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¿Ha escuchado alguna vez que el Zid ganó una batalla estando ya muerto?

¡las ganó todas así! Más o menos...

El presente «Yantar de Mio Zid Zampeador», manuscrito inestimable por


cuanto su datación lo convierte en coetáneo de los sucesos que narra –no como
otros– ofrece una versión modernizada para que cualquier zombi actual, sea cual
sea el estado en que se encuentre, pueda acceder de primera mano... tenga la
posibilidad de leer con sus propios ojos... disfrute sin problemas irresolubles de las
hazañas del héroe que nos legó a todos este horripilantemente hermoso mundo de
oscuridad y negrura.
Colectivo ClásicoZ

Yantar de Mio Zid Zampeador


A quienes habéis hecho

posible esta iniciativa, seáis

o no seáis zombis.
Prólogo

Ruy Díaz de Bivar, recién denominado Cid Campeador por sus hazañas en
Sevilla, cae repentinamente enfermo, lo que le impide sumarse a las mesnadas que
Alfonso VI de Castilla lleva para combatir a los moros de Andalozia.

Mas, ¿en qué consistió realmente dicha enfermedad? ¿Por qué se vio
obligado a dejar su tierra tan repentinamente? ¿Qué sucedió entonces?

El más antiguo Cantar medieval castellano –manuscrito un siglo después de


las aventuras del héroe y, según han dejado patente numerosos estudios históricos,
paleográficos, patafísicos y ecdóticos, no demasiado fiel a la realidad– trata de
acercarnos a su persona.

Sin embargo, tras las recientes excavaciones, bien organizadas y mejor


subvencionadas por las Consejerías oportunas, ha salido a la luz una ingente
cantidad de documentos distintos, desde los más rigurosos estudios histórico-
geográficos, en las cuatro lenguas habladas entonces en el territorio –árabe, zombi,
hebreo y castellano– hasta los que recogen historias populares, testimonios en
juicios y leyendas atroces que corrieron de boca en boca en su época.

Estos documentos prueban que los acontecimientos fueron bien distintos de


los que hasta ahora dábamos por buenos, destacando entre ellos el presente
«Yantar de Mio Zid Zampeador», manuscrito inestimable por cuanto su datación lo
convierte en coetáneo de los sucesos que narra.

Ofrecemos una versión modernizada para que cualquier zombi actual, sea
cual sea el estado en que se encuentre, pueda acceder de primera mano... tenga la
posibilidad de leer con sus propios ojos... disfrute sin problemas irresolubles de las
hazañas del héroe que nos legó a todos este horripilantemente hermoso mundo de
oscuridad y negrura.
Yantar Primero
Las señales, bien que escasas y poco ostensibles, resultaban no obstante
definitivas. Cada persona desarrollaba el proceso a un ritmo propio, por lo que no
podía saber con exactitud cuándo había comenzado el suyo, y mucho menos en
qué momento las muestras externas resultarían tan obvias para los que le rodeaban
que no cabría negación posible. En el fragor de la batalla, allá en Sevilla, las heridas
multiplicadas tenían distintas procedencias, y en tal berenjenal de bandos, moros y
cristianos por un lado contra moros y cristianos por el otro, no habían sido en
absoluto extrañas las marcas de uñas y dientes –Cid Campeador, le habían
apodado entonces, y se había ganado el título–. Cualquiera de ellas podía haber
sido la fuente. Ahora, una nimia pústula en el glúteo, descubierta por su aterrado
paje durante el baño anual, indicaba la irreversibilidad de su destino. Las fiebres
que le habían postrado en cama, impidiéndole acudir a esta última campaña
militar de Alfonso, cobraban sentido.

Bien, la animadversión que su nuevo rey –al que, por cierto, consideraba
mucho más apto para el cargo que a su hermano Sancho–, forjada mucho tiempo
atrás en la jura de Santa Gadea y fortalecida por su indisposición posterior para las
guerras en Andalozia –que entonces había parecido una simple excusa pero que, a
raíz de los recientes descubrimientos, cobraba una relevancia mortal, que debía
permanecer en el mayor de los secretos–, le hizo ver claramente la solución a sus
problemas; el rey no le quería cerca, y los nobles que le acompañaban en tierras del
sur –a muchos de los cuales había derrotado en Sevilla, empezando por el conde
Garci Ordóñez, mano derecha del monarca, cuando éste y otros se habían unido al
rey moro de Granada– no soportarían verle vencer de nuevo, sofocando la revuelta
de los moros de Toledo, tan cerca de Castilla, mientras ellos se las apañaban en el
sur, y tergiversarían toda la historia en su contra. De modo que había aprestado
mesnadas, las había comandado con singular valor e ingenio, había vencido a los
sublevados, y había esperado la reacción adversa de los que no le querían bien.

Así fue, y el destierro constituyó el ansiado pago por su lealtad; cuatro años
se auto-impuso, pues necesitaba un plazo seguro para cumplir sus planes antes de
que la muerte y la vida postrera se lo impidiesen.

Los preparativos para la partida no se demoraron. Aunque sabía que estaba


siendo injusto, parlamentó con quince de sus más fieles vasallos, proponiéndoles la
conversión, y, para su sorpresa, doce aceptaron –su primo Álbar Fáñez Minaya el
primero–. El de Bivar les había esperado dándoles la espalda en el Salón Principal
de la morada, vestido tan solo con una gruesa capa blanca, que mostraba, en
distintas disposiciones, claras manchas de sangre, algunas bastante frescas, cuyo
olor enrarecía el ambiente. El desconcierto y la impaciencia ante aquella actitud tan
ajena a sus costumbres no motivó sin embargo una palabra o un gesto de afrenta, y
aguardaron hasta que, con los movimientos precisos y cuidadosos que le eran
propios, retiró la capa que velaba el secreto. Contuvieron el aliento los fieles
vasallos, ya fuera para retener aire y no respirar, ya para reprimir un grito de
horror... Ninguno osó retirar la mirada.

–Mi señor... –A Álbar Fáñez, más diestro con la espada que con la palabra,
mucho le hubiera complacido añadir algo y acercarse a su primo, mas refrenó sus
pasos junto con la lengua al ver la pústula en la nalga de Ruy Díaz y su rostro
serio.

–¿Es lepra acaso? –se interesó otro, más preocupado por su propia salud que
por la de su amo.

El Cid les observó de hito en hito durante algunos latidos de su corazón,


antes de dirigirles el siguiente parlamento:

–No os preocupéis por mi salud: no tengo ninguna. No hay vuelta atrás en el


proceso que me llevará a estar muerto en vida y me otorgará una exigua existencia
tras la muerte. –Esperó un momento la reacción de su auditorio; les mantuvo la
mirada, uno a uno, y, levantando las manos, que tornó rápidamente en puños,
prosiguió–: Mas los caminos del Señor son inescrutables, y nos ofrece la
oportunidad y el alto honor de servirle con la constancia con la que siempre lo
hemos hecho, si bien con acrecentadas fuerzas que serán capaces de acabar con
cuanto infiel enemigo ose enfrentar su Camino de Vida y Verdad. ¿Quién no
querrá transitarlo junto a mí?, ¿quién rechazará Su oneroso don, anteponiendo su
interés personal a la gran obra del Señor? Bienaventurados los aquí reunidos, pues
seréis partícipes del comienzo de un tiempo nuevo, escrito con letras de oro en los
amplios salones de la gloria. Sí, os ofrezco la muerte, el sacrificio, el doliente sino
del desterrado de todas las tierras, del viajero sin fin.

Doce de ellos, como ya fue antedicho, rogaron a su señor que los convirtiera.

A los otros tres los devoraron juntos, Mio Zid –así le llamarían ahora en
secreto los suyos– con sus guerreros, con el fin de acrecentar las fuerzas para el
viaje. Con sesenta pendones –reservas andantes– llegó a Burgos, donde trataría de
hacerse con dinero para poder cebar de momento a sus numerosos vasallos no
conversos.
A Jimena y a las niñas las mantendría a buen recaudo en el cercano
monasterio donde ahora habitaban, confiando en contar con tiempo para lograr
suficiente prez y gloria y así poder casarlas con lo mejor de la nobleza de los reinos
cristianos.

La partida no fue diferente de lo que esperaba, salvo en un detalle: en


verdad no extrañó las aclamaciones –sólo un lacónico «Dios, qué buen vassallo, si
oviesse buen señor» llegó a sus oídos–; no le sorprendió, por lo demás, la cobardía
de los burgueses, demasiado temerosos de perder lo poco que tenían por
desobedecer la orden del rey de negarles alimento y posada; sin embargo, aquella
niña se había acercado sin miedos, caminando como en un sueño, y le había
mirado directamente a los ojos –de los que para entonces fluían dos regueros de
líquida pus que a distancia podrían confundirse con lágrimas–, con un brillo de
reconocimiento. Ruy alcanzó a ver las pústulas casi bien disimuladas en su
pequeño rostro, y se embriagó del hedor del aliento infantil cuando la pequeña
habló para comunicarle las ya de sobra conocidas órdenes del rey.

–Adiós, Mio Zid el de Bivar, que un nuevo tiempo traes; nada ganáis con
nuestro mal. Que Dios os valga –fueron sus postreras y enigmáticas palabras.

No había nada de divertido en la sonrisa última que dirigió al grupo antes


de darse la vuelta y volver a su casa.

Los caballeros y demás compañía continuaron la marcha, Ruy Díaz rezó al


Señor, nadie sabe en qué términos, y el de Bivar se preguntó por primera vez cuán
extensa sería la plaga en aquella triste Castilla.

Ya se sabe que todo aquel que hace dinero con el dinero ladrón es, como
dicta la doctrina de la Santa Madre Iglesia y las leyes de nuestros reinos, por lo que
la sabiduría popular asume que engañar a un ladrón ha de tener cien años de
perdón. Verdad también es que Ruy casi había decidido, acampado con sus
huestes a orillas del río, empezar a zamparse a sus vasallos ante la falta de peculio,
mas quiso su bienaventuranza que hasta él se llegara, enterado de las penurias del
Campeador, Martín Antolínez, en el que inmediatamente reconoció el Zid no solo
al amigo, sino a un compañero en la recién conocida desdicha, aunque, justo es
reconocerlo, bien conservado todavía. Así, tras el intercambio cortés de
informaciones y deseos, pronto llegaron a la decisión de engañar a los judíos
Raquel y Vidas, mediante el subterfugio de llenar dos arcas con la arena de la
orilla, asegurándoles que era el oro recaudado por el Campeador en tierras de
Sevilla, de modo que, si les placía, debían guardarlas en su casa, sin osar siquiera
mirarlas durante un año, mientras que después podrían disponer completamente
de ellas para sus préstamos; a cambio, les darían unos dineros que en la situación
actual del Zid y los suyos mucha falta les hacían.

–Entiendo las prisas que vuestra merced manifiesta en el negocio que nos
propone, y a tan buen caballero no hemos de dejar de honrarle y alabar su valor,
sin despreciar por ello la palabra del rey. Mas no toméis por ofensa lo que no es
sino la precaución propia de las almas menos grandes que la vuestra, si os pedimos
un aval... –se mostró algo cauteloso Vidas, acostumbrado a las extrañas
triquiñuelas propias de esos cristianos que de dineros no entendían nada.

–Vos, como todos en Castilla, sabéis que debo abandonar estas tierras y
emprender una dura campaña; no será fácil y no puedo andar entre inquietudes
terrenales más allá de alimentar a mi mesnada –proclamó, solemne y tajante, el de
Bivar–. La palabra de Ruy Díaz es mi único aval. Tomadla si os place, y tomad con
ella la certeza de que vuestro servicio se verá recompensado más allá de toda
medida.

