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En este apartado vamos a plantear algunos de los duelos denominados como especiales,
que afectan actualmente a nuestra sociedad. Se trata de duelos especiales porque poseen
unas características muy concretas y un alto nivel de especificidad en cuanto a sus
características generales, su sintomatología y en cuanto a la población a la que afectan.
En el caso de Melanie Klein, se sabe que hubo muchas muertes en su vida: su hermana
Sidonie a los 8 años, su hermano Emanuel a los 25; luego, en 1934 muere Hans, su hijo
menor, que tenía 27 años. Durante el embarazo y los primeros años del niño, Melanie
Klein estuvo muy deprimida, llegando incluso a estar internada en Suiza por un tiempo
de unos dos meses, antes del primer cumpleaños de su hijo Hans. Para Klein, esta
muerte fue motivo de pena durante toda su vida. De la misma manera que en Freud,
parece que la muerte de su hijo ha influido en sus posteriores escritos, ya que a partir de
ese momento escribió acerca de la pérdida, la aflicción y la soledad. En agosto de 1934,
pocos meses después de la muerte de su hijo Hans, presentó la “Psicología de los
estados maníaco-depresivos”.
Existen algunas palabras específicas, como huérfano, utilizada para designar a quien ha
perdido tempranamente un padre; o viuda, para designar a la mujer que sobrevive la
muerte de su cónyuge; pero no existe denominación ninguna para quien ha sobrevivido
a la muerte de un hijo. Quizás algo del enorme sufrimiento que esta situación conlleva
tenga que ver con ello. Tan sólo en el idioma hebreo, existe una palabra “shjol”, que
designa a la persona que ha perdido un hijo. Posiblemente se trata de un tema tabú, que
se relaciona con lo prohibido y lo sagrado. Es impensable e innombrable, no tiene que
ser nombrado evitando así que suceda lo temido.
El valor identificable de ser padre está dado por la vida de un hijo, que es quien le da
sentido a la paternidad-maternidad. Su pérdida sacude estas identificaciones, lo que
suele manifestarse muy a menudo con angustias de desintegración que se traducen en
perturbaciones de la continuidad temporal. Los hijos producen un cambio profundo en
el psiquismo de sus padres, activando sus funciones parentales; la pérdida deja en ellos
un enorme vacío y la añoranza de un estado afectivo que existía gracias a la presencia
del hijo.
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Puede decirse, en general, que estos duelos suelen ser más prolongados en función de la
relación directa que existe entre la extensión del proceso y el componente estructural
narcisista que representa un hijo. El conmovedor amor parental, no es otra cosa que el
narcisismo revivido de los padres. Más allá de lo singular que marcará las diferencias
en el proceso y la elaboración de un duelo, cuando se trata de la muerte de un hijo
siempre está puesto en juego el narcisismo, ya que como “sangre de mi sangre”, el
duelo será más complicado y más prolongado.
Freud, en una de sus cartas escribió: “… sabemos que el agudo dolor que sentimos
después de una pérdida semenjante llegará a su fin, pero permaneceremos
inconsolables y nunca encontraremos un sustituto”. Freud plantea que el duelo no
terminará por encontrar un reemplazo, reconoce de esta manera que la pérdida es
insustituible. No así en otros tipos de duelos, en los que Freud ve mucho más clara y
posible la sustitución de objeto.
La pérdida de un hijo es la más radical, más que la pérdida de los padres. Con la
pérdida de un hijo se pierde no sólo un ser amado, o un pasado común, sino lo que
potencialmente un hijo hubiera podido brindar de haber vivido.
Podrían plantearse algunos indicadores de distinto valor que harán del devenir del
trabajo de duelo un proceso diferenciado de acuerdo con el grado de estructuración del
Yo; la prevalencia de estructuras narcisistas de funcionamiento psíquico, el estatuto del
objeto en el Yo antes de la pérdida, que condicionará una relación más narcisista o más
objetal con el mismo, las experiencias previas y los duelos anteriores.
