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El deseo de ser sí mismo: Don Quijote y la

mímesis girardiana

_________________________________________Sarah Malfatti

Introducción

E
l tema del deseo en la obra cervantina es sin duda un tópico
amplia y profundamente analizado, y a partir del estudio de
René Girard sobre el deseo triangular (1961), indisolublemente
relacionado con la idea de una voluntad mediada por el imaginativo
poder de la literatura, de la que Don Quijote es el ejemplo más impac-
tante junto con la más famosa heroína flaubertiana. En este breve en-
sayo nos proponemos focalizar nuestra investigación sobre la compleja
relación del protagonista, Don Quijote, con su propio deseo y con una
entidad mediadora que va cambiando y adaptándose a la evolución del
caballero, dejando a un lado el otro ejemplo de relación triangular cita-
do por Girard, es decir la relación que involucra al escudero Sancho y
a su amo respectivamente como sujeto deseante y mediador del deseo.1
Girard pretende identificar el hilo conductor de la novela moderna,
desde la obra de Cervantes hasta los héroes proustianos de La Recherche,
cuyas pasiones son guiadas por los demás (pensamos en la relación
del protagonista y narrador con su madre primero, después con la fa-

1 El deseo de Sancho Panza, como el de Don Quijote, no es espontáneo, sino que está
mediado por el deseo del hidalgo de ser caballero andante y de obtener así la fama literaria de
sus héroes. El escudero emula el deseo de su amo y formula, paralizando su juicio y su autono-
mía, su propia voluntad de ser gobernador y acumular riqueza (Girard, Mensonge romantique
16-7).

193
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milia Guermantes, o a los celos del mismo hacia la joven Albertine). Lo


que verdaderamente caracteriza la base del género novelesco, afirma el
filósofo francés, no es la idealizada espontaneidad romántica, definida
como una mentira, sino la ineluctable omnipresencia del deseo media-
do (la verdad novelesca). Las vidas y las aventuras de los protagonistas
de las obras asimilables al género novelesco moderno, inaugurado por
Cervantes, son siempre impulsadas por un tipo de deseo que se define
como heterónomo; es decir, suscitado por el deseo que otra entidad,
una entidad modelo, siente por el mismo objeto. La relación entre su-
jeto deseante y objeto deseado no es entonces una relación directa, lin-
eal e inmediata, sino triangular: entre sujeto y objeto se interpone un
modelo, al cual Girard define como mediador.
Es precisamente el mediador, su ser y su esencia, el que atrae al
sujeto novelesco, el que empuja su deseo. Hacia este mediador, que
llega a representar al mismo tiempo un ideal y un obstáculo, se dirigirá
el sujeto, alternando y mezclando sentimientos ambivalentes que evo-
lucionarán desde una servil idolatría hasta el odio más profundo y la
rivalidad. Girard propone la novela cervantina como modelo de “deseo
según el otro” y ejemplo de la función seminal de la literatura (una
noción que nos dirige inmediatamente a la idea de locura por identifi-
cación novelesca, uno de los cuatro tipos de enajenación apuntados por
Michel Foucault en su ensayo de 1976 sobre la locura en la literatura de
la edad clásica [42]).2
El deseo de Don Quijote no es en ningún momento y a ningún
nivel un sentimiento autónomo y espontáneo: es constantemente, y
por su propia naturaleza, mediado por otra entidad, es decir, por la
literatura caballeresca personificada por Amadís de Gaula. Esta enti-
dad, que posee el objeto deseado, es imitada por el hidalgo, que de esta
manera consigue pensarse a sí mismo como diferente de lo que es en
realidad y acercarse a dicho objeto, la existencia caballeresca. Cuando

2 Además de la locura por identificación novelesca, Foucault identifica también la locura


de la vana presunción, la del justo castigo y la pasión desesperada (42). La bibliomanía, así
como la difusión de una verdadera “fiebre lectora,” forma parte, como apunta Karin Littau, de
“un malaise cultural más vasto, vinculado especificadamente a la modernidad: la sobrestimula-
ción sensorial” (23).
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el aspirante a caballero se proclama discípulo y admirador del héroe de


Rodríguez de Montalvo, asociando la perfección de la caballería a la
aproximación de la misma al modelo exterior, demuestra abiertamente
haber renunciado a la característica peculiar de cada individuo, o sea
la elección de los objetos de su propio deseo, para dejar este privilegio
al mediador (Girard, Mensonge romantique 71). Según esta definición
Amadís sería entonces, por su inaccesibilidad y lejanía con respecto al
sujeto deseante, el ejemplo perfecto para representar la categoría de
los mediadores externos, modelos (en el caso de Alonso Quijano y de
Emma Bovary, literarios) completamente ajenos al plano de realidad de
los sujetos deseantes y por esto inalcanzables. Si miramos más de cerca
este triángulo del deseo, vemos en los tres vértices, respectivamente, a
Don Quijote (sujeto), a Amadís (mediador) y a la existencia caballer-
esca (objeto del deseo). Podemos también ir un poco más allá y ver
cómo Amadís, en el papel de mediador del deseo, no sólo representa el
ejemplo más significativo de la caballería andante, sino también, y por
su propia esencia, la idea de existencia y fama literarias: en otras pal-
abras, que lo que Don Quijote desea tan ardientemente, ser caballero
andante, es una idea que pasa a través del filtro de la posible obtención
de una cierta fama literaria, elemento primordial para fomentar el en-
tusiasmo aventurero del protagonista.
Hay, sin embargo, como también propone Girard, otro tipo de
mediación, operada por una entidad más cercana al sujeto deseante:
se trata de la mediación interna, cuyas características son la realidad
y extrema cercanía del mediador y la consecuente violenta rivalidad,
dada precisamente por la imposibilidad de compartir el objeto del de-
seo con un ser tan cercano y parecido. Las obras que mejor representan
este tipo de deseo son las novelas de autores como Stendhal, Fyodor
Dostoyevski, y Marcel Proust, en las cuales la atención se mueve del
individuo a la colectividad, hasta llegar al ejemplo más perfecto, que
una vez más se encuentra en la obra de Cervantes: “El curioso im-
pertinente.” Este cuento interpolado en la primera parte, y aquí hab-
ría que considerar la exigencia de realidad que los insertos narrativos
representan en Don Quijote (Segre 91), confirma la unidad última del
género novelesco, cierre de un recorrido a través de la historia del deseo
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que encuentra su principio y su fin dentro de la misma obra, origen y


