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Epistemo(bio)política y animalidad1
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Publicado en Rita Novo (comp.), Michel Foucault. La insumisión reflexiva, Mar del Plata, EUDEM, 2014,
ISBN 9789871921263.
una misma disposición de los saberes: la mathesis universal como campo homogéneo de
representaciones ordenables. De acuerdo con este a priori histórico, la historia natural
ordenaba el conjunto de los seres en un sistema de nombres que designaban con exactitud
sus vecindades y diferencias. Sobre la trama de infinitas variaciones de la naturaleza, o
mejor dicho, sobre la representación total de esa trama que se postula continua, la historia
natural imprimía una cuadrícula en la que todos los individuos y todos los grupos,
conocidos o desconocidos, encontraban su lugar. En este contexto, “un animal o una planta
(…) es lo que no son los otros; no existe en sí mismo sino en la medida en que se
distingue” (145). Cada designación –y por lo tanto cada identidad– depende de la relación
diferencial que establece con las demás designaciones posibles.
La isomorfía entre el reino animal y el sistema de la lengua se mantuvo intacta hasta
que, a fines del siglo XVII, el problema de la vida desató el nudo entre delimitación y
denominación. Mientras los naturalistas hallaron el fundamento de la semejanza y el género
en una lengua bien hecha, es decir, en un uso concertado de los nombres, la vida no fue más
que una categoría de clasificación, una entre tantas otras, relativa como todas ellas al
criterio que se tuviera en cuenta –y según el cual lo vivo ocupaba estos o aquellos casilleros
de la taxonomía universal. Pero con el surgimiento de la anatomía comparada, las unidades
orgánicas adquirieron profundidad y espesor, y dejaron de hallar su identidad en el juego de
las representaciones para descubrirla en un principio de cohesión interna que las convirtió
en entidades organizadas o, valga la redundancia, en organismos vivos. En adelante, el
fundamento del sistema de la naturaleza pasó a depender de esta organización, que remite a
la vida misma, a las funciones esenciales y órganos primarios que la sostienen, esos resortes
ocultos por la envoltura de la piel que el bisturí comenzó a dejar a la vista.
Según Foucault, las leyes de racionalidad de la ruptura epistemológica no deben
buscarse en la succes storie metafísica de Lamarck.2 Visto en su profundidad arqueológica,
el progresismo de Lamarck no trastoca en ningún sentido el a priori de la ciencia de los
vivientes. Su creencia en la fuerza del movimiento es banal. Sin embargo, a la hora de
reflejar la concepción negativa de la historia que se deprende del pensamiento lamarckiano,
Foucault emplea exactamente los mismos términos que elige para describir la biopolítica:
“Con relación a él [el continuo], la historia no puede desempeñar más que un papel
negativo: cuenta y hace subsistir o descuida y deja desaparecer” (1993: 156. El subrayado
es mío). Como si la sustitución del derecho de sustracción −la facultad de apropiarse de los
bienes, los servicios, el tiempo y el cuerpo de sus súbditos−, por una gestión calculadora de
2
Cabe recordar que bajo una máscara transformadora, las intuiciones lamarckianas sobre el incesante
movimiento del universo reproducen la gradación continua sobre la que descansa el pensamiento clásico, ya
que suponen un perfeccionamiento progresivo de las especies en ininterrumpido cumplimiento de sí mismas.
Esta falsa plasticidad –tan cercana al modo prefijado en que progresan las mónadas de Leibniz, de las que no
puede decirse con rigor que verdaderamente cambian– concibe al devenir mediante el cual las especies se
transforman unas en otras como un cierto recorrido trazado sobre el cuadro de la naturaleza, en cuya trama
tanto las variables como la jerarquía que las ordena ya están instauradas. Desde los prototipos arcaicos,
simples y defectuosos, hasta el grado de complejidad suprema que alcanzan las especies terminales, todo está
previamente pautado si el continuo –como sostiene Lamarck– precede al tiempo y es su requisito.
los medios que aseguran, administran y potencian la vida, fuera lo que gestó la posibilidad
de reflexionar en forma positiva sobre eso que Lamarck no logró concebir más que
negativamente. De ser así, el tipo de poder que hizo posible la superación de tal obstáculo
epistemológico habría heredado de éste su formulación característica. La sociedad que
atraviesa su “umbral de modernidad biológica” es tanto la que abandona la noción de una
historia que hace subsistir o deja desaparecer, como aquella signada por un poder para
hacer vivir o dejar morir.3
A contrapelo de Lamarck y su grandiosa e imparable marcha de la vida hacia su más
alta perfección, Cuvier elabora una teoría fijista que introduce una discontinuidad radical en
la escala de los seres. Por un lado, esta discontinuidad quiebra el cuadro de la naturaleza y
causa una alteración irreparable en el saber “como modo de ser previo e indiviso entre el
sujeto que conoce y el objeto de conocimiento” (1993: 247). Por otro –pero en íntima
vinculación–, permite descubrir la historicidad propia de la vida ya no como la línea simple
de una sucesión probable, exterior a los seres, sino como modalidad fundamental de lo
vivo, como principio de desarrollo interior de todo lo viviente.4 Una de las consecuencias
cruciales de este hallazgo fue la modificación de los grandes valores imaginarios en el
dominio de la naturaleza. La historia natural jerarquizaba la categoría de los vegetales en
virtud de su estructura visiblemente diferenciada. El despliegue de todas sus partes hacen
de la planta un objeto trasparente para un pensamiento en cuadro, donde reina su imagen en
calma, pero desde que la vida es consagrada a la historia, se dibuja bajo la forma de la
animalidad:
3
Se ha repetido hasta el agotamiento que frente al antiguo poder absoluto y soberano de matar o dejar vivir,
Foucault caracteriza la biopolítica como el sabio poder de hacer vivir o dejar morir.
4
“Es inútil insistir aquí (…) sobre la manera en que la doble problemática de la vida y del hombre vino a
redistribuir el orden de la episteme clásica. Si la cuestión del hombre fue planteada –en su especificidad de ser
viviente y en su especificidad en relación con los seres vivientes–, debe buscarse la razón en el nuevo modo
de relación entre la historia y la vida: en esa doble posición de la vida que la pone en el exterior de la historia
como su entorno biológico y, a la vez, en el interior de la historicidad humana, penetrada por sus técnicas de
saber y de poder. Es igualmente inútil insistir sobre la proliferación de las tecnologías políticas, que a partir de
allí van a invadir (…) el espacio entero de la existencia”. (1997: 173-174)
orgánicas de manera incesante. Estas sustancias inorgánicas, así como las sustancias
orgánicas muertas, ingresan a los cuerpos vivos, con los que se combinan, determinándolos
y siendo determinadas por ellos. Por otra parte, el animal es sede de la transformación
inversa cuando la corrupción de la muerte devuelve al polvo sin vida sus grandes
arquitecturas funcionales. La muerte –que acecha a lo vivo por todas partes– “lo amenaza
también desde el interior, pues sólo el organismo puede morir y la muerte sorprende a los
vivientes desde el fondo de su vida” (1993: 271-272). El animal es portador de esa muerte
con la que lucha fieramente pero contra la cual al final perderá la batalla. Pertenece a su
naturaleza misma el encerrar dentro de sí un germen de contranaturaleza, una avidez
lujuriosa, insaciable en su círculo ciego de destrucción. El cuerpo de los animales se torna
recipiente de esa naturaleza derrochadora sin medida, indiferente sin medida, exenta de
piedad, de justicia y de miramientos, que Nietzsche describe a lo largo de toda su obra y
por cuyos poderes inquietantes Foucault asimila las Lecciones de anatomía comparada a
Las 120 jornadas de Sodoma (1993: 272).
La equivalencia simbólica entre Sade y Cuvier ya había sido insinuada con
anterioridad en un capítulo de la Historia de la locura. Foucault señala que para la
mentalidad clásica, así como la muerte es el límite temporal de la vida humana, la locura es
su límite inferior: el loco es el que recorre la curva completa de la caída hasta llegar al
arrebato animal. Por eso, durante los siglos XVII y XVIII, los esfuerzos por desarrollar una
zoología positiva convivieron con una fauna temible y fabulosa que prestó sus mil rostros al
bestiario de la demencia. “Los insensatos” describe el imaginario animal de la época clásica
–esa frontera en la que hombre y animal se encuentran– como un paisaje lleno de
maravillas amenazantes. Lejos de representar una positividad natural en la que insertarse, el
hombre debe ser extirpado de ese espacio infernal que remite al furor desatado, y
convertirse en su término contrario. El hecho de que el hombre occidental haya vivido dos
mil años sobre su definición de animal razonable no supone el reconocimiento de un orden
común que abarca razón y animalidad, sino la manera en la que el hombre se distancia de la
sinrazón de la naturaleza. Puesto que para la conciencia clásica la razón nace de la ética y
no a la inversa, “la separación razón-sinrazón se realiza como una opción decisiva donde se
trata de la voluntad más esencial, y quizá la más responsable del sujeto” (1990: 220). Esta
valoración ética de la racionalidad es la causa de que a principios del siglo XIX se haya
dejado morir a Sade en el nosocomio de Charenton. Sade no estaba loco en sentido estricto,
su insensatez no involucraba una perturbación de la razón sino un desafío a la buena
conciencia clásica. En los textos de Sade, el deseo sin ley ni ataduras convoca esa rabia
despiadada que envuelve a todas las formas de existencia. Por confirmar que la naturaleza
sólo sabe ser mala y que la vida desplegada en total libertad no puede separarse de la
muerte, Las 120 jornadas de Sodoma son perfectamente equiparables con las Lecciones de
anatomía comparada.
Sin embargo, ni la representación de un placer enardecido por el sufrimiento, ni las
descripciones más escatológicas –en el doble sentido del término– condenaron a Sade, sino
el hecho de que su obra era el testimonio intolerable de otro escándalo mayor: el de la
condición humana. En tanto que ésta tiene a la sinrazón como origen de toda racionalidad,
es ilícito hablar de una naturaleza humana porque la humanidad no es la circunstancia
irrecusable del hombre sino un estatuto que adquiere en forma condicional. La época
clásica no explicaba los fenómenos de la locura sobre la base de un determinismo natural
sino refiriéndola a una libertad contemporánea de la razón, pero dado que la decisión es el
movimiento constitutivo del intelecto, la elección fundamental se realiza como su apuesta
necesaria, como prerrequisito de su libre ejercicio y a la vez como primera elección del
mismo, ejecutada sobre el fondo de un inconmensurable peligro conjurado. La locura
supone la elección opuesta, la deliberada revocación de la razón; una decisión contranatura
o inhumana, tomada libremente en pos de la libertad absoluta. Según Foucault, lo que la
locura evidencia, entonces, no es el monstruo interior sino la bestialidad ajena de la que el
hombre se ha eximido: “La animalidad que se manifiesta rabiosamente en la locura, despoja
al hombre de todo aquello que puede tener de humano (…) para colocarlo en el grado cero
de su propia naturaleza” (1990: 235). Igual que Sade, la animalidad de la locura expresa la
inmoralidad de lo irrazonable, la vergüenza de lo inhumano.
Por su relación oscura con el mal y el peligro que suponen –riesgo moral antes que
físico–, los locos eran tratados en hospitales donde las cerraduras, las rejas y las cadenas
eran las principales terapéuticas. Tales prácticas de confinamiento, más cercanas a la doma
que a la cura, no hacían más que exaltar la imagen del animal en el perturbado. Si la
internación de los locos en “establos humanos” es el castigo que merecen por haber
renunciado a su raciocinio, por haber denegado la facultad del entendimiento a favor de una
animalidad furiosa, los aspectos más terribles de su salvajismo –no el de los extraviados
sino el de las prácticas que los reducen– no se dirigen contra ellos sino, en ellos, contra esa
bestialidad de la que el hombre pretende haberse emancipado, y en última instancia, contra
los mismos animales. Seguramente fue esto lo que motivó la propuesta de reescritura que
sugirió de Fontenay. Leído como pretende de Fontenay el prefacio a la primera edición de
la Historia de la locura –que luego Foucault excluyó de las ediciones siguientes– insinúa
que el animal fue la víctima principal del saber taxonómico, el prisionero que en primera
instancia urgía liberar de la “reja de las denominaciones”:
No he querido hacer la historia de ese lenguaje sino más bien la arqueología de ese
silencio. (…) Se podría hacer una historia de los límites –de estos gestos oscuros,
necesariamente olvidados una vez cumplidos, por los cuáles una cultura rechaza algo
que será para ella el Exterior [Extérieur]–; y a lo largo de su historia, este vacío
abierto, este espacio blanco mediante el que se aísla la designa tanto como sus valores.
Pues sus valores los recibe y los mantiene (…) pero en esta región de la que queremos
hablar, ejerce sus elecciones esenciales, hace la partición que le da el rostro de su
positividad; ahí se encuentra el espesor originario en el que se forma. Preguntar a una
cultura por sus experiencias límites es interrogarla (…) acerca de un desgarro que es
como el nacimiento mismo de su historia. (1990: 122-123)
En relación con la vida, los seres no son más que figuras transitorias y el ser que ellos
mantienen, durante el episodio de su existencia, no es más que su presunción, su
voluntad de subsistir. A tal grado que, para el conocimiento, el ser de las cosas es
ilusión, velo que hay que rasgar para volver a encontrar la violencia muda e invisible
que las devora en la noche. La ontología del anonadamiento de los seres vale pues
como critica del conocimiento; pero no se trata tanto de fundamentar el fenómeno, de
decir a la vez su límite y su ley, de relacionarlo con la finitud que lo hace posible,
cuanto de disiparlo y de destruirlo como la vida misma destruye los seres: porque todo
su ser no es más que apariencia. (1993: 273).
Al rastrear esta serie de cortes y sustituciones Foucault detecta y enfatiza la manera
en que ciertos conceptos del discurso científico provocaron el cuestionamiento crítico del
conocimiento filosófico, considerado hasta entonces básicamente como antropología. El
despertar del sueño antropológico no dejará ningún vacío sino que, por lo contrario, abrirá
un espacio en el que por fin será posible pensar de nuevo: “El fin del hombre es el retorno
al comienzo de la filosofía” –afirma (1993: 332). Para Foucault, el fin del hombre como
realidad espesa y primera de cualquier conocimiento representa el amanecer de un
pensamiento nuevo. Una ontología salvaje, capaz de velar otros sueños: el de la monstruosa
inocencia de los animales y el de la posibilidad nietzscheana del filósofo loco.
Como plantea Esposito en Tercera persona, el pensamiento de Foucault es un
pensamiento de lo impersonal, de lo transindividual, de la vida que obstruye y desplaza –no
en forma completa pero sí constante– todos los procesos de subjetivación (192 y ss.). Si la
arqueología (…) manifiesta cómo una sucesión de acontecimientos puede convertirse en
objeto de discurso y, en el mismo orden en que se presenta, además de ser registrada,
descrita y explicada, también ofrece la ocasión de hacer una elección teórica (Foucault
2001: 280), en el pensamiento foucaultiano esa decisión representa una apuesta política por
un afuera que el poder no consigue ni capturar ni fijar, un afuera en el que sin dudas se
inscribe el murmullo anónimo de lo animal y de los animales.
Bibliografía