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El niño que manipulaba el clima

Cristian era un niño que vivía en las nubes, literalmente. El era el


encargado de observar desde arriba el comportamiento de la gente,
esto con el fin de alterar el clima a su favor. Siempre que veía una
persona jugando con agua, Cristian lloraba y lloraba para que abajo,
en la tierra, se formara una cortina de lluvia lo suficientemente sutil
como para que se pudiera jugar a gusto con ella. Cuando veía que la
gente abajo era triste, el encontraba la forma de ponerse feliz
enseguida y esto provocaba un día soleado, con pocas nubes y un
cielo adornado con arcoíris.
Solo había una cosa que a Cristian no lo inspiraba favorecer: el amor.
Cada vez que veía a una pareja enamorada, en seguida se dedicaba a
manipular el clima en su contra, de tal manera que siempre le
estropeaba el día a cada pareja que veía; su hermana menor
desaprobaba su conducta, pero no podía hacer nada porque el que
estaba a cargo del clima era Cristian
El hecho era obvio: Cristian no creía en el amor, hasta que un día la
vio: columpiándose en el parque la niña más bonita que había visto en
toda su vida, con su cabello rizado hasta la espalda, con ojos dulces
que reflejaban alegría y una sonrisa que contagiaba hasta al más
desdichado del mundo. Cristian se quedo boquiabierto y cuando la
niña comenzó a caminar hacia su casa, el la siguió, saltando entre las
nubes sin cuidado, pasándose de una a otra con rapidez para no
perderla de vista, su alegría se reflejaba en el cielo azul y soleado.
Poco a poco las nubes fueron despejando el cielo y Cristian intentó
saltar a una que estaba desapareciendo, lo que provocó que cayera a
la tierra inconsciente.
Cuando despertó, vio ante el los ojos más bonitos que había visto: era
la pequeña de la que se había enamorado ella curó sus heridas y le
ofreció comida, su familia era muy bondadosa, por lo que le permitió
quedarse en su casa al saber que Cristian no recordaba quien era.
Una noche tuvo un sueño muy raro: Una alegre niña le decía que era
su hermana, y que ella era la que estaría a cargo de manipular el
clima. Cristian creció y se casó con Dania, la niña de la que se había
enamorado vivieron felices por siempre, disfrutando del buen clima
que, sin saber, su hermana le ofrecía.
La casa abandonada

Siempre íbamos a jugar a esa casa. Nos gustaba la sensación de


estar en terreno de nadie. No, no era una casa en realidad, tan sólo el
reflejo de lo que en otro tiempo había sido: unas pocas paredes que
luchaban contra el tiempo y que se resistían al olvido. Un edificio cuyo
techo ya había colapsado hacía años y que carecía de ventanas y
puertas.
A nosotros nos gustaba sentarnos en lo que decíamos que era el
salón y jugar a que estábamos en otra época. Huemul se sentaba
sobre una piedra, que era un inmenso sillón junto a una lámpara y
comenzaba a leer toda clase de historias. Las leía en voz alta y yo lo
escuchaba con suma atención porque era muy pequeña para leer. ¡Me
gustaban tanto su voz y sus historias!
Una tarde cuando llegamos a nuestro refugio un cordón de plástico
con enormes letras lo cercaban por completo, y un montón de policías
rodeaban nuestras queridas paredes. Un agente se hallaba sentado
en el sillón pero en vez de leer, observaba el suelo y anotaba algo en
una libretita mientras algunos de sus compañeros pintaban círculos
rojos en las paredes. Nos acercamos, ¿quién había invadido nuestra
casa? Nos echaron a empujones. Éramos niños y no podíamos estar
allí.
Les explicamos que ahí vivíamos, que nos pasábamos las tardes en
esas paredes y que si había ocurrido algo con esa casa, debíamos
saberlo.
—A lo mejor hasta podemos ayudarlos —había dicho Huemul osado.
El policía nos miró con una chispa de ironía en los ojos mientras nos
preguntaba.
— ¿Conocen a un hombre que se hace llamar Gago Cafú?
De algo nos sonaba ese nombre pero no llegábamos a saber bien
cuándo, dónde ni por qué lo habíamos oído.
—No lo sé, a lo mejor si me deja verlo, puedo responderle. ¿Dónde
está o qué ha hecho?— Cada vez me sorprendía más la valentía con
la que mi amigo era capaz de enfrentarse a esa situación.
No nos lo dijeron. Debíamos irnos y no regresar por ahí. Finalmente
nos fuimos porque amenazaron con dispararnos y muerta de miedo
conseguí que Huemul recapacitara y se diera cuenta de que estaba
jugando con fuego.
Estuvimos varios días, quizás meses, sin regresar a la casa. Una tarde
decidimos que ya había pasado el suficiente tiempo y que podíamos
volver a nuestro refugio. Así lo hicimos. No había policías, ni cordones,
ni rastros de la pintura en las paredes. Solamente encontramos a un
hombre sentado que se presentó como Gago Cafú y nos pidió que
compartiéramos con él ese lugar porque no tenía adónde ir.
Desde entonces, cada vez que vamos a la casa nos encontramos con
él y Huemul lee cuentos para los dos: Cafú tampoco sabe leer.
La hermana malvada

