decir,
cómo la Palabra hablaba contigo. El pueblo ve, oye y besa cada una de las diez palabras de la misma boca de
Dios, sin intermediario alguno, por eso dice: “que me bese con los besos de su boca”. Según el Midrás, cuando
Dios hablaba, salían de su boca truenos y llamas de fuego. Así vieron su gloria. La voz iba y venía a sus oídos.
La voz se apartaba de sus oídos y la besaban en la boca, y de nuevo se apartaba de su boca y volvía al oído.

Luego, ante el temor a morir, el pueblo se dirige a Moisés y le dice: Moisés, se tú nuestro mediador: “Habla tú
con nosotros y te escucharemos” (Ex 20,16), “¿por qué tenemos que morir?” (Dt 5,22). Así se dirigían a Moisés
para aprender, pero olvidaban lo que escuchaban. Entonces se decían: como Moisés es humano, también su
palabra es perecedera. Le dijeron: ¡Moisés, ojalá se nos revele el Santo por segunda vez; ojalá “que nos bese
con los besos de su boca”; ojalá que grabe las palabras de la Torá en nuestros corazones como en la vez
primera. Moisés les contestó: No está previsto para ahora, sino para el futuro: “después de aquellos días pondré
mi ley en su interior y la escribiré en su corazón” (Jr 31,20). El Mesías cumplirá esta palabra. Los creyentes en
él podrán decir: “En mi corazón he escondido tu palabra para que no pueda pecar contra Ti” (Sal 119,11).

Mejores son tus amores que el vino. Las palabras de la Torá, besos de la boca de Dios, son mejores que el vino.
Se parecen una a otra como los pechos de una mujer; son compañeras una de otra; están entrelazadas una con
otra y se esclarecen mutuamente. La Torá es comparada con el agua, con el vino, con el ungüento, con la miel y
con la leche. Como el agua es vida del mundo, “la fuente del jardín es pozo de agua viva” (Cant 4,15), “pues sus
palabras son vida para quienes las encuentran” (Pr 4,22). Agua y palabra descienden del cielo, como don de
Dios: “Al sonar de su voz se forma un tropel de aguas en los cielos” (Jr 10,13), “pues desde el cielo he hablado
con vosotros” (Ex 20,19). Es la voz potente del Señor, envuelta en truenos y relámpagos: “la voz de Yahveh
sobre las aguas”, pues “al tercer día, de mañana, hubo truenos y relámpagos” (Ex 19,16). Agua y palabra
purifican al hombre de su impureza, “rociaré sobre vosotros agua pura y os purificaréis” (Ez 36,25). Y, como el
agua no apetece si no se tiene sed, tampoco se encuentra gusto en la Torá si no se tiene sed. Como el agua
abandona los lugares altos y fluye hacia las profundidades, así la Torá abandona a los orgullosos y se une a los
humildes. Y como el agua se conserva, no en recipientes de oro ni de plata, sino en recipientes más baratos, así
la Torá no se mantiene más que en quien se considera como un recipiente de barro.

“Perfume derramado es tu nombre, por eso te aman las doncellas y corren al olor de tus perfumes”. Estas
palabras, dice Orígenes, encierran una profecía. Con la venida de nuestro Señor y Salvador, su nombre se
difundió por toda la tierra: “Pues nosotros somos para Dios el buen olor de Cristo entre los que se salvan” (2Cor

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2,15), es decir, las doncellas, que están creciendo en edad y en belleza, que cambian constantemente, de día en
día se renuevan y se revisten del hombre nuevo, creado según Dios (2Cor 4,16; Ef 4,23). Por estas doncellas se
anonadó (Flp 2,7) aquel que tenía la condición de Dios, a fin de que su nombre se convirtiera en perfume
derramado, de modo que no siguiera habitando en una luz inaccesible (1Tim 6,16;Flp 2,7), sino que se hiciera
carne (Jn 1,14), para que estas doncellas pudieran atraerlo hacia sí. Ellas le atraen mediante la fe en su nombre,
porque Cristo, al ver a dos o tres reunidos en su nombre, va en medio de ellos (Mt 18,20), atraído por su fe y
comunión. Cuando lleguen a la unión plena con Cristo se harán un solo espíritu con él (1Cor 6,17), según su
deseo: “Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que también éstos sean uno en nosotros” (Jn 17,21).

Arrastrada por el esposo, la esposa dice con satisfacción: “Me ha introducido el rey en sus habitaciones.
Exultaremos y nos alegraremos por ti”. Israel es arrastrado por Dios a la alegría y al júbilo: “Alégrate sin freno,
hija de Sión” (Za 9,9). “Mucho me alegraré en Yahveh” (Is 61,10). “Alegraos con Jerusalén” (Is 66,10).
“Regocíjate y alégrate, hija de Sión” (Za 2,14). “Prorrumpe en gritos de júbilo y exulta” (Is 54,1). “Exulta y
grita de júbilo” (Is 12,6). “Mi corazón ha exultado en Yahveh” (1Sam 2,1). “Exulta mi corazón, y con mi canto
le alabo” (Sal 28,7). “Aclama a Yahveh, tierra toda” (Sal 98,4). “Aclamad a Dios con voz de júbilo” (Sal 47,2).

