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MIS LEYENDAS

ALBERTO SANCHEZ ARGUELLO


MANAGUA, NICARAGUA 2010
LA CARRETA NAGUA

Managua tiene fiebre, ya alcanzó los cuarenta grados y aunque ya han pasado más de siete horas
desde la puesta del sol, parece que el frescor de la noche no va a llegar nunca, es Abril del dos
mil diez y las lluvias aún se harán esperar. La ciudad está inquieta en su cama, en los barrios y los
asentamientos, la gente se remueve en sus cuartos, mojados de sudor, entre ellos Doña Marta
Espinales. A sus sesenta años, a pesar de estar acostumbrada al infierno de Chinandega, la
capital no la deja de sorprender ingratamente Doña Marta cada día, y su cuerpo, de por si
envenenado de agroquímicos, se retuerce por el sopor.

Doña Marta se levanta de su hamaca, jadea quedito por falta de aire, obligando a sus pulmones a
responderle, mientras se tranquiliza mira hacia los lados reconociendo los plásticos negros que
sirven de casa para ella y su marido en la ciudadela del Nemagón, refugio olvidado de
campesinos, hombres y mujeres que trabajaron y vivieron en bananeras en occidente en los años
70 y 80, cuando las irrigaciones del Fumazone se hacían desde las mismas tuberías de agua
potable, cuando por las noches las bananeras usaban las tuberías para el riego del veneno sobre
las plantas y de día, de las mismas tuberías, los trabajadores bebían agua, cocinaban y se
bañaban en veneno.

Doña Marta, al igual que miles de otras mujeres había sufrido un aborto por el veneno y un cáncer
de útero junto con un hígado enfermo y sus articulaciones duelen tanto que por días pasa sin
poder moverse.

Ella está cansada de esperar, marchó ciento cuarenta kilómetros de Chinandega a Managua junto
a mas de cinco mil campesinos y campesinas en el dos mil cuatro, lleva cinco años junto a
Casimiro, viviendo bajo plástico negro; ha visto a los hombres marchar en calzoncillos buscando la
atención de los diputados, ayudó a poner cruces y hacer fosas en alguna ocasión y ella junto con
los demás pasó la vergüenza de tener que esconderse para que pasara el “Carnaval por la vida”
cuando Herty Lewites era alcalde y ellos afeaban la vía publica. Pero ella sabía que así era
Managua y que ellos no eran más que una parte del paisaje, una postal que recordaba la miseria
del país.

Doña Marta está acostumbrada a sentir como su cuerpo se consume cada día un poco mas, cada
vez menos aire, cada vez menos energía para cocinar un plátano en el fogón y preparar el café
para el día, pero en medio del silencio muerto de esta noche sin luna, siente algo distinto, como un
peso en el vientre, un dolor agudo en el corazón, se ha dado cuenta que su tiempo ya está extinto
y ha decidido que no va a luchar más, la verdad es que ya quiere descansar.

Entonces escucha los aullidos de los perros, un sonido largo y triste, se da cuenta de que a pesar
de que no son más de la una de la mañana en viernes, no hay vehículos circulando ni nadie
cruzando en las cunetas. Cierra los ojos para escuchar más allá y poco a poco llegan a sus oídos
otros sonidos desde el lago, algo viejo, como a punto de quebrarse, una bulla como de huesos
pegando con huesos, al poner sus pies en la tierra puede sentir un movimiento, lento, pesado, y
mientras mas cerca está los aullidos se vuelven mas lastimeros, casi desesperados, hasta que no

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hay mas nada, solo el sentimiento claro de que algo viene subiendo por la antigua Roosevelt, la
calle principal.

Doña Marta se incorpora de la hamaca, sus piernas flacas con costo le dan para caminar pero ya
llegó el momento y siente una paz que en los tres años de estar en el campamento no ha
experimentado.

Recuerda su infancia cuando escuchó aquel mismo sonido, en su comunidad de Chinandega,


“llega la carreta” le había dicho su tata y ella se había quedado muda del espanto imaginando
miles de esqueletos arrastrándose en la oscuridad; ahora ella no tiene miedo, ella conoce el
verdadero horror, los niños nacidos sin cerebro, las “niñas de trapo” que no pueden hablar, ni
caminar, ni agarrar, con huesos débiles y frágiles, ella conoce el espanto de los agroquímicos.

Ahora espera agradecida de que halla llegado hasta ahí por ella, es como recuperar un poco de
dignidad en medio de tanta desgracia.

De pronto su cuerpo le responde como si tuviera veinte años menos, nadie se percata de aquel
milagro, en aquella noche los únicos despiertos son ella y los grillos que habían enmudecido ante
el espectro que estaba acercándose a la ciudadela.

Doña Marta respira el aire seco y besa la frente de su Casimiro, es hora de partir, camina
descalza hacia la calle a tiempo de recibir la enorme carreta desvencijada que jalan un par de
bueyes oscuros y flacos, arriba, la Quirina, una mujer de vestido blanco que le llega hasta los
tobillos y largos cabellos negros le señala la parte de atrás y Doña Marta se monta, al hacerlo
siente un cosquilleo por todo su cuerpo y es como si un sueño le entrara desde los pies hasta
dejarla en un estado casi inconciente, intenta aún ver el rostro de la mujer pero la oscuridad de la
noche y sus cabellos lo ocultan, a pesar de los postes de luz las sombras siempre parecen
cubrirla.

La carreta empieza a moverse y parece haber otros con ella, pero solo reconoce siluetas como
echas de humo a su alrededor, la marcha lenta pero segura continua hacia arriba, buscando la
loma del Hospital Militar, afuera mira al guarda de king cuality dormido, totalmente derrotado por el
calor, y más arriba los trasvetis durmiendo en las bancas, solo uno de ellos medio dormido mira la
aparición y se pone tan blanco que parece papel de lino, Doña Marta sonríe.

