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LA CIENCIA ESTRICTA

Antonio González

Hace aproximadamente un siglo, Husserl propuso una renovación de la compren-


sión originaria de la filosofía como una “ciencia estricta”, destinada a “satisfacer las necesi-
dades teóricas supremas”, y a posibilitar, “en sentido ético-religioso”, una vida regida ra-
cionalmente1. Prescindamos aquí de la interpretación de la posición final del mismo Hus-
serl respecto a este ideal2. Lo que queremos es más bien dirigirnos al asunto mismo (τὸ
πρᾶγμα αὐτό), y preguntarnos por la vigencia de esa propuesta: ¿puede la filosofía aspi-
rar a constituirse como una ciencia estricta? Para responder a esta cuestión es necesario
aclarar primero qué es lo que se entiende por ciencia y en qué puede consistir el carácter
estricto de la misma.

§ 1. El sentido de la ciencia

En una primera aproximación, podría pensarse que aquello que define a la ciencia
es el método experimental. El experimento científico sería aquello que caracteriza a la ver-
dadera ciencia, y la distingue de todos los saberes “supersticiosos” del pasado, incapaces
de ser corroborados en un experimento. La ciencia auténtica sería “verificable” experimen-
talmente. Aunque, más que verificable, sería mejor decir, con Popper, “falsable” 3. Y es que
solamente haría ciencia propiamente dicha quien presente hipótesis que sean susceptibles
de ser refutadas en un experimento. Precisamente por su carácter experimental, las cien-
cias podrían proporcionar conocimientos verdaderos, dotados de certeza, e independien-
tes de opiniones “subjetivas” y de inclinaciones personales. La verdad de las tesis científi-
cas puede ser comprobada por cualquier investigador dispuesto a repetir el mismo experi-
mento, o a diseñar nuevos experimentos en los que la hipótesis en cuestión podría ser re -
futada.
De acuerdo con esta caracterización de la ciencia, es usual presentar a la filosofía
como mera “especulación”, incapaz de ser contrastada en un experimento. Al escapar a la
corroboración experimental, la filosofía sería un saber dogmático, que no se arriesga a ser
refutado. La filosofía sería cuestión de gustos o de preferencias ideológicas, y nunca po -
dría llegar a constituirse como ciencia. Más bien habría que sustituir a la filosofía por disci-
plinas científicas tales como la psicología del comportamiento o la neurociencia, en las que
sí se recurre al experimento, y en las que se estudian problemas tradicionalmente conside-
rados como propios de la filosofía.
Ahora bien, a poco que examinemos estas afirmaciones sobre la verdadera ciencia,
podemos constatar que ellas se mueven en un terreno que, según su propia caracterización

1
Cf. E. Husserl, Philosophie als strenge Wissenschaft (ed. W. Szilasi), Frankfurt a. M., 1981, p. 7.
2
Cf. E. Husserl, Die Krisis der europäischen Wissenschaften und die transzendentale Phänomenologie, Husserliana
VI, Den Haag, 1954, Beilage XXVIII, p. 508.
3
Cf. K. R. Popper, Logik der Forschung, Tübingen, 1994 (10ª ed.).

1
de la ciencia, no es propiamente científico. Al reflexionar sobre los rasgos esenciales de la
ciencia, no se hacen experimentos en un laboratorio. En lugar de hacer pruebas científicas,
se habla sobre las ciencias, y se intenta determinar cuáles son sus rasgos esenciales. Cuan-
do tratamos sobre las características esenciales de la ciencia, ya no estamos haciendo cien-
cia. En lugar de ciencia, lo que practicamos es una reflexión de un orden distinto, que po -
dríamos llamar “filosofía” de la ciencia. Ya el joven Aristóteles indicaba, hace muchos si-
glos, que aquél que niega la filosofía, está ya filosofando 4. Pues toda reflexión sobre el esta-
tuto propio de los distintos saberes, incluyendo los saberes científicos y el saber filosófico,
no es ciencia experimental, sino filosofía.
Con esto tocamos entonces algunos elementos importantes para nuestra reflexión.
Cualquier caracterización de la filosofía como “ciencia” ha de tomar en cuenta, en primer
lugar, la diferencia entre el método experimental de las ciencias y el método propio de la
filosofía. Y, en segundo lugar, si la filosofía ha de ser considerada como ciencia, lo será en
una manera en la que sea posible dar cuenta del hecho de que la filosofía elabora un dis -
curso que se mueve en un orden distinto del propio de las demás ciencias. Y entonces, si
admitimos esta diferencia de orden, y queremos hablar de la filosofía como ciencia, ten-
dríamos que encontrar alguna característica de la cientificidad que pudiera encontrarse
tanto en el orden de las ciencias experimentales como en el orden propio de la filosofía.
Podría entonces pensarse en el modelo de las “ciencias exactas”. Ellas no hacen ex-
perimentos, al menos en el sentido usual de la expresión. Sin embargo, la matemática y la
lógica constituyen modelos de cientificidad, precisamente por el rigor de su formalización.
De hecho, la formulación matemática de la física fue aquello que la hizo entrar, según la
expresión kantiana, “en el seguro camino de la ciencia” 5. Precisamente por ello, la física
desempeñó con frecuencia el papel de paradigma de la verdadera científicidad, esperán-
dose que las demás ciencias siguieran su mismo sendero. Las ciencias humanas, en la me-
dida en que no podían alcanzar el mismo rigor en la formalización, eran consideradas
como ciencias de segundo orden. Sin embargo, ciertos desarrollos de las ciencias en el si-
glo XX, como el carácter estadístico de las leyes de la mecánica cuántica, la formulación del
teorema de Gödel6, o los avances en la matematización de algunas ciencias “humanas”,
como la economía, pudieron contribuir a acercar las ciencias naturales y las ciencias huma-
nas. Desde esta perspectiva, se podría esperar que la filosofía, para ser ciencia, adoptara
un lenguaje formal, de modo que en esta formalización se pudiera situar su cientificidad.
Indudablemente, la claridad y el rigor son características que se han de exigir a toda
empresa científica, incluyendo a la filosofía. Sin embargo, también aquí nos encontramos
con reflexiones que inevitablemente nos sitúan en un orden distinto del que es propio de
las ciencias exactas. No se trata solamente de que la filosofía pueda reflexionar sobre el
teorema de Gödel o, en general, sobre los límites internos de los formalismos 7. La filosofía
puede preguntarse, por ejemplo, por la realidad propia de las entidades lógicas o matemá-

4
Cf. Aristóteles, Protréptico, fr. 2, en sus Fragmenta selecta (ed. de W. D. Ross), Oxford, 1955, pp. 27-28.
5
I. Kant, Kritik der reinen Vernunft B XIV.
6
Cf. K. Gödel, “Über formal unentscheidbare Sätze der Principia Mathematica und verwandter Systeme”, en
Monatshefte für Mathematik und Physik 38 (1931) 173-198.
7
Cf. J. Ladrière, Las limitaciones internas de los formalismos, Madrid, 1969.

2
ticas8. ¿Son las leyes de la lógica leyes eternas del pensamiento? Por más que nuestra inteli-
gencia haya surgido evolutivamente, ¿significa esto que las leyes lógicas que rigen todo
pensamiento científico son meros resultados casuales de la evolución? ¿O serían esas leyes
lógicas también vinculantes para la ciencia que desarrollaran unos hipotéticos alienígenas,
por más que sus cerebros extraterrestres hubieran surgido en unas condiciones distintas
de las nuestras? Si esto fuera así, ¿tendríamos entonces leyes lógicas independientes de la
constitución biológica concreta de nuestro cerebro? ¿Significa esto que las leyes de la lógica
son de algún modo “anteriores” a la aparición de nuestro cerebro, el cual se limitaría sola-
mente a “descubrirlas”? Pero entonces, ¿de dónde han salido esas leyes?
Notemos algo importante. Antes de dar una respuesta a estas preguntas, que por sí
mismas son de una extraordinaria gravedad, la mera formulación de tales cuestiones nos
señala hacia un ámbito de reflexión que, de nuevo, pertenece a un orden distinto que el
que es propio de las demás ciencias, incluyendo también a las “ciencias exactas”. Mientras
que las ciencias exactas formulan y estudian las leyes lógicas y matemáticas, la filosofía se
pregunta por lo que son esas leyes, es decir, por su “esencia”. Y esto significa entonces que,
por mucho rigor que la filosofía adopte en su propio discurso, ella no puede eludir plan-
tearse las cuestiones radicales, concernientes al estatuto propio de las leyes lógicas que
obedece en sus exposiciones. La satisfacción de las “necesidades teóricas supremas”, como
decía Husserl, exige un tipo de reflexión que no se limita a obedecer las leyes lógicas, sino
que se pregunta por esas leyes mismas. Esta reflexión, que es la propia de la filosofía, re -
quiere por ello de un método que no puede consistir meramente en “seguir las reglas de la
lógica”. La filosofía nos ha de poder situar ante el surgir mismo de esas leyes.
Estamos en una situación semejante a la que ya se plantearon los antiguos. Aristóte-
les entendió la ciencia (ἐπιστήμη) como una “disposición demostrativa (ἕξις
ἀποδεικτική)9 según las leyes necesarias de la lógica, genialmente formuladas por él en
una forma que perduraría por siglos. Sin embargo, Aristóteles reconoció que toda demos-
tración presupone unos primeros principios, tales como el principio de no contradicción, o
el principio del tercero excluso, que no pueden ser demostrados. Una demostración de los
primeros principios supondría que estos principios ya no son primeros, y que requieren
ser lógicamente deducidos de otros principios, lo cual daría lugar a un absurdo regreso al
infinito. De hecho, cualquier demostración de los primeros principios presupone ya la ver-
dad de esos primeros principios. Por eso el mismo Aristóteles admitió que no toda ciencia
es demostrativa, sino que la ciencia que trata sobre las cosas “inmediatas” (τὰ ἄμεσα) es
una ciencia “no demostrativa” (ἀναπόδεικτον)10. Esto, evidentemente, no resuelve los pro-
blemas. Porque aún tenemos que preguntarnos en qué sentido los primeros principios son
inmediatos, cómo es posible conocer lo inmediato, y en qué sentido ese conocimiento de lo
inmediato puede ser considerado como una “ciencia”.

8
Cf. M. Livio, Is God a Mathematician, New York, 2009.
9
Cf. Aristóteles, Ética a Nicómaco VI, 3, 1039 b 32.
10
Cf. Aristóteles, Analíticos segundos I, 3, 72 b 18-20.

3
§ 2. La contradicción

La respuesta a esas preguntas, en la obra del Estagirita, implicaría una aclaración


del uso aristotélico de términos tales como “intelecto” (νοῦς), encargado precisamente de
captar los primeros principios, o “inducción” (ἐπαγογή). También habría que integrar el
papel que en Aristóteles desempeña la “demostración por medio de la refutación”, que re-
duce al absurdo la posición de los escépticos. Pero lo que nos interesa aquí es “el asunto
mismo”. Sin embargo, para enfrentarnos al asunto mismo podemos comenzar analizando
las distintas formulaciones de aquel principio (ἀρχή) que Aristóteles consideraba como “el
más firme de todos”11: el principio de no contradicción.
En el libro IV de la Metafísica de Aristóteles nos encontramos con tres formulaciones
de este principio. La última de las tres dice que “es inadmisible decir (εἰπεῖν) que es ver-
dadero al mismo tiempo que 'una misma cosa' (τὸ αὐτό) sea hombre y que no sea
hombre”12. Podemos llamar a ésta la formulación “lógica” del principio de no contradic-
ción, porque trata de la verdad del “decir”, esto es, de la verdad del λόγος o, si se quiere,
de la verdad de nuestras proposiciones. A esta formulación lógica del principio de no
contradicción es a la que se refiere la mencionada refutación de los escépticos, consistente
en hacerles ver que el rechazo de esta principio lógico significa en el fondo una renuncia a
“decir” algo con significado. En el momento en que tratamos de decir algo determinado,
estamos admitiendo implícitamente la validez del principio de no contradicción 13.
Observemos, no obstante, que la formulación lógica del principio de no contradic-
ción parece presuponer la identidad, en un instante del tiempo, de esa “misma cosa” de la
que no se pueden hacer predicaciones contrarias. Desde este punto de vista, la formula-
ción lógica del principio presupone una formulación más radical, de carácter ontológico.
Es la segunda formulación del principio de no contradicción, según la cual “es imposible
ser (εἶναι) y no ser al mismo tiempo”14. Respecto a esta formulación “ontológica”, nos dice
Aristóteles enseguida, tenemos que reconocer que es una falta de cultura (ἀπαιδευσία) no
distinguir entre las cosas que pueden ser objeto de una demostración lógica, y las cosas de
las que no hay que buscar demostración, porque tales demostraciones nos llevarían a un
retroceso al infinito, tal como dijimos.
Puestas así las cosas, podríamos pensar que la cuestión se resuelve de un modo tal
vez abrupto. Es verdad que el escéptico, si quiere hablar, tiene que admitir implícitamente
el principio de no contradicción. Pero esto no significa que el principio de no contradicción
haya quedado justificado por sí mismo, más allá de las dificultades del escéptico. El escép-
tico podría pensar que sus dificultades son insuperables, y hay que resignarse a los límites
constitutivos de todo discurso. De un modo más optimista, se podría decir, al estilo de He-
gel, que el devenir de lo real exige reconocer la unidad del ser con el no-ser (la misma cosa
deja de ser para llegar a ser otra cosa), de modo que la “lógica dialéctica” tendría que afir -
mar “la identidad de la identidad y de la no-identidad”, integrando en sí misma un mo-

11
Cf. Aristóteles, Metafísica IV, 3, 1005 b 11-12.
12
Cf. Aristóteles, Metafísica IV, 4, 1006 b 33-34.
13
Cf. Aristóteles, Metafísica IV, 4, 1006 a 10-11.
14
Cf. Aristóteles, Metafísica IV, 4, 1006 a 3-4.

