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Reflexiones para el viernes santo.

Reflexión 1
Cuando la Iglesia, durante la semana santa, nos lee el relato de la pasión lo
interrumpe en este lugar para adorar en silencio. Como ella, prosternémomnos;
adoremos a ese crucificado que acaba de entregar su último suspiro; es
verdaderamente el hijo de Dios: Deus verus de Deo vero. – Tomemos parte,
especialmente, el Viernes santo, en la adoración solemne de la Cruz que debe, en
el espíritu de la Iglesia, reparar los ultrajes sin número cuya divina víctima fue
abatido por sus enemigos en el Gólgota. Durante esta emocionante ceremonia, la
Iglesia pone sobre los labios del Salvador inocente emocionantes apóstrofes; se
aplican completamente al pueblo deicida; podemos escucharlos en un sentido
absolutamente espiritual: harán nacer en nuestra alma vivos sentimientos de
conpunción: “Oh mi pueblo, qué te hice y en qué te he contristado?

Respóndeme. ¿Qué he debido por ti que no haya hecho? Te planté como la más
bellas de mis viñas, y no tienes por mí más que excesiva amargura; porque en mi
sed, me diste vinagre a beber, y traspasaste con la lanza el costado de tu
Salvador… golpeé, por causa tuya, a Egipto con sus primogénitos, y me tú me has
flagelado… Para sacarte de Egipto, sumergí al Faraón en el mar Rojo, y tú me
entregaste a los príncipes de los sacerdotes… Te abrí un pasaje en medio de las
olas, y tú me abrioste el costado con la lanza… Marché delante de ti como una
columna luminosa, y tú, me condujiste al pretorio de Pilatos… Te nutrí con el maná
del desierto, y tú me mataste a bofetadas y golpes… Te di un cetro real, y tú
pusiste sobre mi cabeza una corona de espinas… Te elevé sobre las naciones
desplegando inmenso poder, “¡y tú me clavaste al patíbulo de la cruz”!

Dejemos tocar nuestros corazones por estas quejas de un Dios sufriente por los
hombres; unámonos a esta obediencia plena de amor que lo condujo a la
inmolación de la cruz: Factus obediens usque ad mortem, mortem, autem crucis.
Digámosle: “Oh divino Salvador, que has sufrido por nuestro amor, prometemos
hacer lo imposible por no pecar; has mediante tu gracia Oh maestro adorable, que
muramos a todo lo que es pecado, inclinación al pecado, a la criatura, que no
vivamos sino por ti”
Porque “el amor que Cristo nos mostró muriendo por nosotros, dice San Pablo,
nos exhorta para que aquellos que viven no vivan más para ellos mismos sino
para Aquél que murió por ellos”: Ut et qui vivunt, jam non sibi vivant, sed ei qui pro
ipsis mortuus est.
Reflexión 2
El Viernes Santo siempre me ha causado ruido, más que nada porque el dolor que
Cristo pasó aquél día simplemente se me hace siquiera impensable. En este día
se recuerda cómo el Salvador sufrió por nuestros pecados y se puede sacar
mucho de ello si nos ponemos empeño en ello.

1. Las periferias del humano


El Papa Francisco desde los inicios de su pontificado lo ha propuesto y ha puesto
el ejemplo: ir a las periferias geográficas y existenciales. Cristo mismo lo realizó
haciéndose humano, pero ¿realmente fue humano? Sin duda lo fue y lo fue a tal
grado que desgarró su cuerpo con tal de darnos vida. Fue a lo más hondo de la
existencia corporal y se encontró con el desprecio, con la burla, con el dolor, con
la muerte. Llegó a tal extremo en su periferia que “ya no parecía humano” (Is 52,
14). ¿En qué punto, pues, Jesús fue más humano?

2. El Cordero de Dios
Jesús sabía muy bien quién era y cuál era su papel al venir al mundo. Él vino a
darle plenitud a la ley (Mt 5, 17), porque bien sabía qué iba a ocurrir y más aún,
el por qué. El ser llamado “Cordero de Dios” por Juan el Bautista no es casualidad,
si tomamos en cuenta cómo dentro de la espiritualidad de los judíos se tomaba el
sacrificio de corderos. Me gusta siempre en algún evento durante la Semana
Santa el preguntarl esto: si pudieras acabar con todo el pecado del mundo a costa
de ti mismo, ¿lo harías? Y aquí recae la cuestión, ya que no estoy hablando
solamente de los que haya cometido una persona, ni su familia, hablo del pecado
del género humano, en cualquier era, de cualquier raza, desde una persona que
mintió a su mamá para ir a una fiesta, hasta una persona que ha asesinado.
¿Estamos dispuestos a sufrir cómo Él sufrió?