ápice de la novela moderna.3 En este caso Anselmo y Lotario, los dos
protagonistas, como los personajes de El Eterno Marido de Dostoyevski,
obra a la cual Girard hace constante referencia, forman parte de un
triángulo en el que el prestigio del mediador, en contra del cual el sujeto
desea, sanciona la validez de una elección amorosa, en que la profunda
amistad esconde una feroz rivalidad que a pesar de todo nunca llega a
salir a la luz (Girard, Mensonge romantique 65). La relación entre los
dos jóvenes protagonistas, “los dos amigos,” ejemplifica sin lugar a du-
das, en cuanto retrato de una amistad y de una rivalidad perfectamente
reconocibles y tangibles, la idea del triángulo como única manera au-
téntica de formación de la voluntad y, dada la extrema cercanía y si-
militud entre dos de sus vértices (Anselmo y Lotario, respectivamente
sujeto deseante y mediador del deseo), el ejemplo perfecto y definitivo
de deseo mediado internamente.
Lo que en nuestra opinión falta en el recorrido descrito por Girard,
y que queremos ilustrar en este ensayo como otra posibilidad deduc-
ible de su construcción teórica, y una posiblemente novedosa lectura
de la idea cervantina de deseo, es la descripción de un tercer caso de
mediación dentro de la novela, que es precisamente el caso extremo
que vamos a analizar: la superposición entre sujeto y mediador, una
triangulación que induce una rivalidad tan ambigua y autodestructiva
que sólo puede terminar con el completo aniquilamiento de uno de los
factores que la constituyen.
La ostentada metaliterariedad de la novela cervantina sufre en la
segunda parte una evolución que nos obliga a poner en discusión las
referencias indicadas por Girard y a analizar de nuevo los modelos del
protagonista con respecto a su deseo de ser caballero andante. Con
la transformación de la intertextualidad en un intricado mecanismo
autorreferencial, descubrimos en Don Quijote una renovada ambigüe-
3 Según Ashley Hope Pérez, la dinámica del deseo en este cuento sigue la voluntad de
Lotario de librarse de Anselmo, también a través del matrimonio de éste último con Camila.
Sin embargo Anselmo no puede aceptar la distancia y quiere reanudar la que Pérez define cómo
“a web of rivalry and obligations” (89), y el intento llega hasta poner a prueba el honor de su
mujer, una prueba que poco tiene que ver con la virtud de Camila y mucho con la voluntad de
Anselmo de restaurar la intimidad con el mediador.
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dad: el hidalgo toma conciencia de su estatuto de personaje literario, es


decir que se convierte en un “lector leído.” El discípulo se dirige desde
el principio, y dirige su deseo, hacia aquellos objetivos que el modelo
clásico de la caballería le indica. Sin embargo, cuando el protagonista
se da cuenta finalmente de que sus aventuras han sido publicadas y
sobre todo leídas, parecen cambiar a la vez el objeto del deseo y, sobre
todo, el mediador que lo define y lo hace apetecible.
Además de las dos posibilidades de mediación introducidas por
Girard, interna y externa, y de todos los posibles corolarios, nos en-
contramos entonces con otra opción más, representada, según nuestra
opinión, por el mismo protagonista a lo largo de la segunda parte de la
novela. Lo que aquí queremos proponer es una nueva lectura del con-
cepto de deseo triangular, una lectura que, sin olvidar las referencias
girardianas al concepto de mediador interno y de doble, las transciende
y presenta otra vez al héroe cervantino como sujeto deseante, pero esta
vez con una nueva perspectiva, la de un sujeto desdoblado y, paradóji-
camente, mediador de su propio deseo. Esta peculiar dinámica de auto-
mediación es una directa consecuencia del mecanismo metaliterario
llevado al extremo por Cervantes en la segunda parte de la novela, en la
que el protagonista es obligado a enfrentarse (y aquí está precisamente
la revolución creativa y teórica) a su público y a si mismo.
El propio hidalgo, al mismo tiempo victima y verdugo en este
juego de referencias textuales y cambios ontológicos, es el ejemplo del
otro nivel de triangulación del deseo que hemos anticipado. El Don
Quijote de la tercera salida se diferencia de hecho de su “predecesor,”
y la dinámica de su deseo de la individuada por Girard, por una car-
acterística que nuestro análisis no puede pasar por alto: la finalidad de
obtener la existencia y la fama literaria, esto es, el objeto del deseo, ha
sido alcanzado. El cambio que este acontecimiento representa se mani-
fiesta de inmediato en una nueva categoría de mediación en la que el
tercer vértice del triángulo es ocupado, en vez de por el sólito mediador
del deseo, por una entidad que no podemos definir en términos de
lejanía/cercanía con respeto al sujeto, sino de duplicidad. En lugar de
la literatura caballeresca, en el papel de guía y mediador de acciones y
sobre todo de deseos, aparece él mismo, o mejor dicho aparece el Don
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Quijote personaje literario (su doble), protagonista de aquellas aventu-


ras que Alonso Quijano ha vivido en primera persona y que ahora están
impresas y leídas. El mediador es ahora el doble literario del mismo
protagonista.
Si analizamos esta sustancial vuelta narrativa a través de las teorías
del deseo mediado, e intentamos releer estas teorías conjugándolas con
los presupuestos semióticos de la interpretación y con el reconocimien-
to de la fuerza activa del público lector, es posible comprender el cam-
bio representado por la introducción del alter ego novelesco del cabal-
lero de la Mancha y definirlo como un paradójico deslizamiento hacia
el interior del mediador del deseo del protagonista, un deslizamiento
que llega a la superposición de dos de los vértices del citado triángulo.
Veremos también cómo el tema de la lectura sigue influyendo en la
mediación del deseo, esta vez a través de otra categoría de lectores, in-
cluidos en la segunda parte de la novela en respuesta a la publicación
de la primera parte y del apócrifo de Alonso Fernández de Avellaneda.
Paralelamente podremos además justificar el cambio de mediador a
través de la evolución de una mímesis de apropiación (Alonso Quijano-
Amadís) a una mímesis de antagonismo (Alonso Quijano-Don Quijote
personaje literario), una evolución que acompaña la exasperación de la
insuficiencia del sujeto deseante con respecto a la supuesta autosufi-
ciencia existencial del mediador, y la lucha para volcar esta situación en
la autoafirmación, o la definitiva renuncia, por parte del protagonista.

Los lectores, los dobles y Don Quijote


Con las innovaciones introducidas por Cervantes en el volumen de
1615, sobre todo con la entrada en escena de nuevos lectores dentro del
mecanismo novelesco, las instancias lectoras se hacen fundamentales
para el desarrollo narrativo y para el desarrollo de la personalidad del
protagonista. Teniendo presentes los pilares teóricos del deseo triangu-
lar, debemos utilizarlos para buscar una nueva lectura, o por lo menos
una lectura complementaria, de los mecanismos del deseo cervantino,
y preguntarnos entonces ¿quiénes son estos nuevos lectores?, ¿cuál es
la relación que tienen con el autor, con el libro y con el protagonista
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hecho literatura?, ¿cómo evoluciona en relación a estas nuevas propues-


