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“CON CRISTO HE SIDO CRUCIFICADO,

VIVO YO, MAS NO YO, ES CRISTO QUIEN VIVE EN MÍ” (Gal 2,19s)
Perspectiva Bíblica de la Resurrección

Introducción

No pretendemos aquí presentar análisis exegéticos pormenorizados con el objeto


de probar el sentido de un texto o la intención de algunos de los autores neotesta-
mentarios que nos testimonian la fe en la resurrección. El objetivo es más sencillo:
aportar cuál es el sentido de la fe en la resurrección según el Nuevo Testamento,
con el fin de iluminar la presentación del misterio central de nuestra fe1, dentro de
la práctica del “dar” Ejercicios Espirituales ignacianos.

En últimas, el interés nuestro como discípulos misioneros que nos servimos del
legado espiritual de Ignacio para ayudar a los demás en lo más profundo que los
constituye, es profundizar en el fundamento de nuestra fe y capacitarnos para ser
testigos más cualificados de la acción del resucitado en la historia por medio de
cada uno de nosotros, como personas y como comunidades religiosas o laicales.

Así, pues, ¿qué nos puede interesar saber acerca de la Resurrección de Jesús y de
nuestra fe en él, presente y actuante hoy en medio de nosotros? Estoy seguro de no
equivocarme si afirmo que muchas de las preguntas que primero nos vienen a la
mente tienen que ver con la “historicidad” de la resurrección, pensada ella en tér-
minos espacio - temporales y con el mismo carácter histórico de, por ejemplo, la
batalla del Pantano de Vargas. Otras afloran también, al plantearnos el problema
de cómo es el cuerpo del resucitado, o de qué es lo que autoriza a Pablo a afirmar
tan categóricamente que a él también se le apareció el Señor, y cómo se le dejó ver.

Ustedes tienen su propia lista de preguntas e inquietudes. Pero creo que lo mejor
es colocarnos aquí y ahora: hombres y mujeres, laicos y laicas, sacerdotes, religio-
sos y religiosas sinceramente interesados en los Ejercicios Espirituales y en su in-
dudable potencial, experimentado por todos, como camino hacia una auténtica

1“…y si Cristo no ha resucitado, vana es entonces nuestra predicación, y vana también vuestra fe”
(1Cor 15, 14).
2

experiencia de Dios y de su Hijo Jesucristo hoy en nuestra realidad concreta. Esta


misma ubicación nuestra aquí y ahora nos pregunta precisamente por la posibili-
dad de esa experiencia de Dios, la nuestra y la que queremos seguir facilitando por
medio de los Ejercicios Espirituales.

Partimos, entonces, de una realidad que, a su vez, está constituida por la fe que nos
estructura como seres humanos al estilo de Cristo: nuestra existencia cristiana, que
es tal por la acción del resucitado en nuestra historia. Es decir, partimos de la fe en
la resurrección. Esta fe nuestra es real y nosotros, hombres y mujeres de fe, somos
historia. Y desde allí nos formulamos preguntas acerca de la fe que tenemos en la
eficacia de Cristo presente en nuestra vida.

1. Presupuestos

1.1. La Sagrada Escritura como testimonio de fe.

Recordemos, para empezar, que la Sagrada Escritura no es un libro de historia en


el sentido moderno de la palabra. El interés de sus escritos no es en primer lugar la
fidelidad a acontecimientos ocurridos en el pasado con la pretensión de presentar
objetivamente los hechos. Esto no quiere decir que en la Biblia no encontremos
acontecimientos que no podamos calificar de históricos o que tengamos que afir-
mar que los hechos a los que se refieren sus escritos son pura ficción.

Los libros sagrados son ante todo testimonios de la fe de un pueblo en su Dios


Yahveh, en muy diferentes momentos de su historia. Israel llegó a entender su his-
toria como una serie de acontecimientos guiados desde el principio, incluso desde
antes de que Israel llegara a ser Israel, por la acción invisible y amorosa de Dios,
dirigida a concederle a través de todos los sucesos y vicisitudes, la comunión de
vida con él estableciendo con ese pueblo una relación íntima que al fin de los tiem-
pos, en el Nuevo Testamento, los creyentes en Jesús supieron descubrir como plena
y perfecta en el judío, hijo de María, Jesús de Nazareth, no sin antes haber experi-
mentado, después de su muerte, que su maestro y Señor continuaba inexplicable-
mente presente en sus vidas, inspirándolos, transformándolos y animándolos a
continuar su misma misión de comunión, hecha carne en Él, y ahora en ellos mis-
mos.
3

Nunca Israel concibió a Dios alejado de la historia sino siempre unido cada vez
más profundamente a él en los avatares de sus intrincados acontecimientos. Para
Israel Dios está siempre presente dirigiendo su vida. Y es a ese Dios a quien Israel
testimonió de muy diversas formas: Himnos, fórmulas de fe, códigos legales, rela-
tos pequeños y grandes de sus propios orígenes y desarrollos históricos, institucio-
nes políticas, etc. Al testimoniar una fe en el Dios que los guiaba en los aconteci-
mientos era imposible prescindir de su propia historia. Pero no buscaban simple-
mente contar los hechos con objetividad, sino confesar y testimoniar a ese Dios que
siempre les salió al paso en todos sus hechos. Se trata, pues de una fe vivida en la
historia o de una historia vivida con y desde la fe.

En consecuencia, tales testimonios preñados de historia, no pueden ser tomados


como hechos “objetivamente” narrados y, por tanto, no se puede decir de ellos que
sean históricos en el sentido moderno. Pero tampoco se puede afirmar de ellos que
no sean reales. Uno es el conocimiento histórico, el que da la ciencia histórica
cuando verifica ciertos acontecimientos. Otro es el conocimiento de fe, cuando se
dice “Jesús resucitó”. Este hecho enunciado es un testimonio de fe y, en cuanto tal,
es real para el creyente, pero rebasa el conocimiento histórico. Los hechos enuncia-
dos o testimoniados por la fe, son “trans-históricos” y abren la historia a algo dife-
rente a los datos científicos2.

Por ello al ponernos delante del testimonio de la fe histórica del Nuevo Testamento
en relación con la resurrección de Jesús no podemos esperar que nos hablen testi-
gos oculares del hecho de la resurrección, ni ningún tipo de espectador de tal acon-
tecimiento que nos haga una descripción del mismo, pues se trata de la presencia
actuante de Jesús más allá de las dimensiones espacio – temporales3 y, sin embar-
go, experimentada por hombres y mujeres dentro de esas mismas coordenadas,
como efectivamente real.