4
mento de contradicción15. Desde otro punto de vista menos especulativo, se podría decir
simplemente que Aristóteles, en su afán de encontrar una fundamentación última de los
saberes, ha tenido que afirmar dogmáticamente un primer principio de carácter ontológi-
co, sin aportar una justificación del mismo. En definitiva, todo intento de fundamentación
última estaría abocado al llamado “trilema de Münchhausen”: el regreso al infinito, el cír-
culo vicioso o la posición dogmática de una primera proposición no justificada16.
Ahora bien, la resignación escéptica, la integración dialéctica de la contradicción, y
la crítica de toda pretensión de fundamentación última tienen en común el desconocimien-
to del significado radical de la primera formulación aristotélica del principio de no contra-
dicción, que todavía no hemos considerado. Según esta formulación, “imposible que lo
mismo a la vez surja (ὑπάρχειν) y no surja, en lo mismo y según lo mismo” 17. Observe-
mos, en primer lugar, que se trata de una frase nominal, con lo que estilísticamente se su-
braya su firmeza. Sin embargo, lo importante consiste en que esta formulación no se refie-
re a nuestro hablar sobre las cosas, ni tampoco a la identidad (τὸ αὐτό) del ente sobre el
que se habla. La primera formulación del principio de no contradicción se refiere al “sur-
gir”, es decir, al “darse” o al “aparecer” (φαίνειν) de aquello sobre lo que se habla. Tome-
mos, de momento, estos términos (surgir, darse, aparecer) de una manera indiferenciada.
Pues bien, desde este punto de vista podemos entonces decir que la primera formulación
del principio de no contradicción no es ni una formulación lógica ni una formulación onto-
lógica, sino una formulación “fenomenológica”, es decir, una formulación referida al apa-
recer de las cosas.

§ 3. La verdad primera

Lo que la primera formulación del principio de contradicción prohíbe no es un “de-


cir y no decir”, ni tampoco “un ser y no ser”. Lo que se considera categóricamente como
imposible (ἀδύνατον) es aparecer y no aparecer. Con esto tocamos un nuevo terreno, dis-
tinto del lógico y del ontológico. El lenguaje humano, incluyendo el lenguaje formalizado,
puede estar atenazado por distintas limitaciones. Las cosas, en su devenir, pueden exigir
formulaciones todo lo complejas que se quiera, sin tener que llegar necesariamente a la
dialéctica especulativa. Pero en el aparecer mismo nos encontramos con un tipo de verdad,
que no se identifica con las verdades relativas a los entes que aparecen, ni tampoco con las
verdades propias de las proposiciones con las que nos referimos a esos entes. De hecho, la
formulación de Aristóteles apunta más allá de la lógica, por más que él mismo no haya lle -
gado a desarrollar explícitamente todas sus consecuencias. Lo que sucede en el aparecer
de algo es que ese aparecer se da de un modo absoluto, que excluye su no-aparecer. Los
entes que aparecen, y el lenguaje sobre esos entes, pueden estar sometidos a todo tipo de

15
Cf. G. W. F. Hegel, Wissenschaft der Logik, vol. 1, en sus Werke (ed. de E. Moldenhauer y K. M. Michel), vol.
5, Frankfurt a. M., 1990, p. 74.
16
Cf. H. Albert, Tratado de la razón crítica, Buenos Aires, 1973, p. 27.
17
Cf. Aristóteles, Metafísica IV, 3, 1005 b 19-20.

5
limitaciones. Pero el aparecer mismo, en cuanto aparecer, en su modesta facticidad, es sin
embargo inconcuso e indubitable.
Puedo dudar de lo que veo, pero no del hecho mismo de estar viéndolo. Puedo du-
dar de lo que escucho, pero no del hecho de estar escuchándolo. Puede haber todo tipo de
alteraciones en la percepción, que se refieren a la verdad de las cosas percibidas, pero no a
la verdad primera de la misma percepción. La percepción, en cuanto aparecer, dispone de
una verdad firme, la más firme de todas. Es la verdad primera del aparecer, que es primera
por ser anterior a la verdad de las cosas que aparecen, y a la verdad de nuestro discurso
sobre ellas. No hablamos de la evidencia con las que las cosas pueden exigir algunas de
nuestras ideas, a diferencia de otras. Tampoco hablamos de la “verdad real” como ratifica-
ción de la cosa en nuestros actos aprehensivos 18. Hablamos de la verdad de esos actos, y de
cualquier acto, en cuanto un puro aparecer. Podemos incluso discutir si las verdades de la
lógica son verdades eternas, independientes de nuestra inteligencia, o verdades meramen-
te postuladas. Pero lo que resulta absolutamente indubitable es el hecho mismo de estar
haciendo, por ejemplo, una deducción lógica, o resolviendo un teorema matemático. Lo
que sucede al resolver una ecuación, o al percibir un color, o al hablar con significado, es
que en todos los casos acontece un aparecer que por sí mismo excluye el no aparecer. Las
verdades lógicas se radican en la verdad radical del aparecer.
Hay, por tanto, una refutación del escepticismo que consiste en mostrar la verdad
más firme de todas, que es la verdad del aparecer. La verdad del aparecer no es un juego
dialéctico entre el ser y el no ser, sino el carácter indubitable del aparecer mismo en cuanto
aparecer. Al remitir la verdad del principio de no contradicción a la verdad del aparecer,
no estamos afirmando una proposición que ponga fin dogmáticamente a un regreso al infi-
nito en la cadena de las demostraciones. Todas las demostraciones lógicas son un encade-
namiento de proposiciones, deducibles necesariamente unas de otras. En cambio, la ver-
dad del aparecer no es la verdad de una proposición, sino la verdad primera del aparecer
mismo, en cuya firmeza excluye el no aparecer, y se convierte así en la raíz de cualquier
verdad de lo que aparece (“verdad real”, verdad ontológica) o del lenguaje sobre lo que
aparece (verdad lógica).
La verdad del aparecer es algo admirable. Con la admiración se inicia la filosofía,
decían los griegos. Es la admiración de que la verdad primera no la hemos encontrado en
el cielo de las ideas eternas, sino en nosotros mismos, en nuestra propia vida. Es la verdad
del aparecer de todas las cosas ante nosotros. Como tal aparecer, es una verdad inmediata,
como nos decía Aristóteles, porque no está mediada por el encadenamiento de las demos-
traciones lógicas. El primer nivel de la admiración es la admiración ante las cosas más a la
mano entre las extrañas (τὰ πρόχειρα τῶν ἀτόπων) 19. Pero no se trata en realidad de “co-
sas”, como dice casi inevitablemente la traducción castellana del neutro plural griego, sino
del aparecer mismo de las cosas. Esto es, en cierto modo, lo más inmediato a nosotros mis -
mos. Y es realmente admirable que lo más inmediato a nosotros mismos, a pesar de care -
cer de la necesidad de una demostración lógica, constituya sin embargo la primera de las
verdades. Podríamos incluso decir: la verdad “absoluta”, en el sentido etimológico de la
18
Cf. X. Zubiri, Inteligencia sentiente, vol. 1, Madrid, 1981, pp. 230-238.
19
Cf. Aristóteles, Metafísica I, 2, 982 b 14.

6
expresión, pues se trata de una verdad “suelta de” (soluta ab) de toda otra verdad. Una ver-
dad que no es obtenida de otras verdades, sino que se presenta como verdadera en la fir-
meza de su primera inmediatez. Curiosamente, lo absoluto es, a al vez, algo fáctico. Es per-
fectamente contingente que yo vea el edificio que hay tras mi ventana. Pero, por más que
pueda dudar de lo que veo, es absolutamente verdadero que lo estoy viendo. La filosofía
comienza por la admiración ante una verdad que es absoluta y, sin embargo, inmediata y
fáctica.

§ 4. El aparecer como acto

La filosofía, en la medida en que se constituye a sí misma en una reflexión sobre la


verdad primera, es “filosofía primera”. La filosofía primera no es propiamente una ontolo-
gía, ni una metafísica, ni una teología. La filosofía primera es un análisis del aparecer mis-
mo de las cosas. En este sentido, la filosofía primera es “fenomenología”. Sin embargo, es
necesario determinar más específicamente en qué consiste este aparecer (φαίνειν), que nos
permite hablar de “fenómeno” y de “fenomenología”. De hecho, el término “fenómeno”
puede tener dos sentidos principales. Por un lado, el fenómeno puede referirse a todo
aquello que aparece. Éste es de hecho su sentido más propio, desde un punto de vista eti-
mológico. Sin embargo, el término “fenómeno” puede ser utilizado para designar el acto
mismo de aparecer20. El acto de visión, por ejemplo, es el aparecer de las cosas visibles. El
acto de audición es el aparecer de los sonidos. El acto de pensamiento es el aparecer de las
cosas pensadas. El acto de imaginación es el aparecer de las cosas ficticias, etc.
Démonos cuenta, en primer lugar, que este último sentido del “fenómeno” (el acto
mismo de aparecer) es el que propiamente se nos ha presentado aquí como orlado por una
verdad primera, de la que no podemos dudar. Podemos dudar de las cosas que aparecen,
pero no del acto mismo de aparecer. Ahora bien, en segundo lugar, es importante tener en
cuenta que este segundo sentido del “fenómeno” no excluye el primero. En realidad, el
aparecer es siempre el aparecer de algo. Por más que la verdad primera recaiga sobre el
aparecer mismo, en este aparecer van incluidas las cosas que aparecen. Podemos decir en-
tonces que el objeto de la filosofía primera son los actos, incluyendo en los actos todo lo
que en ellos aparece, pero solamente en la medida en que aparece21.
Al hacer esto no tomamos necesariamente un camino “subjetivista”, ni establece-
mos ningún “dualismo” entre el mundo y la subjetividad, ni nos limitamos al punto de
vista de la filosofía moderna. En primer lugar, estamos hablando de actos, y no del sujeto
de los mismos. En segundo lugar, estos actos, entendidos como un aparecer, son insepara-
bles de lo que aparece. Es una falta de cultura filosófica confundir las distinciones, esencia-
les a todo análisis, con el dualismo que establece una separación (χωρισμός) entre ámbitos
ontológicos irreconciliables. En tercer lugar, fue el mismo Aristóteles el que habló de la in-

20
Cf. E. Husserl, Zur Phänomenologie des inneren Zeitbewusstseins, Husserliana X, Den Haag, 1966, pp. 336-337. Una
consideración más diferenciada de distintos sentidos del „fenómeno“ puede verse en M. Heidegger, Sein und Zeit,
Tübingen, 1927, pp. 28-32.
21
Cf. E. Husserl, Erste Philosophie, vol. 2, Husserliana VIII, Den Haag, 1959, p. 111.

