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GRACIAS Y DESVENTURAS DE UN METACÍNICO

Estar preparado para todo, esa es la gran disposición anímica –Stimmung


diríamos, ya que tergiversar es pensar– que lega el quinismo antiguo, que
apoya su éxito, su eficacia, su necesidad por sobre otros cuerpos –pedazos,
órganos rejuntados– doctrinarios de la antigüedad. El quinismo les vale a
los que no tienen nada que perder, o a los que están dispuestos a un
enorme despojamiento a fin de –ahora sí– no tener nada que perder. Pero
el filósofo a cuatro patas (citando a Baudelaire) tiene a verdad decir algo
que perder; algo intrínseco: su autarquía. Su indiferencia ante la gran
fatuidad imbecilizadora que promueve el mundo. La desgracia está a la
vuelta de cualquier esquina, y la sabiduría canina enseña a poder
esperarlo todo con el suficiente desprecio y la cuota mayor de desapego
que sea posible. Toda la sabiduría helénica en verdad se predispone en ese
sentido, desaparecida la urgencia, la necesidad, el auge de explicar el
universo, o de pensar al sí mismo como ciudadano, esto es en orden al
organismo socio-estatal (la ciudad). La fase presocrática y la sofístico-
socrática. Parecería que la gran distinción de la escuela cínica responde al
lugar, al origen social: es la filosofía a la que podrían atenerse los
lúmpenes, el ala plebeya y menos favorecida de la ciudadanía, los últimos
estratos libres de la ciudad. En los cirenaicos, en los epicúreos, en la Estoa,
allí irán a buscar sus fuentes los hombres de mando de Roma, los eruditos
a sueldo de la antigüedad romana, los teóricos modernos de la burguesía
como Bentham. En cambio el destino y la marca del cinismo en la historia
occidental serán mucho más borrosos. En un punto de la historia, el Estado
romano va hacer el primer gran gesto posmoderno, el primer índice
remoto de una –cómo decirle– maquinación de ingeniería social orientada
a la gran demagogia: el índice más remoto de antecedente de un estado de
cosas que tiene la familiaridad de lo que se conoció alguna vez como
“sociedad de masas”. Ese hito fue convertir en religión oficial a un culto y
unas prácticas de origen pobre y popular de nombre cristianismo. Desde
sus fuentes el cristianismo tuvo una cierta disposición quínica en muchos
de sus elementos, y a ello hubo que apuntar en vistas a neutralizarlo. Lo
que era quínico podía recomponerse como platónico: apareció a escala
“planetaria” aquella forma señalada por Nietzsche como “platonismo para
el pueblo”. Y de ahí a la televisión. Todo impuso quínico suele terminar así,
corrompido por platonismos populistas: progresismos, cristianismos laicos
o no, “operativos ternura”, cuentitos de los entes de laya diversa. Caso
contrario el quinismo es más que captado revertido, invertido, vuelto
señorial y “cinismo”. Con un mundo dominado por la nueva forma de ser
del platonismo, escindido en dos planos, por así decir, el popular y el de
alta cultura, las formaciones quínicas quedaron confinadas en las
pequeñas revueltas, en las instancias revulsivas, en una marginalidad que
ya nunca más pudo manifestarse orgánicamente y menos al interior de la
cosa pública, en el espacio común urbano, como performance disruptiva
de un bufón espontáneo, repelido por todos pero por todos tolerado, como
alegre mártir público que al fin tenía una oblicua función social de crítica,
de oficiar de medida por la cual o en la cual el ciudadano puede
evidenciar la distancia entre la falsedad fáctica de las prácticas las normas
morales o el derecho positivo en auge con respecto a la verdad
extrahistórica, universal. Para que existiese el sabio cínico antiguo tenía
que existir en alguna manera esa división del mundo entre falso/verdadero
al menos en un sentido más o menos “difuso”. Para qué se lo dejaba a
Diógenes vagar por las calles sino para que oficiara más o menos
solapadamente de “medida de todas las cosas”. Él era el Hombre, el
anthropos de Protágoras rodeado de homínidos sociales, funcionarios-
mierda (“¡Pedí hombres no soretes”!). Como las verdades del loco, del niño,
o del artista en tanto enfermo que cura en la modernidad vigente, así se
conjugaban las verdades del perro a dos patas, es decir teniendo alguna –
oblicua y dolorosa– utilidad social al margen de su fuerza de escándalo.
Escándalo pero no rebelión. Bufón sin engagement, sin emolumento, sin
encargo. Pero subversivo pedagógico, violento ilustrado, bruto civilizador.
Irónico alegre, sarcástico libre de cargo y culpa, en definitiva este
personaje no era un sacrificado por la comunidad como chivo expiatorio –
suicidé de la societé– (o perro de paja), ni era un bonzo motivado por el
autoinmolamiento masoquista. El sabio cínico en su forma originaria en
definitiva no dejó su empresa vital; su destino no fue la cicuta o el
ostracismo, la pira, la guillotina, el GULAG, el campo de concentración, la
ESMA, Guantánamo. Su caricatura, retratada en principio por el quínico
devenido sofista satírico –proto-cínico– Luciano de Samósata en la figura
del cínico irrisorio Peregrino Proteo se explaya en la historia como su
“cooptación” por el nihilismo, en el sentido nischeano de devaluación
reactiva de la voluntad. Podemos pensar una “edad de oro” del cinismo
(quinismo) originario como –en todo caso– nischeísmo popular (popular,
no para el pueblo). Pero después de todo aquello que sindicaba Luciano en
Peregrino (arrojarse por sí mismo a las llamas más que nada por voluntad
de reconocimiento póstumo, fama, en fin erostratismo) es más o menos el
mismo argumento que sacó de su boca Sócrates (ese pre-quínico, ese pre-
platónico) achacando al maestro de Diógenes Antístenes, el fundador de la
escuela: “A través de los agujeros de tu manto puedo ver tu gran sed de
gloria”… “¿Nunca dejarás de hacerte el guapo ante nosotros?”…

