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Cuerpo de ley

David Kreszes

La ley y el bando.
Los atentados del 11 de setiembre han hecho dramáticamente actual el planteo de Giorgio Agamben
de considerar la lógica del campo de concentración como nomos de la modernidad, y la idea de que
todos somos virtualmente homini sacri, hombres sacros, habitantes del universo concentracionario 1.
Su hipótesis es lo suficientemente perturbadora para que merezca ser discutida, sobre todo cuando
además afirma que el bando soberano es la raíz primera y la culminación de toda ley. Agamben
plantea que se ha producido una especie de transformación radical en el escenario de la modernidad
con implicancias políticas: la política se ha convertido en biopolítica; pero al mismo tiempo afirma
que, en realidad, de lo que se trata es de que se ha vuelto al punto de origen, que la modernidad lo
único que ha hecho es quitar el velo a algo que ya estaba presente aunque oculto: que la verdadera
estructura de la ley es la del bando soberano.
Afirmaciones todas que lo llevan a proponer una acción política enmarcada en un más allá de la ley
que pudiera zanjar las paradojas de la soberanía. La discusión de los planteos de Agamben nos
debería acercar a la formulación de una política de la lengua que esté a la altura de las conclusiones
a las que lleguemos.
Agamben propone considerar la leyenda “Ante la ley” de Kafka como una representación
ejemplar de la estructura del bando soberano. El bando, afirma, incluye al sujeto
excluyéndole y lo excluye incluyéndole. Muchísimos autores han hecho diversos y variados
comentarios sobre este texto de Kafka, tratando de interpretar cuál es allí la estructura de la
ley. Agamben toma dos, el de Massimo Cacciari y el de Jean Luc Nancy. Cacciari dice,
refiriéndose a “Ante la ley”: “Lo ya abierto inmoviliza; el campesino no puede entrar porque
entrar en lo ya abierto es ontológicamente imposible” 2. Advertimos que Cacciari de ningún
modo toma en cuenta alguna posición del lado del campesino, sino que deriva directamente de
esa puerta abierta efectos sobre el campesino. Agamben agrega que el lenguaje, de manera
análoga, mantiene al hombre en una relación de bando, puesto que en su calidad de hablante
ha tenido que entrar de manera inevitable en el lenguaje sin poder explicárselo. El filósofo
Jean Luc Nancy postula algo similar aunque es un poco más preciso. Escribe (y no olvidemos
que, para Agamben, estamos en presencia del bando soberano, el cual expone al sujeto a un
estado de abandono): “El abandono no constituye una citación de comparecencia bajo una u
otra imputación legal; es una obligación de comparecer absolutamente ante la ley, ante la ley
como tal, en su totalidad. Del mismo modo, el ser puesto en bando no significa quedar
sometido a una determinada disposición de la ley, sino quedar expuesto a la ley en su
totalidad, entregado a lo absoluto de la ley” 3. Agamben comparte absolutamente estas
palabras de Nancy. Para él, efectivamente se trata de esto: la puerta abierta, sin ninguna
especificación, sin ninguna disposición particular, expone al sujeto a un absoluto abandono, a
la inmovilidad, a la imposibilidad; lo expone al bando soberano. Y esa es, para Nancy, una
comparecencia ante la totalidad de la ley; la puerta abierta representa la totalidad de la ley, lo
absoluto de la ley, sin especificación, sin significado, sin ningún enunciado en particular al
cual el sujeto pueda atenerse.
Quiero proponer otro relato, el cual, a mi criterio escenifica la estructura radicalmente heterogénea
de la ley, y por lo tanto imposible de hacer coincidir con la del bando. Discriminaremos allí, por un
lado, el plano del poder soberano, del bando soberano, en confluencia con la hipótesis de Agamben;
1
Agamben, Giorgio, Homo sacer, Pre-textos, Valencia, 1998.
2
Citado en Homo sacer, p. 69.
3
Citado en Homo sacer, p. 80.
1
y, por otro lado, algo que, paradojalmente, anula y atraviesa esa supuesta estructura original de la
relación soberana. La propuesta es que consideremos las distintas versiones que comenta Gershom
Scholem acerca de la experiencia del pueblo de Israel en la recepción de los Diez Mandamientos de
la misma manera en que Freud toma en cuenta distintas versiones de un sueño: la disyunción “o
bien... o bien” se tornará conjunción paradojal.
Hay una pregunta que Scholem4 intenta responder: ¿qué es lo que realmente el pueblo hebreo
escuchó en el desierto? Recoge comentarios de distintos cabalistas. Según algunos, todos los
mandamientos le fueron comunicados por el medio ininterrumpido de la voz divina. Otros cuentan
que, en realidad, el pueblo solamente alcanzó a escuchar los dos primeros mandamientos, pero que
a partir de allí, la fuerza tremenda de la voz portentosa de la divinidad fue tan insoportable que no
pudo escuchar nada más. Ambas versiones ubican el lugar del bando soberano: un trauma
inabordable, una voz ininterrumpida –recordemos la mención de Lacan a la lengua cancerígena,
lalangue- que imposibilita, que no hace lugar al sujeto, cuyos topos –el del sujeto- es justamente
intersticial. Pero Scholem toma además otra versión que dice que todo lo que les fue revelado no
fue sino el álef. La consonante álef sólo representa en hebreo el movimiento inicial de la laringe que
precede a una vocal a principio de palabra. Escuchar el álef no significa propiamente nada.
Representa, para Scholem, la transición a cualquier lenguaje comprensible. Concluye Scholem:
“Pero el elemento verdaderamente divino de esta revelación, aquella portentosa álef, no era
suficiente en sí mismo para expresar el mensaje divino y no pudo como tal ser soportado por la
comunidad. Sólo el profeta [Moisés] estaba llamado a explicar a la comunidad el significado de esa
voz inarticulada”5.
Aquí introduce Scholem la necesidad de un mediador, de un intérprete, de un lector que, en
respuesta al llamado, torsione el álef -ese álef sin sentido, esa vigencia sin significado- en los Diez
Mandamientos; alguien que haga pasar lo inarticulado de la voz al plano de la articulación
significante.
El comentario de Scholem nos permite plantear que la enunciación de la ley implica la puesta en
juego de una soberanía, que, en el mismo instante en que se despliega, se autoatraviesa. ¿Por qué?
Porque es una soberanía que le da la palabra al sujeto. Ese álef, conjeturo, debe ser homologado a
un tú debes interpelante implícito en la enunciación de la ley.
Entonces: la ley expone al sujeto al golpe (bando soberano), objetaliza, pero, al mismo tiempo,
performativamente, produce sujeto; porque “el tú” golpea pero llama, golpea pero invoca al sujeto,
le dona la palabra. Tenemos aquí una suerte de declinación de la violencia, tanto en el sentido de lo
que se despliega según variaciones, como de lo que decae. Hay en la enunciación de la ley una
violencia que no le hace lugar al sujeto, que no lo toma en cuenta o en la cuenta 6; y una violencia
condición, una violencia silenciosa, un álef inarticulado pero interpelante, una violencia que obliga
al sujeto a comparecer.... y a interpretar.
Para Agamben, la aportación específica de la ley es un cuerpo biopolítico, el homo sacer. Desde el
punto de vista que sostengo, la soberanía paradojal inherente a la enunciación de la ley produce un
cuerpo pulsional, cuerpo de ley, voz y mirada intrincadas que interpelan al sujeto haciéndolo
emerger.

