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El samurai y el arte

Pilar Cabañas Moreno


Prof. Titular Historia del Arte, Universidad Complutense de Madrid

Esta relación existente entre el guerrero japonés y el arte nos deja, cuando nos lo

planteamos, al menos sorprendidos por la brutalidad que asociamos con uno, y la

delicadeza y refinamiento del otro. Siempre resulta paradójico. Es cierto que debemos

recordar que la clase samurai no era un grupo homogéneo, sino que formaba una

sociedad paralela que mantenía unas jerarquías internas propias de toda institución

militar, potenciadas por las impuestas por una sociedad tan jerárquica como la japonesa.

Por tanto, cuando hablamos de arte y samurai, nos referimos en general a la

minoría selecta que dirigía al ejército en el combate: el daimyo, que lidera un cuerpo de

guerreros altamente especializado, y los samurai, que nada tienen que ver con la tropa

reclutada sin ninguna formación bélica, que estaría bajo su mando.

Podemos pensar que para esta elite el arte era algo restringido a las clases

elevadas, asociado con la aristocracia, y por tanto su posesión era algo a emular, y algo

relacionado con el prestigio. Los textos confucianos recogían el ideal chino del dirigente,

que debía combinar las artes militares (bu) y las artes civiles (bun) con el fin de

legitimar su autoridad. En este sentido, el gobierno del sogún, promulgó en 1615 el

Buke shohatto (Regulaciones de las casas militares), probablemente redactado por

Hayashi Razan (1583-1657), el tutor confuciano del sogún desde 1608. En él se definió

el modo de comportamiento de los daimyo, promoviendo la dedicación a la

administración, el estudio, la poesía, la pintura y el estudio de los clásicos chinos y

japoneses. Los daimyo fueron así transformados en oficiales civiles, patrones y

aprendices de las artes. Según C. Guth, el discernimiento estético era uno de los medios

1
por los que los Tokugawa y sus señores feudales podían demostrar el cultivo personal

que se esperaba de la elite dirigente1.

Este modo de entender y practicar la cultura fue establecido a principios del

siglo XVII por Tokugawa Ieyasu, quien adoptó la etiqueta del suki no cha, desarrollado

durante la segunda mitad del siglo XVI, y los valores culturales y la etiqueta de

hospitalidad samurai del bakufu Ashikaga del siglo XV. Cuando éste se estableció con

su séquito en el barrio de Muromachi, en Kyoto, tomaron valores estéticos de la

aristocracia. Así, el código de etiqueta desarrollado por los Ashikaga ante la llegada de

un invitado incluía la exposición de pinturas chinas y objetos de arte en las habitaciones

de recepción de las residencias, y dado que los sogunes empezaron a visitar a los

daimyo, éstos tuvieron que mantener las apariencias y proveer de entretenimiento

cultural de alta calidad.

El hecho de que los Ashikaga, con Yoshimitsu (1358-1408), y más tarde

Yoshimasa (1436-1490), que inauguraron la tradición coleccionista en Japón, se

inclinaran por la pintura china, y el arte del país del centro en general, no era por una

predilección exclusivamente estética, sino que respondía a intenciones políticas. Los

dirigentes Ashikaga buscaron la capa legitimadora de una cultura avanzada, y

concontraron en el arte cultivado por sus consejeros zen el vehículo ideal para

establecer un estatus cultural paralelo y en oposición a la corte imperial2.

Conforme avanzamos en el tiempo, el gusto de los daimyo se desplazó hacia una

dirección más secular. Los dorados comenzaron a resplandecer de la mano de artistas de

la escuela Kanô y Tosa, y la vida de las ciudades y los distintos temas de género, así

como escenas de caza y de batallas, se incorporaron a la pintura. Los castillos y grandes

1 CHRISTINE GUTH. “The Tokugawa as Patrons and Collectors of Paintings”. The Japan of the
Shoguns. The Tokugawa Collection. Montreal: Montreal Museum of Fine Arts, 1989, p. 39.
2
NIMA HILLARD. “El coleccionismo de arte en el período Tokugawa: Arte chino en Japón”. Japón.
Arte, cultura y agua. Zaragoza: Prensas Universitarias de Zaragoza, The Japan Foundation, Asociación
Española de Estudios Japoneses, 2004, pp. 59-63.

2
residencias requerían para su decoración un gran número de pinturas sobre biombos,

sobre fusuma, trabajos en metal, mobiliario, lacas y cerámicas entre otros. La caligrafía

y la pintura zen, si bien seguían siendo valoradas, perdieron popularidad ante un mundo

guerrero que comenzaba a aburguesarse.