Coda: El teatro socrático comparte características con el teatro cínico


contemporáneo. Se trata de la atopía. Cuando se pregunta “¿Desde qué
lugar?”. El átopos sólo provocaba confusión, anonadamiento,
misteriosidad, desconcierto. El método mayéutico –por no concebirlo como
gesto mecanismo o artilugio– en sí mismo y sin el edificio platónico, como
una suerte de subversión contra-heurística, contra-retórica, tiene lugar
sin origen, a ello evoca H. González con la figura de la “conversación
macedoniana”. Algo así como la decontrucción en el fuera-de-texto mismo
–es un decir–, en el descampado del habla. El cínico como “objetor sin
ideales” según la demanda de Sloterdijk, es un heredero socrático al
servicio de los sofistas en todo caso. Más allá de la dimensión
psicopatológica –el psicoanálisis de las figuras del saber y de la filosofía–,
que lleva a ver a estos “personajes conceptuales” tipo Diógenes o Sócrates
como simpáticos o nocivos histéricos, el socratismo-sin-Platón (llamarlo
así) puede adaptar sus servicios a cualquier reino: ser o no ser una
propedéutica ilustrada, suscitar el thaumadzein pro verdad, quedarse en la
mera paidia (jugueteo pueril), ser un aporte más a la confusión mundial, o
propender a un télos místico, budístico o helenístico, algo así como la
epoché o el silencio a-lo-Tractatus-sin-Tractatus.
Estar prevenido más o menos para lo que venga, una buena forma de
lucidez que es una corrección bastante inspirada a la preparación para la
muerte socrática. Y ahora, cuando se tiene algo que perder, comienza uno
a desprepararse para todo, y del quinismo al cinismo, aparece el cínico. El
nichito, el bien de familia, el cuarto propio, el curriculum, la caja de
ahorros.

24/9/11

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