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LA CAÍDA DE FUJIMORI Y EL RELANZAMIENTO DEL PROYECTO NEOLIBERAL CON TOLEDO

Y GARCÍA
Las elecciones del año 2000 y los primeros meses del tercer mandato presidencial de
Fujimori resultaron tan turbulentos que parecieron, en ese momento, el final del proyecto
neoliberal. Atropellando los mecanismos constitucionales que preveían una sola reelección,
mediante el ardid de una “interpretación auténtica” de la Carta de 1993 realizada por el
Congreso, la defenestración de tres miembros del Tribunal Constitucional que se oponían a
ello y la desautorización de un referendo impulsado por la oposición, que había conseguido
superar la enorme valla de más de un millón de firmas necesarias, Alberto Fujimori se
presentó para un nuevo mandato presidencial. El argumento fue que su elección del año
1990 no debía contar, al haber sido realizada bajo otra Constitución. La oposición,
aglutinada alrededor del principal candidato opositor, Alejandro Toledo, organizó el día de
la toma de mando —los simbólicos días de 28 y 29 de julio, cuando se celebra la
Independencia del Perú— una gigantesca manifestación en Lima, pero con grupos
provenientes de provincias, anunciada como “la Marcha de los Cuatro Suyos” (aludiendo a
las cuatro regiones del imperio inca), que acusó de fraude al Presidente y reveló la debilidad
política con la que iniciaba su nuevo régimen. Dicha debilidad se volvió más patente cuando,
dos meses después, hallándose en marcha un programa de la Organización de Estados
Americanos para ayudar a “democratizar” el gobierno del país, se dio a conocer por la
televisión una de las filmaciones que el asesor Vladimiro Montesinos había realizado en el
SIN (que una secretaria descontenta habría filtrado a un político opositor). En ellas se veía
al ex capitán del ejército comprando con unos miles de dólares el pase al bloque del
gobierno de un congresista elegido por la oposición. Esta material dio inicio a una lista casi
interminable de “vladivideos”, que capturaron la televisión y la atención de los peruanos,
en que aparecían en la sala de espera del asesor presidencial políticos, empresarios, artistas
y, aparentemente, cualquier persona poderosa que buscaba un favor y estaba enterada de
cómo funcionaba realmente el Estado El gobierno desactivó el SIN y decidió pasar al retiro,
anunciando nuevas elecciones, sin Fujimori, para el año siguiente. La oposición se dividió
entre los moderados, que aceptaban este calendario, y los radicales que, argumentando
que Fujimori y Montesinos eran dos caras de una misma moneda, exigían la destitución
inmediata del gobierno. Observando el avance de estos últimos, que en el mes de
noviembre lograron ganar la presidencia del Congreso, el presidente optó por renunciar al
poder, aprovechando un viaje al Asia, desde donde remitió su dimisión un 19 de noviembre
del año 2000. Posteriormente se refugió en Japón, donde la nacionalidad japonesa que
poseía por el origen de sus padres impediría el previsible pedido de extradición judicial que
lo esperaba en el Perú. La renuncia desde el exterior fue recibida por una parte importante
de la opinión pública como una traición.
El Congreso, en manos de la oposición, optó por rechazarla y destituir al presidente por
“incapacidad moral”. Sin apoyo político, los dos vicepresidentes, Francisco Tudela y Ricardo
Márquez, renunciaron a sucederlo en el poder, recayendo la presidencia, de acuerdo con la
Constitución, en el Presidente del Congreso, el austero abogado cuzqueño Valentín
Paniagua, de las filas de Acción Popular. Todo ello creó una situación política inusual, en la
que la metáfora del derrumbe estrepitoso de un castillo de naipes parecía cobrar vida. La
caída del fujimorismo representó una grave crisis política, pero no significó el final del
proyecto económico iniciado en los años noventa. Este sería relanzado con nuevos rostros
y estilos, que le darían el aire de renovación necesario. El breve gobierno de transición de
ocho meses de Paniagua fue sucedido en 2001 por el de Alejandro Toledo, del partido Perú
Posible, y en 2006 por el de Alan García Pérez, del APRA (quien regresaba por segunda vez
al poder). Durante el interinato de Paniagua, este conformó un gabinete de personalidades
presidido por Javier Pérez de Cuéllar; el Perú volvió a la jurisdicción de la Corte
Interamericana de Derechos Humanos de San José, de la que el régimen de Fujimori se
había apartado, y se crearon las Procuradurías y los Tribunales Anticorrupción para
investigar y encauzar a los funcionarios civiles y militares de los años noventa. Un centenar
de altas autoridades civiles y militares involucradas con el gobierno de Fujimori fueron
investigadas, y eventualmente procesadas y sentenciadas por personal especializado, con
un celo que no se veía en el Perú desde la caída del gobierno de Leguía. La “judicialización”
de la política se convirtió desde entonces en un ingrediente importante, propiciando que
los gobiernos buscasen aliados, ya no solo entre las Fuerzas Armadas, como había sido lo
ordinario en el Perú, sino también en el Poder Judicial. Asimismo, fue creada una Comisión
de la Verdad, para investigar no solo los “excesos” sino los patrones de recurrencia de la
violencia cometida por las Fuerzas Armadas y los grupos subversivos entre los años 1980 y
2000. Políticamente, el país se dividió entre quienes querían un desmantelamiento del
proyecto neoliberal y la democratización “real” del país, exigiendo duras sanciones para los
involucrados con el régimen de Fujimori y levantando como bandera la abrogación de la
Constitución de 1993 y el retorno a la de 1979, y quienes querían preservar la continuidad
del modelo neoliberal, pero depurando de los vicios de autoritarismo y corrupción que
habían caracterizado a los últimos años del régimen caído. Entre los primeros figuraban las
fuerzas de izquierda, que consiguieron algunas curules en el Congreso del periodo 2001-
2006, aliándose con el partido de Toledo, y mantenían una influencia importante en las
organizaciones gremiales de los trabajadores, que recuperaron algún protagonismo, y en el
liderazgo político en el interior.

