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o no seáis zombis.
Prólogo
Ruy Díaz de Bivar, recién denominado Cid Campeador por sus hazañas en
Sevilla, cae repentinamente enfermo, lo que le impide sumarse a las mesnadas que
Alfonso VI de Castilla lleva para combatir a los moros de Andalozia.
Mas, ¿en qué consistió realmente dicha enfermedad? ¿Por qué se vio
obligado a dejar su tierra tan repentinamente? ¿Qué sucedió entonces?
Ofrecemos una versión modernizada para que cualquier zombi actual, sea
cual sea el estado en que se encuentre, pueda acceder de primera mano... tenga la
posibilidad de leer con sus propios ojos... disfrute sin problemas irresolubles de las
hazañas del héroe que nos legó a todos este horripilantemente hermoso mundo de
oscuridad y negrura.
Yantar Primero
Las señales, bien que escasas y poco ostensibles, resultaban no obstante
definitivas. Cada persona desarrollaba el proceso a un ritmo propio, por lo que no
podía saber con exactitud cuándo había comenzado el suyo, y mucho menos en
qué momento las muestras externas resultarían tan obvias para los que le rodeaban
que no cabría negación posible. En el fragor de la batalla, allá en Sevilla, las heridas
multiplicadas tenían distintas procedencias, y en tal berenjenal de bandos, moros y
cristianos por un lado contra moros y cristianos por el otro, no habían sido en
absoluto extrañas las marcas de uñas y dientes –Cid Campeador, le habían
apodado entonces, y se había ganado el título–. Cualquiera de ellas podía haber
sido la fuente. Ahora, una nimia pústula en el glúteo, descubierta por su aterrado
paje durante el baño anual, indicaba la irreversibilidad de su destino. Las fiebres
que le habían postrado en cama, impidiéndole acudir a esta última campaña
militar de Alfonso, cobraban sentido.
Bien, la animadversión que su nuevo rey –al que, por cierto, consideraba
mucho más apto para el cargo que a su hermano Sancho–, forjada mucho tiempo
atrás en la jura de Santa Gadea y fortalecida por su indisposición posterior para las
guerras en Andalozia –que entonces había parecido una simple excusa pero que, a
raíz de los recientes descubrimientos, cobraba una relevancia mortal, que debía
permanecer en el mayor de los secretos–, le hizo ver claramente la solución a sus
problemas; el rey no le quería cerca, y los nobles que le acompañaban en tierras del
sur –a muchos de los cuales había derrotado en Sevilla, empezando por el conde
Garci Ordóñez, mano derecha del monarca, cuando éste y otros se habían unido al
rey moro de Granada– no soportarían verle vencer de nuevo, sofocando la revuelta
de los moros de Toledo, tan cerca de Castilla, mientras ellos se las apañaban en el
sur, y tergiversarían toda la historia en su contra. De modo que había aprestado
mesnadas, las había comandado con singular valor e ingenio, había vencido a los
sublevados, y había esperado la reacción adversa de los que no le querían bien.
Así fue, y el destierro constituyó el ansiado pago por su lealtad; cuatro años
se auto-impuso, pues necesitaba un plazo seguro para cumplir sus planes antes de
que la muerte y la vida postrera se lo impidiesen.
–Mi señor... –A Álbar Fáñez, más diestro con la espada que con la palabra,
mucho le hubiera complacido añadir algo y acercarse a su primo, mas refrenó sus
pasos junto con la lengua al ver la pústula en la nalga de Ruy Díaz y su rostro
serio.
–¿Es lepra acaso? –se interesó otro, más preocupado por su propia salud que
por la de su amo.
Doce de ellos, como ya fue antedicho, rogaron a su señor que los convirtiera.
A los otros tres los devoraron juntos, Mio Zid –así le llamarían ahora en
secreto los suyos– con sus guerreros, con el fin de acrecentar las fuerzas para el
viaje. Con sesenta pendones –reservas andantes– llegó a Burgos, donde trataría de
hacerse con dinero para poder cebar de momento a sus numerosos vasallos no
conversos.
A Jimena y a las niñas las mantendría a buen recaudo en el cercano
monasterio donde ahora habitaban, confiando en contar con tiempo para lograr
suficiente prez y gloria y así poder casarlas con lo mejor de la nobleza de los reinos
cristianos.
–Adiós, Mio Zid el de Bivar, que un nuevo tiempo traes; nada ganáis con
nuestro mal. Que Dios os valga –fueron sus postreras y enigmáticas palabras.
Ya se sabe que todo aquel que hace dinero con el dinero ladrón es, como
dicta la doctrina de la Santa Madre Iglesia y las leyes de nuestros reinos, por lo que
la sabiduría popular asume que engañar a un ladrón ha de tener cien años de
perdón. Verdad también es que Ruy casi había decidido, acampado con sus
huestes a orillas del río, empezar a zamparse a sus vasallos ante la falta de peculio,
mas quiso su bienaventuranza que hasta él se llegara, enterado de las penurias del
Campeador, Martín Antolínez, en el que inmediatamente reconoció el Zid no solo
al amigo, sino a un compañero en la recién conocida desdicha, aunque, justo es
reconocerlo, bien conservado todavía. Así, tras el intercambio cortés de
informaciones y deseos, pronto llegaron a la decisión de engañar a los judíos
Raquel y Vidas, mediante el subterfugio de llenar dos arcas con la arena de la
orilla, asegurándoles que era el oro recaudado por el Campeador en tierras de
Sevilla, de modo que, si les placía, debían guardarlas en su casa, sin osar siquiera
mirarlas durante un año, mientras que después podrían disponer completamente
de ellas para sus préstamos; a cambio, les darían unos dineros que en la situación
actual del Zid y los suyos mucha falta les hacían.