Raquel, por su parte, veía con desprecio a aquel guerrero; como a todos los
de su calaña. Se sentía odiado solo por entender el sentido del oro más allá del
mero placer de gastarlo, por conocer, como no hacía ninguno de esos cristianos,
que una transacción bien hecha tenía más sentido que un diezmo a uno de sus
gordos sacerdotes… así que vio toda una oportunidad de realizar un trueque la
mar de beneficioso para él y su compañero de negocios.

Conversaron sobre algunos detalles más de la operación; los judíos,


finalmente, aceptaron las condiciones de buen grado, firmaron los documentos
pertinentes, se hicieron las juras de rigor y les entregaron algo de oro, quedando
todos satisfechos.

Ruy quedó altamente complacido con las buenas maneras de Martín, al que
al punto invitó a acompañarlos. El burgalés aceptó muy a su gusto, y prometió
rencontrarse con el grupo más adelante, pues debía regresar a su ciudad
rápidamente para ocuparse en «unos asuntos», según argumentó.

Los desdichados judíos lo recibieron con alegre sorpresa, sobre todo cuando
el caballero les propuso invitarles a un festín para celebrar el acuerdo, sin saber
hasta casi el final que en él ellos serían el plato principal y único.

Por su parte, el grupo partió apresurado, no sin antes agradecer a la Vírgen


su suerte y ofrecerle mil misas de parte de Ruy Díaz, tan pronto como este reuniera
los caudales que le permitieran pagarlas.

Ya en San Pedro de Cardeña, se reunieron con Jimena y las niñas, Doña


Elvira y Doña Sol, que vivían a la sazón en el monasterio regido por el abad Don
Sancho, el cual mostró grandes júbilos por ver al caballero y le brindó hospitalidad.
A él encomendó Ruy su familia y las cuidadoras de ésta, pagando con el dinero de
los infortunados Raquel y Vidas. Fue una despedida triste, aunque afortunada,
pues nuestro buen caballero ya sentía que su apetito se agudizaba con tantos roces
de tiernas carnes, cuando Martín Antolínez se unió de nuevo a la mesnada,
regresando desde Burgos; fingiendo una reunión de principales, el Campeador y
sus doce conversos devoraron los restos de los judíos, de modo que, sin quererlo,
la ciudad de Burgos incumplió la orden del rey Alfonso. Se cuidaron muy bien de
enterrar los huesos sobrantes, y se dispusieron a continuar su marcha hacia el
destierro.

Estando en estas –que en alguna nos es dado estar en todo momento– un


centenar de caballeros llegó al lugar, causando de entrada gran desasosiego, pues
los acampados pensaron que bien podían ser ejércitos del rey, pero mucha fue su
sorpresa cuando anunciaron que venían a unirse al Zid Campeador; por primera
vez, Ruy Díaz sueña con convertirse en un gran Señor que arremeta con su espada
por todos los reinos peninsulares, acrecentando su honra y dándose la gran vida.

Pidieron audiencia con quien habría de ser su nuevo Señor, siendo todos y
cada uno de ellos de buena cuna y mejor espada. El encuentro, no obstante, no se
desarrolló tal como los caballeros recién llegados suponían que habría de
acontecer: lejos de la pompa y público boato, en la tienda de campaña el Zid les
recibe tan solo acompañado por Minaya, frente a una pequeña mesa llena de carne
sin cocinar, algo que no deja de extrañar a los aspirantes a nuevos refuerzos.

–Que nuestras armas se unan a las vuestras, mi Señor.

–Qué interés puede tener un buen vasallo de Alfonso en acompañar a


alguien como yo –pronunció, de forma tajante, el de Bivar, habiendo reconocido el
blasón y rostro del caballero que hablase por el resto. Por un momento, el joven se
sintió perturbado, mas supo aprovechar la ocasión de haber sido correctamente
identificado.

–Muchas son las tierras que hemos de arrebatar a los infieles, mi Señor,
muchas las batallas en las que debemos vencer, y solo vuestra merced será capaz
de ello, como ya ha demostrado en incontables campos de batalla –ensayó una
adulación final, no sin cierto nerviosismo en la voz.

A Ruy Díaz nunca le habían gustado quienes untaban la lengua en légamo


para embaucar al alma, pero sus sueños pasaban por la necesidad de hacer crecer
su ejército, por lo que decidió que no era momento de rechazar palabras que, en el
fondo, parecían sinceras –aunque incompletas, pues no solo de honor vive el
hombre, y todos esos caballeros esperarían parte de los botines futuros–. Los ojos
de Minaya, mientras tanto, brillaban de hambre, esperando que su señor diera el
permiso de acabar con aquellos recién llegados, que podrían significar un buen
banquete y jugosas reservas para continuar más conformes con la travesía.

Pero no era el momento para tales exquisiteces, más bien era el de obtener
nuevos vasallos dispuestos a blandir la espada. Se ultiman, pues, todos los arreglos
pertinentes y necesarios, se realizan las promesas obligadas y el Zid, al final,
ordena a los caballeros integrarse plenamente en sus filas.

Mio Zid reza de nuevo en la capilla, acordándose de cómo el Señor resucitó


a Lázaro, por el que siente una gran cercanía de un tiempo a esta parte, y a Sí
Mismo al tercer día. Con el cantar del gallo, se despidió de su mujer e hijas,
mezclando pus y lágrimas verdaderas en un interminable reguero que le daría
fama.

Las huestes abandonaron el lugar, llegaron y pernoctaron en Spinaz de Can,


dejaron atrás San Esteban, Aleubilla, cruzaron el Duero por Navapales y, hasta
Figueruela, el número de adquisiciones fue creciendo a un ritmo mayor que el de
desapariciones de rollizos lugareños.

Aquella noche, no supo si íncubo casto o Arcángel –bien que nuestro héroe
prefirió inclinar su pensamiento hacia la segunda opción–, una presencia le habló
en sueños, asegurándole todo tipo de futuras venturas, por lo que a la mañana
siguiente, sintiéndose protegido o al menos secundado en su camino, se lanzó a
acometer las grandiosas hazañas que todos recordamos.

Tomada Castejón a los moros, y tras la algara triunfal de Minaya, en el que


este había corrido las tierras hasta Guadalajara y vuelto con un botín formidable, el
Zid comprendió que en su primo el proceso no se desarrollaba de manera
tranquila y sosegada, antes bien las ansias descontroladas de carne le habían
llevado no solo a infligir una gran mortandad entre los vecinos, sino que había
convertido a cerca de la cuarta parte de los doscientos caballeros que llevara,
habilitando de ese modo una fuerza de choque letal y despiadada, pero de la cual
resultaba difícil disimular el hedor y más las huellas. Casi con indiferencia rechazó
Minaya su parte del botín, argumentando que le bastaba con ver «por el cobdo
ayuso la sangre destelando» o alguna otra frase tan lapidaria como bárbara. Siendo
así, y tan cerca de Castilla, el Zid asumió que no podían quedarse en el lugar, pues
podría despertar las iras de Alfonso, contra el que no quería entrar en liza por
seguir considerándolo su natural Señor. Encontró la mejor solución en revender la
ciudad a los supervivientes –convirtió a algunos de los principales, por tener
aliados si eran necesarios–, que quedaron satisfechos del acuerdo y felices por
conservar la vida –o lo que fuese– a tan escaso precio.

No se detuvo el Zid, siguiendo el curso del Jalón, donde tanto él como


Minaya y el resto de caballeros tomaron pueblos y ciudades –cobrándoles las
parias– durante un par de semanas, hasta que terminaron conquistando Alcocer,
gracias a una celada que ocasionó gran matanza –en ambos bandos, si bien entre
los conversos solo sirvió para acelerar un proceso ya comenzado con anterioridad,
contribuyendo así a incrementar el nivel de salvajismo y crudeza ya de suyo
elevado–, reduciendo al papel de siervos y ocasional aperitivo a los supervivientes.
Para entonces el ánimo de todos estaba altito. Fue el comienzo del tiempo de locura
y sangre que todos conocemos bien. Aterradas, las ciudades vecinas se apresuraron
a pedir el socorro de Tamín, rey de Valencia, el cual acudió presto con tres mil
caballeros para cercar Alcocer y rendirla por sed.

Pero no podía saber el incauto que la verdadera sed de la mayoría de


aquellos cristianos era de sangre, y que a duras penas el Zid podía contenerlos y
contenerse. Ya no era solo Minaya; todos los primeros conversos aullaban por el
encierro, hasta el punto de que el Campeador se vio obligado a expulsar a los
pocos habitantes que quedaban antes de que la verdadera razón de las
desapariciones de vecinos fuera descubierta; a pesar de todo, se negaba a dirigir un
ejército de zombis, pues aún confiaba en que, de alguna manera, su destino podía
revocarse si confiaba lo suficiente en el Señor y en su Santa Madre. Pero eso sería a
largo plazo, pues de momento su suerte estaba ligada a la de sus hombres. Entregó
la enseña a Pedro Bermúdez, que parecía el menos ebrio, con el fin de fingir alguna
añagaza que despistase al enemigo.

Pero nada pudo contener a los conversos. Así que tomó en su mano lo que
consideró a un tiempo un honor y carta blanca para actuar, el hasta ese momento
moderado zombi se lanzó sobre los sitiadores aullando como un desesperado, y
tras él los otros cincuenta y luego incluso los que seguían siendo hijos de Dios sin
más mácula que la Original. Tal fue el terror que sembraron en su acometida, tan
descomunal la mortandad, tan descarados en ocasiones los mordiscos
devoradores, que los pobres generales moros tomaron ejemplo de la tropa y
huyeron a refugiarse en las fortalezas cercanas, mientras los cristianos los
perseguían, mataban y no comentaremos las subsiguientes blasfemias que
acometían con los cuerpos de los valencianos.

Pensando en su alma, ahíto su cuerpo, y con el fin de calmar un tanto ciertos


ánimos, el Zid decidió que tanta riqueza acumulada habría de servirle para algo
útil, de modo que decidió mandar a Minaya ante Alfonso con suntuosos regalos, a
más de pagar las mil misas prometidas que servirían para lavar sus pecados; el
resto del dinero debía entregarlo para el solaz de Jimena y la educación de sus
hijas.

La venta de Alcocer a los propios supervivientes le reportó una suma más


que suficiente para todo ello, de modo que, mientras su primo viajaba al norte –
bajo juramento de no dejar huellas de sus atrocidades ni intentar convertir al rey ni
a aquellos cortesanos que tan mal los querían, juramento obsequiado con un tanto
de precipitación por Albar–, las tropas continuaron hacia el este. Muy contentos
iban, pues «quien a buen señor sirve, siempre vive en beneficio», como nos
instruye el proverbio, y el oro y la plata se acumulaban más que los cadáveres
tambaleantes de sus enemigos.

