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Título: LAS CINCO PRINCIPALES ACUSACIONES CONTRA LA PUBLICIDAD

COMO INSTITUCIÓN DEL SISTEMA DE MERCADO

Autor: MIGUEL CATALÁN. Profesor Titular de la Facultad de Ciencias de la


Información de la Universidad Cardenal Herrera-CEU

Publicado en: Cadernos de Estudos Mediáticos, IV (2006), ediçao especial, pp. 350-363.

Resumen:
Este artículo resume las cinco acusaciones que más frecuentemente se formulan
contra la publicidad en tanto actividad empresarial y comunicativa de la sociedad de
mercado, así como de las respuestas en su defensa a que aquellas han dado lugar. En su
orden, son las siguientes: la influencia de la publicidad en los contenidos informativos de
los medios de comunicación, la creación de falsas necesidades, el dispendio del gasto
publicitario, la obsolescencia programada y el consumismo como forma de vida.
Pretendo dar en las líneas que siguen un resumen de las cinco acusaciones genéricas
que con más frecuencia se lanzan contra la publicidad en tanto actividad empresarial y
comunicativa de la sociedad de mercado, así como de las respuestas en su defensa a que
aquellas han dado lugar. Quedan excluidas, pues, de este artículo las imputaciones que
carecen de relación con el sistema económico-político, como son aquellas que afectan a
aspectos estrictamente morales o profesionales. El propósito deliberado de estas líneas no
es polémico, aún menos dirimente, sino sólo descriptivo; por imperativos de espacio,
también es, por fuerza, muy sumario.

Primera acusación: La influencia de la publicidad en los contenidos informativos de los


medios de comunicación.
Benjamin Bagdikian ha explicado con gran precisión en The Media Monopoly
(Bagdikian, 2000, 154-73) el proceso por el que la publicidad termina alterando los
contenidos informativos de los medios de comunicación: puesto que la publicidad
constituye, con diferencia sobre cualquier otro método de financiación, la mayor fuente de
ingresos de las emisoras convencionales de radio y televisión en los países capitalistas, así
como de los periódicos y revistas impresos y digitales, todos aquellos medios que quieran
sobrevivir en el mercado han de construir una imagen de sí mismos no partidista, no
problemática y no disidente. La razón de tal imagen forzosa de sí obedece a que los medios
han de atraer a los más amplios sectores de audiencia posibles, a causa de que estos son los
únicos que, a su vez, pueden atraer a los grandes anunciantes. Según otros autores como
Erik Barnouw, Bruce Owen, Jack H. Beebee o el propio Abramson, esta dependencia
financiera conduce a una inversión de los términos: los medios ya no ofrecen programas a
los espectadores, sino espectadores a los anunciantes (Abramson, 1990, 257 y 268).
Bagdikian, por su parte, dictamina que las políticas editoriales muy diferenciadas
difícilmente atraviesan el umbral de la marginalidad. Una emisora contracultural, radical o,
simplemente, no evasiva (nonescapist) seguirá siendo indefinidamente minoritaria a no ser
que sacrifique su diferenciación ideológica o de contenidos a la captación de grandes
anunciantes, los cuales a su vez sólo invertirán en ella si cesa la diferenciación que
ahuyenta a las grandes audiencias. Diversos estudios sobre la correlación entre publicidad
del medio y política editorial parecen confirmar esta ley del mínimo común denominador

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ideológico que Bagdikian ejemplifica en empresas farmacéuticas que prohíben a sus
clientes (los medios) informaciones u opiniones críticas con la imagen inocua de sus
productos, o también compañías tabaqueras que lograron con su financiación indirecta que
hasta finales de los años ochenta las revistas y periódicos más importantes de Estados
Unidos pasaran por alto los innegables vínculos que unían cáncer y tabaco para dedicar sus
reportajes de salud a enfermedades como la gripe, la polio o la tuberculosis, con incidencias
mortales ínfimas en el país, en vez de a una enfermedad que causaba por entonces en el país
una de cada siete muertes (Bagdikian, 2000, 170). Ayudará a entender este método de
control de contenidos la confesión de un vicepresidente de Procter & Gamble, quien
reconoció sin tapujos la condición impuesta por su compañía a los medios o programas que
les ofrecían un espacio para anunciarse: «Al programar nuestros productos nos aseguramos
de que lo hagan en un buen ambiente para su publicidad» (Bagdikian, 2000, 159).