–Entiendo las prisas que vuestra merced manifiesta en el negocio que nos
propone, y a tan buen caballero no hemos de dejar de honrarle y alabar su valor,
sin despreciar por ello la palabra del rey. Mas no toméis por ofensa lo que no es
sino la precaución propia de las almas menos grandes que la vuestra, si os pedimos
un aval... –se mostró algo cauteloso Vidas, acostumbrado a las extrañas
triquiñuelas propias de esos cristianos que de dineros no entendían nada.
–Vos, como todos en Castilla, sabéis que debo abandonar estas tierras y
emprender una dura campaña; no será fácil y no puedo andar entre inquietudes
terrenales más allá de alimentar a mi mesnada –proclamó, solemne y tajante, el de
Bivar–. La palabra de Ruy Díaz es mi único aval. Tomadla si os place, y tomad con
ella la certeza de que vuestro servicio se verá recompensado más allá de toda
medida.
Raquel, por su parte, veía con desprecio a aquel guerrero; como a todos los
de su calaña. Se sentía odiado solo por entender el sentido del oro más allá del
mero placer de gastarlo, por conocer, como no hacía ninguno de esos cristianos,
que una transacción bien hecha tenía más sentido que un diezmo a uno de sus
gordos sacerdotes… así que vio toda una oportunidad de realizar un trueque la
mar de beneficioso para él y su compañero de negocios.
Ruy quedó altamente complacido con las buenas maneras de Martín, al que
al punto invitó a acompañarlos. El burgalés aceptó muy a su gusto, y prometió
rencontrarse con el grupo más adelante, pues debía regresar a su ciudad
rápidamente para ocuparse en «unos asuntos», según argumentó.
Los desdichados judíos lo recibieron con alegre sorpresa, sobre todo cuando
el caballero les propuso invitarles a un festín para celebrar el acuerdo, sin saber
hasta casi el final que en él ellos serían el plato principal y único.
Pidieron audiencia con quien habría de ser su nuevo Señor, siendo todos y
cada uno de ellos de buena cuna y mejor espada. El encuentro, no obstante, no se
desarrolló tal como los caballeros recién llegados suponían que habría de
acontecer: lejos de la pompa y público boato, en la tienda de campaña el Zid les
recibe tan solo acompañado por Minaya, frente a una pequeña mesa llena de carne
sin cocinar, algo que no deja de extrañar a los aspirantes a nuevos refuerzos.
–Muchas son las tierras que hemos de arrebatar a los infieles, mi Señor,
muchas las batallas en las que debemos vencer, y solo vuestra merced será capaz
de ello, como ya ha demostrado en incontables campos de batalla –ensayó una
adulación final, no sin cierto nerviosismo en la voz.
Pero no era el momento para tales exquisiteces, más bien era el de obtener
nuevos vasallos dispuestos a blandir la espada. Se ultiman, pues, todos los arreglos
pertinentes y necesarios, se realizan las promesas obligadas y el Zid, al final,
ordena a los caballeros integrarse plenamente en sus filas.
Aquella noche, no supo si íncubo casto o Arcángel –bien que nuestro héroe
prefirió inclinar su pensamiento hacia la segunda opción–, una presencia le habló
en sueños, asegurándole todo tipo de futuras venturas, por lo que a la mañana
siguiente, sintiéndose protegido o al menos secundado en su camino, se lanzó a
acometer las grandiosas hazañas que todos recordamos.
Pero nada pudo contener a los conversos. Así que tomó en su mano lo que
consideró a un tiempo un honor y carta blanca para actuar, el hasta ese momento
moderado zombi se lanzó sobre los sitiadores aullando como un desesperado, y
tras él los otros cincuenta y luego incluso los que seguían siendo hijos de Dios sin
más mácula que la Original. Tal fue el terror que sembraron en su acometida, tan
descomunal la mortandad, tan descarados en ocasiones los mordiscos
devoradores, que los pobres generales moros tomaron ejemplo de la tropa y
huyeron a refugiarse en las fortalezas cercanas, mientras los cristianos los
perseguían, mataban y no comentaremos las subsiguientes blasfemias que
acometían con los cuerpos de los valencianos.
