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¿Por qué Bolsonaro?

Qué se esconde detrás de la que se perfila como la peor decisión de los brasileños
en toda su historia.

El hombre robusto lo dijo y la dama rió. No era una risa de alegría, no era una de diversión. Era
una risa sarcástica, una risa socarrona. Era la evidencia en gestos de la ciega confianza en uno
mismo, en el propio triunfo. La evidencia, también, de la sorda y profunda subestimación al
adversario. Una sonrisa que dice más que mil palabras y queda clavada en la retina.

Esta escena no habría pasado a la historia si no hubiera sido transmitida en directo a millones de
personas en todo el mundo. Era uno de los debates presidenciales en la campaña electoral de las
elecciones de 2016 en Estados Unidos y los candidatos se desafiaban. Los exabruptos del ahora
presidente Donald Trump hacían reír a una incrédula y confiada Hilary Clinton.

Esa imagen, tan contundente a la luz de los posteriores resultados, resume el devenir político
actualmente predominante en occidente. La casta política tradicional, experimentada en la
administración pública y sus grises, desafiada por personajes mayormente outsiders que basan en
su verborragia e incontinencia verbal su posicionamiento en medios y opinión pública. El
establishment político y mediático, entre tanto, se desangra repitiendo hasta el hartazgo lo
monstruoso de estos candidatos, un poco en rigor de verdad y otro poco en defensa propia.

La opinión pública “calificada”, entonces, afronta esto como un cáncer que sin previo aviso
envenena las democracias desde adentro. Omiten, sin embargo, considerar las responsabilidades
que a la dirigencia y a los factores de poder les puede caber. ¿No tienen responsabilidad alguna las
corruptelas del PT de Lula de que a Brasil hoy le toque esto? ¿La gestión Obama y su tibio
progresismo no explican en parte el ascenso de Trump?

Hay un factor común en todos estos casos que en parte los explica. En los últimos tiempos, en
contiendas electorales predomina el voto estratégico negativo por sobre el positivo. La gente no
vota a quien más le gusta, sino a quien tiene más chances de ganarle a quien no le gusta. Pasó en
Argentina, pasó en EE.UU., está a punto de pasar en Brasil. Ignorar ese dato y analizar estas
irrupciones como fenómenos espontáneos y casuales es un error monumental. El progresismo
intelectual se debe al respecto un profundo mea culpa.

El voto popular se demuestra así como una forma de expresar preferencias y rechazos, aunque
estos últimos impliquen a menudo no votar a la mejor opción. Así, lo que en resultados más
favorables es la “genuina expresión del pueblo”, se transforma ahora en la confusión generalizada
y la claudicación de gente tonta ante las dotes comunicativas de un populista neofascista. Es ese el
oleo que pintan los medios de comunicación, retroalimentando el efecto contrario al deseado,
sostenido en el fuerte rechazo que las prédicas autoconcebidas como moral e intelectualmente
superiores generan en el vasto público.

Todos tenemos ya muy en claro lo abominable que es Bolsonaro y, al igual que con Trump, nos
daría miedo o vergüenza a cualquiera de nosotros admitir siquiera una mínima simpatía. Sin
embargo, ambos ganan. Hay algo allí detrás, hay un sentir, un inconformismo con los cambios
radicales que el progresismo embandera pero que no siempre respetan los tiempos madurativos
sensatos de las sociedades. Hay un inconformismo que descree de la política por entenderla un
paraíso para la corrupción. Hay aun otro inconformismo, en el caso brasilero, que reclama más
seguridad y la tan temida “mano dura”. Todo eso empuja hoy a latinoamerica a abismos
desconocidos.

De este modo, y porque más adeptos cosechará cuanto más se lo condene, Bolsonaro se está
transformando en el nuevo presidente electo de la República Federativa de Brasil. Bastará que
llegue al poder para que su discurso se modere y se torne una propuesta más de “centro”.
Veremos, sin embargo, si eso alcanza para apaciguar al flamante Trump sudamericano.

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