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Avanza el siglo y con él los nuevos mitos del progreso. En el continente Americano las
dictaduras militares que azotan el sur hacen eco en México cuyo gobierno da asilo político
a un amplio número de luchadores sociales de estos países, mientras encarcela y asesina a
los luchadores sociales del territorio nacional. Estamos en la guerra fría. El trágico
desenlace del movimiento estudiantil de 1968 así lo constata: “éramos comunistas y
buscábamos la toma de poder” escuche decir en una entrevista a un ex líder estudiantil de
la época. La represión a los estudiantes marca la vida política del país, es una cerrazón del
estado a toda posibilidad de dialogo con organizaciones independientes, un claro mensaje
del monopolio de la violencia por parte del estado y de su posterior uso indiscriminado
durante la llamada guerra sucia.
Si bien, el levantamiento zapatista de 1994 es el rostro más visible de la lucha indígena por
la autonomía, no es el único. Allí están la COCEI -Coordinadora Obrero-Campesino-
Estudiantil del Istmo- o el MULTI de la región Triqui en Oaxaca, la CRAC en Guerrero.
Surgen entonces los puños en alto, las señoras con sus huipiles marchando, las pancartas,
las tomas de palacios municipales, las armas, la neblina, la montaña. La aculturación como
proyecto que asimila y desindianiza, se muestra lejano, se pierde en estos rostros.
Aparece retratada la fuerza y la altura moral de quien da la vida por su derecho a la
autodeterminación.
El Ejercito Zapatista de Liberación Nacional como el rostro más visible de las distintas
luchas indígenas, hizo uso de su imagen mediática de una manera hasta entonces
impensable para un grupo guerrillero, de esta manera los doce días de enfrentamientos
armados entre el EZLN y el ejército federal fueron agudamente observados por una
sociedad civil cuya simpatía por los zapatistas gozaba de tintes mesiánicos.
Esta nueva forma de ver, propia del fotoperiodismo de los años ochenta y noventa, y de
los casos concretos de Oaxaca y sobre todo Chiapas, traspasará los territorios ávidos de
inmediatez propios del fotoperiodismo, para influir en trabajos documentales cuyos
alcances dentro del ámbito artístico serán sumo importantes. Tanto Eniac Martínez como
Flor Garduño dan fe de este cambio de mirada que sin temor se aleja de lo testimonial,
pero es en la figura de Graciela Iturbide donde estos cambios de paradigmas visuales
encuentran su más grande expresión.
4 Cano Ruiz. B, Ricardo Flores Magón su vida. Su obra, edit. Tierra y libertad, México, 1976. P.13.
Al igual que Álvarez Bravo –del cual fue alumna- , Graciela Iturbide adhiere al indígena a su
libertad creativa, rodeándolo de significados abiertos. Fotografía Juchitán durante los años
ochenta, década en la que a pesar de los encarcelamientos, desapariciones y asesinatos
de dirigentes de la COCEI, ésta llega al poder por la vía democrática. Más aún Iturbide no
toma la ruta ya marcada por el fotoperiodismo de la época, no denuncia la injusticia vivida
en Juchitán, ni hace fotografía panfletaria en apoyo al movimiento, Iturbide no politiza sus
fotografías –actitud que contrasta con su militancia Coceista-, abriendo la mirada,
exprimiendo los alcances de la fotografía documental, pone “nuevo nombre a la
distancia”5. Así el indígena en su fotografía se aleja de su siempre denunciada pobreza, de
su realidad descrita, para acercarse de lleno a los terrenos de la revelación poética.
5 Ramírez Castañeda, Elisa, Espejismos, en De fotógrafos y de indios, Edit. Tecolote, México D.F 2000 p. 53