Del viaje de Albar Fáñez Minaya apenas conocemos pequeños apuntes aquí
y allá, rastreados entre rumores de monstruosidades nocturnas por pueblos y
aldeas, o en los hechos menos truculentos relatados por la propia Jimena y el Abad
don Sancho, pero sí nos han dejado las crónicas cumplida cuenta acerca de su
entrevista con el rey. En verdad no fue sencillo para el converso –a quien las
heridas de mil batallas disimulaban otras tantas pústulas mientras el viaje
excusaba sus ojos hundidos– contenerse ante las envidiosas miradas de los
cortesanos. Mas el rey los hizo callar y, aunque no perdonó tan pronto al Zid, sí lo
hizo con Minaya, así como levantó la prohibición de ayuda a su nuevo campeón en
extranjeras tierras. Contento queda Albar Fáñez, pues todas las peticiones de su
señor pudieron ser satisfechas. En cuanto a su apetito, ignoramos cómo lo sació –
imagine, el que así lo quiera, acechos nocturnos, saltos animales, carnes
violentadas, vísceras y demás aparatos devorados en oscuros parajes donde el
silencio cedía su lugar, asqueado, a obscenos ruidos de desgarro y succión–.
Para entonces, las noticias de las correrías del Zid y su gente habían llegado
a Barcelona, especialmente a los oídos de su Señor Conde, Don Ramón Berenguer,
al que nada gustaron las nuevas. No quería tolerar que otro ejército cristiano
saqueara los límites de sus tierras, y por ello amenazó orgullosamente a Ruy Díaz.
Los horrores que contempló aquel día el Pinar de Tévar han quedado
afortunadamente ocultos por la historia oficial. Incontables miembros del ejército
franco fueron esparcidos por el árido suelo, básicamente cuatro por cada guerrero
barcelonés, y toda la noche se escucharon espeluznantes ruidos carroñeros e
infrahumanos gañidos de satisfacción. Nadie hubiera pensado que tantas bestias
habitasen aquel entorno, y nadie osó acercarse para hacer recuento. El ejército del
Zid, complacido en la victoria y la captura del Conde, vio retornar con el sol a los
cerca de cien caballeros que tanto les habían socorrido durante la batalla,
cercenando y masacrando a los enemigos sin más tregua que lo que tardaban en
cambiar de oponente.
A esa temprana hora, Mio Zid conversaba con el Conde, a quién ningún mal
quería, en su tienda.
–Por nada comeré de vuestro... lo que sea, «antes perderé el cuerpo e dexaré
el alma, pues que tales mal calçados me vençieron de batalla» –gemía, pues parte
de su entereza se había esfumado al ver comer al propio Ruy Díaz.
–Me dejaré morir –aventuró, incauto, tratando de izar su dignidad con las
últimas fuerzas.
Durante tres días, el Conde rechazó la cada vez más aromática y cromática
carne, mas al tercer día sus glándulas salivares obedecieron nuevos impulsos y
nada quedó en el plato. El Zid había observado jubiloso cómo Berenguer muy
aprisa había yantado, sin dar descanso a las manos.
–Del día que fui Conde non yanté tan de buen grado, el sabor de estos
manjares, por mí no será olvidado. –Así, en verso, agradeció el de Barcelona las
atenciones prestadas, de modo que el de Bivar decidió entonces soltarlo, no sin
antes quedarse con su espada, Colada, tan solo uno, pero no el menor, de los
inmensos tesoros que allí habían ganado.
–Adiós, Mio Zid Zampeador, que en mal hora trincó mi espada –nombró el
Conde, y así fue conocido Ruy Díaz de Bivar desde aquel día, siempre y en
exclusiva entre sus más allegados.
Don Jerónimo, así se llama el clérigo, pronto hace alarde de sus habilidades
en las artes de la guerra, no menos que en las del espíritu. Para Ruy Díaz es un
verdadero sabio que merece más altos honores, y enseguida decide fundarle un
obispado en Valencia. Bien es cierto que la primera impresión había provocado en
el de Bivar una tamaña intranquilidad, pues Don Jerónimo había fijado en su rostro
su mirada profundamente escrutadora, asimilando al instante la doble naturaleza
del héroe; por un instante, aquel que no se arredraba ante nada temió que la Iglesia
lo rechazase sin contemplaciones, frustrando sus anhelos más íntimos. Pero el
futuro obispo, cuando hubo terminado su detenido examen, pronunció las
siguientes palabras:
–Mio Zid de Bivar, grandes gestas habéis cumplido, para vuestro Señor
Natural en Castilla y para Nuestro Señor que colma los Cielos. Pero aún nos queda
una gran tarea que realizar para llevar la cruz a todas las infieles cabezas que nos
cercan, y eso, juntos, ha de ser la prioridad que debe guiar nuestras obras, por lo
cual ganaremos un sitio en los Cielos y prez y honra entre los mortales.
Permitidme acompañaros en las guerras contra los infieles, que no hemos de
demorar ni un minuto más.
Mio Zid Campeador sintió que su alma se expandía y que todos sus
esfuerzos, pasados y futuros, no habrían de ser en balde. A grandes voces llamó a
su primo, al que encareció apresurarse a Castilla para, junto a las dádivas y
peticiones, ofrecer al rey las nuevas del reciente obispado que sería la gloria
cristiana en tierra infiel.