Ya casi cerrando los ojos Doña Marta se da cuenta que la siguiente parada es la catedral,
seguramente la carretonera tiene pasajeros pendientes entre los cañeros, algún riñón habrá
fallado en la espera eterna del dialogo con la familia mas rica de Nicaragua, no importa, en la
carreta hay espacio para todos, y con ese ultimo pensamiento cierra totalmente sus ojos.

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LOS AHUIZOTES

La lluvia hace estragos en el callejón de la muerte del mercado mas grande de Centroamérica, el
coloso del Oriental, lleno de vericuetos y laberintos, mas de diez mil personas moviéndose como
hormigas, una de ellas se llama Daniel e inicia su mañana en la parte mas oscura del callejón,
entre charcos de lodo y basura, levantándose del suelo cubierto de periódicos usados y plástico
negro, con hambre desde ayer y con la misma ropa desde hace mas de un año.

Son las seis y media de la mañana y el muchacho de doce años comienza su día con el último
resto de pega que le queda en el tarrito de vidrio, se lo acerca a la nariz y se cubre con una bolsita
para atrapar hasta el último vapor antes que se le agote, quiere olvidar las pesadillas, ya son siete
noches que tiene de sentir que le jalan los pies en la oscuridad y oye gemidos por los callejones.

Estando todavía en el alucín llegan los otros tres miembros de la pandilla de las hormigas
tambochas, los más infames “huelepegas” del mercado, conocidos por sus robos violentos y sus
múltiples violaciones a las niñitas inhalantes que se pasean por el gancho de camino.

“Apuráte chavalo que ya abrieron el chante de la Luciana y están moviendo mercadería por la
lluvia, vamos a ver que le sacamos” le dice Juan el mayor, pero Daniel esta todavía volando y lo
único que le interrumpe es la picazón que le carcome las piernas. Martin el bizco, le hace un gesto
a los otros dos y lo cargan a patadas para que los atienda, Daniel se deja un rato, le rompen el
tarro y le aplastan los testículos dos veces, pero finalmente se levanta y le rompe la boca a Josué
el más chiquito.

Ya más calmados los chateles rodean el mercado por zonas donde nadie les haga caso, evitando
las miradas de comerciantes que llevan meses buscándolos para mandarlos al distrito cuatro de la
Policía. La Luciana, una octogenaria originaria de Jinotega se vuelve a apiadar de ellos y les da
algunas naranjas golpeadas y unos maduros que la pandillita se come vorazmente no dejando ni
las cascaras.

Ya son las diez de la mañana cuando Juan señala hacia un vendedor nuevo que está trasegando
ropa, se le acercan por detrás pero Daniel ya esta tembloroso y hace muecas con la cara que
hacen reír descontroladamente a Josué, el vendedor se alarma y descubre a los ladrones, grita
por ayuda mientras lanza golpes a los mas cercanos, Martin recibe la peor parte y lo agarra la
"pesca" del mercado mientras los otros toman lo que puedan y salen corriendo por los callejones.

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La carrera es desenfrenada, botan todo lo que se encuentran, los charcos que explotan bajo sus
pies y los "hijuepuetazos" que les lanzan los vendedores al pasar hacen reír a los niños, lo sienten
como un juego, como si fuera el pegue o las escondidillas, al final se separan en distintas
direcciones entre carcajadas y brincos.
Daniel está solo de nuevo, pero está bien, camina lejos del mercado, sintiendo el fuego del asfalto
mientras baja hacia el Lago, pegado a su corazón un nuevo tarro de pega y en los bolsillos de su
pantalón roto algunas monedas que le sobraron de la venta de lo robado.

Cuando pasa al lado del campamento del Nemagón le parece mirar a los viejos y viejas
enterrados en sus hamacas y ante sus ojos se transforman en muertos que se derriten como
candelas al calor de la capital, y de repente se asusta cuando le parece ver unas sombras largas
que se le acercan desde los eucaliptos. Daniel se restriega los ojos y casi se le cae el tarro pero
no hay nada ahí más que las casuchas de plástico negro”, así que sigue su camino.
El Lago de Managua es un lugar hermoso para Daniel, le recuerda una de las pocas cosas bellas
de su vida, las visitas a la laguna de Apoyo con su abuela, la única persona que lo abrazó alguna
vez. Por eso, siempre que puede se va para allá, pasando el Teatro Nacional los bares del
malecón, hasta llegar al parque frente al Xolotlán y bajar a la orilla, sentarse en la arena para
sentir la brisa y mirar hacia el horizonte de agua que cubre toda su visión.

Ahí Daniel se siente seguro, no hay nadie cerca y saca el tarrito para volver a volar, inhala hasta
que la nariz le duele y la picazón se vuelve casi insoportable, los sonidos del agua y del viento se
intensifican y mira colores brillantes en las copas de los árboles y en las nubes.

Después de varias horas absorto en el movimiento de los pájaros, Daniel tiene la sensación de no
estar sólo, la piel se le pone de gallina y un temor le invade el cuerpo como si estuviera haciendo
frío en su estómago, al poner el tarrito en la arena escucha gemidos que vienen desde el agua, un
escalofrío le recorre la espalda cuando mira sombras con el rabo del ojo, son varias figuras como
echas de humo.

El sabe quienes son y mientras está petrificado sintiendo los movimientos a su alrededor,
recuerda a su abuela, contándole de los Ahuizotes, los espinosos, los que se encuentran cerca del
agua, apariciones sin consistencia recordadas desde siempre por los pueblos de Monimbó, el
mundo indígena de Masaya.

Los mira moverse a su lado, escucha movimiento en las ramas de los árboles y por momentos
parece que la sombra de una mujer larga se refleja en el agua y pasos se dibujan en la arena
frente a él.

Las sombras murmuran su nombre, y Daniel ha comenzando a temblar de nuevo y hacer muecas
raras con su cara, pero entre los rictus faciales efecto del toxico inhalado, sonríe y hasta empieza
a reír mientras se levanta para moverse junto con los espíritus, y con el sol ya cayendo en el lago,
baila con los Ahuizotes, sintiendo sus toques helados en sus brazos y piernas, sus murmullos y
gemidos que le arrullan con suavidad, en esta noche en Managua, Daniel ya no estará solo más.

