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El oficio de predicador no podía ejercerlo ningún agustino sin expresa autorización del vicario

general. Fue, pues, el mismo Staupitz quien le habilitó para la predicación ordinaria. Y Lutero, el
fraile de palabra fácil, de ideas íntimamente vividas y de sentimientos cálidos y desbordantes,
tembló de subir al púlpito en la iglesita de su convento. Se lo confesó él más adelante a un
discípulo suyo, Antonio Lauterbach, con quien tuvo una amigable conversación bajo el mismo
peral del jardín. Como el joven predicador del Evangelio le manifestase a Lutero sus dificultades
y resistencias íntimas al oficio de predicar, el Reformador le respondió: «¡Ay querido! Lo mismo
me aconteció a mí; yo le tenía al púlpito tanto miedo como tú, y, sin embargo, hube de seguir
adelante aun contra mi voluntad. Primeramente prediqué a los frailes en el refectorio. ¡Cómo me
asustaba el subir al púlpito!»
Pasaron muchos años, y un día de agosto de 1540, hallándose sentado a la mesa con algunos
amigos, vio que unos cerdos hozaban en el huerto de su casa. «Ahí mismo —exclamó— se
elevaba la iglesia conventual donde yo prediqué por primera vez». Eso sería en 1512. Hacia 1514
tuvo una serie de sermones en la parroquia de Wittenberg en sustitución del párroco, Simón
Heinse, enfermizo y mal dotado para la elocuencia. Y durante muchos años fue allí predicador
ordinario, especialmente después de su regreso de Wartburg en 1522. También predicaba a veces
en la Schlosskirche y cuando iba de viaje.

Cómo predicaba Lutero


Los primeros sermones de Fr. Martín se nos han conservado en su redacción latina original;
esto no quiere decir que todos ellos fuesen pronunciados en latín. Al pueblo sencillo,
naturalmente, le hablaba en alemán, improvisando ex abundantia cordis después de haber
meditado y rumiado algún texto bíblico. Era uso frecuente de los predicadores de entonces
predicar en el idioma popular, aunque en su mesa de estudio hubiesen borrajeado el sermón en la
lengua de los doctos.
Los más antiguos sermones que se conservan pronunciados por Fr. Martín datan de 1514. Tal
como han llegado hasta nosotros son breves, a veces casi esquemáticos, de estilo más didáctico
que oratorio. Se reducen al comentario, o mejor, a la exégesis literal y moral de un pasaje de la
Sagrada Escritura. Tanto como al predicador se oye hablar al profesor, que explica el texto, de-
fine, anota, distingue y subdistingue, emplea de vez en cuando conceptos filosóficos —que luego
aborrecerá—, ya de lógica, ya de física aristotélica, pero sin detenerse en ellos y sólo como puerta
para entrar en el sentido teológico. Incluso alguna vez mete su hoz en la mies de los clásicos, y
aduce este dístico de Ovidio, poeta bien conocido y gustado del joven Lutero:

«Nescio qua natale solum dulcedine captos


ducit, et immemores non sinit esse sui».

haciéndole hablar al poeta pagano, en sentido traslaticio, del dulcísimo deseo de la patria celeste.
Pronto se liberó del mal gusto alegorizante.
El más elocuente y ardoroso de sus sermones primerizos es el que escribió para un amigo y
corresponsal suyo, Jorge Mascov, prepósito de los premonstratenses de Leitzkau, el cual parece
que lo pronunció en el sínodo diocesano del 22 de junio de 1512 en el palacio episcopal de Ziesa.
La doctrina que en él desarrolla puede decirse aún tradicional y ortodoxa, aunque con acento
agudo en la primacía de la palabra y de la fe mucho más que en el cumplimiento de la ley, lo cual
hace entrever al futuro reformador y pregonero de la fe sin obras. Con todo, no se puede hacer
hincapié en este discurso, porque de su autenticidad —aceptada firmemente por su primer editor
en 1708 y por Knaake en la edición de Weimar— dudan otros críticos, como Meissinger.

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