A lo largo del tiempo se han consolidado dos líneas de defensa de la publicidad por
parte de la industria:
1) La primera línea de defensa ante el principio de conformidad de Bagdikian arguye que la
publicidad no es en sí misma conformista ni inconformista, sino una mera correa
transmisora de los valores sociales y políticos vigentes, de tal manera que si estos son
conservadores, la publicidad será conservadora, y, en cambio, dará un paso adelante en las
fases de transformación social. Desde el punto de vista político, cuando el Estado prohibió
la promoción del tabaco en televisión debido a sus efecto perjudiciales para la salud,
cesaron las actividades publicitarias del tabaco para imponerse en su lugar otros valores
como los del ejercicio o la vida sana; cuando, por el contrario, aún se ignoraban los peligros
que conllevaba el hábito de fumar, no sólo la publicidad, sino también las demás artes y
técnicas de la comunicación, incluyendo el cine, transmitían mensajes positivos del tabaco.
Desde el punto de vista social, un buen ejemplo podría darlo el lesbianismo de la tenista
Amélie Mauresmo. Ante la llegada al circuito femenino de tenis en 1999 del cuerpo
musculoso y la potencia de brazo de esta tenista francesa; ante su negativa a ponerse
faldellín durante los encuentros del Torneo Abierto de Australia (prefería el pantalón corto)
y la controversia creada por sus contrincantes (Martina Hingis: “ella está aquí con su novia,
es un medio hombre”; Davenport también la comparó con un hombre), la ex presidenta de

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la Asociación de Jugadoras de Tenis, Pamela Shriver, hizo una declaración significativa:
«Será una prueba ver cómo la publicidad reacciona con ella. Si las marcas la apoyan,
habremos entrado en una nueva era» (El Mundo,1 de febrero de 1999).
El negocio publicitario puede favorecer un cambio en la mentalidad de las gentes,
pero sólo se atreverá a impulsarlo si cree que va a ganar con ello; en caso contrario, dará un
prudente paso atrás. Gracias a que la popularidad de Mauresmo no sufrió al conocerse su
tendencia sexual, sus marcas patrocinadoras, Dunlop y Nike, siguieron apoyándola hasta el
día de hoy, cuando acaba de ganar (noviembre de 2005) por primera vez el Masters
femenino, aunque ahora ya vistiendo faldellín.
2) La segunda línea de defensa mantiene que la dependencia económica respecto a las
empresas privadas es mejor para los medios que la única alternativa posible, a saber, la
dependencia del gobierno. Pues esta última acarrea serias amenazas a la dimensión
pluralista de la propia democracia liberal, cuando no aparece claramente asociada a
dictaduras de opinión. Tal como señala el propio Abramson, no es que se nieguen los
perjuicios causados por los anunciantes en el espíritu objetivo que se le presume a la
información, sino que se los acepta ante peores alternativas derivadas del sistema político:
como ilustran los sistemas de partido único, el monopolio ideológico de la minoría
gobernante gracias a su capacidad de financiación resultaría mucho más dañino para
nuestras sociedades en su alteración de los contenidos informativos que la actual situación
de mercado donde, al menos, se fomenta la pluralidad de los medios de comunicación a
partir de la competencia y pluralidad de sectores de los anunciantes.

Segunda acusación: La creación de falsas necesidades.