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LA CEGUA

Viernes a la media noche en Managua, los hijos de empresarios y políticos compiten con motos
modificadas en carretera Masaya. La zona Hipos se infla de comensales que engullen varios
salarios mínimos entre cocteles y boquitas; en las gasolineras circulan los que peregrinan entre
bares y fiestas, hacen filas para sus recargas telefónicas y se llevan una que otra lata de cerveza
para la jornada de desvelo que les espera.

En la subida de la loma, agotando las cunetas con sus tacones, los travestis y las prostitutas
hacen sus recorridos conocidos. Precios variables inversos a la experiencia, tal vez una de las
pocas transacciones en que la juventud encarece el precio.

Y eso es lo que busca Fernando, recién vuelto de sus negocios en Guatemala, ya quiere probar la
nueva mercadería. Pero él sabe donde encontrar lo que busca y pasa de lejos plaza inter
acelerando hacia el Lago en su Lexus sin placas.

El no quiere lo usado, su nariz busca el olor de lo nuevo, apenas recién salido a la calle, de lo que
solo se encuentra por el Malecón. No será la primera vez que hace este recorrido, si hasta tiene
su marchanta que le avisa por encargo cuando una niña va a estrenarse. En los barrios del Lago
saben que paga buenos dólares, pero solo la primera vez, por eso le llaman el “Rompedor”

El Lexus azul de vidrios oscuros aparece moviéndose despacio frente a la concha acústica y la
seño Yamilet se lo queda viendo desde la plaza Juan Pablo II, ya se lo tiene medido el carro y
llama por celular a las chavalas para avisar.

“Ya vino” dice con cierto entusiasmo por la comisión que le viene y se mueve hacia la cuneta por
el lado del teatro para recibirlo. El vehículo se acerca y el vidrio del copiloto baja lo suficiente para
dejar escapar la voz del conductor “¿me tiene algo fresquito?” pregunta con tono ansioso y la seño
le guiña el ojo desde afuera mientras le señala hacia el parque de la revolución “allá están para
que las conozca, ya saben que va para allá”

Fernando no se hace esperar y mueve el vehículo en la trayectoria precisa hacia su destino. Al


llegar no se baja, sino que abre su ventana y mira hacia afuera como se acercan las siluetas de
tres chavalas. Dos de ellas lo miran con miedo, sus rostros, a pesar de la máscara de maquillaje,
no logran ocultar su verdadera edad y sus cuerpecitos apenas sostienen los vestidos plateados
que una mano con mal gusto corto para aquella ocasión.

La tercera tiene un pelo negro que casi le cubre el rostro, pero aún debajo de la espesa cabellera
Fernando puede ver el brillo de una mirada que lo fulmina y trastorna a la vez. Casi no tiene
maquillaje y su vestido negro de una sola pieza se ajusta como echo a la medida.

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“Esa” dice Fernando sin notar que está salivando. La seño Yamilet que ya está ahí se asusta al
ver a la tercera chavala y se acerca al cliente “Don Fernando, esa no es mía, nadie la había visto
nunca” el hombre casi no le escucha, su mirada está perdida en la lujuria que lo consume “No me
importa, esa quiero” repite y la seño se siente consternada ante la situación. Por un momento
intenta tomar a la intrusa de la muñeca para correrla, pero al tocarla su mano queda agarrotada
con un dolor helado que le clava agujas en la articulación. Se tapa la boca para sofocar el grito de
dolor y no se mueve mas mientras mira a la chavala entrar en el Lexus. “Ese ya no es mí
problema” piensa, a la vez que se lamenta de perder tan buen cliente, “Porque ese ya no volverá”
dice en voz baja y se va con las niñas.

Fernando no se ha dado cuenta de nada, solo maneja frenético hacia carretera Masaya, con su
presa bien arrellanada en el asiento de al lado. Sus fosas nasales están invadidas por el sutil
aroma de la piel de esa chavala extraña, que no conoce pero que pronto poseerá.

En la entrada del Motel le ven pasar, cliente conocido de años, mandan a preparar los jugos de
naranja y los camarones antes que él los pida. Fernando se mueve despacio, quiere degustar la
noche con todos los placeres que le esperan. Él le abre la puerta y le muestra el acceso al cuarto
especial, antro con fuentes de cemento y camas de fantasía, ella camina con lentitud mientras su
cabellera nunca acaba de mostrar su rostro.

El se mete al baño y se prepara para el festín, aún sin percatarse del ominoso silencio y mortal
tranquilidad de la chavala. A Fernando le preocupa más su barba mal cortada y el mal olor de su
boca, así que se toma su tiempo para afeitarse y darse un baño completo, aumentando aún más
su ansiedad por tenerla.

Al salir del baño el vapor de la ducha se confunde con la oscuridad helada de la habitación, con
torpeza avanza en la oscuridad y se tropieza con una tela tirada en el piso, al levantarla descubre
que es el vestido negro de una pieza, se lo pega a su nariz y lo aspira varias veces hasta casi
marearse.

Fernando se despoja rápidamente de las pocas ropas que aún lo cubren y avanza en la oscuridad,
apenas herida por la luz vertical que surge del cuarto de baño atrás de él “¿Donde estas
amorcito?” pregunta con palabras dulces mientras se imagina tomándola de la cabellera, pero no
hay ninguna respuesta. Al hombre le gusta el juego, pero después de golpearse con la fuente
empieza a perder la paciencia y su ansiedad se ha vuelto insoportable “¿Qué te hicistes jodida?”
dice en una voz que no oculta su enojo y esta vez si hay una respuesta, una risita jocosa a su
izquierda, como revelando el final del juego de las escondidillas.