Emulación cortesana, prestigio…, pero en mi opinión hubo en esta relación del

samurai con el arte, y en su ejercicio, un algo más, distinto de los mencionados deseos.

Algo incluso más profundo que la simple valoración de la belleza, si se entiende el

término como simplemente bonito, placentero. De hecho, las artes generadas en torno al

mundo del guerrero son menos amables, menos decorativas que las de la corte. Por el

contrario, son mucho más expresivas, concentran un mayor vigor y energía, y hay

algunos términos estéticos específicos para definir esta belleza, masuraobi, o gôken-no-

bi. Pero frecuencia la belleza del guerrero se une a la belleza del monje, yûgen-no-bi, y

junto a valores como estos aparecen otros, mucho más conocidos en Occidente a raíz de

la difusión del zen, como wabi y sabi. Se añade así aquello que manifiesta el profundo y

sincero ser de las cosas y comunica su verdad. Porque wabi, significa soledad, esa

soledad en la que aun estando rodeados de gente y amigos sentimos que “yo” con mis

virtudes y limitaciones tengo que resolver o responder a algo que no admite apoyos ni

ayudas; y también sin recursos materiales, pero en el sentido positivo de soledad y

pobreza de la liberación espiritual. Hay una profunda belleza en la falta de recursos,

porque ayuda a la plasmación de la verdad. Por ello wabi, sin los brillos del oro,

deslumbra por la fuerza del espíritu interior que lo anima.

Sabi es más que un concepto, una experiencia muy ligada a la anterior. Añade la

apreciación positiva del paso del tiempo: el deterioro por el transcurrir del tiempo, y la

soledad que ello conlleva. Moralmente implica serenidad ante este fluir continuo.

3
Tranquilo deleite ante la caducidad de las cosas. Belleza de la pátina del tiempo.

Tranquilidad trascendental que sobrepasa la dualidad vida/muerte.

Pero ambas bellezas, la del guerrero y la del monje, se nos presentan

entrelazadas. Casi no se puede entender la una sin la otra en el mundo japonés, de hecho

no hay que olvidar la existencia de monjes guerreros, y de guerreros que acaban sus días

siendo monjes.

Para comprender las razones que unen al samurai con el arte quizás nos ayude

mirar el caso del pintor francés, Yves Klein 1928-1962, que desarrolla su obra tras la II

Guerra Mundial, y que pese a su muerte prematura cuando tenía 34 años, fue

tremendamente influyente en el mundo del arte.

Su contacto con el budismo zen le llegó a través del judo, y encontró en este

sistema de autodefensa sin armas un camino para experimentar y expresar la relación

entre el reino del espíritu y el reino físico del cuerpo. Esta era una de las veintitantas

artes marciales basadas en los principios del zen practicadas por los guerreros desde el

medievo en Japón.

El judo contribuyó a formarle como persona y como artista. Le enseñó a

restaurar y controlar su energía, como respirar y moverse, le formó en la apreciación del

equilibrio, de las proporciones y de la armonía espacial, al tiempo que le facilitó modos

en los que expresarse a sí mismo. Habilidades y recursos que hicieron mejorar los

planteamientos de su creatividad y la calidad de su arte.

Autocontrol, equilibrio, proporción y armonía espacial. Reglas de oro en la

batalla frente al enemigo, reglas de oro frente a la creación. Considero que estas

exigencias de cualquiera de las artes marciales, en las que era obligada la formación del

guerrero, son las mismas que las que como espectadores o creadores, resultan

4
imprescindibles para la apreciación y la valoración artística. Y la cercana experiencia de

Klein así nos lo revela.

Al modo de los guerreros japoneses, el pintor francés preparó su cuerpo para ir

más allá, a los dominios del arte. Según Klein “Judo es, en efecto, el descubrimiento a

través del cuerpo de un espacio espiritual”.3 Y ese espacio espiritual encontraba en el

guerrero su más sutil expresión en la práctica y la apreciación del arte. Y subrayo, en la

práctica y apreciación, no en la obra de arte en sí. Dice Klein: “Me di cuenta de que las

pinturas eran como las cenizas de mi arte. La auténtica cualidad de la pintura, estaba en

su ser, una vez creada, se encuentra más allá de lo visible, en la sensibilidad

pictórica…”4

Esta idea y la imagen de las cenizas de Klein procede de una historia del maestro

zen Tan-hsia que Alan Watts recogía en su libro The Spirit of Zen. La historia cuenta

como el guardián del templo regañó al maestro Tan-hsia por haber utilizado una

escultura de madera de buda como leña para calentarse durante una fría noche: “Tan-

hsia escarvó entre las cenizas explicando, “Estoy buscando las reliquias sagradas de

entre las cenizas”. “¿Cómo?” preguntó el guardián, “¿pueden sacarse reliquias del buda

de madera?” “Si no hay reliquias”, replicó Tan-hsia, “ciertamente no es un buda y no

cometo ningún sacrilegio. Podría darme los dos budas que quedan para mi fuego?”5.