Ya en 1954 Herbert Marcuse, miembro de la Escuela de Frankfurt, afirmó lo
siguiente: «La mayor parte de las necesidades predominantes de descansar, divertirse,
comportarse y consumir de acuerdo con los anuncios (...) pertenece a la categoría de falsas
necesidades» (Marcuse, 1984, 32). En consonancia con el esquema de la teoría crítica en la
que se situaba Marcuse, la cual concibe al individuo contemporáneo como un ente sin
autonomía ni libertad de decisión aherrojado por el sistema falsamente liberador del
capitalismo, los anuncios crean a partir de la nada una compulsión adquisitiva que agudiza

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su dependencia del sistema de producción y consumo. Según autores como Vance Packard,
las agencias publicitarias podrían crear estas falsas necesidades en la mente del inerme
consumidor mediante un “lavado de cerebro” (brainwashing), el cual se vale de la falta de
libertad real del comprador para inocularle de forma subrepticia los deseos del anunciante.
Tales “necesidades represivas” inducidas por la necesidad autorreproductora del sistema de
mercado estarían sometidas a una contradicción interna: se ofrece una gran variedad de
productos como necesidades de las que en apariencia no se puede prescindir, cuando las
necesidades, por definición, no pueden ser muchas, sino más bien pocas. Como otros,
también Marcuse intentó encontrar un criterio de distinción entre necesidades verdaderas y
falsas: «Falsas son aquellas que intereses sociales particulares imponen al individuo para su
represión: las necesidades que perpetúan el esfuerzo, la agresividad, la miseria y la
injusticia. El resultado es, en este caso, la euforia dentro de la infelicidad» (Marcuse, 1984,
32).
Por su parte, J. K. Galbraith (Galbraith, 1958, 152-5) aseguró pocos años después
que los deseos satisfechos por la publicidad no eran espontáneos, sino inducidos, pues «su
objetivo primordial [el de la publicidad] es el de crearlos —el de dar vida a unas
necesidades que anteriormente no existían» (Galbraith, 1958, 152-3). Según el “efecto
dependencia” propuesto por Galbraith, el siglo XX asistía a una inversión lógica en las
relaciones de producción y consumo: la demanda de bienes por parte del consumidor
dependía cada vez más de la oferta de los mismos por parte del productor, y no a la inversa,
tal como venía sucediendo hasta ese momento: en vez de que el producto dependa de las
necesidades, las necesidades habían empezado a depender del producto (Galbraith, 1958,
155).
Por último, la publicidad crea también falsos valores: los consumidores se ven
empujados a adquirir sin parar objetos de escasa o nula utilidad, diluyéndose así la
diferencia entre el valor auténtico de ciertas cosas o actividades y el valor espurio de las
cosas y valores publicitados. Si añadimos a esta confusión valorativa el hecho de que los
productos anunciados resultan con frecuencia caros (cuando, por definición, una necesidad
no puede ser demasiado costosa en una economía equilibrada), llegamos al resultado de que
los consumidores menos preparados para la frustración, como los jóvenes, se sienten
desgraciados si no consiguen adquirir esos productos que juzgan imprescindibles.

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Una réplica profesional, aunque indirecta y muy escueta, a todas estas críticas
académicas más o menos verbosas la proporciona David Ogilvy, fundador de la agencia de
publicidad norteamericana Ogilvy & Mather. Mediante una serie de preguntas encadenadas,
Ogilvy deja entender que las falsas necesidades son un mito: «¿Quiénes son ellos [los
críticos] para decidir acerca de las necesidades de los demás? ¿Usted necesita un
lavaplatos? ¿Necesita un desodorante? ¿Necesita unas vacaciones en Roma?» (Ogilvy,
1994, 207).

Lo que insinúa Ogilvy es que el concepto de “necesidades” se utiliza en la crítica a


la publicidad de forma engañosamente objetiva, cuando su naturaleza es por completo
subjetiva. Para la mayoría de las familias europeas actuales, un lavaplatos es necesario
aunque no lo fuera hace cien años (entre otras cosas, porque no existía). Ese relativismo en
la estimación no significa que la necesidad actual no sea genuina, sino que su naturaleza es
histórica y cambiante. Fluctuación parecida se detecta en torno a los viajes o el
desodorante; para ciertas personas, el desodorante será imprescindible; para otras, superfluo
y hasta antinatural. Así, no se puede prescribir qué necesita otra persona si no queremos
precipitarla en la heteronomía del individuo denunciada por los propios frankfurtianos.
Corresponde a cada cual determinar sus propias necesidades, y pretender que alguien lo
haga por los demás (determinar cuáles son las necesidades virtuosas o correctas) resulta tan
absurdo como políticamente peligroso.