Ley y recorrido pulsional.


Para Lacan, “las pulsiones son el eco en el cuerpo del hecho de que hay un decir” 7.
Deberemos especificar que este decir es fundamentalmente un decir la ley, ius dicere. La ley no se
hace, se dice, y se dice habitualmente en imperativo, el modo activo del lenguaje por excelencia.
4
Scholem, Gershom, La cábala y su simbolismo, Siglo XXI, Madrid, 1978.
5
Op. cit., p. 34.
6
Paradojalmente, será la marca de esta violencia que no toma en cuenta al sujeto la que se constituirá en una suerte de
grano de arena alrededor del cual emergerá la perla fantasmática.
7
Lacan, Jacques, El Sinthome, versión inédita.
2
Las prescripciones de la ley –tanto las positivas como las negativas (las prohibiciones)- se
despliegan “imperativamente”.
En gramática el imperativo expresa exhortación, mandato o ruego dirigidos a otra persona, de la
cual depende que la acción se realice o no. Resulta interesante que se incluya al imperativo en lo
que se denomina la función apelativa del lenguaje, en tanto que, lo comentaremos enseguida, el
imperativo puede perfectamente excluir el llamado que lo apelativo comporta.
El imperativo como tal no tiene sino dos formas, precisamente correspondientes a la segunda
persona, una para el singular y otra para el plural. Sin embargo, los gramáticos afirman que hay
múltiples maneras en que se puede poner a jugar una enunciación imperativa sin que la segunda
persona esté implicada. Mencionaré cuatro:
Función imperativa de los verboides8: infinitivo (“¡Comer!”) y gerundio (“¡Saliendo!”). El
participio (oído u oyente) casi no admite una función imperativa (Ej.: Maestro que dice a sus
alumnos: “¡Callados!”)
Función imperativa del infinitivo reflexivo impersonal en frases unimembres: “¡Levantarse!”
Función imperativa de las frases unimembres: “¡Ni una palabra!”
Función imperativa del impersonal hay (en castellano con el agregado de la partícula que).
Se vuelve necesario aclarar que enunciados imperativos en los que la segunda persona esté presente,
bien pueden comportar a nivel enunciativo un “no ha lugar” del llamado; así también, frases
imperativas en las que la segunda persona falta, pueden sin embargo presentificarla
enunciativamente por el contexto, el tono, un gesto, o cualquier marca que asuma la función.
Concluimos entonces que naturalmente el imperativo no necesariamente comporta llamado. La
articulación, el entretejido entre imperativo y llamado es lo que especifica en sentido fuerte el orden
de la ley, siendo ésta una operación artificial –es decir, propia del campo del habla- que ponemos en
la cuenta del nombre del padre, de la función paterna.
Introducidos estos comentarios con la ayuda de la gramática, abordaremos dicha operación artificial
en el campo pulsional. Se dice que la letra –¿podemos decir la ley?- con sangre entra. Diremos que
la ley con voz entra; resuena aquí tanto lo ininterrumpido de la voz, encarnando el plano del bando
soberano, como el apelativo vos que hace presente el llamado, la cita del sujeto –por lo menos en
nuestra lengua.
En “Pulsiones y sus destinos”, Freud describe un recorrido para la pulsión sadomasoquista al que
nombra como la vuelta contra sí mismo. Sólo la finalización de dicho recorrido, en clave de
gramática pulsional, permitirá el surgimiento del sujeto como “punto final de la imputación legal”
en términos kelsenianos. El sujeto devendrá entonces un destino pulsional.
Transpondremos el pegar, pegarse, ser pegado (hacerse pegar en Lacan) en términos de la pulsión
invocante: oír, oírse, ser oído (o hacerse oír).
Oír. Es el tiempo correspondiente al momento lógico del encuentro entre el lenguaje -en su función
activa- y el viviente. Un viviente -sujeto mítico de la necesidad- recibe el golpe del significante. No
hay sujeto que oiga, sólo se trata de la marca -todavía no marca borrada- que en el viviente inicia el
recorrido pulsional. Recordemos aquí la posible función imperativa del infinitivo, en este caso del