Tan pronto como se entera de que el rey estará en Carrión, encamina hacia
allí sus agotados pasos y cae todo a lo largo ante los pies de Alfonso VI, gesto que
éste celebra con satisfacción y cuya causa Minaya no desmiente. Nuevamente
consigue controlarse apenas para no lanzarse a la garganta maledicente de Garci
Ordóñez –Albar Fáñez comprueba uno por uno los rostros de los cortesanos; él,
que nunca sintió simpatía por aquellos nobles cuyas ansias de poder enturbiaban,
las más de las veces, el pensamiento de los reyes, ahora les daba valor por su
rollizo componente nutritivo; le costó alejar tales pensamientos–, y escucha del rey
la aceptación de todos los regalos, la conformidad de todas sus peticiones, y el
perdón para todos los vasallos de Ruy Díaz, invitando a cuantos guerreros les
pluguiera hacerlo a acompañar a aquel en la lucha contra el infiel y la ganancia de
preciados metales. Minaya olfatea las manos del rey como si las besara, pero no osa
hincar el diente, así que decide que lo mejor es continuar con las tareas
encomendadas.
Con este encargo volvía cuando alcanzó a pasar por el lugar donde habían
acampado por vez primera las entonces escasas huestes de Ruy Díaz cuando este
se vio impelido a abandonar Castilla. Unas voces débiles le interpelaron por su
nombre, mas, maguer lo concienzudo de su búsqueda, no lograba hallar su
procedencia ni distinguir emisor. Nada asustado pero obviamente cabreado,
comenzó a patear el suelo, hasta que, levantando una gran porción de arena, el
sonido se fortaleció, al tiempo que en el subsuelo se perfilaban los contornos de
dos calaveras mondas y lirondas.
–¡Albar Fáñez Minaya, primo del Zid Zampeador, gran guerrero de la noche
sangrienta, os suplicamos que nos socorráis en estos momentos de penuria! –
clamaban las calaveras, con una voz ultraterrena que solo alguien como él podría
haber percibido.
–¿En qué puede un ser de carne socorrer a los huesos ya roídos? –se interesó,
sorprendido de que aquellos despojos aún pudieran sufrir.
–Cuatro años ha que el Zampeador nos engañó, nos dio arena por oro, y nos
devoró sin piedad. Cuatro años desde que nos prometió que podríamos disponer
de sus riquezas. Cuatro años desde que aquí yacemos sin el brillo del oro a nuestro
alrededor –enumeraron los sufrientes despojos de Raquel y Vidas–. Os
encomendamos, si tenéis a bien escucharnos, que os encarguéis de recordar a tan
justo señor que un juramento incumplido hace desdichados a dos infortunados que
solo buscaron su bien y que le ayudaron cuanto estuvo en su poder. Si no nos
compensa, iremos a buscarle a Valencia, y su secreto dejará de serlo, y su nombre
afamado trastocado definitivamente por el de Zid Zampeador, mucho antes de lo
que él desearía.
Mucho pareció satisfacer aquella respuesta a los esqueletos, pues las voces y
lamentaciones cesaron al punto, y solo el rumor del río adornó el silencio. El zombi
continuó su camino, confiando en que los previstos tiempos de la guerra se
apresuraran.
Son doscientos los que finalmente el moro les suministra, a más de su propia
persona. Por ello, cuando, ya en Medinacelli, les sale al paso un numeroso
contingente armado, ningún bando teme, mas ambos recelan. Las indicaciones se
hacen casi sin hablar, las monturas se tensan y las armas se preparan para el
inminente combate –por no decir masacre–; en el ambiente se huele la tensión y los
fluidos propios que desprende el cuerpo en proceso de descomposición, en
algunos mucho más rápido que en otros. Es el obispo Don Jerónimo quien tiene
más ganas de cargar, sin importarle en demasía si quien está al frente es enemigo o
amigo, pues solo ve al infiel que se coloca en su santo camino.
El llanto que tanta fama ha dado a Mio Zid se derrama por su rostro
barbado, y sus hijas y esposa, aun reconociéndolo demacrado y apestoso, besan sus
manos y le honran como él nunca se atreviese a soñar.
Otra cosa no tendrá Valencia más hermosa que su huerta, y así las damas se
solazaban cotidianamente observándola desde las almenas. Cuando marzo llega y
con él los barcos del rey de Marruecos, su vista se dirige a este nuevo
entretenimiento, mientras el Zid les asegura:
–Gran día será este. –Y en su mirada ardiente las mujeres pueden vislumbrar
todo el fuego que ha estado calentando su pecho durante el invierno.
Flechas, hachas, espadas, lanzas, hasta los cascos de los caballos hendieron
vigorosos cuerpos y repartieron casquería entre naranjas y limones. Todos
yantaron vísceras. No solo los zombis, sino muchos de los caballeros más jóvenes
que, por imitar a aquellos curtidos en mil lides, imaginando que aquello era lo que
todo guerrero de Dios debía hacer para vencer sobre el pecado de la carne,
desjarretaban monturas y jinetes y se llevaban a la boca los más suculentos trofeos.
No a todos desagradó catar tales bocados, y más de uno superó incluso a zombis
veteranos en su afán de crecimiento personal y espiritual. Alguno de estos resultó
inadvertidamente convertido, al ser saludado como un igual por un zombi
despistado, mordido en el hombro como era costumbre y enseña entre ellos. Los
más, simplemente se abrieron a una nueva gastronomía que muy a mano les
vendría durante las Santas Cruzadas.