Del viaje de Albar Fáñez Minaya apenas conocemos pequeños apuntes aquí
y allá, rastreados entre rumores de monstruosidades nocturnas por pueblos y
aldeas, o en los hechos menos truculentos relatados por la propia Jimena y el Abad
don Sancho, pero sí nos han dejado las crónicas cumplida cuenta acerca de su
entrevista con el rey. En verdad no fue sencillo para el converso –a quien las
heridas de mil batallas disimulaban otras tantas pústulas mientras el viaje
excusaba sus ojos hundidos– contenerse ante las envidiosas miradas de los
cortesanos. Mas el rey los hizo callar y, aunque no perdonó tan pronto al Zid, sí lo
hizo con Minaya, así como levantó la prohibición de ayuda a su nuevo campeón en
extranjeras tierras. Contento queda Albar Fáñez, pues todas las peticiones de su
señor pudieron ser satisfechas. En cuanto a su apetito, ignoramos cómo lo sació –
imagine, el que así lo quiera, acechos nocturnos, saltos animales, carnes
violentadas, vísceras y demás aparatos devorados en oscuros parajes donde el
silencio cedía su lugar, asqueado, a obscenos ruidos de desgarro y succión–.

Mientras los acontecimientos se desarrollaban de tan positiva manera en la


Corte, las tropas del Zid continuaban guerreando con avidez y gloria, cobrando las
parias aun a Zaragoza. Aunque pudiera resistirse a admitirlo para acallar su
conciencia moral, el caudillo cristiano echaba en falta a su primo y mejor
combatiente. Durante tres semanas combaten solos, así se sienten, hasta que una
buena mañana aparece Albar con doscientos caballeros cristianos e infinidad de
peones que, con el beneplácito de Alfonso y las miras en el oro, se habían sumado a
la campaña. Al Zid le embargó la alegría, que ni siquiera menguó al descubrir que
más de otra cuarta parte de los caballeros eran conversos. Decidió entonces, y
confiaba en que su criterio resultase el más adecuado, poner al mando de los más
de cien zombis o futuros zombis a su entusiasta primo, haciéndole jurar que no
tocaría a ningún otro hidalgo, no siendo para reponer las bajas propias de la
guerra, y siempre bajo previa solicitud y posterior consentimiento del de Bivar.
Minaya juró por lo que consideraba más sagrado –juramento que no osaremos
transcribir aquí ni repetir en cualquier otro sitio–, completamente feliz de poseer su
propio ejército dentro del ejército, la Columna Minaya, y se dedicó a adiestrar a sus
mediomuertos en nuevas artes marciales de su invención –nunca antes se habían
desarrollado tan bien las técnicas para usar la boca en el campo de batalla ni
establecido los principios y formas en que ha de acabarse con un enemigo y saciar
el estómago a la par, aunando el arte de la guerra con el arte cisoria–, que
posteriormente pondrían a disposición de su adalid.

Para entonces, las noticias de las correrías del Zid y su gente habían llegado
a Barcelona, especialmente a los oídos de su Señor Conde, Don Ramón Berenguer,
al que nada gustaron las nuevas. No quería tolerar que otro ejército cristiano
saqueara los límites de sus tierras, y por ello amenazó orgullosamente a Ruy Díaz.

Los mensajes de concordia que este mandó fueron abiertamente rechazados


con sobrada insolencia y más desprecio, a pesar de que aseguraban que no le
quería ningún mal ni deseaba enfrentarle en combate. Con cierto pesar, pero con
las esperanzas puestas en ver de qué era capaz la nueva Columna en una
verdadera batalla, el Zid aprestó sus mesnadas.

Los horrores que contempló aquel día el Pinar de Tévar han quedado
afortunadamente ocultos por la historia oficial. Incontables miembros del ejército
franco fueron esparcidos por el árido suelo, básicamente cuatro por cada guerrero
barcelonés, y toda la noche se escucharon espeluznantes ruidos carroñeros e
infrahumanos gañidos de satisfacción. Nadie hubiera pensado que tantas bestias
habitasen aquel entorno, y nadie osó acercarse para hacer recuento. El ejército del
Zid, complacido en la victoria y la captura del Conde, vio retornar con el sol a los
cerca de cien caballeros que tanto les habían socorrido durante la batalla,
cercenando y masacrando a los enemigos sin más tregua que lo que tardaban en
cambiar de oponente.
A esa temprana hora, Mio Zid conversaba con el Conde, a quién ningún mal
quería, en su tienda.

–Comed, Conde, mi comida –ofrecíale, mas Don Ramón la rechazaba con


ostensible repugnancia.

–Por nada comeré de vuestro... lo que sea, «antes perderé el cuerpo e dexaré
el alma, pues que tales mal calçados me vençieron de batalla» –gemía, pues parte
de su entereza se había esfumado al ver comer al propio Ruy Díaz.

–Comed, Conde, mi comida –se repetía el ofrecimiento como una letanía,


mientras las arcadas afloraban en la garganta del franco.

–Me dejaré morir –aventuró, incauto, tratando de izar su dignidad con las
últimas fuerzas.

El Zid sonrió, se acercó y le dio un jugoso mordisco en una oreja, dejándolo


solo y menguado.

Durante tres días, el Conde rechazó la cada vez más aromática y cromática
carne, mas al tercer día sus glándulas salivares obedecieron nuevos impulsos y
nada quedó en el plato. El Zid había observado jubiloso cómo Berenguer muy
aprisa había yantado, sin dar descanso a las manos.

–Del día que fui Conde non yanté tan de buen grado, el sabor de estos
manjares, por mí no será olvidado. –Así, en verso, agradeció el de Barcelona las
atenciones prestadas, de modo que el de Bivar decidió entonces soltarlo, no sin
antes quedarse con su espada, Colada, tan solo uno, pero no el menor, de los
inmensos tesoros que allí habían ganado.

–Adiós, Mio Zid Zampeador, que en mal hora trincó mi espada –nombró el
Conde, y así fue conocido Ruy Díaz de Bivar desde aquel día, siempre y en
exclusiva entre sus más allegados.

Con solo un caballo le despidieron, y Don Ramón Berenguer, Conde de


Barcelona, regresó a su ciudad vencido y humillado, instaurando una especie de
tradición que ahora no viene a cuento.
Yantar Segundo
A galopar, a galopar se lanzó el Zid Zampeador por toda la orilla del
Mediterráneo, donde no nació pero cuyo rumor le llevaba palabras de aliento y
esperanza en la gloria, tanto la efímera mundana como la eterna celestial. Aunque
jamás una respuesta sucedió a sus preguntas, él quería pensar que era Dios
Todopoderoso el que de aquella manera le insuflaba vigor a su brazo podrido y a
su alma afortunadamente invisible, disculpando los pecados que, a fin de cuentas,
no eran culpa suya, sino de una naturaleza sobrepuesta de forma impositiva –ya se
vería con qué debería pagar por ella– con la que solo a veces disfrutaba.

Con esa confianza rompe y desbarata el cerco de los valencianos, y durante


los tres años siguientes asolará y conquistará aquellas tierras, Cullera, Játiva, Denia
y tantas más. Minaya, cuyo proceso físico se ha –digamos, milagrosamente–
ralentizado al tiempo que, desde el punto de vista espiritual, se le puede
considerar un caso perdido, ha multiplicado sus tropelías a la cabeza de su elegido
ejército zombi, ya casi todos retornados de ultratumba, pero que tan bien ha
servido y sirve a su señor. Al fin, incluso Valencia cae, para sorpresa de muchos y
terror de más. Alfonso de Castilla tiene allí un puntal, y eso no puede ser aceptado
por los reinos musulmanes. Pobre rey de Sevilla, que se lanza a la reconquista y es
humillado. Sin embargo, Ruy Díaz se da cuenta del terror que inspira con su sola
presencia; desnudo, es imposible disimular las llagas plagadas de gusanos; el
hedor que emana de su cuerpo corrupto resultaría insoportable para las tropas si
estas alcanzaran a acercarse. Pero no pueden. Su figura se yergue, solitaria y épica,
en la altura de la gloria personal, y solo su reducido grupo de conversos, figuras
tan torturadas como él mismo, le rodean y le acompañan ocasionalmente. Ante la
expresión de un vislumbre de aterrorizado reconocimiento por parte del monarca
sevillano, solo puede felicitarse por haber tomado la precaución de haberse dejado
crecer la barba, intonsa desde la partida de Castilla, que oculta las más repugnante
llagas de su rostro y cuello.

Las riquezas, acrecentadas con las de Valencia y las ganadas al rey de


Sevilla, se acumulan en las estancias. Minaya, que ya solo piensa en la carne, a
todos los niveles y en todas las acepciones, con harta frecuencia solapadas, declara
nuevos enemigos constantemente, y casi le convence para ahorcar a todo aquel
vasallo que, habiendo luchado junto al Zid y habiendo tomado su parte del botín,
hubiera partido hacia lugares menos lúgubres para disfrutar de sus ganancias,
nombrándolos desertores. Mio Zid acepta hacer un censo de vasallos, pero tiene la
precaución de alejar a Minaya del lugar con una excusa perfecta.
Ya es tiempo de volver a agasajar a su Señor y Rey Alfonso, y sobre todo
pedirle la gracia de que le permita traer junto a él a su esposa e hijas. Si tiene miedo
del rechazo de estas últimas –a Jimena jamás le ocultó nada, e incluso ella misma le
imploró que la convirtiera, a lo que él entonces se negó–, la certeza de haberse
sacrificado por ellas le dicta al ánimo la certeza de que ahora ellas deben aceptar la
situación. Sí, es la decisión correcta, y está seguro de que Su señor no le negará ese
pequeño favor a quien tantas riquezas y gloria dispone para su reino.

El hombre se apoyaba en su báculo, ricamente labrado con motivos


fúnebres, pero la vivacidad de su paso denotaba una fortaleza y agilidad
impropias de la edad que sugerían sus largos mechones de cabello cano que se
agitaban con la brisa del mar. Había sido el único pasajero en desembarcar del
barco que ya se alejaba por la costa sur, las velas hinchadas para aprovechar mejor
el viento. Quizá viniera del oriente, de Navarra o Francia, o incluso de allende el
mar, de Roma, pero nada aparte de su hábito y su crucifijo permitía inferir ningún
dato más allá de su pertenencia a la Sagrada Iglesia de Jesucristo Nuestro Señor.

Muy contento se muestra Mio Zid cuando le ve llegar a las puertas de


Valencia, donde sale a recibirlo, pues piensa que es una clara muestra del favor del
Cielo, que le facilita el tránsito por la senda que nunca quiso abandonar.

Don Jerónimo, así se llama el clérigo, pronto hace alarde de sus habilidades
en las artes de la guerra, no menos que en las del espíritu. Para Ruy Díaz es un
verdadero sabio que merece más altos honores, y enseguida decide fundarle un
obispado en Valencia. Bien es cierto que la primera impresión había provocado en
el de Bivar una tamaña intranquilidad, pues Don Jerónimo había fijado en su rostro
su mirada profundamente escrutadora, asimilando al instante la doble naturaleza
del héroe; por un instante, aquel que no se arredraba ante nada temió que la Iglesia
lo rechazase sin contemplaciones, frustrando sus anhelos más íntimos. Pero el
futuro obispo, cuando hubo terminado su detenido examen, pronunció las
siguientes palabras:

–Mio Zid de Bivar, grandes gestas habéis cumplido, para vuestro Señor
Natural en Castilla y para Nuestro Señor que colma los Cielos. Pero aún nos queda
una gran tarea que realizar para llevar la cruz a todas las infieles cabezas que nos
cercan, y eso, juntos, ha de ser la prioridad que debe guiar nuestras obras, por lo
cual ganaremos un sitio en los Cielos y prez y honra entre los mortales.
Permitidme acompañaros en las guerras contra los infieles, que no hemos de
demorar ni un minuto más.
Mio Zid Campeador sintió que su alma se expandía y que todos sus
esfuerzos, pasados y futuros, no habrían de ser en balde. A grandes voces llamó a
su primo, al que encareció apresurarse a Castilla para, junto a las dádivas y
peticiones, ofrecer al rey las nuevas del reciente obispado que sería la gloria
cristiana en tierra infiel.