La indeterminación objetiva del concepto de necesidad también se pone de


manifiesto en el fracaso de los criterios de demarcación entre verdaderas y falsas
necesidades. El criterio del propio Marcuse “Las únicas necesidades que pueden
inequívocamente reclamar satisfacción son vitales: alimento, vestido y habitación en el
nivel de cultura que esté al alcance” (Marcuse, 1984, 33) es tan ambigua como pueda serlo
cualquier otra; a tal respecto, preguntar “¿Cuál es el nivel de vestido necesario en nuestra
cultura?” resulta absurdo si se pretende con ello algo más que responder con una
descripción del nivel de vestido que las gentes de nuestra cultura consideran necesario. En
cuanto alguien (por cierto, ¿quién?) pretendiera prescribir las necesidades objetivas de
vestuario de sus conciudadanos (¿en términos de mudas semanales, de presupuesto

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mensual?...), caeríamos en un ingenuo intelectualismo abocado al fracaso. Ahora bien,
puestos a ir a raíz del concepto, las necesidades, entendidas como necesidades vitales, no
van más allá de las de Diógenes el cínico; un barril para abrigarse y un cuenco para beber.
O, mejor, sólo el barril: cuenta Diógenes Laercio en el libro VI de sus Vidas de los más
ilustres filósofos griegos que, al ver el filósofo cómo un muchacho bebía con las manos,
también se desprendió del lujo de su cuenco.

Ahora bien, la palabra "necesidad", empleada en el seno de una sociedad de la


abundancia como la nuestra, carece de sentido, pues cualquier cosa se siente como
necesidad o no se dependiendo de que se experimente como tal; no existen necesidades
stricto sensu, sino objetos de deseo más o menos intenso. Y la publicidad contribuye a
desear ciertos objetos. Quienes censuran a la publicidad porque impone falsos valores,
replican sus defensores, están intentando, acaso sin saberlo, imponer una limitación del
nivel de consumo a quienes, simplemente prefieren consumir más.

Quienes censuran a principios del siglo XXI el valor o la necesidad del teléfono
portátil están defendiendo sin saberlo el valor o la necesidad del teléfono fijo, como si este
fuera una verdadera necesidad o un verdadero valor; lo fue en su momento, y quienes a
principios del siglo XX defendían métodos más tradicionales de transmisión de la voz o un
menor gasto en la vida particular también censuraron el uso del teléfono. Los profesionales
publicitarios mantienen que ellos no pueden crear nuevos valores o inventar necesidades a
partir de la nada, y no por falta de ganas, sino porque se estrellarían contra la evidencia; lo
que sí hacen es buscar nuevos mercados para valores o necesidades subjetivas que pugnan
por imponerse debido a la dinamicidad en la demanda y oferta de bienes de consumo. Ante
quienes aseguran que la publicidad crea la falsa necesidad de un cuerpo perfecto, dando una
imagen irreal del cuerpo humano y ejerciendo un impacto negativo sobre la imagen real que
tienen los consumidores de su propio cuerpo, se replica que la belleza es un valor
preexistente que se limitan a utilizar en sus mensajes, del mismo modo que lo potencian los
mensajes no publicitarios, tanto de forma explícita como implícita (la presentadora de un
noticiario joven, bella y delgada que presenta a las reinas de la pasarela jóvenes, bellas y
delgadas).

