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VIVO YO, MAS NO YO, ES CRISTO QUIEN VIVE EN MÍ” (Gal 2,19s)
Perspectiva Bíblica de la Resurrección
Introducción
En últimas, el interés nuestro como discípulos misioneros que nos servimos del
legado espiritual de Ignacio para ayudar a los demás en lo más profundo que los
constituye, es profundizar en el fundamento de nuestra fe y capacitarnos para ser
testigos más cualificados de la acción del resucitado en la historia por medio de
cada uno de nosotros, como personas y como comunidades religiosas o laicales.
Así, pues, ¿qué nos puede interesar saber acerca de la Resurrección de Jesús y de
nuestra fe en él, presente y actuante hoy en medio de nosotros? Estoy seguro de no
equivocarme si afirmo que muchas de las preguntas que primero nos vienen a la
mente tienen que ver con la “historicidad” de la resurrección, pensada ella en tér-
minos espacio - temporales y con el mismo carácter histórico de, por ejemplo, la
batalla del Pantano de Vargas. Otras afloran también, al plantearnos el problema
de cómo es el cuerpo del resucitado, o de qué es lo que autoriza a Pablo a afirmar
tan categóricamente que a él también se le apareció el Señor, y cómo se le dejó ver.
Ustedes tienen su propia lista de preguntas e inquietudes. Pero creo que lo mejor
es colocarnos aquí y ahora: hombres y mujeres, laicos y laicas, sacerdotes, religio-
sos y religiosas sinceramente interesados en los Ejercicios Espirituales y en su in-
dudable potencial, experimentado por todos, como camino hacia una auténtica
1“…y si Cristo no ha resucitado, vana es entonces nuestra predicación, y vana también vuestra fe”
(1Cor 15, 14).
2
Partimos, entonces, de una realidad que, a su vez, está constituida por la fe que nos
estructura como seres humanos al estilo de Cristo: nuestra existencia cristiana, que
es tal por la acción del resucitado en nuestra historia. Es decir, partimos de la fe en
la resurrección. Esta fe nuestra es real y nosotros, hombres y mujeres de fe, somos
historia. Y desde allí nos formulamos preguntas acerca de la fe que tenemos en la
eficacia de Cristo presente en nuestra vida.
1. Presupuestos
Nunca Israel concibió a Dios alejado de la historia sino siempre unido cada vez
más profundamente a él en los avatares de sus intrincados acontecimientos. Para
Israel Dios está siempre presente dirigiendo su vida. Y es a ese Dios a quien Israel
testimonió de muy diversas formas: Himnos, fórmulas de fe, códigos legales, rela-
tos pequeños y grandes de sus propios orígenes y desarrollos históricos, institucio-
nes políticas, etc. Al testimoniar una fe en el Dios que los guiaba en los aconteci-
mientos era imposible prescindir de su propia historia. Pero no buscaban simple-
mente contar los hechos con objetividad, sino confesar y testimoniar a ese Dios que
siempre les salió al paso en todos sus hechos. Se trata, pues de una fe vivida en la
historia o de una historia vivida con y desde la fe.
Por ello al ponernos delante del testimonio de la fe histórica del Nuevo Testamento
en relación con la resurrección de Jesús no podemos esperar que nos hablen testi-
gos oculares del hecho de la resurrección, ni ningún tipo de espectador de tal acon-
tecimiento que nos haga una descripción del mismo, pues se trata de la presencia
actuante de Jesús más allá de las dimensiones espacio – temporales3 y, sin embar-
go, experimentada por hombres y mujeres dentro de esas mismas coordenadas,
como efectivamente real.
Pero, al mismo tiempo, tampoco podemos por eso prescindir de la historia para
adentrarnos en la fantasía, pues según el carácter de los testimonios bíblicos, la
2Cfr., X. Léon-Dufour, Resurrección de Jesús y mensaje Pascual, Salamanca: Sígueme, 31978, p. 266-267.