tas intertextuales el deseo del protagonista de hacerse caballero andante?
A lo largo de toda la primera parte de la novela el deseo de Alonso
Quijano de hacerse caballero está condicionado por su histórica afición
a la literatura de caballerías y, en particular, su obsesión por las aventu-
ras de algunos personajes, figuras evidentemente ficticias que el hidalgo
toma como indiscutibles modelos de vida y de acción pseudo-caballer-
esca, y que guían su recorrido imitativo. Pero es indudable que el pro-
tagonista no representa la única figura lectora, explícita o implícita, de
la construcción metaliteraria de Cervantes: algunos personajes de la
segunda parte de la novela, que actúan en el papel de lectores implíci-
tos de la primera, llegan a ser piezas activas de esta misma construcción.
Para analizar estos caracteres es útil volver por un momento la mirada
a los prólogos de las dos partes de la novela, en los cuales el autor se
dirige directamente hacia los futuros lectores de su libro y, a la luz de la
ya citada autorreferencialidad, también hacia algunos de sus personajes:
Pero yo, que, aunque parezco padre, soy padrastro de don Quijote,
no quiero irme con la corriente del uso, ni suplicarte casi con las lágri-
mas en los ojos, como otros hacen, lector carísimo, que perdones o
disimules las faltas que en este mi hijo vieres, y ni eres su pariente ni su
amigo, y tienes tu alma en tu cuerpo y tu libre albedrío como el más
pintado, y estás en tu casa, donde eres señor della, como el rey de sus
alcabalas, y sabes lo que comúnmente se dice, que debajo de mi manto,
al rey mato, todo lo cual te exenta y hace libre de todo respeto y oblig-
ación, y, así, puedes decir de la historia todo aquello que te pareciere,
sin temor que te calumnien por el mal ni te premien por el bien que
dijeres de ella (1.prólogo:7)
Cervantes lleva a cabo una estrategia narrativa que involucra activa-
mente al polo receptor y que comprende la transformación de sus lec-
tores, que antes supone y después utiliza. Para analizar de qué manera
el autor lleva a cabo esta maniobra es necesario analizar la relación
autor-texto-lector: el texto, calificado por Umberto Eco como una ca-
dena de artificios expresivos que deben ser actualizados por un receptor,
postula en sí mismo su propio destinatario como condición indispens-
200 Sarah Malfatti Cervantes

able de su potencialidad significante (Lector in fabula 50-56).4 Un texto


se emite porque alguien puede ponerlo en acto, cooperando a su actu-
alización al seguir el rastro de las indicaciones interpretativas dejadas
por el autor. De hecho, este último no se limita a desear la presencia y
la cooperación de un lector, sino que formula el texto de manera que
sus palabras lo puedan construir: el autor por una parte presupone el
lector modelo, pero por otra construye su competencia. En el pasaje
del prólogo de la primera parte que acabamos de citar, Cervantes deja
a su público la libertad de poder decir y pensar todo lo que quiera
acerca de lo que irá leyendo: se otorga aquí al lector el poder de decidir
según su propio entendimiento sobre los hechos narrados, sin por eso
abdicar de la propia libertad creativa (se subraya, como lo haría Eco, la
importancia de los límites de la libertad del lector, limites que deberían
supuestamente evitar una lectura disparatada o, para hacer referencia
directa al caso del protagonista, histórica). A pesar de todas las posibles
indicaciones y sugerencias, cada lector aporta a su experiencia lectora
una concreta situación existencial: cada fruición es al mismo tiempo
interpretación y ejecución de un texto, una utilización que en el caso
de Alonso Quijano es guiada por el deseo mediado. Así, la supuesta
locura del hidalgo es una consecuencia directa de su deseo de ser cabal-
lero andante, deseo que a su vez es emanación de una patológica iden-
tificación novelesca que relaciona indisolublemente su desatada lectura
a la involuntaria formulación del deseo.
Para introducir una nueva lectura del deseo cervantino hay que
subrayar la importancia, especialmente en la segunda parte, del pú-
blico lector de la literatura de ficción en general y de Don Quijote en
particular. La dimensión creativa de los lectores, su constante y activa
presencia, marca la formación del deseo del protagonista y revoluciona

4 Una obra, según Eco, mueve en el lector actos de libertad consciente, siendo ella
misma el centro activo de una red potencialmente infinita de relaciones dentro de las cuales el
“usuario” recrea una forma sin ser determinado en su elección por criterios de necesidad. Esta
intervención del lector no puede ser sin embargo indiscriminada, sino que sigue una serie de
sugestiones orientadas, preordenadas por el autor que a través de la maquina estética guía las
capacidades personales de reacción del lector (Lector in fabula 34).
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las categorías de mediación presentadas por Girard, redefiniendo los


rasgos del protagonista y los objetivos de su voluntad. Cervantes parece
tener muy claro la fisonomía del público potencial de su obra mientras
advierte de la aparente sencillez de las aventuras que cuenta. Este lector
al que el autor está pensando tendrá que moverse según las directrices
interpretativas sugeridas, de la misma manera que quien escribe actúa
en los ámbitos de la creación: el autor imagina, en la búsqueda de un
ideal de duplicidad, dos tipos diferentes y complementarios de recep-
tores, uno que llegue hasta los niveles más hondos de la palabra novel-
esca y viva completamente la experiencia estética, y otro más ingenuo
que se quede en el nivel superficial, en el horizonte pseudo-histórico
de la ficción, apreciando de esta última la faceta cómica y divertida.
Así apostrofa a sus lectores en los dos prólogos: “desocupado lector”
(1.prólogo:7), “lector ilustre o quier plebeyo” (2.prólogo:543).
Fijándonos por ejemplo en la conducta del Bachiller, de los duques
y de la corte entera, podemos decir que estos personajes pertenecen a
aquella parte de público, preocupado sobre todo por su propia diver-
sión, que ha leído las aventuras del caballero como una crónica, en-
tretenida pero auténtica, atribuyéndole entre otras cosas un estatuto
de verdad sugerido por la cercanía espacial y cronológica de los even-
tos narrados y, como en el ejemplo de Sansón Carrasco, por el cono-
cimiento previo del protagonista.
Como ya había ocurrido con Alonso Quijano, el destino de estos
lectores (a los que durante la lectura de la primera parte sólo podíamos
llamar implícitos) es hacerse personajes, que a su vez, completando la
transformación desde puras instancias creativas (una suerte de narra-
tarios genettianos) hasta auténticos agentes narrativos, crean episodios
leídos por otros lectores. Así como Alonso Quijano, para transformarse
en Don Quijote, había interpretado como históricas las novelas de ca-
ballerías, de la misma manera estos nuevos lectores, justificados en su
distorsión interpretativa por la cercanía espacial y cronológica, miran
las aventuras del hidalgo como hechos reales, le empujan a identificarse
con su mediador y así eliminan definitivamente, al momento del en-
cuentro con el protagonista, las diferencias entre lo real y lo narrado.
202 Sarah Malfatti Cervantes

Estos lectores encarnan aquel público, o al menos parte de aquel


público, imaginado por el autor al escribir la novela y al explicar sus
intenciones en los prólogos: demuestran con su presencia y con su ac-
tuación cómo la tercera salida del hidalgo es una directa emanación de
los acontecimientos narrados por Cide Hamete Benengeli, y también
revelan cómo los personajes protagonistas cambian a causa de estos me-
canismos metaliterarios. Su presencia, sin embargo, implica algo más:
como co-protagonistas de las aventuras de Don Quijote, pero sobre
todo como lectores de sus aventuras y testigos de su enfermizo deseo,
se presentan también como el reflejo de un mundo ordenado basado
en la diferenciación y en la no-identidad de los dobles (Girard, Des
choses cachées 422-37.), un mundo que necesita estigmatizar y prohibir
comportamientos considerados como una amenaza a la “normalidad.”
Y Alonso Quijano, con su firme y anacrónica voluntad de hacerse ca-
ballero andante, expresión de un deseo que le llevará a la identificación
con su doble novelesco, la representa sin duda: nuestro protagonista es
ahora, para quien ya lo conoce y para aquellos que lo encontrarán du-
rante sus peripecias (¡incluso para el mismo Sancho!), una persona de
carne y hueso y una figura literaria. Si antes el deseo era guiado y me-
diado por la lectura del protagonista, ahora es mediado por la lectura
que otros hacen del protagonista como objeto literario, lectores que él
mismo había creado: de aquí la función fundamental del público en
la remodelación del deseo de Don Quijote, su cooperación en la cre-
ación de la figura del doble-modelo y su participación en la dinámica
triangular de la voluntad del protagonista, una dinámica que supera la
definición girardiana para crear una nueva categoría de mediación.
Si en la primera parte la distancia entre el sujeto deseante y el medi-
ador, y también entre sujeto y objeto deseado, era tan irrecuperable que
el mismo Girard definía la relación entre Alonso Quijano y Amadís
como el ejemplo perfecto de mediación externa, algo sin duda cambia
con la segunda parte de las aventuras del hidalgo: una vez adquirido
y comprobado su papel literario, su existencia novelesca que anula
los límites de lo ficcional gracias al encuentro con sus lectores, Don
Quijote, en su papel de aspirante a caballero, parece dejar de tomar la
literatura caballeresca como único modelo de acción y referencia del
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deseo. Mejor dicho, gracias a la legitimación alcanzada a través de sus