Pero, al mismo tiempo, tampoco podemos por eso prescindir de la historia para
adentrarnos en la fantasía, pues según el carácter de los testimonios bíblicos, la

2Cfr., X. Léon-Dufour, Resurrección de Jesús y mensaje Pascual, Salamanca: Sígueme, 31978, p. 266-267.
3Cfr., C. Bravo, El fundamento de la fe de Pascua, Notas de estudio, 2ª edición revisada, -sin fecha-, p.
4.
4

afirmación de fe en la resurrección es inseparable de toda la vida de Jesús, en parti-


cular del hecho crítico y fundamental de su muerte. En otras palabras, la experien-
cia de la resurrección de Cristo supone una tradición histórico – testimonial dentro
de la cual surge, a saber, el desarrollo del pensamiento judío acerca de la muerte y
de una vida más allá de ésta, como lo veremos más adelante, a lo cual se sumó la
experiencia con el Jesús histórico4.

1.2. La antropología bíblica.

Para expresar nuestra fe decimos que creemos en que Cristo Resucitó. Al emplear
la palabra “Resurrección” nos ubicamos inmediatamente en una tradición específi-
ca que es la del Antiguo Testamento y, por tanto, también en su concepción de
hombre dentro de la cual se comprendía de una manera singular dicha categoría.

En cuanto a tal concepción bástenos decir aquí que para la antropología bíblica el
hombre es un ser unitario y no está formado por dos principios separables: cuerpo
y alma. El hombre es un cuerpo espiritual o un alma corpórea5. El cuerpo, pues, “es
el hombre mismo en cuanto se exterioriza; el hombre, en efecto, se manifiesta ente-
ro a través del alma, la carne, el espíritu, el cuerpo”6. Así, pues, no puede pertene-
cer a esta concepción la afirmación, que nos es todavía muy común, de que des-
pués de la muerte el alma de la persona va al cielo y el cuerpo se queda en la tierra.
Esta concepción es deudora de la mentalidad dicotómica griega y, como nuestra fe
se inculturó en el mundo griego, los creyentes fueron tomando también esta mane-
ra de entender al ser humano.

De estas dos concepciones resultan dos formas diferentes de entender la resurrec-


ción: para el griego la resurrección consistiría en la reanimación de un mismo ca-
dáver, o de otro, como sería el caso de la reencarnación. Para el judío el individuo
en su totalidad (la nefesh - alma), él mismo, al morir, va al sheol a una vida dismi-
nuida separado de Dios, pero con una cierta forma de supervivencia, ya que popu-
larmente se creía que era posible consultar a los muertos o evocar el espíritu de

4 Cfr. C. Bravo, op. cit., p. 4 y 41.


5 Ib., p. 15.
6 H.W. Robinson, Hebrew Psichology (1925), 363; Inspiration and Revelation in the Old Testament, Ox-

ford, 1946, 70; citado por X. Léon-Dufour, op. cit., p. 57.


5

ciertos personajes como Samuel; allí en el sheol el individuo espera inerte el último
día cuando Dios lo rescatará de allí7 en su integralidad.

1.3. La procedencia de la categoría “Resurrección”.

La fe en la Resurrección en el Nuevo Testamento se remonta explícitamente al An-


tiguo. Pablo, al transmitir la tradición que él recibió dice que Cristo “fue resucitado
al tercer día, según las escrituras” (1Co 15,4). Todo lo referente a Cristo, a sus pa-
decimientos y entrada en la Gloria lo explica el compañero de camino a los discí-
pulos entristecidos y desilusionados que se dirigen a Emaús, basándose en Moisés
y los profetas (Lc 24, 26-27), es decir, en el Antiguo Testamento.

En efecto, algunos textos veterotestamentarios tardíos nos muestran una evolución


en cuanto al pensamiento de Israel sobre la vida más allá de la muerte. Esos textos
afirman que el poder de Dios alcanza el sheol, o sea, que ya se ve que la incomuni-
cación de Dios con el reino de la muerte terminará. Dos textos nos ilustran lo ante-
rior:

¿Adónde me iré de tu Espíritu, o adónde huiré de tu presencia? Si subo a los cielos, he aquí,
allí estás tú; si en el Sheol preparo mi lecho, allí estás tú (Sal 139, 7-8).

“Pues tú tienes el poder sobre la vida y sobre la muerte, haces bajar a las puertas del Hades
y de allí subir” (Sab 16,13).

Dios, pues, alcanza con su acción vivificante el reino de los muertos. “Dios hace
morir y hace vivir” (1Sm 2,6). Este poder divino es una preparación indirecta de la
fe en la resurrección8.

Sin embargo, sólo después del exilio en Babilonia Israel desarrolló un pensamiento
explícito sobre la resurrección, en sentido aproximado al del Nuevo Testamento, y
en relación con el individuo, asunto que no se planteaba antes, pues las promesas
divinas eran relacionadas con todo el pueblo, de manera que la problemática indi-
vidual carecía de sentido. El hombre muere, pero el pueblo permanece.

7 Cfr. C. Bravo, op. cit., p. 12.19.


8 Ib., p. 13.
6

En el siglo II a.C. se habla de resurrección, no simplemente en el sentido de retorno


a la existencia terrena, como se concebía antes, sino en el sentido de una vida nue-
va. A esta concepción se llegó por una experiencia particular: En tiempo de Antío-
co Epifanes, hacia el año 167 a.C. muchos judíos morían confesando su fe. Dios es
justo y no podía dejar en el sheol a quienes habían muerto dando testimonio de su
alianza. El segundo hijo macabeo le decía al rey: “Tú, criminal, nos quitas la vida
presente. Pero el Rey del mundo nos resucitará a una vida eterna a nosotros que
morimos por sus leyes” (2Mac 7,9). A esta convicción se llega no solamente por el
horror que están viviendo y que debería tener algún sentido puesto que se asumía
por la ley divina, sino sobre todo por la fe en el Dios creador, con quien la madre
de esos héroes vincula ahora explícitamente la resurrección, según lo dice en las
palabras con que consolaba a sus hijos: “Pues así el Creador del mundo, el que
modeló al hombre en su nacimiento y proyectó el origen de todas las cosas, os de-
volverá el espíritu y la vida con misericordia…” (2Mac 7, 23)9.