Mas nadie superó a Minaya, ni aun el mismísimo Zid Zampeador, que, más
preocupado por lucirse ante las familiares espectadoras, se dedicó a limpiar el
campo de la mancha infiel, Colada va y Colada viene, y apenas pegó alguna
mordida a las espaldas de los que huían ante su empuje. El jefe de los zombis, por
su parte, olvidó todo recato tan pronto como el buffet libre se desplegó ante sus
instintos, y apenas se entretuvo en pelar sus raciones antes de llevárselas a la cada
vez más desierta boca. Si perdió varios dientes, más se debió a su impaciencia al
abrir las latas que a la pericia de los aterrorizados contrincantes. Mas tal fue su
efectividad, que nadie hubiera podido encontrar un testigo vivo, y pocos redivivos,
del banquete.
Tan contento como todos se halla el buen obispo, que ha matado a manos
llenas, llevando la cruz de su empuñadura a innúmeras cabezas y pechos infieles.
El oro recibido del señor de la ciudad se acumula en su estancia, y ya sueña con
cruzadas y reinos celestiales en la tierra.
Esta vez, y a pesar de su alto ánimo, Ruy Díaz de Bivar decide no mandar
solo a Minaya ante el rey, sino que dispone que Pedro Bermúmez lo acompañe. Si
resultó la mejor idea, otros lo juzgaréis, pero lo cierto fue que, con tales riquezas
como acarreaban, se convirtieron en diana de todos los asaltantes que merodeaban
por el camino de Valencia a Valladolid; basten de ejemplo los hechos acaecidos en
los caminos a Murbaytar: los caballeros no conseguían buen ritmo, por culpa de las
continuas interrupciones de los bandoleros –que, por otra parte, no hacían más que
servir de diversión y alimento para las huestes del Zid, las cuales no
desaprovechaban ocasión para hincar espada y diente–; así pues, la columna, que
tan importante misión debía cumplir, tuvo que detenerse antes de llegar a la
ciudad, donde inicialmente habían planeado descansar; el campamento, montado
en el propio sendero, constituía toda una invitación para cualquier malhechor que
deseara un botín tan suculento. Los escuderos llevaron todas las monturas a pastar
y beber al cercano río –más tarde, reagrupadas, sí recibieron protección cerca del
campamento–, mientras que el resto de zombis se daba a la bebida –y no de sangre
precisamente, solo por el placer de hacerlo– y mostraba total despreocupación por
montar algo que pareciera una defensa, no digamos ya un turno de guardias. De
Murbaytar –a la que el Zid y los suyos no dejaban de llamar Murviedro–, desde la
conquista, no dejaban de salir pobres hombres dedicados al pillaje en los caminos,
que se sumaban a las bandas consolidadas. Una de estas grandes hordas vio –y
olió– un sucio y desorganizado ejército y, asombrados, contemplaron cómo este se
había parado a descansar en la nada, sin orden ni concierto.
Bien entrada la noche, y sin luna que silueteara sombra alguna, los más
valientes penetraron en el mal montado campamento, donde bastante hacían con
no tropezar con las docenas de caballeros tirados por los suelos que dormían de
forma tal vez demasiado escandalosa. La treta era simple: entrar en silencio y
acabar, sin despertarlos, con cuanto caballero pudieran y estorbara sus afanes, ya
fuere mediante una estocada certera en el corazón o bien degollando al infeliz. Así
lo hicieron, con la prestancia requerida para tales menesteres. ¡Cuál no sería su
sorpresa al ver cómo todos los santos caballeros se levantaban, entre risas y
jolgorio, para rápidamente rodear al grupo internado entre las filas enemigas, el
cual había visto su triunfo, tras tanto filo insertado y tajo realizado, como algo
seguro!. Más de uno se preguntó si no habría sido todo una trampa bien
organizada, mas sus sentidos se escandalizaban al recordar el tacto de sus manos
deslizando los filos de sus espadas por los cuellos de los allí tendidos, sin alcanzar
a comprender cómo podían haber sobrevivido, restando solo el terror ante la
imposible evidencia de aquellos monstruos que no cesaban de blasfemar contra su
propio Dios. Los caballeros, por su lado, disfrutaban con aquellas escaramuzas;
bien llenos estaban de las previas, pero no era tiempo de hacer ascos a ninguna
comida, ¡más cuando se presentaban dentro de su propio campamento! Sin coger
arma alguna, se lanzaban al que tuvieran más cerca, aprovechando el buen
entrenamiento y el uso de sus dientes. Si dejaron a un par vivos, aunque no
completos, para que dieran testimonio en vida de lo que ahí habían visto, no
pensaron en que aquellos pronto morirían por las graves heridas sufridas y, sin la
dirección adecuada, vagarían cual zombi descerebrado. Así acabó la escaramuza,
que es buena muestra de la disposición de ánimo de los de Minaya, y continuó la
marcha.
A veces, cuando transcurría mucho tiempo sin encontrar rival, la columna –
sin desviarse del camino en demasía– forzaba situaciones comprometidas que
acababan en una gran cena para el grupo tras una cruenta batalla. A resultas de
toda esta actividad, quedó dicho camino de Valladolid libre de peligros para varias
lunas. Sumado a las pitanzas anteriores, jamás se había visto una cuadrilla de
zombis más orondos y satisfechos de su existencia.