Respecto a la técnica del “lavado de cerebro” para imponer las falsas necesidades,

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los valedores de la industria publicitaria señalan para empezar que es una tesis
indemostrable y, por tanto, sin valor predictivo. Afirman en segundo lugar que la tesis de la
manipulación obedece a un desconocimiento completo del trabajo integral publicitario,
donde la investigación (sondeos, estudios y análisis) de los gustos, tendencias y reacciones
del consumidor ocupa una parte importante del tiempo y el dinero invertido por las
agencias. En tercer lugar se arguye que si la publicidad pudiera manipular a voluntad los
deseos del consumidor no se darían los sonados fracasos de grandes campañas de
marketing como las relativas al sistema Beta de video o al sonido cuadrafónico o a los
fiascos muy frecuentes de productos de entretenimiento como películas o discos de grandes
compañías; ante lo intrincado de los factores de éxito, las agencias de publicidad se
concentran más bien en identificar los factores del fracaso de una campaña. En cuarto lugar,
tal tesis proyecta una idea irrealista del consumidor como menor de edad o adulto estúpido;
un ente pusilánime que carece de capacidad de discriminación o de libertad de decisión; en
ese sentido, utilizando resultados de encuestas en diferentes países desde el decenio de los
30 del siglo XX, John Calfee arguye que la mayoría del público adulto se muestra escéptico
respecto a los mensajes publicitarios; los consumidores conocen su intención persuasiva,
una intención a la que no hay que temer, pues también la albergan la mayoría de los
discursos públicos, incluyendo los políticos, literarios o forenses, y ante los cuales los
ciudadanos saben defenderse razonablemente bien por sí mismos, al igual que lo hacen de
la publicidad (Calfee, 1997).

Tercera acusación: El gasto publicitario no es inversión, sino despilfarro.


Esta crítica parte de una realidad innegable: el cuantioso dispendio que supone el
recurso a la publicidad. Según el último estudio Infoadex de la inversión publicitaria en
España, la inversión real estimada del mercado publicitario nacional durante el pasado año
2.004 alcanzó los 12.846 millones de euros y se sitúa en el 1,70 % del producto interior
bruto del país. En los países occidentales avanzados, la inversión publicitaria también
supera el 1% del P.I.B. Partiendo de esta realidad contable, la crítica a la publicidad se
desenvuelve en tres partes:
1) no hay forma de saber si tal gasto resulta rentable para el anunciante. Concurren tantos
factores en el acto de compra que no se puede aislar el factor de la publicidad sin cometer la

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falacia lógica conocida como Post hoc, propter hoc: pues del hecho de que B (la venta)
haya sucedido después de A (el anuncio) no se puede concluir que A sea la causa de B. El
hecho de que un producto incremente su venta tras una campaña de publicidad no significa
sin más que la campaña sea la causante de esa variación, debido a que los otros factores
también han actuado durante la campaña; lo mismo vale para el descenso o estancamiento
de las ventas. Los factores de la decisión de compra son tan complejos como inextricables.
2) A cambio de esa inextricabilidad de sus efectos, sí conocemos con certeza que el gasto
publicitario finalmente sale finalmente del bolsillo de los propios consumidores. El proceso
es bien conocido: el productor consigna la facturación de los gastos de marketing, incluida
la publicidad, en el apartado de costes, los cuales repercuten a su vez en el precio del
producto. Es decir, según este curioso circuito:
3) El consumidor paga para que le intenten convencer de que compre un producto y, una
vez, lo compra, el productor le carga el coste que supone haberlo convencido.
En consecuencia de todo ello, se afirma que el gasto en publicidad es irracional.

Frente a esta crítica de la arbitrariedad o frivolidad del gasto, Armand Mattelart


(Mattelart, 1991, 121) ha esgrimido a partir de un memorándum de la CEE de 1978 los
contraargumentos de necesidad que defienden la racionalidad del gasto publicitario, de los
cuales extraigo aquí sólo los que me parecen más pertinentes: 1) Los fabricantes y
proveedores necesitan difundir entre el producto la existencia de aquellos productos que
tienen para ofrecer 2) Los consumidores también necesitan de la publicidad, pues sin ella
no podrían elegir entre varias opciones ni tampoco probar nuevas marcas. 3) La publicidad
ejerce un efecto de estabilización del empleo asegurando la venta constante de la
producción. 4) La publicidad estimula el desarrollo y la innovación, al obligar a las
empresas a ofrecer nuevas ventajas que igualen o superen las innovaciones de sus
competidores. 5) La publicidad, finalmente, contribuye a financiar los medios de
comunicación. Cabría añadir a estos cinco un sexto argumento que se esgrime con cierta
frecuencia: el de que la publicidad contribuye a la producción en masa, y, con ello, al
abaratamiento del precio por unidad de producto.