3Cfr., C. Bravo, El fundamento de la fe de Pascua, Notas de estudio, 2ª edición revisada, -sin fecha-, p.
4.
4
Para expresar nuestra fe decimos que creemos en que Cristo Resucitó. Al emplear
la palabra “Resurrección” nos ubicamos inmediatamente en una tradición específi-
ca que es la del Antiguo Testamento y, por tanto, también en su concepción de
hombre dentro de la cual se comprendía de una manera singular dicha categoría.
En cuanto a tal concepción bástenos decir aquí que para la antropología bíblica el
hombre es un ser unitario y no está formado por dos principios separables: cuerpo
y alma. El hombre es un cuerpo espiritual o un alma corpórea5. El cuerpo, pues, “es
el hombre mismo en cuanto se exterioriza; el hombre, en efecto, se manifiesta ente-
ro a través del alma, la carne, el espíritu, el cuerpo”6. Así, pues, no puede pertene-
cer a esta concepción la afirmación, que nos es todavía muy común, de que des-
pués de la muerte el alma de la persona va al cielo y el cuerpo se queda en la tierra.
Esta concepción es deudora de la mentalidad dicotómica griega y, como nuestra fe
se inculturó en el mundo griego, los creyentes fueron tomando también esta mane-
ra de entender al ser humano.
ciertos personajes como Samuel; allí en el sheol el individuo espera inerte el último
día cuando Dios lo rescatará de allí7 en su integralidad.
¿Adónde me iré de tu Espíritu, o adónde huiré de tu presencia? Si subo a los cielos, he aquí,
allí estás tú; si en el Sheol preparo mi lecho, allí estás tú (Sal 139, 7-8).
“Pues tú tienes el poder sobre la vida y sobre la muerte, haces bajar a las puertas del Hades
y de allí subir” (Sab 16,13).
Dios, pues, alcanza con su acción vivificante el reino de los muertos. “Dios hace
morir y hace vivir” (1Sm 2,6). Este poder divino es una preparación indirecta de la
fe en la resurrección8.
Sin embargo, sólo después del exilio en Babilonia Israel desarrolló un pensamiento
explícito sobre la resurrección, en sentido aproximado al del Nuevo Testamento, y
en relación con el individuo, asunto que no se planteaba antes, pues las promesas
divinas eran relacionadas con todo el pueblo, de manera que la problemática indi-
vidual carecía de sentido. El hombre muere, pero el pueblo permanece.
9 Cfr. X. Léon-Dufour, op. cit., p. 57. 58. C. Bravo, op. cit., p. 17-18.
10 Ib., p. 59.
11 Ib., p. 58.
7
Pocos años después de la muerte de Jesús, entre los años 35 y 42, comienzan a apa-
recer los primeros testimonios de la fe en la Resurrección. La forma que van to-
mando estas tradiciones es variada: primero, fórmulas de fe e himnos, a los cuales
se sumarían los relatos de aparición a partir del año 65 aproximadamente con el
evangelio de Marcos; entre el 70 y el 80, con Mateo y Lucas, y hacia el año 100 con
el evangelio de Juan.
Las fórmulas de fe son tal vez las más numerosas. Se trata de confesiones de fe que
afirman el hecho de la resurrección de Cristo. Unas tienen como sujeto de la acción
a Dios mismo, otras a Cristo como sujeto activo y otras como sujeto pasivo. Tales
fórmulas están dirigidas a responder a necesidades vitales de los creyentes: instruir
a los neófitos, asegurar la autenticidad de la fe y proclamar en la liturgia la unani-
midad de los participantes13. Veamos algunos ejemplos:
…porque si confiesas con tu boca a Jesús por Señor, y crees en tu corazón que Dios le resu-
citó de entre los muertos, serás salvo (Rom 10, 9)14.
Y Dios, que resucitó al Señor, también nos resucitará a nosotros mediante su poder (1Co 6,
14).