oír. ¿Qué es lo que este verboide prescribe, si no se trata aquí del sujeto? Abordaremos nuevamente
esta pregunta durante el comentario del segundo tiempo pulsional.
Oírse. Emergencia del Es, del Ello freudiano. Es el tiempo autoerótico por excelencia. Al no
producirse en este tiempo la articulación entre Ello e Inconciente sólo podemos hablar de puro
placer de órgano. Alberto Marchilli aclara pertinentemente: "...en este oírse, que tiene el se del
impersonal, es el Ello el que silenciosamente se oye"9. Tiempo de la pulsión de muerte, es el goce
mortífero del viviente. Lo imperativo de la ley, lo que Lacan ha nombrado lalengua, goza; es la ley
en tanto imperativo que se oye. Se trata del freudiano masoquismo erógeno, primario.
8
Los verboides son formas no verbales, carentes de flexión de número y persona.
9
Marchilli, Alberto, “El fantasma y lo invocante”, en Conjetural N* 9, Ediciones Sitio, Buenos Aires, 1985.
3
Emmanuel Levinas, en “De la existencia al existente”, propone un hay para dar cuenta del carácter
de una acción que no tiene autor, que es anónima:
“Esa ‘consumación’ impersonal, anónima, pero inextinguible del ser, esa que murmura en el fondo
de la nada misma, la fijamos mediante el término hay. El hay, en su rehusarse a tomar una forma
personal, es el ‘ser en general’ [...] Hay en general, sin que importe lo que hay, sin que pueda
pegarse un sustantivo a ese término. Hay, forma impersonal, como ‘llueve’ o ‘hace calor’.
Anonimato esencial”10.
Se trata de la corriente anónima del ser, del ser en cuanto campo impersonal, de una presencia sin
discurso. La comparación con lo impersonal del llueve o hace calor no nos debe hacer olvidar que
el hay levinasiano comporta una prescripción de ser –en castellano debiéramos agregarle al hay la
partícula que para enfatizar claramente el tono imperativo del impersonal- y no una simple
constatación como podría considerarse la mención de los impersonales que se usan para nombrar
los fenómenos meteorológicos. El roce del hay es para Levinas el horror. Amenaza indeterminada,
privilegia su aparición en el anonimato de la noche, en un movimiento que despoja a la conciencia
de su subjetividad misma, no para apaciguarla en el inconciente sino para precipitarla en una suerte
de “vigilancia impersonal”.
Podemos considerar el oír y el oírse en clave del hay levinasiano. La virtud que tienen los dos
tiempos freudianos frente al hay impersonal, es que el oír seguido del oírse dice de un movimiento
–orientación contra la propia persona- que anticipa, aunque no garantiza, una salida del goce mudo
del ser: marca el camino de la prescripción del ser a la cita performativa del sujeto. La
comparación entre los dos primeros tiempos de la pulsión invocante y el hay levinasiano -como
experiencia desubjetivante- nos introduce al estatuto de tiempos lógicos del oír y del oírse, no
traducibles a ninguna fenomenología aunque nos sirvamos de ella en la mención del horror como
roce del hay en Levinas. Dicha mención nos anoticia más de un ataque a la articulación entre
imperativo y llamado que de una suerte de detención en algún punto del recorrido pulsional.
Hacerse oír. Se completa el recorrido pulsional. Es una vuelta en tour al punto de partida pero que
implica el borramiento de la huella. La huella borrada que supone una pérdida de goce es el
resultado de la torsión de la voz ininterrumpida que permite la extracción del significante
inscribiendo la pérdida del objeto -la voz imperativa del Padre- y haciendo lugar al sujeto como
respuesta de lo real a la llamada interpelativa. La pulsión se vuelve psíquica produciéndose una
recuperación del goce -imposible para el sujeto- de la voz del Padre vía masoquismo moral. El
tercer tiempo de la pulsión anuda (paradojal mal entrelazamiento) imperativo y llamado, pone en
juego un Tú debes.... y un Tú eres.... El imperativo impersonal de los dos primeros tiempos se
torsiona en mandato (como delegación), siendo la fantasía su interpretación renegatoria.