El régimen de Toledo le dio a los representantes del bloque izquierdista algunos espacios,
como el Ministerio de Educación y, parcialmente, del Interior y de la Mujer; asimismo, el
ámbito de los derechos humanos, incluido el manejo de la Comisión de la Verdad, a la que
añadió el calificativo “y Reconciliación” además de otros seis integrantes, y de los Tribunales
Anticorrupción. La lucha contra la corrupción se fue diluyendo, conforme ella iba
apareciendo también en el nuevo gobierno, quedando al final como un tema de baja
prioridad. En materia económica se mantuvo la línea neoliberal, nombrando como ministro
de Economía y Finanzas, primero a Roberto Dagnino, un prestigioso abogado de ideas
liberales que trabajaba en los Estados Unidos y que había colaborado con Mario Vargas
Llosa, y después a Pedro Pablo Kuczynski, quien tenía un perfil similar: una sólida
experiencia en la banca internacional, además de una experiencia previa como ministro de
Energía y Minas del segundo gobierno de Belaúnde. Durante la campaña electoral del año
2000, el propio Toledo había manifestado que se proponía “construir el segundo piso” del
modelo económico inaugurado por Fujimori. Cuando, en el año 2004, el Congreso hubo de
interrumpir la elaboración de una nueva Constitución (cuya redacción era dirigida por el
antiguo parlamentario de Izquierda Unida, Henry Pease) por falta de apoyo político, pareció
claro que el pulseo entre ambas fuerzas había sido ganado por el neoliberalismo. El desafío
del país parecía ahora volver compatible a este con una real democracia social y política. El
inicio de la explotación del gas de Camisea —un yacimiento en la selva del Cuzco
descubierto por la Shell en 1988 y cuyos contratos se habían firmado durante el gobierno
provisional de Paniagua—, el de las empresas cupríferas en Antamina y Tintaya, el impulso
a la construcción de viviendas urbanas y un trabajo fino de expansión monetaria dirigido
por el Banco Central de Reserva, lograron remontar el estancamiento económico en que
yacía el país desde 1998. El sector exportador, apoyado por las ventas de los minerales, fue
el protagonista más importante de esta recuperación. El impresionante crecimiento de la
economía china y posteriormente de la India, impactó positivamente en los mercados
mundiales, elevando los precios de las materias primas que exportaba el Perú. La política
liberal se vio en los hechos radicalizada por la suscripción de tratados bilaterales de Libre
Comercio (TLC) con nuestros más importantes socios comerciales, que puso en marcha el
gobierno de Toledo, y continuó el de García. La oposición que hicieron a ellos algunos
grupos e intelectuales de izquierda, que argumentaban, por ejemplo, el peligro del
deterioro ambiental o de la dificultad en garantizar los medicamentos genéricos para los
más pobres, no encontró mayor acogida en la población, que los vio pragmáticamente como
oportunidades de empleo. El primero de estos tratados, que facilitaría el camino a los
demás, fue el firmado con los Estados Unidos en 2006. Este reemplazó unos acuerdos
anteriores, iniciados en 1991, por los que Estados Unidos otorgaba facilidades a las
exportaciones de los países que cooperaban en la lucha antinarcóticos. Los TLC implican no
solo el compromiso de desgravar de impuestos a los bienes provenientes del otro país, sino
que involucraron aspectos mucho más profundos, como la igualación entre extranjeros y
nacionales para el tratamiento tributario y de acceso a los recursos, el respeto a ciertos
estándares laborales (horarios de trabajo, seguro médico, prohibición del trabajo infantil o
precario) con los que debían estar fabricados los bienes, la salvaguardia de los derechos de
propiedad intelectual de las patentes y tecnologías de vanguardia (que no solían ser
respetados en países como el nuestro) y cierta pérdida de soberanía nacional, puesto que
en caso de incumplimiento la empresa afectada podía recurrir a un arbitraje internacional.
En cierta forma, consolidaron el modelo impuesto por la Constitución de 1993.
Con la reactivación económica, los ingresos del Estado crecieron. Entre los años 2001-2011
más que se triplicaron, al pasar de 26.703 a 88.135 millones de nuevos soles. Se aprovechó
de compensar económicamente a muchos ex empleados del Estado que habían sido
despedidos durante el gobierno de Fujimori, y se restauró en sus puestos a diplomáticos y
jueces a los que se consideró injustamente separados. Se aprovechó de disminuir el monto
de la deuda externa, desarrollándose un sistema de bonos soberanos de la deuda pública
en moneda nacional, que permitirían al Estado depender menos del endeudamiento
externo. La adopción de un esquema de “metas explícitas de inflación” ayudó, por su parte,
a que el programa de reactivación económica no se viera acompañado de un rebrote
inflacionario. Junto con el impulso dado por las reformas liberales de la década anterior,
estas medidas ayudaron a que la primera década del siglo XXI haya sido, en términos
económicos, una de las más positivas en la historia económica del país. El producto por
habitante, que había rondado los mil dólares hacia 1990, llegó a superar los cinco mil
dólares en 2010. Claro que debe tomarse en consideración que los dólares de 1990 tenían
un mayor poder de compra que los de veinte años más tarde, pero incluso si descontásemos
este factor, hubo un importante crecimiento .

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