La anterior fórmula en estilo narrativo es la primera en aparecer. El resto del Nue-
vo Testamento hace referencia a esta fórmula pero transformándola en gran medi-
da15.
12 Ib., p. 63. Cfr. G. Lohfink, “La resurrección de Jesús y la crítica histórica”, Selecciones de Teología
Vol. 9, no. 33 (Ene.-Mar. 1970), p. 131.138.
13 Cfr. X. Léon-Dufour, op. cit., p. 41.
irrumpe inaugurando el fin de los tiempos en el mundo con la llegada de una vida
participable a todos16.
La fórmula cristológica simple, es decir, la que tiene a Cristo como sujeto activo,
suena así:
Porque si creemos que Jesús murió y resucitó, así también Dios traerá con Él a los que dur-
mieron en Jesús (1Ts 4,14).
No es este el espacio para realizar un análisis del contexto en que se encuentran las
anteriores fórmulas17. El propósito nuestro es simplemente mostrar cómo comien-
zan a expresar los primeros creyentes su experiencia de encuentro con Jesús, el
Cristo, más acá de su muerte y, por lo tanto, a experimentarlo vivo y continuador
de su misión en ellos.
Ejemplo de las fórmulas que tienen a Cristo como sujeto pasivo es 1 Co 15, 3-8, uno
de los testimonios más antiguos e importantes. Esta carta de Pablo ha sido datada
por los estudiosos de los escritos paulinos entre los años 55 y 56. Pablo transmite a
los corintios una tradición que él recibió. Dice así:
3 Porque yo os entregué en primer lugar lo mismo que recibí:
que Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras;
4 que fue sepultado y que resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras;
6 luego se apareció a más de quinientos hermanos a la vez, la mayoría de los cuales viven
aún, pero algunos ya duermen; 7 después se apareció a Jacobo, luego a todos los apóstoles,
8 y al último de todos, como a uno nacido fuera de tiempo, se me apareció también a mí.
Esta tradición anterior a Pablo podría ser de entre los años 35 a 42, dependiendo de
si su origen es palestino o antioqueno18. Esta tradición contiene dos expresiones
paralelas, una sobre la muerte y otra sobre la resurrección. Nos centraremos en la
segunda que es el interés de esta exposición.
Pero más importante es el tiempo verbal utilizado, pues con el tiempo perfecto
(“ha sido resucitado”) Pablo está proclamando que Cristo está hoy resucitado, co-
mo efecto de una acción ocurrida en el pasado, su Resurrección. Lo que interesa,
pues, no es tanto el hecho pasado al que se alude con ese tiempo verbal, sino el
nuevo estado y presencia del Señor presente hoy, resultado de lo anterior. Lo que
importa es la actualidad del resucitado aquí y ahora.
Hay dos precisiones acerca del hecho mencionado e interpretado: sucedió al tercer
día y según las escrituras. Con la primera no se fija una fecha, sino que comunica
ya una interpretación del hecho: “la resurrección de Jesús es el acontecimiento ca-
pital, lo que, en sentido pleno equivale a escatológico”20, es decir lo último y defini-
tivo que Dios ha realizado en la historia de la humanidad. Lo que nos queda no es
otra cosa que acoger ese acontecimiento y dejarnos introducir en él con toda nues-
tra realidad personal, social, comunitaria y cósmica.
Ya hemos aludido a lo que contiene la expresión “según las escrituras” cuando ha-
blamos del contexto histórico – tradicional en el que se enmarca la resurrección de
Cristo: así se da cumplimiento a las promesas del Antiguo Testamento y se mues-
tra la fidelidad de Dios en procurar, a través de los sucesos históricos, la salvación,
ahora no solamente para Israel sino para todo hombre y mujer en forma integral,
mostrando, en continuidad con la fe en el Dios de Israel, pero en forma definitiva,
la cercanía incondicional y radical de Dios con cada ser humano.
