Durkheim aspira fundamentalmente a la elaboración de leyes que expresen las
regularidades y las relaciones causales halladas en los hechos sociales, para así poder predecir los cambios y controlar su evolución. Durkheim enfrenta la cuestión de la autonomía del Estado como un problema derivado. “Es indudable, en efecto, que, una vez que un poder de gobierno se establece, tiene, por sí mismo, bastante fuerza para unir espontáneamente, a ciertas reglas de conducta, una sanción penal. Es capaz, por su acción propia, de crear ciertos delitos o de agravar el valor criminológico de algunos otros. Están dirigidos contra alguno de los órganos directores de la vida social. La autonomía del Estado, entendida como la capacidad que tiene para crear reglas jurídicas no necesariamente segregadas en forma espontánea por las costumbres sociales, termina dependiendo de la relación que mantiene el Estado con la sociedad que lo sostiene. El Estado, guarda relación o absorbe los órganos que son de igual naturaleza a los suyos, es decir, que presiden la vida general. En cuanto a aquellos otros que rigen funciones especiales, como las económicas, están fuera de su esfera de atracción. Puede, sin duda, producirse entre ellos una coalescencia del mismo género, pero no entre ellos y el Estado, o, al menos, si están sometidos a la acción de los centros superiores, permanecen distintos. Políticamente es necesariamente regular, controlar, moderar, reglamentar la vida económica, pero no debe asumir él mismo funciones económicas, esto es, no debe dedicarse ni a la producción ni a la planificación ni a la implementación de reformas. Las reformas estatales que pretenden redistribuir la riqueza sólo alteran el funcionamiento “natural” de los mecanismos sociales y, además, no logran morigerar las desigualdades. El Estado debe prevenir la dispersión de “las ideas, los sentimientos y los intereses” e intervenir para asegurar “el cumplimiento habitual de todas las funciones de la economía” Por ende, el poder que adjudica Durkheim al Estado en la resolución de una crisis de este tipo es prácticamente nulo. En otros términos: sólo cuando ya está solucionada la crisis, cuando se han extendido los contactos entre las diferentes funciones y reina la cooperación, el Estado puede encontrar una reglamentación, a la que debe dotar de precisión y claridad. El poder del Estado, puedo deducir, consiste en transformar las costumbres, los hábitos y las reglas morales dispersas y oscuras en un corpus sistematizado, previsible y ordenado de reglas jurídicas, en aplicar a cada caso esas reglas de derecho y en sancionar la inobservancia de las mismas. El gobierno no puede a cada instante regular las condiciones de una economía cada vez más compleja y rica en detalles. La diversidad funcional supone una diversidad moral que nadie podría prevenir. Frente a esa diversidad, la acción estatal es de una excesiva generalidad, proporciona a los individuos una representación abstracta y vaga e intermitente que nada puede contra las impresiones vivas, concretas, que a cada instante despierta en cada uno de nosotros la actividad profesional propia. El análisis de la posición política concreta que asume ante los problemas del capitalismo confirma que Durkheim, a pesar de ciertas expresiones encontradas, está lejos de esperar del Estado la dirección del progreso social. Este progreso, dicho sea, es para él no sólo espontáneo sino gradual, pacífico y acotado a ciertos aspectos de las relaciones políticas.