La preparación del samurai le hace estar más allá de las apariencias, y buscar

siempre una formación íntegra de su espíritu, ya sea a través de la espada, del pincel

(poesía-pintura-caligrafía), del té o del arco.

Hay otro ejemplo clarísimo que demuestra esta afinidad de preparación espiritual

entre el artista y el guerrero, y que por tanto nos conduce a pensar que no debería

3 SIDRA STICH. Yves Klein. Stuttgart: Cantz, 1994, 17.


4
Dépassement de la problématique de l´art, en relación a sus dos exposiciones en París en 1957; en
GILBERT PERLEIN, BRUNO CORÁ, et al. Yves Klein: Long Live the Immaterial!. New York: Delano
Greenidge Editions, 2000, 218.
5
ALAND WATTS, A. The Spirit of Zen, London: Murray, 1955, pp. 49-50

5
sorprendernos tanto el hecho de que el guerrero practique las artes del pincel y las artes

marciales como parte de un todo, la búsqueda del equilibrio y de la verdad.

Decía Joan Miró:

“A primeras horas de la tarde, me limitaba a mirar lo que había dibujado. Durante todo el resto

del día me preparaba interiormente. Y, finalmente, me ponía a pintar: primero el fondo,

completamente azul, pero no se trataba de poner la pintura simplemente, como un pintor de

paredes: todos los movimientos del pincel, de la muñeca, la respiración de la mano, también

intervenían. Dar la última mano al fondo me ponía en situación de continuar el resto. Ha sido un

combate agotador. Después no he vuelto a pintar nada. Esas telas son la culminación de todos

mis intentos anteriores […]. Fue algo así como la celebración de un rito religioso, sí, como entrar

en religión. ¿Conoce la manera en que se preparan los arqueros japoneses para las competiciones?

Comienzan por colocarse en cierto estado -espiración, aspiración, espiración- y eso es lo que yo
6.
hacía. Sabía que tenía todas las de perder. Una debilidad, un error y todo colapsaría”

Gracias a esta actitud y su concentración, su autocontrol del cuerpo y de la

mente, Joan Miró siente la iluminación y comprende todo lo que podría resultar

supérfluo en su obra. Es entonces cuando consigue ejecutar estas tres magníficas telas

que titula Azul. Son el fruto de unos intensos ejercicios espirituales, o del zazen7.

En los códigos del samurai, como Lecturas elementales sobre el Bushido de

Daidoju Yuran (1639-1730), se decía que la fuerza sola, no bastaba, que era necesario

que éste supiera ciencia, conociera la poesía y practicara la ceremonia del té. Y se

entiende perfectamente esta necesidad desde la perspectiva que estamos planteando.

Posiblemente hubiera tenido los mismos efectos, o similares, en la obra de Klein la

práctica del té que la práctica del judo. Los movimientos que requieren un autocontrol,

la serenidad de espíritu, el desplazamiento en el espacio, el ritmo, la armónica

6
Joán Miró, entrevista concedida a Rosamond Bernier, publicada por primera vez en L´Oeil, París, julio-
agosto, 1961. Tomado de Joan Miró. Campo de Estrellas, Madrid: Museo Nacional Centro de Arte Reina
Sofía, 1993, p.37 y 39.
7
Meditación en la postura sentada de loto practicada por el budismo zen como medio de alcanzar la
iluminación.

6
colocación y distribución de las piezas en dicho espacio… El hecho de que muchas de

las artes marciales evolucionaran con los siglos hacia disciplinas espirituales basadas en

el cuerpo, así viene a corroborarlo.

Es cierto que también había en estas directrices confucianas dictadas con los

Tokugawa un interés por parte del gobierno en alejar a los guerreros de sus armas, de

pacificar su corazón a través de las artes. Pero es igualmente cierto que no se hubieran

implicado tan de lleno en ellas si no hubieran hallado en dichas artes una consonancia

de espíritu y planteamientos similares a los que regían su vida militar.

Conocer la poesía, dadas las características de la poesía japonesa, significaba

aprender moralidad, y no solamente porque en algunos casos de la literatura quedaran

ejemplificadas las nobles acciones de los grandes héroes, sino porque en ella queda

reflejado el mundo de la naturaleza en toda su amplitud.

En el mismo código del bushido antes mencionado se invita a respetar la regla

“de la caña y de las ramas”, pues olvidarse supondría no llegar jamás a comprender lo

que es la virtud.