19 Ib., p. 44.
20 Ib., p. 46.
10
Demos un paso más: la fórmula menciona también la muerte de Jesús. Pero con la
mención sucesiva de la resurrección de aquel que murió en forma brutal, se explica
su sentido que le llega no por sí misma, sino por la fe en la resurrección: Cristo no
murió por sus pecados, sino por los nuestros, para transformarnos participándonos
de su vida. Así, pues, la resurrección de Cristo es, no sólo un hecho del pasado que
se deja sentir en el presente por las apariciones, sino “la respuesta de Dios que de-
clara redentora la muerte de Jesús… la acción de Dios al resucitar a Jesús es una
acción salvífica que concierne a todos los hombres… la salvación es una conse-
cuencia de la resurrección”21. Y esa salvación se experimenta en la actualidad de la
comunidad corintia, como lo quiere resaltar Pablo.
Destaca entre estos el de Flp 2, 6-11 en el cual, después de hablar del despojo y
anonadamiento de Cristo, contrapone la humillación hasta la muerte (v.8) a la exal-
tación que es inmediatamente glorificación (v.9). Aquí no hay resurrección después
de la muerte y sepultura, sino el inmediato acceso al señorío universal. Lo que im-
porta es el señorío y la gloria de Jesucristo. Obviamente, aunque el autor no lo dice,
se supone la resurrección.
21 Ib., p. 47-48.
22 Ib., p. 49.
11
Las apariciones llamadas oficiales por Léon-Dufour, porque tienen alcance eclesial,
suceden unas en Jerusalén (Lc 24, 36-53, Mc 16, 9ss y Jn 20, 19-29 –dos veces), otras
en Galilea (Mt; según el anuncio de Mc) o en el lago de Tiberíades (Jn 21). Hay al-
gunas apariciones denominadas privadas, pues se refieren a personas individuales:
a las santas mujeres (Mt) o a María Magdalena (Jn y Mc) y a los discípulos de
Emaús (Lc y Mc)24.
23 Ib., p. 67-71. Otros himnos y textos son: 1Tm 3,16; Ef 4,7-10; Rm 10,5-8; 1Pe 3, 18-22; 4,6.
24 Ib., p. 136-137.
12
Durante la relación que los discípulos de Emaús hacen a los once acerca de su ex-
periencia por el camino, cuando aún estaban hablando de eso, “…él (el Señor) se
presentó en medio de ellos…” (Lc 24, 36). Así mismo, cuando las mujeres con mie-
do pero gozosas, salieron del sepulcro a contar la noticia de la resurrección a los
discípulos, Jesús les salió al encuentro (Mt 28, 9). La iniciativa del resucitado nos
muestra que la experiencia de los discípulos no es una invención, sino que Jesús
interviene en medio de personas que no lo esperaban y pone de relieve el aspecto
pasivo de las apariciones.
Jesús, experimentado como vivo más acá de su muerte, transforma a los discípulos
haciéndolos abandonar sus nostalgias del pasado y cambiar sus desilusiones en
ardor presente que los impulsa a la misión, como de manera fina lo muestra el rela-
to de los discípulos de Emaús. El resucitado da origen a la comunidad de creyen-
tes, a la Iglesia, a partir del gozo experimentado por su presencia transformadora
en ellos que los capacita para comunicar la buena noticia. “Las apariciones tienen
como fin fundar la Iglesia”26.
comunidad, la anima y la capacita para tal misión, siendo ésta ya, participación de
la vida divina.
Por tanto, los discípulos tienen un papel fundamental: son los testigos de la pre-
sencia del resucitado y en eso consiste su misión 29. Tal misión supone, entonces, el
encuentro personal con el resucitado y la experiencia de Jesucristo como el viviente
siempre presente. Sin esta experiencia es imposible el testimonio. En otras pala-
bras, sin la aparición de Jesús en la vida del discípulo no hay posibilidades de ser
verdadero testigo. Pero no basta una aparición privada. Esta experiencia debe ser
común y compartida como es el resultado de la aparición a los discípulos de
Emaús (Lc 24, 34-35). Lo que permanece en el tiempo es la actividad testimonial de
los creyentes. Las apariciones son sólo un momento del mensaje pascual 30, a no ser
que, como lo hemos insinuado, veamos en la experiencia de la presencia de Jesu-
cristo en nuestra historia concreta, las apariciones que enraízan nuestra vida en la
misma vida divina, en el encuentro personal con el resucitado, lo único que puede
producir la fe y una vida al estilo de Jesús.