Fernando se vuelve a animar y se voltea hacia la risita y sus pies sienten algo suave, lo levanta
pensando si será la ropa interior de su platillo principal y al aspirarlo se extraña del olor a cirio
quemado, cuando lo alza más hacia el reflejo de la luz se percata horrorizado que es piel humana,
como un traje, desde los pies hasta la cara y una cabellera negra pegada al cuero cabelludo. En la
espalda como cremallera, una abertura sanguinolenta muestra el lugar de salida, ¿pero de que?
Fernando corre hacia el baño para encerrarse, pero el suelo está mojado por sus propios pasos y
resbala pegando su cabeza con la parte baja de una de las camas….

Medio inconsciente por el dolor del golpe, ve una figura que se arrastra hacia él, un fuerte olor a
sangre y monte se mueven con ella. Ya cerca puede distinguir en medio de aquella masa informe
de carne, pelo y sangre, unos ojos negros que le queman su mente, sus gritos se ahogan entre la
masa que se le mete entre su garganta, el silencio lo cubre todo.

Cuando llaman a la ambulancia cuatro horas después, es muy tarde para Fernando, sus ojos
están perdidos, una baba desconocida le cubre todo el cuerpo y a pesar de no encontrar herida o
golpe, el hombre no responde a ningún estimulo, “si hasta parece jugado de Cegua” dice uno de
los camilleros, mientras se lo llevan al área privada del hospital psiquiátrico.

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EL CADEJO

Fabián caminaba en las calles, descalzo con piernas flacas como fideos, con un ligero renqueo
en una de ellas, un jeans que ya parecía pescador, camisa de harapos apenas unidos en una
mezcolanza de rojos y grises desteñidos. Las llagas en sus muslos y brazos eran las marcas de
una historia bajo el sol de Managua y su rostro, iluminado por una sonrisa amplia y cristalina, con
sus barbas y bigote negro descuidado, mostraban una edad indefinida, tal vez veinte o treinta,
subía y bajaba en años según el calor irradiado por sus ojos oscuros, que a veces parecían
incendiar su paso y otras soplaban gélidos pensamientos inconfesables.

Sus pies llenos de costras, recorrían sin rumbo monseñor Lezcano, Altamira, Bello Horizonte, Las
Brisas, Belmonte, La Centroamérica … Nunca descansaba y nadie sabía a donde iba, ni de donde
venía, solo le veían caminando con grandes zancadas y movimientos amplios de los brazos,
deteniéndose solo para dar una vuelta sobre si mismo, cual si fuera un planeta, como los
derviches que entran en trances cósmicos. Al girar, sus ojos se cerraban y su boca se expandía
mostrando un éxtasis como ningún Managua había visto jamás en otro loco de su ciudad.

Algunos viejitos jubilados, de los que venden lotería por el parque Las Piedrecitas, dicen que
Fabián había vivido más de diez años internado en el kilómetro cinco, en el Hospital Psicosocial
José Dolores Fletes, el psiquiátrico como lo conocen los managuas. Dicen que una viejita vino de
León en taxi con un muchacho amarrado con una cuerda de cabuya gruesa; decían que se
llamaba Fabio Martínez Leiva y que le habían diagnosticado Esquizofrenia a los dos días de
internado; al inicio era tan violento que lo habían electrocutado hasta dos veces a la semana como
forma de terapia, hasta que se fue calmando y pasaba horas quieto en las verjas de la entrada al
hospital, extendiendo la mano hacia los transeúntes por cigarros y tortillitas. Uno de los vende
lotería decía que durante el primer año la viejita venía cada mes con mudadas nuevas pero que ya
luego nadie la volvió a ver y el muchacho se convirtió en un paciente sin visitas ni futuro, un
nombre perdido en un expediente, hasta que un día se escapó por una malla y nadie lo fue a
buscar.

Al comienzo lo veían subiendo y bajando la cuesta de la empresa aguadora hacia Las Piedrecitas,
siempre con sus giros características. Ya después apareció por el siete sur y el Banco Central,
hasta que se fue haciendo normal verlo recorrer Managua, otro loco perdido en el escenario
caótico de la capital.

Un día dicen que Fabián murió, pero algunos creen que eso no es cierto, que se fue a Costa Rica
para seguir caminando en el parque de la merced, entre las estatuas Deheredia, por las calles de
San José y Alajuela; solo Chico Martínez de Monseñor Lezcano afirma saber exactamente lo que
fue de aquel caminante sin rumbo.

1 Imagen: Xilografia Cadejo Robert Barberena

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Chico limpia vidrios en los semáforos de Rubenia y le cuenta a todo el que se deja la historia de
Fabián; una vez entrando a Managua desde Estelí en el viejo Land Rover año 72 de mi abuelo,
escuché su cuento en medio de una caravana de veinte buses repletos de niños venidos de
somotillo, Matagalpa y Jinotega con destino al Parque de las Niñas y Niños Felices, una
instalación temporal del gobierno para las navidades del dos mil nueve, un parque con una
alucinante mezcla de una pista de patinaje de hielo y exposiciones de armas militares. Ahí en
medio de la algarabía de los chiguines, que por primera vez conocían la capital, Chico recitó
desde el asfalto caliente su historia:

“Y ese loco siempre andaba por todos lados, si hasta parecía el judío errante con sus patas
hinchadas de tanta calle. La gente se le corría pero no hacía nada, solo dar vueltas como trompo,
así, mire, así mismito. Y fíjese que un día estoy ahí en la parada de los busitos de la UCA, era un
sábado como a las nueve de la noche, yo me había venido de Diriamba de un rumbito y estaba
con mis traguitos, un buen guarón, pero nada de estar bolo, si viera que yo aguanto como animal,
parecen varas. Pero le decía pues, que me arrecuesto en la banca de las paradas jodidas esas
que dejó Herty y veo venir al loco del lado de la rotonda en media calle, con esos ojos brillantes
que solo él tenía y va a venir una busito de los de granada arreado, el chofer viendo al icaco o
quien sabe que mierda. La cosa es que el loco da un giro y se lanza frente al busito y lo estampó
todito, salió como pelota el pobrecito si hasta se escuchó el madre turcazo y yo ahí viendo todo. Y
la cosa es que el bus se para medio abollado ahí adelante, así que el chofer se baja todo
asustado y él yo buscamos al maje y ¿va a creer que nada hallamos?, si es que buscamos hasta
en radio Ya, por la UCA, en las paradas, nada, nada, ni rastro; ¿se habrá echo polvo el hijueputa?
decía yo, hasta que en la cuneta bajo el puente vimos unos trapos revueltos y era la camisa
hedionda y el pantalón del loco, pero nada más. El chofer aprovechó y pegó la guinda, solo yo
quedé con la duda, ¿adonde se fue en bola y cachimbeado?. Pero ese no es el cuento, no, fíjese
que al día siguiente, domingo sin luna, noche cerrada pues, yo que voy caminando en esa pasada
que hay desde la universidad de ingeniería hasta la laguna Tiscapa, y estando ya por la entrada
de Villa Tiscapa, ahí por el chamanse empiezan a escuchar perros aullando por todos lados y
como que algo grande se movía en el monte por el lado del cauce, y se me deja venir un animal
en la oscuridad. Era un perro casi de mi tamaño, negro, tan negro que se confundía con la noche,
menos los ojos brillantes y rojos como fuego y yo me quedé de palo, casi me cago del susto, pero
cual es mi sorpresa cuando se me pone al lado, se que me queda viendo y yo que empiezo a
caminar y él que me acompaña, yo con el culo fruncido y cerrando las piernas para que no se
pudiera meter debajo y me llevara al infierno, pero él tranquilo, quedito, como si fuera mío. Yo
seguí pues y cuando llegamos al cruce se dio la vuelta y se regresó hacia la oscuridad, ahí me fijé
que renqueaba de la pata izquierda y que giraba como trompo cada tres o cuatro pasos y ahí si
me quedé helado, porque ese era Fabián, por esta que era él, yo me persigné tres veces y salí
papeleado hacía la loma”

Los buses por fin pasaron y le pasé diez pesos a Chico y me fui pensando en aquella historia,
revisando camino a casa los cajellones y los cauces imaginando si aquel perro negro estaría
caminando entre los árboles y las casas de metal y plástico de los asentamientos. Pensaba que
Fabián nunca había dejado de caminar y que seguro nadie como el conocía mejor la
monstruosidad urbana de Managua. Yo volví a ver varias veces a Chico, siempre limpiando vidrios
en Rubenia, o con cartones con anteojos oscuros y alguno que otro accesorio para celular.
Siempre afirmaba haber visto aquel perro negro y que otros también lo habían visto en el oriental
una noche o en carretera norte cuando ya no había vendedores.

Yo nunca lo he visto, pero ahora me fijo más en todos los alucinados que recorren mi ciudad,
hombres y mujeres que duermen y viven solos entre el asfalto y la buena voluntad de algunos;
haciendo suyas las esquinas de los parques y las sombras de los monumentos, invisibles a los
ojos de la mayoría, igual que los perros vagabundos. No conocemos sus historias y nos muestran
la cara amarga de esta ciudad, la locura que camina, entre ellos Fabián, el Cadejo.

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LOS DUHINDUS

Dicen que esta historia es cierta, que aconteció iniciando el invierno del dos mil nueve, poco antes
del golpe de Estado a Honduras; en un campamento mestizo entre Puerto Cabezas y Kambla,
donde desaparecieron en una sola noche ocho bebes sin dejar rastro.

De la comisaría de la mujer mandaron una comisión investigadora a pedido urgente de los


mestizos que habitaban el campamento; la mayoría desmovilizados de la resistencia, que después
de haber trabajado en las minas de Siuna por años, habían obtenido títulos dudosos para las
tierras cercanas a territorio miskito.

La teniente Teresa Sandino fue asignada como responsable de la comisión y se presentaron un


viernes al improvisado emplazamiento de plástico negro y troncos rollizos, ubicado en un claro
despalado a punta de machete por sus habitantes.

Don Julián Ramírez hombre mayor, de salud precaria, originario de Chinandega y antiguo
compañero de armas del comandante “Yahob”, fue el primero en dar su parte: “El Lunes pasado
todos los hombres nos fuimos a Bilwi para comprar insumos agrícolas para las parceles que
vamos ganándole a la selva; cuando volvimos ya era noche cerrada y encontramos a las mujeres
llorando, gritando amontonadas en el claro al pie de la Ceiba; estaban junto con los niños más
grandes y nos dijeron que las criaturas habían desaparecido, que nadie sabía nada, solo que
cuando se acostaron todo fue que apagaran los candiles para que escucharan como unos siteos,
así como “ssttt, ssstt” y luego un silencio completo, como si todos los grillos y los animales del
monte se hubieran metido bajo tierra, nos dijeron que se asustaron y cuando prendieron los
candiles los bebés ya no estaban, los ocho chateles entre dos y catorce meses de las doce
familias que somos”

La Teniente Sandino se entrevistó con todas las familias y lo poco que sacó en claro fue que todos
afirmaban que la desaparición había coincidido con un fuerte aroma a jazmin, impregnado en las
cunas y en los moisés. Por eso algunos mencionaron que hacía un mes uno de los chavalos de la
María Juárez se había ido a buscar leña por la ribera del río y lo habían estado siteando a su
regreso. El chavalo decía que se había molestado pensando que era su primo jochándolo y le tiró
piedras a los árboles y más bien se la habían devuelto y que cuando se fijó bien miró un
hombrecito con un sombrero puntiagudo y una cotona roja, ¡eran los duendes! dijeron las señoras
mayores y que se habían llevado a los bebés al monte para convertirlos en criaturas iguales a
ellos.

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Para la Teniente aquellos eran disparates copiados de los cuentos de la comunidad miskita de
Kambla; sin embargó visitó las tiendas y pudo sentir el aroma intenso a Jazmín en los lugares
donde habían acostado por última vez a los bebes desaparecidos.