lectores y a la obtención de la tan deseada fama literaria, el arbiter del
deseo del hidalgo deja de ser la caballería a la que se había inspirado
hasta ahora, la de los “amadises” y de los héroes legendarios, para trans-
formarse en una autorreferencia. Tomando como modelo para sus ac-
ciones sus propias aventuras, su otra identidad de personaje novelesco,
Don Quijote se muestra plenamente consciente de que a partir de la
publicación de sus gestas, su destino (guiado por una voluntad todavía
mediada) es inseparable de su existencia literaria.
Junto a esta singular toma de (auto)conciencia, el carácter del pro-
tagonista sufre una revolución provocada por las múltiples y diferentes
lecturas de la historia que lo ve héroe principal: el público, que antes
era real (o por lo menos compuesto de “lectores modelo”) y ahora se
ha vuelto ficticio,5 lee sus aventuras y somete al personaje a una disec-
ción literaria que subvierte, tanto en la práctica caballeresca como en
la formulación de sus deseos, su integridad de aspirante a caballero an-
dante, discípulo e imitador de Amádis de Gaula, desintegrando poco a
poco la en apariencia indisoluble fe en los héroes literarios que habían
inspirado y guiado sus primeras aventuras. Descubrir que la vida y las
hazañas de Don Quijote y Sancho han sido narradas cambia, como es
notorio, el curso de los eventos (la renuncia por parte del caballero a
viajar a Zaragoza es sólo uno de los ejemplos) y la entidad de los acon-
tecimientos: el héroe se enfrenta a sí mismo y a la fama que ha venido
deseando durante toda la primera parte, obtiene el objeto deseado, la
existencia caballeresca, cerrando así aquella búsqueda que hasta ahora
había sido mediada por Amadís.
Este recurso metaliterario pone al protagonista en el centro de una
complicada relación entre los lectores, el autor y los mismos personajes
de su propia historia, y es esta nueva situación la que conlleva la sub-
stitución de referencias en la voluntad de Alonso Quijano y la sustan-

5 Utilizamos aquí la definición sugerida por Eco a la que hemos hecho referencia ante-
riormente (Lector in fabula 34); es decir, como una función propia del texto supuesta por el
autor en el momento de la creación de la obra. Cervantes va incluso más allá: introduce la
figura del lector-creador y construye gran parte de las nuevas aventuras de su héroe dejando
la invención en manos de otros personajes, que a su vez se transformarán en personajes leídos.
204 Sarah Malfatti Cervantes

cial inaplicabilidad del modelo de mediación externa. Si reflexionamos


sobre la relación de interdependencia entre el segundo volumen y la
publicación del primero, especialmente en el plano narrativo, podemos
notar cómo el papel que antes pertenecía a la épica caballeresca, eje
temático y motor de toda la acción en la primera parte, es asumido
ahora por la novela que Cide Hamete escribe sobre el caballero de la
Mancha. En el segundo volumen, con la edición, la difusión y la lec-
tura “masificada” de sus proezas, Don Quijote pierde parcialmente de
vista a sus precedentes maestros para centrarse en su personal vicisitud,
empezando al mismo tiempo un camino de reforma de su personali-
dad. Pensamos por ejemplo en las aventuras que tienen como escenario
la corte de los duques: ¿quién es para todos ellos Don Quijote sino el
personaje principal del libro que acaban de leer (y no una “persona”)?
Los nobles y los cortesanos, entretenidos por la lectura del primer volu-
men, utilizan a la pareja de carne y hueso Don Quijote/Sancho para
reproducir lo leído y convertir temporalmente el mundo en una bur-
lesca y literaria “pseudorealidad” de papel. O pensamos en el descu-
brimiento, por parte del protagonista, de la edición apócrifa de sus
aventuras, hecho que llega a cambiar el rumbo de sus aventuras, que
ahora más que nunca son al mismo tiempo reales y literarias, precisa-
mente para desmentir la palabra escrita por Avellaneda, un usurpador
que ha intentado alterar la ambigua pero inevitable “triangularidad” de
sus deseos.
En los casos que acabamos de presentar podemos ver con clari-
dad cómo el confín de las identidades se va borrando dentro de los
mecanismos de desdoblamiento, y las dos personalidades del caballero
(tres, si queremos contar también el personaje dibujado en la obra de
Avellaneda) se van fundiendo hasta que incluso para él mismo resultará
casi imposible reconocer su verdadera naturaleza. El deseo del protago-
nista, una vez descubierta su nueva existencia y obtenida la fama liter-
aria que venía anhelando y quizás envidiando a sus propios modelos, es
ahora el de mantener el estatus adquirido y confirmar su vida literaria
creando nuevas oportunidades narrativas para “su autor.” Esta revolu-
ción narrativa nos acerca, como hemos anticipado, hacia la dimensión
del mediador interno, pero con algunas sustanciales diferencias que, en
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nuestra opinión, superan la teoría de Girard: mientras antes, en la me-


diación externa, la distancia entre las dos esferas de posibles (la del me-
diador y la del sujeto deseante) era tan grande que no podía en ningún
caso permitir el contacto entre las dos, ahora, con la nueva existencia
literaria del protagonista, la distancia no solamente se reduce (como en
los casos más típicos de la mediación interna), sino que llega a desapa-
recer. Las intenciones del protagonista no se han vuelto espontáneas,
naturalmente sigue habiendo un mediador-rival e incluso aumenta la
voluntad de superarse a sí mismo para llegar a superar al otro, pero
ahora el sujeto ha adquirido y asimilado el prestigio de un mundo hasta
el momento desconocido, el de la fama literaria, un mundo descubi-
erto gracias al encuentro con su doble de papel, sus lectores y, en tercera
instancia, con su versión apócrifa.6

Una nueva categoría de medicación


En su ensayo sobre la idea de mímesis conflictiva en Cervantes y
Calderón, Cesareo Bandera contesta la diferenciación operada por
Girard entre mediación interna y mediación externa (distinción que
el mismo Girard modificará en su ensayo de 1978 [401-57.]), definié-
ndola simplemente como una diferencia de grado, ni sustancial ni cu-
alitativa (73). En la mediación interna, como sabemos, el mediador
se halla al mismo nivel que el sujeto, siendo al mismo tiempo ídolo y
obstáculo. Sin embargo, también la atracción de Don Quijote hacia
Amádis (ejemplo clave de la mediación externa) es el testimonio de
la proximidad del modelo, cuya presencia, aunque literaria y por esto
“externa,” es inmediatamente cegadora. Si asumimos, subraya Bandera,
que Don Quijote está loco de verdad, es decir que su locura no es
ningún artificio narrativo, esta distancia sugerida por Girard no puede
existir, porque si la mediación fuera externa el sujeto podría reconocer
la presencia y la influencia del mediador sin alterarse o descomponerse.