Esta experiencia particular de los mártires probablemente fue un factor determi-


nante que llevó la fe a la certeza de que los muertos, en el último día, “despertarán:
unos para la vida eterna, otros para el horror eterno” (Dan 12, 1-3)10.

Examinando el Antiguo Testamento se puede observar cómo el vocabulario de la


resurrección se fue formando con el paso de las experiencias y las sucesivas inter-
pretaciones, todas a la luz del Dios Creador que comunica vida y nunca muerte: él
hace revivir, resurgir, ascender, despertar11.

El terreno estaba preparado para poder formular la experiencia trascendental de la


nueva presencia solidaria del crucificado en la vida de los primeros creyentes con
la fórmula: Dios resucitó a Jesús de entre los muertos. La resurrección se esperaba
para el fin de los tiempos, pero al ser aplicada tal categoría a un momento del

9 Cfr. X. Léon-Dufour, op. cit., p. 57. 58. C. Bravo, op. cit., p. 17-18.
10 Ib., p. 59.
11 Ib., p. 58.
7

tiempo, se pasó de lo escatológico a lo histórico: “un hecho anunciado para el fin


de los tiempos tuvo lugar en el curso del tiempo”12.

2. Los primeros Testimonios de la Resurrección. 1Co 15, 1-8.

Pocos años después de la muerte de Jesús, entre los años 35 y 42, comienzan a apa-
recer los primeros testimonios de la fe en la Resurrección. La forma que van to-
mando estas tradiciones es variada: primero, fórmulas de fe e himnos, a los cuales
se sumarían los relatos de aparición a partir del año 65 aproximadamente con el
evangelio de Marcos; entre el 70 y el 80, con Mateo y Lucas, y hacia el año 100 con
el evangelio de Juan.

Las fórmulas de fe son tal vez las más numerosas. Se trata de confesiones de fe que
afirman el hecho de la resurrección de Cristo. Unas tienen como sujeto de la acción
a Dios mismo, otras a Cristo como sujeto activo y otras como sujeto pasivo. Tales
fórmulas están dirigidas a responder a necesidades vitales de los creyentes: instruir
a los neófitos, asegurar la autenticidad de la fe y proclamar en la liturgia la unani-
midad de los participantes13. Veamos algunos ejemplos:

…porque si confiesas con tu boca a Jesús por Señor, y crees en tu corazón que Dios le resu-
citó de entre los muertos, serás salvo (Rom 10, 9)14.

Y Dios, que resucitó al Señor, también nos resucitará a nosotros mediante su poder (1Co 6,
14).
La anterior fórmula en estilo narrativo es la primera en aparecer. El resto del Nue-
vo Testamento hace referencia a esta fórmula pero transformándola en gran medi-
da15.

La afirmación de que Dios resucitó a Jesús de la muerte es una nueva afirmación


sobre Dios y, por tanto, expresa una nueva experiencia trascendental de Dios que

12 Ib., p. 63. Cfr. G. Lohfink, “La resurrección de Jesús y la crítica histórica”, Selecciones de Teología
Vol. 9, no. 33 (Ene.-Mar. 1970), p. 131.138.
13 Cfr. X. Léon-Dufour, op. cit., p. 41.

14 Ver también: 1 Cor 6,14; 15,15; 1 Tes 1,10.

15 Cfr., G. Baena, Fenomenología de la Revelación. Teología de la Biblia y Hermenéutica, Estella (Navarra):

Ed. Verbo Divino, 2011, p. 767.


8

irrumpe inaugurando el fin de los tiempos en el mundo con la llegada de una vida
participable a todos16.

La fórmula cristológica simple, es decir, la que tiene a Cristo como sujeto activo,
suena así:

Porque si creemos que Jesús murió y resucitó, así también Dios traerá con Él a los que dur-
mieron en Jesús (1Ts 4,14).

No es este el espacio para realizar un análisis del contexto en que se encuentran las
anteriores fórmulas17. El propósito nuestro es simplemente mostrar cómo comien-
zan a expresar los primeros creyentes su experiencia de encuentro con Jesús, el
Cristo, más acá de su muerte y, por lo tanto, a experimentarlo vivo y continuador
de su misión en ellos.

Ejemplo de las fórmulas que tienen a Cristo como sujeto pasivo es 1 Co 15, 3-8, uno
de los testimonios más antiguos e importantes. Esta carta de Pablo ha sido datada
por los estudiosos de los escritos paulinos entre los años 55 y 56. Pablo transmite a
los corintios una tradición que él recibió. Dice así:
3 Porque yo os entregué en primer lugar lo mismo que recibí:
que Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras;
4 que fue sepultado y que resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras;

5 que se apareció a Cefas y después a los doce;

6 luego se apareció a más de quinientos hermanos a la vez, la mayoría de los cuales viven

aún, pero algunos ya duermen; 7 después se apareció a Jacobo, luego a todos los apóstoles,
8 y al último de todos, como a uno nacido fuera de tiempo, se me apareció también a mí.

Esta tradición anterior a Pablo podría ser de entre los años 35 a 42, dependiendo de
si su origen es palestino o antioqueno18. Esta tradición contiene dos expresiones
paralelas, una sobre la muerte y otra sobre la resurrección. Nos centraremos en la
segunda que es el interés de esta exposición.

16 Cfr. C. Bravo, op. cit., p. 35.


17 Cfr. G. Baena, op. cit., p. 775-780.
18 Cfr. X. Léon-Dufour, op. cit., p. 43.
9

El verbo con el cual se afirma la resurrección quiere decir literalmente “despertar”


o “despertarse” (egeirein). El verbo es utilizado en voz pasiva y, por tanto, significa
literalmente que Cristo ha sido despertado. En este caso, según la mentalidad semí-
tica, se da a entender que el sujeto activo de la acción es Dios: Dios resucitó a Jesu-
cristo. Sin embargo la forma pasiva podría entenderse también en sentido medio:
“Cristo se ha despertado”; en este caso Cristo habría estado activo en su resurrec-
ción19.

Pero más importante es el tiempo verbal utilizado, pues con el tiempo perfecto
(“ha sido resucitado”) Pablo está proclamando que Cristo está hoy resucitado, co-
mo efecto de una acción ocurrida en el pasado, su Resurrección. Lo que interesa,
pues, no es tanto el hecho pasado al que se alude con ese tiempo verbal, sino el
nuevo estado y presencia del Señor presente hoy, resultado de lo anterior. Lo que
importa es la actualidad del resucitado aquí y ahora.