El hermano mayor de uno de los bebés, José Ferrufino, le dijo a la teniente que habían sido los
miskitos los que se habían llevado a los bebés, para hacerles brujerías como castigo por estar en
sus tierras, y tuvieron que amenazarlo con echarlo preso, porque quiso levantar a la comunidad
para ir a Kambla a buscar a la bruja que él suponía estaba allá y sacarle la verdad a la fuerza.

La comisión pasó tres días en sus investigaciones y ya estaban por retornar a puerto cabezas
cuando desde la ribera del río llegaron tres hombres del campamento, gritando que ya tenían a la
bruja culpable. La Teniente y su gente corrieron anticipando una desgracia por la desesperación
de aquella gente.
Cuando llegaron a la ribera se encontraron con seis hombres de pie mirando a José Ferrufino
patear a una mujer anciana cubierta de sangre y arena; Ferrufino les gritó que la habían hallado
merodeando por el campamento y que luego huyó al verlos, que de seguro era la bruja miskita y
que había que hacer justicia. Rápidamente lo detuvieron y la Teniente pidió que la dejaran con la
mujer.

Solo la Teniente sabe exactamente lo que dijo la anciana, pero algunos de los policías alcanzaron
a escuchar las últimas palabras de la miskita. Dicen que la Teniente le preguntó como se sentía y
la anciana la tomó de los brazos y mirándola le dijo con lo que quedaba de voz:

“tinki palé, muchas gracias muchacha, estos hombres ladinos me mataron sin tener culpa, Saura,
Saura, malos, malos ellos que golpeaban a sus bebes, que los violaban y hasta los mataban, por
eso los duhindus vinieron y se llevaron a los más pequeños, porque a ellos les dolía lo que no les
dolía a sus madres. Los duhindus se apiadaron del llanto de las criaturas en la noche, de sus
gritos ahogados por el puño de los hombres. Los bebes no volverán, ahora serán duhindus
también cuando crezcan, mejor vida para ellos; Saura, Saura ladinos, no deberían estar aquí,
Saura, Saura…

Y dicen que la anciana se murió ahí, desangrada en la tierra, sin que nadie pudiera hacer nada. La
Teniente quedó impresionada con lo que había escuchado y volvió al campamento, esta vez para
interrogar a las mujeres y después de mucha insistencia descubrió los secretos que guardaban:
los maltratos, las humillaciones, los niños y niñas violados por sus papás y padrastros y la
ubicación de los cadáveres dos bebés enterrados, muertos por desgarre anal.

La comisión volvió a puerto con varios culpables: los hombres agresores y asesinos del
campamento, los parricidas. Pero de los bebés nunca se supo más nada; los cuerpos encontrados
no correspondían a ninguno de los desaparecidos y por mucho tiempo se hicieron búsquedas en
las tierras aledañas al campamento, pero no se hallaron otros cadáveres.

La Teniente Sandino siempre expresó a sus superiores su certeza de que aquellos bebés habían
sido asesinados también, pero los que la conocen dicen que aún puede sentir aquel olor intenso a
jazmín y las palabras de la anciana moribunda aún le oprimen el corazón, formando en su mente
la imagen de los duhindus en la oscuridad de la selva, atentos a los bebés, cuidándolos como
nosotros hemos olvidado hacerlo.

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MAR DE SIRENAS

Cleveland entró al agua con unos cuantos aparejos, y un snorkel usado por quien sabe cuantos
buzos antes que él, armado con su fe en recoger mas “buitre marino”, esta era su décima
inmersión en este día de cuaresma, ya había superado el número permitido pero ni a él ni a la
empresa les importaba, a ellos porque el solo era otro miskito mas en medio de las filas
interminables de desempleados de Bilwi, a él porque sus cinco hijos le esperaban con hambre
desde las siete de la mañana.

El agua la sintió helada, ya casi no quedaban rayos de sol para calentar el gran manto verde que
lo acogía en su seno. Con la piel agrietada de tanta sal, ya no sentía la diferencia entre estar
dentro y fuera del Atlántico.

Mientras se sumergía, dejó su mente volver a su infancia en Puerto Lempira, en Honduras, ahí
donde su familia había emigrado por tanta guerra entre los "españoles". Recordó ser chineado por
su tío Andrés y sus primas corriendo alrededor de él, cuando apenas comenzaba su destete y ya
le habían llevado al bautizo en el mar, las olas empujándolo y el aterrado, sujeto al torso de su tío.
Todos debían moverse como peces en el agua desde pequeños y el no debía ser la excepción,
aquella ocasión había tragado tanta agua salada que sus gritos se escucharon hasta Choluteca,
pero el cariño e insistencia de su familia le había devuelto las ganas de volver a entrar y tanto
había aprendido aquella lección que al volver a Nicaragua en el 92, se había convertido en uno de
los buzos mas habilidosos de la región autónoma sur de Nicaragua, solo superado por su abuelo
en sus años mozos cuando él suplía sin ayuda las necesidades de una de las primeras empresas
pesqueras locales, antes que la pesca comercial se abriera en el territorio.

El buceo de langosta era uno de los pocos trabajos que había en aquella época para los miskitos
que volvieron de Honduras. Para Cleveland aquello había sido una oportunidad para demostrar su
capacidad y ganar dinero en medio de las mínimas condiciones de seguridad.

Pero aquellos años de gloria se habían ido desvaneciendo como las botellas luidas por la arena,
era el efecto de la ron plata y el caballito que noche a noche y día a día habían masticado su
cuerpo y su dignidad de miskito; el pequeño negocio de souvenirs que había edificado junto a su
esposa se lo había llevado el huracán Félix y ahora estaba de nuevo donde había comenzado:
empeñando su vida en el mar por un puñado de monedas de las empresas pesqueras.

Cleveland bajó al territorio del “Buitre”, a 130 pies de profundidad, pero era muy tarde, ya habían
atrapado a todos los habitantes de aquel fondo. Alcanzó a usar las ultimas onzas del tanque de
oxigeno en recolectar algunos corales y confiado como siempre en sus pulmones se lanzó a un
ascenso desesperado con el tanque vacío.