3. Sosteniendo la Fe Cristiana
Existe un canto que en lo personal es de mis favoritos, teniendo como tema la
cruz. En una estrofa habla sobre como la cruz en la que murió el Salvador, la
columna vertical engloba la raza humana y el eje horizontal sostiene la fe cristiana.
Esto llega siempre hasta lo más profundo de mí, me hace recordar que lo que
creemos no es una simple teoría, no es una moda, no es algo que sea
simplemente una construcción o institución social. En aquél día de la crucifixión es
cuando el mayor acontecimiento de la historia tuvo lugar y hasta el día de hoy, ese
árbol de la cruz sigue dando frutos. ¿Somos nosotros acaso un fruto de esa cruz o
la rechazamos?
4. Acciones verdaderas…y dolorosas
De pequeño, además de enseñarme a querer ser mayor, me mandaron al
catecismo como tal vez te pasó a ti. Cuando tuve edad para comprender un poco
más de lo que pasó aquél día que la tela del templo se rasgó, pensé que yo le
habría ayudado de alguna manera al Mesías… ¿pero cómo sabría que era el
Mesías? Hasta los más cercanos a Él dudaron de que resucitaría, hasta los más
cercanos al ser cuestionados sobre la persona de Jesús no sabían quién era (Mt
16, 13-14). Siempre he pensado que si le hubieran dicho al hombre que lanzó la
bomba atómica lo que iba a lanzar, jamás la habría lanzado, como de la misma
manera, si hubiéramos sabido que era el Mesías, ¿lo hubiéramos dejado cumplir
su misión por amor o por miedo a correr la misma suerte que Él? ¿Hubiéramos
permitido que lo siguieran golpeando o dejaríamos culminar su muerte?
Reflexión 3
Todos anhelamos superarnos y progresar. Y hemos pensado que esto se
consigue a través del poder, entendido como la fuerza física, intelectual,
emocional, política y económica que permite controlar la naturaleza y las personas
para que hagan lo que queremos. Sin embargo, el resultado ha sido todo lo
contrario: mentira, soledad, injusticia, pobreza, corrupción, indiferencia,
contaminación, violencia y muerte.

¿Porqué ha pasado esto? Porque a causa del pecado que cometimos nos
alejamos de Dios, que es la verdad que permite verlo todo con claridad, y a
oscuras, nos hemos dejado confundir por las sombras que, al agrandar el
egoísmo, hacen parecer que es el verdadero poder.

Pero Dios no nos abandona; se ha hecho uno de nosotros en Jesús, quien,


aceptando morir en la cruz[1], nos hace comprender, como anunciaba el profeta
Isaías, lo que nunca habíamos imaginado[2]: que el auténtico poder es el amor, ¡el
único capaz de vencer al pecado, al mal y la muerte, y de hacer triunfar para
siempre la verdad, el bien, la justicia, el progreso y la vida!
Por su amor incondicional e infinito Jesús nos ha liberado del pecado, nos ha dado
su Espíritu y nos ha hecho hijos de Dios, partícipes de su vida por siempre feliz. Y
para que conservemos esta dignidad permaneciendo verdaderamente libres, él,
que es modelo de humanidad perfecta, nos enseña en su dolorosa pasión cómo
salir adelante, a pesar de todas las adversidades.

Jesús conoció la traición y el abandono. Supo lo que es ser víctima de mentiras,


chismes, calumnias, bulliyng, humillaciones, maltrato y rechazo. Injustamente
condenado y despojado, experimentó la peor crisis económica. Azotado y
coronado de espinas, probó la enfermedad. Clavado en la cruz padeció
discapacidad, confinamiento e impotencia. Mirando a María a su lado, supo lo que
es ver sufrir a un ser querido. Experimentó el silencio de Dios, la agonía y la
muerte. Por eso puede comprendernos y compadecerse de nosotros.