Minaya emprende de nuevo un viaje que estará marcado por el terror


nocturno y aun el diurno. Apenas ha echado un vistazo al obispo, en su persona ha
reconocido un hambre semejante a la que él mismo siente de forma cotidiana; en
su mirada dura no se esconde la piedad ni el descanso, y el zombi solo teme que
comience una cruzada en la que él se pierda la mejor parte, por lo que el viaje es
tan rápido como sus instintos se lo permiten. Desea cumplir su cometido y regresar
con aquél al que pronto podrá llamar hermano; siente un punto de envidia al
reconocer que para el obispo su actividad no viene condicionada desde fuera, sino
que es una mera cuestión de voluntad, pero la sincera admiración predomina en lo
que le resta de ánimo.

Tan pronto como se entera de que el rey estará en Carrión, encamina hacia
allí sus agotados pasos y cae todo a lo largo ante los pies de Alfonso VI, gesto que
éste celebra con satisfacción y cuya causa Minaya no desmiente. Nuevamente
consigue controlarse apenas para no lanzarse a la garganta maledicente de Garci
Ordóñez –Albar Fáñez comprueba uno por uno los rostros de los cortesanos; él,
que nunca sintió simpatía por aquellos nobles cuyas ansias de poder enturbiaban,
las más de las veces, el pensamiento de los reyes, ahora les daba valor por su
rollizo componente nutritivo; le costó alejar tales pensamientos–, y escucha del rey
la aceptación de todos los regalos, la conformidad de todas sus peticiones, y el
perdón para todos los vasallos de Ruy Díaz, invitando a cuantos guerreros les
pluguiera hacerlo a acompañar a aquel en la lucha contra el infiel y la ganancia de
preciados metales. Minaya olfatea las manos del rey como si las besara, pero no osa
hincar el diente, así que decide que lo mejor es continuar con las tareas
encomendadas.

Sin querer detenerse a más, se apresura a cumplir con sus mandados,


mientras unos recelosos infantes de Carrión le detienen para ofrecer al Zid sus
servicios –pensando para su coleto que, si solo fuera cuestión de riqueza, buenas
esposas serían las hijas del Campeador, mas, siendo el de Bivar un desterrado
malquerido por el rey, eran muy superiores a él en rango, por lo que una boda en
tales condiciones menguaría su honra–. Minaya les da largas miradas a sus rollizas
carnes y se dirige a San Pedro para informar a Doña Jimena de su inminente viaje a
Valencia con el fin de reunirse con su esposo, mientras envía mensajeros a la
ciudad mediterránea para pedir al Zid una escolta que las lleve salvas a su
presencia en cuanto crucen la frontera de Castilla. Hecho esto, y tras entregar la
mitad de los dineros al abad, se va a Burgos para gastarse la otra mitad en adquirir
hermosos ropajes, afeites y palafrenes para las mujeres de su señor y las
acompañantes de estas, de modo que no desentonen en corte alguna.

Con este encargo volvía cuando alcanzó a pasar por el lugar donde habían
acampado por vez primera las entonces escasas huestes de Ruy Díaz cuando este
se vio impelido a abandonar Castilla. Unas voces débiles le interpelaron por su
nombre, mas, maguer lo concienzudo de su búsqueda, no lograba hallar su
procedencia ni distinguir emisor. Nada asustado pero obviamente cabreado,
comenzó a patear el suelo, hasta que, levantando una gran porción de arena, el
sonido se fortaleció, al tiempo que en el subsuelo se perfilaban los contornos de
dos calaveras mondas y lirondas.

–¡Albar Fáñez Minaya, primo del Zid Zampeador, gran guerrero de la noche
sangrienta, os suplicamos que nos socorráis en estos momentos de penuria! –
clamaban las calaveras, con una voz ultraterrena que solo alguien como él podría
haber percibido.

–¿En qué puede un ser de carne socorrer a los huesos ya roídos? –se interesó,
sorprendido de que aquellos despojos aún pudieran sufrir.

–Cuatro años ha que el Zampeador nos engañó, nos dio arena por oro, y nos
devoró sin piedad. Cuatro años desde que nos prometió que podríamos disponer
de sus riquezas. Cuatro años desde que aquí yacemos sin el brillo del oro a nuestro
alrededor –enumeraron los sufrientes despojos de Raquel y Vidas–. Os
encomendamos, si tenéis a bien escucharnos, que os encarguéis de recordar a tan
justo señor que un juramento incumplido hace desdichados a dos infortunados que
solo buscaron su bien y que le ayudaron cuanto estuvo en su poder. Si no nos
compensa, iremos a buscarle a Valencia, y su secreto dejará de serlo, y su nombre
afamado trastocado definitivamente por el de Zid Zampeador, mucho antes de lo
que él desearía.

–Os he escuchado –contestó Minaya tras larga reflexión–, y empeño mi


palabra en que haré todo lo posible para que mi primo resuelva la situación a
conformidad de todos. Largamente seréis compensados por vuestro servicio.

Mucho pareció satisfacer aquella respuesta a los esqueletos, pues las voces y
lamentaciones cesaron al punto, y solo el rumor del río adornó el silencio. El zombi
continuó su camino, confiando en que los previstos tiempos de la guerra se
apresuraran.

Las puertas de Valencia se abrieron para franquear la entrada a los tres


mensajeros de Minaya, luengamente recompensados por el Zid, quien de
inmediato ordenó una expedición encabezada por Muño Gustioz, Pedro Bermúdez
y Martín Antolínez, todos zombis de pro, y el obispo Don Jerónimo, que no
precisaba de doble naturaleza para el fanatismo descarnado. Cien guerreros
diestros les acompañarían a recoger a Jimena y a sus hijas, mientras que, en el
camino, su amigo Abengalbón le dotaría de otros cien caballeros para formar la
escolta definitiva.

Son doscientos los que finalmente el moro les suministra, a más de su propia
persona. Por ello, cuando, ya en Medinacelli, les sale al paso un numeroso
contingente armado, ningún bando teme, mas ambos recelan. Las indicaciones se
hacen casi sin hablar, las monturas se tensan y las armas se preparan para el
inminente combate –por no decir masacre–; en el ambiente se huele la tensión y los
fluidos propios que desprende el cuerpo en proceso de descomposición, en
algunos mucho más rápido que en otros. Es el obispo Don Jerónimo quien tiene
más ganas de cargar, sin importarle en demasía si quien está al frente es enemigo o
amigo, pues solo ve al infiel que se coloca en su santo camino.

Pero al ver acercarse a Albar Fáñez, Abengamón se aproxima a él y, según es


su costumbre, le saluda con cordiales palabras y suaves gruñidos, dándole un
mordisquito en el hombro. Ya saben entonces todos que se trata de amigos –cierta
desilusión se lee en el rostro del santo hombre de la Iglesia–, y pasan muy buen
tiempo en Medinacelli. Allá volvieron los del rey Alfonso a la Corte, cumplido su
cometido de custodiar a Jimena hasta las fronteras de Castilla.

Después que hubieron partido y llegado a Molina, todo el agasajo recibido


les es devuelto cumplidamente por Abengamón, de lo que mucho se complacen,
pero al final llegan a Valencia, donde las procesiones de bienvenida y los
reencuentros son tan felices como cualquiera con un corazón que lata en su pecho
puede imaginar.

El llanto que tanta fama ha dado a Mio Zid se derrama por su rostro
barbado, y sus hijas y esposa, aun reconociéndolo demacrado y apestoso, besan sus
manos y le honran como él nunca se atreviese a soñar.

Comenzará así un breve periodo de tranquilidad hogareña que supone un


paréntesis en la vida del guerrero; agradable, no lo puede negar, mas sus instintos
innatos y los sobrevenidos le hacen echar de menos una acción que vaya más allá
de la caza nocturna de presas humanas desarmadas. Con cierto temor, se plantea
incluso si se habrán acabado los enemigos naturales, si no tendrá que forzar las
cosas, escuchando las palabras que don Jerónimo no deja de sembrar, abonar y
regar en sus oídos. Los meses fríos se suceden, y las mujeres de su vida se adaptan
a ese entorno de amor correspondido, mientras los pensamientos de su señor
recorren inusitados caminos.

Otra cosa no tendrá Valencia más hermosa que su huerta, y así las damas se
solazaban cotidianamente observándola desde las almenas. Cuando marzo llega y
con él los barcos del rey de Marruecos, su vista se dirige a este nuevo
entretenimiento, mientras el Zid les asegura:

–Gran día será este. –Y en su mirada ardiente las mujeres pueden vislumbrar
todo el fuego que ha estado calentando su pecho durante el invierno.

Cincuenta mil armas invaden la huerta, mas son contenidos en la primera


acometida. Minaya, como loco, convoca a su gente, ciento treinta zombis de élite,
caballeros hijosdalgo que más aman la sangre que el brillo del rubí, los cuales se
acercarán al ejército enemigo dando un rodeo y caerán sobre ellos como una plaga.
El obispo don Jerónimo, previendo la importancia que tamaña tropa habrá de tener
en esta victoria, los bendice muy solemnemente, con gran retorcimiento de
miembros podridos allí donde roza el agua bendita las llagas purulentas.
Cumplidas las labores del espíritu, torna el rostro hacia Mio Zid y le solicita que,
como pago por su misa, le conceda el don de comenzar la batalla, infligiendo las
primeras heridas en los cuerpos de los enemigos. El héroe queda muy complacido
por la fuerza de las palabras del obispo, pero más complacido ha de quedar
cuando vea los golpes que la justa ira del hombre de Dios reparte sobre los infieles.

Babieca se agita de impaciencia ante la inminencia de la batalla; zombi como


su señor, no se arredra ante la masa de oponentes que ante él se extiende, más de
doce contra uno, pero las órdenes tácitas del Zid Campeador refrenan su ímpetu y
permiten que el obispo se alce con el honor de comenzar la carnicería.

Flechas, hachas, espadas, lanzas, hasta los cascos de los caballos hendieron
vigorosos cuerpos y repartieron casquería entre naranjas y limones. Todos
yantaron vísceras. No solo los zombis, sino muchos de los caballeros más jóvenes
que, por imitar a aquellos curtidos en mil lides, imaginando que aquello era lo que
todo guerrero de Dios debía hacer para vencer sobre el pecado de la carne,
desjarretaban monturas y jinetes y se llevaban a la boca los más suculentos trofeos.
No a todos desagradó catar tales bocados, y más de uno superó incluso a zombis
veteranos en su afán de crecimiento personal y espiritual. Alguno de estos resultó
inadvertidamente convertido, al ser saludado como un igual por un zombi
despistado, mordido en el hombro como era costumbre y enseña entre ellos. Los
más, simplemente se abrieron a una nueva gastronomía que muy a mano les
vendría durante las Santas Cruzadas.

Mas nadie superó a Minaya, ni aun el mismísimo Zid Zampeador, que, más
preocupado por lucirse ante las familiares espectadoras, se dedicó a limpiar el
campo de la mancha infiel, Colada va y Colada viene, y apenas pegó alguna
mordida a las espaldas de los que huían ante su empuje. El jefe de los zombis, por
su parte, olvidó todo recato tan pronto como el buffet libre se desplegó ante sus
instintos, y apenas se entretuvo en pelar sus raciones antes de llevárselas a la cada
vez más desierta boca. Si perdió varios dientes, más se debió a su impaciencia al
abrir las latas que a la pericia de los aterrorizados contrincantes. Mas tal fue su
efectividad, que nadie hubiera podido encontrar un testigo vivo, y pocos redivivos,
del banquete.