6 El descubrimiento de la obra de Avellaneda introduce de hecho otro plano de realidad


dentro de la novela, un plano que cruza transversalmente la ficción de los personajes cervan-
tinos y, a pesar de la frustración del propio Cervantes, frente al “robo” literario perpetrado
por el autor tordesillesco, pone el volumen apócrifo al mismo nivel del original en cuanto a
referencias intertextuales.
206 Sarah Malfatti Cervantes

El paso de la mediación externa a la interna es entonces el paso de la


relativa normalidad a la locura auténtica. Podríamos suponer entonces
que la locura en el primer Quijote fuera en efecto un artificio narrativo,
confirmando la suposición de Girard sobre la relación Quijote/Amadís
como ejemplo de mediación externa, pero las referencias a la primera
parte de la novela en el volumen de 1615, hemos visto, cambian la per-
spectiva, llevándonos a la conclusión de que la única verdadera locura
quijotesca es la superposición de la identidad real con la identidad fic-
ticia. El espacio entre Don Quijote y el mediador de su deseo, que en
ambos casos es evidentemente ilusorio, se transforma desde el espacio
literario por excelencia, entre lector y héroe, en un espacio todavía lit-
erario pero completamente autorreferencial, en el que lector y héroe
son la misma persona (son el mismo personaje), y en el que la distancia
que antes servía a Don Quijote para determinar su heroicidad (y a
Cervantes para ridiculizar sus aventuras, subraya Bandera), ahora se
anula y se sustituye por una constante indeterminación en el papel del
protagonista, una incertidumbre que desembocará en la renuncia del
héroe, y de su autor, a la vida caballeresca.
La imitación, en esta segunda parte, concierne a un modelo que
no se limita a ser próximo al sujeto imitador (como en los casos de El
Eterno Marido o incluso en “El curioso impertinente”), sino que llega
a ser, y es este el aspecto absolutamente original de todo este contro-
vertido mecanismo metaliterario, una emanación del sujeto mismo, un
doble novelesco filtrado a través de la pluma de un autor (ficticio) y de
los ojos y de la imaginación de unos lectores. El imitador por excelen-
cia, el hidalgo convertido en caballero, es imitado a su vez por su doble
real. En los casos de deseo mediado por un mediador interno, se desar-
rollan en el sujeto y en el mismo mediador, según Girard, sentimientos
extremos que llevan hasta la rivalidad y la envidia que están en la base
de esta relación. Dada la absoluta clarividencia del mediador con res-
peto a la existencia y las acciones del sujeto deseante, este último tiene
que hacer el enorme esfuerzo de esconder sus intenciones reales, utili-
zando sus energías y todos sus recursos para disimular su imitación, la
imitación que, por otra, parte rige toda su existencia. Cualquier osten-
tación podría de hecho incrementar la rivalidad y el deseo de sus con-
Volume 33.1 (2013) Don Quijote y la mímesis girardiana 207

tendientes (uno de estos será precisamente Avellaneda, profanador del


deseo caballeresco de Alonso Quijano y usurpador de su fama literaria).
Durante las dos primeras salidas del héroe no podemos perci-
bir ninguna rivalidad con los modelos: es verdad que Don Quijote
no ahorra ningún recurso para llegar a obtener lo que ya tienen sus
maestros y mediadores, pero estos son tan inalcanzables que ninguna
envidia parece ser creíble. Sin embargo, como consecuencia del desl-
izamiento que hemos señalado, es decir la superposición de las dos
identidades del protagonista y la creación de un ulterior modelo de me-
diación externo al binomio girardiano, asistimos a una mezcla de ven-
eración y rencor dada por la mímesis del protagonista, una voluntad de
imitación que lo llevará a la completa (auto)intoxicación psicológica.7
El objeto, dentro del triángulo del deseo, sólo es el medio que el sujeto
utiliza, esperando un cambio sustancial de su propio ser, para llegar al
mediador: en el pasaje del primero al segundo volumen este cambio
se ha cumplido de forma evidente, el protagonista ve reconocida su
identidad caballeresca y literaria, y el antiguo mediador ya no parece ser
tan adecuado, en esta nueva perspectiva, para inspirar el deseo de Don
Quijote. Este último ya no necesita pensarse a sí mismo a través de
Amadís, no necesita “querer ser” Amadís: con la conversión a personaje
literario Don Quijote ha llegado al mismo nivel de su antiguo maestro.
Mientras que en los casos “típicos” de mediación interna el mediador
“bajaba” a la tierra y se incorporaba al mundo del sujeto, en nuestro
caso es Alonso Quijano quien empieza a formar parte de lo que antes
era sólo su personal actualización de un mundo posible literario: ahora
Don Quijote “persona” desea lo que desea Don Quijote “personaje.”
La ilusión inspirada por la imitación del deseo ha llegado a su
ápice: el deseo mediado, identificado en la crisis mimética de rivalidad,
sumado a la imaginación del sujeto deseante y a la potencia del me-
diador llevan a Alonso Quijano a renunciar a la guía de la experiencia

7 La responsabilidad de la “maldición” del héroe novelesco, como repite también Girard,


no es de la sociedad, sino del héroe mismo que se auto-condena a la destrucción a través de
una infinita exigencia hacia si mismo que no se puede satisfacer bajo ningún concepto. Esta
exigencia no es auto inducida, sino que depende de una promesa exterior, una promesa ineluc-
tablemente falaz como es la del mediador .
208 Sarah Malfatti Cervantes

