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I. Introducción
La corrupción pública –con los nefastos efectos que genera- es un fenómeno que
apareció en todas las épocas y en todo modelo de Estado con una dimensión patológica que
involucra a la totalidad del tejido social, pues difícilmente pueda darse una corrupción de la
administración pública de la que sea aséptico el sector privado, ya que ambos ámbitos se
encuentran indisolublemente ligados y sometidos a influencias recíprocas.
1. La reforma constitucional de 1994 introdujo en nuestra Carta Magna el art. 36, cuyo
párrafo quinto expresa: “Atentará contra el sistema democrático quien incurriere en grave
delito contra el Estado que conlleve enriquecimiento, quedando inhabilitado por el tiempo que
las leyes determinen para ocupar empleos públicos”.
1.1. Uno de los primeros autores que se ocuparon de este texto y su relación con el art.
268 (2) C. Penal, fue Humberto S. Vidal; el título de su breve pero sustancioso trabajo
aparecido en la página 12 A de “La Voz del Interior” del jueves 5 de septiembre de 1996, ya
implicaba una categórica definición: “El enriquecimiento ilícito es un delito de jerarquía
constitucional”.
Dicha tesis fue seguida pocos meses después por José Severo Caballero, quien, en su
artículo de la revista “La Ley” del viernes 20 de diciembre de 1996, afirma: “1. Que la reforma
constitucional que introdujo el art. 36 ha colocado al intérprete en la necesidad de advertir la
más amplia significación conceptual que han adquirido los artículos del título 11 del Código
Penal denominados “Delitos contra la Administración Pública”, desde el momento en que el
enriquecimiento ilícito de los funcionarios debe respetar la expresa definición de grave delito
doloso contra el Estado que conlleve enriquecimiento y que no figuraba en la Constitución
anterior que tuvo en cuenta la reforma de la ley 16.648. 2. El deber constitucional de facultar a
la Administración Pública a exigir en cualquier momento al funcionario o empleado público
que justifique la procedencia del enriquecimiento patrimonial apreciable suyo o de una
persona interpuesta le ha dado una especial naturaleza política-social al deber cuya violación
reprime el art. 268 (2) del Cód. Penal”.
En tal sentido, Aída Tarditti expone con precisión: “Es la Constitución y no el Congreso
quien decide que al menos una forma concreta de corrupción (el enriquecimiento doloso de
funcionarios en delitos contra el Estado) tiene que ser incriminada. De ordinario, esa
atribución le compete al Congreso, pero no ocurre así en los delitos constitucionales, en los
cuales la Constitución se ha adentrado al menos en una descripción parcial que requerirá de
complementación, pero que no podrá tampoco ser desoída por el Congreso”. Ello se
compatibiliza con la opinión de Germán J. Bidart Campos, para quien la conducta “grave delito
doloso” contra el Estado, “requiere que la ley la tipifique, porque la constitución no lo hace por
sí misma, si bien marca como pauta para la incriminación legal que tal delito ha de aparejar
enriquecimiento”.
1.2. En una respetable posición opuesta se ubican prestigiosos autores como Marcelo A.
Sancinetti, Miguel A. Inchausti, Edgardo Alberto Donna y Javier Esteban de la Fuente; éste
resume las posiciones de los antes nombrados diciendo que el art. 36 C.N. “tiene un sentido y
contenido mucho más amplio, refiriéndose a cualquier delito doloso contra la administración
que implique enriquecimiento como el peculado, cohecho, exacciones o negociaciones
incompatibles, de modo que no existe ningún argumento para entender que dicho principio
constitucional exige y sustenta la creación de un tipo penal como el examinado”.
Las modificaciones introducidas al Código Penal argentino en 1999 por la ley de ética de
la función pública nº 25.188 siguen las directivas político-criminales emanadas de la
tipificación como delito constitucional de los actos de corrupción funcional dolosa que
impliquen enriquecimiento, como asimismo de la mencionada Convención Interamericana.