Ahora bien, las apariciones o experiencias del resucitado tienen una condición que
las hace posible: el afecto por aquel a cuyo lado estuvieron y a quien recuerdan con
profundo cariño, como nos los muestra la nostálgica respuesta de los discípulos de
Emaús al repentino compañero de camino: “… nosotros esperábamos que él fuera
el redentor de Israel… pero ya van tres días…” (Lc 24, 21) o cuando, luego de des-
aparecido Jesús de su presencia, una vez que lo han reconocido al partir el pan, los
dos discípulos caen en la cuenta: “¿No ardía nuestro corazón cuando nos hablaba
por el camino y nos explicaba las escrituras?” (Lc 24, 32). Sin esa conexión vital con
el Señor, sin una cierta familiaridad con él en la propia vida, la experiencia trans-
formante del resucitado no habría sido posible, pues el reconocimiento la supone.
Se trata de volver a conocer a aquel con quien habían compartido en la vida co-
rriente y que ahora se veía de nuevo, de manera misteriosa pero real, logrando la
transformación que antes no había sido posible: se les abrieron los ojos, antes ce-
rrados por estar solamente anclados en el pasado. Esta misma insistencia en el
29 Ib., p. 218.
30 Ib., p. 223.
15
amor lo pone de relieve Jn 21, 7 cuando anota que fue el discípulo a quien Jesús
amaba quien exclamó: “Es el Señor”.
31 Ib., p. 643.
16
del lado del judicializado. Pero si lo miramos en este lenguaje teológico en el que
nos movemos, Jesucristo resucitado, es decir, el Espíritu, es el verdadero paráclito,
o sea, el Dios con nosotros, solidario32 con el ser humano, que está a nuestro lado
acompañando de manera eficaz nuestra propia vida de testigos, configurando
nuestro ser y hacer a la vida misma suya y, por tanto, siendo causa de nuestra au-
téntica felicidad que se siente en la alegría y gozo, como se pone de manifiesto en
las apariciones a las mujeres (Mt 28,8) y a los once (Lc 24, 41.52b). El oficio de con-
solador que Jesús resucitado trae no consiste en una palabra vacía o una frase de
cajón para distraernos momentáneamente, sino que es su presencia eficaz que nos
pone en el camino, la verdad y la vida que es él mismo constituyéndonos, a medi-
da que avanzamos en él, en verdaderos hijos de un mismo Padre y, por tanto,
hermanos entre nosotros. Ésta es la fuente del profundo gozo, signo inconfundible
para Ignacio de la acción del buen Espíritu.
4. El caso de Pablo
32Es el Emmanuel, el Dios Yahveh que comunica a Moisés quién es Él diciendo cómo se va a mos-
trar al revelar su nombre en Ex 3, 14: Yo soy el que estoy ahí (para ustedes); y no esa definición on-
tológica de su esencia como se suele entender la traducción “Yo soy el que soy”. Es más bien su
forma de estar: siempre presente en forma activa y eficaz (Cfr. G. von Rad, Teología del Antiguo Tes-
tamento. I. Teología de las tradiciones históricas de Israel, Salamanca: Sígueme, 51982, p. 235). Ahora el
resucitado lo revela definitivamente actuante y solidario.