Cuarta acusación: la obsolescencia programada.

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La imputación de obsolescencia programada consta de varios pasos lógicos: (1) el
productor obtiene mayor beneficio cuantas más unidades del producto consigue vender (2)
Por tanto, el productor ambiciona producir el mayor número de unidades posible (3) En
consecuencia, la tendencia natural de la economía de mercado es la de aumentar
ilimitadamente la producción (4) Una producción ilimitada requiere a su vez un consumo
asimismo ilimitado (5) La publicidad contribuye a este último fin incitando a que todo el
mundo consuma la mayor cantidad posible de cosas durante la mayor parte posible de
tiempo. (y 6) Se produce así un fenómeno de doble dirección: desde la perspectiva del
productor, la obsolescencia programada, y desde la perspectiva del consumidor, el
consumismo como forma de vida (examinaremos este fenómeno en la quinta acusación).
Vayamos con la obsolescencia programada. Para que el ritmo de producción se
incremente cada vez más conviene producir, no sólo nuevos tipos de bienes, sino también
bienes crecientemente perecederos que el consumidor tenga que comprar una y otra vez.
Por ejemplo, los pañuelos y servilletas de papel abren un mercado de constante demanda
(por la obsolescencia automática al primer uso) allí donde hace cuarenta años no existía
(por el material duradero y lavable con que se fabricaban). Quizá el sector obsolescente por
excelencia sea el de los productos informáticos, donde se tiene la impresión de que para
estar al día precisamos renovar el equipo completo cada tres años. A la luz de esta nueva
esfera de valores, el viejo escritor que sigue redactando sus holandesas con la máquina de
escribir que compró con su primer sueldo ha devenido una tierna figura de belén. Es lo que
Vance Packard denomina "obsolescencia programada" en sus obras The Waste Makers
(dedicada a la obsolescencia material) y en The Hidden Persuaders (dedicada a
obsolescencia espiritual o simbólica). Vale la pena reproducir la cita de Dorothy Sayers que
encabeza el primero de los dos títulos: «A society in which cosumption has to be
artificially stimulated in order to keep production going is a society founded on trash and
waste; such a society is a house built upon sand» (Packard, 1960). Packard denuncia la
obsolescencia programada en los artículos de usar y tirar, pero también en los automóviles
y sus piezas mecánicas (baterías de coche, p. ej., fabricadas para que caduquen a los dos o
tres años en bien de la reposición). Aunque un coche puede durar en buenas condiciones
entre diez y doce años, hay quien cambia de coche cada tres años gracias al “contrato de
por vida” de Ford y aún cree estar haciendo un buen negocio cuando.

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La obsolescencia programada de los productos constituye, según esta crítica, una
estrategia de marketing que agota los recursos naturales y explota a los consumidores
aprovechándose del valor hiperactivo de la novedad y del cambio por el cambio, bien
ilustrado por el eslogan de los relojes Swatch «Lo único que no cambia nunca en Swatch es
que cambia siempre».