Hay dos precisiones acerca del hecho mencionado e interpretado: sucedió al tercer
día y según las escrituras. Con la primera no se fija una fecha, sino que comunica
ya una interpretación del hecho: “la resurrección de Jesús es el acontecimiento ca-
pital, lo que, en sentido pleno equivale a escatológico”20, es decir lo último y defini-
tivo que Dios ha realizado en la historia de la humanidad. Lo que nos queda no es
otra cosa que acoger ese acontecimiento y dejarnos introducir en él con toda nues-
tra realidad personal, social, comunitaria y cósmica.

Ya hemos aludido a lo que contiene la expresión “según las escrituras” cuando ha-
blamos del contexto histórico – tradicional en el que se enmarca la resurrección de
Cristo: así se da cumplimiento a las promesas del Antiguo Testamento y se mues-
tra la fidelidad de Dios en procurar, a través de los sucesos históricos, la salvación,
ahora no solamente para Israel sino para todo hombre y mujer en forma integral,
mostrando, en continuidad con la fe en el Dios de Israel, pero en forma definitiva,
la cercanía incondicional y radical de Dios con cada ser humano.

19 Ib., p. 44.
20 Ib., p. 46.
10

Demos un paso más: la fórmula menciona también la muerte de Jesús. Pero con la
mención sucesiva de la resurrección de aquel que murió en forma brutal, se explica
su sentido que le llega no por sí misma, sino por la fe en la resurrección: Cristo no
murió por sus pecados, sino por los nuestros, para transformarnos participándonos
de su vida. Así, pues, la resurrección de Cristo es, no sólo un hecho del pasado que
se deja sentir en el presente por las apariciones, sino “la respuesta de Dios que de-
clara redentora la muerte de Jesús… la acción de Dios al resucitar a Jesús es una
acción salvífica que concierne a todos los hombres… la salvación es una conse-
cuencia de la resurrección”21. Y esa salvación se experimenta en la actualidad de la
comunidad corintia, como lo quiere resaltar Pablo.

El testimonio de Pablo al recoger aquí la tradición e interpretarla usando el verbo


en perfecto, nos coloca en forma plena en el curso de la historia, porque la resu-
rrección está inserta en una sucesión de acontecimientos: muerte y sepultura, resu-
rrección y apariciones. Al mismo tiempo, estos acontecimientos están comprendi-
dos en el designio divino: “según las escrituras”. Además se ve claro el interés de
la comunidad: la historia actual de los hombres, referida constantemente al testi-
monio dado sobre Cristo muerto y resucitado22.

Finalmente, la fe de los primeros creyentes, que mediante fórmulas respondió a la


necesidad que tenía de afirmación del hecho de la resurrección, también sintió la
exigencia de expresarse de forma diferente a las fórmulas que precisaban la fe de la
primitiva comunidad y aclamó a Cristo en los himnos como el Señor exaltado y
glorificado por Dios.

Destaca entre estos el de Flp 2, 6-11 en el cual, después de hablar del despojo y
anonadamiento de Cristo, contrapone la humillación hasta la muerte (v.8) a la exal-
tación que es inmediatamente glorificación (v.9). Aquí no hay resurrección después
de la muerte y sepultura, sino el inmediato acceso al señorío universal. Lo que im-
porta es el señorío y la gloria de Jesucristo. Obviamente, aunque el autor no lo dice,
se supone la resurrección.

21 Ib., p. 47-48.
22 Ib., p. 49.
11

La exaltación y glorificación de Cristo es la otra línea de afirmaciones que tienen


que ver con el mismo hecho de la resurrección23 y que señalan el estado de Cristo
luego de su vida terrena, de su muerte y resurrección. La comunidad primitiva ha
expresado el encuentro con Cristo viviente de dos formas, afirmando el hecho de la
resurrección de Cristo o afirmando su estado actual, exaltado al cielo y constituido
Señor y Cristo. Estas afirmaciones manifiestan una experiencia real de los discípu-
los y comunican un Cristo que, glorioso y exaltado junto a Dios, se deja ver vivo y
actuante en medio de su comunidad. Ese es el hecho misterioso que nosotros, den-
tro de la tradición en la que hemos recibido nuestra fe, denominamos resurrección.

3. Los relatos de aparición.

Al comunicar Pablo el evangelio recibido como tradición afirma dentro de la mis-


ma secuencia, que se dejó ver a Cefas, a los doce, a quinientos hermanos, a Santia-
go y finalmente a él mismo (Cfr. 1Co 15, 5-8).

A la afirmación del hecho fundamental de la muerte, sepultura y resurrección de


Cristo le siguen las apariciones. Estas son, entonces, la forma expresión del contac-
to real del crucificado - resucitado con sus discípulos. No nos vamos a detener en
cada una de ellas ya que no habría suficiente tiempo y tampoco sería interesante
para lo que pretendemos con esta exposición. Queremos, en cambio, mostrar qué
comunican tales relatos y cuáles son las consecuencias en la vida de la comunidad
creyente, no solo en la comunidad primitiva sino, y sobre todo, en nosotros como
seguidores actuales de Jesucristo.

Las apariciones llamadas oficiales por Léon-Dufour, porque tienen alcance eclesial,
suceden unas en Jerusalén (Lc 24, 36-53, Mc 16, 9ss y Jn 20, 19-29 –dos veces), otras
en Galilea (Mt; según el anuncio de Mc) o en el lago de Tiberíades (Jn 21). Hay al-
gunas apariciones denominadas privadas, pues se refieren a personas individuales:
a las santas mujeres (Mt) o a María Magdalena (Jn y Mc) y a los discípulos de
Emaús (Lc y Mc)24.

23 Ib., p. 67-71. Otros himnos y textos son: 1Tm 3,16; Ef 4,7-10; Rm 10,5-8; 1Pe 3, 18-22; 4,6.
24 Ib., p. 136-137.
12

El interés de las apariciones está centrado en comunicar y aclarar la realidad inter-


na del acontecimiento pascual, más que en hacer una descripción externa25. En ge-
neral, aunque con los acentos particulares propios de cada evangelista, las apari-
ciones tienen un esquema bastante reconocible: Iniciativa del resucitado, recono-
cimiento de Jesús, el crucificado, y misión.