Durante largas horas se desarrolló el combate, decantado muy desde el


principio hacia los valencianos, mas el Zid pronto retornó a su familia,
humillándose ante ellas y ofreciéndoles tan bella victoria.

–¡Mil años viváis! –exclamaron ellas, mostrando un escaso conocimiento del


medio. Todo fue solaz para los campeones.

Tan contento como todos se halla el buen obispo, que ha matado a manos
llenas, llevando la cruz de su empuñadura a innúmeras cabezas y pechos infieles.
El oro recibido del señor de la ciudad se acumula en su estancia, y ya sueña con
cruzadas y reinos celestiales en la tierra.

Esta vez, y a pesar de su alto ánimo, Ruy Díaz de Bivar decide no mandar
solo a Minaya ante el rey, sino que dispone que Pedro Bermúmez lo acompañe. Si
resultó la mejor idea, otros lo juzgaréis, pero lo cierto fue que, con tales riquezas
como acarreaban, se convirtieron en diana de todos los asaltantes que merodeaban
por el camino de Valencia a Valladolid; basten de ejemplo los hechos acaecidos en
los caminos a Murbaytar: los caballeros no conseguían buen ritmo, por culpa de las
continuas interrupciones de los bandoleros –que, por otra parte, no hacían más que
servir de diversión y alimento para las huestes del Zid, las cuales no
desaprovechaban ocasión para hincar espada y diente–; así pues, la columna, que
tan importante misión debía cumplir, tuvo que detenerse antes de llegar a la
ciudad, donde inicialmente habían planeado descansar; el campamento, montado
en el propio sendero, constituía toda una invitación para cualquier malhechor que
deseara un botín tan suculento. Los escuderos llevaron todas las monturas a pastar
y beber al cercano río –más tarde, reagrupadas, sí recibieron protección cerca del
campamento–, mientras que el resto de zombis se daba a la bebida –y no de sangre
precisamente, solo por el placer de hacerlo– y mostraba total despreocupación por
montar algo que pareciera una defensa, no digamos ya un turno de guardias. De
Murbaytar –a la que el Zid y los suyos no dejaban de llamar Murviedro–, desde la
conquista, no dejaban de salir pobres hombres dedicados al pillaje en los caminos,
que se sumaban a las bandas consolidadas. Una de estas grandes hordas vio –y
olió– un sucio y desorganizado ejército y, asombrados, contemplaron cómo este se
había parado a descansar en la nada, sin orden ni concierto.

Bien entrada la noche, y sin luna que silueteara sombra alguna, los más
valientes penetraron en el mal montado campamento, donde bastante hacían con
no tropezar con las docenas de caballeros tirados por los suelos que dormían de
forma tal vez demasiado escandalosa. La treta era simple: entrar en silencio y
acabar, sin despertarlos, con cuanto caballero pudieran y estorbara sus afanes, ya
fuere mediante una estocada certera en el corazón o bien degollando al infeliz. Así
lo hicieron, con la prestancia requerida para tales menesteres. ¡Cuál no sería su
sorpresa al ver cómo todos los santos caballeros se levantaban, entre risas y
jolgorio, para rápidamente rodear al grupo internado entre las filas enemigas, el
cual había visto su triunfo, tras tanto filo insertado y tajo realizado, como algo
seguro!. Más de uno se preguntó si no habría sido todo una trampa bien
organizada, mas sus sentidos se escandalizaban al recordar el tacto de sus manos
deslizando los filos de sus espadas por los cuellos de los allí tendidos, sin alcanzar
a comprender cómo podían haber sobrevivido, restando solo el terror ante la
imposible evidencia de aquellos monstruos que no cesaban de blasfemar contra su
propio Dios. Los caballeros, por su lado, disfrutaban con aquellas escaramuzas;
bien llenos estaban de las previas, pero no era tiempo de hacer ascos a ninguna
comida, ¡más cuando se presentaban dentro de su propio campamento! Sin coger
arma alguna, se lanzaban al que tuvieran más cerca, aprovechando el buen
entrenamiento y el uso de sus dientes. Si dejaron a un par vivos, aunque no
completos, para que dieran testimonio en vida de lo que ahí habían visto, no
pensaron en que aquellos pronto morirían por las graves heridas sufridas y, sin la
dirección adecuada, vagarían cual zombi descerebrado. Así acabó la escaramuza,
que es buena muestra de la disposición de ánimo de los de Minaya, y continuó la
marcha.
A veces, cuando transcurría mucho tiempo sin encontrar rival, la columna –
sin desviarse del camino en demasía– forzaba situaciones comprometidas que
acababan en una gran cena para el grupo tras una cruenta batalla. A resultas de
toda esta actividad, quedó dicho camino de Valladolid libre de peligros para varias
lunas. Sumado a las pitanzas anteriores, jamás se había visto una cuadrilla de
zombis más orondos y satisfechos de su existencia.

En la Corte, mientras tanto, todo eran habladurías. Garci Ordóñez y los


suyos temían más la creciente fama del Zid que el peligro más concreto que no
veían ante ellos, todo uñas y dientes huérfanos deseosos de hincar su
podredumbre en las carnes frescas y ociosas, bien aromatizadas por las capas de
grasa que las envolvían. Pero algunos, verbigracia los Infantes de Carrión, Don
Fernando y Don Diego, y como ya se sugirió en la previa visita de Minaya,
querrían ver sus haberes aumentados sin esfuerzo propio, por lo que trataban de
convencer a Alfonso VI de que les casase con las hijas del Zid. El rey aceptó
intentarlo, y como primera medida decide otorgar su perdón al de Bivar,
proponiéndole por medio de Minaya una cita donde al señor de Valencia le
pluguiera o pluguiese, porque pudiera ser público dicho perdón y donde el
reencuentro terminase definitivamente con cualquier malquerencia.

De nuevo para Valencia, lo que en las crónicas apenas son unas líneas, y por
ende no hemos de detenernos tampoco nosotros en más comentarios.

Mucho le place a Ruy saber que desea ser perdonado por aquel al que
considera su señor natural, aunque no le agrada en demasía la elección de los
yernos, asaz orgullosos y atados a una corte que es más lengua que espada. Pero lo
que el señor ordena, él obedece. Queda fijada la cita, mas el asunto del casamiento
lo mantienen aún en secreto, en espera de los resultados del tan ansiado encuentro.

Zid Zampeador, así es llamado ya por un número ingente y creciente de sus


vasallos, para los cuales tal apelativo constituye un agasajo, y así lo llamaremos
también desde ahora. Mucho tiempo ha desde que así lo nombró el de Barcelona.
Pero más tiempo aún ha transcurrido desde que no ve a su rey. Aunque todo a su
alrededor son preparativos del viaje, a él aún le preocupa su desastrado aspecto.
Jimena le consuela, pero ante un rey y señor no ha de mostrarse debilidad, y su
cuerpo, aún recio y formidable, constituye hábitat de larvas, gusanos y otros
pobladores de lo escatológico. Siempre pensó que este día llegaría, y muchas
noches se había dormido embargado por el temor de que sus hazañas no habían
bastado para cumplir sus objetivos. Ahora se veía señor de Valencia, vencedor de
moros y cristianos, amado por su mujer, sus hijas y sus más allegados, y respetado
por todos los demás. Sus hijas casarían con Infantes, muy por encima de lo que
hubiera podido esperar en Castilla, y el orgulloso rey se veía impelido por sus
virtudes a recibirle en su seno. Prueba superada.

Si Alfonso hubiera sabido que los quince caballeros que con tanto regocijo
recibía a orillas del Tajo constituían lo más granado del ejército zombi del Zid
Zampeador, este mismo incluido, quizá no hubiera festejado su llegada con tales
muestras de entusiasmo. Pero debemos creer que lo ignoraba, de modo que
cuando Ruy Díaz desmontó y «las yervas del campo a dientes las tomó»,
ofreciéndole así sumisión –lo que no es una muestra que debamos desconsiderar
en un carroñero–, le permitió hablar e implorar su perdón. Para que se lo
concediese. El de Bivar le besó las manos y fue subiendo hasta la boca, donde el
pestazo no fue muy diferente al de otros cortesanos, aunque sí más intenso y
profundo. Álvaro Díaz y Garci Ordóñez se hicieron lenguas de aquel encuentro,
devorados por la envidia –y por suerte para ellos, por nada más.

Al día siguiente celebraron la misa, oficiada por el obispo don Jerónimo, y


entonces el rey aprovechó para pedir sus hijas al Zid. Ya hemos dicho que no
estaba este muy contento, por lo que se limitó a escaquearse y acudir a términos
ensayados previamente con el obispo; que si en verdad eran sus hijas pero el rey
las había criado; que si Alfonso era el señor y él obedecía; que si el soberano debía
darlas, mientras él mismo simplemente aceptaba los deseos de su señor. Al final,
como casi para todo, fue un más que renqueante Minaya el que se encargó del
asunto, de modo que el día de la boda debería tomar a las pequeñas en sus manos
en representación del rey y entregárselas a los infantes de Carrión, que mucho se
solazaron por tal apaño.

Por su parte, el rey, tras recibir nuevos regalos, y aún con cierto mareo e
incipientes arcadas, se despidió con estas palabras:

–Y Dios que está en los Cielos haga que todo sea para bien.

El Zid abandona el lugar, y con él infinidad de caballeros y nobles que


quieren asistir a las bodas y que obtienen el permiso del rey para hacerlo.

Vuelven a Valencia, mientras los zombis principales tratan de sonsacar a los


Infantes información sobre sus costumbres, para así poder solazarlos mejor. Muy
bien los atienden, y en llegando les dan albergue para la noche, de modo que, bien
descansados, puedan saludar al día siguiente a sus futuras esposas.
Quien esperase una escena en las estancias de los señores de Valencia, quedó
muy decepcionado por el modo en que doña Jimena acogió la noticia del
casamiento de sus hijas. Si su señor y dueño se había saltado la ley no pidiéndole el
consentimiento, ¿qué más no le habría perdonado la que lo amaba con un amor
imperecedero? En lugar de ello, le rogó lo que no le había vuelto a pedir desde
muchos años antes. Y a fe mía que el Zid se lo concedió. Nada podía dejar de
conceder a quién estaba más allá de toda medida. Un suave mordisco, un arañazo
preciso y tierno... Siento no poder complacer a quien espere un relato más exacto y
procaz de aquella noche de pasión.

Tampoco he de enumerar los fastos de la boda, la alegría de las niñas, la


complacencia de los Infantes, la satisfacción de los convidados, los recelos del Zid,
los pasos inseguros de Minaya ante el altar, el sermón y las bendiciones de don
Jerónimo, los juegos y lances de los caballeros, las misteriosas desapariciones
nocturnas, no todas por asuntos amorosos. Quince días duraron los festejos, antes
de que los huéspedes se marcharan.

Los siguientes dos años, así en breve, pasaron felices. Los nuevos esposos y
esposas se conocieron bien, y todos se acostumbraron al hedor de Valencia, donde
los zombis se multiplicaban a un ritmo lento y sostenible.
Yantar Tercero
Un bienio bien llevado pasaban ya don Diego y don Fernando en Valencia,
donde las costumbres de Castilla eran respetadas de muy peculiares maneras, y
donde los pecados más nefandos se multiplicaban en las noches de luna solo un
poco menos intensamente que en las más oscuras. El oro, la vida regalada y la
concupiscencia en cuantos placeres se embarcaban motivaban, por el lado
contrario, una laxitud moral que les permitía sobrellevar aquel entorno demoníaco.