Al ser introducida en la cámara del tesoro del rey, se convierte en reina. De ella se dice: “Está la reina a tu
derecha, con vestido dorado, envuelta en bordado” (Sal 44,10). Y con ella “serán llevadas al rey las vírgenes;
sus compañeras te serán traídas a ti entre alegría y algazara; serán introducidas en el palacio real” (Sal 44,15). Y
como el rey tiene una cámara del tesoro en la que introduce a la reina, su esposa, así también ella tiene su propia
cámara del tesoro, donde el Verbo de Dios la invita a entrar, a cerrar la puerta y a orar al que ve en lo secreto
(Mt 6,6).

La esposa ha aprendido a no fiarse de sí misma. Por eso, eleva al Esposo su oración: “Dime tú, amor de mi vida,
dónde apacientas el rebaño, dónde lo llevas a sestear a mediodía, para que no ande tras los rebaños de tus
compañeros”. ¿Dónde apacientas el rebaño, tú, que eres el buen pastor y cargas sobre tus espaldas a la oveja
descarriada y la devuelves al redil? (Lc 15,5ss). El amor gratuito despierta en ella el amor y el deseo de estar
con el amado a la luz plena del mediodía.

Cuando le llegó a Moisés el tiempo de partir de este mundo, dijo ante el Señor: Se me ha revelado que este
pueblo pecará contra ti e irá al exilio (Dt 31,27.29). Dime cómo les proveerá, pues habitarán entre naciones de
leyes duras como la canícula y el ardor del sol a mediodía. ¿Por qué deberán vagar con los rebaños de los hijos
de Esaú y de Ismael, que te asocian como compañero de sus ídolos? El amado responde a la amada: “Si no lo
sabes, oh la más bella de las mujeres, sigue las huellas de las ovejas y lleva a pacer tus cabras al jacal de los
pastores”. Así dijo el Señor: “Yo iré en su busca para poner fin a su exilio” (Ez 34,13.16). Yo les haré salir de
en medio de los pueblos y los reuniré de las regiones; iré en busca de la oveja perdida. La Asamblea de Israel,
que es como una niña hermosa a la que ama mi alma, caminará por la vía de los justos, aceptando la guía de sus
pastores y enseñando a sus hijos, que son como cabritas, a ir a la sinagoga y a la casa de estudio. En recompensa
se les proveerá en el destierro, hasta que mande al rey Mesías. El les guiará (Ez 34,23) con dulzura a su jacal,
que es el santuario que para ellos construyeron David y Salomón, pastores de Israel (Sal 78,70-72).

Moisés, pastor fiel del Señor, se lo transmite a Josué: Te entrego este pueblo, que yo he guiado hasta aquí. No te
entrego un rebaño de carneros sino de corderos, pues aún no han practicado suficientemente la Torá; aún no han
llegado a ser cabras o carneros, según se dice: “Si no lo sabes, ¡oh la más bella de las mujeres!, sigue las huellas
del rebaño y pastorea tus cabrillas junto al jacal de los pastores” (Cant 1,8). La morada de los pastores fieles es
la morada del Señor.

Al grito anhelante de la esposa responden las “hijas de Jerusalén”, la Iglesia madre: “Si no lo sabes, tú, la más
bella de las mujeres, sigue las huellas de las ovejas, y lleva a pastar tus cabritas junto al jacal de los pastores”.
Sigue las huellas de los pastores que yo elegí para conducir a mis ovejas al monte de Sión, morada de los
verdaderos pastores. Allí encontrarás “al Dios en cuya presencia anduvieron Abraham e Isaac, al Dios que ha

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sido mi pastor desde que existo hasta el día de hoy” (Gén 48,15). Pues en Belén, la menor de las familias de
Judá, cuando dé a luz la que ha de dar a luz, “El se alzará y pastoreará con el poder de Yahveh” (Miq 5,1ss).

Emiliano Jiménez Hernández

Las almas sencillas no necesitan usar medios complicados. Y como yo soy una de ellas, una mañana, durante la
acción de gracias, Jesús me inspiró un medio muy sencillo de cumplir mi misión. Me hizo [34rº] comprender
estas palabras del Cantar de los Cantares: «Atráeme, y correremos tras el olor de tus perfumes». ¡Oh, Jesús!, ni
siquiera es, pues, necesario decir: Al atraerme a mí, atrae también a las almas que amo. Esta simple palabra,
«Atráeme», basta. Lo entiendo, Señor. Cuando un alma se ha dejado fascinar por el perfume embriagador de tus
perfumes, ya no puede correr sola, todas las almas que ama se ven arrastradas tras de ella.