y de la razón antes que a la identificación con su doble, renuncia que


habría re-establecido una supuesta normalidad. El objeto se desfigura
y paradójicamente desaparece en su propia realización por medio de la
embarazosa y poderosa presencia del mediador/doble: el Don Quijote
personaje literario, con su fama, sus lectores y sus admiradores, prevale
sin ningún esfuerzo sobre la experiencia de Alonso Quijano, quien, no
obstante el éxito no inmediatamente glorioso de sus precedentes em-
presas caballerescas, se lanza a una tercera salida y a otras varias y hu-
millantes aventuras, entre las cuales la principal, según él, es el intento
de salvar a Dulcinea de los malvados encantadores.8 Es de esta manera
como nuestro héroe intenta disimular, a los ojos del autor y al mismo
tiempo ante nosotros, los lectores (una vez más los reales y los ficticios),
su verdadera intención: seguir siendo el protagonista de aventuras tan
increíbles que serán dignas de ser narradas y leídas, como las de su alter
ego literario. El intento de salvar a Dulcinea, la dama encantada, jus-
tificará cada acción emprendida por el hecho de ser la más honorable
entre las empresas caballerescas: es demasiado fuerte el poder de un au-
tor tan omnisciente que ha podido escribir sobre acontecimientos a los
que sólo él y Sancho han asistido, un autor que es el responsable, junto
con los lectores, de su fama literaria, y que por este motivo no puede
descubrir las verdaderas intenciones del sujeto, o la rivalidad llegaría
a ser demasiado opresiva, y el objeto deseado correría el riesgo de ser
desvelado a todos sus contendientes con el consiguiente incremento de
la rivalidad mimética.
Sugiere Louis Combet que la idea de doble en la obra de Cervantes,
sobre todo en el caso de la pareja Don Quijote persona/Don Quijote
personaje literario, se adhiera a la definición de sosia, entidad con idén-
ticos rasgos físicos y caracteriales, que en nuestro caso se encuentra
en el centro de la escena narrativa encerrado en el triángulo del deseo
(208). La exasperación de la rivalidad mimética se hace evidente como
8 Don Quijote en este caso quiere confirmar también su lejanía del falso héroe de
Avellaneda, ya desenamorado de Dulcinea. La confirmación viene del mismo Cervantes, que
en el capítulo 59 de la segunda parte narra el encuentro del hidalgo con dos lectores (de Cide
Hamete y de Avellaneda), que comentan los cambios introducidos por el autor de la falsa
segunda parte, un diálogo que subraya una vez más el matiz metaliterario e intertextual de
la segunda parte, que implica en el juego cervantino también la obra de su propio “enemigo.”
Volume 33.1 (2013) Don Quijote y la mímesis girardiana 209

nunca en la total superponibilidad de las dos entidades sujeto/media-


dor: siendo el uno la encarnación del otro el antagonismo es puro, la
mimesis se refiere sólo a sí misma sin necesidad de hacer referencia a
ningún objeto, en una relación de reciprocidad en la que ya no es po-
sible sostener la trascendencia del modelo. El valor del objeto, que en
este nuevo deseo corresponde a la confirmación de la fama obtenida,
debería de aumentar junto con el valor del modelo, pero en este pecu-
liar esquema, si seguimos las definiciones que hemos dado, el objeto
correspondería a una reivindicación de la unidad de los dobles. Si Don
Quijote (sujeto) quiere seguir siendo un famoso caballero andante,
reconocido y leído por sus méritos caballerescos (objeto), tiene que
dejar claro que no hay ninguna diferencia entre él y el Don Quijote
descrito por Cide Hamete en la primera parte (que ahora tiene el papel
de modelo-mediador), demostrando entonces ser igual a sí mismo, y
negando lo que Girard indica como la necesidad de la diferencia, una
diferencia que sirve para ocultar la radicalidad del proceso mimético y
su capacidad de crear dobles. Pero dentro de este proceso (que va más
allá de la “simple” triangularidad del deseo, ya que dos de los vértices
del dicho triángulo parecen sobreponerse) se esconde un saber intoler-
able e inadmisible: saber que el otro es un doble podría impedir al su-
jeto llevar a cabo el proyecto de diferenciación con respeto al modelo, y
admitir esta identidad de los dobles equivaldría a autoproclamarse loco
(Girard, Des choses cachées 426) .
En la relación persona/personaje las interferencias miméticas han
borrado cualquier tensión vagamente instintiva hacia el objeto y han
dirigido la atención del sujeto únicamente hacia el modelo. Si esto ya
era posible en los casos extremos de mediación interna indicados en
Mensonge romantique, la situación que estamos presentando, relativa
al caso de “automediación” a través de un doble literario, tiene que
ser todavía más evidente y las repercusiones más drásticas, y es lo que
encontramos en el segundo volumen de las aventuras del hidalgo y de
su escudero, donde el protagonista, para escapar de su locura mimética
y abrazar el mito “normal” de la diferencia, termina por anularse, des-
mentir su locura y dejar el nombre y la fama a su alter ego de papel. Las
ideas de Girard sobre la superposición entre sujeto y modelo asumen
210 Sarah Malfatti Cervantes

aquí otro significado, básicamente literal, gracias a la intercesión de to-


dos aquellos personajes/lectores que hacen posible la identificación de
Alonso Quijano con el protagonista de las aventuras publicadas: Don
Quijote imita en la tercera salida a su propio deseo, encarnado por el
aspirante caballero héroe de la novela de Cide Hamete, confirmando
cómo en una relación de rivalidad no existen posiciones definidas ni
definitivas, y cada uno las ocupa sucesivamente todas. Los dobles, a
pesar de la norma que impone la no-identidad, no son alucinaciones
sino individuos reales dominados por una reciprocidad violenta: en
nuestro caso el doble es real como puede serlo nuestro protagonista,
y como lo han sido para él todos los héroes de la épica caballeresca,
modelos de su deseo primitivo. Las represalias del doble pueden ser
invisibles, subterráneas, incluso imaginarias pero son cruelmente reales
para quien las sufre, para Don Quijote “persona,” que se ve constante-
mente puesto a prueba y humillado por sus lectores, representantes y
embajadores en la realidad de su doble literario.
El loco, sugiere Girard, se acerca a la verdad, reconoce su doble
aunque sabe que los parámetros de la normalidad consideran aceptable
sólo la diferencia: ¿por qué entonces la identidad es sugerida por la so-
ciedad misma, encarnada por el público lector que sobrepone la iden-
tidad del hidalgo con el personaje literario protagonista de la historia
que han leído? ¿el público es entonces responsable de esta nueva locura?
Podemos afirmar que, sin duda, es responsable del hecho de confirmar
a Don Quijote la obtención de una discreta fama literaria y del estatus
de caballero andante, creando de hecho esta figura de doble que, na-
cida de la mano de un autor ficticio y omnisciente, se configura como
la imagen de un tejido construido como una compleja intertextualidad,
como el elemento desencadenante de un nuevo tipo de locura, una
locura que, como hemos visto, se caracteriza por no saber reconocer
la diferencia y, al contrario, afirmar la duplicidad. Es la lectura de los
demás, esta vez, lo que despierta este nuevo aspecto de su deseo: descu-
bre su existencia literaria a través de ojos ajenos y quiere vivir y actuar
intentando confirmar lo que estos ojos han visto y sobre todo leído.
Volume 33.1 (2013) Don Quijote y la mímesis girardiana 211

La muerte del héroe y de la ilusión


Como apunta Carlos Fuentes en su comentario al Quijote, a esta altura
la realidad está totalmente contagiada por otra realidad de palabras y
papel, en la que la estricta regla escolástica sobre la univocidad de la
lectura de los hechos y del mundo va desapareciendo, dejando paso
al torbellino interpretativo anunciado por el Barroco.9 Hemos visto
de hecho un personaje literario que ha llegado a contagiar el universo
en que ha sido creado y a interactuar con sus propios lectores, amena-
zando no solamente una consolidada postura hermenéutica, sino tam-
bién la “normalidad” requerida para el correcto funcionamiento de la
sociedad. Los personajes-lectores, que en la novela representan esta
misma sociedad, a pesar de haber facilitado la identificación de Don
Quijote con su personaje y haber así ayudado a la unificación de los
dobles, representan la búsqueda de la normalidad por parte del sentido
común. El mundo parece indiferente a la lucha llevada a cabo por el
protagonista con el fin de obtener, y después confirmar, su fama literar-
ia y su absurda existencia caballeresca: según Girard esta búsqueda del
obstáculo insuperable, dentro de una mística nietzscheana de voluntad
de potencia es, en realidad, una compulsión patológica, una desviación
que la sociedad necesita racionalizar y enderezar para su propio bien,
para que la rivalidad mimética no se apodere de la comunidad entera
llevándola a la destrucción.
Don Quijote, considerado un pobre loco por todos los demás, se
convierte en un ridículo chivo expiatorio cómico para todos sus lectores
quienes, lejos de tomarse en serio su voluntad y su deseo caballeresco,