Cierta tarde en que todos dormían, para aprovechar mejor las horas de la
noche, quiso la fatalidad, un descuido, o un bromista de pésimo gusto, que una de
las jaulas donde se conservaban exóticas y tamañas fieras quedase abierta,
permitiendo que el más cruel de los leones campara a sus anchas por los pasillos
despoblados del palacio, explorando aquel entorno tan poco natural para sus
naturales instintos. De todos los habitantes del lugar, fueron precisamente los dos
hermanos los que se encontraron, de súbito, con el gran cazador de las sabanas,
llevándose los tres un susto del que primero se recuperaron los de Carrión, por
tener más que perder y haber raciocinio, el cual los llevó a ocultarse bajo un banco,
Diego, y a hacer lo propio tras una gruesa viga, Fernando, gritando a todo gritar y
expulsando otras sustancias por el orificio de las antípodas.

A todo esto, el león aún no sabía a quién seguir, si a las presas o su instinto,
que le aconsejaba salir de allí y llegar a un lugar seguro donde reposar de tales
sinsentidos.

Los gritos habían sacado de su profundo sueño al de Bivar, quien


abandonando su escabel, y con las manos desnudas –aun de piel, en muchos
lugares–, acudió a investigar el origen de aquellos disturbios, no hallando sino un
león, que lo olfateó con ciertos reparos y separó su morro de las manos de Mio Zid,
alejando así sus finas pituitarias del arquetipo de la corrupción; no estaba
acostumbrada la pobre bestia a catar tales bazofias en su jaula de oro. El hombre lo
tomó entonces de la melena, conduciéndolo de regreso a su jaula, y en pocos
minutos todo quedó solventado.

Pero hemos de reconocer que la muerte no priva del sentido del humor a
aquellos que se lleva y deja retornar a este mundo de agonía y pecado, por lo que,
conocidas las famosas aventuras de los González de Carrión, el palacio se llena de
bromas y chanzas a cual más cruel y atinada. Debe ser Mio Zid quien imponga el
fin de tales comportamientos, pues ellos muy corridos estaban y nada hicieron
para defender su honor, lo que no les hizo ganar prez, precisamente, ni provocó el
olvido de sus actos.

Mas sabido es también que las desgracias nunca llegan solas, y al episodio
del león hubo de sumarse un acontecimiento que a los dos valientes sumió en la
más absoluta confusión, pues hasta entonces su vida había discurrido placentera y
sin grandes problemas. Pero he aquí que el rey Búcar de Marruecos decide que ya
es hora de volver a intentar sacar de Valencia aquella corrupción que apesta los
jardines de cítricos de la bella Al Ándalus, y manda un ejército como nunca antes
habían visto los dos castellanos, lo que les enfrenta de nuevo al problema eterno de
la muerte y la vida –ignoran que muchos de sus conciudadanos han escogido una
tercera vía, lo que tampoco dice mucho de su perspicacia–, sobre todo el que la
vida que llevan puede serles arrebatada y finiquitada mediante una muerte
horrible e inminente.

Flaquear, flaquean, y sus conversaciones privadas, sobre miedos y


añoranzas, llegan a oídos del Zid, por medio de un burlesco Don Muño –«Vaya
yernos tenéis, mi señor, que al ver las tiendas de los moros ya desean ir a Carrión;
haced el favor de consolarlos, por amor de Dios, que no entren en batalla, pues con
vos nos basta y sobra, para ganar la gloria de la muerte que el vivo rehuye»–, que
no pierde ocasión en señalar los defectos de los vivos ante el peligro de la muerte
cierta –aunque no eterna, como ya se ha visto y olido–.

El de Bivar decide, con cierto pesar, animar a los nobles castellanos y dar un
sentido a su cobardía. Se les acerca en uno de los patios del castillo, donde ambos
pierden el tiempo en la contemplación y el miedo. Fernando, de mejor olfato que
Don Diego, da un respingo temeroso al oler a su suegro. Este, en cambio, se dirige
a ambos sosegado:

–Dios os guarde, yernos míos, infantes de Carrión, quienes han desposado a


mis dulces hijas; me desvivo por las batallas mientras vosotros soñáis con Carrión;
quedaos aquí en Valencia, cuidad de esta casa como lo haríais de vuestras tierras
patrias. –El Zid se detuvo y los contempló largamente.

Cuando la mirada de su afamado suegro se posa así en ellos, plena de


confianza, algo en su interior se revuelve –por una vez no son sus tripas– y
solicitan el primer puesto en la incipiente batalla. El Zid no está en condición de
negar tal petición, más cuando cree poder ver un atisbo de valor futuro en esos
yernos tan acostumbrados a los placeres palaciegos.

Se acercaba el amanecer y la tropa estaba lista para el encuentro; los lanceros


se encontraban en posición y los arqueros preparados, con sobra de flechas para la
larga jornada a la que se enfrentarían. Los espadachines habían afilado sus armas.
La infantería no era ligera, al Zid le gustaba que su tropa estuviera protegida por
buenas cotas de malla y se preocupó en que así fuera. Mientras tanto, el fuerte de
la hueste del Zampeador, esas caballerías divididas en dos, la pesada y la ligera,
ambas con lanzas como principal arma, calmaban sus monturas y prestas
esperaban su momento para entrar en combate. La columna de zombis era una
garantía de victoria, a estas alturas de la historia. Fulguraba en los ojos guerreros
de los conversos el hambre de batalla y de carne.

Frente a ellos ya se posicionaron los sarracenos, dispuestos a recuperar en


nombre de su rey esa Valencia que querían limpiar de tan impía plaga, con una
tropa tan variada que resulta difícil de describir: el brillo alfanje, eso sí, se alzaba
sobre la propia altura de sus lanzas y los escudos adarga daban pie a pensar en un
duro combate. Los arcos los prefieren cortos y así los portan, mientras que la
caballería superaba en número a la de las huestes cristianas. Nunca tan gran tropa
se había enfrentado a caudillo cristiano alguno; seguros de su victoria, se paseaban
por las huertas valencianas.

Se veían superiores en número y confiaban en su Dios y su victoria,


sabiendo la importancia de aquella gesta para su propio reino terrenal. Mas no
contaron con lo difícil que resulta matar a quien en realidad ya ha fallecido,
aunque no haya pasado a mejor vida, sino que se mantiene entre nosotros
satisfaciendo sus propias apetencias.

Mientras tanto, Don Fernando, gallardo sobre su montura, cabalga ufano


para enfrentarse al primer moro que a su paso le sale. ¿Alguien ha visto jamás un
galopar más recio? Pedro Bermúdez, que a la sazón le acompaña, no osa seguirlo, y
observa con estupor el recorrido parabólico que el de Carrión practica, mientras el
moro, no menos asombrado, refrena su montura al tiempo que el enemigo le
muestra las traseras. El zombi se lanza entonces a remplazar al castellano, lucha a
muerte con el sarraceno, renunciando a convertirlo tras atravesar su coraza y
llevarse un muslo de recuerdo –muslo que oculta antes de dar alcance al
yernísimo–, y por fin retorna donde el otro le espera tras una mirada avergonzada.
Como ya tiene la cena, Bermúdez se siente de buen humor, así que le propone que
se apunte la victoria ante todos, sobre todo ante el Zid. Con menos dignidad que
valor, el castellano acepta, y de ese modo vuelven ambos contentos al grueso de la
tropa.

Mientras tanto, Minaya y Don Jerónimo se están peleando, casi


metafóricamente, por encabezar la carga principal. No se sabe quién tiene más sed
de sangre, ni quién habrá ingerido más litros de la ajena al final de la jornada. Allá
han ido, aullando diferentes consignas más o menos inteligibles, secundados por la
Columna Minaya, cada vez más nutrida y pútrida, y el resto de los aguerridos
caballeros de Dios.

Las primeras sangres ya se derramaron ante la avanzada de la carga


castellana. La batalla parecía una más de las tantas disputadas entre los reinos
peninsulares durante aquellas épocas, donde las flechas no distinguían al amigo
del enemigo y perforaban por igual escudos y pechos; el trueno del choque de
espadas, los miembros cercenados y las lanzas rotas al clavarse en el lomo de un
caballo aún en movimiento seguían el ritual habitual. Todo ello se rompió cuando,
incrédulos, los moros comprobaron cómo los caballeros conversos podían seguir
luchando aunque tuvieran una lanza atravesando el corazón y retuvieran un puñal
o un sable en el estómago; nada parecía detener a esas verdaderas bestias del
Yahannam; acaso, se indignaban los sarracenos, aquellos seres habían sido
expulsados de la Hawiya solo para acabar con los buenos siervos de Allah. Alguno,
incluso, llegó a pensar que esta debía de ser una especie de venganza de Malik,
para luego arrepentirse al instante, contrito y temeroso de ser condenado al
Yahannam por mal creyente.

Más de un caballero e infante converso abandonó su lanza o espada y usó,


simplemente, sus manos y dientes para acabar con los infieles; el horror pobló los
rostros del enemigo moro y las vísceras salpicaron, como nunca antes lo habían
hecho en una batalla campal, las huertas y tierras donde la presente se
desarrollaba. Con igual furia luchaba un caballero cristiano que conservara todos
sus miembros que uno que se arrastrara usando solo el brazo diestro, suficiente
para moverse y poder morder los pies del enemigo. En justicia, hay que reconocer
que alguno de estos menguados, a la par que mataba moros, provocaba que algún
cristiano cayese entre sus mordidas, al menos hasta que recobraba la cordura tras
llenar el estómago, o perdía literalmente la cabeza ante un buen mandoble dado
por amigo o enemigo. Algunos buenos cristianos sintieron miedo de sus propios
compañeros, mas no era tiempo de esas preocupaciones y se centraron en lo
positivo: estaban ganando, y por mucho, una batalla que en principio parecía
perdida.

La compañía del Mio Zid combinaba perfectamente la estrategia militar


propia del experto Zampeador con la furia y hambre incontrolable de las tropas
zombis, así como el ánimo inflado del resto de los buenos cristianos, que veían
cómo la suerte les sonreía con esos dientes ensangrentados de los compañeros
conversos.

Y, como no podía ser de otra forma, Mio Zid se lanza al ataque con una
fuerza sobrehumana, embraza el escudo, baja el astil de la lanza y se dirige, sin
mediar intermedio alguno, contra el campamento morisco, siempre sobre el fiel
Babieca, acostumbrado al duro espolear de su Señor y, sobre todo, al nauseabundo
olor, que a tantas yeguas y caballos repele. A Ruy Díaz nada le cuesta a siete tirar y
a otros cuatro matar con un simple golpe circular de su lanza. Las flechas en el
pecho, si no las para su armadura, nada son capaces de hacer contra su piel ya
muerta. Los vasallos siguen al Zid, sabedores de que la victoria es suya.

Las huestes cristianas están echando al moro invasor de las tiendas de


campaña; no quedará nadie en el bando contrario que atestigüe cómo fueron
matados y comidos, desde el más triste y pequeño de los escuderos hasta el más
grande de sus guerreros.