La naturaleza se contempla como un modelo ético para el hombre. La armonía

es su ley. Cualquier pequeña alteración supone un cambio en esa armonía a la que se

intenta regresar siempre por encima de todo. Los ciclos de las estaciones, son modelo

para la vida del hombre, de ahí que en cada estación se intente vivir consciente y acorde

con ella a través del alimento, del vestido, de la decoración de los hogares.

En la naturaleza cualquier pequeño detalle forma parte del gran engranaje. La

diminuta gota de rocío, la delicada flor del cerezo, el pequeño escarabajo que orada la

tierra, el pajarillo que se columpia en una rama…

“Una mota de polvo

contiene la Tierra entera.

7
Cuando una flor se abre

Todo el universo viene a nacer”. (Poema clásico zen)

La caida de las hojas, el marchitarse de las flores, los nuevos brotes del bambú,

poseen siempre una lectura que nos habla de que lo único eterno es el propio cambio,

que todo es efímero, que la vida consiste en emular a la naturaleza, tener la flexibilidad

de la caña de bambú, que cuando el viento sopla se inclina, y cuando cesa, recupera su

posición erguida. Es decir vivir el momento presente con toda su consciencia y plenitud.

“El verdadero coraje es vivir cuando es justo vivir y morir cuando es justo morir”. Esta

es otra de las máximas de las Lecturas elementales sobre el Bushido de Daidoju Yuran

(1639-1730).

Esta es la ética y la belleza de la naturaleza, que recogen, no sólo la poesía, sino

todas las artes japonesas, y que se pide que conozca y practique el guerrero.

Evidentemente no se trata de una aproximación buscada exclusivamente por deleite

estético. Sin embargo, vemos como es precisamente ese deleite estético, el que provoca

en el interior la imagen indeleble de la experiencia de la comprensión, a través de

aquellas flores, de aquella neblina, de aquellos tallos de bambú.

Fue sobre todo cuando el clamor de la batalla cesó, cuando el samurai se orientó,

no solo hacia las artes marciales, sino también hacia una amplia formación y el

aprendizaje de las bellas artes.

Por otro lado, las artes que por excelencia gozaron del patronazgo de los daimyo

fueron la cerámica del té y el teatro nô. Una que ayuda a intuir la profundidad y

sencillez del universo, a prepararnos para hacer un paréntesis en el aquí y ahora, y el

segundo, que desde lo misterioso se ocupa los lugares oscuros del espíritu. Fue el tercer

sogún Ashikaga, Yoshimitsu, retirado desde 1395 quien tomó bajo su protección a un

8
miembro de una compañía de sarugaku8, conocido como Ka´n-ami (1333-1384) y a su

hijo, el célebre Zeami (1364-1443), quienes dieron la forma definitiva y más depurada

al teatro nô. Esta manifestación escénica surgió tras la asimilación de la doctrina budista,

pero hunde sus raíces en la esencia étnica sintoísta y en los ritos agrarios populares. Su

estética evocadora y sugerente es similar a la de los poemas haiku. Decía el poeta

Shinkei: “En los versos, dirige tu atención hacia lo que no se dice”.

Sobre el escenario deambulan generalmente personajes de las epopeyas épicas y

de las leyendas históricas de Japón, un espíritu errante, o alguien que procede del más

allá. Fantasmas que son espíritus de los ya muertos que vagan por este mundo,

insatisfechos y llenos de rencor por los agravios sufridos en la vida y que buscan

venganza. Se crea durante la representación un respetuoso silencio que nos hace flotar

en un ambiente irreal.

Dramas que patrocinados por la corte y sus guerreros, parecen advertir y

compartir con el espectador la idea de que tan solo la armonía, el valor y el

cumplimiento honesto de su deber los librará de vagar como espíritus errantes en busca

de la paz.

Las artes llevaron al guerrero a ir más allá de lo visible. Su práctica y el ejercicio

de las armas estuvieron muy próximas y hoy desde nuestra perspectiva parecen

constituir las dos caras de una misma moneda.

Entender que más allá del punzante dolor de la espada había una naturaleza en

armonía fue algo destilado por la poesía; que el control del pincel ayudaba al equilibrio

personal fue probado en la práctica de la pintura; que la rigurosidad, el orden, la

sensibilidad y la apertura a todo tipo de percepciones nos construyen como personas fue

demostrado a través del camino del té.

8 Teatro popular que hoy tendría su equivalente en el circo, pues reunía números acrobáticos, pantomimas,
actuaciones con monos, etc. Pero con el tiempo los diálogos fueron cobrando mayor importancia, y las
danzas adquirieron mayor protagonismo.

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