En lo que atañe a nuestro tema, la mencionada ley ratifica y amplía el tipo penal ya
existente del enriquecimiento ilícito de funcionarios públicos, art. 268, (2), C.P., en el cual se
extiende la obligación del funcionario de justificar la procedencia del incremento patrimonial,
hasta dos años después de haber cesado en su desempeño; se introduce en dicho tipo una
regla de interpretación auténtica según la cual “se entenderá que hubo enriquecimiento no
sólo cuando el patrimonio se hubiese incrementado con dinero, cosas o bienes, sino también
cuando se hubiesen cancelado deudas o extinguido obligaciones que lo afectaban”;
incrementa las penas conminadas en abstracto para el enriquecimiento ilícito funcional, art.
268 (2). Igualmente, modifica el último párrafo de este artículo, equiparando la pena de este
delito en el supuesto de la persona interpuesta para disimular el enriquecimiento del
funcionario o empleado público. Lo importante es que la ley 25.188, sancionada en pleno
fragor de las discusiones sobre la constitucionalidad del art. 268 (2) C.P., se limitó a
introducirle algunas modificaciones que no alteraron su estructura.
Como se advierte, nuestro país casi cuarenta años antes, ya había tipificado en el art.
268 (2) del C. Penal el delito de enriquecimiento ilícito funcional, con una redacción similar a la
que ahora sugiere la Convención de las Naciones Unidas.
En este controvertido tema tienen razón Javier De Luca y Julio López Casariego cuando
expresan que, sin bien el art. 268 (2) C.P. está ubicado en el capítulo IX bis (“Enriquecimiento
ilícito de funcionarios y empleados”), dentro del título XI del mencionado código (“Delitos
contra la administración pública”), el texto de aquella disposición “en ningún momento señala
que el enriquecimiento deba tener un origen ilícito o deba responder a alguna conducta
determinada del autor para ser considerado tal.”.
Oscar A. Estrella y Roberto Godoy Lemos consideran que la figura del art. 268 (2) C.P.
tiene la finalidad de “tutelar la decencia administrativa y la salud de los negocios públicos”.
Siguiendo la línea marcada antes de 1994 por Justo laje anaya, Javier De Luca y Julio
López Casariego expresan que lo que se protege es “la imagen de transparencia, gratuidad y
probidad de la administración y de quienes la encarnan. En consecuencia, aunque un
funcionario se haya enriquecido lícitamente, por ejemplo, ganó la lotería o recibió una
herencia, el no justificarlo lesiona el bien jurídico, porque todos los administrados al percibir
por sí mismos el cambio sustancial en el patrimonio del funcionario se representarán –fundada
o infundadamente- que está originado, …, en su actividad pública y, por ende, que los
perjudica, ya que la administración pública tiene su única razón de existencia (objeto y fin) y
sustento (económico y a través de los tributos) en los ciudadanos”.
En igual sentido se pronuncia Javier Esteban de la Fuente, para quien “el bien jurídico
protegido no es sólo la imagen de transparencia de la administración, sino que la norma
intenta claramente evitar que los funcionarios utilicen ilegalmente sus cargos para
enriquecerse ilegítimamente”. Esto último merece la réplica de Javier De Luca y Julio López
Casariego, quienes niegan que se reprima el enriquecimiento ilícito a partir de la no
justificación del incremento patrimonial. Por el contrario, aseveran: “Lo ilícito es no justificar el
incremento. El enriquecimiento (apreciable y objetivamente inexplicable), es calificado por la
ley o se torna ilícito cuando el funcionario no lo justifica, con independencia del carácter de su
origen”.
Por nuestra parte, en sintonía con Aída Tarditti, sostenemos que el bien jurídico
protegido por el art. 36 C.N. es el sistema democrático, en la misma orientación teleológica
que las convenciones internacionales de lucha contra la corrupción, aprobadas por el Congreso
en los últimos años.
Ernesto Garzón Valdés en “El velo de la ilusión – Apuntes sobre una vida argentina y su
realidad política”, ha dicho: “Existe, desde luego, otra forma de socavar la legitimidad del
sistema democrático que proviene no ya de los excluidos sino de los que forman parte del
aparato estatal: la corrupción”.