Nadie había querido jamás a Paty como su hermana Azul. La adoraba


despierta con todos los sentidos e incluso tenía sueños rutinarios en
los que se paseaba junto a su hermana gemela en un mundo donde
no había más individuos que ellas dos: y eran felices, y se querían
intensamente.
Pero a la luz del día las cosas eran diferentes. Azul tenía un carácter
muy posesivo y cada vez que su hermana Paty intentaba hacer algo
con lo que ella no estuviera de acuerdo, tenía que someterla a sus
torturas; sentía que así debía ser para que su hermana comprendiera
lo mucho que ella la amaba.
El tiempo pasó y fue separando lentamente a las hermanas; aunque
no en el corazón de Azul, que siguió amando a su hermana hasta el
último minuto de su vida. De hecho, en el instante que sufrió aquel
trágico accidente que le quitó la vida, su último pensamiento fue para
Paty.
A Paty la entristeció muchísimo la muerte de su hermana; no obstante,
estaba acostumbrada a seguir adelante, así que, como lo había hecho
tantas veces, impidió que la tristeza la estancara y continuó viviendo.
Y cuando consiguió recuperar la estabilidad en su vida; cuando dejó
de llorar la pérdida y retomó sus actividades de siempre, algo pasó
que la fundió en la más absoluta incertidumbre.
Una tarde mientras observaba a la gente que viajaba a su lado en el
tren un recuerdo afloró intensamente de su interior. No fue el hecho de
evocar un instante lo que llamó su atención -los medios de transporte
eran un espacio ideal para viajar a otros momentos de su vida-, sino el
darse cuenta de que ese recuerdo no le pertenecía. A partir de ese día
comenzaron a asaltarla imágenes, momentos y emociones que jamás
había experimentado. Y cuanto más recordaba más segura estaba de
que esos instantes le pertenecían a Azul.
Desde entonces, su vida nunca volvió a ser la misma. Comenzó a vivir
en el recuerdo de su hermana y pudo conocer en carne propia cuánto
la había amado la pequeña Azul. Y también supo que ya era
demasiado tarde para todo. La imposibilidad de sanar el pasado le
pesó como no le había pesado la pérdida, y la acompañó para
siempre.
El autobús

Había una vez un lugar donde todo era rojo. Las casas eran rojas, los
vehículos eran rojos, los libros eran rojos, la gente vestía de rojo e
incluso las nubes eran rojas. Hasta el humo de aquella ciudad siempre
era rojo.

Un día apareció algo completamente inusual: un autobús verde. Pero


no era un autobús cualquiera, pues se trataba del autobús que recogía
a los niños para llevarlos al colegio.

Los niños estaban muy asustados al ver el autobús verde y no se


querían subir.

-Vamos, chicos, subid -dijo el conductor.

-No, tú no eres el conductor de siempre. Él siempre viste de rojo y


conduce un autobús rojo -dijo uno de los pequeños.

-Disculpa, pequeño. El conductor de siempre está de vacaciones. Yo


soy Marcelo. Voy de rojo y conducto un autobús rojo, como me
indicaron. Supongo que será para que se me vea, puesto que aquí
todo es verde.

-Aquí todo es rojo -dijo el niño, muy serio.

-Vale, lo que tú digas -dijo el conductor- pero mejor será que nos
dejemos de cháchara. Se nos hace tarde y no quiero que lleguéis
tarde al colegio.

-Yo no me subo a tu autobús verde -dijo el niño-. Va contra las


normas. En esta ciudad solo se admite el rojo.

Ningún niño quería subir al autobús. Justo en ese momento llegó la


maestra encargada de supervisar el transporte escolar.
-¿Qué hacéis aquí todavía, niños? Vamos, subid al…. ¡aaaaaahhhh!
¿Qué es esto?

-Hola, señorita, soy Marcelo, el conductor. Los niños dicen que no se


suben porque el color de mi autobús no es el apropiado. Y no lo
entiendo. Voy de rojo conduciendo un autobús rojo.

-De eso nada, señor -dijo la maestra-. Usted viste de verde y conduce
un autobús verde.

-No me tome el pelo, señorita. Usted es la que va de verde. Si el rojo


es la norma es usted quien la está incumpliendo.

-¡Acabásemos! -exclamó la maestra-. Voy a llamar a un guardia para


que ponga orden aquí. Usted está loco.

Pero no hizo falta. El autobús verde había llamado la atención de todo


el mundo y la policía no tardó en llegar.

-Hola, Marcelo. ¿Qué haces tú por aquí? -preguntó el policía.

-Hola, sargento. Me han llamado para cubrir las vacaciones de un


compañero, pero aquí la señorita y sus alumnos se niegan a subir
porque dicen que no cumplo la norma. Pero sí que lo hago, a no ser
que me estén tomando el pelo.

-Debe ser una broma de tu jefe, que nos la tiene jurada con tanto rojo -
dijo el policía-. Él sabe que tú eres daltónico y que ves verde lo que
nosotros vemos rojo y viceversa.

-Jajaja, pues va a ser eso -dijo Marcelo-. Así me dijo esta mañana que
ya era hora de ponerle una nota de color a esta ciudad tan colorada.
Pensé que se refería a mi buen humor.
Aclarado el asunto, los niños subieron al autobús y pusieron rumbo al
colegio. Pero desde ese día nada fue igual. Los niños descubrieron
que podían usar más colores en su dibujos, en su ropa, en sus
juguetes y en sus casas. Y a los niños le siguieron sus abuelos, y a los
abuelos los padres de los niños.

Aquel misterioso autobús verde despertó en toda la ciudad la


curiosidad por descubrir qué hay más allá del color rojo que se había
apoderado de todo sin saber muy bien por qué.

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