En esas, el Zid, tras encomendar una vez más a don Pedro la protección de
sus yernos, se lanza a su vez sobre el rey Búcar, al que, en una lucha cercana, hiere
fuertemente, sobre todo la refinada sensibilidad olfativa y estética del moro; el
monarca sarraceno atraviesa la huerta entre naranjos y limoneros, en dirección al
mar, donde lo alcanza el de Bivar y le arrebata la espada, TiZona, tiñéndola con su
sangre africana. Búcar, desarmado, entiende perfectamente la retranca del
Zampeador cuando le ofrece la paz.

–Los dos hemos de besarnos –le dice, abriendo la boca negra y repleta de
pequeñas vidas saprofitas.

Sabiéndose perdido, el rey desearía haberse quedado en su tierra, en vez de


llegar a estos tristes lugares donde el lujo oculta una podredumbre que todo lo
infecta. Jamás había creído ciertos los rumores que hablaban de estas bestias
semivivas o revivificadas, y sucumbe con lágrimas en los ojos ante los mordiscos
que le arrebatan sus sensibles carnes, su vida y su futuro.

De vuelta a Valencia, satisfecho por la victoria y por el catering, el Zid se


deshace en lenguas de las virtudes guerreras de los maridos que Alfonso dio a sus
hijas, mientras el ejército en pleno emprende una lucha más ardua que la anterior
por contener la risa, observándose aquí y allá algún miembro caído a un zombi
especialmente convulso. Don Diego y Don Fernando, que saben que nadie ha visto
en ellos esas inexistentes virtudes, piensan que su inocente suegro está haciendo
mofa y befa de sus nobles personas, por lo que, muy corridos y plenos de orgullo,
juran venganza. Ni que decir cabe que la venganza debe ser a la medida de sus
posibilidades.

En el ínterin, y mientras los dos se dedican a buscar víctimas lo


suficientemente diminutas para su brazo y su valor, el Zid Zampeador vuela por
todo lo alto. Tras la aplastante victoria, y la constatación de que su ejército bien
podría ser invencible, imagina una gran cruzada de la cristiandad sobre
Marruecos, a lo que don Jerónimo le incita con palabras tan apasionadas como,
pudiéramos decir, poco realistas:

–Por Marruecos, mi señor, es donde están las mezquitas, va la voz de que


una noche a asaltarlos llegará el Campeador –decía el Obispo, haciéndose eco de
rumores inexistentes, para continuar–: es deber de vuestra merced acabar con la
tiranía mora y traer la paz cristiana para nuestro Señor Alfonso. ¡Piense en las
riquezas y en la Gloria del Señor, nuestro Creador!

Ruy Díaz, por su parte, ya casi zombi completo, recupera el buen juicio,
decidiendo permanecer en Valencia hasta su muerte. Tranquilo se dirigió a Don
Jerónimo, cuyo valor en combate solo se compadecía con su sed de sangre:

–Que ellos así se lo teman, pero en Valencia me quedo yo. No tengo que ir a
buscarlos; si quieren, que vengan y sufran muerte por la espada de su rey, la
TiZona. Ellos me darán tributo si así lo quisiera Dios, a mí o a quien yo designe. –
Agradeció a continuación el apoyo y los ánimos del representante de Dios en la
mesnada, pues su mano sagrada era parte del poder de esas tropas en proceso de
agusanamiento. Don Jerónimo tranquilo no se quedó, pero nada se podía hacer
ante la determinación de su Señor.

Por fin los de Carrión han definido a sus futuras víctimas, lo que tampoco
hubiera debido llevarles tanto tiempo a pesar de su mezquindad, y, ¡oh, sorpresa!,
son sus esposas las elegidas. Con la excusa de que las hijas conozcan Carrión y allí
establezcan un hogar en paz, le piden al Zid permiso para llevarlas con ellos, a lo
cual el de Bivar accede muy de grado, regalándoles como dote montones de oro, a
más de las dos espadas, la TiZona y la Colada, una para cada uno, y poniéndoles
una escolta, encabezada por Félez Muñoz, a la que se sumará Abengamón cuando
lleguen a su territorio. Como es su costumbre y su placer, este los acoge con todo
esplendor, lo que provoca la avaricia de los de Carrión, que planean matarlo –son
muy cándidos, como queda referido anteriormente– para arrebatarle las riquezas,
pero un moro que los escucha le pone sobre aviso; en vez de arrancarles
directamente las entrañas o mandar un mensajero a Valencia para informar de lo
acontecido y de las sospechas nefastas que esta actitud incita en su ánimo, el amigo
de Ruy Díaz les permite continuar viaje, lo que a todos nos parece un error garrafal
que solo puede explicarse porque la zombiedad ya estuviera carcomiendo el
raciocinio del sarraceno.

Así continuará el infortunado periplo, que lleva a los bizarros hermanos


hasta Corpes, donde ejecutarán su venganza. Mandan las tropas adelante, por que
anuncien su llegada y la preparen con todo boato, y quédanse los esposos solos con
las esposas. De nuevo, y siguiendo la línea de decoro que nos ha caracterizado
durante toda la narración y las descripciones en ella insertas, evitaremos los
extremos más escabrosos, bien que disponemos de crónicas apócrifas que exponen
con todo lujo de detalles el número, grado, ensañamiento, emplazamientos y
repeticiones que constituyeron las afrentas a las jóvenes, mientras ellas clamaban
pidiendo la muerte antes que la pérdida del honor.

Deshonradas, no muertas, quedan las hijas del Zid, y con ellas su padre, en
otras acepciones. Mas Félez Muñoz sospecha y vuelve sobre sus pasos, hallándolas
en tan lastimoso estado que no puede pensar en otra cosa que en comida; saciado
por otras vías, retorna al lugar y se las apaña para llevarlas a San Estéban de
Gormaz –al pueblo, no al santo–, desde donde envía noticias a Valencia.

Si alguien os dice alguna vez que un zombi, por estar muerto o en proceso
acelerado de ello, no se preocupa por su honor, recomendadle la lectura de este
yantar, que seguro desconoce. En añadidura a las justificaciones ya aportadas para
las acciones de Mio Zid, ahora entramos en el momento en que la ira hace su
aparición. Jamás hubiera sospechado este juglar tal frialdad y cálculo. Nada de
aullidos ululantes; olvidad las convulsiones; el apresuramiento sin un objetivo bien
ponderado. Es decir, imaginad esto para Minaya, Pedro Bermúdez, Martín
Antolínez y demás conversos sanguinarios, a los que se aleja de la ciudad con el
encargo de recoger a las desdichadas jóvenes. Pero apartad este estereotipo de la
figura del de Bivar.

Con toda la fría cólera del más poderoso de los caballeros de Castilla, que
consigue domeñar la concupiscencia zombi, Mio Zid Zampeador recaba la erudita
ayuda de Don Jerónimo y se lanza toda la noche a escribir tal carta al rey Alfonso
VI, que este, removido en su fuero interno por la culpa y la vergüenza, hace lo que
los de Carrión jamás imaginarían que tuviera lugar por tan poca cosa como
afrentar a unas infelices de clase inferior: convoca Cortes extraordinarias en
Toledo. Si esto parece poco al no avisado lector, es que estará acostumbrado a otras
formas de hacer política. Mas es seguro que ni a los de Carrión, ni a nadie, les pasó
desapercibida la obligación de acudir, so pena de destierro o, peor, de muerte
natural –que muy natural es el morir por la pérdida repentina de la cabeza–. Y allí
esperan a Mio Zid.

Los de Carrión hicieron y deshicieron para impedir la celebración de las


Cortes; movieron sus influencias, nada bajas para tan dignos hermanos, y en su
familia se refugiaron, donde se encontraron con conocidos enemigos del Zid
Zampeador, como es el caso del ya varias veces nombrado conde García Ordóñez.
Mas, junto a él, no pocos se reunieron con el fin de dañar a quien tantos triunfos
había dado al rey Alfonso.

También es verdad que el gran zombi de Valencia no va a acudir sin


protección a una cita como esta, y decide llevarse a su primo, que ya para entonces
se encuentra en las últimas ultimísimas, y a toda la Columna Minaya, sin desvelar
aún su verdadera naturaleza. Se ata las pobladas barbas, para que nadie se las
mesar pueda, y pasa la noche con Jimena eliminando los gusarapos más
ostensibles que aquellas velaban. Aunque el rey lo recibe con cara de justicia
cariacontecido, tratando de que considere sus esfuerzos y demostrándole empatía
hacia su flagrante caso, el de Bivar no se aloja en Toledo, sino a las afueras –no
quiere ni pensar en la masacre que podría producirse si a sus más de cien zombis
los soltase en medio de la nobleza, y no quiere pensarlo básicamente porque no le
parece tan mala idea–. Rechaza sentarse junto al rey, y se coloca entre las tropas
que ha seleccionado para acudir al juicio.

De pie, Don Alfonso de Castilla sorprendió a propios y ajenos al recordar


que estas eran las terceras Cortes que convocaba, y que lo hacía por amor al Zid,
para que se les hiciera justicia los infantes de Carrión; así expuso:

–Al bienhadado Mío Zid, azote de infieles, los infantes de Carrión le hicieron
gran deshonor, pues a sus hijas afrentaron. –Tras una breve pausa, aún mirando al
frente, continuó–: Que sean jueces los condes don Enrique y don Ramón y los
condes que del bando de los infantes no son. –Las palabras del Rey levantaron
calladas protestas entre los familiares y aliados de los de Carrión (así como entre
los juglares más avezados), mas ninguno se atrevió a contradecir a su Señor; aun
así, el murmullo incomodó a Su Majestad, que explotó–: Juro, por el Creador, que a
todo alborotador desterraré, perderá mi favor... sea del bando que sea. Haced
justicia –concluyó; dejando la palabra al Zid, para que presentare los cargos.

Tras unas palabras de agradecimiento, el de Bivar comienza su intervención


recordando que fue el rey quien casó a sus hijas, con lo que él es quien debe decidir
qué hacer con ese matrimonio, tras el abandono por parte de los infantes.
Inmediatamente, el que en buen hora tiñó las espadas con la sangre de sus
enemigos, cristianos y moros, reclama estas a sus yernos. Los jueces dan la razón a
Don Ruy Díaz.

Reunión inmediata se dio en el bando de los infantes de Carrión, que vieron


en un primer momento un resquicio para atacar al Zampeador, afeando con
lenguaje sibilino que el mismo no reclamara por sus hijas; si ese era todo el tema,
que tomara los fierros y de la Corte se fuera, pues ningún derecho tendría para
permanecer. Así pues, se las quisieron entregar delante de Alfonso, su Señor, y con
solemnidad así se hizo... Los del bando de los de Carrión empiezan a desconfiar de
que no todo quede ahí cuando el Zid se las regala a Pedro Bermúdez y a Martín
Antolínez, que a todos les parecen cadáveres resucitados, aunque inmediatamente
descartan esta posibilidad, que a aquestas alturas resulta la acertada.

–Gracias al Señor del Cielo y gracias a vos, Señor, que con lo de las espadas
ya estoy satisfecho... –detuvo el alegato el Zampeador para mirar al bando de
Carrión, con tal furia en los ojos que ninguno osó interrumpirlo; se temen lo peor. –
Los infantes de Carrión mis yernos no son, que estos devuelvan lo que les di por tal
condición.