Durante la relación que los discípulos de Emaús hacen a los once acerca de su ex-
periencia por el camino, cuando aún estaban hablando de eso, “…él (el Señor) se
presentó en medio de ellos…” (Lc 24, 36). Así mismo, cuando las mujeres con mie-
do pero gozosas, salieron del sepulcro a contar la noticia de la resurrección a los
discípulos, Jesús les salió al encuentro (Mt 28, 9). La iniciativa del resucitado nos
muestra que la experiencia de los discípulos no es una invención, sino que Jesús
interviene en medio de personas que no lo esperaban y pone de relieve el aspecto
pasivo de las apariciones.

Además, no se trata de un espíritu o de un fantasma, como ellos pensaron al inicio.


Jesús se hace reconocer de diferentes maneras: muestra sus heridas, o come con
ellos o ante ellos. “Soy yo mismo” (Lc 24, 39), les dice. Sin embargo, al mismo
tiempo que tienen con él esa familiaridad, Jesús aparece como compañero de viaje
(Emaús), o como el hortelano (Jn 20,15), o como un hambriento más a la orilla del
lago (Jn 21,5), pero luego misteriosamente desaparece, una vez que ha sido recono-
cido como el mismo Jesús. El resucitado es un ser corpóreo. La aparición no es una
alucinación sino una auténtica realidad.

Los discípulos dirigen su mirada al pasado de su experiencia con Jesús y de su tra-


dición que ubica el acontecimiento dentro de los designios de Dios siendo referidos
a las escrituras (Lc 24, 26-27; 44-47); pero esa mirada surge desde un presente de
nueva actualidad de su Señor que experimentan como cumplimiento.

La mirada, sin embargo, no se ancla en el pasado: se dirige luego al futuro. No hay


que quedarse tampoco embelesados con la experiencia presente. Es preciso obede-
cer al envío de aquel que se ha hecho ver y oír de nuevo: “E id pronto, y decid a
sus discípulos que Él ha resucitado de entre los muertos” (Mt 28,7). De esta forma

25 Cfr. G. Lohfink, op. cit., p. 135.


13

Jesús, experimentado como vivo más acá de su muerte, transforma a los discípulos
haciéndolos abandonar sus nostalgias del pasado y cambiar sus desilusiones en
ardor presente que los impulsa a la misión, como de manera fina lo muestra el rela-
to de los discípulos de Emaús. El resucitado da origen a la comunidad de creyen-
tes, a la Iglesia, a partir del gozo experimentado por su presencia transformadora
en ellos que los capacita para comunicar la buena noticia. “Las apariciones tienen
como fin fundar la Iglesia”26.

Pero el Señor no abandona a los misioneros. Jesucristo en persona es quien anima


la misión eclesial, el Emmanuel es ahora realidad hasta el fin de los tiempos27. Él
dice a sus discípulos: “Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin
del mundo” (Mt 28, 20b), luego de darles el encargo que de manera solemne pre-
senta Mateo en su relato de aparición en un monte en Galilea (Mt 28,16ss). Lucas,
debido a su esquema teológico, ve esa animación como obra del Espíritu que el
resucitado promete y, por tanto, no se confía la misión sino que se anuncia para un
futuro muy próximo. De allí que, al comenzar su segundo libro, los Hechos de los
Apóstoles, Lucas relata la venida del Espíritu Santo que es el Señor como lo afirma
Pablo (Cfr. 2Co 3,17).

La misión consiste en continuar el movimiento iniciado, pues el Señor exaltado que


se manifiesta repentinamente, les encarga a los once que hagan discípulos median-
te el bautismo (vivir la misma vida de Cristo, muerto y resucitado), y la enseñanza,
que no es una doctrina, sino la guía hacia el contacto personal con el señor 28. La
Iglesia, pues, queda constituida ante todo como una comunidad de discípulos cre-
yentes en Jesucristo vivo y operante en la actualidad de todos sus tiempos, cons-
tantemente referida a su propia tradición donde percibe su ser y hacer como de-
signio divino según las Escrituras y conforme a las palabras mismas de Jesús (Cfr.
Mc 16, 7; Mt 28, 6), y que, por lo tanto, como su Señor de Nazareth, se olvida de sí
misma, entregando su vida convencida de que es la única manera de vivir verda-
deramente y para siempre, y así participar de la Gloria de aquel que es el camino y
que ahora, desde la meta a la que Él llegó, pero siempre presente en medio de su

26 X. Léon-Dufour, op.cit., p. 157.


27 Ib., p. 154.
28 Ib., p. 212.
14

comunidad, la anima y la capacita para tal misión, siendo ésta ya, participación de
la vida divina.

Por tanto, los discípulos tienen un papel fundamental: son los testigos de la pre-
sencia del resucitado y en eso consiste su misión 29. Tal misión supone, entonces, el
encuentro personal con el resucitado y la experiencia de Jesucristo como el viviente
siempre presente. Sin esta experiencia es imposible el testimonio. En otras pala-
bras, sin la aparición de Jesús en la vida del discípulo no hay posibilidades de ser
verdadero testigo. Pero no basta una aparición privada. Esta experiencia debe ser
común y compartida como es el resultado de la aparición a los discípulos de
Emaús (Lc 24, 34-35). Lo que permanece en el tiempo es la actividad testimonial de
los creyentes. Las apariciones son sólo un momento del mensaje pascual 30, a no ser
que, como lo hemos insinuado, veamos en la experiencia de la presencia de Jesu-
cristo en nuestra historia concreta, las apariciones que enraízan nuestra vida en la
misma vida divina, en el encuentro personal con el resucitado, lo único que puede
producir la fe y una vida al estilo de Jesús.

Ahora bien, las apariciones o experiencias del resucitado tienen una condición que
las hace posible: el afecto por aquel a cuyo lado estuvieron y a quien recuerdan con
profundo cariño, como nos los muestra la nostálgica respuesta de los discípulos de
Emaús al repentino compañero de camino: “… nosotros esperábamos que él fuera
el redentor de Israel… pero ya van tres días…” (Lc 24, 21) o cuando, luego de des-
aparecido Jesús de su presencia, una vez que lo han reconocido al partir el pan, los
dos discípulos caen en la cuenta: “¿No ardía nuestro corazón cuando nos hablaba
por el camino y nos explicaba las escrituras?” (Lc 24, 32). Sin esa conexión vital con
el Señor, sin una cierta familiaridad con él en la propia vida, la experiencia trans-
formante del resucitado no habría sido posible, pues el reconocimiento la supone.
Se trata de volver a conocer a aquel con quien habían compartido en la vida co-
rriente y que ahora se veía de nuevo, de manera misteriosa pero real, logrando la
transformación que antes no había sido posible: se les abrieron los ojos, antes ce-
rrados por estar solamente anclados en el pasado. Esta misma insistencia en el

29 Ib., p. 218.
30 Ib., p. 223.
15

amor lo pone de relieve Jn 21, 7 cuando anota que fue el discípulo a quien Jesús
amaba quien exclamó: “Es el Señor”.