En defensa de la publicidad se ha argumentado:


1) Que la importancia del lujo y, por tanto, del acopio de bienes innecesarios, dista de ser
nuevo. Tampoco es un producto del marketing. La moda ya implica emulación y valor
ostentatorio. Los indumentos son obsolescentes en aquellas culturas que pueden
permitírselo; en ellas se utilizan los bienes innecesarios, además, como señal de estatus. El
sociólogo Thorstein Veblen indicó ya en 1899 cómo funcionaba el consumo ostentoso o de
exhibición en sociedades premodernas; entonces era un “signo distintivo del amo”:
“Durante las primeras etapas del desarrollo económico, el consumo ilimitado de bienes (...)
corresponde de modo normal a la clase ociosa» (Veblen, 1987, 76); la única diferencia es
positiva; pues, por fortuna, gracias a la acumulación de riqueza propia del desarrollo
capitalista, el dispendio se ha democratizado. Y el marketing y la publicidad contribuyen a
esa universalización. Tal es la diferencia entre el canon del derroche suntuario que ya
aparece en los mantos de plumas de Hawai o en los mangos tallados de azuela polinesios
(Veblen, 1987, 147), al alcance de una estricta minoría, y la actual renovación mayoritaria
de bienes de consumo, al alcanza de la inmensa mayoría. También Werner Sombart mostró
en Lujo y capitalismo (Sombart, 1951, 174-263) que el lujo de ostentación de las cortes
europeas desde fines de la Edad Media hasta los ss. XVII y XVIII fomentó el desarrollo del
capitalismo previo a toda publicidad en el sentido moderno. La moda y el deseo de
novedad, exponentes principales del principio de obsolescencia, forman parte de los
cánones suntuarios exigidos para mantener la aceptación social ya en sociedades
precapitalistas; pero, además, se convierten en factor de desarrollo con la llegada de la
economía comercial sin dañar a nadie; la producción de tales bienes deberá adaptarse,
desde luego, a la limitación de materias primas o de recursos naturales, pero su consumo
nada de perverso tiene en sí mismo.

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Quinta acusación: El consumismo como forma de vida.
Esta acusación procede de un desarrollo de la segunda y la cuarta acusaciones. El
impulso heterónomo hacia el acto de compra innecesaria impulsado por las técnicas de
obsolescencia termina, al convertirse en hábito, transformándose en un estilo de vida. El
consumismo como estilo de vida supone la transformación del tiempo de ocio en tiempo de
consumo a partir de la creación artificial de necesidades. El consumo como actividad
preferente fomenta una moral vacía, propia de una sociedad que ha dejado de creer en la
ética del trabajo o en valores trascendentes; la evasión, la diversión y la compra compulsiva
nos permiten olvidar el sinsentido de nuestras vidas, producto a su vez de la desaparición de
valores más sólidos. A la ética familiar o cívica se ha sobrepuesto una ética de la
competitividad materialista y de la emulación a toda costa.
En descargo de la publicidad se han mantenido tres líneas de defensa:
1) La publicidad no es agente causal de la situación. Ciertamente, el sistema económico
conlleva cierto grado de competitividad, individualismo y materialismo, pero los publicistas
se ven a sí mismos como una rueda más del engranaje de valores que puedan traslucir sus
mensajes, al igual que lo hacen los mensajes del político o el periodista. «La publicidad no
es, en consecuencia, más que una forma más o menos mecánica de organizar la actividad
económica en una situación de mercado libre» (Qualter, 1991, 116).
2) Lo que puede provocar la publicidad con su ideales de novedad y acceso a los bienes de
consumo son valores moral y políticamente positivos: fomentan el inconformismo y luchan
contra la resignación política y social, las cuales han formado parte del paisaje moral de
nuestras sociedades europeas durante demasiados siglos. El individualismo bien entendido
es políticamente positivo porque favorece el cambio social y la desaparición de las barreras
de clase.
3) Por último, la publicidad no necesariamente se solidariza con valores individualistas o
materialistas del sistema mercantil, como demuestra la "publicidad comprometida
socialmente" y el “marketing con causa social”. Esta publicidad con causa social destaca el
aspecto comunicativo de la publicidad ayudando a determinadas causas o denunciando
problemas o colaborando en su toma de conciencia; si la financia el Estado o una
institución pública, la publicidad desarrollará campañas institucionales con sentido cívico-
político y humanitario, como el respeto a las minorías menos favorecidas, la prevención del