17
Ese algo, será precisamente el punto de contacto para nosotros poder sintonizar
con la fe pascual. Esa experiencia vivida por los primeros testigos pascuales puede
ser accesible a nosotros, nos puede resultar más cercana y más familiar de lo que
podemos imaginar. En efecto, ante el prendimiento de Jesús, todos sus discípulos
lo abandonaron (Mt 26, 56b; Mc 14, 50). Al pie de la cruz quedaron unas fieles y
solidarias mujeres. Los demás huyeron llenos de temor. Pero después de un tiem-
po, vemos de nuevo a esos mismos discípulos predicando valientemente que Jesu-
cristo, a quien habían ajusticiado los romanos invasores presionados por las auto-
ridades judías, había resucitado y ellos daban testimonio de ello. Una transforma-
ción radical había ocurrido.
El acontecimiento de Damasco fue comprendido por Pablo como una típica expe-
riencia pascual o aparición pascual. Por ello su testimonio es el primero y único de
primera mano sobre una aparición del resucitado y nos ilustra y conduce al conte-
18
nido real de las otras apariciones a las mujeres, a los once y a los demás discípu-
los33.
33 MUßNER, F., Der Galaterbrief, Herder, Friburgo-Basilea-Viena 1874, p. 84; cit. por G. Baena, op.
cit., p. 594
34 G. Baena, op. cit., p. 560.
35 Ib., p. 561-562.
19
nifiesto que en sus seguidores, ahora crucificados por la persecución, estaba resuci-
tado Jesucristo. Esta realidad inesperada, del todo gratuita y contraria a todo cálcu-
lo humano, dejó a Pablo primero sin la luz suficiente para entenderla, y, luego, con
la iluminación que lo condujo a la comprensión que se fue abriendo paso en él.
De aquí se sigue que la experiencia del Resucitado hoy, para nosotros los creyen-
tes, en nuestra existencia cristiana, se vive y acoge en los acontecimientos que nos
36 Ib. p. 580-584.
20
Conclusión
Así mismo está implicado el pasado, porque la referencia a Jesús de Nazareth, quien
pasó misericordiosamente haciendo el bien, no importándole los conflictos que
esto le acarrearía, es algo obligado. Así nos lo mostró el reconocimiento del apare-
cido, como el crucificado mismo, que come y bebe con sus discípulos y les es fami-
liar por sus gestos. Sin ese pasado de experiencia con Jesús no hubiera sido posible
la captación de que era él mismo quien, sin esperarlo, se hacía presente de nuevo.
Además, la experiencia de los discípulos interpretada narrativamente en las apari-
21
ciones, y en la más antigua fórmula de esa confesión de fe de 1Co 15, 3-5, nos si-
túan en los efectos de la acción de Dios que resucitó a Cristo como actualidad del
designio divino que viene desarrollándose a lo largo de la historia de Salvación.
Esto que vivimos se realiza según las escrituras, como Dios mismo lo había dicho
en ellas por boca de Jesús (Mc 16,7).
37 Ib., p. 556.
22
Despertando a Jesús del mortal silencio al que quisieron reducirlo los poderes de
este mundo, Dios nos ha dado el regalo de acceder realmente a su vida misma y ha
cumplido su sueño: realizar la nueva creación (Cfr. Gal 6,15); Jesús, su Hijo, amado
es el primogénito de muchos hermanos que crecen a imagen suya (Cfr. Rom 8,29)
porque viven, gracias al poder de la resurrección, crucificados con Cristo en la en-
trega incondicional a los demás, sobre todo a los abandonados por este mundo.
Termino con las palabras finales de Pablo a los Gálatas en el capítulo 6,14-18:
Lo que es a mí, jamás acontezca que me gloríe, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo,
por el cual el mundo ha sido crucificado para mí y yo para el mundo. ¡Circuncisión o no cir-
cuncisión, qué más da! Lo que importa es ser nueva creación… De aquí en adelante nadie
me cause molestias, porque yo llevo en mi cuerpo las marcas de Jesús.
Hermanos, la gracia de nuestro Señor Jesucristo sea con vuestro espíritu. Amén.
BIBLIOGRAFÍA