2 Imagen: Cuadro de pintor nicaraguense Augusto Silva

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Concentrado en la tenue luz de la superficie, no distinguió la sombra que se le fué acercando
desde debajo de las profundidades. Su corazón latía con fuerza y sentía el palpitar en sus sienes
con un ritmo que poco a poco lo iba induciendo en un trance suave, con un mareo que lo hacía
van volearse en el ascenso, finalmente se percató de la figura larga y escuálida que se hacia cada
vez mas familiar, sintió que el aire se atoraba en su pecho y sus brazos y piernas se agarrotaba
con un terror como jamás había sentido. En medio del silencio eterno de las profundidades
marinas se había encontrado con la sirena, la Liwa Mairin y ella solo tenias ojos para el; mujer
bella de cabellos largos, mitad mujer, mitad pez; la mirada era gélida y a través de ella podía ver a
incontables generaciones de hombres como él, congelados en encuentros similares a aquel;
suavemente vio las sombras cubrirlo y sintió el abrazo mortal, sobre sus espaldas, sobre su cuello,
sobre su rostro, todo su ser se estremeció, como si miles de espinas de metal atravesaran sus
extremidades, luego no miró nada mas, perdió el conocimiento.

******************
- ¿Y este hombre? ¿Por qué está aquí Doctor? ¿Síndrome de descompresión?
- Si…El es Cleveland, el mejor buzo que hemos tenido.. Ya son más de cuatrocientos y las
empresas no quieren pagarles nada...
- ¿Vamos a poder hacer algo por él?
- Ya lo metimos a la cámara hiperbárica, tiene el cuerpo destrozado, la última inmersión lo jodió, al
menos logramos que mueva los brazos… el dice que fue la sirena, como todos…
- ¿Podrá caminar?
- No, sus piernas se las llevó el mar, el solo se quedó con los huesos y los músculos… nada más.

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EL DIKUTNA

Han pasado siete días desde la última inundación en Musawas, la capital del mundo mayagna.
Las pocas familias que no fueron evacuadas por las crecidas de los ríos se juntan por las noches
ante las hogueras, para rememorar tiempos anteriores bajo la mirada atenta de los sukias, los
chamanes de la comunidad.

Todos esperan algo, una señal que les muestre si deben volverse invisibles como los ancestros
que escaparon de la guerra de los diez años, que es la manera como se llama en la historia
mayagna a los enfrentamientos entre la contra y los sandinistas.

Durante aquellos diez años algunos habían echo un pacto con Asangba el antiguo Dios,
desobedecido por los abuelos y abuelas mayagna; le pidieron que los volviera invisibles ante los
ojos de los españoles, a ellos, sus familias, bienes y animales. El Dios les había concedido su
deseo y ahora en aquellas comunidades solo rocas y madera eran visibles ante la mirada de los
que venían del Pacífico; ellos habían logrado escapar de la desdicha de las balas, de la
destrucción de sus casas, porque mucho había sufrido el pueblo mayagna a manos de los
miskitos, los ingleses, los españoles, Pedrón, la Contra y los gobiernos de la llamada Nicaragua.

Una vez más la historia mayagna volvía a ser de desgracia y la gente no sabe decidir su propio
camino, así que miran en el fuego buscando entender en su movimiento el mensaje oculto del
Universo, alguna señal que les diga que hacer, hacia donde ir. Pero el fuego no quiere hablar, solo
la mirada inescrutable de los sukias parece entender algo en medio de aquel fastuoso baile ígneo.

Abelino se puso de pie y todos hicieron silencio, era el abuelo mayor, el sukia mas antiguo
descendiente de aquellos pocos que habían luchado contra los miskitos cuando fueron
expulsados por ellos hacia el interior de la selva. Su rostro, surcado por mil arrugas, mostraba la
preocupación de un hombre que siente la carga de su pueblo en la espalda.

Abelino tomo una vara de granadillo y empezó a hablar despacio moviéndose alrededor del fuego:

“Los primeros hermanos dieron existencia a las montañas, a las lagunas, a los bosques, los ríos y
sabanas; entonces los dos hermanos, creadores del mundo Mayagna, remaron sobre un río en un
pipante pequeño. Pero una correntada del río los volcó y cayeron al agua y tuvieron que nadar
hacia la orilla para salvarse. Sintiendo frío buscaron las piedras Ki Pau y con ellas encendieron un
fuego, chocándolas para producir chispas y tomar un pedazo de tuno para así prender el fuego.
Los hermanos tenían hambre así que se metieron al monte donde hallaron maíz, que cortaron y
tostaron para llenarse. Luego echaron las mazorcas de maíz en distintos lugares, las mazorcas

3 Imagen: Cuadro de pintor nicaraguense Augusto Silva

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que echaron en el suelo de inmediato se transformaron en animales y corrieron en todas las
direcciones, las que echaron en el río se transformaron en peces y las demás se transformaron en
pájaros y salieron volando. Asombrados por aquella vida creada y sorprendidos por la forma
extraña que mostraba, los hermanos se durmieron. Luego, en lo más profundo de la noche,
Papang, el hermano mayor despertó cuando sintió que el fuego de la hoguera lo había alcanzado.
Cuando este empezó a estar ardiendo en llamas se desprendió de la tierra y subió hacia lo más
alto, hasta que su hermano menor solamente logró mirarlo como punto grande, redondo y ardiente
en lo más alto del cielo, fue así como llegó a ser el Sol”.

Los más jóvenes que por primera vez escuchaban la historia de la creación, se preguntaban en
silencio si sería cierta, después de todo aquellas narraciones mágicas y misteriosas parecían
fantasmas grises que se desvanecían cada ves mas cuando se enfrentaban ante el avance de los
ladinos en las tierras ancestrales, ninguna divinidad, ni siquiera el propio Papang, parecían
capaces de parar la tala del bosque y el robo de las tierras.