De nuevo para Valencia, lo que en las crónicas apenas son unas líneas, y por
ende no hemos de detenernos tampoco nosotros en más comentarios.
Mucho le place a Ruy saber que desea ser perdonado por aquel al que
considera su señor natural, aunque no le agrada en demasía la elección de los
yernos, asaz orgullosos y atados a una corte que es más lengua que espada. Pero lo
que el señor ordena, él obedece. Queda fijada la cita, mas el asunto del casamiento
lo mantienen aún en secreto, en espera de los resultados del tan ansiado encuentro.
Si Alfonso hubiera sabido que los quince caballeros que con tanto regocijo
recibía a orillas del Tajo constituían lo más granado del ejército zombi del Zid
Zampeador, este mismo incluido, quizá no hubiera festejado su llegada con tales
muestras de entusiasmo. Pero debemos creer que lo ignoraba, de modo que
cuando Ruy Díaz desmontó y «las yervas del campo a dientes las tomó»,
ofreciéndole así sumisión –lo que no es una muestra que debamos desconsiderar
en un carroñero–, le permitió hablar e implorar su perdón. Para que se lo
concediese. El de Bivar le besó las manos y fue subiendo hasta la boca, donde el
pestazo no fue muy diferente al de otros cortesanos, aunque sí más intenso y
profundo. Álvaro Díaz y Garci Ordóñez se hicieron lenguas de aquel encuentro,
devorados por la envidia –y por suerte para ellos, por nada más.
Por su parte, el rey, tras recibir nuevos regalos, y aún con cierto mareo e
incipientes arcadas, se despidió con estas palabras:
–Y Dios que está en los Cielos haga que todo sea para bien.
Los siguientes dos años, así en breve, pasaron felices. Los nuevos esposos y
esposas se conocieron bien, y todos se acostumbraron al hedor de Valencia, donde
los zombis se multiplicaban a un ritmo lento y sostenible.
Yantar Tercero
Un bienio bien llevado pasaban ya don Diego y don Fernando en Valencia,
donde las costumbres de Castilla eran respetadas de muy peculiares maneras, y
donde los pecados más nefandos se multiplicaban en las noches de luna solo un
poco menos intensamente que en las más oscuras. El oro, la vida regalada y la
concupiscencia en cuantos placeres se embarcaban motivaban, por el lado
contrario, una laxitud moral que les permitía sobrellevar aquel entorno demoníaco.
Cierta tarde en que todos dormían, para aprovechar mejor las horas de la
noche, quiso la fatalidad, un descuido, o un bromista de pésimo gusto, que una de
las jaulas donde se conservaban exóticas y tamañas fieras quedase abierta,
permitiendo que el más cruel de los leones campara a sus anchas por los pasillos
despoblados del palacio, explorando aquel entorno tan poco natural para sus
naturales instintos. De todos los habitantes del lugar, fueron precisamente los dos
hermanos los que se encontraron, de súbito, con el gran cazador de las sabanas,
llevándose los tres un susto del que primero se recuperaron los de Carrión, por
tener más que perder y haber raciocinio, el cual los llevó a ocultarse bajo un banco,
Diego, y a hacer lo propio tras una gruesa viga, Fernando, gritando a todo gritar y
expulsando otras sustancias por el orificio de las antípodas.
A todo esto, el león aún no sabía a quién seguir, si a las presas o su instinto,
que le aconsejaba salir de allí y llegar a un lugar seguro donde reposar de tales
sinsentidos.
Pero hemos de reconocer que la muerte no priva del sentido del humor a
aquellos que se lleva y deja retornar a este mundo de agonía y pecado, por lo que,
conocidas las famosas aventuras de los González de Carrión, el palacio se llena de
bromas y chanzas a cual más cruel y atinada. Debe ser Mio Zid quien imponga el
fin de tales comportamientos, pues ellos muy corridos estaban y nada hicieron
para defender su honor, lo que no les hizo ganar prez, precisamente, ni provocó el
olvido de sus actos.
Mas sabido es también que las desgracias nunca llegan solas, y al episodio
del león hubo de sumarse un acontecimiento que a los dos valientes sumió en la
más absoluta confusión, pues hasta entonces su vida había discurrido placentera y
sin grandes problemas. Pero he aquí que el rey Búcar de Marruecos decide que ya
es hora de volver a intentar sacar de Valencia aquella corrupción que apesta los
jardines de cítricos de la bella Al Ándalus, y manda un ejército como nunca antes
habían visto los dos castellanos, lo que les enfrenta de nuevo al problema eterno de
la muerte y la vida –ignoran que muchos de sus conciudadanos han escogido una
tercera vía, lo que tampoco dice mucho de su perspicacia–, sobre todo el que la
vida que llevan puede serles arrebatada y finiquitada mediante una muerte
horrible e inminente.