El relato de Jn 20, 11-18 nos confirma magníficamente la importancia del amor en


este hondo encuentro con Cristo vivo. María Magdalena, llorando, busca a su Se-
ñor, a quien se han llevado y quiere saber a dónde para llevárselo ella. Solo su
nombre, pronunciado tantas veces por Jesús, la hace reconocer al Maestro. Hay
aquí una atmósfera de amor entrañable que evoca a la amada del Cantar de los
Cantares buscando a su amado:
En mi cama, por la noche,
buscaba al amor de mi alma:
lo busqué y no lo encontré.
Me levanté y recorrí la ciudad
por las calles y las plazas,
buscando al amor de mi alma;
lo busqué y no lo encontré.
Me han encontrado los guardias
que rondan por la ciudad:
¿Vieron al amor de mi alma?
Pero apenas los pasé,
encontré al amor de mi alma,
lo agarré y ya no lo soltaré (Ct 3, 1-4a).

Este amor, tan delicadamente expresado en el relato de Juan, no se queda embele-


sado y estático. Aquí María, a diferencia de la amante de Cantares, tiene que soltar
al Señor para recibir y cumplir la misión pascual que pone de relieve la hermandad
de Jesús con los discípulos y de éstos entre sí, basada en una paternidad común:
“Suéltame porque todavía no he subido al Padre; pero ve a mis hermanos, y diles:
"Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios" (20, 17). Se trata de
reconocer al Señor para más amarle y seguirle.

Un aspecto final. Jesucristo, en su nuevo estado de eterno viviente junto a su co-


munidad, es el consolador. En griego esta palabra es parakletós, es decir, paráclito,
como es llamado el Espíritu Santo (Jn 14, 26; 15, 26; 16, 7). Según Pablo, el Espíritu
es el Señor (1Co 3,17-18). Paráclito es el que es llamado al lado de alguien (del ver-
bo parakaleo; ad-vocatus)31; en el uso corriente, es el abogado defensor que se pone

31 Ib., p. 643.
16

del lado del judicializado. Pero si lo miramos en este lenguaje teológico en el que
nos movemos, Jesucristo resucitado, es decir, el Espíritu, es el verdadero paráclito,
o sea, el Dios con nosotros, solidario32 con el ser humano, que está a nuestro lado
acompañando de manera eficaz nuestra propia vida de testigos, configurando
nuestro ser y hacer a la vida misma suya y, por tanto, siendo causa de nuestra au-
téntica felicidad que se siente en la alegría y gozo, como se pone de manifiesto en
las apariciones a las mujeres (Mt 28,8) y a los once (Lc 24, 41.52b). El oficio de con-
solador que Jesús resucitado trae no consiste en una palabra vacía o una frase de
cajón para distraernos momentáneamente, sino que es su presencia eficaz que nos
pone en el camino, la verdad y la vida que es él mismo constituyéndonos, a medi-
da que avanzamos en él, en verdaderos hijos de un mismo Padre y, por tanto,
hermanos entre nosotros. Ésta es la fuente del profundo gozo, signo inconfundible
para Ignacio de la acción del buen Espíritu.

4. El caso de Pablo

Los relatos de apariciones confluyen en su mayoría en la misión de la comunidad


primitiva. Lo que interesa a los autores es dar razón del presente de sus respectivas
comunidades, es decir, interpretar desde la fe, la nueva experiencia trascendental
que han tenido después de la muerte de Jesús, pues han acontecido en ellos trans-
formaciones radicales.

Este punto concreto de experiencia es para nosotros de un interés central, ya que el


lenguaje de las apariciones y la realidad que tratan de comunicar no dejan de tener
un sabor un tanto lejano e inaccesible. Al fin de cuentas, ¿qué fue lo que exigió de
los discípulos y discípulas de Jesús una interpretación ulterior de su experiencia
pasada con Jesús, de la pasión y muerte de su Señor y de su tradición histórica ju-
día? Algo del todo nuevo aconteció en ellos y se les plantó en su interior reclaman-

32Es el Emmanuel, el Dios Yahveh que comunica a Moisés quién es Él diciendo cómo se va a mos-
trar al revelar su nombre en Ex 3, 14: Yo soy el que estoy ahí (para ustedes); y no esa definición on-
tológica de su esencia como se suele entender la traducción “Yo soy el que soy”. Es más bien su
forma de estar: siempre presente en forma activa y eficaz (Cfr. G. von Rad, Teología del Antiguo Tes-
tamento. I. Teología de las tradiciones históricas de Israel, Salamanca: Sígueme, 51982, p. 235). Ahora el
resucitado lo revela definitivamente actuante y solidario.
17

do la búsqueda de un nuevo sentido para lo que resultaron viviendo después de


un tiempo de la muerte de Jesús.

Ese algo, será precisamente el punto de contacto para nosotros poder sintonizar
con la fe pascual. Esa experiencia vivida por los primeros testigos pascuales puede
ser accesible a nosotros, nos puede resultar más cercana y más familiar de lo que
podemos imaginar. En efecto, ante el prendimiento de Jesús, todos sus discípulos
lo abandonaron (Mt 26, 56b; Mc 14, 50). Al pie de la cruz quedaron unas fieles y
solidarias mujeres. Los demás huyeron llenos de temor. Pero después de un tiem-
po, vemos de nuevo a esos mismos discípulos predicando valientemente que Jesu-
cristo, a quien habían ajusticiado los romanos invasores presionados por las auto-
ridades judías, había resucitado y ellos daban testimonio de ello. Una transforma-
ción radical había ocurrido.

Incluso en los mismos relatos de apariciones se da a entender el cambio en las mu-


jeres y en los discípulos, quienes, al comienzo temerosos y llenos de miedo, apare-
cen luego llenos de gozo y corriendo alegres a dar la buena noticia. Lo mismo pasó
con los discípulos de Emaús: de no poder identificar a quien se les acercaba por el
camino porque sus ojos estaban velados (Lc 24,16b), pasan a abrírseles y reconocer-
lo al partir el pan y a regresar a la peligrosa Jerusalén a anunciar la verdad de la
resurrección (24,31.33).