9 Nuestro protagonista, una vez leído, llegará, y veremos cómo, a contagiar la sobredicha
realidad, llegará a ser el objeto de la imitación de aquel mismo mundo real que contribuye al
final de su existencia como caballero andante, un final que curiosamente coincidirá con su
propia muerte. El hecho de recobrar su razón perdida, su juicio de lector sabio, será de verdad,
como apunta Cesare Segre, su peor derrota (193). Es interesante notar, dentro del comentario
citado, el paralelo negativo que hace el autor entre Don Quijote y Robinson Crusoe: define
los dos personajes como polos opuestos, siendo el segundo el prototipo del self-made man que
acepta la realidad objetiva y la adapta a sus exigencias gracias a la ética protestante del trabajo,
del sentido común y de la disciplina, junto a una dosis de racismo e imperialismo. El héroe
cervantino, por otra parte, es el símbolo de la diferencia entre el mundo anglosajón y el mundo
hispánico, el personaje, según Fuentes, “más gloriosamente cómico de la historia literaria” (83).
212 Sarah Malfatti Cervantes

sacrifican sus ideales y su credibilidad al altar novelesco de la diversión.


La transformación en “víctima sacrificial” del héroe es la consecuen-
cia del castigo, dentro de una comunidad, de las conductas imitativas,
que transforman el objeto deseado en un peligroso simulacro capaz
de desencadenar la rivalidad y la violencia miméticas. Es el conflicto
mimético, como dice Girard (La violence 213-48), el verdadero denomi-
nador común de los mecanismos de prohibición, y el origen de este
conflicto es la llamada mímesis de apropiación, base de todo apren-
dizaje humano: de aquí se llega a la prohibición y a la función salva-
dora del ritual, que transforma la disgregación conflictiva creada por
las conductas imitativas, por la conducta, en nuestro caso, de Alonso
Quijano, en un acto de colaboración social (el cura, el barbero, Sansón,
etc.).10 El sacrificio de Don Quijote, de su existencia caballeresca, pasa
a través de la humillación sufrida en la corte de los duques, y también
de los intentos de Sansón Carrasco de desviar la actuación del hidalgo
acercándose a esta, en un ritual que, de la crueldad de las burlas a la
piedad del bachiller, tiene como objetivo la aniquilación de la voluntad
del protagonista y el restablecimiento de una “normalidad” libre de
absurdos deseos y de nocivas identificaciones literarias.
Con la muerte de los sujetos deseantes, o más en general con la
capitulación de sus parábolas existenciales y narrativas, la ilusión que
sustenta las voluntades y los recorridos novelescos de los personajes
se interrumpe y estos consiguen encontrar de nuevo sus impresiones
auténticas, finalmente espontáneas, escondidas hasta entonces detrás
de la opinión modélica de otros. El héroe, al final de una serie de ex-
periencias que podríamos, en este sentido, definir catárticas, despierta
del sueño de su propia voluntad y se da cuenta de haber sido desviado

10 La educación cómo esquema social nos enseña a esconder la rivalidad mimética y las
conductas imitativas que puedan llevar a la violencia. La mímesis de apropiación deviene de
esta manera parte de la esfera de la prohibición social, que ve en la imitación el primer paso
para la creación de un simulacro que pueda crear una rivalidad destructora dentro del grupo.
Nace, en consecuencias de estas prohibiciones, la exigencia de unas acciones colectivas, rituales,
que pongan en escena la crisis mimética privándola de sus consecuencias: el rito representa
la transformación de la disgregación conflictiva de la comunidad en un acto de colaboración
social en que la acción se vacía de la violencia real dejando sólo su forma pura (Girard, Des
choses cachées 34).
Volume 33.1 (2013) Don Quijote y la mímesis girardiana 213

en su proceso de formulación y persecución del deseo, es decir llega


a comprender el camino de mediación que ha permitido el malsano
desarrollo de su ilusión y de la ambición que ha estado alienándole
durante toda su existencia, y más cada vez que la distancia entre él y
el mediador se iba haciendo más sutil. Llevando entonces a otro nivel,
como hemos intentado hacer, la definición dada por Girard, e intro-
duciendo una nueva categoría de mediación para el protagonista del
Don Quijote de 1615, podemos quizás comprender mejor también el
epílogo de sus aventuras y la renuncia a su fe en la caballería: el pro-
tagonista ha confiado en las promesas falaces hechas antes por una en-
tidad ajena, la caballería andante encarnada por los héroes clásicos del
género, y después por su propio doble de papel, espejo distorsionado y
ambiguo de la fama literaria ardientemente anhelada.
La punzante sátira cervantina hacia el género, llevada a cabo no
sólo con pasajes de explícita comicidad, sino también con reiteradas
digresiones críticas, es uno de los medios para rebelarse contra la fama
obtenida por la épica caballeresca, que es precisamente la ilusoria
promesa a la cual Don Quijote ha entregado su existencia, su experien-
cia y su voluntad. Desvelado el engaño a través de un peligroso camino
de acercamiento e intercambio de identidad con su alter ego literario,
lo que le queda al héroe, a Alonso Quijano, que ya no es Don Quijote,
es dejar al descubierto la similitud con el mediador que hasta ahora
ha intentado esconder. Está condenado a sufrir el “castigo” por haber
creído en la unidad de los dobles y sobre todo por haber intentado afir-
marla en detrimento de una realidad que no puede aceptar la excepción
y la sacrifica por el bien común.
Don Quijote sólo puede ser personaje de papel, instancia narra-
tiva: sólo puede ser leído. Su desdoblamiento, la superposición entre
personaje y persona ha sido tan extrema, y la identificación del uno
con el otro tan intensa, que la única manera de salir de la mentira y
“purificar” la realidad de esta intromisión literaria (o la literatura de
esta intromisión terrena) es la renuncia a la vida misma de una de las
mitades de esta entidad que ha llegado a ser doble. En estos últimos
momentos el héroe, como ya subrayaba Girard (Mensonge romantique
329), pronuncia palabras que contradicen toda su existencia de sujeto
214 Sarah Malfatti Cervantes

deseante, todas las ideas que han fundado la narración y han dibu-
jado los rasgos de su personaje: renuncia a su mediador y se acerca al
propio autor, que reafirma la derrota del deseo con la muerte de su
protagonista, intoxicado por una espiral de autorreferencialidad que no
permite ninguna recuperación, por mucho que, en nuestro caso par-
ticular, otro sujeto deseante, Sancho, cuyo mediador es el mismo Don
Quijote en su faceta de aspirante caballero y personaje, intente llevarle
otra vez a la ilusión. Cervantes confirma así todas sus intenciones, calla
todas las fuerzas centrífugas que han desatado el deseo enfermizo de
su protagonista, desde la épica caballeresca hasta el “escritor fingido
y tordesillesco,” reservando para sí mismo, a través de Cide Hamete
Benengeli, el derecho a controlar los deseos de su criatura, aquel héroe
que sólo muriendo ha podido reconciliarse con su creador y con sus
lectores, prescindiendo de todas las influencias que han ido desviando
su existencia y su voluntad.

sarahmalfatti@gmail.com
Universidad de Granada

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Reviews

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of Toronto P, 2012. 240 pp. ISBN 978-4426-4527-1.