Abelino sintió las dudas que carcomían los corazones de los jóvenes y volvió a hablar mientras su
rostro era esculpido entre sombras y luces por el fuego:

“Ahora es el momento de actuar nosotros. Hemos sido responsabilizados por los hermanos para
cuidar del río, la tierra, el danto y la Ceiba; allá en la oscuridad se mueven las armas de metal de
los hombres ciegos, ellos vienen quitando y matando lo que no les pertenece, nuestra magia aún
está intacta, usaremos El Dikutna”

Las últimas palabras tuvieron un efecto impactante en el grupo, adultos y niños repetían el término
casi olvidado. “Dikutna” decían, separando las silabas, saboreando la sensación de vocalizar la
palabra que evocaba imágenes de muerte, una esperanza oscura reservada para los momentos
más terribles de la historia mayagna.

Los abuelos más viejos recordaban aún lo que sus abuelas les contaban de las guerras entre
miskitos y mayagnas. Mucho tiempo habían resistido el embate de los miskitos hasta que los
ingleses proporcionaron armas y machetes a sus enemigos; los mayagnas se tuvieron que
esconder en las montañas, en los pantanos, pero algunos de ellos habían juntado sus saberes y
construyeron la bomba de los sumus: El Dikutna.

El poder del Dikutna provenía del sukia, quien se relacionaba con los espíritus de la montaña, de
los ríos, del cielo. Aquel era el poder último de los sukias, que se alimentaba del miedo de los
enemigos.

Abelino mandó a traer el líquido del árbol de chicle, el Malaktah, recogido en horas tempranas.
Hizo un agujero en la tierra con sus manos y dibujó con una rama a la orilla del agujero figuras
cóncavas del lagarto, el tigre, la tortuga y el congo.

La comunidad se había reunido toda alrededor de Abelino; en un gran círculo miraban con
detenimiento como el sukia mayor revelaba la magia antigua, echando el líquido del chicle en los
dibujos de la tierra; algunas horas después en medio de cantos el líquido se había secado, aquello
era El Dikutna.

Entonces Abelino pidió silencio y empezó a hacer vibrar su garganta, haciendo sonidos guturales,
a veces parecía un congo, otras sonaba a danto. En el monte se escuchaba el sonido de los
animales respondiendo, pero nadie se movió, sabían que en el ritual del Dikutna no se podía
cazar, estaba vedado matar.

Algunos animales aparecieron a las espaldas de Abelino, un Ocelote, un congo y varias serpientes
se fueron acomodando cerca del Sukia sin temer a la gente ni al fuego. El abuelo mayor tomó
entonces una rama de ocote y prendió fuego a las figuras de chicle y el entró rápidamente a la

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hoguera como si fuera Udu, el primer sukia, mediador del pueblo mayagna ante Papang, el que
acompaña a los espíritus de los muertos hacia su nueva existencia.

Abelino era lamido por las lenguas de fuego sin sufrir daño, mientras bailaba y entonaba los
cánticos del Dikutna. Entonces los animales de chicle empezaron a flotar, como pequeños globos
de aire caliente y la hoguera se volvió más y más fuerte hasta convertirse en una columna visible
desde los montes más lejanos.

El Dikutna ya estaba volando, dirigiéndose hacia los cuatro puntos cardinales, hacia las casas de
los ladinos que ocupaban el territorio mayagna, listo para estallar y propagar enfermedades
mortales entre ellos.

La comunidad entera miraba hacia el cielo estrellado cuando se escucharon pasos desde el
monte. Al inicio, tan concentrados como estaban en el vuelo del Dikutna, atribuyeron los sonidos
que eran otros animales que acudían al llamado del sukia, pero no tardaron en descubrir su error
cuando entre las sombras aparecieron las figuras de veinte hombres armados con Akas y
machetes, y a pesar de que nadie los conocía todos sabían quienes eran.

Uno de ellos, un hombre moreno, alto y delgado, vestido de pantalón militar y camisa manga larga
señaló a Abelino y le gritó con desprecio: “Vos brujo ¿no ves que eso no nos asusta?, ya se
deberían haber ido de aquí, el único poder que existe es el de nuestras armas y nuestro dinero”

La comunidad guardó silencio, sabían que estaban solos, Bosawas entera era tierra de nadie, allá
en Managua, la capital de los españoles, diputados y madereros por igual ya se habían distribuido
la propiedad de la selva ancestral mayagna.

“Váyanse ahora indios de mierda, esta tierra ya fue comprada, váyanse con sus brujerías del
infierno”

Pero nadie se movió, Abelino vio debajo de las sombras que proyectaban las gorras de algunos
de los armados, el brillo del temor al ver El Dikutna volar en lo alto, pero su reacción de cambiar la
trayectoria de los animales de chicle tardó más que los pocos segundos del movimiento de veinte
dedos que activaron las armas hacia hombres, mujeres, niños, niñas y animales.

Las ráfagas segaron toda la vida que se hallaba a su paso, repitiendo la historia de las guerras
con los miskitos, los asesinatos de Pedrón, las matanzas de la contra, los niños que murieron en
la evacuación de Tasba Pri; una y otra vez muertos por los otros, una y otra vez expulsados a
sangre de sus propias tierras.

Abelino con siete descargas de plomo entre sus piernas y su pecho, fue el que más tardó en
morir, usó la energía que le quedaba para grabar las últimas imágenes de la comunidad muerta:
los armados registrando los cuerpos en busca de algo de valor, algunos escupiéndolos al no hallar
nada, otros persignándose al ver El Dikutna alejarse a lo lejos brillando en el cielo, los niños ojos
abiertos cara en la tierra, los hombres aún aferrados a varas y piedras en un intento desesperado
de defenderse.

Siete días desde la última inundación, en Musawas la capital del mundo mayagna, las pocas
familias que no fueron evacuadas por las crecidas de los ríos están juntas alrededor de una
hoguera, sus cuerpos están dispersos en charcos negros de sangre y en el cielo, su legado el
último Dikutna, busca su destino en la insondable oscuridad.

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