El de Bivar decide, con cierto pesar, animar a los nobles castellanos y dar un
sentido a su cobardía. Se les acerca en uno de los patios del castillo, donde ambos
pierden el tiempo en la contemplación y el miedo. Fernando, de mejor olfato que
Don Diego, da un respingo temeroso al oler a su suegro. Este, en cambio, se dirige
a ambos sosegado:
Y, como no podía ser de otra forma, Mio Zid se lanza al ataque con una
fuerza sobrehumana, embraza el escudo, baja el astil de la lanza y se dirige, sin
mediar intermedio alguno, contra el campamento morisco, siempre sobre el fiel
Babieca, acostumbrado al duro espolear de su Señor y, sobre todo, al nauseabundo
olor, que a tantas yeguas y caballos repele. A Ruy Díaz nada le cuesta a siete tirar y
a otros cuatro matar con un simple golpe circular de su lanza. Las flechas en el
pecho, si no las para su armadura, nada son capaces de hacer contra su piel ya
muerta. Los vasallos siguen al Zid, sabedores de que la victoria es suya.
En esas, el Zid, tras encomendar una vez más a don Pedro la protección de
sus yernos, se lanza a su vez sobre el rey Búcar, al que, en una lucha cercana, hiere
fuertemente, sobre todo la refinada sensibilidad olfativa y estética del moro; el
monarca sarraceno atraviesa la huerta entre naranjos y limoneros, en dirección al
mar, donde lo alcanza el de Bivar y le arrebata la espada, TiZona, tiñéndola con su
sangre africana. Búcar, desarmado, entiende perfectamente la retranca del
Zampeador cuando le ofrece la paz.
–Los dos hemos de besarnos –le dice, abriendo la boca negra y repleta de
pequeñas vidas saprofitas.
Ruy Díaz, por su parte, ya casi zombi completo, recupera el buen juicio,
decidiendo permanecer en Valencia hasta su muerte. Tranquilo se dirigió a Don
Jerónimo, cuyo valor en combate solo se compadecía con su sed de sangre:
–Que ellos así se lo teman, pero en Valencia me quedo yo. No tengo que ir a
buscarlos; si quieren, que vengan y sufran muerte por la espada de su rey, la
TiZona. Ellos me darán tributo si así lo quisiera Dios, a mí o a quien yo designe. –
Agradeció a continuación el apoyo y los ánimos del representante de Dios en la
mesnada, pues su mano sagrada era parte del poder de esas tropas en proceso de
agusanamiento. Don Jerónimo tranquilo no se quedó, pero nada se podía hacer
ante la determinación de su Señor.
Por fin los de Carrión han definido a sus futuras víctimas, lo que tampoco
hubiera debido llevarles tanto tiempo a pesar de su mezquindad, y, ¡oh, sorpresa!,
son sus esposas las elegidas. Con la excusa de que las hijas conozcan Carrión y allí
establezcan un hogar en paz, le piden al Zid permiso para llevarlas con ellos, a lo
cual el de Bivar accede muy de grado, regalándoles como dote montones de oro, a
más de las dos espadas, la TiZona y la Colada, una para cada uno, y poniéndoles
una escolta, encabezada por Félez Muñoz, a la que se sumará Abengamón cuando
lleguen a su territorio. Como es su costumbre y su placer, este los acoge con todo
esplendor, lo que provoca la avaricia de los de Carrión, que planean matarlo –son
muy cándidos, como queda referido anteriormente– para arrebatarle las riquezas,
pero un moro que los escucha le pone sobre aviso; en vez de arrancarles
directamente las entrañas o mandar un mensajero a Valencia para informar de lo
acontecido y de las sospechas nefastas que esta actitud incita en su ánimo, el amigo
de Ruy Díaz les permite continuar viaje, lo que a todos nos parece un error garrafal
que solo puede explicarse porque la zombiedad ya estuviera carcomiendo el
raciocinio del sarraceno.
Deshonradas, no muertas, quedan las hijas del Zid, y con ellas su padre, en
otras acepciones. Mas Félez Muñoz sospecha y vuelve sobre sus pasos, hallándolas
en tan lastimoso estado que no puede pensar en otra cosa que en comida; saciado
por otras vías, retorna al lugar y se las apaña para llevarlas a San Estéban de
Gormaz –al pueblo, no al santo–, desde donde envía noticias a Valencia.
Si alguien os dice alguna vez que un zombi, por estar muerto o en proceso
acelerado de ello, no se preocupa por su honor, recomendadle la lectura de este
yantar, que seguro desconoce. En añadidura a las justificaciones ya aportadas para
las acciones de Mio Zid, ahora entramos en el momento en que la ira hace su
aparición. Jamás hubiera sospechado este juglar tal frialdad y cálculo. Nada de
aullidos ululantes; olvidad las convulsiones; el apresuramiento sin un objetivo bien
ponderado. Es decir, imaginad esto para Minaya, Pedro Bermúdez, Martín
Antolínez y demás conversos sanguinarios, a los que se aleja de la ciudad con el
encargo de recoger a las desdichadas jóvenes. Pero apartad este estereotipo de la
figura del de Bivar.
Con toda la fría cólera del más poderoso de los caballeros de Castilla, que
consigue domeñar la concupiscencia zombi, Mio Zid Zampeador recaba la erudita
ayuda de Don Jerónimo y se lanza toda la noche a escribir tal carta al rey Alfonso
VI, que este, removido en su fuero interno por la culpa y la vergüenza, hace lo que
los de Carrión jamás imaginarían que tuviera lugar por tan poca cosa como
afrentar a unas infelices de clase inferior: convoca Cortes extraordinarias en
Toledo. Si esto parece poco al no avisado lector, es que estará acostumbrado a otras
formas de hacer política. Mas es seguro que ni a los de Carrión, ni a nadie, les pasó
desapercibida la obligación de acudir, so pena de destierro o, peor, de muerte
natural –que muy natural es el morir por la pérdida repentina de la cabeza–. Y allí
esperan a Mio Zid.