Susan Byrne initiates her study by marking the contrast between two ap-
proaches to jurisprudence: the acceptance of historical legal codes (mos ita-
licus) and their rejection as obsolete (mos gallicus), associated, as their names
would suggest, with Italy and France, respectively. Although there was no of-
ficial mos hispanicus, scholars in Spain did enter into the polemics. It has been
noted, for example, that Juan de Orozco and jurists who studied under him
at the University of Salamanca sought a middle ground in the debate. Byrne
proposes that Don Quixote fits within the parameters of the issues being pur-
sued in the field of law, and, correspondingly, that Spain’s contribution to
the ongoing intellectual arguments was not a legal treatise or a developing
tradition but a profound and multi-layered work of fiction. As his corpus
of writings indicates, Cervantes had a wealth of knowledge and experience,
along with a background in dealing with the judicial system, and not just in
theoretical terms. Although he was neither a lawyer nor a student of the law
sensu stricto, Cervantes was able to incorporate commentary on pressing ques-
tions of the day into Don Quixote, a socio-cultural, political, and historical
document of the first magnitude.
As she evaluates the ideological bases of Don Quixote, Byrne relies heav-
ily on her investigation into sixteenth-century philosophical discussions of
jurisprudence and concepts of history. She explores an impressive number
of primary and secondary materials, and this is clearly a strength—and an
innovative feature—of her analysis, which owes a certain impetus to Roberto
González Echevarría’s Love and the Law in Cervantes (Yale UP, 2005). For
Byrne, variations on the theme of justice—as ironically embodied in a well-
intentioned lawbreaker—and the distinctions and interplay among history,
historiography, and fictional narrative provide decisive unifying threads of
Don Quixote. This is, in essence, a means of framing critical areas of philoso-
phy as part of the creative arts, “an encapsulation of verba, res, and mores in
the mind of one man […] and its impact on the rest of the world around him”
(20). Byrne relates Cervantes’s statements on law and history and his thought
patterns, as reflected in Don Quixote, to the Italian historian Paolo Giovio (c.
1486-1552) and to the Spanish jurist Gaspar de Baeza (1540-c.1570), author of
legal glosses and translations of Giovio’s historical and biographical works.
218 Reviews Cervantes

As Byrne reads Giovio and Baeza, one can note the dialectical strain and the
tensions—ethical, doctrinal, social, historical, political—that link life and art,
the world and the word. The angle of vision here does not affect the content
per se of Don Quixote as much as its contexts. Byrne amplifies ways of look-
ing at Cervantes’s—and certainly Don Quixote’s—consciousness of history
and at the text’s insistence on its historical veracity. Cervantes not only brings
legal elements into the narrative, from classical antiquity forward, but he
makes them profoundly entertaining, that is, profound and entertaining. He
“tailor[s] his protagonist Alonso Quixano in strict compliance with the Siete
Partidas prescription for the perfect knight and then set[s] him lose like a bull
in a china shop,” and he has the squire Sancho Panza “use outdated language
from the Fuero Juzgo but also make Solomonic decisions on legal matters”
(51). Needless to say, within the text Don Quixote has many discursive inter-
ventions and many dialogical opportunities, which give the author a range of
perspectives to introduce and to examine.
The adventure of Don Quixote and the galley slaves in part one of the
novel lends itself, of course, to scrutiny under the rubrics of justice, criminal-
ity, and judicial procedures. The presence of felons and officers of the law
adds a unique dimension to Don Quixote’s rather paradoxical offense, and
the legal response to insanity—in this episode and throughout the narrative—
must be appended to the list. After dedicating a chapter to Don Quixote
and to what she calls “laws broken, glossed, and made,” Byrne turns in the
following chapter, similarly titled, to Sancho Panza. On an obvious level, the
illiterate but crafty Sancho represents oral and popular culture, and, for many
readers, “reality.” He is an agent of humor and at times, arguably, an amiable
buffoon, yet his symbolic placement in the narrative is undeniable. His in-
genuousness serves Cervantes—and the reader—well. The role as a foil figure
to the knight-errant fits beautifully into the judicial scheme of the text and
into the rhetorical strategies of the writer. The philosophical import of Don
Quixote’s advice to Sancho before the new governor departs for Barataria is
obvious, and, from a legal stance, Sancho’s judgments are fundamental to
Byrne’s theses. So, interestingly, are the loopholes and other exceptions high-
lighted by Cervantes and surveyed by Byrne in a section called “Everyone
Breaks the Law” (101).
Byrne returns to history and historiography, and to Giovio and Baeza as
models, in the sixth (of seven) chapters. She assesses trends in historiography
in Spain from the medieval period, and it is in this chapter that she considers
the enigmatic and emblematic Arab historian Cide Hamete Benengeli and
Volume 33.1 (2013) Reviews 219

his connections with the Cervantine intertext, including the captive’s tale and
Cervantes’s five years of captivity in Algiers. Underscoring structural and con-
ceptual similarities in the groupings, she notes the blending of voices, truths,
interruptions, digressions, and so forth, testaments to the notion of fiction
as a mediating space. Byrne’s book is hardly the first study of Don Quixote to
accentuate multiperspectivism, but the juxtapositions demonstrate extensive
and fruitful archival research. The emphasis on history and the law offers an
extension of Cervantes’s formulation of a new, and novel, genre of fiction.
Byrne gets to the heart of realism as a mode of projecting society—and real-
ity—and, as such, as a counter-narrative to literary idealism, to the varieties
of romance. Don Quixote is like the law, in the sense that it calls for a search
for truth yet recognizes that events and individual cases constantly should
be revisited and, when necessary, reinterpreted, as circumstances change.
Cervantes is daring and fair; he “does not shy away from any facet of his era’s
legal discourse, but rather takes it head-on, albeit frequently sub rosa, and
subversively” (147). The book contains copious notes (58 pages), an admirable
bibliography (20 pages), and an index. Byrne’s study is compelling, insight-
ful, and a bit more, for it may make readers reshape Cervantes’s story, and
Cervantes’s history, in their minds.

Edward H. Friedman
Vanderbilt University
edward.h.friedman@vanderbilt.edu

Garcés, María Antonia, ed. An Early Modern Dialogue with Islam:


Antonio de Sosa’s TOPOGRAPHY OF ALGIERS (1612). Trans. Diana de
Armas Wilson. Notre Dame, IN: University of Notre Dame Press,
2011. 440 pp. + 18 ilustr., ISBN: 978-0-268-02978-4.

Two Cervantes scholars, María Antonia Garcés and Diana de Armas


Wilson, have joined forces to prepare the first English edition and transla-
tion of Antonio de Sosa’s 1612 Topografía de Argel. This eyewitness view of
the place and its people transports the reader to the North African city as
Cervantes would have known it. It appeared in print as part one of the
five-part Topografía e historia general, though the princeps—published in
Valladolid by Diego Fernández de Cordova y Oviedo—credited the recently-

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