Agrega el profesor Garzón Valdés que “…la corrupción se vuelve posible y prospera
cuando los decisores abandonan su punto de vista interno de adhesión y lealtad al sistema
normativo en el que actúan. El problema de la lealtad democrática, de la eliminación de la
posibilidad de gorrones, es posiblemente una de las cuestiones centrales de la democracia
actual. No es casual que una buena parte de la discusión entre liberales y comunitaristas gire
alrededor del tema de la lealtad democrática”.
Suele decirse que la indeterminación de la estructura del tipo objetivo del art. 268 (2)
C.P., que resultaría violatoria del principio de legalidad (art. 18 C.N.), ha provocado
interpretaciones disímiles sobre el contenido de la conducta prohibida por la norma, con la
finalidad de legitimar la constitucionalidad del precepto legal: para algunos aquélla consiste en
enriquecerse ilícitamente en perjuicio de la administración pública, prevaliéndose del cargo
(delito de comisión); para otros, en no justificar el origen del incremento patrimonial (delito de
omisión); finalmente, hay quien han dicho que se combinan ambas formas de
comportamiento.
1. El primer criterio fue defendido inicialmente por Carlos Fontán Balestra para quien
“lo que la ley castiga es el hecho de enriquecerse ilícitamente, aunque el no justificar ese
enriquecimiento sea una condición de punibilidad”.
La tesis del delito de comisión, seguida por la Sala IV de la Cámara Nacional de Casación
Penal en “Alsogaray, María Julia”, es compartida por el dictamen del Procurador General de la
Nación, que la Corte Suprema hizo suyo al declarar improcedente el recurso extraordinario
federal.
Por nuestra parte, pensamos que la estructura del tipo objetivo es la propia de un tipo
compuesto o de pluralidad de actos, pues para su consumación se requiere más de un
comportamiento, uno positivo y otro negativo, de manera similar a lo que ocurre con el delito
de libramiento de cheques sin provisión de fondos (art. 302.1 C.P.). Entre el antecedente -la
conducta comisiva del funcionario público consistente en incrementar significativamente su
patrimonio durante su desempeño en el cargo o hasta dos años después de su cese, respecto
de sus ingresos legítimos- y el consecuente -la omisión de justificar que la causa de tal
enriquecimiento ha sido extraña al ejercicio funcional (no exigiéndose que acredite el “origen
lícito del incremento”)- debe haber mediado un elemento normativo del propio tipo penal:
que el agente haya sido debidamente requerido a justificar el enriquecimiento por autoridad
competente, exigencia que algunos autores consideran una condición objetiva de punibilidad.
En nuestra opinión, atento que por aplicación de los arts. 18 y 19 C.N. la investigación de un
supuesto delito debe ser posterior al hecho, el requerimiento en cuestión no puede operar
dentro del proceso penal, pues ello implicaría iniciar el ejercicio de la acción penal antes de
que existe el presunto delito.
Resultan de gran interés los razonamientos de Jorge Amílcar Luciano García en el fallo
dictado de la Cámara en lo Criminal de Paraná en la causa “Rossi”, al sostener que se trata de
un “delito complejo –en el que confluyen mandatos y prohibiciones- y donde el tipo doloso es
de aquellos tipos de “valoración global” que estudió Roxin en su trabajo “Tipos abiertos y
elementos del deber jurídico” (trad. De Bacigalupo, con el título “Teoría del tipo penal”, ed.
Depalma; idem, Roxin, en “Derecho Penal”, I, 285 y sig.), ya que la tipicidad contiene el juicio
de injusto, tiene “adelantada” la antijuridicidad. Quien se enriquece de modo incompatible
con sus ingresos y habiendo quebrantado su deber de transparencia –declaración
pormenorizada- ya realizó el ilícito”.
El ilustrado voto de Jorge García tiene algunos puntos en común con el ya comentado
trabajo de Humberto Vidal, en cuánto éste –para explicar el deber del funcionario emergente
del art. 268 (2) C.P.- se basa en la teoría de la imputación objetiva de Günther Jakobs, respecto
de los roles que asumen los distintos sujetos en la dinámica social, al igual que de la
defraudación de las expectativas sociales.