La experiencia clave es la transformación. Esa es la acción del resucitado en la his-


toria. El caso de Pablo nos guía, a mi manera de ver, para entroncar en nuestras
propias historias con la experiencia de Jesucristo vivo y actuante en nosotros hoy, a
través de las propias transformaciones y cambios no calculados, y por ello percibi-
dos como pura gratuidad.

El acontecimiento de Damasco fue comprendido por Pablo como una típica expe-
riencia pascual o aparición pascual. Por ello su testimonio es el primero y único de
primera mano sobre una aparición del resucitado y nos ilustra y conduce al conte-
18

nido real de las otras apariciones a las mujeres, a los once y a los demás discípu-
los33.

Pablo le comunica a los gálatas la forma como él era conocido en el ambiente de


entonces: “Pero todavía no era conocido en persona en las iglesias de Judea que
eran en Cristo; sino que sólo oían decir: El que antes nos perseguía, ahora predica
la fe que en un tiempo quería destruir” (Gal 1, 22-23; cfr. 1Co 15, 9-11; Flp 3, 3-20; Gal
1, 13-16)34. De Pablo se conocía su celo por la fe judía y su sistema de salvación a
través de la ley de Moisés que estaba siendo puesta en peligro por otro sistema sal-
vífico, el de la salvación ofrecida en Cristo al margen de esa ley y por la fe en el
Señor. Pero también se tenía noticia del ahora del mismo fariseo celoso: ha pasado
a ser un predicador de la fe que perseguía.

Su conversión no aconteció después de un proceso de instrucción sobre la fe cris-


tiana, sino precisamente cuando aún se encontraba en plena actividad persecutoria
de lo que él veía como amenaza para el más puro judaísmo. “…el resucitado se le
manifestó [a Pablo], cuando en nombre de su Dios, el Dios de Israel y para defen-
der la justicia de la ley, perseguía hasta querer exterminar la comunidad cristiana
de Damasco; y en ese mismo momento Pablo acogió al resucitado, seguramente
movido por el testimonio de la cruz de los perseguidos. Es decir, el Dios de Israel,
en cuyo nombre persiguió a la comunidad cristiana, ese mismo Dios se le manifes-
tó en el rostro de su propio adversario, Jesús el crucificado resucitado”35.

El relato de la conversión de Pablo en el camino de Damasco, según Hechos de los


Apóstoles, pone de presente esta realidad completamente novedosa cuando refiere
las palabras que oyó Pablo, todavía caído por tierra enceguecido por una luz: “Sau-
lo, Saulo, ¿por qué me persigues? Y él dijo: ¿Quién eres, Señor? Y Él respondió: Yo
soy Jesús a quien tú persigues” (He 9,4-5; cfr. 22,7-8; 26,14-15). Jesucristo, a quien
perseguía en la persona de sus creyentes, se le aparece en el rostro de sus víctimas.
Pero Pablo no perseguía a Cristo, quien había sido crucificado años atrás, sino a
sus seguidores. La comprensión de ese acontecimiento de conversión pone de ma-

33 MUßNER, F., Der Galaterbrief, Herder, Friburgo-Basilea-Viena 1874, p. 84; cit. por G. Baena, op.
cit., p. 594
34 G. Baena, op. cit., p. 560.

35 Ib., p. 561-562.
19

nifiesto que en sus seguidores, ahora crucificados por la persecución, estaba resuci-
tado Jesucristo. Esta realidad inesperada, del todo gratuita y contraria a todo cálcu-
lo humano, dejó a Pablo primero sin la luz suficiente para entenderla, y, luego, con
la iluminación que lo condujo a la comprensión que se fue abriendo paso en él.

Pablo interpreta su propia conversión y la conversión de los creyentes, haciendo


un uso llamativamente escaso de la terminología usada para conversión y perdón
de los pecados en el Antiguo Testamento, que sin embargo, es bien acogida en el
resto del Nuevo Testamento. Esto se debe, con toda seguridad, a la comprensión
que Pablo tiene de la novedosa acción del resucitado en él mismo y especifica, de-
jando de lado tal terminología conocida, que lo acontecido fue una transformación
radical de la persona y que eso mismo acontece en el cristiano, gracias al poder del
resucitado. ¿Por qué procedió Pablo así? La única explicación es que en el aconte-
cimiento de Damasco Pablo comprendió que Dios, su Dios Yahveh, en cuyo nom-
bre perseguía la Iglesia, “estaba en Cristo” (2Co 5,19) y, por tanto, en todo hombre,
en aquellos a quienes perseguía. La consecuencia es que la relación de Dios con el
hombre no es por medio de la ley, sino por la inmediatez de Dios en la persona.
Eso fue lo que aprendió por revelación en ese momento de inmediatez de Dios y su
Hijo Jesús en el mismo Pablo, y que ahora la salvación es gratuita y se acoge por la
fe al acoger de esa misma forma al Hijo en sí mismo. Esto implica que la persona
queda convertida por la acción directa de Dios, y, por tanto, está perdonada y libe-
rada del pecado36. A una experiencia completamente novedosa para Pablo, corres-
pondía necesariamente una expresión igualmente nueva.

El resultado, pues, de la aparición del Resucitado según Pablo, es la transformación


de su persona y de su mentalidad y, como él, de todo creyente, reproduciendo la
imagen de su Hijo (Rom 8,29). Lo que realmente sucede primero es tal transforma-
ción y cambio, y luego viene la necesidad de entender y explicar lo sucedido: en-
tonces Pablo echa mano de las categorías conocidas: revelación, ver a Jesús, apari-
ción.

De aquí se sigue que la experiencia del Resucitado hoy, para nosotros los creyen-
tes, en nuestra existencia cristiana, se vive y acoge en los acontecimientos que nos

36 Ib. p. 580-584.
20

transforman y nos impulsan a ser seguidores de Jesucristo, reproduciendo en nues-


tra historia los rasgos del entregado total e incondicionalmente hasta la muerte en
cruz. Para esto es el mismo Resucitado quien nos cambia y nos capacita.