Otros indicadores a tener en cuenta serían el lugar de ese hijo en la constelación edípica
familiar, hijos adolescentes, hijos únicos, primeros hijos, hijos varones, hijas mujeres;
ser madre o padre como sujeto que padece la pérdida, etc. . También son importantes
las circunstancias que rodearon la muerte. Una muerte esperable que ocasiona un dolor,
trastoca la vida de un sujeto, pero puede no ser traumática, por el contrario, una muerte
inesperada será de forma inevitable traumática. Por trauma entendemos “un
acontecimiento que irrumpe en la vida de un sujeto y no logra inscribirse. No cualquier
acontecimiento por muy intenso que sea consigue ser traumático ya que según se
relacione con otros factores preexistentes resultará traumático o se irá elaborando, pues
si se logra una respuesta subjetiva, aunque queden marcas dolorosas, será penosos pero
no traumático”(por ejemplo, una larga enfermedad, que permite tener un tiempo para
procesar la circunstancia dolorosa).
La clínica por la muerte de un hijo configura múltiples escenarios en los cuales estas
variables adquieren un valor particular para el trabajo de elaboración psíquica, y
también para la labor analítica.
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Con este nuevo término se define el difícil momento que representa para algunos padres
la emancipación del último hijo que vivía en casa con ellos, es un momento de mucha
vulnerabilidad y fragilidad desde el punto de vista psicológico. Cuando los hijos inician
su vuelo propio para dejar el nido (de ahí el nombre del Síndrome), se plantea uno de
los periodos más difíciles para aquellas mujeres que han construido su proyecto vital
sobre la base de una familia.
Existe una época de la vida de algunas mujeres, básicamente a partir de los 50 años, en
que la distancia que se produce de los hijos al independizarse las hace replantearse sobre
su propio lugar en este mundo y sobre la validez de su aspiración vital. Aunque este
síndrome puede afectar por igual al padre y a la madre, suele repercutir especialmente
en la madre, sobre todo si no ha trabajado fuera del hogar y el cuidado de sus hijos no
era únicamente su papel central, sino el exclusivo. Las madres sienten el vacío del nido
como un vacío en su identidad. Al no haber construido otros espacios de desarrollo
personal, muchas mujeres carecerán de actividad y hasta se sentirán inútiles al no tener
ya la responsabilidad de velar por los hijos. Por norma general los hombres no sufrirán
estos mismos efectos ya que el rol masculino está socialmente construido sobre otros
fundamentos. En cuanto al padre, puede haber un mayor riesgo cuando la emancipación
de sus hijos coincide con su jubilación laboral.
A todo esto, suele añadírsele el sentimiento de soledad, la percepción repentina del paso
de los años y, muchas veces, la obligatoriedad de recuperar un papel de pareja que
probablemente no se ha trabajado durante muchos años.
El Síndrome del nido vacío puede entenderse básicamente como una desadaptación ante
un determinado cambio, que implica un mal afrontamiento de una situación socio-
actual, y que se puede etiquetar como un trastorno afectivo de características depresivas,
donde los sentimientos de tristeza y de pérdida son los que más abundan.
Las mujeres que lo padecen, no son conscientes muchas veces de lo que les sucede, sino
que acuden a la consulta del médico por dolencias físicas de las que desconocen o se
niegan a reconocer sus verdaderas causas. Hacerse consciente de esta situación es un
paso hacia delante para la adopción de medidas correctoras que supongan el
afrontamiento de la situación. Sin embargo, hay madres a las que les cuesta afrontar la
separación física y emocional de sus hijos, porque han vivido durante casi toda su vida
angustiadas por el temor del abandono y el rechazo de sus hijos si éstas no cumplían el
papel de entregadas y perfectas madres.
Algunos de los factores a tener en cuenta para superar este estado de desamparo y de
abandono serían, por un lado, que la persona afectada pudiera vivir esta nueva situación
como algo positivo. Se debe pensar que el hecho de que los hijos se vayan de casa y
sean independientes es un éxito para ellos y también para los padres. Debe tomarse esta
independencia como un éxito a la ardua tarea llevada durante años por los padres o
tutores de conseguir que los hijos puedan desenvolverse de una forma autosuficiente.
Por otro lado, sería importante valorar las ventajas que supone para los padres estar
solos de nuevo, y tomar este momento para disfrutar más o, en muchos casos, de nuevo
de la vida en pareja. Es muy frecuente que en los últimos años la pareja haya dejado de
hacer cosas que hacían cuando eran novios y que realmente les gustaba hacer, o por el
contra se hayan visto forzados a hacer cosas debido a la presencia de los hijos. Con la
marcha de los hijos, llega el momento de recuperar todos esos espacios de disfrute que
sólo pertenecían a la pareja.
Por último, apuntar que el establecimiento de un horario más o menos metódico para
realizar las labores cotidianas ayudará a paliar los efectos de este síndrome. El tener un
horario ocupado facilita que los sentimientos de desocupación y aburrimiento no afloren
con tanta facilidad, y si lo hacen, lo harán de una forma más lenta y con la presencia de
actividades que amortiguarán el impacto.
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Las repercusiones que tienen estos dos tipos de intervenciones en la mujer producen
unas alteraciones que vale la pena tener en cuenta. Son importantes y es necesario
tenerlo muy presente ya que afectan a los planos físico y psíquico de la persona, y
sobretodo debido a la gran proliferación que estas intervenciones están teniendo en
nuestra sociedad.
El duelo es entendido como un proceso de desamor, y es revivido cada vez que hay una
irrupción de amor, en cada acto que recuerde el símbolo (seno o matriz), como el
mirarse o ser mirada, el acto sexual o el vestirse y desvestirse.
Se puede observar como la vivencia de la sexualidad en estas mujeres muestra una serie
de manifestaciones ligadas a este tipo de pérdidas.
Estas dos pérdidas, seno y útero, llevan a que la mujer pase por un proceso de
elaboración de la pérdida afectiva, que en algunos casos se considera un duelo
patológico por su prolongación en el tiempo. Esta pérdida conlleva una tristeza que
converge en su feminidad y toca su estructura erótica . El erotismo, que está en torno al
apetito sexual, la excitación sexual, el orgasmo y todos los constructos mentales
alrededor de esa experiencia, quedan manifestados por una disminución de la líbido.
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Otra de las manifestaciones de este tipo de duelos está directamente relacionada con la
vinculación afectiva interpersonal. Esta vinculación es entendida como la capacidad de
desarrollar afectos intensos ante la presencia o ausencia y la disponibilidad o no de otro
ser humano, y su forma ideal de manifestarse es el amor. La satisfacción del deseo del
otro tiene relación con la vivencia que la mujer hace de su sexualidad proyectada en su
pareja. Se da, en estos casos, una actitud de resignación y negación del derecho al
disfrute. La mujer desarrolla una importante vocación de entrega y sacrificio, una
sensibilidad extrema por el dolor y el sufrimiento de los demás. Es esta actitud la que
se muestra como una resignación, que le permite continuar su vida de pareja negándose
al derecho de disfrutar.
En cuanto al afecto, entendido éste como la capacidad de la mujer para expresar sus
afectos de una manera espontánea y mesurada, se encuentra mayoritariamente una
emergencia de sentimientos, que al estar reprimidos, provocan en ella malestar. Estos
sentimientos reprimidos producirían un desplazamiento de la líbido, pero sin llegar a
apartarse del mundo exterior.
Hay que tener en cuenta lo singular de cada una de estas dos intervenciones. En la
mastectomía la imagen corporal está muy afectada, mientras que en la histerectomía
hay mucha melancolía, demostrada por la ausencia del deseo y por la introyección de la
líbido.
Más allá del acto curativo de la medicina, vale la pena remitirse a qué sentimientos
experimentan las mujeres sometidas a una mastectomía o histerectomía, la cual
representa una lesión, y aparece el dolor como un intento desesperado del Yo por
desprenderse de la conmoción interna aferrándose al símbolo. A este respecto, también
puede decirse que, más allá del acto salvador para la vida, estas pacientes se enfrentan a
la muerte utilizando como único recurso la palabra, la cual el personal de salud con
frecuencia ha tapado o suele tapar con el saber y el miedo a enfrentarse a la muerte o a
sus alrededores.
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Los psiquiatras han detectado un nuevo transtorno mental que afecta a la mayoría de los
inmigrantes “sin papeles”. Se trata del denominado “Síndrome de Ulíses”, que se
caracteriza por el estrés crónico y múltiple que padece el inmigrante al afincarse en un
nuevo país. Se trata pues de un tipo específico de depresión observada en los
inmigrantes extracomunitarios que en los últimos años están llegando de forma
creciente a nuestro país. Un cuadro clínico que se ha denominado el Síndrome del
Inmigrante con Estrés Crónico y Múltiple o Síndrome de Ulíses, ya que
contemplando las dificultades y peligros a los que deben hacer frente hoy día muchos
inmigrantes, es difícil no tener en cuenta la imagen del héroe griego luchando contra las
adversidades, lejos de sus seres queridos y de su patria.
El Síndrome de Ulíses es un problema del siglo XX1, que hace referencia a La Odisea,
el gran poema épico atribuido a Homero, que narra el viaje de regreso de Ulises a Itaca,
y en el cual el héroe “pasaba los días sentado en las rocas, a la orilla del mar,
consumiéndose a fuerza de llanto, suspiros y penas, fijando sus ojos en el mar estéril,
llorando incansablemente”.
Todos los inmigrantes han padecido algunos síntomas de este trastorno que los
psiquiatras empiezan a clasificar y a entender. El nombre de este trastorno sirve
también de título a la novela del escritor colombiano Santiago Gamboa sobre la odisea
de 23 inmigrantes que han viajado a París desde distintas partes del mundo.
Los focos de tensión que caracterizan el síndrome son cuatro: la soledad que
experimentan los que llegan a un país que no es el suyo y que no pueden traer a la
familia porque primero tienen que buscar una estabilidad económica; el sentimiento de
fracaso, porque piensan que tanto esfuerzo no ha servido para conseguir un trabajo o
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El Síndrome de Ulíses, por sus características concretas presenta una serie de duelos que
son los más importantes y los que más inciden en los sujetos afectados. Pueden
resumirse en siete áreas los duelos en la migración:
• Familia y amigos.
• Lengua.
• Cultura.
• Tierra.
• Estatus social.
• Contacto con el grupo nacional.
• Los riesgos físicos.
Los síntomas que pueden observarse son múltiples y variados, tal y como se ha
comentado con anterioridad, y afectan a distintas áreas. Así en cuanto a los síntomas
propios de los trastornos afectivos se dan los siguientes:
- llanto: se ha observado en los pacientes inmigrantes, que las mujeres lloran más que
los hombres con diferencia. Una expresión de esta dificultad de los hombres de estas
culturas en relación al llanto, es que no está bien visto en varones.
que está preocupado por el castigo que puede recibir por su acción inadecuada. (En la
culpa depresiva el sentimiento básico es el sufrimiento por haber hecho daño al otro).
También pueden observarse una serie de síntomas ligadas directamente con el área de
la ansiedad:
- alteraciones del sueño: las dificultades para dormir son una de las quejas más
persistentes de los inmigrantes, sobre todo en relación al insomnio de conciliación. Este
síntoma se halla ligado muchas veces a otro síntoma muy típico de las situaciones de
ansiedad, y que son las preocupaciones recurrentes, que ocupan de forma persistente la
mente del inmigrante y le impiden dormir. Estas preocupaciones se hallan ligadas a la
diversidad y complejidad de los duelos a los que se hallan sometidos los inmigrantes.
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Encontramos también toda una serie de síntomas que podrían definirse como síntomas
de tipo somatomorfo, aunque cabe decir que los pacientes de estas culturas, dado que
integran lo físico y lo mental, expresan tanto síntomas somatomorfos como síntomas
psicológicos.
- cefaleas: las que se observan en los inmigrantes son casi siempre de tipo tensional y
van asociadas a las preocupaciones intensas en que el inmigrante se encuentra, por lo
que se encuentran más en mujeres que en hombres. Esta cefalea tensional presenta
típicamente síntomas de dolor opresivo, de intensidad leve o moderada.
Por último, apuntar que también pueden observarse síntomas pertenecientes al área
disociativa. En los inmigrantes, la sintomatología que se daría más frecuentemente
sería más una sintomatología de tipo confusional con características propias y con
síntomas del trastorno por despersonalización sobre todo asociado a confusión
temporoespacial, y síntomas del trastorno de identidad disociativo.
Una dificultad cultural que puede darse en la exploración de estos síntomas, es que la
despersonalización es difícil de valorar en culturas que poseen otra imagen del Yo y del
sujeto. Así pues, la confusión sería un síntoma frecuentemente asociado en los
inmigrantes a los síntomas de tipo depresivo. Estaría relacionado con la complejidad de
las situaciones que los inmigrantes deben manejar. Hay sensación de fallos en la
memoria, de la atención, de sentirse perdido y de perderse físicamente, etc. .
entiende por estrés el desequilibrio entre las capacidades de adaptación del sujeto y las
demandas del medio, y se entiende aquí por duelo el proceso de reestructuración de la
personalidad que tiene lugar cuando se pierde algo que es significativo para el
inmigrante.
Es necesario tener en cuenta no confundir el cuadro del Síndrome del Inmigrante con
Estrés Crónico y Múltiple con los cuadros de Trastorno por Estrés Agudo, Trastorno
Adaptativo o el Trastorno por Estrés post-traumático, ya que la sintomatología
observada en los pacientes con el Síndrome de Ulíses, no concuerda con la que
encontramos en las clasificaciones del DSM y la CIE.
Puede considerarse que más que de una situación de estrés agudo podríamos hablar, en
el caso del inmigrante actual, de una problemática de estrés crónico. El duelo
migratorio, definido como un estrés prolongado e intenso, es difícil y complicado de
elaborar. Están presentes una serie de estresores especialmente intensos y difíciles de
afrontar, cosa que lo diferencia de otros trastornos. Además ni en el Trastorno por
Estrés Agudo ni el Trastorno Adaptativo poseen como síntomas centrales del cuadro, la
existencia de varias somatizaciones.
El mundo, hoy día, está lleno de modernos Ulíses, y el fenómeno ha pasado ya de las
oficinas de extranjería a los consultorios de los psiquiatras, incluso ha pasado ha
convertirse en un tema de política internacional. Es patente que se trata de un riesgo
para la salud mental, y requiere un conocimiento de la cultura de origen del inmigrante,
de los valores y de la concepción de la salud para un tratamiento eficaz del problema.
La diferencia entre uno y otro caso es, sin embargo, que como el desplazamiento es
forzoso, la apatía y la baja autoestima son más notorias; y en el síndrome de Ulíses, el
inmigrante mantiene por lo general su lucha por la supervivencia. Está claro pues, que
todos los inmigrantes y los desplazados internos son susceptibles de padecer alguna
forma del síndrome de Ulises. Un trastorno cuyos factores de riesgo son difíciles de
prevenir desde el punto de vista psicológico, ya que depende de grandes decisiones
políticas.
El Síndrome de Ulíses es un nombre, quizás, demasiado bello para la realidad tan dura
que describe. Plantea una gran enfermedad del mundo, como es la xenofobia hacia esos
Ulíses contemporáneos, pequeños grandes héroes que repiten odiseas día tras día y para
los cuales muy pocas veces se vislumbra un final feliz.
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Todo esto nos lleva a plantearnos el tema de hasta qué punto uno tiene derecho a
disponer del cuerpo de los pacientes sin darles posibilidad de una elección, fundada en
los riesgos que podrían correr en caso de intervención o de no intervención quirúrgica.
O también en el caso de la simple información de diagnóstico, que muchas veces es
total o parcialmente omitida al enfermo.
A principios del siglo XX, la muerte de cada cual es todavía asunto de todos, todo el
grupo social debe ser consolado por la pérdida de uno de sus miembros. Sin embargo,
en la segunda mitad del siglo XIX se produce un vuelco en la relación del moribundo
con su medio. El enfermo sabe que va a morir, pero sus familiares fingen ignorarlo. El
enfermo calla, pues no quiere ser tratado como un moribundo. El médico muchas veces
se ve obligado a mentir, se actúa, pues, como si la muerte no existiera. Pero el cuerpo
sigue estando ahí, necesitando cuidados, exhalando olores y no siempre grato de
contemplar.
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La carga de los cuidados se repartía antes entre la familia, los vecinos y amigos. Hoy,
esto es imposible, sólo unos pocos privilegiados mueren todavía en sus casas. La así
llamada “hospitalización domiciliaria” excluye de su campo a los enfermos graves en
estado terminal. Se ha vuelto impropio dejar a la vista la degradación que acompaña a
la vejez o al enfermo terminal, y los amigos se alejan “por pudor” o bien para protegerse
del dolor de ver degradarse a un ser querido. Los viejos, cuando están enfermos,
quedan apartados de la vida siendo que aún viven. No se les trata como sujetos, sino
como niños, objetos de cuidado y a los que se pide silencio. El medio, además, sea
familiar u hospitalario, está mal preparado para ayudar a un prójimo a terminar
confortablemente su vida. Hoy, huimos de la muerte y también de la enfermedad. En la
actualidad parecería que hablar del muerto trajese desgracia a los vivos. La “buena”
muerte de hoy día corresponde, pues, a la muerte maldita de antaño (la muerte que
pasaba desapercibida).
Freud define la angustia como señal articulada con un peligro vital. Lo realmente
angustiante es el no sé (lo que se es para el otro), y será en este momento cuando la
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La muerte, desde el momento que se emparenta con lo innombrable, deja al sujeto sin
palabras para abordar lo que le toca en el trance que comparte con el moribundo. Lo
que es nombrable se revela en los sueños donde volvemos a hallar el paso a una
simbolización, con sus leyes. El campo vivido del drama humano se sitúa en otro lugar
y no en la pura apreciación de lo real. La denegación de la palabra surge donde no está
permitido hablar, ocultándose en este lugar todo aquello que no perdona.
Sin saberlo, hoy seguimos pese a todo, como ayer, viviendo con los muertos. Viviendo
con ellos, e ignorándolo. Esto puede observarse en las dificultades psicológicas que
deben afrontar a veces los neuróticos. En psicoanálisis, hallamos en la neurosis
obsesiva el impacto de los anhelos de muerte reprimidos. Estos reaparecen bajo una
forma diferente e impiden al sujeto vivir plenamente su vida. El sujeto se prohíbe vivir
su vida, como si tuviese que preservar, como si tuviese que proteger continuamente la
vida de alguien. Lo que ya no se asume en forma colectiva se disfraza de creencias y
supersticiones que acaban rigiendo la vida del individuo.
En nuestros sueños, al igual que los pueblos primitivos, seguimos codeándonos con la
muerte. De este modo, advertimos en nuestra relación con lo inconsciente perpetuos
deslizamientos. El deseo de vivir trae consigo tensiones y una parte de perturbación
que, una vez extinguida, conducen al placer. En el principio del placer, Freud distingue
las pulsiones de muerte, como si el principio del placer estuviese a su servicio. Esta
hipótesis de Freud sobre la tendencia del hombre a reproducir el pasado más remoto,
incluido el de la materia inerte concebida como anterior a la vida, sigue complicando a
muchos analistas. Pues lo que se observa en la práctica es el peso sobre un destino de la
repetición.
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En el fantasma es muy posible desear la muerte y que en la realidad la vida nos atrape,
hasta el punto de que renunciemos a acortar su plazo. El sujeto no quiere morir, pero de
todas formas es consciente de que la vida se le está escapando. En este punto, se
plantea el debate de la eutanasia activa (utilizar una jeringa, como en el caso de Freud)
o la eutanasia pasiva (alimentar una sonda de perfusión con un cóctel lítico D.L.P.)
que, según los casos, acarrea la muerte con mayor o menor rapidez. Cada caso de
paciente terminal de cáncer se muestra en su singularidad propia. El verdadero
problema es el control del dolor. La vida se acorta y el resultado es la muerte, pero no
se la administra directamente. Esta situación se corresponde de hecho con la
ambivalencia de los propios pacientes. Apenas se sienten mejor, ya no exigen que se les
“mate”.
No obstante, encontramos que algunos enfermos sufren antes de morir, en los otros, los
pacientes mueren lúcidos y en paz, rodeados de los suyos. Con todo, es preciso situar el
abordaje y tratamiento del dolor en un contexto cultural y religioso, y comprender de
esta manera por qué en una determinada cultura es posible combatir el dolor mientras
que en otra el médico niega al paciente la posibilidad de tener un final de vida
soportable. Los factores emocionales y el desamparo moral también pueden agravar
seriamente un cuadro clínico orgánico ya sombrío.
La muerte, incluso programada, llega siempre demasiado pronto. Es por esto, que
muchas veces no se tiene en cuenta la necesidad de una presencia junto a una persona
aislada y enferma en un ámbito extraño, y así es fácil vivir de manera persecutoria.
Asegurar una presencia es también saber acariciar un rostro y dar con las palabras que
atraigan el interés del enfermo, promover su “enganche” a la vida.