Él, que ha pasado por las mismas pruebas, excepto el pecado[3], nos enseña
cómo salir adelante: fiándonos de Dios y de su Palabra, que nunca defrauda[4], y
haciendo el bien a los demás, como hizo él, que en la cruz nos regaló por Madre a
su Madre, y que al morir, hizo brotar de su costado sangre y agua para, como dice
san Juan Crisóstomo, alimentar con sus sacramentos a quienes ha hecho
renacer[5].
Ante Jesús, testigo de la verdad, no vayamos a preguntar, con la superficialidad y
escepticismo de Pilato, “¿Y qué es la verdad?”. Porque la verdad, como señala
Benedicto XVI, es una cuestión muy seria en la que se juega el destino de todos.
Dar testimonio de la verdad es reconocer la totalidad de lo real y el camino que
conduce a la plenitud a partir de Dios. El no reconocimiento de la verdad provoca
que el poder de los fuertes se imponga a todos[6], con terribles consecuencias.
Escuchemos a Jesús, y como él, confiando en Dios y buscándolo siempre, sobre
todo en la enfermedad, los problemas y las penas, involucrémonos, como dice el
Papa Francisco, en la vida, necesidades y sufrimientos de los demás[7].
Así contribuiremos a edificar una familia y un mundo mejor, y, cuando llegue la
hora, podremos exclamar, llenos de esperanza en la eternidad feliz que nos
aguarda: “Todo está cumplido”.
Reflexión 4
No es la historia de un fracaso, aunque el último acto del drama del Calvario fue la
sepultura de Jesús, sino el testimonio de su exaltación y glorificación (cf. Jn 12,
23-26; 13, 31-33) cuando llegó la hora tantas veces anunciada en el cuarto
evangelio en el contexto de la voluntad divina y de su plan de salvación de los
hombres (cf. 18, 11.30; 19, 11). Por eso la última palabra de Cristo en la cruz,
recogida por este evangelista, fue: “Está cumplido” (19, 30). Era la constatación de
que se cerraba el paréntesis de la existencia terrena del Hijo de Dios que,
aun “siendo de condición divina… se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la
muerte, y una muerte de cruz”(Fl 2, 6a.8).
Pero todo lo que había sucedido desde el prendimiento en el huerto de los olivos
hasta la crucifixión, lejos de haber manifestado la debilidad de Jesús, fue en
realidad la demostración de una singular soberanía frente a sus acusadores y
delante del mismo gobernador romano Pilato. Se aprecia así lo que afirma la Carta
a los Hebreos: “Al que Dios había hecho un poco inferior a los ángeles, a Jesús, lo
vemos ahora coronado de gloria y honor por su pasión y muerte” (Hb 2, 9;cf. Fil
2,8ss.). En efecto, el evangelista san Juan no espera a la resurrección para
mostrarnos al Cristo glorioso. Su triunfo sobre el pecado y su manifestación
suprema como Hijo de Dios enviado por el Padre para salvarnos, se hace patente
en la muerte en cuanto retorno, ahora con su humanidad transformada, a la gloria
que tenía antes que el mundo existiese (cf. Jn 17, 5). Por eso los ornamentos
sacerdotales del Viernes Santo son de color rojo, el color de la sangre y del
martirio, el color del triunfo. Pero la victoria de Cristo no exime a sus discípulos,
mientras estamos en este mundo, de l participación en la pasión de Cristo
mediante el sufrimiento. Hoy mismo, los medios informativos dan la noticia de la
muerte de un elevado número de estudiantes cristianos -la cifra total de muertos
es de 147- en la universidad de Garissa (Kenia) a manos de un grupo terrorista
islámico que previamente los fue seleccionando.
El misterio de dolor y de gloria de la cruz de Cristo es compartido también por
todos los hombres y mujeres que, generalmente sin culpa por su parte, sufren en
sus carnes o en sus vidas la enfermedad, la pobreza, la injusticia o cualquier
forma de violencia, de persecución o de muerte. Unas veces será la acción
humana directa y otras lo que conocemos como las “estructuras de pecado”, es
decir, aquellas situaciones contrarias a la voluntad de Dios que dañan gravemente
la dignidad y los derechos de las personas, sobre todos de los más débiles y
desasistidos. Recordemos con qué vigor el papa Francisco denuncia de palabra y
con el ejemplo, no solo situaciones como las mencionadas antes sino también la
indiferencia hacia los demás, y la falta de solidaridad y de compromiso real en la
solución de los problemas humanos y sociales de nuestro tiempo.
El misterio de la cruz de Cristo no puede dejar a nadie indiferente. Dentro de unos
momentos va a ser introducida en nuestra asamblea litúrgica la imagen del
Crucificado y se nos invitará a mirarla y adorarla. Al hacerlo tratemos de
comprender aquella lo que pone de manifiesto y que el mismo Señor señaló en
una ocasión aludiendo a su elevación en la cruz: “Tanto amó Dios al mundo, que
entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga
vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino
para que el mundo se salve por él” (Jn 3,16-17; cf. vv. 14-15). Pero reconocer ese
amor de Dios no solo no exime sino que exige poner en práctica también el amor
al prójimo. Recordemos, a tal efecto, las palabras de san Juan en su I Carta: “En
esto hemos conocido el amor: en que él dio su vida por nosotros. También
nosotros debemos dar nuestra vida por los hermanos… Hijos míos, no amemos de
palabra y de boca, sino de verdad y con obras” (1 Jn 3, 16.18). Esta es la señal de
que verdaderamente “hemos pasado de la muerte a la vida” (3,14).

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