7
mediatez que los actos tienen para sí mismos, antes de que lo hicieran Agustín de Hipona,
Descartes o Husserl22. En cualquier caso, la filosofía, en su radicalidad primera, no puede
asustarse por las etiquetas y las consignas que se quieren hacer valer frente a la tarea mis-
ma del pensar. La verdadera filosofía quiere pensar los asuntos mismos, hasta donde esos
asuntos nos lleven, sin temor a etiquetas. Y pensar el asunto significa, en este momento,
tratar de aclarar qué entendemos por “acto”. Preguntar por el “qué” de los actos significa
preguntar por sus características esenciales, es decir, por aquellos rasgos que pertenecen
necesariamente a todo acto en cuanto acto. Esto significa admitir que puede haber muchos
tipos de actos, actos dotados de distintos “caracteres” (por ejemplo, percepciones, juicios,
razonamientos, sentimientos, deseos), pero que todos tienen sin embargo algunas caracte-
rísticas que comparten necesariamente para ser actos.
Se podría pensar, con Husserl, que todo acto es una “vivencia intencional”. Al ha-
blar de “vivencias” estamos señalando, en primer lugar, que los actos pertenecen a la vida,
y a la vida de alguien. Al pertenecer a la vida de alguien, los actos tienen entonces neces-
ariamente un carácter temporal, en el sentido más lato de la expresión, y un carácter perso-
nal. Al decir que estas vivencias son intencionales, Husserl no excluía la posibilidad de vi-
vencias que fueran puramente sensibles, es decir, que no tuvieran un carácter intencional 23.
En este caso, la vivencia no intencional se caracterizaría únicamente por tener lo que a ve-
ces se han llamado “impresiones”, “contenidos presentantes” o “materias”. Sería el caso,
por ejemplo, de la pura impresión de una nota de color, como es el rojo, sin referencia a
ninguna cosa roja, como podría ser una bola de billar de ese color. Esa referencia a una
bola de billar roja es precisamente lo que les confiere a los actos su intencionalidad, es de-
cir, su referencia a algo otro. Los actos estarían caracterizados por esta alteridad en que la
intencionalidad consiste, hasta el punto de que, sin tal intencionalidad, las vivencias sensi-
bles no serían propiamente actos. El término “acto” sirve precisamente para aludir a ese
momento de referirse dinámicamente a algo otro. En el caso de la percepción de una bola
de billar roja, por ejemplo, tengo una multiplicidad de impresiones sensibles, diversas en-
tre sí, con distintos matices de color rojo. Sin embargo, lo que percibo es una bola de billar
uniformemente roja. Y ello se debe a que, además de las meras impresiones sensibles, el
acto está caracterizado esencialmente por un momento intencional por el que me refiero a
una unidad de sentido, en este caso, la bola de color uniformemente roja 24.
Respecto a esta concepción de los actos en términos de intencionalidad se ha levan-
tado una importante objeción. Según Michel Henry, la intencionalidad vuelca las vivencias
fuera de sí, hacia el mundo, perdiendo de vista lo más esencial de ellas, que es precisamen-
te su vida, radicalmente distinta del mundo. Precisamente esto es lo que nos muestran las
impresiones sin intencionalidad: la “auto-afección” de la vida misma, anterior a cualquier
intencionalidad. La impresión de dolor, por ejemplo, no se refiere más que al dolor mismo,
sin referencia intencional al mundo. Esta crítica de la intencionalidad sería precisamente lo
que nos permitiría atender a lo esencial de la fenomenología, que no es el fenómeno inten -

22
Cf. Aristóteles, Ética a Nicómaco IX, 9, 1170 a 29-33.
23
Cf. E. Husserl, Ideen I, § 85, Hua III/1, p. 192.
24
Sin el momento intencional, lo sentido es lo mismo que la sensación, cf. E. Husserl, Logische Untersuchun-
gen, vol. 2., t. 1, V § 3, Hua XIX/1, p. 362.

8
cional, sino los actos mismos. Por eso, frente a la fenomenología intencional, Henry propo-
ne una “fenomenología material”25. Pero no nos engañemos: no se trata de ningún “mate-
rialismo”. Las “materias”, en la terminología fenomenológica utilizada por Henry, desig-
nan justamente las impresiones. Pero estas impresiones, precisamente porque carecen de
intencionalidad, no están referidas al mundo, sino radicalmente separadas de toda exterio-
ridad. De ahí que la propuesta de una fenomenología material, lejos de ser la fórmula de
un materialismo, es más bien la fórmula de un dualismo radical entre la vida y el mundo
al que excéntricamente nos volcaría la intencionalidad.
El límite de este planteamiento consiste en su identificación entre alteridad e inten-
cionalidad. Si la intencionalidad implica captar un sentido, ciertamente toda vivencia in-
tencional tiene un momento de alteridad: la vivencia intencional no es la bola roja que per-
cibimos. Sin embargo, la intencionalidad no agota toda forma posible de alteridad. Puede
que incluso una impresión sensible, carente de intencionalidad, tenga sin embargo un mo-
mento constitutivo de alteridad. Para comprobar esto, no necesitamos postular la existen -
cia de vivencias sensibles sin intencionalidad. Basta tomar una vivencia intencional cual-
quiera, como puede ser la mencionada percepción de una bola roja, y aislar en ella una de-
terminada “impresión”, la impresión de un concreto matiz de rojo. Pues bien, este color
rojo, prescindiendo de que tenga el sentido de ser parte de una bola de billar, y prescin-
diendo de que tenga el sentido de ser un color rojo, tiene la característica de presentarse en
mi vivencia como algo radicalmente distinto de la vivencia misma. Por más que una teoría
óptica me diga que en el mundo no existen los colores, por más que prescinda analítica-
mente del sentido intencional de ser rojo, esa modesta nota de color se presenta, en su apa-
recer mismo, como distinta de ese aparecer, como distinta de la impresión. A esta alteridad
radical, localizable en la más modesta impresión, es a la que Xavier Zubiri ha llamado
“formalidad de realidad”26.
Sin embargo, es necesario hacer aquí algunas aclaraciones muy importantes. En pri-
mer lugar, hay que insistir en que no estamos defendiendo aquí la existencia de unas “vi-
vencias sensibles” sin intencionalidad, a las que después se superpondrían las vivencias
intencionales. Solamente estamos diciendo que en cualquier vivencia hay una alteridad ra-
dical que no se agota en la captación intencional de sentido. De hecho, aquí hablamos de
una alteridad mayor que la alteridad del sentido. Y esto, por una razón muy sencilla. Toda
captación de sentido implica indudablemente el descubrimiento de algo otro: la bola de bi-
llar no es la percepción, ni yo soy la bola de billar, etc. Pero esta alteridad no es radical por-
que, por ejemplo, el sentido “bola de billar” remite a un lenguaje, y a una cultura, en que
se cuenta con bolas de billar, y se entiende su sentido. Tal vez en otra forma de vida esa
bola sería entendida de otra manera. Con esto no estamos estableciendo ningún relativis-
mo cultural, porque ese tipo de consideraciones teóricas pertenecen a otro ámbito del aná-
lisis. Simplemente estamos diciendo que la alteridad propia de la intencionalidad, en
cuanto captación de sentido, nos muestra algo que es otro, pero, si se quiere decir así, es
otro para mí, pues remite a mí, a mi lenguaje, a mi cultura, a mi forma de vida, a mi juego
lingüístico, o como se quiera formular esto ulteriormente. En cambio, parece haber en
25
Cf. M. Henry, Phénoménologie matérielle, París, 1990.
26
Cf. X. Zubiri, Inteligencia sentiente, vol. 1, op. cit., pp. 54-60.

9
nuestros actos otro tipo de alteridad, distinta de la del sentido, por la cual todo lo que apa-
rece se presenta como radicalmente distinto de su aparecer.
Esta constatación fenomenológica nos permite, en segundo lugar, cuestionar el dua-
lismo radical planteado por Henry. Aunque hubiera vivencias carentes de intencionalidad,
estas vivencias no carecerían de alteridad. El dolor, que menciona Henry, ejemplifica esto.
El dolor no es una una auto-afección cerrada sobre sí misma, sin referencia a nada ajeno.
Cuando algo me duele, aparece justamente eso que me duele. Si de pronto siento un dolor
de muelas, a ese dolor le pertenece el surgir de las muelas (encías, etc.) a las que antes no
prestaba atención, y que ahora se me presentan. Puede que incluso un órgano cuya exis-
tencia desconocía, al que ni siquiera puedo poner nombre, ahora me duela y, al dolerme,
se presente ante mí como algo que es “real”, y que lo es con independencia de que me
duela o no me duela. Dicho en otros términos: la eliminación de la alteridad específica re-
presentada por la intencionalidad en cuanto captación de sentido no es una eliminación de
toda alteridad. La alteridad más radical de todas, la alteridad de aquello que no remite a
uno mismo, ni al acto en que esa alteridad aparece, no es intencionalidad, sino aquella al-
teridad radical que Zubiri llama “realidad”. Conviene sin embargo matizar que esta “reali-
dad” no es primeramente un carácter transcendental de las cosas que aparecen, que se fue-
ra en alguna manera extendiendo de unas cosas a otras. Tampoco es un patrimonio exclu-
sivo de los actos de impresión, de modo que todo otro acto tuviera que ser una especie de
extensión “sentiente” de la impresión, para poder tener esta alteridad radical. La alteridad
radical es un carácter de todo acto en cuanto acto. En un acto de imaginación, o en un acto
de cálculo matemático, lo que aparece no aparece como dependiente de mi acto, ni como
dependiente del hecho de que yo le dé sentido. Lo que aparece en los actos aparece, en los
actos mismos, en el mismo aparecer, como radicalmente distinto de todo aparecer.
Esto tiene entonces otra importante consecuencia. Y es que, si llamamos “cosa”, en
el sentido más amplio de la expresión (como el griego πρᾶγμα), a lo que aparece con alte-
ridad radical en nuestros actos, entonces hay que decir que los actos no con cosas. Los ac-
tos no aparecen en alteridad radical respecto a los actos mismos. Los actos no aparecen,
sino que son el aparecer mismo de las cosas. Por eso no se puede decir, con Zubiri, que los
actos sean “reales”27. Los actos no son algo que aparece en alteridad radical en nuestros ac-
tos. Los actos son más bien el aparecer mismo de las cosas. Incluso si rememoramos un
acto pasado, lo que rememoramos son las cosas que en ese acto aparecieron. Pero el acto
mismo en cuanto aparecer de las cosas, no aparece como una cosa más. Simplemente se re -
produce en el reaparecer de las cosas que aparecieron. Precisamente por ello podemos de-
cir, ahora sí con Henry, que los actos son “invisibles”. El aparecer mismo no aparece, lo
que aparecen son las cosas. Los actos no pueden ser “cosificados”, no pueden ser converi-
tidos en “realidades”, no pueden ser naturalizados. Los actos, en definitiva, no son cosas.

27
Cf. X. Zubiri, Inteligencia sentiente, vol. 1, op. cit., p. 157.

10
5. Los actos como un surgir

Si en los actos encontramos una alteridad radical entre lo que en los actos aparece, y
los actos mismos como un aparecer, entonces habría que señalar que el término “aparecer”
es, en sí mismo, insuficiente. El aparecer parece sugerir una dualidad entre las cosas, tal
como se presentan en los actos, y la “realidad” de las cosas con independencia de tales ac-
tos. Cuando decimos que algo aparece, parecemos estar indicando que en el aparecer hay
un desdoblarse de la cosa misma entre lo que ese algo era con independencia del aparecer,
y lo que ahora aparece. Esto no se corresponde, sin embargo, con lo que encontramos en el
análisis de nuestros actos. Precisamente porque hay una alteridad radical, la cosa no se
presenta como signo de otra cosa, sino que se presenta ella misma, como algo “de suyo”,
por utilizar la expresión de Zubiri. La bola roja, por seguir con el mismo ejemplo, no se
presenta como señal de otra cosa que sería algo así como la “causa” de su aparecer, y que
permanecería más allá de sus “apariencias”. La bola roja se presenta a sí misma, como algo
que está ahí, con independencia de que la vea o no, en una alteridad radical. Sin embargo,
esta alteridad radical no es un dato más de la bola, como puede ser su tamaño, su volu-
men, o su color. La alteridad radical es un carácter de la presentación misma de la bola.
Tal vez por eso sea preferible hablar de “surgir”, en lugar de “aparecer”. El surgir
es, etimológicamente, un sub-regere, y alude en alguna manera a que las cosas, al surgir,
“rigen” en alteridad radical, pues no se presentan como apariencias de otra cosa, sino
como ellas mismas. Las cosas “rigen” los actos, no en el sentido de una explicación teórica
del proceso que desencadena los actos, sino en el sentido de que ellas, al surgir, presentan
una alteridad radical respecto al acto en que surgen. Cuando algo “surge”, no surge remi-
tiendo a otra cosa respecto a la cual sería mera apariencia, sino que surge él mismo, en al-
teridad radical respecto a nuestros actos. Oír un sonido, por ejemplo, no es que el sonido
“aparezca” en lugar de otra cosa, sino que el sonido mismo surge, como aquello que, en
nuestro acto de audición, se presenta como radicalmente otro respecto a ese acto. Los ac-
tos, en este sentido, no son un hacer que las cosas surjan, o un dejar que las cosas surjan.
Los actos son ellos mismos el surgir de las cosas en alteridad radical. Es significativo que,
en su primera formulación del principio de no contradicción, Aristóteles no aludía al “apa-
recer” (φαίνειν), sino precisamente al “surgir” (ὑπάρχειν): imposible surgir y no surgir al
mismo tiempo. El verbo griego ὑπάρχειν es plenamente equivalente, desde un punto de
vista etimológico, al sub-regere (ὑπο-ἄρχειν). En este sentido podemos decir literalmente,
con Aristóteles, que los actos son “el surgir de las cosas” (τὸ ὑπάρχει τὸ πρᾶγμα)28.
Fijémonos también en una dimensión muy importante de todo esto. Si la alteridad
radical es un carácter del surgir mismo, de alguna manera podemos decir que el análisis
mismo de los actos nos conduce a la “reducción fenomenológica”. Como es sabido, uno de
los motivos de la “reducción fenomenológica” de Husserl fue precisamente la necesidad
de evitar la dualidad “representacionalista” entre los objetos que aparecen y las cosas rea-
les en las que se fundamentaría ese aparecer 29. Esta reducción exigía algo así como una de-
cisión radical, una conversión, un cambio de orientación en la vida, pasando de la “actitud
28
Aristóteles, Metafísica IX, 6, 1048 a 30-31.
29
Cf. M. García-Baró, Husserl (1859-1938), Madrid, 1997, p. 32.

11
natural” a la actitud propiamente filosófica. Ese cambio consistía en “poner entre parénte-
sis” la realidad de las cosas, para quedarnos con los actos mismos, y con lo que en ellos
aparece. Ahora bien, la realidad no es un sentido que atribuimos a ciertos objetos. La reali-
dad no es otra cosa que la alteridad radical que encontramos en nuestros actos, en cuanto
que estos actos son un surgir de las cosas. Aquí no hay ningún dualismo entre los objetos
que aparecen y las cosas reales, representadas por lo que aparece. Lo que aquí tenemos
son las cosas mismas, no remitiendo más que a sí mismas, y no a algo por detrás de ellas.
Al mismo tiempo, no hay mayor “reducción” que mostrar que la realidad no es una zona
de cosas, la zona de cosas “fuera de mí”, a la que asigno ciertos objetos. Es la reducción de
mostrar que la “realidad” no es más que la alteridad radical como un carácter del surgir en
que los actos mismos consisten. Se trata, sin embargo, de una reducción “no traumática”,
que acontece en el análisis mismo de los actos como un surgir.
El surgir (ὑπο-ἄρχειν) es, desde de este punto de vista, un auténtico “principio”
(ἀρχή). No es principio en el sentido de una regla que debamos seguir en las investigacio-
nes, sino más bien, en sentido propio, “principio de todos los principios”, porque constitu-
ye la verdad primera en la que se muestra toda otra verdad. Incluso la verdad de las leyes
ideales, de los principios lógicos, de las objetos matemáticos, es una verdad segunda, por-
que es verdad de lo que surge, que se enraíza en la verdad del surgir. Como hemos visto,
la raíz de los primeros principios hay que buscarla en la verdad primera del surgir. Esto no
significa que el surgir se pueda convertir en el principio supremo de un sistema deductivo.
Su verdad no es la verdad de una proposición, que encaje en un sistema axiomático. Las
verdades lógicas, como cualquier otra verdad, tienen su propio estatuto, distinto de la ver-
dad del surgir. Las relaciones lógicas y matemáticas solamente son accesibles en los actos
correspondientes de pensamiento y de cálculo. Aunque las verdades de la lógica y de la
matemática fueran verdades eternas, que nuestros actos se limitaran a descubrir, aun así
serían verdades propias de lo que surge, y no la verdad primera del surgir.
Esta verdad primera del surgir no es accesible en un experimento científico, pues el
surgir no surge como una cosa entre las cosas. Sin embargo, todos tenemos un acceso “in-
mediato” al surgir de todas las cosas para nosotros. Esta acceso no es exactamente el tér-
mino de una “reflexión” en el sentido de una vuelta, en un segundo acto, sobre el acto pri -
mero, que pudiera de este modo surgir ante nosotros. Lo que surge ante nosotros son las
“cosas” (en el sentido más amplio de la expresión) que surgieron en el primer acto, pero
no el surgir mismo como acto. El surgir, precisamente porque es invisible, es transparente.
No es la transparencia “muerta” de un cristal, sino la transparencia misma de la vida en
que los actos consisten. Por eso mismo, el término mismo “acceso” puede resultar equívo-
co, pues no hay ningún movimiento (cedere) que pueda convertir al acto en cosa. Siempre
estamos en los actos, porque siempre estamos en la transparencia de la vida. Lo único que
podemos hacer, al inicio de la reflexión filosófica, es dejar a la vida ser vida. No un “dejar
ser” en el sentido de Heidegger 30, sino más bien un “dejar vivir” que no nos hace acceder a
nada distinto de aquello en lo que ya siempre estamos, que es el surgir mismo de todas las
cosas. En este “dejamiento”, el surgir no se hace visible, sino que simplemente acontece en
30
Cf. M. Heidegger, Sein und Zeit, Tübingen, 1986 (16ª de.), pp. 84-85; Zur Sache des Denkens, Tübingen, 1969,
pp. 39 40.

12
la conciencia no mediada en que el acto se vive a sí mismo como acto, y no como cosa. Po-
dríamos hablar, si se quiere, de la “consciencia”, no como un nuevo acto que convierte al
primer acto en cosa, sino más bien de una “ciencia” que acontece “con” el acto mismo.
Precisamente por ello, la filosofía, en su radicalidad primera, no es algo que aconte-
ce después de la vida (primum vivere, deinde philosophari), sino en la vida misma, cuando
ésta se hace vida “consciente” de su propia diafanidad. Esta conciencia no implica dejar de
vivir, sino una nueva manera de vivir, una vida “filosófica”. Lo propio de esta vida filosó-
fica es precisamente el descubrimiento del surgir, que no es sino el descubrimiento de la
diferencia radical entre los actos y las cosas, y con ello la crítica de todo “naturalismo” in-
genuo, caracterizado precisamente por la pretensión de convertir a los actos en cosas. Esta
crítica del naturalismo incluye, por cierto, la crítica de todo “psicologismo”, que pretende
equiparar al saber primero sobre nuestros actos con el saber mismo de las ciencias. La his-
toria reciente de la psicología ha mostrado significativamente que la constitución de la psi-
cología como ciencia no tiene lugar por los caminos de la mera introspección, sino median-
te los avances en el estudio del comportamiento humano. Al hacerlo, la psicología es cien-
cia, y como ciencia no puede estudiar el comportamiento humano más que en el ámbito
medible de las cosas, entendiendo por “cosa”, como hemos señalado, todo lo que surge en
nuestros actos. En cambio, la filosofía primera no trata con cosas, sino con el surgir mismo
de las cosas.
Por eso, la filosofía primera es, en cierto sentido fácil, y en cierto sentido difícil. Es
fácil en cuanto que trata de lo más inmediato a nosotros mismos, y por tanto trata de algo
de lo que todo ser humano puede hablar. Pero, al mismo tiempo, la filosofía primera es di-
fícil, precisamente porque los actos, como un surgir, son invisibles Es como si nuestros
ojos, acostumbrados a ver las cosas, fueran ciegos para lo que es, como decía Aristóteles,
“lo más evidente de todo” (φανερώτατα πάντων)31.

§ 6. Otros caracteres del surgir

La consideración de la esencia de los actos como un “surgir” nos permite también


entender también la pertinencia del término “acto”. En las Investigaciones lógicas Husserl se
planteó explícitamente esta cuestión, indicando que los actos no reciben tal nombre por-
que sean “activaciones” de una conciencia. Esto supondría una consideración “activista”
de los actos, según los cuales solamente merecerían tal nombre aquéllos que pudieran ser
entendidos a partir de una decisión libre de un sujeto. Según Husserl, el carácter dinámico
que indica el término “acto” estaría justificado, no por ser una activación de la conciencia,
sino simplemente por la intencionalidad. La intencionalidad, incluso la intencionalidad de
un hipotético acto instantáneo, tiene el carácter dinámico de ser una referencia hacia algo
otro32. Ahora bien, aquí hemos considerado la necesidad de poner en entredicho la ecua-
ción plena entre intencionalidad, captación de sentido, y alteridad. Hemos visto que hay
algún tipo de alteridad que es más radical que la alteridad propia del sentido, y que se
31
Aristóteles, Metafísica II, 1993 b 11.
32
Cf. E. Husserl, Logische Untersuchungen vol. 2, t. 1, V, § 13, Hua. XIX/1, pp. 392-393.

13
puede encontrar en la más modesta de las sensaciones: es la alteridad radical de las cosas
que surgen sin remitir al acto mismo de surgir.
Precisamente por ello, las sensaciones pueden ser calificadas como “actos”, aunque
no consistan en la captación de un sentido. Son actos porque son el surgir mismo de la
cosa sentida, como puede ser, por ejemplo, un color o un sonido. Esto no significa que las
sensaciones acontezcan con independencia de la percepción, como si “primero” surgieran
los colores, y “después” el sentido de las cosas. La distinción es puramente analítica. De
hecho, la distinción entre unos actos y otros es siempre analítica, pues simplemente esta-
blece diferencias en el fluir unitario del surgir, que equivale a lo que clásicamente se ha lla-
mado el “fluir de la conciencia”. Si estoy mirando el edificio frente a mi ventana, y después
miro el cielo, no hay, propiamente hablando, una “interrupción” del surgir. Lo que sucede
es que, en la continuidad del surgir, puedo hacer “recortes” analíticos a partir de las cosas
distintas que surgen. Lo que surge es, por así decirlo, la “definición” del surgir, aquello
que lo delimita como acto, y lo distingue de otros actos. Por eso mismo, la distinción entre
el acto de ver a una persona que está hablando y el acto de oír su voz no se basa en que el
surgir mismo esté compuesto de unidades discretas, sino en la diferencia de las cosas que
surgen. Y estas diferencias en lo que surge es lo que me permite distinguir entre las sen -
saciones de color rojo y las percepciones del sentido de la cosa que surge (“bola de billar
roja”) como actos distintos, por más que el primer acto (la sensación) solamente sea sepa-
rable del segundo acto, al que pertenece, en el curso del análisis.
El dinamismo propio de los actos no está, por tanto, en la intencionalidad, sino en el
surgir en que consiste la esencia de los actos. Incluso un acto hipotéticamente instantáneo
es esencialmente dinámico, porque el surgir es la constitución misma de aquello que sur-
ge. Y lo que surge, precisamente porque surge en alteridad radical, surge como radical-
mente distinto del surgir. Esta distensión entre el surgir y lo que surge, sea o no intencio -
nal (captación de sentido) en cada caso, es lo que les confiere a los actos su radical dina-
mismo. El dinamismo de los actos es el dinamismo de un “desgarramiento” originario, en-
tre los actos y aquello que surge en ellos, entre el surgir y lo que surge. Esto tiene varias
consecuencias, Por una parte, la multiplicidad de lo que surge abre la posibilidad de una
enorme variedad de actos, y también la posibilidad de emprender distintas vías para clasi-
ficarlos. Por otra parte, el carácter radicalmente dinámico de los actos está unido a su pri-
migenia temporeidad. Por temporeidad no se entiende aquí la medición métrica del tiem-
po del surgir, que no tiene que ser posible en todo caso. Tampoco se trata de que todo acto
pueda volverse sobre un acto anterior, constituyendo así una especie de regresión tempo-
ral indefinida. Aquí hablamos de una temporeidad más básica. La diferencia entre un “an-
tes” y un “después” en el flujo de los actos es posible porque en los actos mismo surge di-
námicamente aquello que los diferencia como actos. En este surgir, lo que surge se diferen -
cia del surgir mismo, que de este modo no puede ser vivido más que como un fluir en el
que se constituye la raíz de toda medición ulterior de la temporalidad de cada cosa. Decir
que el tiempo es la medida del movimiento no es “naturalizar” el tiempo, sino más bien
exigir la constitución de la raíz misma de toda medición, que es la temporeidad misma de
los actos.33
33
Así se podrían releer la célebre definición aristotélica, cf. Aristóteles, Física IV, 12, 221 a.

14
Otro carácter del surgir en que los actos consisten es su corporeidad. Los actos no
acontecen en un mundo celestial, sino en el “aquí” de mi cuerpo. Incluso si estoy realizan -
do las más abstractas operaciones lógicas, estas operaciones sin duda se me dan como rela-
ciones “intemporales”, independientes de que yo las realice. Y, sin embargo, al mismo
tiempo, esas operaciones acontecen “aquí”. Este “aquí” puede admitir grados de “cerca-
nía” o de “lejanía”. No es lo mismo el “aquí” de un pensamiento, que el “aquí” de un do -
lor de muelas, ni que el “aquí” de un dolor que siento en la planta de mi pie. Sin embargo,
ese dolor en la planta del pie es un acto, caracterizado por el surgir de ese miembro que
me duele. De hecho, los actos de alguna manera “acotan” mi cuerpo, lo esbozan ante mí
como un cuerpo vivo, como un cuerpo que siente, y no como un mero organismo. De este
modo, el cuerpo es el “lugar geométrico” del surgir. Y esto significa entonces que tenemos
algo así como una doble definición de los actos. Por una parte, como ya vimos, los actos es-
tán definidos por aquello que surge en ellos. Pero, por otra parte, los actos están también
definidos por el “aquí” de este cuerpo en que surgen. Curiosamente, los actos, siendo algo
que no surge, siendo distintos de las cosas, están definidos por las cosas que surgen. No
sólo por las cosas que surgen en los actos, sino por el cuerpo en que surgen. Y esto signifi-
ca entonces que mi cuerpo es, por una parte, algo que surge en ciertos actos en los que me
percibo a mí mismo, y, por otra parte, un cuerpo vivo, distinto de cualquier otro cuerpo,
precisamente porque este cuerpo constituye el “aquí” del surgir. La unidad de estas dos
dimensiones del cuerpo es lo que podemos llamar “carne”.
Un elemento esencial de los actos es su carácter personal. La sensación de dolor es
absolutamente propia de mi persona, y no de otro. Aquí conviene distinguir entre dos vías
de acceso usuales a lo personal. Una vía consiste en tomar el acto, y considerar sus “condi -
ciones de posibilidad”. Desde este punto de vista, el acto no sería posible si no hubiera un
“sujeto” que lo realizara. Donde decimos “sujeto”, otros podrían decir “alma” o tal vez
“cerebro”. Son distintos modos de pensar qué es lo que hace posible que acontezcan los ac-
tos. Ahora bien, lo propio de las condiciones de posibilidad de un acto, es que ellas desbor-
dan el acto mismo, y por tanto carecen, en su conjunto, de la primera inmediatez de los ac -
tos. El término “sujeto”, por su propia semántica, parece especialmente adecuado para de-
signar a aquello que está puesto (jectum) por debajo de (sub) los actos, como su condición
de posibilidad. Ahora bien, aunque prescindamos de cualquier consideración teórica sobre
el sujeto, ello no obsta para que, en segundo lugar, tengamos que decir que los actos si -
guen teniendo un carácter “personal”. No acontece simplemente un “cogitar” impersonal,
sino un cogito, es decir, un pienso, siento, quiero, deseo, recuerdo, etc. Tenemos aquí una
segunda vía de acceso a lo personal. No es necesario ir al ego del cogito para que este cogito
tenga un carácter personal. Lo personal está en el acto mismo, sean cualesquiera sus condi-
ciones de posibilidad. No estamos entonces ante lo personal como un “sujeto” o como un
“ego”, sino ante lo que podemos llamar la “desinencia personal” de los actos. En su inme-
diatez primera, prescindiendo de sus condiciones de posibilidad, los actos acontecen como
un surgir esencialmente personal.
Esta “desinencia personal” de los actos, distinta de la subjetividad, parece estar ínti-
mamente ligada al “aquí” de la corporeidad, antes de cualquier tipo de explicación que
apele a sus condiciones de posibilidad, del tipo que sean. Muchos de los actos ligados a la

15
sensación del propio cuerpo parecen imposibilitar un paso de las desinencias del singular
al plural. El dolor en mi muela es estrictamente mi dolor que se rehúsa a ser compartido.
Sin embargo, parece más fácil llegar a compartir otros actos, en la medida en que no son
sensaciones del propio cuerpo. Podemos compartir pensamientos, sueños, deseos... Por su-
puesto, los actos compartidos no dejan de tener un carácter personal: el “queremos casar-
nos” incluye el “quiero” absolutamente personal. Y para que este “queremos” sea un
“quiero”, tiene que estar precisamente arraigado en el “aquí” de la propia carne. Desde
este punto de vista, tal vez lo “personal” haya sido correctamente captado por la etimolo-
gía popular de la “persona”. Según esa etimología, la máscara de los actores del teatro clá-
sico era persona, precisamente porque a través de ella “resonaba” (per-sonare) la voz del ac-
tor. Dicho en nuestros términos: la persona es la “capa de actos” de la propia carne, preci-
samente en cuanto arraigada en la carne, e inseparable de ella. La persona es el “resonar”
de los actos en la propia carne. Y, siendo los actos el surgir de las cosas, la persona no es
cosa, ni puede ser nunca cosa.
Precisamente porque los actos no son cosa, podemos decir que son un “bien”. El
bien, antes de ser algo que todos desean, como decía Aristóteles 34, es un carácter del desear
mismo en cuanto acto, y de todo acto en cuanto tal. Para que cualquier cosa pueda ser que-
rida o valorada, tiene primero que surgir en nuestros actos. Por eso hay una bondad de los
actos, más radical que la bondad de lo que surge en ellos. El bien de los actos, en cuanto
actos, antecede a cualquiera de las cosas que puedan llegar a convertirse en término de un
acto de deseo. Si consideramos la “entidad” o la “sustantividad” (οὐσία) como un carácter
de lo que surge, podemos decir que el bien está más allá de la entidad, como ya supo decir
Platón35. La raíz indoeuropea *ghed-, de la que vendrían términos tales como el inglés good,
el alemán gut, e incluso el griego ἀγαθός, parece tener originariamente el sentido de
“unir” o “vincular”. Y es que toda vinculación ética entre las personas, todo respeto, y
toda “intersubjetividad” presuponen que las personas no son cosas, precisamente porque
el surgir no es lo mismo que lo que surge. Y, como veremos, en el ámbito de los actos acon-
tecen los vínculos más radicales entre las personas. No sólo eso. El acto mismo es una uni-
dad, un vínculo, y no sólo un desgarramiento, entre el surgir y lo que surge. Esta unidad
entre el surgir y lo que surge es lo que caracteriza a la vida. Y los actos, por ser vivos, son
bellos. La belleza, antes de pertenecer a la “forma” de las cosas que surgen, es más bien un
carácter de los actos mismos, de su vitalidad originaria a la que se refiere, por su etimolo-
gía, el término griego καλός. Toda la belleza multicolor de lo que surge (esto designa ori -
ginariamente el término pulchrum) se arraiga en la belleza misma de la vida como un sur-
gir de todas las cosas. En esta unidad del bien y la belleza de todos los actos está la raíz de
la más radical y primaria καλοκαγαθία.

34
Cf. Aristóteles, Ética a Nicomaco I, 6, 1096 a-b.
35
Cf. Platón, República 509 b.

16
§ 7. La ciencia primera

El carácter dinámico del surgir implica una ulterior característica. Las cosas que sur-
gen se presentan, en el surgir, como radicalmente distintas del acto en el que surgen. Inclu-
so una cosa meramente imaginada, como un trasgo, no remite, al ser imaginada, al acto de
imaginación, sino a sí misma, a los caracteres que tiene como trasgo. Un teorema matemá-
tico no remite al acto de pensamiento, sino a sí mismo, a las propiedades que tiene como
teorema. Esta alteridad radical, como vimos, es lo que se expresa en el “regir” de todo sur-
gir (sub-regere). Si la cosa no tuviera esta alteridad radical, si su alteridad fuera solamente
la de un “sentido”, el mundo no sería más que un conjunto de “objetividades”, que remiti -
rían últimamente a mi “subjetividad”. Conocer el mundo no sería otra cosa que captar el
sentido de las cosas que forman parte de mi vida, algo así como un adámico “dar nombre”
a todo lo que nos rodea. Sin embargo, la alteridad radical nos permite algo más que captar
el sentido de lo que forma parte de nuestro mundo. La alteridad radical nos permite trans-
cender nuestro mundo limitado de sentido, para perdernos en la cosa misma, tratando de
averiguar cuáles son sus estructuras más profundas, incluyendo aquellas estructuras que
aún no han surgido ante nosotros, y que comienzan siendo término de nuestras hipótesis.
De este modo, si el “regir” del surgir designa el momento de alteridad radical de lo
que surge, el “sub” puede ser leído como una referencia a ese momento de profundización
en las estructuras profundas de lo que surgen. Esta profundización puede preguntarse por
aquellas estructuras que fundamentan lo que surge (lo que clásicamente se ha llamado la
sustancia) y también puede preguntarse por las condiciones de posibilidad del momento
personal de los actos (lo que clásicamente se ha llamado el sujeto). Desde luego, la investi -
gación de estas estructuras es una tarea abierta, que puede ser desempeñada a lo largo de
una multitud de vías. Los mitos o la literatura son maneras de profundizar en la alteridad
de las cosas con las que nos encontramos, haciendo hipótesis diversas sobre sus estructu-
ras más profundas. Por otra parte, nuestro trato cotidiano con las cosas nos lanza con fre -
cuencia a preguntarnos por su realidad profunda. Puedo ver, por ejemplo, un resplandor
en la carretera y preguntarme si será un charco de agua o simplemente un espejismo moti -
vado por el reflejo de la luz sobre el asfalto. Esta pregunta es una especie de profundiza-
ción en la alteridad radical de las cosas que surgen en mis actos, y que está inmediatamen-
te cargada de consecuencias prácticas para la propia vida36.
Entre esas vías hacia las estructuras profundas de lo que surge hay que situar la
ciencia moderna, caracterizada por el método experimental y la matematización del mun-
do. No es éste el lugar para hacer una exhaustiva filosofía de la ciencia. Limitémonos a ha-
cer dos observaciones. En primer lugar, la ciencia, vista desde el surgir, no es mera cons-
trucción de objetos ideales. La ciencia, vista desde el surgir, es una profundización en la al-
teridad radical de todo lo que surge. Por así decirlo, la ciencia pasa desde la alteridad radi-
cal de lo que se actualiza en nuestros actos (por ejemplo, un color) a la alteridad “profun -
da” de aquello que hipotéticamente fundamenta lo que se actualiza en nuestros (por ejem-
plo, un chorro de fotones). Toda construcción científica es siempre profundización, todo lo
tentativa e hipotética que se quiera, en la alteridad radical de lo que surge en nuestros ac-
36
No hay por ello tampoco aquí ningún “dualismo”.

17
tos37. En segundo lugar, esta profundización, en la medida en que está motivada por la al-
teridad radical de lo que surge en nuestros actos, está siempre abierta a seguir profundi-
zando. Cualquier cosa que sea postulada como “fundamento” o “razón” de lo que surge es
susceptible de seguir siendo investigada, en una pregunta siempre abierta sobre su ulte-
rior fundamento. Lo que clásicamente se ha llamado la “teleología” de la razón consiste en
esta pretensión, siempre abierta, de profundizar en lo que surge, y que últimamente está
determinada por la alteridad radical que caracteriza al surgir.
Ahora bien, la filosofía primera no se sitúa en este nivel de cientificidad. La filosofía
primera no quiere aclarar cuáles son las estructuras profundas de lo que surge, sino que
pretende analizar el surgir mismo. Al hablar de “análisis” estamos diciendo que la filosofía
primera no es una teoría que disponga de “experimentos” en los que pueda forzar a la rea-
lidad profunda a que se manifieste, dentro del marco de un determinado sistema de con-
ceptos. Así, por ejemplo, dentro del marco de la física newtoniana, el experimento de Mi-
chelson-Morley pretendía forzar a que el hipotético éter se manifestara, en el sentido de
que surgieran sus consecuencias de una forma controlada y medible. El fallo del experi-
mento terminó conduciendo a la formulación de la teoría de la relatividad y a la revisión
de todo el sistema de conceptos de la física clásica 38. En cambio, el análisis no procede de
una forma experimental, porque se limita al ámbito primordial del surgir, sin pretender
profundizar en las estructuras que hacen posible el surgir. Lo que esto significa es que el
análisis dispone entonces de “evidencias”, en el sentido de una “exigencia”, por parte de
aquello que es analizado, de un determinado concepto, a diferencia de otros. Por ejemplo,
si analizo el color de la computadora en la que escribo estas líneas con el sistema de con-
ceptos que la lengua castellana tiene para los colores, tendré que decir que “evidentemen-
te” este color es “negro”, y no “azul”.
Esto significa que las evidencias que el análisis consigue son siempre relativas al sis-
tema de conceptos utilizado. Otro sistema de conceptos me exigiría tal vez una clasifica-
ción distinta de los colores, de modo que se podrían producir evidencias relativamente
distintas. Es lo que sucede cuando analizo los colores en otra lengua. Esta relatividad no es
en modo alguno un relativismo. Más bien se trata de afirmar, en primer lugar, la necesidad
permanente de revisar nuestros conceptos, de matizarlos, de perfeccionarlos, de enrique-
cerlos, para mejorar las evidencias que rinde nuestro análisis. Si mi análisis se limita a los
recursos del lenguaje natural, las evidencias serán mucho menos matizadas que si en mi
análisis incorporo un lenguaje técnico, tomado de la historia de la filosofía, o de las cien-
cias. Esta incorporación de recursos ajenos no convierte el análisis del surgir en una teoría
sobre las estructuras profundas de lo que surge. El análisis sigue siendo análisis, galardo-
nado por evidencias, en la medida en que versa sobre el surgir. No sólo esto. En segundo
lugar, el análisis del surgir puede descubrir estructuras permanentes, que se mantienen
más allá de cualquier enriquecimiento del sistema de conceptos empleado, y que son sin
embargo evidentes. Así, por ejemplo, se puede llegar a descubrir que todo surgir de los co-
lores es siempre un surgir espacial, porque el color está siempre ligado a una superficie.

37
Como bien ha señalado Zubiri, cf. su Inteligencia sentiente, vol. 3, Madrid, 1983.
38
Cf. A. Einstein, Sobre la teoría de la relatividad especial y general, Madrid, 2008.

18
Podemos enriquecer los conceptos y la precisión del análisis sin que ello obste para que
hayamos encontrado una estructura permanente en el surgir de los colores.
Ahora bien, lo que separa a la filosofía primera de cualquier relativismo superficial
es el hecho de que el término de su análisis, el surgir, tiene, en cuanto surgir, el carácter de
una verdad “absoluta”, tal como vimos. Los análisis del surgir son relativos al surgir mis-
mo que se quiere analizar. El elenco de conceptos utilizado es hermenéuticamente varia-
ble, pero su variabilidad está referida al surgir mismo. La relatividad de la verdad de
nuestras afirmaciones sobre el surgir es ante todo una relatividad a la verdad primera del
surgir. El carácter “estricto” de la ciencia primera no pende del rigor de los experimentos
realizados, sino de la medida en que sus análisis se atienen al surgir mismo, del que proce -
de toda su verdad. Lo estricto es justamente lo “estrecho”, y la estrechez del análisis viene
de su ajustamiento a las evidencias que se obtienen en el análisis de la verdad primera. Sin
embargo, estas evidencias no producen más que verdades segundas, que son la verdades
del análisis, y no la verdad primera del surgir. La estrictez de la filosofía primera no es otra
cosa que el continuo perfeccionamiento de los conceptos utilizados para analizar el surgir.
Esta estrictez no es por tanto un relativismo, pero sí una radical relatividad de los análisis
a aquello que se quiere analizar. Y esta relatividad es justamente la evidencia.

§ 8. Análisis de la facticidad

Lo que se quiere analizar son hechos, y las ciencias tratan con hechos. En realidad,
cualquier teoría sobre las estructuras profundas de la realidad presupone un previo análi-
sis de los hechos sobre los que se va a teorizar. En este sentido, toda ciencia teórica es siem-
pre también una ciencia analítica. Ahora bien, en el caso de la filosofía primera, el concepto
de “hecho” tiene unas características peculiares. Las ciencias teóricas entienden por hecho
algo que, en primer lugar, está dado. En segundo lugar, eso que está dado, no lo está de
forma privada, sino de una manera que sea accesible para cualquiera. Algo que fuera esen-
cialmente privado, no podría ser objeto de ciencia. Finalmente, los hechos de los que tratan
las ciencias teóricas son “hechos positivos” en el sentido de que están “puestos” ante noso-
tros y definidos por el sistema de conceptos propio de esa ciencia. Así, por ejemplo, la ca-
rrera de un guepardo es un hecho de una positividad muy distinta para la física que para
la zoología. Lo que para la física se inscribe en las leyes del movimiento, para la zoología
se sitúa en el conjunto de los hábitos de caza de los felinos.
La filosofía primera también versa sobre “hechos”, aunque en un sentido muy pecu-
liar de los mismos. Los hechos de la filosofía primera no están definidos por un sistema de
conceptos previamente dado, sino que la filosofía primera se constituye precisamente en el
esfuerzo de enriquecer y mejorar los conceptos que toma prestados del lenguaje cotidiano,
de la historia de la filosofía, o de las ciencias. En cierto modo, la filosofía está siempre co-
menzando, porque está siempre situada en los principios de todos los saberes. Lo que en la
historia de las ciencias solamente acontece en el momento en que tienen lugar las llamadas
“revoluciones científicas”, es la tarea cotidiana de la filosofía. Por eso, el filósofo es siempre

19
un principiante, como bien sabía Husserl. Y el principio con el que trata la filosofía es el
hecho mismo de la verdad, sin el cual sería imposible toda ciencia. Es la verdad primera de
los actos, la cual es el principio de toda otra verdad. En este sentido, podemos también de-
cir con Aristóteles que la filosofía primera es “ciencia de la verdad” (ἐπιστήμη τῆς
ἀληθείας)39.
La ciencia de la verdad no es una ciencia apodíctica. Lo apodíctico, como sabemos,
es lo demostrativo. Y la ciencia primera no puede ser una ciencia demostrativa, porque tra-
ta de aquello que está presupuesto por toda demostración, como ya sabía Aristóteles. A ve-
ces se entiende lo apodíctico como lo necesario. Desde esta perspectiva, se podría esperar,
por ejemplo, que la filosofía fuera una ciencia apodíctica por tratar con principios neces-
arios. Sin embargo, los actos no son necesarios. Todo acto humano es vivido como radical-
mente contingente. Veo las hermosas plantas tropicales que hay ante mí. Pero podría no
haberlas visto. Los actos pueden ser siempre de otra manera.
Con todo, aunque los actos no sean apodícticos ni en el sentido de lo demostrativo,
ni en el sentido de lo necesario, los actos poseen una verdad primera, de la que carecen to -
das las proposiciones de las ciencias teóricas. Los actos, aunque sean vividos como contin-
gentes, están dados de una manera primaria y radical. El acto de ver, por ejemplo, tiene
una verdad inmediata, distinta de la verdad de todas mis afirmaciones sobre lo que ve-
mos. En la filosofía del siglo XX se ha pensado con frecuencia que lo fáctico es simplemen-
te lo contingente, que lo contingente es simplemente lo relativo, y que lo relativo está abo -
cado a las interpretaciones arbitrarias. Sin embargo, los actos nos muestran un ámbito de
hechos que, sin ser necesarios, poseen sin embargo una verdad primera y “absoluta”, pues
no pende de ninguna otra verdad. Frente a toda identificación, basada en prejuicios racio-
nalistas, entre lo absoluto y lo necesario, hay que afirmar que la filosofía, siendo un análi-
sis de lo fáctico, es sin embargo una ciencia que trata de lo primero y de lo absoluto.
Aquí surge una dificultad, derivada del carácter mismo de los actos. Los actos,
como hemos dicho, no son cosas, sino el surgir mismo de las cosas. Y esto significa su “in -
visibilidad”, tal como hemos visto. Aristóteles decía que la ciencia de la verdad, precisa-
mente por la dificultad de tratar con algo invisible, solamente puede ser entendida como
una tarea colectiva40. Sin embargo, cabe preguntarse si algo invisible puede ser objeto de
un trabajo colectivo. Los hechos científicos son, como vimos, hechos accesibles para cual-
quiera. ¿Se puede decir que la filosofía primera trata con hechos accesibles para cualquie-
ra? Obviamente, ya no podemos decir que estemos tratando con hechos “subjetivos”, por-
que los actos se sitúan en un plano que no es el de la subjetividad. Pero, aunque los actos
no sean “subjetivos”, no son cosas, ni resultan accesibles en el modo en que son accesibles
las cosas.
A los practicantes de la filosofía primera se les ha reprochado a veces el uso de una
“razón monológica”, sin que se explique con mucha exactitud qué se quiere decir con esto.
El reproche puede tener una justificación cuando se tiene en cuenta que la filosofía prime-
ra con frecuencia confundió el carácter personal de los actos mismos (sus “desinencias per-
sonales”) con el sujeto entendido como una condición de posibilidad de esos actos. Sin em-
39
Aristóteles, Metafísica 993 b 20.
40
Cf. Aristóteles, Metafísica II, 1, 993 b 1-11.

20
bargo, el reproche ignora que las filosofías modernas más aparentemente “solipsistas” fue-
ron siempre formuladas lingüísticamente porque nunca abdicaron de la pretensión de que
otros pudieran repetir en sí mismos la experiencia que el filósofo relataba de sí mismo.
Todo el proceso de la duda cartesiana, por ejemplo, no es un proceso meramente “solipsis -
ta”, sino un ejercicio que el lector de Descartes está invitado a hacer y a repetir en sí mis-
mo, justamente porque se considera que es una experiencia que está abierta para cualquie-
ra, y que cualquiera puede repetir en sí mismo. En este sentido, “cualquiera” puede repetir
el proceso de la duda cartesiana. ¿Significa esto entonces que es posible compartir los ac-
tos? Es algo que hemos de ver con más detenimiento.

§ 9. Los actos compartidos

Hay algo interesante en las acusaciones de “solipsismo” hechas a autores como Des-
cartes. En estas acusaciones, se suele proponer una sustitución del “paradigma” de la con-
ciencia por el “paradigma” del lenguaje. En esto es patente, además de una vaga apelación
a modas filosóficas, una obvia sustitución del surgir por lo que surge, de los actos por las
cosas, de las personas por las palabras. Ahora bien, el lenguaje mismo no es una mera
cosa, sino también un acto y, en la medida en que se reconoce una dimensión accional al
lenguaje, es inevitable que los problemas propios de la filosofía primera vuelvan a apare-
cer en investigaciones filosóficas derivadas del análisis del lenguaje. Es obvio que el len-
guaje tiene una dimensión interpersonal (o “intersubjetiva”, como dicen los fallidos “supe-
radores” del paradigma de la subjetividad), sin la cual la ciencia primera no podría tratar
de objetos accesibles para cualquiera. Ahora bien, si el lenguaje es acto, y si el discurso de
la filosofía primera sobre los actos pretende la posibilidad de que todos los participantes
en ese discurso puedan rehacer en sí mismos el análisis de las verdades primeras, entonces
es menester que los actos mismos tengan una dimensión interpersonal. Precisamente esa
dimensión interpersonal es la que caracterizaría, no sólo a los actos en general, sino tam-
bién a los actos lingüísticos, no sólo por lo que tiene de lingüísticos, sino también, más ra-
dicalmente, por lo que tienen de actos.
Una primera dimensión de este carácter interpersonal de los actos es la que pode-
mos llamar, siguiendo una terminología clásica, “empatía”. Al utilizar esta expresión, no
estamos pensando en un razonamiento por analogía, tal como pensó la filosofía moderna.
Tampoco nos referimos a una especie de proyección del propio yo sobre el cuerpo del otro.
Se trata de algo más sencillo. Recordemos el análisis de Edith Stein. Cuando vemos a otra
persona poner su mano sobre la mesa, percibimos de manera directa que la persona está
sintiendo la superficie de la madera de la que está hecha la mesa, que está sintiendo el bar -
niz reciente de la misma, etc. También percibimos que, al mismo tiempo que siente la su-
perficie de la mesa, siente también su propia mano, pues en todo tocar hay un surgir, tanto
de aquello que se toca, como de la propia mano que toca. No se trata aquí de explicar cuá-
les son los mecanismos por los que percibimos esto, sino simplemente se pretende consta-
tar el hecho. Evidentemente, esto no significa que nosotros sentimos las sensaciones del
otro de forma directa. Es algo semejante a lo que sucede cuando percibimos que la silla tie-

21
ne cuatro patas, aunque directamente sólo vemos dos. De hecho, precisamente porque no
sentimos las mismas sensaciones que la otra persona es por lo que la otra persona se nos
presenta realmente como otra, y no como una especie de prolongación de mí mismo. Perci-
bimos que el otro está sintiendo la mesa con su mano, pero esas sensaciones táctiles preci-
samente las percibimos como sensaciones del otro, y no como sensaciones propias. Pode-
mos sin duda sumergirnos en las sensaciones del otro, olvidándonos de nosotros mismos,
pero aún así, las sensaciones de la mesa seguirán siendo las sensaciones del otro, y no las
propias41.
Max Scheler quiso dar un paso más allá. Para ello, recurrió a vivencias que comen-
zarían siendo compartidas, antes de ser atribuidas a uno mismo o a un yo ajeno. Según
Scheler, tendría sentido decir que “un mismo entusiasmo recorrió las gradas de los espec-
tadores”. Habría situaciones en las que las vivencias no se podrían atribuir claramente a
un yo o a un tú, sino que estarían inicialmente indiferenciadas. Frente a la idea de que el
yo es fácilmente cognoscible, y que lo difícil es conocer el yo ajeno, Scheler quiso poner en
tela de juicio “los ídolos del auto-conocimiento” 42, propios de la filosofía moderna, y recor-
dar que, como los antiguos bien sabían, no es nada fácil conocerse a uno mismo. Es neces-
ario partir, no del sujeto, sino de las vivencias, y reconocer que hay vivencias indiferencia-
das, que no pertenecen claramente a un yo o a un tú. Para Scheler, es precisamente el cuer -
po lo que permite atribuir las vivencias a uno mismo o a otro, de tal manera que, en la me -
dida en que nos elevamos sobre el propio cuerpo, más fácilmente podemos compartir las
vivencias de quienes nos rodean. Inversamente, la atención al propio cuerpo nos cierra a la
vida psíquica de nuestros semejantes. Y son precisamente las vivencias sensibles, vincula-
das al propio cuerpo, las que no podemos compartir: podemos compartir el dolor moral
de otra persona, pero el dolor de muelas es estrictamente individual43.
Respecto a este planteamiento de Scheler es importante recordar nuestra distinción
entre el sujeto como condición de posibilidad de los actos, y lo que hemos llamado “desi -
nencias personales” que caracterizan esencialmente a los actos mismos. Ciertamente, tiene
razón Scheler en criticar el presupuesto de una auto-transparencia del sujeto para sí mis-
mo, en el sentido antedicho de la palabra “sujeto”. Lo que está dado de manera inmediata
no es el sujeto, cuyo conocimiento es una tarea abierta, sino los actos mismos. Ahora bien,
los actos mismos tienen un carácter esencialmente personal: nunca tenemos un cogitare,
sino un cogito. Por más que este carácter personal esté vinculado esencialmente a la corpo-
reidad, como señala Scheler, esta corporeidad nunca desaparece completamente como ca-
racterística de nuestros actos. No hay actos sin desinencia personal, del mismo modo que
no hay actos sin cuerpo. Desde este punto de vista, lo que hay que decir, de entrada, es
que las vivencias compartidas nunca dejan de ser vivencias personales mías. Puedo com-
partir el dolor de otra persona, puedo participar de un entusiasmo colectivo, pero en estos
casos, el dolor, o el entusiasmo, nunca dejan de ser “propios”, precisamente porque son
“nuestros”. Los actos compartidos con otros no dejan de ser actos propios, situados en el
“aquí” personal y corpóreo. Sin embargo, estos actos personales propios no son una subje -
41
Cf. E. Stein, Zum Problem der Einfühlung, Halle, 1917.
42
Cf. M. Scheler, Los ídolos del autoconocimiento, Salamanca, 2003.
43
Cf. M. Scheler, Wesen und Formen der Synpatie – Die deutsche Philosophie der Gegenwart, Bern, 1973.

22
tividad auto-transparente. De este modo, se puede afirmar, no una prioridad del propio
sujeto sobre la subjetividad ajena, sino simplemente una prioridad de los actos sobre cual-
quier subjetividad o intersubjetividad.
¿En qué consisten exactamente estos actos compartidos? Podemos intentar una pri-
mera aproximación considerando las actividades colectivas. En el ámbito de la filosofía an-
glosajona, John R. Searle, en un conocido artículo 44, ha defendido la existencia de acciones
caracterizadas por una “intención colectiva”, la cual no se deja reducir a una suma de in -
tenciones individuales. Es importante constatar que Searle se da cuenta de que estas accio -
nes colectivas no incluyen necesariamente el lenguaje: si me detengo en la carretera a ayu-
dar a empujar un coche estropeado, no tengo necesariamente que usar el lenguaje para
verme envuelto en una acción colectiva, empujando el automóvil junto con otras personas.
Cuando varias personas participan en una danza, cuando hacen juntos una jugada en un
partido de fútbol, o cuando cocinan juntos un mismo plato, nos encontramos con acciones
colectivas, en las que el comportamiento de cada individuo se ha de explicar recurriendo a
una intención común, “nuestra” intención, por ejemplo, de ejecutar determinado baile.
Esto no significa que exista algo así como una misteriosa “conciencia colectiva” flotando
por encima de los individuos. Lo que sucede más bien es que el individuo persigue una in-
tención que es percibida como colectiva, algo que podría hacer incluso si se equivocara
respecto a las intenciones de los demás, o si el mundo entero fuera una alucinación. Junto
a esa intención colectiva, los individuos también tienen intenciones individuales, pues
cada miembro del grupo tiene que hacer la parte que le toca en la tarea común. No se trata,
por supuesto, de que la tarea colectiva “cause” las acciones individuales, sino más bien
que cada individuo tiene la intención de hacer una tarea colectiva de la cual forman parte
sus propias acciones individuales, que son percibidas entonces como medios para el fin co-
mún.
Llama la atención que, al final del artículo, Searle se pregunta por la formación de
estas intenciones colectivas. Desde su punto de vista, las intenciones colectivas presupo-
nen lo que él llama unas “capacidades de fondo” que consistirían en algo así como “un
sentido pre-intencional del otro como un agente actual o potencial semejante a uno mis-
mo”. Es interesante observar de nuevo el hecho de que Searle no recurre al lenguaje pues,
como él mismo reconoce, tanto las actividades colectivas como los actos lingüísticos (spee-
ch acts) presuponen este “sentido de comunidad” pre-intencional. Ahora bien, pudiera ser
que ese momento pre-intencional no haya que buscarlo muy lejos, precisamente porque
los actos lingüísticos son actos. Y en este punto es justamente donde una filosofía “prime-
ra”, entendida como análisis de los actos, se muestra como la exigencia de todo filosofar
“segundo” sobre el lenguaje.
De lo que se trata, entonces, es de averiguar si en el nivel mismo de los actos hay un
momento de “comunidad” que podamos considerar como la raíz de las actividades colec-
tivas y del lenguaje. En las actividades colectivas lo que tenemos son personas que tienen,
además de la intención de hacer algo en común (empujar un coche, cocinar, danzar, una
jugada en equipo, etc.), la intención de hacer individualmente su parte en esa actividad.
44
Cf. J. R. Searle, “Collective Intentions and Actions”, en su libro Consciousness and Language, Berkeley, 202,
pp. 90-105.

23
Todo esto implica la conciencia de toda una serie de reglas, explícitas o implícitas, que ha-
cen posible esas actividades colectivas. Desde el punto de vista de una filosofía de los ac -
tos, lo que podemos preguntarnos es hasta qué punto, en las actividades comunes, se llega
a establecer una comunidad en ese nivel, es decir, hasta qué punto los actos llegan a ser
compartidos. Aquí se pueden señalar distintos niveles. En cierto nivel, lo que las activida-
des comunes pueden compartir son solamente ciertas reglas que rigen una actividad. Es
posible imaginarse, por ejemplo, un grupo de futbolistas regido por intereses altamente
egocéntricos, donde lo que se comparte son solamente las reglas del juego y ciertas técni -
cas de juego propias del equipo. En este caso, el grado de comunidad, en los actos mismos,
es mínimo. Pero hay otras situaciones donde la comunidad se establece en el nivel de los
actos.
En una primera aproximación, podemos fijarnos en el hecho de indicar, que curiosa-
mente separa a los seres humanos de los primates superiores. Un niño de apenas un año
señala con el dedo, no sólo para pedir algo, sino también para informarnos de algo. Al ha-
cerlo, dos o más personas dirigimos nuestra atención a una misma cosa. En este caso, tene -
mos el surgir de una misma cosa, para varias personas. ¿Se puede hablar de un mismo
acto? En el paradigma de la subjetividad, se manejan metáforas como el “dentro” y el
“fuera”, para decir, por ejemplo, que hay una pluralidad de actos, que tienen lugar “den-
tro” de distintos sujetos. Esto es perfectamente cierto, por ejemplo, desde el punto de vista
teórico de la explicación de los procesos fisiológicos que tienen lugar en cada uno de los
seres vivos que contemplan ese objeto. Ahora bien, desde un punto de vista descriptivo,
podemos decir que tenemos, por una parte, actos que son sin duda personales. Los actos
acontecen personales en cada “carne”. Cada uno de nosotros está mirando el objeto. Pero,
al mismo tiempo, también hay que decir que “miramos” un objeto, y que ese mirar no se
reduce a la suma cada una de las miradas individuales. Cuando estoy mirando al objeto
que me han indicado, lo que estoy viendo surgir, es una cosa que no surge sólo para mí,
sino también para el que me la ha indicado. El plural “miramos” es esencial a ese acto de
mirar. Cuando veo lo que surge en mi mirada, lo veo como algo que no surge solamente
para mí, sino para nosotros.
Demos un paso más. Pensemos qué es lo que sucede cuando dos miradas se en-
cuentran. Por supuesto, hay aquí toda una serie de dimensiones éticas, en la medida en
que la mirada del otro puede mostrar una exigencia radical de solidaridad, como nos ense-
ña Levinas45. Pero aquí podemos fijarnos en otra dimensión de la mirada mutua. Hay, des-
de luego, una intención común. Pero podríamos decir que, de alguna manera, el acto tam-
bién es común. Ciertamente podemos distinguir entre mi acto de mirar y el acto de la otra
persona de mirar. Sin embargo, cuando trato de describir ese acto, puedo empezar a decir
que yo veo que el otro me ve. Pero también veo que el otro ve que yo le veo, etc. Aquí ca -
bría una especie de regreso potencial al infinito, mientras tratemos de describir el conteni-
do intencional de los actos mediante los contenidos implicados en el ver individual de
cada uno. Sin embargo, este regreso al infinito se interrumpe si simplemente decimos: nos
estamos mirando, nos miramos. Al decir esto, la desinencia personal plural no niega la de-
sinencia personal individual, sino que la incluye. Sigue habiendo actos individuales, míos
45
Cf. E. Lévinas, Totalité et infini. Essai sur l'extériorité, Den Haag, 1971.

24
y de la otra persona, pero estos actos individuales forman parte de un acto más rico y com-
plejo, que es el mirarse recíprocamente.
Las lenguas indoeuropeas tienen ciertas dificultades para expresar esta reciproci-
dad, y recurren a reflexivos (“nos”) o a la llamada “voz media”. Sin embargo, hay lenguas,
como el hebreo, en las que se expresa, mediante un modo verbal específico (hitpael), que la
reciprocidad es el carácter de ciertos tipos de actos, que son experimentados como actos
compartidos, y no sólo como actos individuales dotados de intencionalidad común. Es
como si, al mirarnos, realizáramos un mismo acto, caracterizado por su desinencia plural y
por su reciprocidad. No se trata de algo que haya pasado totalmente inadvertido a la filo-
sofía. Ya Aristóteles reconoció no sólo el nivel de lo que podríamos llamar la “empatía”,
cuando percibo al amigo “como una especie de uno mismo separado” (ὥσπερ αὐτὸς
διαιρετός)46. Aristóteles también señaló que, entre amigos, era posible compartir un mis-
mo sentir (συναισθάνεσθαι). No se trata de una simple metáfora, sino de algo que Aristó -
teles describe recurriendo a un término técnico de su propia filosofía, que es justamente el
término que usualmente ha sido traducido como “acto”. Según Aristóteles, hay algo que
puede llamarse con propiedad “el acto del co-sentir” (ἐνέργεια τῆς συναισθήσεως) 47. Es
interesante que Aristóteles haga estas observaciones en el marco de su análisis de la amis-
tad. En el mirarse, en el sentir en común, estamos precisamente en el ámbito de lo que
Searle llamaría “comunidad” como estrato radical de toda forma de vinculación social y
lingüística.
El planteamiento puede radicalizarse, para tratar de determinar qué es lo que suce-
de en el nivel mismo de los actos. Recordemos el ejemplo que nos ponía Edith Stein a pro-
pósito de la empatía: la mano ajena puesta sobre la mesa, y mi percepción de que la otra
persona está percibiendo la mesa, y percibiendo su propia mano al tocar la mesa. Es, por
así decirlo, la doble cara del tocar. Ahora imaginemos que, en lugar de tocar la mesa, la
otra mano toca mi mano. En este caso, lo que surge no es una mesa y la propia mano, sino
que lo que surgen son dos manos. Ciertamente, en todo tocar surge tanto la cosa tocada
como la propia mano que toca. Pero, al tocar otra mano, lo que surgen son dos cuerpos vi-
vos, en la comunidad de un solo tocar. No puedo analizar ese acto de tocar como un acto
solamente mío, que tuviera lugar, por así decirlo, “dentro” de mi subjetividad, mientras
que el acto del otro tendría lugar “dentro” de su subjetividad. Lo que tengo son dos cuer-
pos vivos, dos cuerpos personales, en los que tiene lugar el acto de tocar. El acto tiene lu-
gar en las manos. Y, siendo un acto mío, no es solamente un acto mío. El acto acontece
como un acto que no sólo es mío, sino que es compartido, de modo que tanto para la otra
persona como para mí, en un mismo acto, surgen dos manos. Es un solo acto, que es un
acto nuestro: nos tocamos las manos. Fijémonos que, frente a lo que Scheler nos decía, es-
tamos ante sensaciones corporales muy elementales. Y, sin embargo, estas sensaciones
pueden ser compartidas. No sólo puedo compartir ideas, o sentimientos morales. También
puedo compartir el humilde tocar, tal como sucede en los saludos a los que recurren mu-
chas culturas.

46
Cf. Aristóteles, Ética a Eudemo 1245 a 34-35.
47
Cf. Aristóteles, ibid., 1045 b 24.

25
Aquí tocamos el sentido más propio de lo que debe llamarse el “acontecer”. No se
trata exactamente del Ereignis heideggeriano, sino de algo más simple y radical, que acon-
tece en el nivel de los actos mismos. La filosofía de los actos, contra lo que Heidegger que-
ría, no es filosofía de la subjetividad, porque la subjetividad, como vimos, es algo distinto
de los actos. Si reservamos el término “ser” (o el término “realidad”) para lo que surge en
nuestros actos, podemos decir que los actos no tienen ser, ni realidad, porque no surgen.
Son el surgir de las cosas. Los actos no son, sino que acontecen. Y esta acontecer tiene su
expresión etimológicamente más propia en el “co-tocarse”. Precisamente de ahí es de don-
de proviene el castellano “acontecer”. Se trata de una confluencia de dos personas (ad,
cum) en la unidad de un solo acto de tocar (tingo), el cual tiene un carácter incoativo (-esce-
re), algo así como el “florecer” en castellano. El acontecer es, propiamente, un “co-tocar”,
el cual es, en definitiva, un acto compartido en el que surgen dos cuerpos. Y, precisamente
porque lo que surge son dos cuerpos, la unidad de acto no es indistinción de personas. Los
actos siguen siendo personales, y el carácter personal sigue estando vinculado a los cuer-
pos vivos que se tocan. Por eso, pudiendo tocar a la otra persona, pudiendo compartir un
mismo acto, sigue habiendo sin embargo dos personas distintas, y sigue habiendo en defi-
nitiva la alteridad radical que caracteriza a todo acto.

§ 10. Conclusión

Todo ello nos muestra que la filosofía es posible como ciencia estricta, por más que
en el caso de la ciencia primera, el sentido de la “ciencia” cobra unos matices muy preci-
sos, que hemos tratado de precisar aquí. La filosofía primera no es una ciencia teórica que
indague las estructuras profundas de lo que surge, sino una ciencia analítica del hecho pri-
mero del surgir. Este hecho, lejos de ser algo “subjetivo”, es un hecho accesible para cual-
quiera. Entre los seres humanos no sólo es posible captar el sentido de los actos ajenos,
sino que es incluso posible participar en actividades guiadas por una intencionalidad co-
mún, y es incluso posible compartir los propios actos, sin que por ello dejen de ser pro-
pios. Esto no significa, sin embargo, que la filosofía primera sea una ciencia positiva. Los
actos son hechos básicos e inmediatos, pero no son algo “puesto ahí delante” (positum) se-
gún el sistema de conceptos de una ciencia. La filosofía primera trata con algo que, siendo
inmediato, es al mismo tiempo invisible. Los actos no son algo que surge, sino el mismo
surgir. Ahora bien, lo que “define” al surgir es lo que surge, mientras que la filosofía pri-
mera tiene que tratar con el surgir mismo. Por eso su horizonte es “infinito”, y solamente
puede realizarse como una tarea abierta, progrediente y colectiva.
¿Cómo denominar a esta tarea? Por tratar de los actos, se podría hablar de “praxeo-
logía”. Tal vez este término tenga la ventaja de recordarnos la dimensión ineludiblemente
ética de la ciencia primera, tal como ya señalaba Husserl en las primeras líneas citadas al
comienzo de este trabajo. En los actos mismos, como puro surgir, hay un bien que está más
allá de la bondad de lo que surge. En cualquier caso, es importante señalar que hablar so -
bre la praxis no significa adscribirse a algún tipo de pragmatismo, pues los actos constitu-
yen por sí mismos una verdad primera, ajena a toda manipulación pragmática. La praxis

26
no es otra cosa que el término colectivo con el que se alude a todos los actos humanos, en
sus diversas configuraciones. Por eso, la filosofía de la praxis no implica ninguna conside-
ración prometeica de la subjetividad moderna, o de cierto tipo de actos “transformadores”
a diferencia de otros actos “contemplativos”. Los actos, digámoslo de nuevo, no son el su-
jeto de los mismos, y la praxis abarca todos los actos, del tipo que sea. También la teoría es
acto. Por eso no podemos reducir la praxis, como fue usual en la filosofía moderna, a aque-
llo que se opone a la teoría. Inversamente, tampoco podemos decir, como Aristóteles, que
la praxis propiamente dicha se refiera solamente a los actos que tienen su fin en sí mismos,
como la teoría o la danza, porque de este modo la producción no sería acto. La praxis in-
cluye todos los actos, y por eso se corresponde a lo que en algunos ámbitos fenomenológi-
cos se denomina “vida”. Obviamente, no se trata de la vida como objeto de la biología,
sino de los actos mismos como el surgir mismo que no surge, y que solamente puede ser
término de un análisis anterior a toda ciencia teórica.
También se podría decir que la praxis, al designar lo más inmediato a nosotros mis-
mos, se corresponde a lo que a veces se llama “existencia”. Ciertamente, el término “exis-
tencia” tiene la ventaja de recordarnos que nuestro interés se dirige a todo tipo de actos, y
por tanto a todas las dimensiones del ser humano. Sin embargo, es interesante observar
que la praxis, entendida como el conjunto de todos los actos humanos, es capaz de dar
cuenta de la raíz misma de muchas consideraciones “existenciales”, situándolas en un ni -
vel más elemental. Así, por ejemplo, el aspecto definitivo de la praxis no se relaciona pri -
meramente con el hecho de nuestra certeza de que vamos a morir. Antes de nuestra refle-
xión existencial sobre nuestro “ser para la muerte”, es posible ya detectar una dimensión
esencial de los actos. Todo acto, en la medida en que consiste en un surgir, está “definido”
por lo que surge. De este modo, en los actos mismos hay ya una finitud. Los actos son “fi-
nitos” en lo que surge. Y, siendo los actos tempóreos, su finitud es también una “definitivi -
dad”. Los actos son definitivos, y lo son en su modesta y elemental estructura de actos.
Mencionemos también otro ejemplo. A veces, en la filosofía existencial, se ha hablado de la
“caída”, retomando filosóficamente ciertos temas de la auto-comprensión cristiana. Pero
antes de cualquier consideración dramática sobre la existencia humana, podemos decir
que todo acto, precisamente porque termina en lo finito, puede ser medido, o reducido, a
eso en lo que termina. La praxis humana puede ser medida entonces simplemente por sus
resultados. El hombre puede ser reducido a los “frutos” de sus acciones. La persona puede
ser reducida a cosa. Ésta es la esencia de una “caída” que se puede comprender sencilla-
mente desde los elementos que hemos encontrado en el análisis de los actos como un sur-
gir.
Por tratar del surgir, podríamos recurrir también a la bárbara expresión de “hypar-
queología”. Al subrayar la perspectiva del surgir, se indica que la ciencia primera no tiene
como su tema propio ni el sujeto de la filosofía moderna, ni el ser del que trataron los clási-
cos. Esto no significa que no tenga sentido preguntarse por el sujeto, o por el ser. En reali -
dad, tanto el uno como el otro se anuncian ya en el mismo surgir. Por un lado, todo surgir
culmina en lo que surge, y por eso todo “acontecer” culmina en una “realidad”, o en un
“ser”. Por otro lado, el surgir tiene siempre unas desinencias personales, arraigadas en
nuestra corporeidad. Por eso, la filosofía primera es el arranque de “filosofías segundas”,

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tales como pueden ser una antropología del sujeto humano, una metafísica, o una ontolo-
gía. Sin embargo, la filosofía primera no se sitúa en una perspectiva ni en otra, sino justa -
mente en su momento de intersección, y en esto consiste precisamente su “posmoderni-
dad” o su “contemporaneidad”. Ahora bien, esta contemporaneidad fue abierta por la fe-
nomenología de Husserl desde el mismo momento en que la conciencia fue entendida
como intencionalidad. No es extraño que una ciencia, en sus inicios, no esté completamen-
te constituida ni desarrollada. Precisamente, como ciencia primera, es una tarea abierta
que ha de ser necesariamente continuada de una forma colectiva. Pero precisamente por
ello la “fenomenología” sigue siendo en cierto sentido el nombre propio de esta disciplina,
en la medida en que esa tarea colectiva ha ido posibilitando una mayor claridad, no sólo
sobre lo que aparece, sino también sobre el aparecer.

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