–Al bienhadado Mío Zid, azote de infieles, los infantes de Carrión le hicieron
gran deshonor, pues a sus hijas afrentaron. –Tras una breve pausa, aún mirando al
frente, continuó–: Que sean jueces los condes don Enrique y don Ramón y los
condes que del bando de los infantes no son. –Las palabras del Rey levantaron
calladas protestas entre los familiares y aliados de los de Carrión (así como entre
los juglares más avezados), mas ninguno se atrevió a contradecir a su Señor; aun
así, el murmullo incomodó a Su Majestad, que explotó–: Juro, por el Creador, que a
todo alborotador desterraré, perderá mi favor... sea del bando que sea. Haced
justicia –concluyó; dejando la palabra al Zid, para que presentare los cargos.
–Gracias al Señor del Cielo y gracias a vos, Señor, que con lo de las espadas
ya estoy satisfecho... –detuvo el alegato el Zampeador para mirar al bando de
Carrión, con tal furia en los ojos que ninguno osó interrumpirlo; se temen lo peor. –
Los infantes de Carrión mis yernos no son, que estos devuelvan lo que les di por tal
condición.
A ello se oponen con furia los acusados, lo que suscita toda una serie de
debates argumentados y contrargumentados por diversos legistas, pero al final,
ante la torva mirada de Mio Zid, el rey ordena que se satisfaga la petición. Esta vez
son los de Carrión los que semejan cadáveres, tan pálidos quedan cuando escuchan
la sentencia; ya se lo han gastado todo, ignoramos y nadie nos dice en qué, de
modo que no les quedará otra que pagar en especies. Mucho tendrán que dar y
pedir prestado; humillados quedan en las Cortes de Toledo. Pero por un momento
descansaron al ver que el pleito civil llegaba a su fin. ¡Hubiera podido ser peor!,
pensaban.
Digno se levantó entonces el Zid, cuyo simple porte impuso silencio sobre
los nobles:
A otros no les hubiera parecido tan terrible, dado que en una lucha uno
contra uno siempre se puede tener suerte y salir bien parado, pero ya han visto
luchar a aquellos que les retan: los que antes recibieron las espadas de parte del
Zid. Estos les recuerdan sus gestas en Valencia, como atribuirse muertes que no les
corresponden, esconderse de un simple leoncito o no hacer frente a las afrentas
humorísticas de que fueron objeto tras ambos episodios.
–Merced, mi rey y señor, el mejor de todos los reyes cristianos: para estas
Cortes el Cid avezado estaba. ¡Mirad las pintas que nos trae este infame señor, con
esas barbas y ese hedor! Los unos le tienen miedo y a otros los espanta. Los
infantes de Carrión, mi señor, de noble cuna son; conforme a la costumbre que es
ley bien hicieron en abandonarlas, con lo que todo lo alegado por este putrefacto
vasallo, Ruy Díaz, no vale nada.
–¡Alabado sea Dios, que en el Cielo y tierra manda! –agrega sin perder
aliento el Zid, mientras se atusa las barbas–. Conde, ¿qué tenéis contra mi imagen y
mis barbas? Soy la suma de todas las batallas ganadas para nuestro Rey por la
gloria del Creador. Con respecto a las mis barbas, ningún hombre o mujer me las
ha mesado, como yo mesé la vuestra en el Castillo de Cabra. Se ve que no os han
crecido, aún conservo la que os falta, os la traigo en una bolsa, si queréis
recuperarla.
–¡Yo les reto, a esos infames! –se dejó oír entonces una voz desgarrada que
expulsaba miasmas y dientes a su paso, y la Corte en pleno pudo contemplar con
sagrada repugnancia la profanación obscena que constituía la existencia misma de
Albar Fáñez Minaya, de pronto muerto y resucitado en pleno juicio.
Los caballeros del Zid vuelven con su amo, el cual los recibe como a
verdaderos héroes que han reparado la grave injusticia sufrida por las hijas del
Zampeador. Ya limpias las hijas de las afrentas, el de Bivar continúa con calma los
tratos con Nafarroa y Aragón, aprobadas por el mismísimo Don Alfonso de León.
Así las hijas del vencedor de innumerables batallas son las dignísimas Señoras de
los históricos y poderosos reinos cristianos de Nafarroa y Aragón, como su padre
hubiera soñado de haber osado mirar tan alto.
Hasta aquí, las gestas que otros más sabios que este juglar pudieron rescatar
de los fragmentos de crónicas y palimpsestos que sobrevivieron a las inclemencias
del tiempo, la impericia de los amanuenses y la dejadez de los historiadores, más
preocupados en lo que sucedió después, cuando el nombre de Mio Zid Zampeador
fue conocido abiertamente en todo lo descubierto, temido incluso en los rincones
más ocultos, respetado por cuantos son capaces de emocionarse por los sucesos de
la Historia, y reverenciado como legítimo Señor por todos los pueblos del orbe.
Objetivos: