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Resumen Administrativo I Control de Lectura: Gabriel Bocksang Hola | Sebastián Videla Aspe

RESUMEN TEXTOS ADMINISTRATIVO I: CONTROL


LA ETICA NICOMÁQUEA, ARISTÓTELES
LIBRO V: EXAMEN DE LAS VIRTUDES ÉTICAS
I. NATURALEZA DE LA JUSTICIA Y DE LA INJUSTICIA.
Todos los hombres, cuando hablan de la justicia, creen que es un modo de ser por lo cual uno está dispuesto
a practicar lo que es justo, a obrar justamente y a querer lo justo; y de la misma manera, respecto de la
injusticia, creen que es un modo de ser por el cual obran injustamente y quieren lo injusto.
Ahora bien, parece que la justicia y la injusticia tienen varios significados, pero por ser estos próximos, su
homonimia pasa inadvertida y no es tan clara como en los casos en los cuales el sentido está alejado.
Vamos a considerar los diversos sentidos de la palabra “injusto”. Parece que es injusto el transgresor de la
ley, pero lo es también el codicioso y el que no es equitativo; luego es evidente que el justo será el que
observa la ley y también el equitativo. De ahí que lo justo sea lo legal y lo equitativo, y lo injusto, lo ilegal
y lo no equitativo.
Puesto que el transgresor de la ley era injusto y el legal justo, es evidente que todo lo legal es, en cierto
modo, justo, pues lo establecido por la legislación es legal y cada una de estas disposiciones decimos que
es justa. Pero las leyes se ocupan de todas las materias, apuntando al interés común de todos o de los mejores,
o de los que tienen autoridad, o a alguna otra cosa semejante; de modo que, en un sentido, llamamos justo
a lo que produce o preserva la felicidad o sus elementos para la comunidad política. E igualmente, la ley
designa lo que es propio de las demás virtudes y formas de maldad, mandando lo uno y prohibiendo lo otro,
rectamente cuando la ley está bien establecida, y peor cuando ha sido arbitrariamente establecida. Esta clase
de justicia (Justicia Política) es la virtud cabal, pero con relación a otra persona y no absolutamente
hablando. A causa de esto, muchas veces, la justicia parece la más excelente de las virtudes. Es la virtud en
el más cabal sentido, porque es la práctica de la virtud perfecta, y es perfecta, porque el que la posee puede
hacer uso de la virtud con los otros y no solo consigo mismo.
Por la misma razón, la justicia es la única, entre las virtudes, que parece referirse al bien ajeno, porque afecta
a los otros; hace lo que conviene a otro, sea gobernante o compañero. El peor de los hombres es, pues, el
que usa de maldad consigo mismo y sus compañeros; el mejor, no el que usa de virtud para consigo mismo,
sino para con otro; porque esto es una tarea difícil. Esta clase de justicia, entonces, no es una parte de la
virtud, sino la virtud entera, y la injusticia contraria no es una parte del vicio, sino el vicio total.
1. Justicia Universal o Política: En este sentido, llamamos justo a lo que es de índole para producir y
preservar la felicidad y sus elementos para la comunidad política. Por ello esta clase de justicia es la virtud
perfecta y, por eso, muchas veces la justicia parece la más excelente de las virtudes. Esta existe entre
personas que participan de una vida común, personas libres e iguales, ya proporcional ya aritméticamente.
De modo que entre los que no están en estas condiciones no puede haber justicia política de los unos respecto
de los otros, sino sólo justicia en cierto sentido y por analogía. Hay justicia para aquellos cuyas relaciones
están reguladas por una ley, y hay ley entre quienes se da la injusticia, porque la justicia del juicio es el
discernimiento entre lo justo y lo injusto.
La justicia política se divide en natural y legal:
1) Justicia Natural: La que tiene en todas partes las misma fuerza, independientemente de lo que
parezca o no

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2) Justicia Legal: La que considera las acciones en su origen indiferentes, pero que cesan de serlo una
vez ha sido establecida, por ejemplo, que el rescate sea de una mina o que deba sacrificarse una
cabra y no dos ovejas, y todas las leyes para casos particulares.
Ahora, toda justicia es variable, tanto la justicia natural como la legal o convencional. La justicia fundada
en la convención y en la utilidad es semejante a las medidas, de modo que las cosas que son justas no por
naturaleza, sino por convenio humano, no son las mismas en todas partes.
Cada una de las cosas justas y legales es como lo universal respecto de lo particular: hay una diferencia
entre el acto injusto y lo injusto, y el acto justo y lo justo. Lo injusto lo es por naturaleza o por disposición,
y eso mismo, cuando se realiza, es acto injusto, pero antes de ser realizado, aun no lo es, sino solo injusto.
Y lo mismo el acto justo.
2. Justicia Particular: A diferencia de la justicia universal o política que se refiere a todo cuanto interesa
al hombre virtuoso, existe otra justicia particular que forma parte de la total. Un indicio de su existencia es
el hecho de que el que practica los otros vicios es injusto, pero no codicia nada; y, cuando se codicia, no se
actúa, muchas veces, de acuerdo con ninguno de estos vicios, ni tampoco de todos ellos, sino guiado por
cierta maldad e injusticia.
De suerte que es evidente que, al lado de la injusticia total, hay una parcial sinónima de ella, pues su
definición está dentro del mismo género; ambas, pues, tienen la fuerza de ser definitivas con relación al
prójimo, pero una tiene por objeto el honor o el dinero o la seguridad o algo que incluya todo esto, y tiene
por móvil el placer que procede de la ganancia, mientras que la otra se refiere a todo cuanto interesa al
hombre virtuoso.
1) Justicia Distributiva: Aquella que se aplica en la distribución de honores, dinero o cualquier cosa
compartida entre los miembros de una comunidad. Lo justo en las distribuciones debe consistir en
la conformidad con determinados méritos.
Puesto que el injusto es desigual y lo injusto es desigual, es evidente que existe un término medio
de lo desigual, y este es lo igual, porque en toda acción en la que existe lo más y lo menos se da
también lo igual. Así pues, si lo injusto es desigual, lo justo es igual. Y puesto que lo igual es un
término medio, lo justo será también un término medio. Ahora, lo justo será un término medio e
igual en relación con algo y con algunos. Como término medio, lo será de unos extremos (es decir,
de lo más y lo menos); como igual, respecto de los términos, y como justo, en relación con ciertas
personas. Por tanto, lo justo deberá requerir, por lo menos, cuatro términos: pues, aquellos para
quienes es justo son dos, y las cosas en las que reside también son dos. Y la igualdad será la misma
en las personas y en las cosas, pues la relación de unas y otras es la misma; en efecto, si no son
iguales, no tendrán partes iguales.
Lo justo, entonces, es una especie de proporción. La proporción es una igualdad de razones y
requiere, por lo menos, cuatro términos. También lo justo requiere, por lo menos, cuatro términos
y la razón es la misma, pues son divididos de la misma manera, como personas y como cosas. De
acuerdo con ello, lo que el termino A es al B, así lo será el C al D, y viceversa, lo que el A es al C,
así el B al D, de modo que el total (A + C) será referido al total (B + D).
Lo justo, entonces, es la proporción, y lo injusto lo que va contra la proporción. Un término es
mayor y otro menor, como ocurre también en la práctica; pues el que comete la injusticia tiene una
porción excesiva de bien y el que la padece, demasiado pequeña. Tratándose de lo malo ocurre al
revés, pues el mal menor, comparado con el mayor, se considera un bien, ya que el mal menor se
prefiere al mayor, y lo preferible es un bien, y cuanto más preferible, mayor.

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2) Justicia Correctiva: Aquella que establece los tratos en las relaciones entre individuos. Tiene dos
partes:
a. Según si los tratos son voluntarios: Es decir, inician voluntariamente como la
compraventa.
b. Según si los tratos son involuntarios: Tenemos:
i. Los Clandestinos: Como el hurto, adulterio, envenenamiento, etc.
ii. Los Violentos: Como el ultraje, el encarcelamiento, homicidio, robo, etc.
En las relaciones entre individuos, lo justo es, sin duda, una igualdad y lo injusto una desigualdad,
pero no según la proporción, sino según la aritmética.
En este caso la ley solo mira a la naturaleza del daño y trata ambas partes como iguales, al que
comete la injusticia y al que la sufre, al que perjudica y al perjudicado. De suerte que el juez intenta
igualar esta clase de injusticia, que es una desigualdad; así, cuando uno recibe y el otro da un golpe,
o uno mata y otro muere, el sufrimiento y la acción se reparten desigualmente, pero el juez procura
igualarlos con el castigo quitando de la ganancia. De suerte que lo igual es un término medio entre
lo más y lo menos, y la ganancia y la perdida son más y menos en sentido contrario, porque la
ganancia es el bien mayor o el mal menor, y la perdida lo contrario. La justicia correctiva será el
término medio entre la perdida y la ganancia.
De modo que lo justo es un término medio entre una especie de ganancia y de perdida en los cambios
no voluntarios y consiste en tener lo mismo antes que después.
3) Justicia Conmutativa: Por su parte, la reciprocidad se conforma ni a la justicia distributiva ni a la
correctiva, y es que en las asociaciones que tienen por fin el cambio es esta clase de justicia la que
mantiene unidos a los hombres en una especie de reciprocidad proporcional y no igual. Porque
devolviendo proporcionalmente lo que se recibe es como la ciudad se mantiene unida.
Lo que produce la retribución proporcionada es el cruce de relaciones. Sea A un arquitecto, B un
zapatero, C una casa y D un par de sandalias. El arquitecto tiene que recibir del zapatero lo que éste
hace y compartir a su vez con él su propia obra; si, pues, existe la igualdad proporcionada y después
se produce la reciprocidad, tendremos lo que decimos. Si no, no habrá igualdad y el acuerdo no será
posible; porque nada puede impedir que el trabajo de uno valga más que el del otro; es, por
consiguiente, necesario igualarlos. Y esto viene hacerlo la moneda, que es en cierto modo algo
intermedio porque todo lo mide, de suerte que mide también el exceso y el defecto: cuántos pares
de sandalias equivalen a una casa.
Habrá, por tanto, reciprocidad cuando la igualación en el cambio llegue a ser tal que el arquitecto
sea al zapatero como el producto del zapatero al del arquitecto.
3. Justicia y Responsabilidad: Siendo las acciones justas e injustas, se realiza un acto justo o injusto cuando
esas acciones se hacen voluntariamente; pero cuando se hacen involuntariamente no se actúa ni justa ni
injustamente excepto por accidente, pues entonces se hace algo que resulta accidentalmente justo o injusto.
De suerte que la cosa injusta no llegara a ser acción injusta, si no se le añade lo voluntario. Aristóteles llama
voluntario a lo que se hace uno estando en su poder hacerlo y sabiendo, y no ignorando, a quien, con qué, y
para que lo hace, y todo ello no por accidente ni por fuerza.
De los actos voluntarios, unos los realizamos con intención y otros sin ella; con intención, cuando son objeto
de una previa deliberación; sin intención, cuando no van precedidos de deliberación. Pues bien, siendo de
tres clases los daños que pueden producirse en las relaciones humanas, los que se hacen:
1) Por ignorancia: Son errores.
2) De modo imprevisible: Son infortunios.
3) De modo previsible, pero sin malicia: Son errores.

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4) Cuando uno actúa a sabiendas, pero sin previa deliberación: Se comete injusticia.
Cuando los hombres cometen estos daños y equivocaciones, obran injustamente y son injusticias, pero no
por ello los autores son injustos ni malos, porque el daño no tiene por causa la maldad; pero cuando actúan
con intención son injustos y malos.
Si el daño se produce con intención, se obra injustamente, y es en virtud de estas injusticias por lo que el
que obra injustamente es injusto, siempre que viole la proporción o la igualdad. Igualmente, un hombre es
justo cuando actúa justamente por elección, y obra justamente si solo obra voluntariamente. De los actos
involuntarios, unos son perdonables y otros no.
4. Voluntariedad e Involuntariedad en la Justicia y en la Injusticia: Si el actuar injustamente radica,
absolutamente, en hacer daño voluntariamente a alguien, sabiendo a quien, con qué y cómo se hace el daño,
y el incontinente se hace daño voluntariamente a sí mismo, entonces podría ser tratado con injusticia
voluntariamente, si es capaz de tratarse a sí mismo injustamente. Pero esto es, a su vez, otro de los
problemas, a saber, si es posible que uno se trate injustamente a sí mismo. Además, uno, por incontinencia,
puede voluntariamente dejarse hacer daño por otro, de modo que es posible recibir un trato injusto
voluntariamente.
Sin duda, uno puede ser dañado y sufrir injusticias voluntariamente, pero nadie es objeto de un trato injusto
voluntariamente, porque nadie lo quiere, ni el incontinente, sino que obra contra su voluntad. En efecto
nadie quiere lo que no cree bueno, y el incontinente hace lo que sabe que no debe hacerse. Es evidente, pues,
que el ser tratado injustamente no es voluntario.
Por ello el que actúa injustamente no es el que se halla en posesión de lo injusto, sino el que voluntariamente
hace tal cosa, es decir, aquel de quien procede el principio de la acción, lo cual radica en el que distribuye
y no en el que recibe.
5. La Injusticia contra uno mismo: En general, la cuestión de si uno puede cometer injusticias contra sí
mismo, se resuelve con la distinción establecida a propósito de ser tratado con injusticia voluntariamente.
Metafóricamente, y por semejanza, existe, pues, una justicia, no de uno consigo mismo, sino entre ciertas
partes de uno mismo; y no una justicia cualquiera, sino la propia del amo y el siervo, o del esposo y la
esposa, pues en estos mismos términos se distingue la parte racional del alma de la irracional; y es,
ciertamente, al atender a estas partes, cuando parece que es posible la injusticia con uno mismo, pues estas
partes pueden sufrir algo contra sus propios deseos de suerte que también cabe una cierta justicia recíproca
entre ellas.
II. LA EQUIDAD.
Lo equitativo, si bien es mejor que una cierta clase de justicia, es justo, y no es mejor que lo justo, como si
se tratara de otro género. Así, lo justo y lo equitativo son lo mismo, y aunque ambos son buenos, es mejor
lo equitativo. Lo que ocasiona la dificultad es que lo equitativo, si bien es justo, no lo es de acuerdo con la
ley, sino como una corrección de la justicia legal. La causa de ello es que toda ley es universal y que hay
casos en los que no es posible tratar las cosas rectamente de un modo universal.
Por tanto, cuando la ley presenta un caso universal y sobrevienen circunstancias que quedan fuera de la
formula universal, entonces está bien, en la medida en que el legislador omite y yerra al simplificar, el que
se corrija esta omisión, pues el mismo legislador habría hecho esta corrección si hubiera estado presente y
habría legislado así si lo hubiera conocido. Por eso lo equitativo es justo y mejor que cierta clase de justicia,

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no que la justicia absoluta, pero si mejor que el error que surge de su carácter absoluto. Y tal es la naturaleza
de lo equitativo: una corrección de la ley en la medida en que su universalidad la deja incompleta.
Así, podemos definir al hombre equitativo como: “aquel que elige y practica cosas justas, y aquel que,
apartándose de la estricta justicia y de sus peores rigores, sabe ceder, aunque tiene la ley de su lado”.

EL CRITON, PLATÓN
En primer lugar, Sócrates señala que la justicia o injusticia no es definida por la mayoría. En ese sentido,
señala que no es importante lo que piense la mayoría sino que lo que diga aquel que entiende sobre las cosas
justas e injustas, aunque sea uno solo, y de lo que la verdad misma diga.
En segundo lugar, señala que el que recibe injusticia no debe por ello responder con la injusticia, como cree
la mayoría, puesto que de ningún modo se debe cometer injusticia. En ese sentido, Sócrates señala que, si
él voluntariamente consintió en obedecer las leyes de Atenas toda su vida, aun cuando a él lo hayan tratado
injustamente, no por ello debe responder dicha injusticia con otra injusticia, como lo haría huyendo, porque
con ello violaría los acuerdos y los pactos que este tenía con las leyes y las destruiría.

ENCÍCLICA CENTESIMUS ANNUS, SS. JUAN PABLO II


RASGOS CARACTERÍSTICOS DE LA RERUM NOVARUM
A finales del siglo pasado la Iglesia se encontró ante un proceso histórico, presente ya desde hacía tiempo,
pero que alcanzaba entonces su punto álgido. Resultado de todos estos cambios había sido, en el campo
político, una nueva concepción de la sociedad, del Estado y, como consecuencia, de la autoridad.
Había aparecido una nueva forma de propiedad, el capital, y una nueva forma de trabajo, el trabajo
asalariado, caracterizado por gravosos ritmos de producción, sin la debida consideración para con el sexo,
la edad o la situación familiar, y determinado únicamente por la eficiencia con vistas al incremento de los
beneficios.
El trabajo se convertía de este modo en mercancía, cuyo precio era regulado por la ley de la oferta y la
demanda. Además, el trabajador ni siquiera tenía la seguridad de llegar a vender la propia mercancía, al
estar continuamente amenazado por el desempleo.
Consecuencia de esta transformación era la división de la sociedad en dos clases separadas por un abismo
profundo.
En el momento culminante de esta contraposición, cuando ya se veía claramente la gravísima injusticia de
la realidad social, que se daba en muchas partes, y el peligro de una revolución favorecida por las
concepciones llamadas entonces “socialistas”, León XIII intervino con un documento que afrontaba de
manera orgánica la “cuestión social”.
Las “cosas nuevas”, que el Papa tenía ante sí, no eran ni mucho menos positivas todas ellas. En efecto, los
adelantos de la industria y de las profesiones; el cambio operado en las relaciones mutuas entre patronos y
obreros; la acumulación de las riquezas en manos de unos pocos y la pobreza de la inmensa mayoría; la
mayor confianza de los obreros en sí mismos y la más estrecha cohesión entre ellos, juntamente con la
relajación moral, han determinado el planteamiento del conflicto. Se trataba del conflicto entre el capital y
el trabajo.
Frente a ello, el Papa sintió el deber de intervenir. Su intención era la restablecer la paz, la cual se edifica
sobre el fundamento de la justicia. De esta manera León XIII establecía un paradigma permanente para la

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Iglesia. En sus tiempos, semejante concepción del derecho-deber de la Iglesia estaba muy lejos de ser
admitido comúnmente. Prevalecía una doble tendencia: una, orientada hacia este mundo y esta vida, a la
que debía permanecer extraña la fe; la otra, dirigida hacia una salvación puramente ultraterrena, pero que
no iluminaba ni orientaba su presencia en la tierra. Lo que hace el Papa es darle a la Iglesia la labor de
enseñar y difundir la doctrina social que pertenece a su misión evangelizadora y forma parte esencial del
mensaje cristiano, ya que esta doctrina expone sus consecuencias directas en la vida de la sociedad y
encuadra incluso el trabajo continuo y las luchas por la justicia en el testimonio a Cristo Salvador.
Con el propósito de esclarecer el conflicto que se había creado entre capital y trabajo, León XIII defendía
los derechos fundamentales de los trabajadores. De ahí que la clave de lectura del texto leonino sea la
dignidad del trabajador en cuanto tal, y por esto mismo, la dignidad del trabajo, definido como “la
actividad ordenada a proveer a las necesidades de la vida, y en concreto a su conservación”. El Pontífice
califica el trabajo como “personal”, ya que la fuerza activa es inherente a la persona y totalmente propia de
quien la desarrolla y en cuyo beneficio ha sido dada. Al mismo tiempo, el trabajo tiene una vocación social,
por su íntima relación bien sea con la familia, bien sea con el bien común.
Otro principio importante es sin duda el del derecho a la propiedad privada. Sin embargo, el Papa es
consciente de que la propiedad privada no es un valor absoluto, sino que se debe complementar con el
destino universal de los bienes de la tierra. Esta tutela de la propiedad privada se debe al derecho a poseer
lo necesario para el desarrollo personal y el de la propia familia.
En relación con el derecho de propiedad, la encíclica de León XIII afirma también otros derechos, como
propios e inalienables de la persona humana:

1) El derecho a crear asociaciones profesionales de empresarios y obreros, o de obreros


solamente: Esta es la razón por la cual la Iglesia defiende y aprueba la creación de los sindicatos.
2) El derecho a la limitación de las horas de trabajo.
3) El derecho al legítimo descanso.
4) El derecho a un trato diverso a los niños y a las mujeres en lo relativo al tipo de trabajo y a la
duración del mismo.
5) El derecho al salario justo: Este no puede dejarse al libre acuerdo entre las partes, ya que, según
eso, pagado el salario convenido, parece como si el patrono hubiera cumplido ya con su deber y no
debiera nada más. Si el trabajo, en cuanto es personal, pertenece a la disponibilidad que cada uno
posee de las propias facultades y energías, en cuanto es necesario está regulado por la grave
obligación que tiene cada uno de conservar su vida; de ahí la necesaria consecuencia –concluye el
Papa- del derecho a buscarse cuanto sirve al sustento de la vida, cosa que para la gente pobre se
reduce al salario ganado con su propio trabajo. El salario debe ser, pues, suficiente para el sustento
del obrero y de su familia. Si el trabajador, obligado por la necesidad o acosado por el miedo a un
mal mayor, acepta, aun no queriéndola, una condición más dura, porque se la imponen el patrono o
el empresario, esto es ciertamente soportar una violencia, contra la cual clama la justicia.
El Papa atribuía a la autoridad pública el deber estricto de prestar la debida atención al bienestar de
los trabajadores, porque lo contrario sería ofender a la justicia; es más, no dudaba en hablar de
justicia distributiva.
6) El derecho a cumplir libremente los propios deberes religiosos: Él ratifica la necesidad del
descanso festivo, para que el hombre eleve su pensamiento hacia los bienes de arriba y rinda el culto
debido a la majestad divina. Este es el germen del principio del derecho a la libertad religiosa,
protegido por la Iglesia.

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La Rerum Novarum critica los dos sistemas sociales y económicos: el socialismo y el liberalismo. Al
primero está dedicada la parte inicial, en la cual se reafirma el derecho a la propiedad privada; al segundo
no se le dedica una sección especial, sino que se le reservan críticas, a la hora de afrontar el tema de los
deberes del Estado, el cual no puede limitarse a favorecer a una parte de los ciudadanos, esto es, a la rica y
prospera, y descuidar a la otra, que representa indudablemente la gran mayoría del cuerpo social; de lo
contrario se viola la justicia, que manda dar a cada uno lo suyo. Sin embargo, en la tutela de estos derechos
de los individuos, se debe tener especial consideración para con los débiles y pobres.
Los individuos, cuanto más indefensos están en una sociedad, tanto más necesitan el apoyo y el cuidado de
los demás, en particular, la intervención de la autoridad pública. De esta manera el principio que llamamos
de solidaridad, se demuestra como uno de los principios básicos de la concepción cristiana de la
organización social y política.
No hay que pensar que, según el Papa, toda solución de la cuestión social deba provenir del Estado. Al
contrario, él insiste varias veces sobre los necesarios límites de la intervención del Estado y sobre su carácter
instrumental, ya que el individuo, la familia y la sociedad son anteriores a él y el Estado mismo existe para
tutelar los derechos de aquel y de estas, y no para sofocarlos.
HACIA LAS “COSAS NUEVAS” DE HOY
El Papa Juan Pablo II añade que el error fundamental del socialismo es de carácter antropológico. Considera
a todo hombre como un simple elemento y una molécula del ordenamiento social, de manera que el bien del
individuo se subordina al funcionamiento del mecanismo económico-social. Por otra parte, considera que
este mismo bien puede ser alcanzado al margen de su opción autónoma, de su responsabilidad asumida,
única y exclusiva, ante el bien o el mal. El hombre queda reducido así a una serie de relaciones sociales,
desapareciendo el concepto de persona como sujeto autónomo de decisión moral, que es quien edifica el
orden social, mediante tal decisión. El hombre, en efecto, cuando carece de algo que pueda llamar suyo y
no tiene posibilidad de ganar para vivir por su propia iniciativa, pasa a depender de la maquina social y de
quienes la controlan, lo cual le crea dificultades mayores para reconocer su dignidad de persona y entorpece
su camino para la constitución de una autentica comunidad humana.
Según la Rerum Novarum y la doctrina social de la Iglesia, la socialidad del hombre no se agota en el Estado,
sino que se realiza en diversos grupos intermedios, los cuales, como provienen de la misma naturaleza
humana, tienen su propia autonomía. Es a esto a lo que el Papa llama “subjetividad de la sociedad” la cual,
junto con la subjetividad del individuo, ha sido anulada por el socialismo real. Según el Papa esto se debe
al ateísmo.
Lo que se condena en la lucha de clases es la idea de un conflicto que no está limitado por consideraciones
de carácter ético o jurídico, que se niega a respetar la dignidad de la persona en el otro y por tanto en sí
mismo, que excluye, en definitiva, un acuerdo razonable y persigue no ya el bien general de la sociedad,
sino más bien un interés de parte que suplanta al bien común y aspira a destruir lo que se le opone. Se trata
de presentar de nuevo la doctrina de la guerra total. La lucha de clases en sentido marxista y el militarismo
tienen, pues, las mismas raíces: el ateísmo y el desprecio de la persona humana.
La Rerum Novarum se opone a la estatalización de los medios de producción, que reduciría a todo ciudadano
a una pieza en el engranaje de la maquina estatal. Existe ciertamente una legítima esfera de autonomía de la
actividad económica, donde no debe intervenir el Estado. A este, sin embargo, le corresponde determinar el
marco jurídico dentro del cual se desarrollan las relaciones económicas y salvaguardad así las condiciones
fundamentales de una economía libre.

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Para conseguir estos fines el Estado debe participar directa o indirectamente. Indirectamente y según el
Principio de Subsidiariedad, creando las condiciones favorables al libre ejercicio de la actividad
económica, encauzada hacia una oferta abundante de oportunidades de trabajo y de fuentes de riqueza.
Directamente y según el Principio de Solidaridad, poniendo, en defensa de los más débiles, algunos límites
a la autonomía de las partes que deciden las condiciones de trabajo, y asegurando en todo caso un mínimo
vital al trabajador en paro.
El Papa menciona entre las cosas nuevas que acontecen en el periodo:
1) El proceso de cambio de ciertos países tras el fin de la 2da Guerra Mundial: En ese sentido, el
Papa señala que frente al marxismo se han dado tres respuestas:
a. En algunos países tras la guerra, se asiste por un esfuerzo positivo por reconstruir una
sociedad democrática inspirada en la justicia social: Estas iniciativas tratan, en general,
de mantener los mecanismos de libre mercado. Al mismo tiempo, se trata de evitar que los
mecanismos de mercado sean el único punto de referencia de la vida social y tienden a
someterlos a un control público que haga valer el principio del destino común de los bienes
de la tierra.
b. En algunos países se han construido sistemas de “seguridad nacional”, que tratan de
controlar capilarmente toda la sociedad para imposibilitar la infiltración marxista: Se
proponen preservar del comunismo a sus pueblos exaltando e incrementando el poder del
Estado, pero con esto corren el grave riesgo de destruir la libertad y los valores de la
persona.
c. Otra forma de respuesta está representada por la Sociedad del Bienestar o Sociedad
de Consumo: Esta tiende a derrotar al marxismo en el terreno del puro materialismo,
coincidiendo con este en reducir totalmente al hombre a la esfera de lo económico y a la
satisfacción de las necesidades materiales.
2) El proceso de “descolonización”: El Papa señala respecto a esto que con la reconquista formal de
su soberanía estatal, estos países en muchos casos están comenzando apenas el camino de la
construcción de una autentica independencia. Ante esta situación, a muchos les parece que el
marxismo puede proporcionar como un atajo para la edificación de la nación y del Estado; de ahí
nacen diversas variantes del socialismo con un carácter nacional específico.
3) Difusión de los derechos humanos en diversos documentos internacionales y elaboración de
un nuevo “derecho de gentes”: En ese sentido, el Papa señala la creación de la Organización de
las Naciones Unidas como un hito.

EL AÑO 1989
Frente a la caída del bloque soviético, el Papa destaca que el factor decisivo que ha puesto en marcha los
cambios es sin duda alguna la violación de los derechos del trabajador. En ese sentido, subraya el hecho de
que casi en todas partes se haya llegado a la caída de semejante bloque o imperio a través de una lucha
pacífica, que emplea solamente las armas de la verdad y de la justicia.
El segundo factor de crisis es, en verdad, la ineficiencia del sistema económico, lo cual no ha de considerarse
como un problema puramente técnico, sino más bien como consecuencia de la violación de los derechos
humanos a la iniciativa, a la propiedad y a la libertad en el sector de la economía. No es posible comprender
al hombre, considerándolo unilateralmente a partir del sector de la economía, ni es posible definirlo
solamente tomando como base su pertenencia a una clase social.
De hecho, donde el interés individual es suprimido violentamente, queda sustituido por un oneroso y
opresivo sistema de control burocrático que esteriliza toda iniciativa y creatividad. Cuando los hombres se

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creen en posesión del secreto de una organización social perfecta que hace imposible el mal, piensan también
que pueden usar todos los medios, incluso la violencia o la mentira, para realizarla. La política se convierte
entonces en una “religión secular”, que cree ilusoriamente que puede construir el paraíso en este mundo.
Los acontecimientos de 1989 han tenido lugar principalmente en los países de Europa oriental y central; sin
embargo, revisten importancia universal, ya que se ellos se desprenden consecuencias positivas y negativas
que afectan a toda la familia humana. Estas son:
1) El encuentro entre la Iglesia y el Movimiento Obrero: Este había nacido como una reacción de
orden ético y concretamente cristiano contra una vasta situación de injusticia. Durante casi un siglo
dicho Movimiento había caído bajo la hegemonía del marxismo. En la crisis del marxismo brotan
de nuevo las formas espontaneas de la conciencia obrera, que pone de manifiesto una exigencia de
justicia y de reconocimiento de la dignidad del trabajo conforme a la doctrina social de la Iglesia.
2) El peligro que en Europa, los rencores y odios acumulados puedan volver a explotar: El Papa
señala que es necesario a este respecto que se den pasos concretos para crear o consolidar estructuras
internacionales, capaces de intervenir, para el conveniente arbitraje, en los conflictos que surjan
entre las naciones.
Para algunos países de Europa comienza ahora, en cierto sentido, la verdadera postguerra. La radical
restructuración de las economías, hasta ayer colectivizadas, comporta problemas y sacrificios, comparables
con los que tuvieron que imponerse los países occidentales del continente para su reconstrucción después
del segundo conflicto mundial. Es justo que en las presentes dificultades los países excomunistas sean
ayudados por el esfuerzo solidario de las otras naciones. La ayuda de otros países, sobre todo europeos, que
han tenido parte en la misma historia y de la que son responsables, corresponde a una deuda de justicia.
En fin, el desarrollo no debe ser entendido de manera exclusivamente económica, sino bajo una dimensión
humana integral. Hay que reconocer íntegramente los derechos de la conciencia humana por varias razones:
1) Porque las antiguas formas de totalitarismo y de autoritarismo todavía no han sido superadas
completamente y existe aún el riesgo de que recobren vigor.
2) Porque en los países desarrollados se hace a veces excesiva propaganda de los valores
puramente utilitarios, al provocar de manera desenfrenada los instintos y las tendencias al
goce inmediato.
3) Porque en algunos países surgen nuevas formas de fundamentalismo religioso que, velada o
también abiertamente, niegan a los ciudadanos de credos diversos de los de la mayoría el pleno
ejercicio de sus derechos civiles y religiosos, les impiden participar en el debate cultural,
restringen el derecho de la Iglesia a predicar el Evangelio y el derecho de los hombres que
escuchan tal predicación a acogerla y convertirse a Cristo.
LA PROPIEDAD PRIVADA Y EL DESTINO UNIVERSAL DE LOS BIENES
León XIII a la vez que proclamaba con fuerza el derecho a la propiedad privada, afirmaba con igual claridad
que el uso de los bienes, confiado a la propia libertad, está subordinado al destino primigenio y común de
los bienes creados y también a la voluntad de Jesucristo, manifestada en el Evangelio.
Dios ha dado la tierra a todo el género humano para que ella sustente a todos sus habitantes, sin excluir a
nadie ni privilegiar a ninguno. Ahora bien, la tierra no da sus frutos sin una peculiar respuesta del hombre
al don de Dios, es decir, sin el trabajo. Mediante el trabajo, el hombre, usando su inteligencia y su libertad,
logra dominarla y hacer de ella su digna morada. De este modo, se apropia una parte de la tierra, la que se
ha conquistado con su trabajo: he aquí el origen de la propiedad individual. Obviamente le incumbe también

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la responsabilidad de no impedir que otros hombres obtengan su parte del don de Dios, es más, debe
cooperar con ellos para dominar juntos toda la tierra.
En nuestro tiempo es cada vez más importante el papel del trabajo humano en cuanto factor productivo de
las riquezas inmateriales y materiales; por otra parte, es evidente que el trabajo de un hombre se conecta
naturalmente con el de los otros hombres. Hoy más que nunca, trabajar es trabajar con otros y trabajar
para otros: es hacer algo para alguien.
Existe otra forma de propiedad, concretamente en nuestro tiempo, que tiene una importancia no inferior a
la de la tierra: es la propiedad del conocimiento, de la técnica y del saber. Precisamente la capacidad de
conocer oportunamente las necesidades de los demás hombres y el conjunto de los factores productivos más
apropiados para satisfacerlas es otra fuente importante de riqueza en una sociedad moderna. Así se hace
cada vez más evidente y determinante el papel del trabajo humano, disciplinado y creativo, y el de las
capacidades de iniciativa y de espíritu emprendedor.
Si en otros tiempos el factor decisivo de la producción era la tierra y luego lo fue el capital, entendido como
conjunto masivo de maquinaria y de bienes instrumentales, hoy día el factor decisivo es cada vez más el
hombre mismo, es decir, su capacidad de conocimiento, que se pone de manifiesto mediante el saber
científico, y su capacidad de organización solidaria, así como la de intuir y satisfacer las necesidades de los
demás.
El problema es que muchos hombres no tienen posibilidad de adquirir los conocimientos básicos, que les
ayuden a expresar su creatividad y desarrollar sus capacidades. Para los pobres, a la falta de bienes
materiales se ha añadido la del saber y del conocimiento, que les impide salir del estado de humillante
dependencia.
Esto no solo se da en el Tercer Mundo, sino que también en el mundo desarrollado, donde la transformación
incesante de los modos de producción y de consumo devalúa ciertos conocimientos ya adquiridos y
profesionalidades consolidadas, exigiendo un esfuerzo continuo de recalificación y de puesta al día. Los que
no logran ir al compás de los tiempos pueden quedar fácilmente marginados, y junto con ellos, lo son
también los ancianos, los jóvenes incapaces de inserirse en la vida social y, en general, las personas más
débiles y el llamado Cuarto Mundo.
Junto a este problema se encuentra el de la deuda exterior en los países más pobres. Es ciertamente justo el
principio de que las deudas deben ser pagadas. No es lícito, en cambio, exigir o pretender su pago, cuando
este vendría a imponer de hecho opciones políticas tales que llevaran al hambre y a la desesperación a
poblaciones enteras. No se puede pretender que las deudas contraídas sean pagadas con sacrificios
insoportables.
Otro problema que encuentra el pontífice es que hoy no solo se debe ofrecer una cantidad de bienes
suficientes, sino el de responder a una demanda de calidad: calidad de la mercancía que se produce y se
consume; calidad de los servicios que se disfrutan; calidad del ambiente y de la vida en general. El pontífice
señala que al descubrir nuevas necesidades y nuevas modalidades para su satisfacción, es necesario dejarse
guiar por una imagen integral del hombre, que respete todas las dimensiones de su ser y que subordine las
materiales e instintivas a las interiores y espirituales. En el fenómeno del consumismo, es necesario, pues,
una gran obra educativa y cultural, que comprenda la educación de los consumidores para un uso
responsable de su capacidad de elección, la formación de un profundo sentido de responsabilidad en los
productores y sobre todo en los profesionales de los medios de comunicación social, además de la necesaria
intervención de las autoridades públicas.

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No es malo el deseo de vivir mejor, pero es equivocado el estilo de vida que se presume como mejor, cuando
está orientado a tener y no a ser, y que quiere tener más no para ser más, sino para consumir la existencia
en un goce que se propone como fin en sí mismo. En esto el Papa recuerda el Deber de la Caridad, que es
“el deber de ayudar con lo propio superfluo y, a veces, incluso con lo propio necesario, para dar al pobre
lo indispensable para vivir”.
El siguiente problema que aborda Juan Pablo II es el de la cuestión ecológica. El hombre, impulsado por el
deseo de tener y gozar, más que de ser y de crecer, consume de manera excesiva y desordenada los recursos
de la tierra y su misma vida. El hombre, que descubre su capacidad de transformar y, en cierto sentido, de
crear el mundo con el propio trabajo, olvida que este se desarrolla siempre sobre la base de la primera y
originaria donación de las cosas por parte de Dios. Cree que puede disponer arbitrariamente de la tierra,
sometiéndola sin reservas a su voluntad como si ella no tuviese una fisonomía propia y un destino anterior
dados por Dios, y que el hombre puede desarrollar ciertamente, pero que no debe traicionar. En vez de
desempeñar su papel de colaborador de Dios en la obra de la creación, el hombre suplanta a Dios y con ello
provoca la rebelión de la naturaleza, más bien tiranizada que gobernada por el.
Además de la destrucción irracional del ambiente natural hay que recordar aquí la más grave aún del
ambiente humano. No solo la tierra ha sido dada por Dios al hombre, el cual debe usarla respetando la
intención originaria de que es un bien, según la cual le ha sido dada; incluso el hombre es para sí mismo un
don de Dios y, por tanto, debe respetar la estructura natural y moral de la que ha sido dotado. Hay que
mencionar en este contexto los graves problemas de la moderna urbanización, la necesidad de un urbanismo
preocupado por la vida de las personas, así como la debida atención a una “ecología social” del trabajo.
La primera estructura fundamental a favor de la “ecología humana” es la familia, en cuyo seno el hombre
recibe las primeras nociones sobre la verdad y el bien; aprende que quiere decir armar y ser amado, y por
consiguiente que quiere decir en concreto ser una persona. Se entiende aquí la familia fundada en el
matrimonio, en el que el don reciproco de si por parte del hombre y de la mujer crea un ambiente de vida
en el cual el niño puede nacer y desarrollar sus potencialidades, hacerse consciente de su dignidad y
prepararse a afrontar su destino único e irrepetible. En ese sentido, el Papa llama a proteger la familia como
el santuario de la vida y a impedir prácticas como el aborto que atentan contra la vida.
Es deber del Estado proveer a la defensa y tutela de los bienes colectivos, como son el ambiente natural y
el ambiente humano, cuya salvaguardia no puede estar asegurada por los simples mecanismos del mercado.
He ahí un nuevo límite del mercado: existen necesidades colectivas y cualitativas que no pueden ser
satisfechas mediante sus mecanismos; hay exigencias humanas importantes que escapan de su lógica; hay
bienes que, por su naturaleza, no se pueden ni se deben vender o comprar.
El marxismo ha criticado las sociedades burguesas y capitalistas, reprochándoles la mercantilización y la
alienación de la existencia humana. Ciertamente, este reproche está basado sobre una concepción
equivocada e inadecuada de la alienación, según la cual esta depende únicamente de la esfera de las
relaciones de producción y propiedad, esto es, atribuyéndole un fundamento materialista y negando, además,
la legitimidad y la positividad de las relaciones de mercado incluso en su propio ámbito. El marxismo acaba
afirmando así que solo en una sociedad de tipo colectivista podría erradicarse la alienación. Ahora bien, la
experiencia histórica de los países socialistas ha demostrado tristemente que el colectivismo no acaba con
la alienación, sino que la incrementa.
La experiencia histórica de Occidente, por su parte, demuestra que, si bien el análisis y el fundamento
marxista de la alienación son falsas, sin embargo la alienación, junto con la pérdida del sentido auténtico de
la existencia, es una realidad incluso en las sociedades occidentales.

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Es necesario iluminar, desde la concepción cristiana, el concepto de alienación, descubriendo en él la


inversión entre los medios y los fines: el hombre, cuando no reconoce el valor y la grandeza de la persona
en sí mismo y en el otro, se priva de hecho de la posibilidad de gozar de la propia humanidad y de establecer
una relación de solidaridad y comunión con los demás hombres, para lo cual fue creado por Dios.
En ese sentido, tenemos que entender el capitalismo como “un sistema económico que reconoce el papel
fundamental y positivo de la empresa, del mercado, de la propiedad privada y de la consiguiente
responsabilidad para con los medios de producción, de la libre creatividad humana en el sector de la
economía”. Si, en cambio, el capitalismo no está al servicio de la libertad humana integral, es un capitalismo
que aliena al hombre.
En ese sentido, la empresa no puede entenderse únicamente como una sociedad de capitales, sino que, al
mismo tiempo, como una sociedad de personas, en la que entran a formar parte de manera diversa y con
responsabilidades especificas los que aportan el capital necesario para su actividad y los que colaboran con
su trabajo. Para conseguir estos fines, sigue siendo necesario todavía un gran movimiento asociativo de los
trabajadores, cuyo objetivo es la liberación y la promoción integral de la persona.
La propiedad de los medios de producción es justa y legitima cuando se emplea para un trabajo útil; pero
resulta ilegitima cuando no es valorada o sirve para impedir el trabajo de los demás u obtener unas ganancias
que no son fruto de la expansión global del trabajo y de la riqueza social, sino más bien de su compresión,
de la explotación ilícita, de la especulación y de la ruptura de la solidaridad en el mundo laboral. La
obligación de ganar el pan con el sudor de la propia frente supone, al mismo tiempo, un derecho.
ESTADO Y CULTURA
En un pasaje de la Rerum Novarum el Papa presenta la organización de la sociedad estructurada en tres
poderes –legislativo, ejecutivo y judicial-, lo cual constituía entonces una novedad en las enseñanzas de la
Iglesia. A este respecto es preferible que un poder esté equilibrado por otros poderes y otras esferas de
competencia, que lo mantengan en su justo límite. Es este el principio del Estado de derecho, en el cual es
soberana la ley y no la voluntad arbitraria de los hombres. A esta concepción se ha opuesto en tiempos
modernos el totalitarismo.
La raíz del totalitarismo moderno hay que verla, por tanto, en la negación de la dignidad trascendente de la
persona humana, imagen visible de Dios invisible y, precisamente por esto, sujeto natural de derechos que
nadie puede violar: ni el individuo, el grupo, la clase social, ni la nación o el Estado. No puede hacerlo
tampoco la mayoría de un cuerpo social, poniéndose en contra de la minoría, marginándola, oprimiéndola,
explotándola o incluso intentando destruirla.
La cultura y la praxis del totalitarismo comportan además la negación de la Iglesia. No puede tolerar que se
sostenga un criterio objetivo del bien y del mal, por encima de la voluntad de los gobernantes y que, en
determinadas circunstancias, puede servir para juzgar su comportamiento. El Estado totalitario tiende,
además, a absorber en sí mismo la nación, la sociedad, la familia, las comunidades religiosas y las mismas
personas.
La Iglesia aprecia el sistema de la democracia, en la medida en que asegura la participación de los
ciudadanos en las opciones políticas y garantiza a los gobernados la posibilidad de elegir y controlar a sus
propios gobernantes, o bien la de sustituirlos oportunamente de manera pacífica. Una auténtica democracia
es posible solamente en un Estado de derecho y sobre la base de una recta concepción de la persona humana.
La Iglesia tampoco cierra los ojos ante el peligro del fanatismo o fundamentalismo de quienes, en nombre
de una ideología con pretensiones de científica o religiosa, creen que pueden imponer a los demás hombres

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su concepción de la verdad y del bien. No es de esta índole la verdad cristiana. La Iglesia, por tanto, al
ratificar constantemente la trascendente dignidad de la persona, utiliza como método propio el respeto de la
libertad. La libertad, no obstante, es valorizada en pleno solamente por la aceptación de la verdad.
La Iglesia se preocupa que en las sociedades haya un reconocimiento explícito de los derechos humanos
que son: (i) el derecho a la vida, (ii) el derecho a vivir en una familia unida y en un ambiente moral, (iii) el
derecho a madurar la propia inteligencia y la propia libertad, (iv) el derecho a participar en el trabajo, (v) el
derecho a fundar libremente una familia, a acoger y educar a los hijos. Todos ellos se fundan en la libertad
religiosa, entendida como: “el derecho a vivir en la verdad de la propia fe y en conformidad con la
dignidad trascendente de la propia persona”.
En este contexto es deber del Estado vigilar y encauzar el ejercicio de los derechos humanos en el sector
económico; pero esto también es deber de todas las personas. El Estado tiene el deber de secundar la
actividad de las empresas, creando condiciones que aseguren oportunidades de trabajo. Además, tiene el
derecho a intervenir, cuando situaciones particulares de monopolio creen rémoras u obstáculos al desarrollo.
El Estado puede ejercer funciones de suplencia en situaciones excepcionales, cuando sectores sociales o
sistemas de empresas, demasiado débiles o en vías de formación, sean inadecuados para su cometido.
En este ámbito también debe ser respetado el Principio de Subsidiariedad. Una estructura social de orden
superior no debe interferir en la vida interna de un grupo social de orden inferior, privándola de sus
competencias, sino que más bien debe sostenerla en caso de necesidad y ayudarla a coordinar su acción con
la de los demás componentes sociales, con miras al bien común.

EL NACIMIENTO DEL DERECHO ADMINISTRATIVO PATRIO DE CHILE


(1810 – 1860), GABRIEL BOCKSANG HOLA
CAPÍTULO PRELIMINAR: EL MARCO JURÍDICO DE LA ADMINISTRACIÓN
A horcajadas entre dos mentalidades cuya diversidad no hacía imposible su coexistencia, el derecho
administrativo del periodo que se extendió desde 1810 hasta 1860 se vio conducido a la proeza de conciliar
dos naturalezas distintas. En efecto, no cabe duda de que el primer derecho administrativo patrio fue un
derecho de disrupción (I) al mismo tiempo en que se erguía como la encarnación de la tradición precedente
de su pasado indiano (II).

I. UN DERECHO DE DISRUPCIÓN.
Fruto de un proceso revolucionario, la situación de Chile durante el periodo 1810 – 1860 forzosamente
introdujo elementos de ruptura respecto del periodo tardo-borbónico. Tales consecuencias pueden ser
calificadas como una disrupción, por cuanto resulta indiscutible la existencia de una alteración relevante en
la manera de plantear la situación de la Administración en el contexto nacional.
Tal perturbación se dio en dos flancos complementarios. El primero, el de la emancipación política de Chile
(1). El segundo, el de la innovación conceptual (2).
1. La Emancipación Política: Chile desarrolló su proceso independentista asumiendo la existencia de dos
mantos complementarios. Uno, la fractura nominal con la Corona de España (1.1.). Sin embargo, de modo
silencioso, casi embozado, el Estado de Chile debió inevitablemente asumir que, en los hechos era el
verdadero sucesor de la Monarquía (1.2.).
1.1. La Fractura Nominal: Hay cierta exageración en sostener que “hubo que crearlo todo: el gobierno
representativo y las asambleas legislativas, las constituciones y el poder electoral, el republicanismo
democrático y la soberanía popular. Todo ello en abierta contradicción con las instituciones hispánicas”.

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Como se corroborará, no todo debió se creado, ni todo fue abiertamente opuesto a las instituciones
hispánicas; en efecto, el derecho –y el derecho administrativo- fue un área en que la articulación y la
composición resultaron ineludibles –y muchas veces propicias- para los derechos de las personas.
Para nadie es un misterio que en el acta del 18 de septiembre de 1810, en que se instaló la Primera Junta de
Gobierno, no hay ninguna alusión a la independencia de la Corona Española, con lo que la Administración
chilena seguía contemplando las estructuras previamente existentes en la medida en que las circunstancias
externas así lo permitieran. Igual tendencia se plasmó en el Reglamento de la Autoridad Ejecutiva de 1811.
Solo en el Reglamento de 1812 aparecen algunos signos de rebelión contra el orden político, manifiestos
bajo la tensión entre el reconocimiento de Fernando VII como Rey de Chile, en cuyo nombre actuaba la
Junta Gubernativa, y la disposición que prescribía que “ningún decreto, providencia u orden, que emane de
cualquiera autoridad o tribunales de fuera del territorio de Chile, tendrá efecto alguno”.
El siguiente Reglamento Constitucional –de 17 de marzo de 1814- dictado en plenas hostilidades bélicas,
sugería implícitamente la separación entre Chile y España, invocando como fuente de legitimación para un
Ejecutivo muy poderoso –en abstracto- a “las absolutas facultades que ha tenido la Junta de Gobierno en su
instalación de 18 de septiembre de 1810” que, como hemos visto, no habían sido tan absolutas como para
desconocer la supremacía política de la Monarquía. Pero tal declaración no pasaba de ser una sugerencia,
las autoridades seguían expresándose en clave monárquica, declarando “a Osorio y a todos los que sigan su
campo traidores al Rey y a la Patria”.
Distinto fue el tenor de los documentos oficiales a partir de la Batalla de Chacabuco. Los primeros
documentos patrios de 1817 muestran una evidente claridad de propósito. Pero el salto definitivo en la
ruptura formal con España se produjo con la proclamación de la Independencia de Chile, emitida en Talca
el 2 de febrero de 1818, pero antedatada al 1 de enero y ficticiamente suscrita en Concepción.
En octubre del mismo año fue promulgada la Constitución provisoria, la primera que abiertamente declaró
en su título referirse a la existencia del Estado de Chile, y no solo a una Autoridad Ejecutiva, o un Gobierno.
Además, esta Carta contenía un nuevo concepto de soberanía, la de carácter nacional.
Más enfática fue la Constitución de 1822, al proclamar que “La Nación Chilena es libre e independiente de
la Monarquía española y de cualquiera otra potencia extranjera”. Una vez afianzada la independencia, la
expresión devino superflua en el contexto constitucional, con lo que la Constitución de 1833 casi no preservó
en ella, salvo por una mención en la fórmula del juramento del Presidente de la Republica.
El proceso de independencia vivió en lo formal su ultimo capitulo con la suscripción del tratado de 25 de
abril de 1844 entre Chile y España, donde esta última reconoció la independencia de Chile.
1.2. La Sucesión Factual: Con todo, y a pesar de su radicalidad, los alcances políticos de la independencia
de Chile no deben ser exagerados. Con el paso del tiempo fue quedando muy claro que debía asumirse una
cierta continuidad entre los regímenes políticos hispánico y patrio, ya que una fractura insalvable se hubiera
revelado como adversa para los derechos de las personas y para la estabilidad del gobierno patrio. En suma,
una sucesión factual entre el Reino de Chile y el Estado independiente de Chile resultaba ineludible en
términos prácticos, y se manifestó en diversos ámbitos (1), sin perjuicio de desarrollar ciertas turbulencias
derivadas del desmembramiento de la América española (2).
1) La Amplitud: La Administración del Estado reflejaba una evidente continuidad orgánica con el
régimen indiano. Así, fuera de las incompatibilidades con el nuevo sistema de gobierno, muchas de
las autoridades indianas sobrevivieron en el régimen patrio, tanto a nivel central como municipal.
Hay documentos en que consta como, a pesar de las reyertas políticas, los funcionarios de la
Administración indiana permanecieron en ejercicio de sus cargos para hacer entrega de ellos a las

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correspondientes autoridades patrias. Esto ocurrió en el caso del titular de la Tesorería que no vaciló
esperar la llegada del ejército vencedor en Chacabuco, aun arriesgando ser encarcelado.
Empero, aun sobre los cargos que habían desaparecido con la transición a la lógica republicana se
arraigó un cierto grado de protección. Esto se manifestó, por ejemplo, en una sentencia de 1840. El
sistema de los oficios sujetos a remate en subasta gozaba de bastante popularidad en el régimen
indiano, pero fue sustituido por la lógica de las oficinas al transitarse al régimen patrio. Juan
Francisco Meneses había rematado una escribanía en 1808, la que renunció al poco tiempo,
esperando que con los resultados de una nueva subasta pudiera pagarse el Fisco por las sumas que
le debía en razón del remate original. Sin embargo, al suprimirse los oficios vendibles, la escribanía
en cuestión le fue otorgada graciosamente a otro sujeto. Por consiguiente Meneses quedó como
deudor del Fisco sin posibilidad de que este fuera pagado con los mecanismos existentes en el
régimen anterior. El juez de letras y la Corte de Apelaciones determinaron que, si bien la propiedad
derivada del cargo reñía con los principios orgánicos de la Republica, esta había sido legítimamente
adquirida durante la vigencia de las leyes anteriores, por lo que debía ser respetada por el nuevo
régimen. En ese sentido, se declaró cancelada la deuda.
Aun menor cuestionamiento suscita el hecho de que el Estado independiente de Chile haya sucedido
territorialmente a las extensiones que habían sido ocupadas por el antiguo Reino de Chile.
Y si respecto de los activos el Chile independiente había sucedido al Chile indiano, análogo
principio fue aplicado respecto de los pasivos. En ese sentido, un decreto de 1827 reconocía como
deuda del Estado a todas las que existieran “desde el tiempo del gobierno español hasta el 18 de
septiembre de 1810, y desde esta época hasta el 30 de abril del presente año”. Esto permite reconocer
una sucesión financiera general entre el Chile antiguo y el nuevo.
2) El Condicionamiento Territorial: En nuestros días, resulta casi evidente que Chile sucedió a Chile
y que toda consideración sucesoria debe remitirse estrictamente a su ámbito territorial. Sin embargo,
debe tener en vista que durante la época indiana no existía una total desvinculación entre los
distintos territorios americanos que dependían de la Corona Española, por lo que ciertas relaciones
jurídicas engendradas en uno podrían llegar a hacerse valer en otro.
Un buen ejemplo fue el párrafo 43 de una real cedula de 26 de diciembre de 1804 que, en síntesis,
señalaba que a los dueños de capitales cuyo deudor fuera el Erario se les otorgó el beneficio de
escoger la tesorería que prefiriesen para los correspondientes pagos de intereses, a fin de evitarles
gastos innecesarios de cobro, y atendida la unidad política y financiera de los territorios americanos.
La Ley de Deuda Interior de 1835 no pudo desconocer la vigencia de esta norma, pero intento
limitar sus efectos. En otras palabras, solo se reconocerían deudas procedentes de otros territorios
americanos: (i) que respondieran a los criterios de la referida real cedula y (ii) que hicieran mención
expresa de la elección de las tesorerías de Chile.
Esta norma tuvo algunos inconvenientes de aplicación, el mayor de los cuales se resolvió a través
de una sentencia judicial. En 1805, se había dispuesto por el Presidente de Chile, Luis Muñoz de
Guzmán, la consolidación de un capital en favor de un convento situado en la provincia argentina
de San Juan. Como en los documentos correspondientes no aparecían expresiones irrefutables
respecto a la identidad de la tesorería pagadora, el Convento estimó que podía escoger la tesorería
general de Santiago, en atención a la identidad de quien los había librado. El problema es que, si
bien el territorio de San Juan había sido transferido al Virreinato de la Plata en 1777, en el orden
eclesiástico siguió dependiendo del Obispado de Santiago hasta 1810. Dado que esta cuestión estaba

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radicada en torno a la administración eclesiástica no era absurdo entender que, a falta de pacto
expreso, el Erario chileno era el primer llamado a responder por el pago.
Esto se resolvió indicando que era necesario, para reconocer la deuda como chilena, que se hubiera
elegido que el pago se cumpliera por alguna de las tesorerías de Chile, lo cual no ocurría en el caso
debido a que los recibos aparecían dados en San Juan.
A través de esta sentencia, el Estado de Chile declaraba como principio general ser el sucesor de la
Hacienda Española solo en cuanto a lo estrictamente concerniente al territorio del Reino de Chile,
y reducía al rango de excepción la posibilidad de responder por deudas referidas a otros territorios
americanos, que procedía solo en cuanto el Legislador lo hubiera asentido de manera expresa.
2. La Innovación Conceptual: Un segundo elemento disruptor estuvo dado por la introducción de aspectos
jurídico-políticos que, en la forma en que fueron recibidos, marcaban una dislocación conceptual con la
tradición indiana. Se trata del constitucionalismo (2.1.) y del administrativismo (2.2.).
2.1. El Constitucionalismo: En el contexto chileno, la recepción del constitucionalismo moderno fue un
elemento conceptualmente disruptivo y pasó principalmente –aunque no exclusivamente- por dos rubros
principales. Por una parte la escrituración de la Constitución (1) y por otra parte, el reconocimiento de la
operatividad directa de la Constitución cuyos antecedentes primordiales pueden rastrearse hasta la
mismísima Patria Vieja (2).
1) La Escrituración de la Constitución: Puede sostenerse que Chile indiano no estuvo regido jamás
por una constitución escrita, salvo que alguien considerara haber imperado sobre nuestro territorio
el texto que en 1808 fue promovido por el gobierno francés invasor en España, conocido como
Estatuto o Constitución de Bayona, cuya aplicación, incluso en la península, fue “muy limitada”.
Aunque no cabe ninguna duda que su texto tuvo al menos vocación a imperar sobre América.
Coincidimos entonces con la historiografía chilena en entender que la fijación constitucional de
nuestro país tuvo su inicio durante el periodo patrio. Para estos efectos solo se consideraran como
textos constitucionales de este periodo solo los posteriores al Reglamento de la Autoridad Ejecutiva
Provisoria de 1811, incluyendo a esta.
La multiplicidad de textos constitucionales muestra, a primera vista, la inestabilidad política que
padeció Chile durante este periodo. Pero, al mismo tiempo, deja constancia inequívoca de que la
primera codificación chilena que logró cristalizarse no fue la civil, sino que la política.
El constitucionalismo chileno es una manifestación de la incorporación de nuestro país a una línea
de desarrollo del derecho público originada en países extranjeros, lo que Bravo Lira calificó de
“dependencia mental”. Pero, con la salvedad de que, matices más, matices menos, cabría aplicar
igual calificación a prácticamente todas las instituciones políticas y jurídicas que han regido Chile.
El triunfo de las constituciones escritas en Chile se debió a que permitía dar una organización
estable. Sin embargo, el éxito del proceso constitucional chileno, que lo distinguió rápidamente de
la mayoría de los restantes estados latinoamericanos, podía entusiasmar a tal punto que se le
considera como elemento único de la creciente prosperidad del país.
Sin embargo, no hay que olvidar que el proceso constitucional en sí mismo era un instrumento
revolucionario, fuera ello consciente o inconscientemente. De partida, no existía mecanismo alguno
más rotundo para asentar conceptualmente la ruptura política con el régimen hispánico y dejar como
elemento inconcuso la independencia de Chile de las potencias extranjeras. Por ende, el proceso

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constitucional chileno no puede sino asociarse a dos esfuerzos simultáneos: la desfiguración de la


dependencia política de Chile, y la configuración política que en lo sucesivo adquiriría el nuevo
Estado independiente.
Con todo, la desfiguración de la dependencia política de Chile no llevo consigo una destrucción de
su dependencia jurídica. Si a ello se le suma una continuidad institucional bastante grande entre el
periodo indiano y el patrio, incluso a nivel de la recepción constitucional, queda claro que el éxito
de Chile paso por un constitucionalismo realista, respetuoso de la tradición institucional aun
insertando ciertos elementos importantes de ruptura.
Entre tales elementos de ruptura, conviene destacar uno particularmente influyente, que Dougnac
Rodríguez califica de “novedad revolucionaria”: la separación de poderes o funciones estatales.
Su recepción manifiesta llega recién en la Carta de 1822, pero en ella los poderes no eran vistos
como equivalentes. Ella explicitaba que solo el Legislativo y el Ejecutivo podían considerarse como
“supremos”, mientras que el Tribunal Supremo de Justicia no merecía la misma calificación. La
Constitución de 1828 retomaría el principio con una igual dignidad de las tres funciones modernas.
Si bien la Constitución de 1833 no preservo esta norma, no cabe ninguna duda de que la idea amplia
de separación de funciones se asumía implícitamente integrada al contexto político chileno.
Pero, bajo la Constitución de 1833, la separación de funciones se consolidó de un modo que
reflejaba una compatibilidad –al menos parcial- con la dinámica estatal que históricamente se había
llevado en Chile:
a. Ella parece haber sido concebida como general y no como absoluta: Existían algunos
casos de autoridades que concentraban atribuciones correspondientes a dos funciones
distintas, como el Contador Mayor que las detentaba en las esferas ejecutiva y judicial o el
caso de ciertas autoridades administrativas como los subdelegados, los inspectores y los
alcaldes que gozaban de atribuciones jurisdiccionales. Por ello, el dogmatismo de la
separación constitucional de poderes no logró desintegrar por completo la coordinación de
funciones en una misma autoridad que si podía darse en el régimen castellano-indiano.
b. Ella no significó establecer una equivalencia total entre las distintas funciones
estatales: Se impuso la lógica de que una autoridad estatal debía gozar de una supremacía
tal que garantizara la estabilidad del sistema político. Este fue el jerarca máximo del
Ejecutivo, ya que el Presidente de la Republica era el “Jefe Supremo de la Nación”.
2) La Operatividad Directa de la Constitución: Lejos de tratarse de un constitucionalismo lirico,
meramente ilustrativo y desprovisto de normatividad, consta por una pluralidad de fuentes que la
Constitución fue vista efectivamente como la norma fundamental de Chile y aplicada como tal por
las distintas autoridades patrias. Así, a la evidencia de su recepción general (a) puede añadirse su
consagración en un caso paradigmático (b).
a. Una Recepción General: El antecedente más remoto sobre la aplicación directa de la
Constitución procede de 1813. Se trata de un decreto de la Junta Gubernativa que le ordena
tener presente para unas elecciones lo establecido en el Reglamento Constitucional
Provisorio de 1812. Como se advierte, el Reglamento de 1812 no solo era entendido como
imperativo, sino que, además, era señalado bajo la forma de “Constitución provisoria”, la
misma designación que recibiría el texto de 1818.
Y consta fehacientemente que, durante la vigencia de la Constitución de 1818, las
autoridades patrias le asignaron a este valor normativo directo. Por de pronto, el propio

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O’Higgins la invocó; por ejemplo, para remitir los expedientes a los tribunales competentes
en tal o cual materia.
Análogas consideraciones son pertinentes respecto de la Constitución de 1823, bajo cuyo
vigor fue promulgada la sentencia judicial más antigua entre las que se han recopilado que
contenga la invocación directa de un texto constitucional. Quepa subrayar que esta
sentencia no se circunscribió a reiterar lo expuesto por el Fiscal en su vista, pues mientras
este invoco el Art. 39 N° 20 de la Constitución, la Corte añadió motu proprio el Art. 207.
Poco más de un mes después, un Juzgado de Letras aplicaría directamente la Constitución
para radicar una cuestión en la Corte Suprema.
En lo concerniente a la Constitución de 1828, cabe destacar que ella no contenía ningún
artículo que abordara el tema de la normatividad constitucional en abstracto. Sin embargo,
varias disposiciones giraban en torno a esa visión, cuya efectividad parece inconcusa. La
judicatura aplico en varias ocasiones su texto; por ejemplo, para señalar que al Ejecutivo le
competía la decisión de destituir a un funcionario inepto, así como para amonestar a un
Inspector General de Armas por haberle tomado juramento a los reos en la confesión del
propio crimen.
La Constitución de 1833 tampoco previó norma alguna que se refiriera de modo general a
su normatividad, sin perjuicio de que contuviera normas puntuales al respecto, como al
reproducir en cuanto a la Comisión Conservadora lo que la Carta de 1828 había establecido
respecto de la Comisión Permanente, y al juramento de los funcionarios públicos, o que
sometiera al Presidente de la Republica a un deber especial de respeto y promoción de la
Constitución.
Los tribunales de justicia no vacilaron en aplicar directamente la Constitución de 1833,
fuera ello en vistas de la salvaguardia de alguna garantía constitucional, como la libertad
ambulatoria, la inviolabilidad de la propiedad y de la correspondencia epistolar, o el
derecho de petición, entre otros, o como expresión de la abolición de alguna institución
otrora existente, como la confiscación de bienes; o bien en relación a los estatutos aplicables
sobre los ciudadanos o los titulares de ciertas autoridades públicas.
b. Un Caso Paradigmático: Quizás la más representativa de todas las sentencias referidas a
la operatividad directa de la Constitución, Vicuña, fue pronunciada bajo el imperio de la
Constitución de 1828.
En medio de las turbulencias del año 1829, el Vicepresidente Pinto le pidió el 14 de julio
al Congreso que, por su estado de salud, se designara para asumir transitoriamente el mando
del país al Presidente del Senado y la Comisión permanente, Francisco Ramón Vicuña, lo
que se concretó al día siguiente. Durante el ejercicio de tales funciones, Vicuña suscribía
bajo el apelativo de Jefe Supremo de la Republica. En tal condición, se encontró con que el
teniente Pedro Rojas, un “revoltoso incorregible” que había dirigido varios motines, había
sido aprehendido y condenado para aplicársele la pena de muerte.
El 23 de julio se intentó suspender la ejecución del procesado, arguyéndose que la sentencia
del Consejo de Guerra era nula por haber omitido un trámite esencial: el dictamen del
Auditor General.
El artículo de la Constitución citado en esta pieza era el que establecía la prohibición del
Poder Ejecutivo para “conocer en materias judiciales bajo ningún pretexto”. Como se ve,

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el problema era eminentemente constitucional: si acaso la disposición de la Carta


Fundamental imperaba sobre la mecánica proveniente del antiguo orden judicial en
materias militares.
Ante ello la Corte Suprema le indica al ejecutivo que obró con falta de jurisdicción, por lo
que debía suspender la ejecución. Asimismo, el ejecutivo le respondió que estando vigente
el Código Militar que regía antes de la promulgación de la Constitucional, el Supremo
Gobierno está en posesión también de la facultad de aprobar o reprobar la sentencia de los
consejos de guerra de oficiales generales.
Frente a la respuesta del ejecutivo, la Corte Suprema vuelve a enviar un nuevo oficio en el
que señala que la Suprema Corte cree que el Código Militar solo es vigente en aquello que
no choque con la Ley Fundamental. Así es que, aunque aquel Código autorizara al Gobierno
para tal aprobación, desde que la Carta prohibió al Ejecutivo toda intervención en materias
judiciales, bajo de ningún pretexto, dejaría de estar vigente en esa parte.
La siguiente respuesta del Ejecutivo a la Corte preservo en el mismo tono terminante y
negador de la supremacía constitucional. La inflamada atmosfera existe entre el Ejecutivo
y la Alta Jurisdicción tuvo como apéndice una nueva réplica del tribunal supremo.
La segunda etapa de esta controversia llego dos años después. La viuda de Pedro Rojas se
dirigió a la Cámara de Diputados, solicitando una pensión de montepío por los servicios
que presto su finado marido en la Independencia. Lejos de examinar la posibilidad de la
pensión, la Cámara examino los antecedentes que habían motivado la condena de Rojas y
declaro haber lugar a formación de causa contra el “ex Vicepresidente” Vicuña el 12 de
octubre de 1831. El cargo de violación de la Constitución fue explícito.
Finalmente, el 17 de octubre de 1832, el Senado absolvió a Vicuña, “ex Presidente de la
Republica”, sin expresar otra motivación que “el mérito que resulta del proceso”; con justa
razón Barros Arana sostuvo que en el fallo “se cuidó de no establecer una doctrina jurídica”.
Este caso manifiesta que la Constitución era directamente aplicable; tanto, que la acusación
dirigida contra la primera autoridad del país por haber violado las atribuciones que le habían
sido conferidas por la Constitución en un caso puntual estuvo a un tris de engendrar la
primera condena política formal a un jefe de Estado en la historia del Chile independiente.
2.2. El Administrativismo: Para comprender bien las implicancias del administrativismo en nuestro país,
es menester distinguir ante todo el concepto de derecho administrativo de la formula “derecho
administrativo”. Todo apunta a que la fórmula es de aparición bastante reciente. Al parecer, ella surgió en
Francia durante el Directorio, recibiéndose de modo oficial en 1807.
En Chile no parece haber impactado a la jurisprudencia, pues no tenemos conocimiento de ninguna sentencia
de este periodo y referida a este ramo en que se invocara la formula “derecho administrativo”. Por el
contrario, si consta que la doctrina comenzó a recibirlo pausadamente a partir de la década de 1840. La
fórmula quedaría totalmente asentada en Chile con la publicación del primer libro de esta disciplina, el
Derecho Administrativo Chileno de Santiago Prado, en 1859.
La situación del concepto de derecho administrativo resulto ser un poco más compleja; y como se verá,
impactó visiblemente en la manera de concebir esta materia.

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Una posición historiográfica sostiene que, en lo concerniente a la tradición occidental, “es probablemente
coetáneo al nacimiento y desarrollo de los conceptos de polis, en primer lugar, y de res publica, después”.
Con ello, sus orígenes se remontarían a la Antigüedad clásica, proseguida por el Medioevo, en el que ya era
reconocible “un conjunto de reglas que dotan a la Administración de un régimen jurídico que estableció una
suerte de equilibrio entre las exigencias del interés general y el respeto de los derechos de los
administrados”.
Otra posición es la que fija el nacimiento del derecho administrativo en la revolución francesa o alrededor
de ella. Resulta indiscutible que ella importantes adherentes, fundándose en sugerentes argumentaciones.
Siguiendo a Burdeau, estas consistirían eminentemente en que: (i) antes del derecho administrativo
revolucionario las reglas de este ramo no estaban “organizadas en un cuerpo de disposiciones jurídicas
articuladas” y que (ii) “el poder discrecional de las autoridades estatales” resultaba demasiado fuerte con
anterioridad a esta época.
En opinión del autor, parece conveniente seguir la visión larga de la evolución del derecho administrativo,
y no la corta, por cuanto el hecho de situar la aparición del derecho administrativo en torno a la revolución
francesa, revela debilidades más fuertes que la primera.
Respecto a los argumentos de Burdeau, el primero resulta anacrónico, al pedírsele al derecho administrativo
anterior a la fijación codificadora y al constitucionalismo escrito un carácter que solo adoptaría a partir de
dichos procesos, y por ello solo podría descartarse el hecho de que no haya existido “un cierto tipo de
derecho administrativo”, pero no el derecho administrativo en general. Respecto al segundo argumento, se
objeta que es excesivamente simplificador, ya que la discrecionalidad administrativa no era absoluta antes
de la revolución francesa y no desapareció después de ella. Es más, técnicamente la discrecionalidad es “el
ejercicio de una cierta libertad de optar entre distintas alternativas conformes a derecho”, por lo que la
crítica de Burdeau mas bien se refieren a arbitrariedad que a discrecionalidad.
Por decenios, el desarrollo de esta doctrina parece haberse frustrado considerablemente en razón de una
visión del derecho administrativo que enlazaba la existencia de jurisprudencia de derecho administrativo a
su emanación de tribunales contencioso administrativos específicos; es decir, un criterio extranjerizante que
no tenía correspondencia exacta con la realidad chilena.
No ha de sorprender, entonces, que la principal literatura iuspublicista general de esta etapa de nuestro
desarrollo examinara los elementos tocantes al derecho administrativo desde un punto de vista político y
abstracto. En cuanto a la literatura más propiamente administrativa, cabe hacer presente que su
aproximación no era muy distinta a la de los publicistas generalistas.
La realidad francesa de la dualidad jurisdiccional ya era expuesta como un principio absoluto que debía
seguirse, lo que demuestra un marcado afrancesamiento que no se ve atenuado por la evocación de la
situación española. Pero existe otro flanco, que es el del desapego a la institucionalidad vigente, pues hay
un desconocimiento que la jurisdicción ordinaria, en aplicación de la estructura jurisdiccional nacida de la
Constitución de 1823, ya conocía de un sinfín de cuestiones de naturaleza administrativa.
Ello se acentuó en el decenio siguiente. En 1856, Lastarria sostendría, contra constitutionem, contra legem
y contra la evidencia empírica de la actividad cotidiana de los tribunales de justicia que todo el contencioso
administrativo le competía al Consejo de Estado.
Esto se mantuvo aun en la obra de Prado, la cual cometió, en este sentido, tres errores:
1) Por una parte, el derecho administrativo chileno resultó descrito en esta obra con una aproximación
totalmente normativa, despreciativa de la jurisprudencia.

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2) La obra de Prado mostró un marcado desapego respecto de la evolución histórica –indiana y patria-
que las instituciones tratadas habían experimentado con anterioridad a la publicación del libro, con
lo que nuestro derecho administrativo aparece representado como una realidad desarraigada, más
bien abstracta y bastante mortecina.
3) La deformación de la noción de contencioso administrativo. En este aspecto Prado no reparo en el
hecho de que el régimen contencioso administrativo chileno era sustancialmente distinto al español.
En este, en 1845 se había establecido una jurisdicción contencioso administrativa distinta de la
ordinaria, mientras que en Chile seguía siendo parte de la jurisdicción común.
Todo esto genero la creencia de que la existencia de un contencioso administrativo dependía del hecho de
que existieran tribunales especializados para conocer de estas cuestiones.
A más de la doctrina ya mencionada a guisa de un administrativismo abierto, es presumible la existencia de
un administrativismo encubierto, que haya impactado por la vía de autoridades y funcionarios
administrativos y judiciales por la vida de la influencia de autores castellano-indianos y extranjeros.
Tal administrativismo solo hubiera sido posible a través de una influencia libresca, por lo que las escasas
bibliotecas de importancia existentes en el Chile de este periodo aparecen como las fuentes más lógicas de
irradiación intelectual. Francia pudo, entonces, impactar embozadamente en el primer administrativismo
chileno, fuera de forma directa, fuera indirectamente a través de la esfera hispánica, en donde la doctrina
francés también penetró.
A diferencia de Francia, España e Inglaterra, es probable que los regímenes administrativos de Alemania y
de los Estados Unidos no hayan tenido influencia directa en nuestro régimen jurídico. En el caso de
Alemania, porque sus instituciones no se hallaban aun bien integradas. Por su parte, el derecho
administrativo estadounidense no parece haber gozado de un grado de consolidación tal que influyese
conceptualmente sobre las instituciones chilenas.
Como puede advertirse, el naciente administrativismo chileno, sometido a fuertes influencias extranjeras,
introdujo varias rupturas conceptuales y colaboro a fomentar la falsa idea de que el régimen patrio de Chile
no tenía relación con el indiano que lo había precedido.
Con todo, la combinación de una práctica fuertemente tradicional y una teoría crecientemente
extranjerizante no resulto de todo estéril. Por una parte, el vigor del principio de legalidad impulsó el
sometimiento del Estado –y de la Administración en él- al ordenamiento jurídico.
II. UN DERECHO DE TRADICIÓN.
Los múltiples elementos disruptivos señalados precedentemente no deben mover a confusión. El derecho
del periodo 1810 – 1860 perseveró en una mentalidad fuertemente tradicional que se advierte en dos
aspectos centrales. El primero es que el derecho positivo no fue sometido a una sustitución violenta ni a una
erradicación sistemática de las normas anteriormente existentes, sino que recogió un criterio de transición
en que las normas indianas lentamente fueron cediéndole su lugar a las patrias (1). Y el segundo es el hecho
de que durante estos años perviviría la multiplicidad de fuentes del derecho que caracterizaba al derecho
indiano (2).
1. La Transición del Derecho Positivo: Aunque sin la intensidad de años posteriores, el legalismo marcó
fuertemente al derecho patrio durante estos años. El legalismo de la época fue un legalismo pragmático.
Realmente transitorio, optó por una evolución paulatina y descartó movimientos telúricos que pudieran
desestabilizar el funcionamiento de un régimen jurídico ya bastante fragilizado por las circunstancias

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políticas. Por ello, al sustrato de una gran cantidad de normas indianas (1.1.) le fue añadido un estrato
normativo de reglas patrias (1.2.).
1.1. La Supervivencia de las Normas Indianas: La fuerza de la idea de la independencia jurídica casi
instantánea aparece como tentadora, e inclusive seductora, y parece ahorrar una serie de disquisiciones y
cuestionamientos. Sin embargo, ella es errónea, o a lo sumo simplista, y todo parece apuntar a que Campos
Harriet la promovió de modo casi instintivo, espoleado por las gestas del gran fresco de la Emancipación.
El periodo patrio vio en efecto florecer una conquista bastante rápida. Empero, aunque tales elementos
fueron importantes, ellos estuvieron lejos de agotar la realidad jurídica. Muchas normas de origen hispánico,
aplicables en las relaciones de derecho público siguieron en vigor por muchos años más. Cualquier persona
que examine la jurisprudencia de la época 1810 – 1860 se dará cuenta que, en una abundante cantidad de
sentencias, los problemas jurídicos eran resueltos principalmente en base a legislación indiana o siguiendo
criterios de evidente inspiración indiana.
Hay dos elementos que permiten constatar esta realidad:
1) La existencia de un conjunto considerable de disposiciones que hicieron formalmente de la
continuidad normativa un elemento central del régimen normativo patrio temprano: La
solución era natural, pues ante la complejidad y la multiplicidad de relaciones existentes en
cualquier régimen jurídico, el forjamiento de una tabula rasa para reemplazar íntegramente las
normas indianas por otras patrias o el descarte de sectores normativos completos hubieran sumido
al país en una abierta anomia. La forma que se hallo fue la de una articulación. Lo que en la práctica
se hizo fue modificarlo, derogarlo o adicionarlo.
Un formidable ejemplo fue la Constitución provisoria de 1818 que impuso, en primer lugar, sobre
el Director Supremo la prohibición de “variar las ordenanzas que han regido y rigen en los cuerpos,
departamentos y oficinas de todos los ramos del Estado”. Y, en segundo lugar, estableció que los
miembros del Poder Judicial “juzgaran todas las causas por las leyes, cédulas y pragmáticas que
hasta aquí han regido, a excepción de las que pugnan con el actual sistema liberal de Gobierno. En
este caso consultaran con el Senado, que proveerá de remedio”.
De aquí en adelante la idea de la subsistencia del régimen normativo indiano estaría tan imbricada
en la mentalidad patria, que las leyes que especificaron su vigencia partieron siempre del supuesto
que se hallaban en pleno vigor. Ello explica que ciertas leyes patrias hayan tenido por objeto ciertas
disposiciones específicas provenientes del derecho indiano, como la derogación de una disposición
de las Partidas o el restablecimiento en el vigor de una disposición de las Leyes de Indias.
El caso que quizás represente el mayor grado de intensidad sea el de la dependencia sobre la
Ordenanza de Intendentes: de acuerdo a la Constitución de 1822, los Delegados Directoriales se
regían por dicha Ordenanza en lo adaptable, mientras que la ley de Intendentes de 1826 ordenaba
que los Intendentes arreglasen su conducta “a las leyes existentes o que en adelante se dictaren”, lo
que no podía sino apuntar a la Ordenanza que aún se hallaba en vigor.
2) La jurisprudencia de los tribunales de justicia del periodo 1810 – 1860: En ese sentido, las
normas más citadas fueron Partidas y la Novísima Recopilación. En cuanto al derecho indiano en
sentido estricto, la Recopilación de Leyes de los Reinos de las Indias gozó durante estos años de
evidente aplicación.
Por todo lo anterior, cuando Alberti sostuvo que Chile había ligado el poder a su base histórica, recibiendo
“de la tradición el vigor de que disfruta”, y atribuyéndose el gran mérito de todo ello a los Egañas, no decía

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algo abiertamente falso, pero si una verdad a medias. La estabilidad en la transición del régimen indiano al
patrio fue debida a dos capas complementarias: (i) una más superficial y evidente, la capa política del
constitucionalismo que había recogido buena parte del sustrato político de nuestro país y a la que
verosímilmente apuntaba Alberdi; (ii) y la otra más profunda y escondida, la capa jurídica de la
subsistencia, adaptación y transformación progresiva de las instituciones jurídicas fundamentales, en la que
participaron todos los poderes estatales.
1.2. La Adjunción de las Normas Patrias: Los planos inferiores en la normativa patria, aun desgajándose
de una lógica institucional diferente a la del derecho indiano, siguieron parámetros bastante previsibles,
aunque no exentos de interés. En esto, cabe destacar, por una parte, el nivel estrictamente legislativo (1); y,
por otra, el concerniente a otros tipos de normas emitidas por los órganos estatales (2).
1) El Plano Legislativo: El caso más interesante es el de los actos meramente legislativos. En ese
sentido, tenemos cuatro elementos:

a. En la relación de las leyes patrias y las leyes indianas, aquellas preferían a estas, y en
caso de oposición, aquellas derogaban a estas: Esto se deriva de la aplicación del
principio lex posterior derogat priori. Obviamente, el mismo criterio se seguía en caso de
oposición entre leyes patrias posteriores y anteriores. En ese sentido, consta haberse
invocado el principio de la inadmisibilidad de la “excusa de decir que no están en uso” las
leyes con el fin de que no se aplicaran: solo podía descartarse su aplicación si hubieran sido
derogadas.
b. Se reconoció como principio que la derogación constitucional no afectaba la vigencia
de las leyes que habían sido dictadas bajo el imperio de la Constitución derogada:
Estas normas no tomaban “su fuerza de dicha Constitución sino que por sí”, según
expresaba Mariano Egaña.
c. Durante esta época se dictó un conjunto de actos de rango legislativo que tuvo
particular relevancia en la configuración del derecho administrativo chileno, ora
recogiendo principios e instituciones antiguas, ora innovando en aspectos más o menos
extensos: Por ejemplo, el Reglamento de Comercio de 1811, el Reglamente Adicional a la
Ordenanza de Intendentes de 1821, el Reglamente de Aduanas de 1822, entre otros.

d. Ciertos episodios turbulentos en la época temprana de Chile hicieron sembrar algunas


dudas acerca de la normatividad de ciertos actos legislativos: El paroxismo de esta
situación se vivió con ocasión de la guerra civil de 1829 – 1830, verificándose un doble
cuestionamiento al entrar en funciones el Congreso de Plenipotenciarios de 1830:
Por una parte, este Congreso reconoció el 18 de febrero que la voluntad general había
“declarado nulas y refractarias de la Constitución las ultimas Cámaras legislativas; por lo
que eran “también nulos todos los actos que emanaron de ellas”.
Por otra parte, un intento en dirección opuesta fue dirigido con posterioridad respecto de
los actos del referido Congreso de Plenipotenciarios. Avanzada la década de 1840, aun se
expresaban reparos sobre su efectiva pertenencia al ordenamiento jurídico.
Mariano Egaña sostiene su legitimidad. El principio estaba claro. El reconocimiento de una
estabilidad normativa –una de las vertientes de lo que hoy se denomina seguridad jurídica-
no solo era imprescindible respecto de las Constituciones, sino también sobre los actos
legislativos, a fin de garantizar la operatividad del ordenamiento jurídico.

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2) Otros Planos Normativos: Cabe recordar el hecho de que la separación de funciones estatales
derivada del nuevo régimen político no afecto la inclusión de estos otros planos normativos en el
ordenamiento jurídico chileno. En ese sentido, tenemos tres planos normativos:
a. Las Normas de Origen Administrativo: Así como las leyes estaban supeditadas a la
primacía constitucional, los actos administrativos lo estaban respecto de las leyes. Ello fue
bastante claro antes del inicio del régimen patrio, y se asentó fuera de cualquier duda poco
antes del inicio del vigor de la Constitución de 1833.
En ese sentido, Mariano Egaña sostiene que un decreto supremo que había derogado la pena
de azotes no pudo hacerlo, porque la ley aun la contemplaba y un decreto no podía derogar
una ley. En términos prácticos, lo anterior tenía tres aristas:
i. Una abstracta, por la cual se establecía la primacía legislativa sobre los actos
administrativos: Incluso sobre aquellos que emanasen del Jefe de Estado.
ii. Dos concretas:
1. Una expresa, que establecía la total ineficacia de un acto
administrativo para mutar una norma de rango legal.
2. Una tacita, que advertía la inoperancia de un decreto que tuviera por
objeto reestablecer una disposición que nunca había perdido vigencia.
Este concepto de superioridad en una segunda fase estableció un principio
intraadministrativo de jerarquía, en cuanto los actos municipales debían reconocer una
prevalencia normativa de los actos administrativos emanados de otros tipos de autoridades
como del Supremo Gobierno. En ese sentido, los tribunales de justicia tuvieron la
oportunidad de declarar la normatividad de actos cuya importancia sistemática podría
calificarse de segunda categoría, como los de organización interna de los servicios y los
bandos de policía.
No puede cerrarse esta exposición sin dar cuenta de un mecanismo, a decir verdad anómala
para la época, que constituía una excepción a la imperatividad de la ley sobre los actos
administrativos. Se trata de la remisión de eficacia legislativa conferida a la
Administración, por la cual una ley no produciría efectos antes de que entrara en vigencia
el acto administrativo encargado de su ejecución. Esto se dio en una ley de 1853 que dispuso
que: “Ninguna de las disposiciones de la presente ley producirá su efecto, sin un decreto
del Presidente de la Republica en que así lo disponga”.
b. Los Tratados: En materias relacionadas con la Administración, los tribunales tuvieron
oportunidades para aplicarlos, si bien ellas fueron relativamente escasas. Los resultados
fueron bastante disimiles, transitando desde la negación del carácter normativo hasta su
plena aceptación, transitando también por estados intermedios. Así, un caso de operatividad
negada fueron las disposiciones de un parlamento celebrado entre españoles y mapuches a
mediados del s. XVIII. En cambio, se le dio operatividad al tratado que se celebró para
otorgar pensiones de invalidez a los miembros del ejército de los Andes.
c. Las Sentencias: El Fiscal interino de la Suprema Corte, Ramón Luis Irarrázaval sintetizó
el rol de las sentencias dentro del ordenamiento jurídico chileno señalando, a groso modo,
que las sentencias tenían un efecto relativo, pero que también tenían el rol de ilustración en
la resolución de litigios en caso de silencio de las normas positivas. Además, las sentencias
gozaban de autoridad de cosa juzgada y debían ser obedecidas por la Administración.

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2. La Multiplicidad de Fuentes: La concepción jurídica del primer periodo patrio fue progresivamente
alimentando un fuerte apego a la legalidad estricta, pero, en razón de su dependencia de la mentalidad
indiana, nunca se sometió totalmente a ella. Por ello es que se discierne la existencia de una multiplicidad
de fuentes que doto a este primer derecho administrativo de una llamativa plasticidad: en particular cabe
destacar el rol de la costumbre (2.1.) y los principios generales del derecho (2.2.); mientras que la equidad,
un tanto disminuida, igualmente proveyó algunas eflorescencias (2.3.).
2.1. La Costumbre: La costumbre, de acuerdo a las Partidas era: “derecho ó fuero que non es escrito: el
qual han usado los homes luengo tiempo, ayudándose de él en las cosas é en las razones, sobre que lo
usaron”. Ella jugaba un rol perceptible en el derecho administrativo de la época, aunque su rol no debe
exagerarse, pues las sentencias en que ella fue aplicada son relativamente poco numerosas.
La existencia de una costumbre administrativa se halla documentada por antecedentes emanados del propio
Gobierno nacional. Por ejemplo, un decreto supremo de 1823 ordeno quedar “abolida la costumbre de
acompañarse oficio por los Ministros de Estado para el cumplimiento de providencias o decretos supremos”.
Contamos con antecedentes que apuntan a los tres grandes tipos de costumbre:
1) Contra legem: Todas las sentencias disponibles apuntan a que no se le reconocía ninguna autoridad
como fuente del derecho, por lo que la ley y las otras normas escritas prevalecían sobre ella. En ese
sentido, no era posible invocar una costumbre como derecho cuando ella se hallaba en conflicto con
normas expresas.
2) Secundum legem: A diferencia de la anterior, esta estaba dotada de plena fuerza jurídica. Su caso
más representativo procede de un expediente sustentado en 1830 que concernía una disputa respecto
de qué subastador de alcabalas podía cobrar los pertinentes derechos en caso de la introducción de
unos ganados en Santiago, se hubiera derivado de un contrato celebrado en otra localidad en la que
también habían sido introducidos los animales. El tribunal, determinó que la alcabala se adeuda en
el lugar donde se celebran, en virtud de las leyes y la “práctica y costumbre desde la erección de las
alcabalas”.
3) Praeter legem: Esta también podía legítimamente invocarse, pero presentaba ciertas dificultades
derivadas naturalmente de la ausencia de una norma escrita que fuera contraria o proclive a la
conducta respectiva.
La especie más representativa se dio en una sentencia Santos, en la cual se examinó el problema de
si el subastador del ramo de caminos de Valparaíso podía cobrar el peaje respecto de las
internaciones de leña y chamiza, siendo que en la contrata se expresaba que podría cobrarlo respecto
de toda carga. La Corte Suprema declaró “que el subastador de caminos de Valparaíso solo puede
cobrar el derecho de peaje conforme a la costumbre establecida”, en virtud de lo cual negó la
facultad de cobrar peaje en este caso.
Pero existen otros interesantes aspectos referidos a esta costumbre:
a. Ella podía también servir de válvula de protección pro cive en los casos que no
estuvieran especialmente previstos por la ley: Así, en una oportunidad se generó un pleito
derivado de las prerrogativas policiales dada la inexistencia de normas que previeren
expresamente “los casos en que puede allanarse una casa y las autoridades que pueden
ordenar el allanamiento”. El juez determino que por costumbre se requería orden de alguna
autoridad gubernativa o judicial.

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b. Ella incluso fue reconocida por el Consejo de Estado: En una cuestión que recaía sobre
la sanción que le había sido impuesta a un cabildante por no haber asistido a una sesión
municipal a la que no había sido expresamente citado, indicando que la costumbre de los
Andes exigía una citación para que estuviera obligado a asistir.
2.2. Los Principios Generales del Derecho: Se considera hoy en día que los principios generales de
derecho “han sido una de las piedras angulares de la construcción del derecho administrativo chileno”. Entre
estas, gozo de bastante popularidad en el derecho de la época el de ignorantia legis non excusat (1), mas sin
desmedro de una multiplicidad de otros principios que les conferían coherencia a las relaciones derivadas
del derecho administrativo (2).
1) Ignorantia legis non excusat: Este dice que un sujeto no puede ampararse en el desconocimiento
de las normas vigentes para que no le sean aplicables. A pesar de su importancia hoy en día, parece
que no están absoluto como podría pensarse y guarda interesantes complejidades.
a. La Recepción General del Principio: Para la solución de los conflictos de naturaleza
administrativa de la época que versaban sobre la ignorancia de la ley, los tribunales de
justicia se apoyaron sobre las fuentes principales de que disponían en dicha época: las leyes
españolas.
En ese sentido, se hizo uso de las Partidas Primera y Quinta, de lo cual se demostró que este
principio tenía un amplio espectro, no solo correspondiendo al ámbito de las penas, sino
que a la generalidad del derecho: todos los sujetos del Señorío deben conocer las leyes,
trátese de leyes de penas o de cualquier otro tipo. Y por otra parte, demostró que aunque el
referido principio era general, no se concebía de modo absoluto, cabiendo excepciones,
como el caso de los caballeros (militares), las mujeres, los menores de 25 años, y los simples
labradores.
La legislación española posterior no desarrolló mayormente esta materia, sin perjuicio de
haber reiterado lo dispuesto en disposiciones del Fuero Juzgo y el Fuero Real.
En síntesis, la legislación vigente en los inicios del periodo patrio reconocía el mentado
principio de manera clara, lo que inevitablemente se transmitió a la jurisprudencia de la
época. El aspecto más llamativo está dado por el hecho de que la extensión del principio
abarcaba tanto a los particulares como a los funcionarios de la Administración. En ese
sentido, la Corte Suprema en el caso Herrera determinó que: “a ninguno aprovecha la
ignorancia de las leyes, y mucho menos a los empleados públicos, encargados de su
ejecución”.
La puesta en conocimiento de las normas pertinentes se cumplía con las formalidades de
publicidad establecidas con la ley, no pudiendo alegarse el desconocimiento en razón de no
haberse cumplido con otra publicidad sobreabundante.
b. Las Atenuaciones al Principio: Ellas no son números, pero apuntan a distintas facetas del
desconocimiento de la normativa vigente, que el tribunal juzga como excusable,
distinguiéndose de los casos de ignorancia intrínseca de la ley aquellos que emanaban de
circunstancias externas.
i. Circunstancias Intrínsecas: El caso más interesante en que los tribunales de
justicia aceptaron morigerar el principio es una sentencia Íñiguez en el cual la Alta
Jurisdicción entendió que la inexcusabilidad de la ignorancia de la ley vigente no

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llegaba a tanto como para exigir de todo funcionario que sea capaz de resolver de
modo infalible los conflictos presentes en el sistema de fuentes, máxime ante un
mecanismo tan incierto como la derogación tácita.
ii. Circunstancias Externas:
1. Arzón: Dicha sentencia presenta como circunstancia justificadora de la
ignorancia de la ley una suerte de costumbre competencial contraria al
texto expreso de la ley. En el caso en cuestión el tribunal justificó la
ignorancia de la ley a un Teniente de Abastos que estaba decidiendo sobre
cuestiones leves que ocurrían en el mercado, debido a que existía una
costumbre competencial de que a él le correspondía dicha función, a pesar
de que ley expresa le había removido tal función.
En ese sentido, si bien, tratándose de una costumbre contra legem no se
respetó la costumbre, esta si sirvió para que el tribunal declarara que no
había más que un “descuido involuntario” y una “levísima culpa”,
decidiendo dar por compurgada su “falta de prudencia” con el tiempo de
prisión que ya había sufrido a la fecha de la sentencia.
2. Asenjo Mena: Desveló otra circunstancia justificadora de la ignorancia de
la ley: la escasez de tiempo para tomar conocimiento cabal de las
disposiciones de una ley. En este fallo el tribunal señaló que, debido al
escaso tiempo que había transcurrido desde el momento en que se había
promulgado la ley, era atendible que el funcionario no conociese, al
momento de la falta algunas de sus disposiciones. En ese sentido, en
opinión del autor no es que se pudiera desconocer el cuerpo normativo en
su conjunto, sino solo la totalidad de sus disposiciones.
3. Núñez: Establece el desorden en la conservación de los archivos en que
las disposiciones constan como circunstancia justificadora de la
ignorancia de la ley. En este fallo el tribunal exculpa a Núñez debido a que
había asumido hace poco tiempo su cargo y era posible que no tuviera
conocimiento de la disposición legal debido a que “es sabido que los
Subdelegados no conservan en arreglo sus archivos ni los pasan completos
a manos del que les sucede”. Esta sentencia es de un enorme realismo.
En conclusión, hacia mediados del s. XIX, el principio se hallaba bien asentado tanto en la
legislación española en vigor a la época como en sentencias patrias en que se examinaban asuntos
de la Administración del Estado. Sin embargo, al aplicarse sobre causas de responsabilidad de los
funcionarios públicos, dicho principio no era comprendido de modo absoluto, sino que general,
aceptando atenuaciones de distintos tipos.

2) Otros Principios:
a. La Buena Fe: Su alcance parece diferir sustancialmente dependiendo de si se tratase de su
aplicación a la Administración o a los particulares.
i. Administración: Respecto a ella no parece hacer jugado un rol determinante,
probablemente debido a la inadaptación de su sentido psicológico a las personas
estatales. Al parecer, la única área en la que indiscutiblemente se le aplicó la buena

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Resumen Administrativo I Control de Lectura: Gabriel Bocksang Hola | Sebastián Videla Aspe

fe fue la de la posesión y sus consecuencias. Jugaba en beneficio suyo, en caso de


coincidir con un título, para la prescripción adquisitiva; y en su contra, en caso de
que a partir de las piezas del expediente se diera por asentada la mala fe, lo que se
extendía a la restitución de frutos.
ii. Personas Naturales: Respecto de las personas naturales –particulares y
funcionarios- proliferó a través de muy diversas cuestiones. Quizás el punto
principal que haya que subrayar en esta materia es el de la presunción de buena
fe: en caso de que no pudiera probarse ni la buena ni la mala fe, “en tal caso la
presunción debe ser a su favor”. Sin perjuicio de esto, si hubo intentos por restringir
su alcance para beneficiar al Estado, los cuales no tuvieron éxito.
b. La Proscripción del Enriquecimiento Injusto: Los tribunales de justicia asumían como
principio fundamental, que ni siquiera requería radiación normativa, el que impera que “no
es justo el enriquecerse con perjuicio de otro”. Este principio se da de las siguientes formas:
i. Un acto administrativo no puede interpretarse de modo de que promueva un
enriquecimiento ilícito de alguna de las partes que se hallan ligadas por él, y
muy en particular de la Administración.
ii. Este principio tenía por objeto amparar a los particulares frente a eventuales
abusos de la Administración: Esto tenía por contrapartida de que los funcionarios
o particulares tampoco podían aprovecharse frente a la Administración de un
enriquecimiento contrario a derecho.

iii. Por último, una arista muy importante del enriquecimiento injusto, la
improcedencia del pago de lo no debido, fue tratada en varias sentencias
concernientes a la Administración, aunque sin expresarse textualmente.
c. Principios Misceláneos: Hay de alcance general, como que “las leyes deben entenderse
del mismo modo que siempre se han entendido”, o que “el demandante no puede ser
perjudicado a causa de haber obedecido las sentencias”; y de alcance especifico, como el
que prescribe que “el fiador no se debe obligar en más de lo que debe el principal deudor”,
o el que declara que “es un principio reconocido e incuestionable de derecho, que no se
adeuda alcabala en la donación remuneratoria”. Junto a ellos tenemos otros que
representaban desgranamientos específicos de principios generales comunes como el de “la
prioridad en derecho de los títulos más antiguos”. Por último, debe destacarse el principio
de la protección de los derechos adquiridos, que regía tanto en beneficio del Estado como
de los particulares.
2.3. La Equidad: El derecho patrio se hallaba lejos del rigorismo legalista que terminaría imponiéndose
con los años, y le reconocía un rol relativamente importante a la equidad en la resolución de problemas
jurídicos. Muchas veces este reconocimiento venia de manera textual. En materias no criminales, podía
fundar la exención o al menos la minoración de un pago adeudado, por ejemplo. Pero la consideración de
la equidad tenía límites. Por ejemplo, no llegaba a tal punto como para condonar una deuda bajo la sola
consideración de la conducta política pasa de un individuo. También era posible hallarla invocada en
materias criminales, a fin de fundamentar la no aplicación de una pena prevista por la ley o para temperar
la pena impuesta por la ley.

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