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H. N.
De todas las definiciones que sobre el derecho se han dado a lo largo de los siglos,
aquella que siempre me ha parecido se adecua mejor a su ser más profundo es la
que lo describe como un orden de respeto recíproco. El derecho es, en efecto, la
respetuosa solución a los problemas sociales, a los conflictos y a las
contradictorias tendencias que la libertad tantas veces asume.
Poder y violencia pueden –es cierto- asumir grados muy diversos. Esto es
particularmente notable en orden al poder. Desde un poder fugaz, momentáneo,
casi inadvertible para las mismas partes que lo viven, hasta un poder extremo que
aprisiona y disuelve una personalidad en otra, como el que se da en casos
extremos de sugestión personal o, estructuralmente, en las grandes
concentraciones de poder político, militar o económico.
El amor principia siendo una negación: toda persona que haya amado o ame sabe
hasta que punto el amor convoca a negarse (“…todo lo sufre, todo lo crea, todo lo
espera, todo lo soporta…” por recordar el texto paulino): pero esa negación no
concluye allí, sino que, por el contrario, se vivifica en ulteriores y más profundas
afirmaciones como reconocía Hegel: el amor lleva en sí su propia contradicción.
Su negación se resuelve en una afirmación nueva. Es ese grano de trigo que cae,
muere y hace nacer muchos frutos como expresa el Evangelio.
Voy a dejar por ahora el complejo tema de las recíprocas correspondencias entre
el respeto y el amor y hasta que punto, siendo uno base elemental del otro, el
amor supera de tal modo al derecho que lo lleva al punto de su propia escatología,
planteando problemáticamente la razón de su existencia final.
Quiero –en homenaje a mi patria que recupera la vida armoniosa del derecho-
referirme brevemente a las relaciones del derecho con el poder y la violencia.
El derecho permite que dos personas sin perder su libertad –más bien
realizándola en su sentido más profundo- se encuentren respetuosamente. Las
diferencias se resuelven con criterios de justicia.
El derecho, que es el orden de la paz, de la libertad, del trabajo, de la vida, por eso
mismo, se nos abre en este tiempo como un inmenso amanecer. En él habrá que
construir, sin cansancios, el genuino humanismo de una convivencia armoniosa
y la esperanza de un destino más bueno y verdadero.