Tal experiencia de transformación lleva a la persona a considerar ese encuentro con


Cristo resucitado y sus efectos como el tesoro encontrado en el campo, por el cual
vale la pena entregarlo todo para adquirirlo (Cfr. Mt 13,44), y conduce a considerar
todo lo demás como basura con tal de “conocerle a Él, el poder de su resurrección
y la participación en sus padecimientos, llegando a ser como Él en su muerte, a fin
de llegar a la resurrección de entre los muertos” (Flp 3,10-11). Es de notar que Pa-
blo, en la anterior frase, coloca el poder de la resurrección antes de los padecimien-
tos. Se ve, pues, que el poder del Resucitado consiste en colocar a la persona en la
misma actitud de Jesús de Nazareth: convertirla en otro entregado hasta la muerte
de manera que comulgando con su Señor en esta vida, participe también de su re-
surrección.

Conclusión

Confesar la fe en Jesucristo Resucitado, no es simplemente mencionar un aspecto


importante de nuestro Credo. En la fe pascual está condensado todo. Recojamos
brevemente lo que nos ha puesto de relieve este estudio.

En dicha confesión está implicado el presente de fe y de problemáticas concretas de


la actual existencia cristiana en las cuales se confiesa dicha fe y que busca siempre
un sentido renovado de la presencia de Dios, la cual se experimenta como siempre
actual.

Así mismo está implicado el pasado, porque la referencia a Jesús de Nazareth, quien
pasó misericordiosamente haciendo el bien, no importándole los conflictos que
esto le acarrearía, es algo obligado. Así nos lo mostró el reconocimiento del apare-
cido, como el crucificado mismo, que come y bebe con sus discípulos y les es fami-
liar por sus gestos. Sin ese pasado de experiencia con Jesús no hubiera sido posible
la captación de que era él mismo quien, sin esperarlo, se hacía presente de nuevo.
Además, la experiencia de los discípulos interpretada narrativamente en las apari-
21

ciones, y en la más antigua fórmula de esa confesión de fe de 1Co 15, 3-5, nos si-
túan en los efectos de la acción de Dios que resucitó a Cristo como actualidad del
designio divino que viene desarrollándose a lo largo de la historia de Salvación.
Esto que vivimos se realiza según las escrituras, como Dios mismo lo había dicho
en ellas por boca de Jesús (Mc 16,7).

También está implicado el futuro escatológico esperado que se ha anticipado en


Cristo Resucitado. Dios ha intervenido en forma definitiva en la historia al vencer
la muerte en Jesús y procurar la salvación para todos nosotros, y no sólo para su
Hijo. Mas dicho futuro no está acabado. Dios mismo, en Jesucristo resucitado que
es el Espíritu, lo ha puesto en marcha. Las narraciones de las apariciones, tanto en
los evangelios como en Hechos, y de manera particular la interpretación que Pablo
hace de su propia experiencia, empujan el presente hacia adelante. En las fórmulas
primitivas “el resucitado se constituye en sí mismo, por su poder, «el poder de su
resurrección» (Flp 3,10), en un dinamismo que impulsa hacia delante, cuyo objeti-
vo es fundamentalmente el mundo de los hombres. Así pues, la resurrección de
Jesús se sitúa en términos de eficacia transformadora de humanidad, tal como apa-
rece en el kerigma primitivo (1Cor 15,3-5)... O de otro modo, según las más primi-
tivas fórmulas de fe, la experiencia pascual incide directamente en el cambio de
comportamiento de los discípulos de Jesús”37.

Punto de confluencia de las apariciones es la comunidad, como el lugar donde


irrumpe el resucitado, lugar donde se experimenta a aquel de antes de forma nue-
va y eficaz, o como referencia obligada a donde corren los discípulos de Emaús o
las mujeres en diversas ocasiones para comunicar el gozo del encuentro con el Re-
sucitado y para cumplir la misión que se les encarga. La construcción de la comu-
nidad es obra del resucitado por medio de los testigos de la experiencia de Jesucris-
to. Si no se genera comunión por la actividad evangelizadora, es porque no hay
experiencia del Señor. La resurrección de Jesucristo funda la Iglesia, como decíamos
antes, como comunidad de discípulos creyentes y misioneros, único sitio donde el
hombre puede ser enderezado pues ella es el cuerpo de Cristo Resucitado.

37 Ib., p. 556.
22

Despertando a Jesús del mortal silencio al que quisieron reducirlo los poderes de
este mundo, Dios nos ha dado el regalo de acceder realmente a su vida misma y ha
cumplido su sueño: realizar la nueva creación (Cfr. Gal 6,15); Jesús, su Hijo, amado
es el primogénito de muchos hermanos que crecen a imagen suya (Cfr. Rom 8,29)
porque viven, gracias al poder de la resurrección, crucificados con Cristo en la en-
trega incondicional a los demás, sobre todo a los abandonados por este mundo.

Finalmente, el espacio donde se vive la experiencia de ser transformado por Cristo y


en el cual se lo percibe como vivo es el ser humano mismo. Dios revela en nosotros
mismos a su Hijo (Cfr. Gal 1,15-16). La interpretación hecha por Pablo de su expe-
riencia y las consecuencias radicales que saca de ella, nos ponen de relieve la santi-
dad y trascendencia de nuestra propia existencia y nos llaman a vivirla con suma
responsabilidad en obediencia humilde a quien dio la vida por nosotros.

Presente, pasado, futuro, cumplimiento de las promesas, actividad creadora de


Dios, redención, Palabra de Cristo, Iglesia, existencia cristiana con-crucificada con
Cristo en el amor, comunidad de creyentes testigos y misioneros… Todo se dice en
una frase: Dios resucitó a Jesús de entre los muertos. Ese Jesús se nos aparece des-
de el cielo, entendido éste no como lugar mítico, sino como la dimensión propia
del resucitado38, haciendo de su vida resucitada un eterno presente que nos incluye
en nuestro espacio y tiempo. Nuestra actualidad es, pues, vista con los ojos del re-
sucitado, la oportunidad de transparentarlo vivo reproduciendo sus rasgos de
hombre totalmente entregado, y de ser nuevas apariciones de Jesucristo para los
demás.

Termino con las palabras finales de Pablo a los Gálatas en el capítulo 6,14-18:
Lo que es a mí, jamás acontezca que me gloríe, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo,
por el cual el mundo ha sido crucificado para mí y yo para el mundo. ¡Circuncisión o no cir-
cuncisión, qué más da! Lo que importa es ser nueva creación… De aquí en adelante nadie
me cause molestias, porque yo llevo en mi cuerpo las marcas de Jesús.
Hermanos, la gracia de nuestro Señor Jesucristo sea con vuestro espíritu. Amén.

38 Cfr. G. Lohfink, op. cit., p. 132.


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BIBLIOGRAFÍA

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