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alcoholismo y las drogodependencias o la prudencia al volante (véanse algunas campañas
institucionales españolas en Pajuelo, 1993, 67-131). Pero también empresas privadas como
Body Shop pueden apoyar su imagen de marca en un respeto real al medio ambiente,
fabricando productos con ingredientes naturales o utilizando papel reciclado o invirtiendo
en la economía local. En tal sentido, las conflictivas campañas de Benetton han sido
defendidas por su creador, Oliviero Toscani, con el argumento de que el hecho de que una
empresa busque también el beneficio privado no desautoriza su búsqueda de beneficio
social (Toscani, 1996, 195). La cuestión radica en saber si la función primordial del
empresario, a saber, obtener beneficios, lo desautoriza moralmente para ejercer una gestión
de su departamento de marketing que sea beneficiosa para el conjunto de la sociedad. En tal
sentido puede entenderse la intencionada pregunta de un periodista a Toscani durante su
gira promocional por Austria y Alemania: «¿Benetton tiene la intención de convertirse en
un organismo internacional de caridad que vende trajes para pagar sus gastos?» (Toscani,
1996, 73). Los defensores del marketing con causa social indican que este tiene sentido
siempre que la empresa cumpla las promesas realizadas y comprometa a la plantilla de
trabajadores en los valores propugnados. Gilles Lipovetsky ha señalado esta sinergia entre
interés privado y público también tiene lugar en la mente de los los consumidores: son
millones quienes se muestran reacios a hacer donaciones desinteresadas, pero no a comprar
una caja de leche o a adquirir el billete de un concierto que destina una parte de sus
beneficios a obras sociales. A menor espíritu de sacrificio, mayor capacidad para recoger
fondos: «el presupuesto de la caridad-solidaridad en Francia pasó de 1.000 millones de
francos a 7.000 millones: de esta suma, las colectas en la vía pública no supusieron más que
100 millones. La era del marketing humanitario y caritativo (mailings, carteles, telecaridad)
es poco exigente para los individuos, pero más eficaz, poco rigorista pero más
“movilizador” de masas, aunque sea para un caso concreto» (Lipovetsky, 1994, 139). En el
ámbito concreto de la publicidad, sus defensores mantienen que la ética como personalidad
de marca promueve una ventaja sobre las marcas adversarias, pero también que tal ventaja
debe entenderse en un sentido igualmente beneficioso para la sociedad, en una
confirmación del viejo apotegma de David Hume “Honesty is the best policy” según el cual
la honradez es la mejor línea de conducta también para uno mismo.

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BIBLIOGRAFÍA

-Abramson, J. (1990). Four criticisms of press ethics. En: Democracy and the mass media,
Lichtenberg, J. (Ed). Cambridge, Cambridge University Press, 229-268.
-Bagdikian, B. (2000). The media Monopoly. Boston, Beacon Press.
-Calfee, J. (1997). Fear of persuasion. Londres, Agora / AEI.
-Galbraith, J. K. (1984). La sociedad opulenta. Barcelona, Planeta-Agostini.
-Lipovetsky, G., El crepúsculo del deber. Barcelona, Anagrama.
-Marcuse, H. (1984). El hombre unidimensional. Barcelona, Orbis.
-Mattelart, A. (1991), La publicidad. Barcelona, Paidós.
-Ogilvy, D. (1994). Ogilvy & la publicidad. Barcelona, Folio.
-Packard, V. (1960). The Waste Makers. Nueva York, David McKay Co.
-Pajuelo, C. (1993). Aproximación al discurso publicitario desde la ética. Valencia,
Fundación Universitaria San Pablo-CEU.
-Qualter, T. H. (1991). Publicidad y democracia en la sociedad de masas.
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-Sombart, W. (1951). Lujo y capitalismo. Madrid. Revista de Occidente.
-Toscani, O. (1996). Adiós a la publicidad, Barcelona, Omega.
-Veblen, T. (1987). Teoría de la clase ociosa. Barcelona, Orbis.

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