Y eso se hace sin tensiones, sin esfuerzos, como una consecuencia natural de su propia atracción hacia ti. Como
un torrente que se lanza impetuosamente hacia el océano arrastrando tras de sí todo lo que encuentra a su paso,
así, Jesús mío, el alma que se hunde en el océano sin riberas de tu amor atrae tras de sí todos los tesoros que
posee… Señor, tu sabes que yo no tengo más tesoros que las almas que tú has querido unir a la mía. Estos
tesoros tú me los has confiado. Por eso, me atrevo a hacer mías las palabras que tú dirigiste al Padre celestial la
última noche que te vio, peregrino y mortal, en nuestra tierra. Jesús, Amado mío, yo no sé cuándo acabará mi
destierro… Más de una noche me verá todavía cantar en el destierro tus misericordias.

Pero, finalmente, también para mí llegará la última noche, y entonces quisiera poder decirte, Dios mío: «Yo te
he glorificado en la tierra, he coronado la obra que me encomendaste. He dado a conocer tu nombre a los que
me diste. Tuyos eran y tú me los diste. Ahora han conocido que todo lo que me diste procede de ti, porque yo
les he comunicado las palabras que tú me diste, y ellos las han recibido y han creído que tú me has enviado. Te
ruego por éstos que tú me diste y que son tuyos».

Madre, creo necesario darle alguna explicación más sobre aquel pasaje del Cantar de los Cantares: «Atráeme y
correremos», pues me parece que no quedó muy claro lo que quería decir.

«Nadie puede venir a mí, dice Jesús, si no lo trae mi Padre que me ha enviado». Y a continuación, con
parábolas sublimes -y muchas veces incluso sin servirse de este medio, tan familiar para el pueblo-, nos enseña
que basta llamar para que nos abran, buscar para encontrar, y tender humildemente la mano para recibir lo que
pedimos…Dice también que todo lo que pidamos al Padre en su nombre nos lo concederá. Sin duda, por eso el
Espíritu Santo, antes del nacimiento de Jesús, dictó esta oración profética: Atráeme y correremos.

¿Qué quiere decir, entonces, pedir ser atraídos, sino unirnos de una manera íntima al objeto que nos cautiva el
corazón? Si el fuego y el hierro tuvieran inteligencia, y éste último dijera al otro «Atráeme», ¿no estaría
demostrando que quiere identificarse con el fuego de tal manera que éste lo penetre y lo empape de su ardiente
sustancia hasta parecer una sola cosa con él?

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Madre querida, ésa es mi oración. Yo pido a Jesús que me atraiga a las llamas de su amor, que me una tan
íntimamente a él que sea él quien viva y quien actúe en mí. Siento que cuanto más abrase mi corazón el fuego
del amor, con mayor fuerza diré «Atráeme»; y que cuanto más se acerquen las almas a mí (pobre trocito de
hierro, si me alejase de la hoguera divina), más ligeras correrán tras los perfumes de su Amado.

Porque un alma abrasada de amor no puede estarse inactiva. Es cierto que, como santa María Magdalena,
permanece a los pies de Jesús, escuchando sus palabras dulces e inflamadas. Parece que no da nada, pero da
mucho más que Marta, que anda inquieta y nerviosa con muchas cosas y quisiera que su hermana la imitase.

Santa Teresita de Jesús

Dayenú (De la Hagadá de Pésaj hebrea)


Cuando decimos dayenu -es bastante- en la Hagadá respecto a los sucesos manifestados por el Eterno para
Israel desde la Salida de Egipto hasta la edificación del Templo en la Tierra Prometida, estamos reconociendo la
infinita bondad de Dios, que nos dispensa Sus bienes graciosamente incluso cuando no somos merecedores de
ellos.

Él luchó nuestras batallas, nos rescató, nos protegió, nos alimentó, selló una alianza eterna con nosotros, nos
entregó Su Torá, nos regaló con Sus mandamientos, nos introdujo a la Tierra de Israel, nos edificó el Templo:
no por nuestros méritos, sino por Su Amor a nosotros.

Tal como el padre cuida y vivifica a su recién nacido, a cambio de nada, solamente por amor. Y así continúa por
largo tiempo nutriendo y conduciendo a su vástago querido.

El niño cuando se hace maduro ve para atrás, y si es persona de valores no duda en agradecer por cada beneficio
recibido del padre, e incluso no vacila en aceptar que recibió más de lo que ha podido devolver.

Por tanto: dayenu -es bastante-, ¿cómo pedir más?

Otro motivo:

Quizás para los hebreos hubiera sido suficiente ser liberados de la opresión y alimentados y protegidos, y
entonces dirían: dayenu -nos basta con esto, no queremos más-.

Pero, Dios tiene Sus planes, y Sus pensamientos no son como los nuestros.

Por tanto, humanamente dayenu, pero divinamente lo-dayjem -no es suficiente para ustedes:

Tomen la libertad, pero también la responsabilidad.

Coman el maná, pero también el alimento espiritual de la Torá (la escritura).

Sean protegidos de sus enemigos, pero también luchen las batallas contra sus instintos negativos.

Gocen del mundo, pero no olviden de cumplir los preceptos.

Sean hijos de Dios, pero jamás supongan que han dejado de ser Sus siervos.

Yehuda Ribco

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