Circuito entonces que, partiendo de lo impersonal del imperativo ciego y sordo de la ley (hay
levinasiano; bando soberano agambeniano; autoerotismo y pulsión parcial freudianos; voz
imperiosa del padre en Lacan) finaliza en la impersonalización –como recuperación de goce- de la
posición del sujeto en el fantasma. Dicha impersonalización es la de la ley en tanto se le quita su
estatuto de acto enunciativo; transformada en anónima y constatativa, se vuelve ininterrogable. Pero
también es la del sujeto en tanto se hace objeto del castigo superyoico: la interpelación, el llamado,
se resuelven en acusación.

Una política de la lengua.


Según lo hemos desplegado, el recorrido pulsional inscribe –articulándolos- los dos planos
heterogéneos de la ley, el del imperativo y el del llamado. Todo ataque a la ley conllevará
10
Levinás, Emmanuel, De la existencia al existente, Arena Libros, Madrid, 2000.
4
necesariamente un intento de desarticulación de estos dos planos. La preservación del imperativo en
desmedro del llamado, hará de la ley, regla. Hannah Arendt escribió que en la Alemania nazi había
derecho pero no ley; nos recuerda que Hitler afirmó alguna vez que “amanecería el día en que, en
Alemania, sería considerado como ‘una vergüenza’ tener la profesión de jurista” 11. Arendt hace
equivalente el sueño de Hitler de instaurar una perfecta burocracia a lo que llamó Imperio de
Nadie. Interesante paradoja la de un derecho sin ley; ya no será lo mismo hablar de un hombre de
derecho que de un hombre de ley.
Si recordamos los planteos de Agamben discutidos al comienzo, de ninguna manera propondremos
entonces como política un más allá de la ley, sino una apuesta al imposible y paradojal
entrelazamiento entre imperativo y llamado. Un nombre para esta apuesta tal vez pueda ser aquel
que singulariza la convocatoria por la que estamos hoy reunidos: Deseo de Ley.
Buenos Aires, octubre 2001

Kreszes David, "Cuerpo de Ley", en Primer Coloquio Internacional Deseo de Ley, Editorial Biblos
y Deseo de Ley, Buenos Aires,2003.

11
Arendt, Hannah, Eichmann en Jerusalén, Editorial Lumen, Barcelona, 1999.
5

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