A ello se oponen con furia los acusados, lo que suscita toda una serie de
debates argumentados y contrargumentados por diversos legistas, pero al final,
ante la torva mirada de Mio Zid, el rey ordena que se satisfaga la petición. Esta vez
son los de Carrión los que semejan cadáveres, tan pálidos quedan cuando escuchan
la sentencia; ya se lo han gastado todo, ignoramos y nadie nos dice en qué, de
modo que no les quedará otra que pagar en especies. Mucho tendrán que dar y
pedir prestado; humillados quedan en las Cortes de Toledo. Pero por un momento
descansaron al ver que el pleito civil llegaba a su fin. ¡Hubiera podido ser peor!,
pensaban.

Digno se levantó entonces el Zid, cuyo simple porte impuso silencio sobre
los nobles:

–Merced, mi Rey y señor, por amor del Creador y la Santísima Virgen,


dejadme una cosa más: no se me olvida la mayor queja de todas, que me oiga la
Corte entera y se duela con mi mal: reto a combate a los infantes de Carrión, los
cuales me quisieron deshonrar. –Gran revuelo en la Corte causaron las palabras del
de Bivar–. Decidme, infantes de Carrión –continuó el Zid–, ¿qué os he hecho?,
¿cómo o cuando os ofendí? –Miró a estos, los cuales no hacían más que desviar sus
ojos, buscando complicidad entre los suyos; sin piedad no merecida, prosiguió–:
Pido hoy ante Vuestras ilustres mercedes, que configuran la Justicia del reino,
reparación. No hay buen cristiano que pueda entender las infamias de los de
Carrión –elevó el tono con fuerza, dirigiéndose a los dos infantes acusados–: ¿Por
qué os llevasteis a mis hijas solo para herirlas luego con cincha y con espolón? En
el robledal quedaron mis hijas doña Elvira y doña Sol, para que las fieras acabaran
vuestra tortura sin razón. ¿Por qué cogisteis el dinero si de mis hijas ya nada
queríais? –Los ojos inyectados en sangre, el Zid aplacó el impulso que sentía de
saltar a la yugular de los antiguos yernos y, dirigiéndose a los nobles presentes,
concluyó–: Que juzgue esta Corte si se nos debe dar satisfacción.

A otros no les hubiera parecido tan terrible, dado que en una lucha uno
contra uno siempre se puede tener suerte y salir bien parado, pero ya han visto
luchar a aquellos que les retan: los que antes recibieron las espadas de parte del
Zid. Estos les recuerdan sus gestas en Valencia, como atribuirse muertes que no les
corresponden, esconderse de un simple leoncito o no hacer frente a las afrentas
humorísticas de que fueron objeto tras ambos episodios.

El conde Garci Ordóñez, que ningún bien quería para el campeón de


Valencia, levantándose de su escaño, pronunció con solemnidad, conocimiento,
mucha inquina y mala sangre:

–Merced, mi rey y señor, el mejor de todos los reyes cristianos: para estas
Cortes el Cid avezado estaba. ¡Mirad las pintas que nos trae este infame señor, con
esas barbas y ese hedor! Los unos le tienen miedo y a otros los espanta. Los
infantes de Carrión, mi señor, de noble cuna son; conforme a la costumbre que es
ley bien hicieron en abandonarlas, con lo que todo lo alegado por este putrefacto
vasallo, Ruy Díaz, no vale nada.

–¡Alabado sea Dios, que en el Cielo y tierra manda! –agrega sin perder
aliento el Zid, mientras se atusa las barbas–. Conde, ¿qué tenéis contra mi imagen y
mis barbas? Soy la suma de todas las batallas ganadas para nuestro Rey por la
gloria del Creador. Con respecto a las mis barbas, ningún hombre o mujer me las
ha mesado, como yo mesé la vuestra en el Castillo de Cabra. Se ve que no os han
crecido, aún conservo la que os falta, os la traigo en una bolsa, si queréis
recuperarla.

Gran alboroto se dio en la Corte. Entre risas y protestas el bullicio creció


hasta alcanzar la estridencia de una batalla campal, con lo que el de Bivar sonrió
con cierta suficiencia, sintiéndose en casa por una vez durante toda esta jornada.
Indignado, el infante Don Fernando consiguió hacer valer su voz, y ya callados los
presentes, gritó:

–Don Díaz, ¡detened esta alegación! Ya os hemos satisfecho las cantidades


requeridas; las ofensas han sido pagadas, ¡cortad de una vez el pleito! Pensad,
señor, que la nuestra familia emparentada con reyes y emperadores está, ¡no
debimos casarnos con las hijas de un infanzón! Con todo derecho y razón dejamos
a vuestras hijas; valemos hoy más que ayer, pequeño hidalgo, que solo pelear
sabéis.

Pedro Bermúdez, para gran regocijo de la audiencia que no formaba parte


del bando de los infantes de Carrión, y para más indignación de estos, contó de
nuevo y con detalles la batalla en que Fernando mostró su verdadero valor frente a
aquel infiel moro. Continúa con las chanzas en que Don Fernando mostró su total
inutilidad tras una espada o su –para hablar llanamente– excretante cobardía.
Acabó defendiendo el honor de las hijas de su señor, primas suyas a la sazón. Por
todo ello renovó el reto al infante de Carrión. Entre estupor y temblores, Don
Diego intervino para recordar su linaje familiar –del cual los asistentes hartos
estaban de escuchar–, de dejar tan claro como el agua con la que se bautizan los
hijos de los reyes que no se arrepienten del abandono de las hijas del Zid, pues
ellos se merecían más. Martín Antolínez no soporta la situación y reafirma su reto.

En estas estaban cuando Asur González –luego se descubrirá que es


asimismo un zombi, uno típicamente castellano–, familiar de los encausados –
nadie sabe en realidad si su hermano mayor o su tío–, entra en escena para
defender a aquellos y acusar de sandeces al Zid, con palabras que nadie llega a
comprender del todo, pero que, bien entendidas, podrían resolver el misterio
original que cambiaría el mundo por siempre.

–Mal traidor, que reniegas de la verdadera sangre de la estirpe de Lázaro


que fluye por tus venas. Más nos valdría que hubieras muerto definitivamente en
Sevilla.

Inmediatamente es retado por Muño Gustioz, y así quedan los retos


preparados para ser llevados a cabo en Carrión, donde los hermanos deberán
disponer las especies que le darán a su antiguo suegro en concepto de retribución
de la dote.

–¡Yo les reto, a esos infames! –se dejó oír entonces una voz desgarrada que
expulsaba miasmas y dientes a su paso, y la Corte en pleno pudo contemplar con
sagrada repugnancia la profanación obscena que constituía la existencia misma de
Albar Fáñez Minaya, de pronto muerto y resucitado en pleno juicio.

Mio Zid Zampeador se elevó sobre todos, se acercó a su primo y mejor


guerrero, lo agarró por los hombros y lo besó en la boca, para admiración de los
que le admiraban y desagrado de los que mal le querían. Tras ello, se dirigió a su
Rey y Señor:

–Alfonso, Rey de Castilla, en vuestra justicia confío. A Valencia ya me vuelvo


con mis buenos vasallos, para servirte hasta mi muerte y más allá de ella –confesó,
y entonces todos conocieron su verdadera naturaleza, y, a decir verdad, pocos se
sorprendieron. Luego, dirigiéndose a su primo–. Valiente eres, Minaya, el más
bravo de los caballeros de Castilla, madre ingrata siempre con sus hijos. Vuelve
conmigo, y al frente de tus conversos inflige derrota tras derrota a cuantos ejércitos
osen salirnos al paso. Dios nos ampara, y el obispo Don Jerónimo nos traducirá Su
palabra ante la duda.

Así partió Mio Zid Zampeador de Castilla, adonde no hubo de retornar en


toda su vida –que no en toda su existencia, aunque eso es otra historia–.

En Carrión, el rey Don Alfonso de León y Castilla dispuso todo para el


duelo; con severa reprimenda a los infantes de Carrión, ordenó:

–Estas justas en Cortes de Toledo debieron ser, mas vosotros no quisisteis;


acompáñanme estos caballeros de Mío Zid, luchad con ellos conforme a las
costumbres que son ley.

Los de Carrión no consiguieron detener preparativo alguno; incluso el Rey,


con los jueces, señaló los mojones. Se sortearon los campos, fijaron las normas, todo
comenzó... baste decir que los infantes fueron ejecutados en sendos duelos, y sus
cadáveres robados durante la noche, de lo que nadie fue acusado. Por su parte,
Asur González, tras ser traspasado, asaetado y golpeado con tres mazas diferentes,
fue sucesivamente privado de todos sus miembros, inferiores y superiores,
desjarretado y finalmente degollado, por lo cual fue definitivamente eliminado del
mundo de los vivos y de los no muertos, sin posibilidades de volver a regar el orbe
con sus babas envidiosas y mezquinas.

Los caballeros del Zid vuelven con su amo, el cual los recibe como a
verdaderos héroes que han reparado la grave injusticia sufrida por las hijas del
Zampeador. Ya limpias las hijas de las afrentas, el de Bivar continúa con calma los
tratos con Nafarroa y Aragón, aprobadas por el mismísimo Don Alfonso de León.
Así las hijas del vencedor de innumerables batallas son las dignísimas Señoras de
los históricos y poderosos reinos cristianos de Nafarroa y Aragón, como su padre
hubiera soñado de haber osado mirar tan alto.

Raquel y Vidas, en Burgos, descansaron entre el oro que fue


misteriosamente enterrado junto a sus huesos. Lamentablemente para ellos, no
pudieron disfrutar de su brillo, por razones evidentes.
Epílogo

Hasta aquí, las gestas que otros más sabios que este juglar pudieron rescatar
de los fragmentos de crónicas y palimpsestos que sobrevivieron a las inclemencias
del tiempo, la impericia de los amanuenses y la dejadez de los historiadores, más
preocupados en lo que sucedió después, cuando el nombre de Mio Zid Zampeador
fue conocido abiertamente en todo lo descubierto, temido incluso en los rincones
más ocultos, respetado por cuantos son capaces de emocionarse por los sucesos de
la Historia, y reverenciado como legítimo Señor por todos los pueblos del orbe.

De todos es sobradamente conocido el comienzo oficial, cuando, tras


desembarcar el rey Yusuf de Marruecos en tierras de Valencia, y mientras Ruy
Díaz contemplaba desde las almenas junto a su esposa las formidables huestes que
pretendían cercarlos, una flecha perdida acertó a herirlo de muerte. Grande fue la
algarabía con que los enemigos celebraron la caída del héroe, y más aún lo fue su
estupor cuando, sin solución de continuidad, las puertas se abrieron y la caballería
cristiana salió aullando como alma que lleva el diablo, riendo alborozada al ver que
su Señor, a lomos de Babieca, encabezaba la terrible y alocada matanza, a manos
descubiertas, que puso fin a las luminosas épocas en que los zombis solo eran un
rumor nocturno transportado sobre las alas del terror.
Buuuaaa daaaa buuuudagg… [mordisco; mordisco].

El Colectivo ClásicoZ resucita con el afán de hincar el diente en las


putrefactas carnes, de la supuesta literatura hispánica, completamente cocinada en
las hogueras inquisitoras de la mortal burguesía, que ha eliminado todo rastro de
la sustanciosa esencia zombi que configuraba sus obras cumbre.

Comenzamos pues, regurgitando la primera de las manifestaciones


castellanas –que se suma a un corpus mucho más antiguo–, en una versión
coetánea y, por tanto, mucho más fiable, del primer gran héroe zombi de nuestra
literatura.

Objetivos:

Publicar estas variadas obras de nuestra literatura hispanozombi –valga la


redundancia–.

Es triste de pedir, pero más triste es de morder –a quien no quiere–.

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